Juan Manuel de Prada, “Tocomocho genético”, XLSemanal, 8.I.2006

Ando desde hace algunos años absolutamente alucinado con los métodos inescrupulosos y sensacionalistas que ha adoptado la investigación genética, más atenta a la fanfarria mediática y a las cotizaciones bursátiles que al verdadero progreso científico. En esta nueva deriva degenerada sorprende, en primer lugar, el relativismo desenfadado con el que se han despachado los muy espinosos dilemas éticos que rodean la manipulación de embriones: si el siglo XX entronizó la banalidad del mal (recordemos la sobrecogedora frase de Stalin: «Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), parece que el siglo XXI será el que por fin se atreva a aprovechar las ‘utilidades industriales’ de tan bestial aserto. Pero la desfachatez amoral con que nuestra época ha resuelto el dilema de la manipulación de embriones no resultaría tan insoportablemente obsceno si no se justificase, para mayor recochineo, con coartadas humanitarias que sacan tajada del dolor de mucha gente y de la compasión que dicho dolor provoca en cualquier persona no completamente impía. Mucho más cruel aún que dejar morir a alguien sin esperanza es dejar que muera tras haberle hecho concebir esperanzas infundadas sobre su hipotética recuperación. Que es lo que, hoy por hoy, está favoreciendo, incluso estimulando descaradamente, la investigación genética: usar el dolor de esos enfermos (a quienes se moviliza para que protagonicen campañas en pro de la clonación o para que soliciten a los gobernantes una legislación permisiva en la materia), a quienes a cambio se les ofrecen soluciones inverosímiles, o siquiera inciertas, a sus dolencias. La investigación genética se presenta como una especie de panacea universal que derrotará de un plumazo el sufrimiento humano; se presenta, incluso, como una vía promisoria de acceso a la inmortalidad. Una vez excitada esa ‘codicia de salud’ que anima al hombre contemporáneo, ¿qué importa si muchas de las enfermedades que la investigación genética promete remediar aún son de etiología desconocida? ¿Qué importa si las células madre que, según se nos predica, remediarán estas enfermedades ignotas, puedan extraerse de órganos adultos, sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos? ¿Qué importa, incluso, si dentro de unos años hay que reconocer el fracaso de los experimentos? Para entonces, la investigación genética ya habrá rendido unos beneficios opíparos a sus promotores; si, en esa búsqueda del enriquecimiento fácil, se han liquidado unos cuantos miles o millones de embrioncitos de nada («Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), bastará con alegar que «cayeron en acto de servicio». Y a otra cosa, mariposa.

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Alfonso Aguiló, “La voluntad humana”, Hacer Familia nº 142, 1.XII.2005

En las primeras décadas del siglo XIX, los pueblos y países se aproximan con más rapidez que antes en milenios. La llegada del ferrocarril, del buque a vapor y, poco después, del telégrafo, suponen un cambio gigante en el ritmo y la medida de la velocidad con que se mueven las personas o las noticias.

A ese avance imparable se opone, sin embargo, un gran obstáculo. Mientras las palabras se propagan al instante de un extremo a otro de Europa, e incluso de Asia, gracias a los aisladores de porcelana colocados en los postes telegráficos, es imposible transmitir a través del mar. Y aunque en 1851 se logra unir Inglaterra con el resto de Europa mediante un cable submarino, la posibilidad de hacer lo mismo cruzando todo el Atlántico parece a todos una utopía irrealizable. Cualquier comunicación entre Europa y América supone al menos dos o tres semanas de navegación.

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Juan Manuel de Prada, “Los dineros de la Iglesia”, ABC, 19.XI.2005

Hace unos días, el Congreso votaba una enmienda que pretendía retirar el complemento presupuestario que la Iglesia católica percibe anualmente del Estado. La enmienda fue rechazada mayoritariamente por los parlamentarios, si bien hasta seis diputados socialistas infringieron la disciplina de voto, alarde de bizarría que no mostraron en otras votaciones recientes mucho más peliagudas. De lo que se trataba, en fin, era de trasladar a la opinión pública la imagen de una Iglesia que sigue disfrutando de privilegios y esquilmando el erario público. Convendría especificar, sin embargo, que dicho complemento presupuestario, que suele oscilar entre los 30 y los 40 millones de euros, constituye tan sólo una décima parte del presupuesto anual de la Iglesia, que en sus dos terceras partes se abastece de las aportaciones de los fieles; del tercio restante, la cantidad más abultada la obtiene la Iglesia a través de la asignación tributaria, que una porción nada exigua de españoles destina a su sostenimiento a través de un porcentaje ínfimo del impuesto sobre la renta (el 0,52 por ciento, para ser exactos). Bastaría con que dicho porcentaje se incrementase al 0,8 por ciento, como ocurre en Alemania o Italia, para que la Iglesia pudiera autofinanciarse, renunciando a ese complemento que el anticlericalismo rampante utiliza como levadura para alimentar viejas rencillas.

Entre 30 y 40 millones de euros, repito. Enunciada así, en esa demagógica descontextualización que conviene a los propagandistas del odio, la cifra puede ser considerada por muchas gentes ingenuas y bienintencionadas una exacción intolerable. ¿Por qué, en cambio, no se informa a los españoles del dinero que la Iglesia revierte sobre la sociedad y ahorra a las administraciones públicas? Reparemos, por ejemplo, en las partidas destinadas a la educación. Una plaza en la escuela pública, por alumno y curso escolar, le exige al erario público (utilizo datos suministrados por el Ministerio de Educación) un desembolso de 3.517 euros; una plaza en la escuela concertada tan sólo 1.840. Teniendo en cuenta que el 70 por ciento de las plazas de la escuela concertada corresponden a centros católicos, descubrimos que la Iglesia ahorra al erario público alrededor de 2.300 millones de euros, cifra ligeramente superior a la que el Estado aporta como complemento presupuestario para su sostenimiento. Si probamos a calcular la ingente labor social y asistencial de la Iglesia, descubrimos que las cantidades que se dedican a paliar el sufrimiento y la miseria de los sectores más desfavorecidos de la sociedad dejan también chiquito ese complemento. Así, por ejemplo, el presupuesto de Cáritas durante el pasado ejercicio ascendió a 163 millones de euros, de los cuales más del sesenta por ciento -cerca de 100 millones- lo cubren las cuotas de sus asociados y las aportaciones de los católicos, a través de donaciones y colectas parroquiales; este porcentaje se eleva hasta el 83 por ciento en el presupuesto de Manos Unidas, que el pasado año logró recaudar 35 millones de euros procedentes de las cuotas de colaboradores y de las colectas. Son sólo dos ejemplos entre los miles de establecimientos y entidades católicas consagrados en cuerpo y alma a la ayuda de los más necesitados; ayuda que, naturalmente, la Iglesia seguirá prestando cuando deje de percibir el tan cacareado complemento presupuestario, porque su generosa aportación al bien común no depende de la componenda política, es fruto de un mandato divino.

El otro día, paseando por la plaza de la Marina Española, vi llegar el automóvil del presidente del Gobierno, que acudía a una sesión de control del Senado. Le hubiese bastado, al bajar del coche, con alzar la vista para contemplar a los mendigos que entraban en un centro de Cáritas, donde se les brinda comida y refugio frente a la intemperie. Ahí, señor presidente, ahí se destinan los dineros de la Iglesia.

Alfonso Aguiló, “El duelo de la lectura”, Hacer Familia nº 141, 1.XI.2005

«Leía mucho. Pero con la lectura sólo obtienes algo si eres capaz de poner algo tuyo en lo que estás leyendo. Quiero decir que sólo aprovechas realmente lo que lees si te aproximas al libro con el ánimo dispuesto a herir y ser herido en el duelo de la lectura, a polemizar, a convencer y ser convencido, y luego, una vez enriquecido con lo que has aprendido, a emplearlo en construir algo en tu vida o en tu trabajo.» »Un día me di cuenta de que en realidad yo no ponía nada en mis lecturas. Leía como el que se encuentra en una ciudad extranjera y por pasar el rato se refugia en un museo cualquiera a contemplar con una educada indiferencia los objetos expuestos. Casi leía por sentido del deber: ha salido un libro nuevo que está boca de todos, hay que leerlo. O bien: esta obra clásica aún no la he leído, por lo tanto, mi cultura resulta incompleta y siento la necesidad de llenar esa laguna.» Este personaje de una novela de Sándor Márai nos invita a ser valientes en nuestras reflexiones, para así adquirir, con ocasión de la lectura, más coherencia y más profundidad interior. Vivir con deseos de ser interpelado por lo que observamos, escuchamos o leemos es quizá una de las cosas que más contribuyen a sacar al hombre de los estratos primeros de la vida, que más le impulsan por encima de la simple inercia de los comportamientos de su entorno, que le previenen ante un dócil encuadre en las costumbres de moda.

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Alfonso Aguiló, “La impaciencia de los hombres”, Hacer Familia nº 140, 1.X.2005

Una antigua leyenda noruega cuenta la historia de un anciano monje llamado Haakon, que cuidaba una ermita en la que había una imagen de un Cristo muy venerada y a la que acudía a rezar mucha gente. Un día, aquel buen monje, impulsado por un sentimiento generoso, se arrodilló ante la cruz y dijo: “Señor, quiero padecer por Ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz.” Y se quedó fijo con la mirada puesta en la imagen, como esperando una respuesta. El Señor abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras: “Hermano mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.” “¿Cuál Señor? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda!”. “Escucha. Suceda lo que suceda, y veas lo que veas, has de guardar silencio”. Haakon contestó: “¡Te lo prometo, Señor!”. Y se efectuó el cambio.

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Alfonso Aguiló, “Tirar para arriba de los demás”, Hacer Familia nº 139, 1.IX.2005

“Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay otros que luchan muchos años y son mucho mejores. Pero hay quienes luchan toda la vida: esos son los imprescindibles”.

Estas palabras de Bertolt Brecht nos invitan a pensar en lo necesarias que resultan esas personas que todos conocemos y que parece que nunca se cansan, que siempre están ahí, que siempre tiran hacia arriba del ambiente en el que están, que son un catalizador de todo lo positivo de quienes le rodean.

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Alfonso Aguiló, “La fuerza de la expectativa”, Hacer Familia nº 137-138, 1.VII.2005

Corría el curso 1968-69, en un colegio de California. El Doctor Robert Rosenthal cerró su portafolios y se dirigió a un grupo de profesores que le escuchaba con atención: «Los resultados de las pruebas realizadas no dejan lugar a dudas. Estoy en condiciones de asegurarles que este 20 por ciento de alumnos que les he señalado tiene unas capacidades intelectuales superiores a lo normal». Los profesores tomaron buena nota de todo aquello y regresaron a su trabajo habitual. Ocho meses más tarde, las calificaciones finales arrojaban un resultado contundente: el rendimiento de ese grupo de alumnos teóricamente más inteligente era notoriamente superior al del resto.

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Alfonso Aguiló, “La libertad interior”, Hacer Familia nº 136, 1.VI.2005

«Cuando la conocí tenía 16 años. Fuimos presentados en una fiesta, por uno que decía ser mi amigo. Fue amor a primera vista. Ella me enloquecía.

»Nuestro amor llegó a un punto en que ya no conseguía vivir sin ella. Pero era un amor prohibido. Mis padres no la aceptaron. Fui expulsado del colegio y empezamos a encontrarnos a escondidas. Pero ahí no aguanté más, me volví loco. Yo la quería, pero no la tenía. Yo no podía permitir que me apartaran de ella. Yo la amaba: destrocé el coche, rompí todo dentro de casa y casi maté a mi hermana. Estaba loco, la necesitaba.

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Alfonso Aguiló, “Tener conversación”, Hacer Familia nº 135, 1.V.2005

«Había otras causas de esa soledad –escribe Dorothy Parker– que se remontaban muy atrás, a cuando eran novios. Ella trató de recordar de qué hablaban antes de casarse, cuando estaban prometidos, y le pareció que nunca habían tenido gran cosa que decirse. Pero antes, eso no le preocupaba, e incluso experimentaba la satisfacción de que su noviazgo iba bien, pues siempre había oído decir que el verdadero amor no se expresa con palabras. Además, en aquel entonces los besos y tonteos les tenían siempre ocupados. Pero resultó que el verdadero matrimonio parecía ser igualmente silencioso, y al cabo de siete años de vida en común no es posible confiar en los besos y en todo lo demás para llenar los días y las noches.» Antonio Vázquez ha escrito que el matrimonio es, entre otras cosas, cincuenta años de conversación. Que es preciso cultivar el deseo de conocer y conocerse, de intercambiar impresiones, de comunicarse. Por eso, quienes desde el noviazgo centran sus aspiraciones en el atractivo físico, o en el sexo, y construyen sobre eso una relación sin mucho más cimiento, bien pronto se encuentran con el aburrimiento y la soledad.

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Juan Manuel de Prada, “Pederastia”, ABC, 28.V.2005

Afirmaba ayer un editorial de ABC dedicado a la pederastia que «algo falla en los resortes morales de la sociedad contemporánea», y añadía que «convendría afinar los mecanismos jurídicos, policiales y socioculturales» para evitar estos comportamientos patológicos. Creo que la necesidad de afinar los mecanismos jurídicos y policiales está sobradamente asumida; pero la erradicación de la pederastia exige, ante todo, actitudes morales inequívocas que nuestra sociedad, náufraga en los lodazales de una sexualidad libérrima, no se atreve a afrontar. Cada vez que una aberración sexual de estas características es desvelada, la sociedad se rasga farisaicamente las vestiduras y reclama la intervención rauda y severa de la justicia; en cambio, se muestra incapaz de ahondar en las raíces del mal que la corrompe, haciendo examen de conciencia. Las patologías sexuales poseen un factor genético incuestionable. Pero ese factor genético no basta para explicarlas: existe otro al menos igual de determinante que suele soslayarse, pues su análisis obligaría a la sociedad a contemplar ante el espejo el reflejo de su rostro, purulento y abominable. Me estoy refiriendo, claro está, al factor cultural.

Las patologías sexuales hallan su caldo de cultivo en ambientes sociales que favorecen la represión de la sexualidad (esto es comúnmente aceptado); también en aquellos que estimulan su hipertrofia, multiplicando hasta la saturación los mensajes libidinosos y promoviendo la práctica de una sexualidad liberada de cortapisas. Naturalmente, formular esta segunda posibilidad nos convierte inmediatamente en reaccionarios, pues la sociedad contemporánea se siente muy cómoda y feliz convertida en un perro de Paulov que responde sin rebozo a cualquier estímulo sexual. Pero mientras no aceptemos que la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques y contenciones, los casos de pederastia y de otras aberraciones sexuales se multiplicarán en progresión geométrica. Una vez detectados, podremos castigarlos con severidad; pero el castigo nunca bastará para erradicar una enfermedad social que, en sus manifestaciones más morbosas, puede llegar a pisotear lo más sagrado.

Hasta que no entendamos que la sexualidad debe ser encauzada hacia manifestaciones sanas, controladas y responsables, seguiremos padeciendo estos sobresaltos. La sexualidad humana, cuando se permite que campe por sus fueros, acaba aspirando a nuevos finisterres imaginativos que hasta entonces le han sido vedados. Pensemos, por ejemplo, en la multitud de programas televisivos que hacen de la incitación sexual motivo recurrente, so capa de un entretenimiento desinhibido o -lo que aún resulta más sórdido- de una divulgación educativa. El espectador asiduo de estos programas, abrumado por el despliegue de reclamos eróticos, se convierte sin saberlo en un salido chorreante de flujos y deseoso de poner en práctica las enseñanzas que acaba de recibir. Enseñanzas que, por supuesto, parten siempre de la misma premisa: «En sexo todo está permitido, siempre que la otra parte consienta». Como la búsqueda de ese consentimiento suele ser ardua, casi irrealizable, el espectador de estos programas se queda con la cantinela permisiva. Uno de los pederastas recientemente detenido acaba de reconocerse «incapaz de mantener relaciones con adultos»; inevitablemente, al toparse con este obstáculo insalvable, el torrente desatado de su sexualidad ha buscado el desaguadero del sexo infantil. A los niños ni siquiera hace falta pedirles permiso.

Desengañémonos: mientras aceptemos con pasivo deleite nuestro papel de perros de Paulov ante la incitación sexual, no hará sino crecer abrumadoramente el número de las patologías sexuales.