C. S. Lewis fue un hombre lleno de amigos, libros y alumnos. Nació en 1898, y en 1925 ya enseñaba filosofía y literatura en Oxford. Hasta su muerte en 1963 fue un profesor eminente, autor de célebres ensayos, cuentos y libros de texto. Su vida está marcada por su conversión al cristianismo a la misma edad que San Agustín. Ese giro radical lo explica y justifica en un puñado de libros escritos con un estilo vivo y una lógica apabullante. Lewis domina el arte de argumentar. Su dialéctica apura la ironía y la sutileza, tal y como confiesa haber aprendido de uno de sus profesores: Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente puramente lógico, ese hombre fue Kirk (…). Le asombraba que hubiera quien no deseara que le aclarasen algo o le corriegiesen (…). Al final, a menos que me sobreestime, me convertí en un “sparring” nada despreciable. Fue un gran día aquél en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi imprecisión, me acabó adviritiendo de los peligros de tener una sutileza excesiva. Lewis era ateo porque, desde la temprana muerte de su madre, sentía el universo como un espacio terriblemente frío y vacío, donde la historia humana era en gran parte una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor.
Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu omnipotente y misericordioso, me veré obligado a responder que todos los testimonios apuntan en dirección contraria. Pero esta argumentación no era, ni mucho menos, definitiva: La solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema: ¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro. En cualquier caso, Lewis se sentía más cómodo en su ateísmo: Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada. Ningún desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con todo (…). El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el cartel de “Salida”. En 1917 se incorpora al frente francés de la primera guerra mundial. Un año más tarde cae enfermo y es enviado al hospital de Le Tréport, donde permanecerá tres semanas.
Fue allí donde leí por primera vez un ensayo de Chesterton. Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho que fuera el autor con el que menos congeniase (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo.
Al acabar la guerra estudia en Oxford filosofía y literatura inglesa. Son años de intensa formación intelectual y de inumerables lecturas. Pero sus libros y autores preferidos no compartían su visión de la vida: Todos los libros empezaban a volverse en mi contra (…). George MacDonald había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Era bueno a pesar de eso. Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos…, prescindiendo, por supuesto, de su crisitanismo. Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar totalmente, pero curiosamente tenía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio) eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado, con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Mill, Gibbon, Voltaire), ésta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus obras. Terminó sus estudios con las máximas calificaciones y pasó a formar parte del claustro de profesores del Magdalen College. Allí, nuevos amigos provocarán “la caída de los viejos prejuicios”: Al entrar por primera vez en el mundo me había advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera vez en la Facultad (explícitamente), que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas. En el Magdalen enseña filosofia, pero su aguado hegelianismo no le resulta muy útil a la hora de enfrentarse a una tutoría: Un tutor debe aclarar las cosas, y yo no podía explicar el Absoluto de Hegel. ¿Te refieres a nadie-sabe-qué, o te refieres a una mente sobrehumana y por tanto (también podemos admitirlo) a una persona? Conversión Cuando vuelve a leer a Chesterton, el ateísmo de Lewis tiene los días contados.
Después leí el Everlasting Man de Chesterton, y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido (…). No hacía mucho que había terminado el Everlasting Man cuando me ocurrió algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. “Es extraño”, continuó, “esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño. Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez”. Para comprender el fuerte impacto que me supuso tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha demostrado ningún interes por el cristianismo). Si él, el cínico de los cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿a dónde podría volverme yo? ¿Es que no había escapatoria? Lewis se siente acorralado y nos describe su situación con una imagen muy británica: La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría por campo abierto “con todo el dolor del mundo”, sucia y cansada, con los sabuesos pisándole los talones. Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson, la Alegría. Todo el mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra. Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la discusión y se limita a decir: “Yo soy el Señor”.
Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquél con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Al final, Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra.
Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una Persona. Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabrá que ha dado su último paso, y lo recordará siempre: Me llevaban a Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos no creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios, y cuando llegamos al zoológico, sí. Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos, ni en una gran inquietud (…). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está despierto. El problema del dolor El ateísmo de Lewis había sido fruto de su pesimismo sobre el mundo: Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos. Años después de su conversión, en 1940, Lewis escribe por encargo The problem of pain (El problema del dolor). Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres? En esas páginas que se han hecho famosas, Lewis reconoce que es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearlo como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos.
En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso supondría anular la libertad humana. Más aún, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma. Pero esto no muestra el sentido del dolor, si es que lo tiene. Ni demuestra que Dios pueda seguir siendo bueno cuando lo permite. Para intentar expliclar este misterio Lewis recurre a la que quizá sea la más genial de sus intuiciones. El dolor, la injusticia y el error -nos dice- son tres tipos de males con una curiosa diferencia: la injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos, mientras que el dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios -afirma Lewis- nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo.
Lewis explica que un hombre injusto al que la vida sonríe no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien.
El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde. Lewis no dice que el dolor no sea doloroso. “Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo”.
Su propósito es poner de manifiesto lo razonable y verosímil de la vieja doctrina cristiana sobre la posibilidad de perfeccionarse por las tribulaciones.
¿Dios o las leyes de la naturaleza? A Lewis le cuenta un amigo el caso de una pobre mujer que cree que su hijo sobrevivió a la batalla de Arnhem porque ella rezó por él. Sería cruel explicarle que, en realidad, sobrevivió porque se hallaba un poco a la izquierda o un poco a la derecha de las balas, que seguían una trayectoria prescrita por las leyes de la naturaleza.
Lewis responde que la bala, el gatillo, el campo de batalla y los soldados no son leyes de la naturaleza, sino cosas que obedecen a las leyes. Y lo ilustra con este ejemplo: podemos añadir cinco dólares a otros cinco, y tendremos diez dólares, pero la aritmética por sí misma no pondrá un solo dólar en nuestros bolsillos. Eso significa que las leyes explican todas las cosas excepto el mismo origen de las cosas, y esa es una inmensa excepción.
Lewis concluye su argumentación con una deslumbrante comparación literaria: En “Hamlet” se rompe una rama y Ofelia cae al río y se ahoga. ¿Ocurre el suceso porque se rompe la rama o porque Shakespeare quiere que Ofelia muera en esa escena? Puedes elegir la respuesta que más te guste, pero la alternativa no es real desde el momento en que Shakespeare es el autor de la obra entera. Tomado de José Ramón Ayllón, “Dios y los náufragos”, Editorial Belacqua, Barcelona, 2002