21. Dar la cara cuando no resulta fácil

Para que triunfe el mal,
solo es necesario
que los buenos no hagan nada.

Edmund Burke

       
       -Quizás hoy día resulta más difícil que se abra camino una vocación, en el modelo de sociedad compleja y tecnificada en que vivimos, donde el ambiente parece mucho menos propicio.
      
       Puede ser cierto que el ambiente no ayude mucho, pero eso, como hemos visto, no es algo exclusivo de nuestra época. Además, muchas veces, precisamente ese ambiente contrario puede templar y madurar una vocación.
      
       Así lo evocaba Joseph Ratzinger cuando escribió su autobiografía, antes de ser Benedicto XVI, narrando un sucedido de sus años de adolescente, cuando estaba terminando la Segunda Guerra Mundial. "En vista de la creciente carencia de personal militar, los hombres del régimen nazi idearon en 1943 una solución. Como los estudiantes de los internados debían vivir juntos en comunidad, lejos de casa, no había ningún obstáculo para trasladar de lugar sus colegios, colocándolos próximos a las baterías antiaéreas. Por otro lado, como evidentemente no podían estudiar todo el día, parecía del todo normal que utilizasen su tiempo libre en servicios de defensa de los ataques aéreos enemigos. De hecho, yo no estaba en el internado desde hacía mucho tiempo, pero desde el punto de vista jurídico sí formaba parte todavía del seminario de Traunstein.
      
       "Así, el pequeño grupo de seminaristas de mi clase -de los nacidos entre 1926 y 1927- fue llamado a los servicios antiaéreos de Munich. Habitábamos en barracones como los soldados regulares, que eran obviamente una minoría, usábamos los mismos uniformes y, en lo esencial, debíamos llevar a cabo los mismos servicios, con la sola diferencia que a nosotros se nos permitía asistir a un número reducido de clases.
      
       "El 10 de septiembre de 1944, en el período de edad del servicio militar, nos licenciaron del servicio antiaéreo en el que habíamos estado desde que éramos estudiantes. Cuando volví a casa, sobre la mesa estaba ya la llamada para el servicio laboral del Reich. El 20 de septiembre, un viaje interminable me llevó a Burgenland, donde -con muchos amigos del instituto de Traunstein- me asignaron a un campamento situado en el ángulo del territorio en el que Austria limita con Hungría y Checoslovaquia. Aquellas semanas de servicio laboral han permanecido en mi memoria como un recuerdo opresivo. Nuestros superiores procedían, en gran parte, de la denominada "Legión Austríaca". Se trataba, por tanto, de nazis de los primeros tiempos, que habían sido encarcelados bajo el canciller Dollfuss, unos fanáticos que nos tiranizaban con violencia. Una noche nos sacaron de la cama y nos hicieron formar filas, medio dormidos, vestidos de chándal. Un oficial de las SS nos llamó uno a uno fuera de la fila y trató de inducirnos a enrolarnos como "voluntarios" en el cuerpo de las SS, aprovechándose de nuestro cansancio y comprometiéndonos delante del grupo reunido. Un gran número de compañeros de carácter bondadoso fueron enrolados de ese modo en aquel cuerpo criminal. Junto con algunos otros, yo tuve la fortuna de decir que tenía la intención de ser sacerdote católico. Fuimos cubiertos de burlas e insultos, pero aquellas humillaciones nos supieron a gloria, porque sabíamos que nos librábamos de la amenaza de ese enrolamiento falsamente voluntario y de todas sus consecuencias."
      
       -¿Piensas entonces que se puede sacar provecho de las dificultades del ambiente?
      
       No siempre se logra, pues, como se ve en este relato, se llevaron por delante a muchas personas, a las que les faltó carácter o decisión para superarlas. Lo que sí puede decirse es que las dificultades juegan, en cierta manera, a nuestro favor, porque nos disponen a hacernos más firmes, más maduros, más resistentes. Hacen lucir nuestra mediocridad, y de esa manera queda más expuesta, más a la vista, y es más clara la necesidad de oponerse a ella y, por tanto, mejorar.
      
       Igual que las personas se curten con las dificultades, y que la vida fácil hace a los niños mimados y débiles, también las vocaciones maduran más ante un ambiente difícil, y arraigan con más fuerza y autenticidad en un entorno en el que el viento no sopla a favor. Incluso de las calumnias puede salir un bien, porque nos hacen experimentar lo que el Señor pasó en la tierra, aprendemos a purificar más la intención al ver que no todos nos aplauden, y todo eso puede llevarnos a trabajar más y a explicarnos mejor.
      
       -Pero el ambiente poco favorable ha hecho que haya menos vocaciones. Hay quien piensa que puede ser una muestra de que ahora son menos necesarias, y que la vida actual ha evolucionado y no precisa ya tanto de ellas.
      
       Es una posible interpretación, pero me parece más acertado pensar que, precisamente ahora, hacen más falta. Es la reflexión que se hacía Joseph Ratzinger al concluir el relato anterior. "El régimen nazi afirmaba con voz muy fuerte: "En la nueva Alemania no habrá ya sacerdotes, no habrá ya vida consagrada, no necesitamos ya a esa gente; buscaos otra profesión". Pero precisamente, al escuchar esas voces "fuertes", ante la brutalidad de aquel sistema tan inhumano, comprendí que, por el contrario, había una gran necesidad de sacerdotes. Este contraste, al ver aquella cultura antihumana, me confirmó en la convicción de que el Señor, el Evangelio, la fe, nos indicaban el camino correcto y nosotros debíamos esforzarnos por lograr que sobreviviera ese camino.
      
       "Como es natural, no faltaron dificultades. Me preguntaba si tenía realmente la capacidad de vivir durante toda mi vida el celibato. Al ser un hombre de formación teórica y no práctica, sabía también que no basta amar la teología para ser un buen sacerdote, sino que es necesario estar siempre disponible con respecto a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos, a los pobres; es necesario ser sencillo con los sencillos. La teología es hermosa, pero también es necesaria la sencillez de la palabra y de la vida cristiana. Así pues, me preguntaba: ¿seré capaz de vivir todo esto y no ser solo un teólogo? Pero el Señor me ayudó; y me ayudó, sobre todo, a través de la compañía de los amigos, de buenos sacerdotes y maestros."
      
       -Pero entregarse a Dios siempre será una aventura, y quizá en los tiempos que corren eso no tiene demasiado futuro.
      
       Emprender el camino de la entrega precisa ciertamente la valentía de afrontar la aventura, con la confianza de que Dios no nos dejará solos, de que nos acompañará y nos ayudará. Pero siempre habrá necesidad de esas vocaciones, y siempre habrá almas jóvenes que aceptarán ese reto. Así lo expresaba José Luis Martín Descalzo hace unos años, en plena crisis de vocaciones al sacerdocio en el mundo occidental: "Me pregunto a veces cómo será el siglo XXI y los hombres que en él habitarán. ¿Tendrán alma? ¿Seguirán descubriendo en ella esos vacíos que solo Dios llena y tendrán necesidad de alguien que les ayude a llenarlos?
      
       "La verdad es que nunca he temido por el futuro de la Iglesia y tampoco por el futuro del sacerdocio. Habrá tal vez oscilaciones en la curva de vocaciones, pero siempre seguirá habiendo muchachos que un día se atrevan a responder a la llamada de lo alto, por mucho que ciertos cretinillos se olviden de la importancia de su tarea.
      
       "Y hay algo de lo que aún estoy más seguro: sea o no sea importante el sacerdocio, lo reconozca o no la sociedad del presente o del futuro, lo que yo sé muy bien, y lo sé por experiencia, es que no hay nada más entusiasmante, nada que llene tanto el alma hasta los bordes. Conozco bien lo que es esto de ser periodista y yo sé que es una gran vocación. Pero es una zapatilla rusa junto al gozo de tener -si se cree- a Dios entre los dedos o el ver brillar a unos ojos humanos cuando se alejan, pacificados, de un confesonario.
      
       "Es también, lo sé, una vocación aterradora -porque la palabra de Dios quema al pasar por los labios-, pero con un terror luminoso y ardiente que bastaría para poner toda la vida en vilo. Ser cura -lo sepa el mundo o no, lo valore el mundo o no, y aunque el mundo llegara a prohibirlo- es literalmente un entusiasmo, es decir, según su etimología, una borrachera de Dios, uno de los pocos vinos que vale la pena que se le suban a uno a la cabeza."
      

22. Ser tomados por locos

Tendremos que arrepentirnos en esta generación
no tanto de las acciones de la gente perversa
sino de los pasmosos silencios de la gente buena.

Martin Luther King

       
       Juan Ciudad Duarte, el futuro San Juan de Dios, había nacido en el seno de una familia modesta y quedó huérfano muy joven. En 1517, cuando tenía veintidós años, entró en la milicia y participó en varias batallas con Carlos V. La experiencia fue un tanto desastrosa, pues por una grave negligencia estuvo condenado a la horca y se salvó de puro milagro. Participó también en la defensa de Viena contra los turcos. Después de diversas peripecias, retomó su oficio de pastor y leñador, luego fue albañil y finalmente librero, profesión que empezó a ejercer en Granada, en un puesto en la calle Elvira.
      
       El 20 de enero de 1539 escuchó la predicación de San Juan de Ávila en el Campo de los Mártires, cerca de la Alhambra. Su corazón quedó muy tocado. Aquellas palabras "se le fijaron en las entrañas". Se llenó de deseos de cambiar de vida, de enmendar la trayectoria que hasta entonces había llevado. Su conversión fue tan rotunda que repartió todas sus propiedades entre los pobres y se dispuso a llevar una vida de total austeridad. Lo tomaron por loco. Cuando quiso darse cuenta, le habían ingresado en el Hospital Real de Granada, en un ala destinada a los enfermos mentales. Allí, siente en sus propias carnes el duro tratamiento que se da a estos enfermos y se rebela al verlos sufrir de aquella manera.
      
       De su experiencia en aquel manicomio surge la dedicación de Juan hacia quienes desde entonces serán para él sus hermanos: "Que Jesucristo me traiga a tiempo y me dé gracia para que yo tenga un hospital, donde pueda recoger a los pobres desamparados y faltos de juicio, y servirles como yo deseo". En 1540 alquila una casa vieja en Granada para recibir a cualquier enfermo, mendigo, loco, anciano, huérfano o desamparado. Durante todo el día atiende a cada uno con el más exquisito cariño, haciendo de enfermero, cocinero, padre, amigo y hermano de todos. Por la noche, va por las calles pidiendo limosnas para sus pobres.
      
       Al principio sabía poco de medicina, pero tenía gran éxito atendiendo enfermos mentales. Comprobó que necesitaban cariño y atención como requisito previo para poder curarse. Había que curar primero el alma para obtener luego la curación del cuerpo. Más tarde, reunió un grupo de compañeros y fundó con ellos una congregación. En enero de 1550, tratando de salvar a un joven que se estaba ahogando en el río Genil, enfermó gravemente y murió. El que había sido considerado un loco, fue acompañado al cementerio por el obispo, las autoridades civiles y todo el pueblo de Granada, como un santo. Enseguida muchos milagros se atribuyeron a su intercesión. Pronto fue canonizado, y su congregación, los Hospitalarios de San Juan de Dios, atiende hoy más de doscientos hospitales en los cinco continentes.
      
       -¿Crees entonces que los santos tardan siempre en ser comprendidos?
      
       Solo el transcurso del tiempo ilumina con auténtica luz la vida de las personas. A lo largo de la historia, han sido muchas las aventuras de santidad que han sido consideradas por la gente de su tiempo como locuras, iluminaciones, comeduras de coco o ingenuidades agudas. Muchos santos han pasado inadvertidos a su época y han sido descubiertos mucho tiempo después. A los ojos del siglo XIII, San Francisco de Asís fue un exaltado. Y los compañeros de siglo de Santa Teresa de Ávila veían en ella una monja inquieta y un poco loca. También de San Juan Bosco se dijo que estaba loco, y en 1845 la murmuración llegó a tal punto que dos teólogos amigos suyos, Vincenzo Ponzati y Luigi Nasi, estaban tan convencidos de que estaba trastornado que, llevados por la caridad hacia él, intentaron encerrarle en un manicomio. En aquella ocasión, el intento tuvo visos un tanto cómicos: "Me di cuenta entonces de su juego -escribiría Don Bosco tiempo después- y, sin darme por enterado, les acompañé hasta el carruaje. Insistí en que entraran ellos primero a tomar asiento. Y cuando lo hicieron, cerré de golpe la portezuela y grité al cochero: "¡De prisa! ¡Al galope! ¡Al manicomio, donde esperan a estos dos curas!"."
      
       -Afortunadamente, en nuestra época ya no te toman por loco ni te encierran por querer entregarte a Dios.
      
       Ya no es muy habitual, gracias a Dios, pero tampoco ha dejado de suceder del todo. En estas últimas décadas, por ejemplo, ha habido bastantes casos de chicos o chicas jóvenes que han sido sometidos a atropellos semejantes por parte de sus familiares. Basta con considerar "sectas" a las instituciones de la Iglesia a las que esos jóvenes desean incorporarse, y asegurar después que esos chicos o chicas en realidad no obran libremente, sino que sus deseos se deben a depuradas "técnicas de manipulación mental" por parte de la "secta", para concluir que, por tanto, deben ser sometidos a "procesos de desprogramación" -contra la voluntad del "adepto", por supuesto-, a cargo del correspondiente equipo de "expertos antisectas", que someten al "pobre iluminado" a técnicas de laminación psicológica de las que sí podría decirse sin lugar a dudas que son realmente de manipulación mental.
      
       -Pero las sectas existen realmente y son un peligro.
      
       Es cierto que existen, y algunas son realmente muy destructivas, y es preciso actuar contra ellas de forma honesta, legal y contundente. Pero no han faltado quienes han querido con este motivo confundir las cosas, y considerar sectas a las instituciones católicas que les resultan antipáticas o que no coinciden con su modo de pensar.
      
       Tanto el argumento como el modo de trabajar es bastante antiguo. Ante fenómenos incomprensibles para la mentalidad de la época, con frecuencia se ha recurrido a poderes ocultos como explicación, y a la violencia para combatirlos. En la Edad Media, y hasta hace menos tiempo de lo que parece, se hablaba de encantamientos, hechizos y brujerías. Bien entrado el siglo XX, en los años sesenta y setenta, se empieza a utilizar la expresión "lavado de cerebro", acuñada por el periodista británico Edward Hunter para referirse al tratamiento recibido por los prisioneros norteamericanos de la guerra de Corea. En los años ochenta, con el auge de la era de la informática, se pasó a hablar de fenómenos de "programación" de jóvenes que, a su vez, debían contrarrestarse con "técnicas de desprogramación". Tras una serie de duros reveses, tanto en los resultados personales como en el intento de sustentar científicamente esas teorías, se empezaron a usar terminologías menos comprometidas, como "técnicas de control mental" u otras semejantes. Su apoyo científico ha sido siempre bastante precario. Cuando en 1987 la American Psychological Association (APA), se interesó por el tema y estudió el informe de un equipo dirigido por la principal defensora del empleo de esas técnicas, Margaret Singer, su dictamen no pudo ser más contundente, por la falta de rigor científico y de aparato crítico en todas esas técnicas y teorías.
      
       -De todas formas, parece que todo esto ha ido bastante a menos últimamente.
      
       Cada vez sucede menos, afortunadamente, porque la justicia ha puesto al descubierto que las auténticas manipulaciones mentales eran las que empleaban esos sujetos.
      
       Hoy día, es verdad, pocos llegan a extremos tan penosos, pero lo que siempre permanece es el peso del "qué dirán" a la hora de entregarse a Dios. Para muchos, es una locura frente al modo en que ellos se plantean la vida. Y su actitud es a veces tan cerrada, que hacen muy difícil seguir el propio camino sin tener que pasar por situaciones verdaderamente desagradables.
      
       Pero, en fin, si San Juan de Dios hubiera querido ser siempre complaciente con el ambiente que le rodeaba, no habría llegado a ser santo, ni habría sido posible el gran servicio a los enfermos que su impulso personal ha producido a lo largo de los siglos. Y lo mismo puede decirse de San Juan Bosco, o de toda una multitud de santos, conocidos o desconocidos, a la largo de la historia.
      
       -Pero nuestra época presume de ser enormemente respetuosa y tolerante con cualquier modo de vida que cada uno quiera seguir.
      
       Es cierto, y por eso hemos mejorado un poco en libertad en este punto, pero hay ocasiones en que los hechos demuestran que esa tolerancia es aún solo aparente, pues queda limitada a lo que el ambiente general aprueba.
      
       C. S. Lewis, en sus "Cartas del diablo a su sobrino", habla sobre este fenómeno, que atribuye a un sólido triunfo del diablo, hábilmente aliado con la estupidez humana. Una persona puede sentirse atraída por un determinado tipo de vida, y desear entregarse a Dios en servicio a los demás, pero el tentador siempre se las ingenia para "sustituir los gustos y las aversiones auténticas de un humano por los patrones mundanos, o la convención, o la moda. Yo llevaría esto muy lejos -aconseja el diablo veterano-, porque el hombre que verdadera y desinteresadamente disfruta de algo, sin importarle lo que digan los demás, está protegido, por eso mismo, contra algunos de nuestros métodos infernales de ataque más sutiles. Debes tratar de hacer siempre que abandone la gente, la ropa o los libros que le gustan de verdad, y que los sustituya por la gente "popular", la ropa que "se lleva" o los libros que "se leen"."
      
       Hasta de las actitudes más penosas puede llegar a hacerse una moda. Es cuestión de ridiculizar con un poco de ingenio la actitud contraria. Si un hombre deja, simplemente, que los demás paguen por él, es un tacaño; pero si bromea con ello, puede tener la habilidad de pasar por un tipo gracioso. La mera cobardía es vergonzosa; pero una cobardía de la que se presume con exageraciones, puede hacernos pasar por un antihéroe práctico y divertido. Hay detalles de egoísmo que pueden hacerse no solo sin la desaprobación de la gente, sino incluso con su admiración, simplemente ridiculizando los correspondientes actos de generosidad, logrando que lo egoísta sea "lo inteligente", "lo que se lleve". La entrega a Dios es un acto de generosidad personal que debería ser valorado muy positivamente, salvo que, con un poco de habilidad, se logre dar la vuelta al planteamiento y se presente como una opción ingenua, ridícula o sospechosa.
      
       -Pues para una persona que ha entregado su vida en servicio de Dios y de los demás, percibir esa actitud debe ser bastante ingrato.
      
       Lo es, aunque afortunadamente esa entrega no está basada en el aplauso o el agradecimiento de la gente. Al final, lo que cuenta es la valentía para oponerse al ímpetu de los tópicos de moda, que a veces son notablemente agresivos. Muchos critican simplemente porque los demás critican, y de la misma manera que los demás critican, sin molestarse apenas en conocer las cosas más de cerca. Pero si cedemos a los dictados de "lo que se debe pensar", para así merecer la aprobación del ambiente general, entonces no podremos evitar que muchas veces la verdad o la justicia sean pisoteadas por culpa de nuestro miedo a la prepotencia de la mentalidad dominante.
      
       -¿Piensas entonces que la mayoría de las veces la gente no valora lo que supone la entrega a Dios, y les parece el desperdicio de una vida?
      
       Pienso que la mayoría de la gente respeta y valora mucho la entrega de una persona a cualquier ideal. Pero eso no quita que haya algunos que lo vean como malograr o desaprovechar una vida. Les parece lógico que una persona guapa e inteligente entregue la vida a otra en el matrimonio, o a un proyecto profesional, o a la práctica de un deporte, pero les parece una lástima que se entregue a Dios y a los demás.
      
       Ha pasado siempre. Por ejemplo, San Alfonso María de Ligorio era un abogado napolitano brillantísimo, hijo del Marqués de Ligorio y con un porvenir muy prometedor. Tenía dos doctorados, dominaba varios idiomas, sabía música y era un enamorado de las artes. Se le daba muy bien la vida de relación política y como abogado obtenía resonantes éxitos, pues durante ocho años nunca perdió ningún caso.
      
       En el año 1723 participó en un pleito famoso entre el Doctor Orsini y el Duque de Toscana. Alfonso María defendía al Doctor Orsini, y su exposición fue brillante, contundente y sumamente aplaudida. Creía haber obtenido el triunfo para su defendido. Pero apenas terminada su intervención, se le acerca el defensor de la parte contraria, le entrega un papel y le dice: "Todo lo que nos ha dicho con tanta elocuencia cae por su base con este documento". Alfonso María lo lee, se dirige al tribunal y exclama: "Señores, me he equivocado".
      
       A partir de ahí comienza una fuerte crisis interior. Comprende que, como en aquella ocasión, muchas veces se emplea el propio talento en causas equivocadas, y piensa que Dios le envía esa humillación para quebrar su orgullo y buscar un sentido más alto a su vida. Dedica tiempo a visitar enfermos, y un día en un hospital de incurables ve con claridad que su camino es dedicar la vida a servir a los demás. Tuvo que sostener una fuerte lucha con su padre, que cifraba en él toda la esperanza del futuro de su familia. "Alfonso mío -le decía llorando-, ¿cómo vas a dejar tu familia?".
      
       Finalmente, en 1726, a los treinta años, se ordena sacerdote y desde entonces se dedica a las gentes de los barrios más pobres de Nápoles y de otras ciudades. Reúne a los niños y a la gente humilde y les enseña catecismo al aire libre. Su padre, que gozaba oyendo sus discursos de abogado, ahora no quiere ir a escuchar sus sencillos sermones de sacerdote. Pero un día entra por curiosidad a escuchar una de sus pláticas y queda emocionado: "Este hijo mío me ha hecho conocer a Dios".
      
       Con el tiempo, en 1752, funda la Congregación del Santísimo Redentor, más conocida como los Padres Redentoristas, que se dedican a recorrer pueblos y ciudades predicando el Evangelio. Al morir, en 1787, deja escritos más de cien libros, que se han traducido a todas las lenguas, y hoy es considerado como uno de los grandes santos, Doctor de la Iglesia, y su congregación está extendida por todo el mundo.
      
       No fue una vida desperdiciada, como pareció inicialmente a su familia y a casi todos sus contemporáneos. Lo habría sido si no hubiera escuchado los requerimientos de Dios.
      

23. La fuerza de la fe

Si un hombre no está dispuesto
a dar la vida por sus ideas,
es porque sus ideas no valen nada
o él no vale nada.

Ezra Pound

       
       En el año 304, el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, tener las Escrituras, construir lugares para el culto o reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía. En Abitina, una pequeña localidad de la actual Túnez, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados, fueron llevados a Cartago e interrogados por el procónsul Anulino.
      
       Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul, que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: "Sine dominico non possumus". Es decir, sin reunirnos el domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.
      
       Después de atroces torturas, estos mártires de Abitina murieron heroicamente, pero con ello vencieron, y ahora los recordamos y nos llevan a reflexionar también a nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la Eucaristía y sobre nuestra disposición a dar la cara por nuestra fe.
      
       En el año 320, durante la persecución de Licinio, hubo otro grupo de mártires que se hizo muy popular entre los primeros cristianos: los cuarenta mártires de Sebaste. Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Los cuarenta eran muy jóvenes, de menos de veinte años. Cuando llegó al campamento la orden de Licinio de que los soldados participaran en los sacrificios idolátricos, ellos rehusaron. Fueron arrestados, atados a una larga cadena y encerrados en la cárcel. La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardaban órdenes superiores, o incluso del mismo emperador. Durante la espera, previendo su fin, los presos escribieron un testamento colectivo en el que se recogían los nombres de cada uno.
      
       Llegada la sentencia de condenación, fueron destinados a morir de frío. Debían estar expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno, en un estanque helado y ahí aguardar su fin. El lugar elegido para la ejecución fue un amplio patio delante de las termas de Sebastia. Para aumentar el tormento de las víctimas, se dejó abierta la entrada a las termas, de donde salían chorros de vapor del calidarium. Bastaban pocos pasos para salir unos de las angustias, renegar de Cristo y recuperar en las termas esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos minuto a minuto. El tiempo pasaba y ninguno de los condenados salía del estanque helado. Mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios, que, ya que eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también cuarenta los que lograran la gracia del martirio. El vigilante de las termas asistía estupefacto a la escena. De repente, uno de los condenados, extenuado por los espasmos del frío, salió del estanque y se arrastró hacia la puerta iluminada. Al ver esto, el vigilante decidió remplazarlo completando nuevamente el número de cuarenta: se proclamó cristiano y se arrojó junto a los otros condenados.
      
       -¿Y crees que era necesario morir de esa manera?
      
       Creo que el mundo avanza y sobrevive gracias al testimonio de personas que no se dejan doblegar y saben hacer frente con valentía a los atropellos que se hacen a la dignidad del hombre.
      
       Podríamos referirnos de nuevo al ejemplo de Santo Tomás Moro, que en 1534 prefirió ser destituido de todos sus cargos, ver confiscados sus bienes y acabar recluido en Torre de Londres, antes que aceptar las infamias de Enrique VIII. Allí estuvo encerrado durante quince meses, hasta que fue decapitado, soportando todo tipo de presiones para no ser fiel a lo que Dios, a través de su conciencia, le pedía. Su testimonio de coherencia cristiana hasta el martirio explica que su fama haya crecido incesantemente con el paso de los siglos. Su nombre figura tanto en el martirologio católico como en el anglicano, y su figura es reconocida universalmente, por encima de fronteras nacionales y de confesiones religiosas, como símbolo de integridad y como testimonio heroico de la primacía de la conciencia.
      
       También podríamos recordar el caso de San Estanislao de Polonia, que en el año 1079 tuvo la audacia de censurar al mismísimo rey Boleslao II por sus múltiples inmoralidades. El rey ordenó matarlo, y como sus sicarios no se atrevían a atentar contra una persona tan santa, subió él mismo al altar de la catedral de Cracovia y, mientras celebraba la Santa Misa, lo asesinó con sus propias manos.
      
       -Supongo que no habrá sido en vano el testimonio de tantas muertes en defensa de la fe, pero dan ganas de responder de otra manera ante los atropellos y las injusticias.
      
       Es cierto, y por eso en muchas ocasiones nos preguntamos por qué razón Dios se queda callado, por qué no hace de inmediato lo que para nosotros resulta quizá evidente. Muchas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte, que actuara con más contundencia, que derrotara de una vez al mal y creara un mundo mejor.
      
       Sin embargo, cuando pretendemos organizar el mundo adoptando o juzgando el papel de Dios, el resultado es que hacemos entonces un mundo peor. Podemos y debemos influir en que el mundo mejore, pero sin olvidar nunca quién es el Señor de la historia. Porque, como ha señalado Benedicto XVI, nosotros quizá sufrimos ante la paciencia de Dios, pero todos necesitamos de su paciencia. El mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.
      
       El testimonio de los santos ha tenido un gran peso a lo largo de la historia. Chesterton decía que, a fin de cuentas, todos los siglos han sido salvados por media docena de hombres que supieron ir contra las corrientes de moda en ese siglo. Cada época tiene sus audacias, y cada audacia, un hombre que tiene el valor de vivir contra corriente ante las ofuscaciones y cobardías del momento.
      
       Además, muchas veces, esas persecuciones han sido ocasión de grandes bienes. Si recordamos, por ejemplo, la figura de San Esteban, el primer mártir del cristianismo, vemos que a su asesinato siguió una persecución contra los cristianos, la primera en la historia de la Iglesia, pero aquella persecución, que les obligó a huir de Jerusalén y a dispersarse, les hizo transformarse en misioneros itinerantes, de manera que la persecución, y la consiguiente dispersión, se convirtieron en misión, y el Evangelio se propagó por Samaria, Fenicia y Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según cuenta San Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos.
      
       En todas las épocas y lugares, aunque a primera vista no lo parezca, ha sido difícil vivir la fe o la entrega a Dios. Tampoco es fácil ahora, aunque en pocos sitios haya ya prohibiciones o persecuciones formales. El mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo, por la indiferencia religiosa o por un secularismo cerrado a la trascendencia, aparece muchas veces, para la entrega a Dios, como un desierto no menos inhóspito que el de otros tiempos. Pero quizá precisamente por eso, vivir contra corriente es tanto o más necesario.
      

24. La forja de una vocación

Muy pocos grandes hombres
proceden de un ambiente fácil.

Herman Keyserling

       
       Juan Pablo II ha sido sin lugar a dudas -así lo han reconocido hasta sus más acérrimos detractores- la figura más colosal y carismática del final del segundo milenio. Junto a ser guía espiritual de más de mil millones de católicos, se convirtió enseguida en el más vigoroso defensor de la justicia social y de los derechos humanos de todo el mundo contemporáneo. En su largo pontificado demostró una prodigiosa capacidad para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e ingenio, paciencia y audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como pontífice, se reveló también como un diplomático de inmensa envergadura e influencia mundial. Fue además protagonista de descollantes realizaciones intelectuales, así como de un innegable carisma ante la gente joven.
      
       Muchos se preguntan con frecuencia de dónde vinieron a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades personales. ¿Cómo surgió este hombre? ¿Cómo se forjó una personalidad tan extraordinaria? ¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le permitió prepararse de un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de la Iglesia católica en una encrucijada tan difícil de su historia?
      
       Si unos grandes expertos se plantearan preparar un líder mundial a partir de un chico joven, seguramente pensarían en una educación de elite, con unas condiciones cuidadosamente preparadas para facilitar en todo lo posible su formación académica, intelectual y humana. Sin embargo, en la biografía del joven Karol Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia y su juventud están marcadas por la tragedia, la pobreza y la dificultad. ¿Qué había entonces distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles circunstancias no le hundieron sino que curtieron su personalidad y le prepararon para ser un hombre tan extraordinario? ¿Cuál fue su actitud ante los obstáculos que encontró en su vida?
      
       La biografía de Karol Wojtyla es una prueba de que el hombre, sean cuales sean las circunstancias en que viva, puede elevarse por encima de sus condicionamientos personales, familiares o sociales. Su madre fallece cuando él aún no ha cumplido nueve años. Cuando tiene doce, fallece Edmund, su único hermano. Quedan solos él y su padre. Karol es terriblemente pobre. Asiste a sus clases vestido con unos pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la única que tiene. Logra estudiar en la Universidad de Jagellón gracias a las excelentes calificaciones que ha obtenido en el instituto. Aquel curso, Karol se matricula de dieciséis asignaturas, asiste regularmente a cursos y conferencias sobre temas muy variados, se dedica durante meses a estudiar francés, participa en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual y en varias asociaciones literarias y estudiantiles más. También escribe de forma inagotable. Desarrolla una actividad con la que resulta difícil imaginar cuándo come y duerme. Permanece despierto gran parte de la noche en su casa, en el pequeño sótano de la calle Tyniecka, ya que las horas del día las llena el trabajo académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también ocupan parte de la noche.
      
       Aun siendo duro, aquello va marchando. Pero, de pronto, todo salta por los aires con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la invasión de Polonia por los nazis. A las pocas semanas del inicio de la ocupación, el mando nazi impone una obligación de trabajo público que no es otra cosa que trabajo forzoso. Karol empieza a trabajar en una fábrica que la Solvay tiene cerca de las canteras de Zakrzówek. Allí se arrancan grandes bloques de piedras calizas por medio de cargas explosivas. Sus primeros trabajos consisten en tender raíles y hacer de guardafrenos. El invierno resulta de una dureza extraordinaria aquel año. Pierde peso rápidamente y siente frío en los huesos y agotamiento de manera casi constante. Un día especialmente frío, encuentra muerto a su padre al llegar a casa. Karol aún no ha cumplido veintiún años. Pasa la noche rezando de rodillas ante el cadáver.
      
       La muerte de su padre, junto con el hecho de no haber podido estar con él cuando falleció, es el golpe más fuerte y dramático que sufre en su vida. A partir de entonces, va al cementerio todos los días al salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a parte, para rezar ante su tumba. Sus amigos están preocupados, viendo su sufrimiento, pensado que quizá no supere aquel golpe.
      
       -¿Y cómo surge su vocación?
      
       Karol asiste a unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoce a un hombre llamado Jan Tyranowski, que abre a Karol unos nuevos horizontes espirituales y humanos. Aquel hombre, que no es sacerdote, sino un sastre de unos cuarenta años, es un auténtico maestro y trabaja las almas de aquellos chicos con una gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales o en aquellos círculos, va calando hondamente en cada uno de ellos, "liberando en nosotros -son palabras de Karol, años después- la profundidad oculta de una enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente, habíamos evitado".
      
       Karol charla cada semana con Jan Tyranowski, normalmente en el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los encuentros en grupo. En aquellas conversaciones, Karol va comentando el resultado de sus esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se tratan en las reuniones. Tyranowski sabe la importancia de esa disciplina ascética para la formación de una persona. A medida que la amistad entre ambos va creciendo, pasean con frecuencia, se visitan en sus respectivos domicilios y pasan largos ratos leyendo y hablando.
      
       Un amigo suyo, que asiste con él a aquellos círculos, asegurará tiempo después que "fue la influencia de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio"; y añade que "de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo tampoco; no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino nuevo."
      
       Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún tardará año y medio en madurar en el corazón y en la mente de Karol. Años después, recordará "con orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido ser trabajador manual durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí luces referentes a los problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi vocación quedó decidido…, como un hecho interior de claridad indiscutible y absoluta."
      
       La oración constante es lo que permite a Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual como emocional, en medio de su dura vida de trabajo. Reza cada día en la iglesia de Debniki antes de ir al trabajo, reza en la fábrica, reza en una antigua iglesia de madera cerca de la fábrica, y cuando se dirige cada día al cementerio, después de trabajar, reza ante la tumba de su padre, y después reza en su casa. La mayoría de sus compañeros de trabajo, que conocen cómo es su vida en medio de aquella persecución religiosa, le miran con respeto, admiración y afecto. Stefania Koscielniakowa, que trabaja en la cocina de la planta, queda muy impresionada cuando el supervisor le señala en una ocasión a Karol y le dice: "Este chico reza a Dios, es un chico culto, tiene mucho talento, escribe poesía…; no tiene madre, ni padre…; es muy pobre…, dale una rebanada de pan más grande porque lo que le damos aquí es lo único que come".
      
       Una tarde de septiembre de 1942, después de ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol habla con Kotlarczyk -que es el alma del grupo teatral, y con el que ahora comparte piso después de la muerte de su padre-, y le explica que piensa ingresar en un seminario clandestino porque quiere ser sacerdote. Kotlarczyk pasa varias horas intentando disuadirle de su propósito. Invoca la santidad del arte como gran misión, recuerda a Karol la advertencia del Evangelio contra el desperdicio del talento y le suplica que aplace su decisión.
      
       Sin embargo, Karol se mantiene firme y al mes siguiente comienza sus estudios sacerdotales. Las clases son individuales y se dan en lugares secretos. La mayoría de los alumnos no saben de la existencia de los demás seminaristas hasta el final de la guerra. La vida externa de Karol apenas cambia: continúa trabajando en la Solvay y cumple sus compromisos con la compañía de teatro durante seis meses. La diferencia es que, ahora, a sus anteriores obligaciones se añade la de estudiar en el seminario clandestino, lo cual supone además un gran riesgo. Ser detenido como seminarista secreto significa la muerte en un campo de concentración, como de hecho sucede a no pocos seminaristas polacos.
      
       El 29 de febrero de 1944, cuando un cierto optimismo se extiende en Polonia porque parece acercarse el final de la guerra, Karol sufre un grave accidente al volver del trabajo. Un pesado camión del ejército alemán cargado con unos tablones le golpea al pasar. Queda tendido en el suelo con una fuerte conmoción cerebral. Una señora que pasa por allí le lava un poco con agua de una zanja, paran a otro camión y es trasladado a un hospital, donde pasa quince días ingresado y varias semanas más de convalecencia.
      
       El 6 de agosto llega el llamado Domingo Negro, en que el mando alemán, temeroso de una sublevación en Cracovia, hace una gigantesca redada por toda la ciudad. Cuando irrumpen en la casa de Karol, éste permanece en su cuarto, arrodillado y rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entran en esas habitaciones.
      
       Con el final de la guerra, el seminario deja de ser secreto. Karol culmina con gran brillantez sus estudios y es ordenado sacerdote. Cincuenta años después, es un Papa que, a pesar de su ancianidad y su falta de salud, sigue desplegando una actividad infatigable y valiente. Desde el principio, las circunstancias del ambiente parecían confabularse para impedir su avance en el camino de entrega a Dios. Pero también eran condicionantes que hacían madurar y curtir su vocación. Así supo asumirlos Karol, y así preparó Dios su alma para los altos designios que le tenía preparados, pero que, como sucede siempre, son designios que quedan en buena medida a merced de la libertad humana.
      
       -Es todo un testimonio de cómo sacar adelante una vocación en medio de mil dificultades.
      
       Puede servir para aquellos que asocian la idea de vocación con un entorno de facilidad donde abrirse camino. La realidad es que, cuando se analiza la vida de las grandes figuras de la historia de la Iglesia, nos encontramos con que muchas de ellas, si no todas, han pasado por serias dificultades interiores o exteriores para sacar adelante su vocación.
      
       En el año 1765, un joven austriaco llamado Hansl Hofbauer quiere ser sacerdote. Tiene catorce años. Desgraciadamente, al ser huérfano y de familia pobre, tiene pocas posibilidades de seguir los estudios necesarios. Comienza por hacerlos acudiendo a diario a la casa parroquial, pero aquello acaba al poco tiempo de modo repentino con la muerte del párroco. El nuevo párroco no encuentra tiempo para ayudarle en sus estudios, y el chico se ve en la necesidad de trabajar como aprendiz en la panadería de un convento. El superior del convento comprueba la valía y la abnegación del chico atendiendo a la gente necesitada que acude por allí, y le ayuda a retomar sus estudios para el sacerdocio. Sin embargo, pronto fallece el superior, y el joven candidato queda de nuevo desamparado. A los diecinueve años, decide hacerse ermitaño, pero a los pocos meses comprende que aquel no es su camino. Intenta después ingresar en el noviciado de los Padres Blancos de Kloster Bruck, pero el emperador ha prohibido que este monasterio premonstratense admita nuevos novicios. Una vez más, se le cierran las puertas al sacerdocio.
      
       Cuando tiene ya casi treinta años, un día acude en auxilio de dos señoras en medio de un aguacero. Aquel favor conmueve a aquellas mujeres que, al enterarse que Hansl desea ser sacerdote pero no puede costearse los estudios, se encargan de sufragar los gastos. Y así, a los treinta y cuatro años, logra llegar al sacerdocio después de cinco intentos fallidos a lo largo de más de veinte años. Ingresa por entonces en la comunidad redentorista, tomando el nombre de Clemente, y en las décadas siguientes da un enorme impulso a la congregación en toda Polonia y luego en Austria. Cuando fallece, con casi setenta años, su fama de santidad se extiende por toda Europa. Si no hubiera superado con tenacidad las numerosas dificultades que tuvo para llegar a ser sacerdote, y las muchas otras que vinieron después en el ejercicio de su ministerio, hoy la Iglesia no contaría con la figura de San Clemente Hofbauer, cuya fecundidad apostólica fue tan notable que es considerado como el segundo fundador de los Redentoristas.
      
       Unos pocos años antes, en 1731, en Nápoles, una chica joven trabaja muchas horas diarias en el taller de hilados de su padre y demuestra también una notoria vida de piedad. Rinde en el trabajo más que sus compañeras y, a la vez, dedica mucho tiempo a la oración y a dar catequesis a niños pobres. Como es muy hermosa, su padre le concierta un ventajoso matrimonio con un chico de clase alta. Pero María Francisca le dice que ella ha prometido a Dios dedicarse a la vida espiritual y a ayudar a las almas. Entonces su padre estalla en cólera, le da violentos azotes y la encierra en su habitación a pan y agua por varios días. Su madre logra que un padre franciscano vaya a la casa y convenza al furibundo padre para que deje libertad a su hija a la hora de escoger su futuro. El religioso lo logra y María Francisca, con dieciséis años, toma el hábito de Terciaria Franciscana. Sigue viviendo en su casa, y como demuestra un gran discernimiento de las conciencias y un extraordinario don de consejo, su padre quiere explotar económicamente las cualidades de su hija cobrando las numerosas consultas que recibe. Ella se niega, y de nuevo su padre la castiga ferozmente. Tiene que defenderse acudiendo al juez y finalmente se ve obligada a dejar la casa de sus padres. Pero resiste a todas esas dificultades y, hasta su muerte, pasa casi sesenta años de vida religiosa atendiendo a gentes venidas desde los lugares más recónditos a pedir su consejo. Recibió muchas gracias extraordinarias de Dios y hoy Santa María Francisca es venerada por millones de personas en todo el mundo. Nada de esto habría sido posible sin su fortaleza ante los obstáculos que encontró para defender su vocación.
      

25. La vida a una carta

Lo que se necesita para conseguir la felicidad,
no es una vida cómoda,
sino un corazón enamorado.

San Josemaría Escrivá

 

Cuando una chica de alta sociedad
opta por ponerse al servicio de los pobres
se produce una auténtica revolución,
la mayor de todas, la más difícil:
la revolución del amor.

Madre Teresa de Calcuta

       
       En el primer volumen de las Memorias de Julián Marías hay una reflexión especialmente conmovedora y que refleja una cuestión verdaderamente crucial. Escribe, después de su boda, cuando se encuentra subjetivamente en la cima de la felicidad, y dice: "Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas. Son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices."
      
       "Efectivamente -añade José Luis Martín Descalzo-, una de las carcomas de nuestro siglo es ese miedo a lo irrevocable, esa indecisión ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa, esa tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete "pero no del todo", que nos obliga "pero solo en tanto en cuanto". Preferimos no acabar de apostar por nada, o si no hay más remedio que hacerlo, lo rodeamos de reservas, de condicionamientos, de "ya veremos cómo van las cosas".
      
       "Ocurre en todos los terrenos. Por de pronto, en la vida matrimonial. Pero el "miedo a lo irrevocable" ha llegado incluso a lo religioso y lo más intocable, que es el sacerdocio. Uno puede fracasar y equivocarse, es cierto, pero ¿cabe mayor fracaso que lanzarse a volar con las alas atadas por toda una maraña de condicionamientos?
      
       "Y lo que más me preocupa es que parece que este pánico a lo irrevocable se ha convertido en una de las características espirituales de la mayor parte de nuestra juventud y de un buen porcentaje de adultos. La gente no es amiga de jugarse la vida a una carta en ningún terreno; prefiere embarcarse hoy en el barco de hoy y mañana ya pensará en qué barco lo hace.
      
       "Y lo más grave es que esto se está presentando como un ideal, como "lo inteligente", como "lo civilizado". ¿Con qué razones? Te dicen: todo es relativo, comenzando por mí mismo. Yo sé cómo es hoy el hombre que yo soy; pero no sé cómo seré mañana. Todos cambiamos de ideas, de modos de ser. ¿Por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará?
      
       "Y hay en este raciocinio algo de verdad: es cierto que hay muchas cosas relativas en la vida, en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con nueva luz. Pero, relativizarlo todo, ¿no será un modo de no llegar nunca a vivir?
      
       "En realidad, esas cosas permanentes son pocas: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe. En éstas, lo confieso, mis apuestas siempre fueron y espero que sigan siendo totales. Por esas tres o cuatro cosas yo estoy dispuesto a jugar a una sola carta, precisamente porque estoy seguro de que esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado es un amor putrefacto. Un amor "a ver cómo funciona" es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no solo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer."
      
       -Pero es natural que ahora que la gente vive mejor, y que por tanto tiene más que perder, tenga más miedo a apostar por seguir caminos irrevocables.
      
       Me viene a la memoria la escena del Antiguo Testamento en que el rey Salomón pide a Dios sabiduría y discernimiento, en vez de riquezas, salud, larga vida, poder o placeres. A Dios le agradó ese deseo de Salomón, por ser una petición buena e inteligente, y le dijo que le daría lo que pedía, y también lo que no pedía.
      
       Con la entrega a Dios o a otra persona sucede algo parecido. No debemos dejarnos seducir por esos señuelos que absorben la vida de tantos, sino dirigir nuestra vida con un horizonte más elevado, con una apuesta decidida por ser fieles toda la vida, y entonces Dios se mostrará generoso con nosotros, y nos dará lo uno y lo otro: la sabiduría y la felicidad.
      
       -¿Crees entonces que no hay que tener miedo a pedirle a Dios que nos conceda aquello que no siempre nos apetece?
      
       Hay que pedirle luz y sabiduría, como hizo Salomón. Mucha gente tiene a Dios como un mero recurso en caso de dificultad. Le piden cosas como si Dios fuera un fontanero al que llaman cuando les falla un grifo o aparecen unas goteras. Pero quienes tratan a Dios con mayor cercanía, no le piden eso, o al menos no le piden solo eso. Comprenden enseguida que Dios no está para solucionarnos los problemas domésticos, sino que debe iluminar nuestra vida constantemente. Entonces, como Salomón, comprenden qué es lo que deben pedir. Y quizá les impone un poco pedirlo, pero lo hacen. Y piden lo que nadie pide. Piden a Dios que les llene de sabiduría, que alumbre su camino, que les haga ver qué quiere, qué espera de ellos. Y descubren su vocación, y dan a su vida un sentido de misión.
      
       Desde fuera, algunos pensarán que es una tontería no buscar y pedir riquezas y goces. No se dan cuenta de que Dios, con su sabiduría, da la mayor riqueza. No han comprendido aún que no hay nada más triste que la oscuridad de no querer ver a Dios que sale a nuestro encuentro. Que, en el fondo, Dios nos da también, con su sabiduría, lo que no hemos pedido y otros tanto ansían.
      
       Esa cercanía a Dios es necesaria para el discernimiento de la propia vocación, y también para corresponder a ella y alcanzar la felicidad. "Hemos de trabajar mucho cada día -explicaba la Madre Teresa de Calcuta- para vencernos a nosotras mismas. Hemos de pedir la gracia de amarnos mutuamente. Para poder hacer eso nuestras hermanas llevan una vida de oración y sacrificio. Por eso comenzamos nuestro día con la comunión y la meditación. Todas las noches, cuando volvemos del trabajo, nos reunimos en la capilla para hacer una hora ininterrumpida de adoración. En la quietud de la oscuridad encontramos paz en la presencia de Cristo. Esa hora de intimidad con Jesús es algo muy hermoso. He visto un gran cambio en nuestra congregación desde el día en que comenzamos a hacer adoración diaria. Nuestro amor por Jesús es más íntimo. Nuestro amor entre nosotras es más comprensivo. Nuestro amor por los pobres es más compasivo."
      
       Si uno se atreve a pedirle a Dios lo que pocos le suelen pedir, pero que supone la mayor inteligencia, Dios nos hace ver nuestro camino cada vez con más claridad. Eso supone exigencia, pero con la exigencia viene la satisfacción y la felicidad. Aunque no quiere decir que con eso uno tenga ya un seguro a todo riesgo para la santidad. De hecho, Salomón se descuidó al final de su vida y se apartó de Dios.
      
       -¿Piensas entonces que hay que jugarse la vida a una carta?
      
       Son una multitud los santos de la Iglesia. Cada uno de ellos tuvo su misión. Cada uno se jugó la vida a una carta. También nosotros tenemos una misión específica y concreta por la que hemos de apostar la vida. Un camino, un itinerario personal para alcanzar esa plenitud de la vida cristiana a la que estamos llamados. Un camino para realizar, en definitiva, la misión de la Iglesia, que continúa a través de los siglos la misión de Cristo de anunciar la salvación a todos los hombres de todos los tiempos. "Toda criatura humana -ha escrito Javier Echevarría- ha de enfrentarse a los años de su existencia con la conciencia de que son un tesoro puesto en sus manos por Dios, y de que, como toda dádiva, entrañan una responsabilidad. El cristiano ve sus días como el plazo que se le concede para responder a la vocación y a la misión que le han sido confiadas."
      
       Puede ser que Dios te llame a un camino específico y singular dentro de la Iglesia, por ejemplo, como sacerdote. En ese caso particular, te esperan miles de almas sedientas de los sacramentos, sedientas del mensaje salvador de Dios. Miles de hombres y mujeres encontrarán en tu palabra y en tu vida un refugio contra su soledad y su cansancio, una razón para seguir viviendo. Si respondes generosamente a su llamada, tus manos elevarán sobre la tierra el Cuerpo de Cristo, perdonarán los pecados en su nombre, facilitarán la salvación a muchas almas. Unas, por tu testimonio o tu trabajo directo; otras, fruto de tu oración, de tu sacrificio personal, de tu entrega escondida que Dios contempla y hace fructificar. De muchas de ellas tendrás noticia y conocimiento; de otras, quizá muchas más, no sabrás nunca. Todo eso, tanto en ese camino como en cualquier otro que Dios te señale, se hará realidad, como explica la parábola de la semilla que muere para dar fruto, si eres capaz de apostar tu vida a una carta y morir a ti mismo por amor a Dios.
      
       Jugarse la vida a una carta no es simplemente tomar una decisión en un momento determinado y renunciar por Dios a otros proyectos menores. Es una actitud que ha de estar presente a lo largo de toda la vida. Es apostar con total determinación por el camino que Dios nos inspire, y seguirlo con perseverancia aunque no siempre encontremos a nuestro alrededor la acogida o la correspondencia que esperábamos.
      
       Santa Francisca Cabrini había fundado en 1880 la Comunidad de las Misioneras del Sagrado Corazón y se había establecido en Lombardía con sus primeras religiosas. En aquel tiempo eran muchísimos los italianos que emigraban a Norteamérica, y allí apenas tenían asistencia espiritual. El Arzobispo de Nueva York, Mons. Corrigan, había pedido personalmente a Francisca que enviara a sus religiosas a ese país. Ella deseaba que fueran a China, pero León XIII le rogó que atendiera esa petición y Santa Francisca cambió de planes inmediatamente. El viaje le resultó muy duro, pues siendo niña se había caído a un río y desde entonces tenía horror al agua, pero cruzó el Atlántico con seis de sus religiosas y desembarcó en Nueva York en marzo de 1889. La acogida no fue precisamente entusiasta. Al llegar, se encontraron con que las benefactoras que habían prometido conseguir una casa para poner en marcha un orfanato y una escuela primaria, habían tenido algunas diferencias con el arzobispo y el proyecto se había abandonado. Cuando fueron a ver a Mons. Corrigan, estaba tan desanimado que terminó diciendo que, en vista de las circunstancias, lo mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas regresaran a Italia. Pero ella respondió: "No, señor arzobispo, el Papa nos envió aquí, y aquí nos vamos a quedar". Podía haberse desanimado, pero había apostado su vida a una carta y no se iba a retirar por este nuevo envite de la dificultad. A los pocos meses ya habían encontrado otra casa y en menos de un año ya fueron a formarse a Italia las dos primeras novicias norteamericanas.
      
       La Comunidad de Misioneras del Sagrado Corazón no solo se asentó enseguida en Nueva York, sino que empezó a extenderse por toda América del Norte y del Sur, con numerosas escuelas, orfanatos y hospitales. A la vuelta de veinte años, eran ya más de mil religiosas. Santa Francisca Cabrini acabaría siendo la primera ciudadana norteamericana canonizada, y su vida fue un ejemplo de tesón y de fortaleza, de despliegue de actividad en servicio de Dios y de preocupación santa por el desamparo que muchas veces pasa la juventud.
      
       Al final, responder que sí a la llamada de Dios será siempre una apuesta, un acto de fe en esa llamada y en quien la hace. Así han obrado los santos a lo largo de la historia. Y así obró la Virgen, como testimonia el Evangelio en las palabras de la Visitación a su prima Santa Isabel: "Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor".
      

26. ¿Demasiado joven?

En momentos difíciles,
la audacia sirve muchas veces de prudencia.

Publio Siro

       
       Luis Gonzaga era el mayor de los hijos del príncipe imperial italiano Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere. Don Ferrante puso todos los medios para que su hijo Luis fuese un prestigioso militar como él. En 1577, cuando tenía nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolo a cargo de varios tutores. A Luis le atraían mucho las aventuras militares, así como las posibilidades que le ofrecía el hecho de ser el primogénito y heredero de tan importante familia. Sin embargo, desde muy joven veía que un ideal más grande se abría camino en su horizonte personal.
      
       Fue en Montserrat, cuando tenía quince años, donde percibió con claridad en su interior una llamada de Dios. Habló de ello primero a su madre, que aprobó enseguida sus proyectos. Pero en cuanto lo supo su padre, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que le azotaran hasta que recuperase el sentido común. Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras repetía: "¡Mi hijo no será fraile!".
      
       Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como al principio. Se sucedieron escenas muy violentas entre padre e hijo. Persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al poco tiempo se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. El chico se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se añadió la oposición de la mayoría de sus poderosos parientes -algunos de ellos eclesiásticos-, que recurrieron a diversas promesas y amenazas para disuadirle.
      
       Ferrante hizo los preparativos para enviar a su hijo a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de su hijo. Después de haber dado y retirado su consentimiento varias veces, Ferrante capituló por fin. Al recibir el consentimiento imperial para transferir los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: "Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas".
      
       Luis partió hacia Roma para ingresar en el noviciado en 1586, cuando tenía dieciocho años. Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo abandonó el hogar paterno, aquel hombre había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de aquella vida de entrega había sido una luz que le hizo mejorar mucho en sus últimos momentos.
      
       Al poco de iniciar su vida religiosa, Luis tuvo que sufrir otra difícil prueba: la alegría espiritual que había tenido desde su más tierna infancia, desapareció de pronto. Pero supo ser fiel también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que le permitieran trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más materiales de servicio a los demás.
      
       Su vida fue muy breve. Murió con fama de santidad en 1591, a los veintitrés años de edad. Pronto fue canonizado, y posteriormente proclamado protector de los estudiantes jóvenes y patrono de la juventud cristiana.
      
       "Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud", escribió San Juan Bosco. La Iglesia ha bendecido siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. El panorama de los santos de la Iglesia católica nos muestra que la mayoría de ellos se entregaron a Dios siendo jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver que la Iglesia rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo. San Bernardo, gran doctor de la Iglesia, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de veinticinco años. La mayoría de los mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. San Estanislao de Kostka murió a los dieciocho, Santa Teresa de Lisieux a los veinticuatro, San Casimiro de Polonia a los veintiséis, Domingo Savio a los catorce, Kateri Tekakwitha -la primera indígena norteamericana beatificada- a los veinticuatro. Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la sempiterna cantinela de que "son demasiado jóvenes para entregarse a Dios", o que "han de esperar a saber más de la vida", o que "han de probar antes otras cosas", ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita de muchos años de edad.
      
       Dios llega casi siempre en la juventud, en la hora ordinaria del amor. El primer atisbo puede experimentarse en la niñez o en la adolescencia. Teresa de Lisieux deseó hacerse religiosa desde el primer despertar de la razón, y así lo cuenta con detalle en sus memorias, cuando relata la ocasión en que, a los catorce años, en 1887, pidió a León XIII que la dejase entrar a esa edad en el Carmelo.
      
       -Pero no siempre será así. Supongo que la vocación puede llegar a cualquier edad.
      
       Efectivamente, cuando Dios llama, importa poco la edad. Ya hemos visto que San Alfonso María de Ligorio se decidió a los veintisiete, San Agustín se bautizó a los treinta y tres, y San Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta y dos. No existe una "edad perfecta" para la entrega. Dios llama cuando quiere y como quiere. Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para corresponder a su llamada. Pero el amor humano suele llegar en la juventud, y Dios suele llamar en la juventud. La Virgen era una adolescente. San José debía de ser también bastante joven. Y Juan, el único apóstol que acompañó al Señor al pie de la cruz, era también un adolescente.
      
       Cinco siglos antes, Jeremías vivía en Anatot, un pueblecito cercano de Jerusalén, en la finca de sus padres, cuando fue llamado por Dios a ser su profeta. Según cuenta el Antiguo Testamento, el chico se resistía a esa llamada aduciendo que él era demasiado joven y débil para esa tarea tan importante, pero Dios le respondió: "No digas que eres demasiado joven o demasiado débil, porque Yo iré contigo y te ayudaré".
      
       Ser muy joven no es motivo para retrasar la entrega a Dios. La juventud es la época del amor. Cuando se es joven, se está menos maleado, menos desencantado y menos mediatizado por el egoísmo. El corazón joven es más libre para el amor. Además, no vamos a esperar a ser viejos para darle a Dios las sobras de nuestra vida. Cualquier tiempo es bueno para la entrega, pero la juventud es la mejor edad. Es el momento en el que comienzan a despuntar los ideales que impulsarán el resto de la existencia.
      
       Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la juventud y realizado en la madurez. Por eso insistía Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: "¡No tengáis miedo de vuestra juventud! ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del amor que os pide que hagáis, de vuestra vida, un servicio a los demás!".
      
       -Pero no puede negarse que la entrega a Dios de gente muy joven tiene sus riesgos.
      
       Es verdad que no todo ambiente autodenominado religioso es solo por eso recomendable para un joven. Pero me parece que una persona que se plantea entregarse a Dios suele tener un grado considerable de madurez y es capaz de distinguir entre un lugar de manipulación y una institución o unas personas que tienen la garantía de la autoridad eclesiástica.
      
       -¿Y por qué ahora hay menos vocaciones?
      
       Depende de dónde, porque en muchos lugares hay ahora muchas vocaciones. Pero cuando no hay vocaciones, conviene reflexionar sobre por qué ocurre. "Porque quizá -como ha escrito el arzobispo Fernando Sebastián- sí que hay vocaciones, porque Dios sigue llamando para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que quizás faltan son respuestas.
      
       "La voz de Dios se oye solo cuando hay un cierto grado de silencio interior. Es una voz íntima, que resuena solo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre lo exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores, no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta."
      
       Todos debemos sacar tiempo para cuestionarnos nuestra propia vida y preguntarnos para qué estamos en este mundo, qué es lo que puede dar verdadero valor a nuestra vida, lo que puede llenar el corazón y dar felicidad a largo plazo. No podemos ser cristianos de seguir la corriente. Hemos de tener el valor de decir, como San Pablo, "¿Señor, qué quieres de mí?". Esta es la actitud indispensable para poder escuchar la voz de Dios. Preguntar al Señor cuál es nuestro puesto, dónde nos quiere, qué necesita la Iglesia de cada uno de nosotros, qué podemos hacer por el bien de los demás.
      
       Responder a la vocación personal es tanto como vivir con libertad la propia existencia. Aceptar la propia vocación es intentar vivir libremente según el designio de Dios sobre nosotros. Por eso hemos de rezar por las vocaciones, pero no solo por la vocación de los demás, sino también y sobre todo para que Dios nos haga ver nuestro propio camino.
      
       "La ayuda decisiva que nuestros jóvenes necesitan -concluía Fernando Sebastián- es una comunidad cristiana clara, entusiasta, una comunidad de hermanos que rezan, que se quieren, que colaboran con alegría y con confianza dentro de la acción misionera de la Iglesia. Este es el clima que hay que difundir en nuestra Iglesia y esta es la labor que tenemos que hacer entre todos, padres, educadores, catequistas, sacerdotes, para que vuelvan a florecer en nuestra Iglesia las vocaciones y las respuestas, respuestas de todas clases y en todos los tonos, familias cristianas, apóstoles seglares, vírgenes consagradas, misioneros, sacerdotes."
      

27. Demasiado pronto

Lo que puedes hacer,
o sueñes que puedes hacer,
empieza a hacerlo.

Goethe

       
       Es natural que los padres tiendan a pensar que sus hijos son aún demasiado jóvenes e inmaduros para tomar decisiones importantes sobre su vida. Lo confirman los comentarios habituales de los padres cuando sus hijos empiezan a ejercer ciertas responsabilidades: ¡son tan jóvenes!
      
       Dios llama a las almas en diversas etapas de la vida: en la niñez, en la adolescencia, en la juventud…
      
       -¿En la niñez?
      
       Juan Pablo II, en su "Carta a los niños", en 1994, dice que "Dios llama a cada hombre y su voz se deja sentir ya en el alma del niño".
      
       El Cardenal de Madrid, Antonio María Rouco, contaba cómo sintió la llamada de Dios cuando tenía siete años. "Se dice, Don Antonio María -le preguntaron en una entrevista en la revista Ecclesia en 1996-, que para que una persona se plantee una vocación tiene que ser ya madura, que sepa lo que hace…, y se mira con un cierto recelo que un chico joven o que un niño se pueda plantear la vocación. En ese sentido, a un niño, a un adolescente que se está pensando la vocación, ¿qué le podría usted decir?". "Pues que yo… -contestó el Cardenal- ¡me planteé la vocación con siete años! Y no estoy exagerando nada. Yo a los siete años tenía unas ganas de ser cura… ¡locas! (…). A partir de ese dato de mi experiencia, veo que, primero, uno nace ya con vocación. Es decir, uno nace por vocación. Esa vocación te acompaña toda la vida y se manifiesta en las condiciones y en las circunstancias propias de la evolución del chico, a través de las distintas edades.
      
       "Un niño es capaz de responder a una vocación: como niño. Y esa respuesta la tendrá que traducir a una respuesta adolescente y a una respuesta madura cuando llegue el momento. Pero eso no quiere decir que no haya tenido vocación o que no haya podido responder a su manera. Yo creo que hay que respetar mucho esas vocaciones y esas respuestas: por amor al Evangelio y por exigencia del Evangelio. La Iglesia lo ha entendido siempre así y las ha cuidado mucho. Lo demás es una concepción demasiado…, digamos, prepotente: ¡la madurez personal!
      
       "¿Cuándo está uno maduro? Pues no lo sé. Naturalmente, se requiere un desarrollo biológico previo. Pero, ¿la madurez espiritual? ¿la madurez delante de Dios? ¿la capacidad de entrega? La puede tener un niño de una forma mucho más limpia, noble y total que una persona mayor."
      
       -Pero no creo que sea lo habitual que la vocación surja desde tan joven.
      
       Quizá es más habitual en la adolescencia, o en la juventud, pero también es bastante frecuente que los primeros deseos de entrega se presenten en la niñez, aunque no se concreten hasta tiempo después.
      
       Santo Tomás de Aquino explicaba la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan, por su tierna edad, y dice que eso nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud. Y Juan Pablo II lo comentaba en 1988: "¡Cristo tiene necesidad de vosotros, jóvenes! Responded a su llamada con el valor y el entusiasmo característico de vuestra edad."
      
       -¿Y qué crees que deben hacer los padres ante esto?
      
       Cuando Dios llama a esas edades, los padres deben actuar con mucho sentido común y mucho sentido sobrenatural. No pueden hacer una valoración exclusivamente terrena del misterio de la llamada divina, una interpretación ajena a lo sobrenatural. Ni pensar por principio que cuando una persona joven toma una decisión de entrega a Dios lo hace por desconocimiento de la realidad o ignorancia del mundo.
      
       El discernimiento de la llamada no es cuestión de experiencia humana o de conocimiento de otras realidades, sino sobre todo de madurez en el trato con Dios. Además, en la actualidad, para bien o para mal, lo habitual es que cualquier persona joven haya tenido que afrontar toda una serie de dilemas morales con los que la anterior generación no se enfrentó, y que haya conocido, y no siempre positivamente, bastante de ese mundo al que sus padres se refieren. Saben de todo eso quizá más de lo que los adultos piensan, pero en todo caso lo importante no es conocer mucho mundo sino decir a Dios que sí cuando pasa a nuestro lado, como hizo el apóstol San Juan, que era muy joven, un adolescente.
      
       La vocación no es programable: Dios llama como y cuando quiere. No debemos imponer a Dios nuestro propio calendario. El mismo Señor habla en el Evangelio de las distintas llamadas a diferentes horas del día, cada cual en el momento previsto desde la eternidad. Si fuera un simple "apuntarse" a una realidad humana (como sucede a la hora de elegir un club deportivo o una carrera universitaria, por ejemplo), sería natural estudiar las distintas posibilidades de elección, y programar los tiempos oportunos. Pero solo Dios decide el momento en que irrumpe en nuestra vida con su llamada.
      
       -Pero será bastante excepcional el hecho de plantearle a otra persona la posibilidad de entregarse a Dios.
      
       No es exactamente eso lo que dijo Juan Pablo II en su alocución del 13 de mayo de 1983: "No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia."
      
       Hay que pensárselo bien, por supuesto, y hay que hacerlo con enorme respeto a la libertad, pero no es algo tan extraordinario. Si esa persona tiene esa vocación, hablarle de ello será una ayuda que siempre agradecerá. Si no tiene esa vocación, la propuesta no le causará ninguna inquietud, como de hecho sucede a la inmensa mayoría de las personas.
      
       Hay en algunos ambientes un auténtico tabú en torno a estos temas, que lleva a no mencionar casi nunca a los jóvenes que tal vez Dios puede llamarles. Debiera ser normal que una persona pregunte a otra: ¿has pensado alguna vez en entregarte a Dios? ¿no te gustaría ser sacerdote? ¿crees quizá que lo tuyo es ser religiosa? Esas preguntas se formulan con naturalidad en otros ámbitos de la vida: ¿te gustaría estudiar esa carrera? ¿quieres trabajar en ese sitio? ¿te gusta ese chico, o esa chica?
      
       Dios llama de mil maneras: a través de una pregunta, de un libro, de un ejemplo, de una película, de un accidente, de una enfermedad, de una conversación. Muchas personas han descubierto su vocación precisamente a raíz de que alguien les ha lanzado una pregunta de ese estilo, una pregunta que interpela, que invita a ser más generoso, que abre horizontes quizá no pensados hasta entonces.
      
       -Lo importante es la rectitud con que se hace ese planteamiento.
      
       Por supuesto, esa es la clave. Quien plantea la vocación, debe buscar como primer objetivo el bien de esa persona, y debe hacerlo con el máximo respeto a la conciencia, evitando cualquier falta de rectitud, como sucede con cualquier actuación de apostolado cristiano.
      
       Y por parte de quien se plantea el discernimiento de su vocación, también es fundamental la rectitud. Por eso en este apartado se habla de las "excusas", para ayudar a quien se plantea la vocación a detectar si sus razones buscan decir que "sí" a lo que Dios le pide y, por tanto, desea sinceramente saber en qué consiste ese "sí", para entonces, con su encuentro personal con Dios, ir definiendo y construyendo ese "sí". Cuando sucede lo contrario, y uno busca, en realidad, el modo de decir que "no" pero manteniendo la tranquilidad de conciencia, entonces el proceso de discernimiento se deteriora y acaba siendo un proceso de buscar o fabricar excusas. Por eso, al hablar aquí de las excusas no nos referimos tanto a los obstáculos objetivos que nos podemos encontrar, sino a esos otros obstáculos más subjetivos que nosotros mismos levantamos para no avanzar. Cuando eso sucede, hay dentro de nosotros una falta de rectitud que se afana en buscar esas excusas, en construir ese "no". Pero, en el fondo, si de verdad somos sinceros, sabemos distinguir bastante bien entre unas y otras, y sabemos si las dificultades son superables, si son indicios de la voz de Dios o si son excusas inconsistentes que nos fabricamos.
      

28. ¿Es necesario ser célibe?

Cuanto más renunciamos,
más amamos a Dios
y a los hombres.

Madre Teresa de Calcuta

       
       -Dios no pide el celibato a todos, sino solo a unos pocos, y no sé si seré capaz de vivir algo que Dios pide solo a unos pocos.
      
       A quienes Dios se lo pide, les da la capacidad para seguir ese camino. Y no son tan pocos a los que Dios ha pedido esa entrega total y han dicho que sí. Muchos millones de hombres y mujeres viven o han vivido gozosamente su vocación al celibato a lo largo de los dos mil años de historia de la Iglesia.
      
       Seguir a Jesucristo en celibato está presente en muchos pasajes evangélicos. El celibato ha sido y es una de las joyas más preciosas de la corona de la Iglesia. No es una soltería sin vínculos, sino un compromiso de entrega enamorada a Dios. No es solo el fruto de un esfuerzo, sino sobre todo un don, una gracia que Dios concede.
      
       -Pienso que bastantes personas se han planteado alguna vez entregarse a Dios pero no se deciden porque no están seguros de que esa vida les vaya a resultar bien.
      
       Esa incertidumbre se presenta tanto en el celibato como en el matrimonio. Cuando una persona se casa, no puede estar segura de que vaya a compartir su vida con alguien que vivirá muchos años o pocos, si le será fiel o no, si disfrutarán de salud o sufrirán el zarpazo de la enfermedad, si Dios los bendecirá con hijos o les bendecirá no dándoselos, si sus hijos llenarán su casa de alegrías o quizá de motivos de tristeza.
      
       La entrega a Dios en celibato no es un simple "estar" o "ser", sino que tiene también su proyecto, muy ilusionante, como sucede en el matrimonio, donde no se trata simplemente de estar casado, sino que es preciso construir día a día esa comunidad de amor. Cada uno debe poner para ello iniciativa y creatividad, sin limitarse a una actitud pasiva, porque, entonces, se cae en la rutina y el aburrimiento de la falta de horizontes a los que aspirar o dirigirse.
      
       No puede ser menos comprometida la entrega a Dios en celibato que la de los esposos entre sí, o la de los padres con sus hijos. ¿Qué entrega sería la de una madre o un padre que solo se ocupara de sus hijos cuando estos le devolvieran afecto por afecto, o solo si se cumplieran en ellos los sueños azules de cuando los niños nacieron? Dios pide en todos los casos una entrega completa, en tiempos de vigor y en tiempos de fatiga, con horizontes claros y con el cielo oscurecido por la tristeza. Sin esta perspectiva sobrenatural, es difícil entender el camino que a cada uno le depara su vocación. Hay que aceptar de buen grado la voluntad de Dios, aunque resulte a veces difícil de entender, aunque nos encontremos tras las alambradas de Auschwitz, como le sucedió a Maximiliano Kolbe, o tras las de Dachau, como le sucedió a Kentenich.
      
       Toda vocación tiene la promesa de ver cosas grandes. Los que aceptan entregar su vida a Dios se convierten en testigos privilegiados de las maravillas de la gracia de Dios en los corazones, del triunfo del amor divino sobre el mal en el mundo.
      
       -Todo eso es cierto, y todos conocemos personas célibes cuya vida de entrega nos resulta atractiva y ejemplar, como ese panorama que tú describes, pero también conocemos otros casos que no lo son tanto.
      
       Tienes razón. Hay vidas de entrega a Dios que son un ejemplo maravilloso, y hay otras en las que parece apreciarse más bien el aire gris de la rutina y de la mediocridad. Sucede lo mismo con los matrimonios, de los que también todos conocemos un amplio abanico de posibilidades: hay matrimonios unidos y desunidos, más entregados el uno al otro o menos, más o menos felices.
      
       Cuando un chico y una chica se casan, deben fijarse sobre todo en los buenos matrimonios, que pueden ser para ellos una referencia o un modelo, y fijarse quizá en los que no funcionan tan bien, para no caer en los errores que nos parece que han podido cometer. Al fin y al cabo, así hay que obrar para casi todo en la vida, tomando como pauta lo que en otros nos parece mejor, y procurando desmarcarnos de lo que nos parece peor, sin detenernos por los malos ejemplos, que siempre encontraremos.
      
       Además, si nos retrae el mal ejemplo de otros, podemos recordar que, según nos cuenta el Evangelio, Dios llama a quien quiere, y entre esos, encontramos a unos mejores y a otros peores, pero a todos con defectos. La vocación es un don gratuito de Dios y no un premio a los propios méritos. Dios llama, no porque se fije en tus cualidades o las mías, sino por pura bondad suya, y no podemos pretender que todos aquellos que tienen vocación sean perfectos y ejemplares en todo.
      
       Benedicto XVI lo explicaba así, respondiendo a la pregunta de un seminarista sobre el mal ejemplo que podemos recibir, incluso de quienes están constituidos en autoridad dentro de la Iglesia: "No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho, y es un punto importante, que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto, y no solo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su amor y hacer resplandecer su amor."
      
       Y en otra ocasión se refería a que quien se entrega a Dios, "siempre ha estado tentado de acostumbrarse a la grandeza, a hacer de ello una rutina. Puede llegar un día en que sienta la grandeza de lo sagrado como un peso, e incluso desear, quizá inconscientemente, liberarse de ese peso, disminuyendo el Misterio de Cristo a su propia medida personal, en vez de abandonarse con humildad pero con confianza para hacerse elevar a esa altura." Es una tentación y un riesgo inherentes a cualquier ideal que ilumina una vida, y por tanto presentes tanto en el celibato como en el matrimonio, y el hecho de que unos lo lleven mejor que otros es algo totalmente normal.
      
       -Muchas personas dicen que el celibato es difícil de vivir y que debería reconsiderarse, pues es la causa de muchos abandonos en el servicio de Dios.
      
       Es cierto que algunos lo dicen, aunque bastantes menos de lo que pretenden algunos medios de comunicación empeñados en difundir esa idea en contra de la opinión mayoritaria de los católicos, que acoge el celibato con respeto y afecto.
      
       Muchas veces en la historia se ha intentado poner en tela de juicio el celibato, tomando como pretexto las debilidades humanas. Pero basta consultar, por ejemplo, los boletines oficiales de la Congregación para el Clero para demostrar, estadísticas en mano, que las deserciones del celibato sacerdotal, injustamente enfatizadas por esos medios de comunicación, constituyen un porcentaje irrisorio. Es cierto que no a todos les es dado entender el celibato "sino solo a quienes les ha sido concedido de lo alto", como señala con meridiana claridad el Evangelio, pero pienso que se puede llegar a intuirlo si se profundiza un poco en el mensaje de las Sagradas Escrituras y del Magisterio de la Iglesia, que describen el celibato como signo de un amor inagotable que hunde sus raíces en la virginidad, en el corazón indiviso.
      
       Es cierto que hay abandonos del celibato, como los hay del matrimonio, y la solución no es dejar de exigir entrega ni fidelidad, tanto en el matrimonio como en el celibato. La fidelidad da testimonio de la eternidad del amor, de que la razón y la libertad se ven constantemente atraídas por el ideal del amor fiel y fecundo: para el celibato, en el origen de la generación espiritual de la multitud de hijos que es la Iglesia; y para el matrimonio, en el origen de una familia humana que es la pequeña Iglesia doméstica.
      
       No deben exagerarse las dificultades del celibato frente a las del matrimonio, dramatizando con la posibilidad de un futuro abandono -como si esa posibilidad no se diese en todos los estados-, o pintando el matrimonio como un camino de rosas. Porque, igual que es una simpleza decir que "se llama santo al matrimonio porque cuenta con innumerables mártires", también lo es pensar que ser célibe es terriblemente arriesgado y difícil.
      
       -¿Y no habría más vocaciones al sacerdocio si no se exigiera el celibato?
      
       De entrada, quizá habría que decir que no suele valorarse de modo suficiente hasta qué punto el celibato preserva de lo que podríamos llamar un acceso "poco vocacionado" al sacerdocio. El celibato ha sido siempre una buena garantía de rectitud a la hora de la entrega a una misión.
      
       Además, la cuestión del matrimonio no se ha demostrado determinante ni decisiva respecto a las nuevas vocaciones. Es algo que puede verificarse fácilmente. Basta con fijarse en las Iglesias orientales (en las que se ordenan también sacerdotes casados) y en el anglicanismo y el luteranismo (en las que, además, están bien retribuidos), y fácilmente se comprueba que en ninguno de los tres casos hay una correlación entre vocaciones y matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de pastores luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en esos mismos países.
      
       Por el contrario, se ven aparecer de manera insistente y significativa vocaciones de sacerdotes solteros en Iglesias que admiten la ordenación de casados. Es un dato poco conocido, pero que confirma una tendencia que avanza desde hace más de un siglo en el anglicanismo, las Iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos protestantes franceses.
      
       -Pero el celibato es vivir siempre solo, sin la compañía y el cariño de una persona amada.
      
       Eso es una visión negativa del celibato cristiano. Quizá provenga de la influencia de personajes más literarios que reales, que han contribuido a dar del hombre o de la mujer célibes una imagen triste o extraña. Es frecuente ver cómo se exageran los riesgos del celibato, a la vista de algunas situaciones que se producen, pero quienes insisten tanto en eso suelen olvidar que el índice de matrimonios rotos es notablemente mayor que el de abandonos del celibato.
      
       Además, igual que los fracasos matrimoniales no se deben a que la institución matrimonial sea nociva o defectuosa en sí misma, sino al fracaso del amor matrimonial en casos concretos, lo mismo puede decirse del celibato apostólico. Quien no se entrega suficientemente a su cónyuge, fracasará en su matrimonio, y quien no se entrega suficientemente a Dios fracasará en el celibato. La clave en ambos casos está en la victoria sobre el propio egoísmo. Quien no se toma en serio esa batalla, no avanzará mucho, ni en el amor humano ni en el amor de Dios.
      
       El celibato no es un sacrificio tan grande. Igual que para un hombre no es un gran sacrificio entregar su vida a una sola mujer, o para una mujer entregarse a un solo hombre, tampoco tiene por qué serlo dedicarse completamente a la propia elección en el celibato.
      
       -Pero no es lo mismo enamorarse de Dios que enamorarse de una persona.
      
       Desde luego, no es exactamente lo mismo. Enamorarse de Jesucristo, de la propia vocación, de la misión encomendada por Dios, es probable que no genere en nosotros los mismos sentimientos que el amor que hay entre los novios, o entre los esposos, o de los padres por los hijos. Son realidades distintas. De todas formas, si Dios da ese don, puede producir sentimientos incluso más intensos, pero el amor a Dios es sobre todo un cariño que surge de la inteligencia y la voluntad, de la comprensión de una realidad que nos empuja a un sentimiento de gratitud y de amor hacia quien nos ama infinitamente y lo ha dado todo por nosotros.
      
       Los que se entregan a Dios no dejan vacío el corazón. No están nunca solos, aunque algunas veces puedan vivir con menos compañía humana. Esto resulta difícil de entender a quienes olvidan que el celibato es un don. Los que se entregan por entero a Dios, los que renuncian por amor a Dios al amor humano, no mutilan de ningún modo su personalidad, ni recortan su capacidad de querer. No empequeñecen su corazón, sino que lo engrandecen.
      
       "Por mi voto de castidad -decía la Madre Teresa de Calcuta- no solo renuncio al estado del matrimonio, sino que también consagro a Dios el uso de mis actos interiores y exteriores, mis afectos. En conciencia no puedo amar a otra persona con el amor de una mujer por un hombre. Ya no tengo derecho a dar ese afecto a ninguna otra criatura, sino solamente a Dios. Pero no por eso somos como piedras, seres humanos sin corazón. No, en absoluto. Hemos de mantenernos como estamos, pero darlo todo por Dios, a quien hemos consagrado todos nuestros actos interiores y exteriores. La castidad no significa simplemente no estar casada, sino amar a Cristo con un amor indiviso. Es algo más profundo, algo vivo, algo real. Es amarlo con una castidad amorosa e íntegra por medio de la libertad de la pobreza."
      
       -¿Y la obediencia? Porque la vida de entrega a Dios supone someterse a otras personas, sea en el ámbito diocesano o en cualquier institución de la Iglesia.
      
       El concepto de autoridad es algo natural. Uno de los elementos distintivos de una sociedad humana es el principio de autoridad, que permite el imperio de la ley y de la justicia, no el imperio de la fuerza, como sucede en el mundo animal. La autoridad no debe verse como algo negativo, sino como algo necesario para que funcione bien cualquier país, cualquier empresa, cualquier organización, cualquier familia. Todos, de una manera o de otra, estamos sujetos a la jerarquía de una organización, en la vida profesional, en la vida familiar, en la vida social, porque todos estamos condicionados. El deporte tiene unas reglas, la familia tiene unas exigencias, cualquier ámbito profesional se somete a una jerarquía y unas reglamentaciones, al conducir hay que sujetarse a unas normas de circulación…, en fin, que es lógico que una vida de entrega a Dios en cualquier institución suponga atenerse a unas normas y someterse a un principio de autoridad, pero eso no tiene por qué ser algo muy distinto de lo que sucede a cualquier otra persona en la mayoría de los ámbitos de su vida.
      
       -¿Y no te parece que, en nuestra época, el celibato es una audacia muy notable?
      
       Yo no diría tanto, aunque supone efectivamente un cierto valor. Pero ese contraste es quizá lo que más necesita nuestra época. Podríamos hacer una comparación con la vida de los primeros cristianos. Tuvieron que ser fuertes para vivir con coherencia en una sociedad bastante violenta y corrupta, aficionada a los juegos sanguinarios del circo, y que por etapas los llevaba a las catacumbas y al martirio. Y el testimonio de esos primeros cristianos, en medio de ese mundo embrutecido, acabó por cambiar el imperio romano, que finalmente se hizo cristiano, y no precisamente por la fuerza de las armas. Fue el testimonio de los valores cristianos lo que se impuso sobre el imperio de la fuerza. Y ahora, en nuestra época, quizá el testimonio más rompedor es el de la castidad. En otros temas, es quizá más fácil encontrar áreas comunes con las mentalidades dominantes, pero el testimonio de la castidad y del celibato es un tanto escandalizador, e incluso irritante para muchos, que en cuanto se mencionan estos temas saltan con verdadera furia. Pero vivir hoy la castidad es un testimonio especialmente necesario, una prueba de autenticidad personal, de dedicación a un ideal, de respeto, de fortaleza. La castidad es una de las grandes claves del testimonio cristiano de la mujer y del hombre de hoy. Hay mucha gente con buenos sentimientos, de buen corazón, con deseos de hacer el bien, pero débiles, y quizá uno de los primeros aspectos en que se manifiesta es en este punto.
      
       -Pero el matrimonio también es importante, y también es una vocación.
      
       No solo es importante el matrimonio, sino que es imprescindible y esencial. Y es una vocación, ciertamente. "Nunca olvidaré -recordaba Juan Pablo II en 1994- a un muchacho, estudiante del politécnico de Cracovia, del que todos sabían que aspiraba con decisión a la santidad. Ése era el programa de su vida; sabía que había sido "creado para cosas grandes", como dijo una vez San Estanislao de Kostka. Y al mismo tiempo, ese muchacho no tenía duda alguna de que su vocación no era ni el sacerdocio ni la vida religiosa; sabía que tenía que seguir siendo laico. Le apasionaba el trabajo profesional, los estudios de ingeniería. Buscaba una compañera para su vida y la buscaba de rodillas, con la oración. No podré olvidar una conversación en la que, después de un día especial de retiro, me dijo: "Pienso que ésta debe ser mi mujer, es Dios quien me la da".
      
       "Como si no siguiera las voces del propio gusto, sino en primer lugar la voz de Dios. Sabía que de Dios proviene todo bien, e hizo una buena elección. Estoy hablando de Jerzy Ciesielski, desaparecido en un trágico incidente en Sudán, donde había sido invitado para enseñar en la universidad, y cuyo proceso de beatificación ha sido ya iniciado."
      
       El matrimonio cristiano es, plenamente, una vocación a la santidad. Y el ejemplo de padres que buscan la santidad es la primera condición favorable para el florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas.
      
       -¿Y cuál es la vocación más importante?
      
       Aquella a la que a cada uno llame Dios. La vocación que Dios tiene pensada desde toda la eternidad. Todas las vocaciones son llamadas divinas al amor y a la santidad. Pero solo con el cumplimiento de nuestra vocación realizamos plenamente la voluntad de Dios para nosotros.
      
       Es cierto que la Iglesia nos enseña que el celibato apostólico es en sí una vocación más perfecta que la del matrimonio. Lo recuerda el Señor en el Evangelio, y lo aconseja San Pablo en sus epístolas. Pero aunque sea así de modo general, no es lo que Dios desea para todos.
      
       -¿Y cómo se puede saber si Dios te pide ser célibe o no?
      
       Dios, junto con la vocación, da las señales suficientes para reconocerla. Y algunas de esas señales pueden ser el momento y las circunstancias en que se percibe la llamada. Cuando se es joven y no existe ningún obstáculo objetivo, es quizá más probable que esa llamada sea en el celibato.
      
       -¿Y si una persona ha pensado siempre en casarse?
      
       Eso es lo natural en cualquier persona llamada por Dios al celibato, antes de descubrir esa llamada. Todos los hombres y todas las mujeres experimentan esa tendencia natural al matrimonio, como fruto de la atracción de ambos sexos. Por esa razón, Dios no necesita confirmar, como sucede con el celibato, esa vocación natural con una llamada interior: la experimenta cada hombre con lo que se podría denominar el llamamiento universal de la propia naturaleza. El llamamiento particular lo experimentan únicamente aquellos a los que Dios quiere comprometer en una plena disponibilidad a su servicio.
      
       -¿Pero qué crees que necesita más ahora la Iglesia: sacerdotes, frailes, monjas de clausura, padres de familia, laicos célibes en medio de su trabajo, misioneros…?
      
       Te contesto con unas palabras de Pablo VI que serán siempre actuales: "Por encima de todo, necesitamos santos. Mirando al estado en el que se encuentra hoy el mundo, os recuerdo que la mayor necesidad que tienen las naciones es esta, la de la santidad. Necesitamos santos. Santos por encima de todo. ¡Esa es la mayor necesidad del mundo actual!". Por encima de todo, hacen falta hombres y mujeres que respondan con generosidad plena al querer de Dios. Y en su sabiduría infinita, Dios ha dispuesto que unos le sirvan en el matrimonio y otros en el celibato.
      
       Dios da a cada uno los dones que necesita para la misión que le ha designado. Por esa razón, no todas las vocaciones tienen las mismas exigencias, porque Dios pide a cada uno en relación a los talentos que le ha dado.
      
       Se trata de una decisión personal que cada uno ha de tomar a la luz de su oración personal. No puede tomarse a la ligera. Ni tampoco pensando, como hacen algunos, que el celibato es para quienes no les atrae el noviazgo o el matrimonio.
      
       En definitiva, no plantees tu respuesta a Dios como la elección entre diversos "niveles": un nivel alto, el celibato, que exigiría renuncia absoluta; y otro nivel más bajo, el matrimonio, más suave y llevadero, más asequible: una especie de "clase turista", un vuelo barato a la santidad. Dios pide la plenitud de la entrega a todos, de acuerdo con las circunstancias de cada uno. La santidad no la determinan esos "niveles", y por eso no fue menos santo alguien como Santo Tomás Moro por el hecho de estar casado, sino que encontró la plenitud de la vida cristiana en el matrimonio; pero si hubiese elegido el matrimonio por falta de generosidad con Dios, difícilmente hubiese sido santo.
      
       -¿Y la razón del celibato es tener una mayor disponibilidad?
      
       Benedicto XVI ha recalcado que el testimonio del celibato es especialmente necesario en nuestro mundo completamente funcional, donde todo se basa en servicios calculados y verificables. El gran problema de Occidente es el olvido de Dios, y el celibato supone una mayor identificación con la vida de Cristo y un testimonio para llevarlo a toda la humanidad, que es el servicio prioritario que necesita. El celibato solo puede ser comprendido y vivido con este fundamento, porque las razones únicamente pragmáticas, de una disponibilidad mayor, no son suficientes y podrían llevar a pensar que el celibato busca simplemente ahorrarse los sacrificios y fatigas del matrimonio para tener más desahogo en otros campos. Es indudable que el celibato permite habitualmente una mayor disponibilidad, pero es sobre todo un testimonio de fe, y por eso es tan importante precisamente hoy.
      
       El celibato es el ejemplo que Cristo mismo nos dejó. Él quiso ser célibe. Su existencia histórica es el signo más evidente de que la castidad voluntariamente asumida por Dios es una vocación sólidamente fundada. No existe otra interpretación y justificación del celibato fuera de la entrega total al Señor, en una relación exclusiva, también desde el punto de vista afectivo. El celibato debe ser un testimonio de fe: la fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los hombres.
      
       -Mucha gente dice que, en nuestro tiempo, en el que hay que afrontar tantas situaciones de pobreza y de necesidad, no tiene sentido que haya personas que se encierren para siempre entre los muros de un monasterio, pues privan a los demás de la contribución de sus propias capacidades y experiencias.
      
       La cuestión está en si se valora o no la eficacia que su oración puede tener para solucionar los numerosos problemas que afligen a la humanidad. El hecho de que hoy día haya numerosas personas que abandonan carreras profesionales, con frecuencia prometedoras, para abrazar la austera regla de un monasterio de clausura, es una llamada de atención sobre la importancia de la oración. No está de más preguntarse qué les lleva a dar un paso tan comprometedor.
      
       "Esas personas -afirma Benedicto XVI- testimonian silenciosamente que, en medio de las vicisitudes diarias, en ocasiones sumamente convulsas, Dios es el único apoyo que nunca se tambalea, roca inquebrantable de fidelidad y de amor. Ante la difundida exigencia que muchos experimentan de salir de la rutina cotidiana de las grandes aglomeraciones urbanas en búsqueda de espacios propicios para el silencio y la meditación, los monasterios de vida contemplativa se presentan como oasis en los que el hombre, peregrino en la tierra, puede recurrir a los manantiales del espíritu y saciar la sed en medio del camino.
      
       "Estos lugares, aparentemente inútiles, son por el contrario indispensables, como los "pulmones verdes" de una ciudad. Son beneficiosos para todos, incluso para los que no los visitan o quizá no saben ni que existen. Hay que agradecer a Dios que siga suscitando tantas vocaciones para las comunidades de clausura, masculinas y femeninas, y hay que hacer por nuestra parte lo necesario para que nunca les falte nuestro apoyo espiritual y también material para que puedan cumplir su misión de mantener viva en la Iglesia la ardiente espera del regreso de Cristo."
      

29. Las propias limitaciones

Muchos hombres no se equivocan jamás
porque nunca se proponen hacer nada.

Goethe

       
       -He pensado a veces que debería entregarme a Dios, pero enseguida me viene la idea de que no valgo para eso, de que no soy suficientemente brillante ni excepcional.
      
       Moisés también pensaba en su indignidad cuando dijo al Señor: "¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?". Pensaba solo en sus fuerzas y sus cualidades. Sus excusas parecían bastante razonables, pero Dios le dijo: "Yo estaré contigo", y le indicó lo que tenía que hacer. Moisés insistió en que sus dificultades no eran solo interiores: "Mira que no me van a creer, ni escucharán mi voz, pues dirán: "¡no se te ha aparecido Yahveh!"". Entonces Dios hizo dos milagros para mostrarle su poder: convertir su cayado en una serpiente y cubrir de lepra su mano durante unos momentos. Y añadió: "Si tampoco te creen estos dos prodigios ni escuchan tu voz, tomarás agua del Nilo y la derramarás en suelo seco y el agua que hayas tomado del río se convertirá en sangre."
      
       Nada de esto le pareció suficiente a Moisés, que siguió buscando más razones para convencerse. Había visto su bastón convertido en serpiente y su mano cubierta de lepra y curada en un instante. Había visto el poder omnipotente de Dios, pero insistía: "Yo no soy elocuente, y no de ayer ni de anteayer, ni incluso desde que tú hablas a tu siervo, pues soy torpe de boca y torpe de lengua."
      
       Parecía una excusa concluyente. ¿Cómo Dios iba a elegir para hablar al Faraón y liberar al pueblo precisamente a un tartamudo? Era de sentido común. Como las excusas que todos solemos poner, que nos vienen enseguida a la cabeza cada vez que nos enfrentamos a algo que nos cuesta. Son excusas llenas de ese falso realismo que cuenta tan poco con el poder de Dios, con la perspectiva de lo sobrenatural. Son razones bien estructuradas, bien armadas, que quizá nos repetimos una y otra vez y que acabamos por creernos sin fisuras. ¿Cómo me puede pedir Dios a mí, que soy tan tímido, esa misión de apostolado?
      
       Pero Dios le recuerda a Moisés: "¿Y quién ha dado boca al hombre? ¿O quién le hace mudo, sordo, vidente o ciego? ¿Acaso no soy Yo, Yahveh? ¡Ve, pues, y yo estaré con tu boca y te indicaré lo que has de hablar!".
      
       La misión le sobrecoge. Le falta fe. Intenta eludir la llamada diciendo que "hay otros" mucho más dignos que él. Se inflamó entonces la cólera de Yahveh, se lee en el Antiguo Testamento, y le dijo que Él mismo asistiría con su poder las palabras que salieran de la boca de Moisés.
      
       También nosotros hemos de confiar en Dios. Si Dios nos llama, si nos ha escogido para llevar a cabo una misión concreta, nos dará la ayuda necesaria. Dios no llama a nadie porque le deslumbren sus cualidades. Por ejemplo, sabemos por las cartas de San Pablo que no era un apóstol con especial talento como orador ni una figura atractiva: "Su presencia física es pobre y su palabra despreciable" (2 Cor 10, 10), decían de él sus adversarios. Los extraordinarios resultados apostólicos que alcanzó no se deben, por tanto, a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas, sino, sobre todo, a su compromiso personal, a que desafiaba los peligros, dificultades y persecuciones.
      
       Es Dios quien da las cualidades necesarias, y quien dice "sígueme". Por eso, no importa la historia de cada uno, o los errores pasados o presentes, como decía San Agustín cuando escuchaba el ruido de los juegos del Circo que habían dejado desiertas las calles de su ciudad: "¿Qué os creéis? ¿Cuántos futuros cristianos no estarán allí sentados? ¿Quién sabe? ¿Cuántos futuros obispos?".
      
       Nadie está libre de defectos. Los santos tuvieron defectos, y algunos de ellos muchos defectos. Y demostraron la santidad precisamente luchando contra esos defectos. Dios llama contando con virtudes y con defectos. Dios cuenta con tus virtudes, para que las cultives, y con tus defectos, para que luches por superarlos.
      
       Además, no exageres tus limitaciones. Hay muchos santos a los que la naturaleza no dotó aparentemente de demasiadas cualidades. Por ejemplo, cuando San Camilo de Lelis se planteó por primera vez entregarse a Dios, no era precisamente un dechado de virtudes. Desde pequeño, tenía muy arraigado un vicio que le causaría mucho daño: era un gran jugador de cartas. Su pasión por el juego le llevaba a numerosos conflictos y a perder constantemente el empleo. A los diecinueve años, decide enrolarse en el ejército, pero su padre muere unos días antes de embarcarse y Camilo se replantea su vida. Cruza por su mente la idea de hacerse capuchino, y va a consultarlo con un tío suyo en el convento de los capuchinos de Aquila. Su tío se lo desaconseja, viendo su vida tan poco ejemplar. Entretanto, se hace una herida en una pierna y acaba ingresado en un hospital de Roma, para curar la enorme llaga que se le ha abierto. Allí se queda a trabajar como enfermero, pero al poco tiempo es despedido por su incorregible vicio de jugador, que le hace ser negligente en la atención a los enfermos. Decide de nuevo seguir la carrera de las armas, y durante seis años lucha en diversos frentes. A pesar de la cercanía constante de la muerte en los campos de batalla, sigue siendo un vicioso del juego, hasta el punto de que en 1575 acaba mendigando, y poco después trabajando como peón de albañil en Manfredonia, donde los capuchinos están construyendo un nuevo convento.
      
       En aquel trabajo descubre lo vacía que está su vida y da un gran cambio. Entonces sí es admitido como capuchino y durante un tiempo es un fraile ejemplar. Pero aquello no dura mucho, pues se le abre nuevamente la llaga y tiene que volver a ingresar en el hospital de Roma donde antes había trabajado. En su nueva y larga estancia allí descubre el camino que Dios le tiene reservado. Los hospitales de aquella época parecen exteriormente verdaderos palacios, pero en las salas de los enfermos se desconoce la higiene y la limpieza más elementales. Muchos de los enfermeros son personas condenadas por la justicia que cumplen sus penas entre aquella pestilencia. Es fácil imaginar cómo están asistidos los enfermos, con un personal reclutado de esa manera. Camilo, en su nueva etapa, ejerce de nuevo como enfermero y da muestras de una diligencia y unos sentimientos tan fraternales con los enfermos, que pronto es nombrado administrador y director del hospital. Inicia entonces unas importantes reformas. Cada enfermo tiene su propia cama, con ropa limpia. Mejora mucho la alimentación. Los medicamentos se dan con rigurosa puntualidad. Y, sobre todo, el nuevo director, con su gran corazón, asiste personalmente a cada uno, comparte con ellos sus padecimientos, consuela a los moribundos y estimula el esmero de todos en favor de los que sufren.
      
       Una noche de agosto de 1582 se le ocurre un pensamiento: ¿Y si reuniera a unos hombres de corazón en una nueva congregación religiosa, para que cuidasen a los enfermos, no por dinero, sino por amor a Dios? Inmediatamente lo habla con cinco buenos amigos, que acogen la idea con entusiasmo. Piensa también que Dios le pide ser sacerdote, para dirigir esa fundación. Pasa por muchas dificultades, pero en 1586 el Papa Sixto V aprueba la Congregación y autoriza que sus miembros ostenten una cruz roja en la sotana y en el manto. Así nace la gran familia de los "Camilos", hermana de la de los "Hospitalarios", fundada en España por San Juan de Dios. No falta trabajo a los nuevos cruzados de la caridad. Camilo y los suyos se multiplican. En todas partes donde hay apestados, hambre o miseria, allí se presenta el admirable fundador y sus religiosos, que enseguida demuestran ser enfermeros atentos, hábiles y paternales, que se esfuerzan por considerar y ver a Jesucristo en cada enfermo.
      
       Pronto abre una segunda casa en Nápoles, y después en Milán, Génova, Bolonia, Florencia y otras ocho poblaciones de Italia. El Fundador se traslada de una a otra, incesantemente, al galope de su caballo o navegando en precarias embarcaciones. Sufre varios accidentes y pasa numerosos peligros. A su muerte, en 1614, hay quince casas, ocho hospitales y doscientos religiosos. Hoy es una institución extendida por todo el mundo, con casi dos mil miembros y ciento cincuenta hospitales.
      
       Y todo comienza con aquel joven que en 1569 empieza a trabajar como enfermero en un hospital de Roma, con ciertas inquietudes espirituales pero demasiado aficionado a los juegos de cartas. "No tiene la menor aptitud para el oficio de enfermero", había sentenciado el director al despedirle. Pero aquel hombre acaba fundando una gran institución que, junto con otras semejantes, cambia sustancialmente a partir de entonces el modo en que se atiende a los enfermos.
      
       Cuando pensamos si somos o no dignos de recibir determinada misión por parte de Dios, hemos de cuidarnos de que aquello no sea la excusa para quedarnos dignamente recostados en la comodidad. Porque no hay que pensar tanto en la indignidad personal, sino en cuál es el designio de Dios para nosotros.
      
       Y si, además, resulta que tendemos a pensar mucho en nuestras muchas limitaciones, y hasta las exageramos, pero solo cuando pensamos en la entrega a Dios, y en cambio, para el resto de nuestra vida, apenas consentimos que nos recuerden que tenemos defectos, parece claro que nos falta rectitud en todo ese aparentemente humilde planteamiento.
      
       -Pero a todos nos suele parecer que nuestra aportación personal será pequeña y tendrá poca trascendencia.
      
       Muchas veces, las pequeñas aportaciones tienen mucha trascendencia. En Venecia, en la plaza de San Marcos, sobre el dintel de una puerta, cerca de la Torre del Reloj, hay un relieve que es un simple vaso. Pero un vaso que tiene su historia. En 1310, algunas grandes familias de Venecia decidieron apoderarse por la fuerza de esta pequeña República y una noche reunieron a todos sus partidarios para asaltar el Palacio del Dux. Pero una viejecita que vivía cerca, en la entrada de una mercería, al verlos, tiró un vaso de metal desde su ventana para alertar a los guardias. Acudieron enseguida, y los conjurados, creyéndose traicionados, abandonaron su intento. Aparentemente hizo poco, pero con eso bastó para salvar la República. Y la República ordenó que se pusiese ese vaso en el dintel de su casa como recuerdo.
      
       A veces lo nuestro puede efectivamente parecer una pequeña aportación, como la de aquella anciana que arrojó a la calle un pequeño vaso de metal. Es cierto que hay otras personas con más virtudes y más cualidades. Pero si Dios nos llama, nos dará la fortaleza y las cualidades necesarias. Así sucedió con Moisés, que, a pesar de todo, al final hizo lo que Dios le dijo, y Dios dijo de él: "Moisés es en toda mi casa el hombre de mi confianza".
      

30. Hay otros mejor preparados

Todos los hombres
son superiores a nosotros en algún aspecto,
y en eso podemos aprender de ellos.

Ralph W. Emerson

       
       Rabindranath Tagore cuenta la famosa historia de un mendigo que se encontró con el carruaje del rey. "Posaste tu mirada en mí y bajaste sonriente. Sentí llegada la suerte de mi vida. De repente, tendiste hacia mí tu mano derecha y dijiste: ¿qué vas a darme?". El mendigo se quedó confuso y perplejo ante la petición del rey. Y cedió a la tentación del egoísmo y de la pequeñez: le dio un grano de trigo. "Al declinar el día y vaciar mi saco, hallé una minúscula pepita de oro entre el puñado de granos vulgares. Entonces lloré amargamente y pensé: lástima no haber tenido la generosidad de dártelo todo".
      
       Aquel pobre mendigo consideraba que tenía poco y, ante aquella sorprendente petición, dio muy poco. Así nos sucede muchas veces a los hombres ante las peticiones de Dios. Y al final del día, de la vida, lamentamos no haber tenido la generosidad de darle más, de darle todo.
      
       -Pero supongo que Dios llama sobre todo a personas de especiales cualidades.
      
       Quizá pensamos siempre en ese otro que es más inteligente, mejor persona, con más simpatía o más fe que nosotros. ¿Por qué Dios va a elegirme precisamente a mí? ¿A Dios, qué más le da? ¿No podría, mejor, elegir a ese otro, que es mucho mejor que yo? ¿Por qué, entre millones y millones de personas, tengo que ser precisamente yo?
      
       No hay respuesta fácil a esa pregunta. En el Evangelio se lee bien claro que Jesucristo eligió a los que quiso, no a los mejores. Su elección forma parte del misterio insondable del designio divino, y es natural que muchas veces escape a nuestra comprensión.
      
       En el episodio de la vocación de Mateo, por ejemplo, puede verse que Dios llama a personas en situaciones bastante poco predecibles. Jesucristo llama a ser apóstol a un hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era considerado un pecador público. Pero Jesucristo no excluye a nadie de su amistad. Quien se encontraba aparentemente más lejos de la santidad, se convierte en un gran apóstol y evangelista. Mateo responde inmediatamente a aquella llamada, pese a que suponía abandonar su trabajo, que era una ganancia de dinero seguro, aunque con frecuencia injusto. Entendió así que el seguimiento de Jesucristo es incompatible con una actividad que desagrada a Dios, como es el caso de las riquezas injustas.
      
       No debemos exigir explicaciones a Dios sobre el porqué de su llamada. Pero, sobre todo, debemos pensar por qué hacemos a veces un planteamiento negativo de esa llamada. Hay que pensar en lo que Dios nos da con nuestro sí, no tanto en lo que nosotros damos a Dios, que, además, tampoco es tanto. Cuando Dios llama, ese camino es el que nos otorgará mayor felicidad. No hace falta tener dotes extraordinarias, ni un nivel extraordinario de santidad.
      
       -Pero supongo que, para ser llamado por Dios, habrá que tener un cierto nivel de perfección personal.
      
       "Para responder a la llamada de Dios -afirma Benedicto XVI- y ponernos en camino, no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia del propio pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino del retorno y experimentar así el gozo de la reconciliación con el Padre. La fragilidad y las limitaciones humanas no son obstáculo, con tal de que nos ayuden a hacernos cada vez más conscientes de que tenemos necesidad de la gracia redentora de Cristo. Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida."
      
       No te preocupes por tu falta de cualidades personales. Basta con esforzarse por mejorar. En la Francia del siglo XIX había miles de jóvenes de grandes virtudes que buscaban a Dios y, de entre todos, la Virgen eligió a una aldeana enfermiza e ignorante de un lugar sin importancia del Pirineo llamado Lourdes. Bernadette Soubirous era una chica muy atrasada en los estudios para sus catorce años, pues aún no había aprendido a leer ni a escribir, solo hablaba en su dialecto local y no sabía nada de catecismo.
      
       Piensa también en los pastorcillos de Fátima. Los tres recibieron la misma gracia, aunque de un modo distinto para cada uno: Lucia hablaba, Jacinta escuchaba, Francisco solo veía. ¿Por qué Dios lo hizo así? No esperes una respuesta simple. Él sabe bien cómo debe hacer las cosas. Y los tres fueron santos, y no porque se les apareciera la Virgen, ni por sus grandes dotes personales, sino porque hicieron lo que Ella les dijo de parte de Dios.
      
       -Pero muchas veces será mejor esperar a tener más formación, dedicar unos años a profundizar un poco, antes de tomar esas decisiones, para así tener un conocimiento más detallado sobre el camino al que Dios parece que nos llama. Así sabremos más exactamente a qué nos comprometemos.
      
       En principio, son consideraciones muy razonables. Pero cada uno debe ver si no encubren un miedo a comprometerse, o si enmascaran un cierto egoísmo con la excusa de la falta de una formación adecuada. Porque todos necesitamos formación, pero procurando que eso no se convierta en un pretexto para decir que no, y procurando también que esa necesidad de formarse se concrete en medios concretos para lograrlo. Podríamos referirnos a la figura del Santo Cura de Ars, que luego veremos con más detalle: también advertía su falta de formación mientras hacía sus estudios teológicos, pero puso todos los medios para alcanzarla y acabó teniendo una gran sabiduría y siendo un gran santo.
      
       Hay que leer, pensar, preguntar, informarse, tomarse tiempo, pero siempre afrontando de cara los deseos de Dios, buscando la máxima rectitud por nuestra parte. Y todo eso quizá no lleve demasiado tiempo. Lo decisivo suele ser la fe y la cercanía a Dios: cuando se cultiva, cuando se ponen los medios, Dios hace el resto.
      
       Y en cuanto a saber exactamente a qué nos comprometemos, tampoco hay que exagerar. Cuando una persona piensa en casarse, es bueno que procure conocer con profundidad a la otra persona, para saber bien con quién se casa, pero si se detuviera demasiado a indagar a qué se compromete exactamente al casarse con ella, y quisiera saber con demasiado detalle a qué está obligado con el matrimonio y a qué no, y enumerara exhaustivamente qué es lo que la otra persona puede pedirle o no a lo largo de toda su vida matrimonial, a todos nos parecería que ése no es el lenguaje del amor y de la entrega.
      
       -Pero es natural que cueste dar ese paso, y que por eso se retrase la decisión. Al fin y al cabo, es entregar mi vida, toda mi vida, como quien tira una moneda al agua.
      
       Sí, es toda tu vida, pero tu vida y la mía son un regalo inmerecido de Dios. Y el mejor destino que podemos darle es averiguar cuanto antes qué ha pensado Dios para ella, y seguir su designio. Y no solo porque esa vida nos la ha dado Dios previamente -igual que el amor y la generosidad que hay en nuestro corazón-, sino porque Dios nos ha creado con una misión y es para esa misión para lo que mejor estamos dispuestos.
      
       Si al plantearnos responder a la llamada de Dios nos encontramos regateando el precio de la entrega, o contando y recontando la calderilla de la propia vida, o apurando la nostalgia de unos pequeños proyectos que nos cuesta cambiar, o una parcela de autonomía que nos cuesta perder, o un pedazo del corazón que nos cuesta entregar a Dios, entonces hemos de considerar si quizá nuestro problema no es de discernimiento de la vocación sino sobre todo de generosidad y de miedo al sacrificio.
      
       "Ser santo -afirma Benedicto XVI- significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia. Esta es la vocación de todos nosotros. Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales, sino que es necesario, ante todo, escuchar la llamada de Dios y seguirla sin desalentarse ante las dificultades. Y cualquier forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, por el camino de la renuncia a uno mismo. Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que han afrontado a veces pruebas y sufrimientos, y su ejemplo es para nosotros un estímulo para seguir el mismo camino y experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él."
      
       -¿Y si digo que no, es un pecado, una ofensa a Dios?
      
       Entiendo que si ese rechazo es abierto y consciente, no puede dejar de suponer una ofensa. De todas formas, la vocación se presenta sobre todo como una invitación, no tanto como una exigencia moral. Pero su rechazo no dispone muy bien para responder a otras cosas que sí son exigencias morales.
      
       En todo caso, debe ser el amor y no el miedo lo que te lleve a decir que sí a la llamada de Dios. "La fe no quiere infundirnos miedo -continúa Benedicto XVI-, quiere llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella, ni conservarla solo para nosotros mismos."