¿Conocen ustedes la fábula rusa de la cebolla? Cuentan los viejos cronicones ortodoxos que un día se murió una mujer que no había hecho en toda su vida otra cosa que odiar a cuantos la rodeaban. Y que su pobre ángel de la guarda estaba consternado porque los demonios, sin esperar siquiera al juicio final, la habían arrojado a un lago de fuego en el que esperaban todas aquellas almas que estaban como predestinadas al infierno. ¿Cómo salvar a su protegida? ¿Qué argumentos presentar en el juicio que inclinasen la balanza hacia la salvación? El ángel buscaba y rebuscaba en la vida de su protegida y no encontraba nada que llevar a su argumentación. Hasta que, por fin, rebuscando y rebuscando se acordó de que un día había dado una cebolla a un pobre. Y así se lo dijo a Dios, cuando empezaba el juicio. Y Dios le dijo: “Muy bien, busca esa cebolla, dile que se agarre a ella y, si así sale del lago, será salvada.” Voló precipitadamente el ángel, tendió a la mujer la vieja cebolla y ella se agarró a la planta con todas sus fuerzas. Y comenzó a salir a flote. Tiraba el ángel con toda delicadeza, no fuera su rabo a romperse. Y la mujer salía, salía. Pero fue entonces cuando otras almas, que también yacían en el lago, lo vieron. Y se agarraron a la mujer, a sus faldas, a sus piernas y brazos, y todas las almas salían, salían. Pero a esta mujer, que nunca había sabido amar, comenzó a entrarle miedo, pensó que la cebolla no resistiría tanto peso y comenzó a patalear para liberarse de aquella carga inoportuna. Y, en sus esfuerzos, la cebolla se rompió. Y la mujer fue condenada. Sí, basta una cebolla para salvar al mundo entero. Siempre que no la rompamos pataleando para salvarnos nosotros solitos. (José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”).