Hubo épocas en que los cristianos se acogieron a la disciplina del arcano, ocultando las cosas de la religión a los paganos, pues comprobaban que, por mucho que se esforzasen en explicarles los misterios de su fe, los paganos lo entendían todo del revés y propalaban, por ejemplo, que la Eucaristía consistía en comerse a un niño crudo y otras aberraciones semejantes. Ando en estos días preparando una antología de artículos del gran Leonardo Castellani, a quien últimamente tanto cito, para que los muchos lectores que en estos meses me han preguntado por él puedan disfrutar a la vuelta del verano en una edición accesible de quien, sin duda alguna, es el mejor escritor católico en español del siglo XX; y, entre el bosque de artículos suculentos que Castellani dio a la prensa, me tropiezo con uno titulado «¡Al arcano de nuevo!», en el que con su habitual gracejo propone volver a aquella disciplina de los primeros cristianos, viendo que los señores incrédulos de nuestra época se obstinan en creer que Jesús estuvo enamorado de María Magdalena o que la burra de Balaam se llama así porque milagrosamente una vez baló. Tratar de aproximar la religión a ciertas personas contaminadas por las más rocambolescas mistificaciones lo considera Castellani trabajos de amor perdidos; y propone jocosamente que, en lugar de deslomarnos escribiendo tratados de apologética que rechazarán (aunque luego crean en el espiritismo, o en el Progreso, o en cualquier otra chorrada, pues ya se sabe que cuando se deja de creer en Dios se empieza a creer en cualquier cosa), nos dediquemos a hacerles creer las trolas más jacarandosas. Por ejemplo: que al Papa todos los cristianos deben adorarlo como Dios; o que la Santísima Trinidad la componen la paloma del Espíritu Santo, el Cordero de Dios y el Buey de Belén. Trolas que, indudablemente, se tragarán; pues nadie hay más crédulo que un incrédulo profesional.
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