Juan Manuel de Prada, “La vida más inerme”, ABC, 29.III.2004

Leo con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación de artículos, Pegar la hebra (Destino, 1990), que me permito citar: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente socialmente avanzada con el culo al aire. Antaño el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. (…) Para el progresista, eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, el aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto y, políticamente, era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada».

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Alfonso Aguiló, “Arriesgarse a perder”, Hacer Familia nº 121, 1.III.2004

No hace mucho mostraba Ignacio Sánchez Cámara su inquietud ante la progresión de una nueva leva –o quizá no tan nueva– de falsos héroes, muy aficionados a abrazar causas que ya no es necesario defender, o cuando ya no se corre el menor riesgo al hacerlo. Se sacrifican por los tópicos de moda, dan su vida y su hacienda por lo que no cuesta nada, ni vida ni hacienda. Es un heroísmo de verbena y de guiñol, porque apuestan siempre a caballo ganador.

Se trata de un héroe que es un batallador de causas ganadas, que rema afanosamente a favor de la corriente, finge lágrimas y sudores, exhibe agravios y derrotas, pero nunca paga el menor tributo personal por defender lo que defiende. Del perdedor adopta la estética, digna y abatida. Del ganador toma las cartas y las bazas. Combina la estética de la derrota y la cuenta de resultados de la victoria. Y como en muchos ambientes la exhibición del agravio y de la queja suele ser el mejor camino hacia la victoria, utiliza agravios reales o fingidos para obtener ventaja, para medrar.

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Alfonso Aguiló, “Hacerse adulto”, Hacer Familia nº 120, 1.II.2004

Y entonces a Emily le sucedió un acontecimiento de importancia considerable. De repente se dio cuenta de quién era. No había motivos claros para comprender por qué no le sucedió eso cinco años antes o cinco después; y tampoco era fácil saber por qué le ocurrió precisamente aquella tarde.

Cada vez que movía un brazo o una pierna, este sencillo movimiento le producía una impresión de divertida sorpresa al observar lo pronto que le obedecían sus miembros. La memoria le decía que siempre le habían obedecido, pero no se había dado cuenta nunca de lo sorprendente que resultaba.

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Alfonso Aguiló, “Dejarse convencer”, Hacer Familia nº 119, 1.I.2004

Platón, en uno de sus “Diálogos”, plantea una interesante discusión entre Sócrates y Calicles sobre la fuerza de la razón. Calicles rechaza la moralidad convencional y defiende otra basada en la ley del más fuerte. Asegura que esa ley es la que impera en la naturaleza, y la que realmente procede de ella. Hacer el mal –sostiene Calicles– puede ser vergonzoso desde el punto de vista de los convencionalismos sociales, pero esos convencionalismos proceden de una moral gregaria, establecida por los débiles para defenderse de los fuertes. Los débiles, que son la mayoría, se juntan para modelar y esclavizar a los mejores y más fuertes de los hombres y proclaman como justas las acciones más convenientes para ellos.

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Alfonso Aguiló, “Rehacerse”, Hacer Familia nº 118, 1.XII.2003

Juan Manuel de Prada ha descrito, con su habitual agudeza, el admirable renacer de la ciudad de Dresde, comparable al resurgir del Ave Fénix. La noche del 13 de febrero de 1945, la aviación aliada sobrevoló la capital de Sajonia, como una banda de pajarracos apocalípticos, y descargó sobre ella una sementera de pólvora que la redujo cenizas y diezmó a sus habitantes. Sesenta mil personas fueron devoradas por la ceguera homicida de las bombas, mientras los palacios e iglesias de la ciudad se desmoronaban estrepitosamente, alumbrando la pira del odio. Se conservan fotografías que retratan la fisonomía de Dresde después de aquella noche pavorosa, con todo su esplendor versallesco reducido a ruinas, entre las que afloran, aquí y allá, como crisantemos calcinados, miles de cadáveres con los ojos aún apresados por el sueño y, sin embargo, abiertos a la epifanía de la crueldad. Los edificios quedaron convertidos en acantilados de pesadilla, entre el fragor del humo y el silencio de la muerte. Aquella noche las aguas del Elba desfilaron con esa lentitud mortuoria de los animales heridos, y la hierba que crece en sus riberas se agostó, condecorada por el luto y la lluvia de ceniza que durante días cayó sobre la ciudad.

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Alfonso Aguiló, “La pasividad”, Hacer Familia nº 117, 1.XI.2003

Christine se asombraba de lo fácil que le resultaba de pronto la conversación. Algo se estremecía bajo su piel. ¿Quién soy yo ahora, qué me está pasando? ¿Por qué puedo hacer de pronto todo esto? ¿Con qué soltura me muevo, y eso que siempre todos me decían que yo era rígida y patosa? Y con qué soltura hablo, y supongo que no digo ingenuidades, porque este importante caballero me escucha con interés. ¿Qué sucede? ¿Me habrán cambiado las circunstancias de hoy, o es que lo llevaba todo dentro y simplemente carecía de valor para lanzarme, estaba siempre demasiado pasiva y atemorizada? Mi madre me lo decía. A lo mejor no es todo tan difícil, a lo mejor la vida es infinitamente más llevadera de lo que creía, sólo hay que tener un poco más de arrojo, sentirse más segura, y la fuerza acude entonces de lugares insospechados.

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Alfonso Aguiló, “Dominio propio y coherencia”, Hacer Familia nº 116, 1.X.2003

Séneca apreciaba en mucho el dominio de uno mismo, y lamentaba que las personas se dejaran esclavizar por sus propias pasiones. En sus escritos solía poner como ejemplo de esta degradación a Alejandro Magno: «Alejandro devastaba y ponía en fuga a los persas, a los hircanos, a los indios y a todos los pueblos que se extendían por el Oriente hasta el océano, pero él mismo, unas veces por haber matado a un amigo, otras por haberlo perdido, yacía en las tinieblas, lamentando ya su crimen, ya su soledad, y el vencedor de tantos reinos y pueblos sucumbía a la ira y la tristeza. Porque se había comportado de modo que tenía potestad sobre todas las cosas, pero no sobre sus pasiones. En qué gran error están los hombres que desean llevar su dominio más allá de los mares y se consideran muy felices si obtienen guerreando muchas provincias y añaden otras nuevas a las antiguas, sin saber cuál es el reino más grande e igual al de los dioses. Dominarse a sí mismo es el mayor de los imperios. ¿A quién puedes admirar en mayor medida que a quien se gobierna a sí mismo, a quien se mantiene bajo su propio señorío? Es más fácil regir naciones bárbaras y rebeldes que contener la propia alma y entregarla a uno mismo.» Tenía razón Séneca al decir que gobernarse a sí mismo es el gobierno más difícil y necesario. Un gobierno que resulta imprescindible para ser buena persona, pues es utópico querer ser generoso y preocupado por los demás si no se pone empeño en tomar las riendas de las propias apetencias. Quien se deja dominar por ellas, quizá desee de corazón el bien a los demás, pero al final, la mayoría de las veces acabará poniendo por delante sus deseos e intereses, y será persona poco de fiar.

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Alfonso Aguiló, “Reacciones inteligentes”, Hacer Familia nº 115, 1.IX.2003

Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que como el pozo estaba casi seco, y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.

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Felipe-José de Vicente Algueró, “Escuela confesional, laica, neutra…”, Cátedra Nova, n. 18, 2003

Una contribución al debate sobre la enseñanza de la religión en la escuela en EspañaEl nuevo gobierno socialista español se propone paralizar la reforma educativa aprobada por su predecesor del Partido Popular, que entre otras cosas instauraba una asignatura común de religión, con dos versiones: una confesional y otra no confesional, a elección de los alumnos. La fórmula es semejante a la que existe o se plantea en otros países, pero desde el principio fue muy combatida por algunos sectores. El catedrático de Instituto Felipe-José de Vicente Algueró examina en el siguiente artículo los argumentos empleados contra la clase de religión.

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Alfonso Aguiló, “El juicio de los niños”, Hacer Familia nº 113-114, 1.VII.2003

Leí no hace mucho un comentario interesante sobre el cuento de Caperucita Roja. Venía a decir que los niños de ahora reaccionan de forma distinta cuando escuchan la narración de aquel viejo cuento, o cuando lo presencian en el guiñol.

Los niños de hoy piensan que la familia de Caperucita Roja no era nada ejemplar. Una madre que tiene a la suya, con tantos años, viviendo a muchas leguas de su casa es, para empezar, una mujer poco cariñosa. Una madre que permite que su hija, en este caso Caperucita, se adentre sola en el bosque para llevar a la abuelita abandonada una cesta con un surtido de productos caseros, es una madre egoísta y poco responsable. De haber tenido algo más de sentido común, habría acompañado a su hija en tan larga y arriesgada travesía. El lobo feroz hace lo que tiene que hacer. Recibe la información, se adelanta a Caperucita, se come a la abuela que vive sola porque su hija no la quiere tener en casa, se viste con el camisón de la abuela, se ajusta su redecilla en la cabeza y se mete en la cama en espera de esa tontita que le ha dado todas las pistas. Y llega Caperucita y no reconoce a su abuela, y se cree que el lobo es la abuelita, lo que demuestra lo tonta que era la niña y lo poco que visitaba a su abuelita. Y el lobo se la come, porque se lo tiene merecido. Por eso, cuando el lobo se zampa a Caperucita, los niños de hoy aplauden a rabiar, hasta el punto que en los guiñoles suelen eliminar del cuento la figura del cazador que salva a ambas, porque no resultaría nada popular.

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