Escribía Chesterton que sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo. Se trata, desde luego, de un ejercicio nada plácido, pues la energía que el nadador a contracorriente emplea en cada brazada no se corresponde con un avance proporcional; y basta con que flojee en su ímpetu para que la tentación del desistimiento haga mella en él. Quien nada a favor de la corriente, en cambio, no tiene que molestarse en bracear; y ni siquiera es preciso que esté vivo, pues la corriente seguiría arrastrándolo como si tal cosa. Las grandes batallas del pensamiento, las conquistas que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, con frecuencia, quienes se atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados por sus contemporáneos como retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes. Pero, junto al rechazo o incomprensión de su época, estos pioneros que osaron contrariar el «espíritu de los tiempos» pudieron proclamar con orgullo que estaban vivos; y con su sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte, convocaron a la vida a quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas nadaban a favor de la corriente.
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