Carlos Soler, “La ética de Savater”

Recensión del libro
FERNANDO SAVATER, Ética para Amador, Ariel, 43 ed. Barcelona 2003, 189 pp El autor no tiene intención de hacer un manual de ética para bachillerato. Pero, de hecho, puede usarse y se ha usado como un manual: con características peculiares, por supuesto, pero un manual: un excelente manual en algunos aspectos, no tan bueno en otros. Un manual que vendió 100.000 ejemplares en el 92, y que sigue editándose: en el 2003 va por la cuadragésimo tercera edición. Ha sido traducido a veintiséis lenguas. Aunque no dispongo de datos exactos, las ventas se cuentan por centenares de miles, lo cual puede ser frecuente en obras de ficción, pero es extraordinario en una obra de pensamiento. Estamos, pues, ante un fenómeno editorial importante, al que merece la pena dedicar atención.

Pero, ¿qué es exactamente este libro? Una «reflexión moral», «unas primeras consideraciones generales sobre el sentido de la libertad», dirigidas a un joven de quince años: con estas palabras el autor expresa (p. 10) lo que intenta ser esta obra.

«A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas» (p. 11; genial inicio, por cierto). «Se me ha ocurrido escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me atreví» (p. 12). ¿Sobre qué?: «sobre esa cosa rara, la ética, de la que me sigo ocupando» (p. 14). Así pues, este libro es un conjunto de reflexiones sobre la ética, o mejor, una ética, escrita al modo de una carta que un padre dirige a su hijo de quince años.

A lo largo de nueve capítulos el autor expone una ética de la buena vida, cuyo eje es el tema de la libertad. Apuntemos ahora las otras dos características que a mi juicio presenta: se trata de una ética inmanente y basada sobre el carácter relacional de la persona. Así pues, buena vida, libertad, inmanencia y relacionalidad serían las señas de identidad con las que podemos hacer una primera presentación de esta obra.

Al final de cada capítulo se seleccionan para la lectura unos pocos y breves textos: desde el Génesis a Erich Fromm (el más citado), pasando por la Ilíada, Aristóteles, Séneca, Santo Tomás Moro, Shakespeare, Hume, Spinoza, Montesquieu, Rousseau, Martin Buber, Hanna Arendt y Bertrand Russell.

En el primer apartado de esta recensión resumo el contenido de la obra, siguiendo uno a uno los nueve capítulos que la componen. El segundo y tercer apartados abordarán una valoración de los aspectos formales y del contenido.

I. CONTENIDO DEL LIBRO 1. El capítulo primero, «De qué va la ética», no necesitamos decir de qué se ocupa. La ética es el arte de vivir, el saber vivir, por lo tanto el arte de discernir lo que nos conviene lo bueno y lo que no nos conviene lo malo ; así concluye el capítulo.

A tal conclusión se llega por un camino que vemos a continuación. Se comienza constatando que muchas veces es difícil saber lo que nos conviene. A veces está claro, pero otras no, porque uno experimenta deseos contrapuestos, y porque en muchas materias existe desacuerdo entre unas personas y otras. A continuación, Savater hace una certera y brillante exposición sobre la libertad. La libertad, el hecho de que somos dueños de nuestros actos, es lo que hace posible y necesaria la ética; por la libertad, lo que vaya a ser nuestra vida depende (al menos en parte) de nosotros mismos. La libertad es lo que hace posible acertar y equivocarse, la alabanza o el reproche (es decir, la valoración de la conducta). En definitiva, hace posible y necesario el saber ético: si no fuéramos libres sería absurdo plantearse cuestiones morales. El autor ilustra esto con ejemplos eficaces, en los que se empieza a poner de manifiesto su extraordinaria capacidad de comunicar. Compara varios ejemplos del mundo animal con otros tomados de las relaciones humanas. Los castores hacen presas, las abejas hacen celdillas hexagonales y las termitas blancas mueren para defender a sus compañeras que construyen la colmena. En representación de los humanos resulta escogido Héctor, que sale a enfrentar a Aquiles en defensa de su ciudad y sabiendo que con toda probabilidad va a morir. La diferencia entre Héctor y las termitas está en la libertad.

Al desarrollar y reforzar esta argumentación, Savater escribe quizás las mejores páginas del libro. Quiere deshacer cualquier posible equívoco o error que lleve a negar la existencia de la libertad. Para ello aclara que la libertad no incluye estas dos cosas: ni elegir lo que nos pasa: sólo podemos decidir lo que hacemos; ni la omnipotencia: elegimos dentro de lo posible, es decir, dentro de lo que nos permiten nuestra capacidad y las circunstancias exteriores. Es decir, se trata de una libertad limitada. Pero que nuestra libertad sea limitada no quiere decir que no seamos libres. Ante lo que nos pasa, o ante las circunstancias exteriores dadas, uno siempre puede elegir la actitud que toma. En otras palabras, hay que distinguir entre que las circunstancias pongan algo muy difícil y que lo hagan imposible. Aquí el autor previene contra la tentación de tomar lo primero por lo segundo, y lo desenmascara certeramente como un intento de huir de la responsabilidad que nos impone la libertad. Por último, ante quien niegue radicalmente la libertad, propone un simpático argumento ad hominem aprendido de Aquiles en su carrera con la tortuga: a tal hombre habría que pegarle escudándonos en el automatismo, sin atender a razones hasta que reconozca que lo hacemos porque queremos. En este capítulo se apunta ya una de las fuentes principales de inspiración de la obra, a saber, el vitalismo nietzscheano.

2. El segundo capítulo se titula «Órdenes, costumbres y caprichos». Antes de resumirlo es necesario adelantar una observación general. Como veremos, Savater renuncia a una fundamentación antropológica de la ética. Casi se diría que la repudia. Por esto, gran parte del libro son cuestiones que podríamos llamar «formales», no «de contenido». Me explico: no nos dice qué hay que hacer, sino cómo hay que decidir lo que hacemos; no nos dice cuáles son a su juicio los criterios de moralidad, sino cómo los encontramos, qué forma reviste una decisión ética, cuáles son sus fuentes auténticas.

Son sobre todo los capítulos segundo y tercero los que estudian el tema de las «fuentes formales» de la moralidad. Es decir, supuesto que queremos elegir lo conveniente para nuestra vida, ¿por qué señal reconocemos que una cosa es «buena»? ¿Cómo va vestido, cómo lo reconocemos, cómo se presenta lo bueno? ¿Es bueno lo que está ordenado, independientemente de su contenido? ¿Lo que es costumbre? ¿Lo que me apetece? Este capítulo tiene dos elementos. Veamos el primero. Es un análisis de los motivos por los que actuamos ordinariamente, en situaciones que no exigen mucha reflexión. Apelando a lo que hace por la mañana un muchacho de quince años levantarse, asearse, vestirse, desayunar e ir al colegio dando patadas a una lata que se encuentra en la calle concluye que las motivaciones habituales de nuestras decisiones son las órdenes, las costumbres y los caprichos. Las órdenes las obedecemos, bien por temor a las represalias o bien por la confianza que nos merece quien las da. Las costumbres las seguimos por eso, porque ya estamos acostumbrados, o para no desentonar; los caprichos son las cosas que hacemos porque sí, porque nos viene en gana.

El segundo elemento está tomado de Aristóteles: el caso del capitán de barco que se encuentra en una grave tormenta: ¿aligera la mercancía que debe llevar a puerto, o se arriesga a sortear la tormenta con toda la carga? Este ejemplo muestra que, en ocasiones, no basta con atenerse a las órdenes ni a las costumbres, ni mucho menos a los caprichos: hay que inventar soluciones razonadas. Por tanto, ésas tres no pueden ser las fuentes formales exclusivas de la decisión moral, y normalmente no son las fuentes adecuadas cuando se trata de tomar una decisión grave.

3. El tercer capítulo, «Haz lo que quieras», profundiza en la argumentación de que ni órdenes ni costumbres ni caprichos son las fuentes válidas de las decisiones morales; después, se ocupa de señalar la fuente válida. Los ejemplos de órdenes, costumbres y caprichos inválidos son muy sencillos: las órdenes asesinas que recibe el comandante nazi; la costumbre de discriminar a los negros, o la costumbre de una persona que pide dinero y no lo devuelve; para los caprichos, se ponen el de pasar un fin de semana en la playa abandonando a un bebé, o el de cruzar siempre los semáforos en rojo. Todo esto pueden muy bien ser órdenes, costumbres o caprichos, y está claro que no hay que obedecerlas. No son, pues, el criterio último de la moralidad. Lo es la decisión tomada conscientemente por la voluntad. Si obedeces una norma o te atienes a una costumbre, hazlo porque quieres, porque a ti te parece bien, no porque sí (por el puro hecho de que es una norma), ni mucho menos por simple temor al castigo o esperanza del premio.

Así pues, sólo una decisión razonada puede fundar el actuar ético. A continuación, se señala con profusión de ejemplos algunos rayanos en la sofística que hay gran disparidad de criterios a la hora de juzgar si una acción o una persona son moralmente buenas. Savater no se preocupa de decir si se puede hallar la verdad en medio de la confusión; por ejemplo, si se puede decir absolutamente que la acción del comandante nazi excelente para sus superiores, criminal para los judíos es realmente, objetivamente, buena o mala (por supuesto, para él, es mala). Esto no le preocupa, sólo constata el hecho de la disparidad, e intenta dar una justificación: es fácil convenir sobre si una cosa una moto, por ejemplo es buena, porque sabemos exactamente para qué sirve una moto; en cambio, resulta muy difícil ponerse de acuerdo sobre si un hombre es bueno o malo «porque no sabemos para qué sirven los seres humanos» (p. 57; señalemos que lo que se está afirmando implícitamente con este modo de decir es que no sabemos qué es el hombre, y que por lo tanto la ética no se puede fundar sobre una antropología objetiva).

¿Qué queda pues? De momento la libertad: «haz lo que quieras», es decir, «actúa como un hombre libre», es la conclusión de este capítulo. Esta conclusión vendrá explicada con más detalle en los capítulos siguientes.

4. El cuarto capítulo, «Date la buena vida», comienza con una divulgación de la visión existencialista de la libertad. Dos son los elementos que se destacan al respecto. El primero, que estamos «condenados a la libertad»: incluso si alguno quisiera renunciar a su libertad, lo haría en uso de su libertad. El segundo es el de la libertad vacía: para saber qué uso tenemos que hacer de nuestra libertad, hemos de interrogar «a la libertad misma» (p. 65). Así como la ética no tiene una referencia antropológica, la libertad no tiene más referencia que ella misma, no puede buscar una verdad sobre sí misma a la que atenerse.

Por supuesto, esto no se puede confundir con los caprichos: hacer lo que uno quiere no es hacer lo primero que le apetece, sino pensar bien lo que le conviene y decidir en consecuencia. Esto se ilustra con el capricho de Esaú, que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. Según Savater, Esaú no hizo lo que realmente quería, sino lo que le apetecía, lo que le vino en gana en ese momento (por supuesto, esto es falso, porque Esaú hizo lo que quiso, que fue preferir su capricho al futuro; si afirmamos que la libertad no tiene referencias, hemos de ser consecuentes, y no driblar, como hace Savater, diciendo que «lo que realmente quería» Esaú era la primogenitura: lo que quiso fueron las lentejas… ¡y las tuvo!. Es mucho más sencillo decir que la libertad tiene referencias y que Esaú no debió preferir las lentejas, pero entonces medio libro se viene abajo).

Concluye Savater que lo que deseamos es vivir una buena vida, darnos una buena vida. Y observa que, puesto que somos hombres, se trata de la buena vida humana. Más adelante explica en qué consiste la buena vida humana: «Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos» (pp. 71-72). Tratar a los demás como humanos, y ser tratado como humano, dar y recibir, enriquecerse mutuamente. El capítulo acaba, por contraste, con una brillante mención de la soledad de Ciudadano Kane, como ejemplo de vida humana frustrada.

5. El capítulo quinto se titula «¡Despierta, Baby!». Los ejemplos de Esaú y de Kane demuestran que la vida es compleja, y que al tomar decisiones no se puede simplificar esa complejidad: es preciso prestar atención, es decir, reflexionar en serio. Tres elementos de esa complejidad: el presente no se puede vivir aislado, sino teniendo en cuenta que forma una unidad con el pasado y con el futuro (caso de Esaú, que es el paradigma del instantaneísmo); las cosas pueden «esclavizar», según cómo las poseamos, y privarnos de lo más importante, el afecto sincero de los demás (caso de Kane. Al respecto, se sirve también del ejemplo de aquel sabio que tenía un discípulo avaricioso: le pidió que cogiera bien cogidas las dos cosas que más deseara, y luego le hizo caer en la cuenta de que con las manos así ocupadas no podía ni siquiera rascarse); pero estas dos primeras «complejidades» son secundarias: la principal es que las personas y el trato entre ellas es el tema de la ética son mucho más complejas, ricas y misteriosas que las cosas. «La mayor complejidad de la vida es precisamente ésta, que las personas no son cosas» (p. 82). Si las tratamos como cosas «Kane (…) se dedicó (…) a vender a todas las personas para poder comprarse todas las cosas» (p. 79) sólo nos darán lo que las cosas pueden dar, y no lo que más necesitamos, lo que sólo nos pueden dar las personas: afecto y compañía inteligente, arrancarnos en definitiva de la soledad. Lo que más necesitamos…: en efecto, «como no somos puras cosas, necesitamos”cosas” que las cosas no tienen», «el dinero se refiere Savater al dinero como paradigma de las cosas sirve para casi todo y sin embargo no puede comprar una verdadera amistad (a fuerza de pasta se consigue servilismo, compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más)» (p. 83).

En un tránsito sin frontera nítida, realizado mediante una hipotética discusión con su hijo, pasa Savater al segundo tema del capítulo: la necesidad de asumir la responsabilidad de ser libres. «Yo creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo (…) el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti» (pp. 87-88). (A mi juicio, todo esto es hoy en día especialmente importante, porque la tentación del pasivismo, de dejar que la vida fluya, de no enfrentarse con la propia existencia es extraordinariamente fuerte. Nos viene bien una cierta dosis de existencialismo, alguien que, como hace Savater, nos recuerde: «sé tú mismo, decide lo que quieres ser»).

6. «Aparece Pepito Grillo» es el título del sexto capítulo. A juzgar por lo que dice la página 88, este capítulo trata de responder a la pregunta «¿por qué está mal lo que está mal?».

Tomemos el hilo del capítulo. Se abre con una defensa formal del eudemonismo y con una nueva reivindicación de la libertad.

Eudemonismo: la ética nos enseña cómo vivir una buena vida. Se trata pues de defender un «sano egoísmo», o lo que la terminología clásica llamaría «el recto amor propio». Pero el «egoísmo» consiste en desear aquello que realmente nos permite una buena vida, no lo que nos destroza. Savater acude de nuevo a Kane, y también a Calígula y a Ricardo III. Los tres acaban muriendo sin ningún afecto (Kane muere solo; a Calígula sólo le rodea temor y odio, y acaba muriendo a manos de su propia guardia; Ricardo, rodeado también de terror y odio, acaba reconociéndose como enemigo de sí mismo). Lo que está mal lo está porque nos impide la buena vida. Y si la vida humana es vida entre humanos, lo principal de la buena vida es la amistad sincera; es ésta lo que no debemos posponer a lo demás (como hacen los personajes de los tres ejemplos).

«Enemigo de sí mismo» termina Ricardo III. A partir de aquí explica Savater el tema de la responsabilidad moral (culpa y remordimiento, porque sólo trata la hipótesis negativa). Podemos interpretarlo así: la «mala vida», resultado de los «fallos», no es sólo una cuestión «de hecho», sino que es «valorable»: valorable por uno mismo, y en esta valoración consiste el «castigo»; el castigo consiste en que «comprendemos (…) que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente» (102; supongo que Savater no se imagina qué cerca está y a la vez qué lejos de la doctrina cristiana). El castigo es pues «darse cuenta» de eso.

Como es lógico, aprovecha aquí para acabar recordando una vez más el tema de la libertad. Savater desenmascara múltiples modos de eludir la responsabilidad de nuestras acciones sobre la base de que «en realidad no fuimos dueños de nuestros actos»: las múltiples formas de lo «irresistible», que Savater denuncia como una superstición inventada por quienes tienen miedo a la libertad. (Todo esto es muy necesario hoy en día, en que efectivamente hay mil maneras de autoengañarse respecto a nuestra libertad. No obstante, y adelantando un elemento de crítica, conviene señalar que dos extremos deben ser evitados: el pelagianismo al que se acerca mucho Savater, como toda ética puramente natural; es en definitiva la negación de que necesitamos un salvador , y la negación de que existen casos patológicos, en los que se da una efectiva privación de libertad).

Si el capítulo se titula como se titula no es sólo porque trate de la responsabilidad, sino porque trata de la conciencia. Desde luego, parece que la conciencia es un tema central. Sin embargo, poco dice temáticamente sobre ella, y muy oscuramente. La conciencia parece ser el bagaje interior necesario para reflexionar y decidir con ciertas garantías de éxito. En este sentido se acerca a lo que la moral clásica llama «prudencia» (que es precisamente la virtud que perfecciona a la «conciencia» en el sentido clásico). Así pues, la conciencia sería la capacidad de decidir desde dentro de uno mismo, de acuerdo con la realidad y con la fuerza suficiente para llevar a cabo lo decidido; la «energía interior» para decidir autónomamente en materia moral. Savater espolvorea cuatro elementos que la componen: asunción de nuestra libertad; decisión de reflexionar; voluntad para poner en práctica lo decidido; responsabilidad.

En estas páginas el tema de la conciencia está muy intrincado con el de la dialéctica entre moral autónoma y heterónoma. Volveremos sobre esto en la crítica. Ahora señalemos que para Savater la ética de los hombres libres es autónoma a ultranza. Quienes funcionan con una moral heterónoma con una ética de ajustarse a «reglas externas» que no tienen nada que ver con la reflexión y la voluntad interiores son imbéciles en sentido etimológico. Es decir, son cojos que necesitan un bastón (in baculus). Puesto que carecen de conciencia (ese bagaje interior o energía interior que debería bastarles para decidir y llevar una buena vida), tienen que apoyarse en un andamiaje exterior. Desde luego, es mucho mejor no ser cojo y no necesitarlo. En resumen, el tema clásico de la conciencia parece ser la ocasión que toma Savater para explicitar el carácter autónomo de la moral, presente por lo demás a lo largo de toda la obra.

7. Los tres últimos capítulos requieren una introducción conjunta. Como se habrá observado, en los seis primeros capítulos Savater no trata temáticamente ninguna cuestión de las que podríamos llamar «de contenidos concretos». Se alude incidentalmente a muchas de ellas, pero hasta el momento todos los capítulos tratan lo que podríamos llamar «ética fundamental», o la «parte general» de la ética: qué es la ética, las fuentes de la decisión moral (y las fuentes del «criterio» para una decisión moralmente correcta), la finalidad que preside al actuar moral, la libertad, la conciencia, la «ley»… Por contra, los tres últimos capítulos tocan temas concretos de la que podríamos llamar «parte específica»: el séptimo habla sobre el trato que se ha de dar a los demás, el octavo sobre la sexualidad, el noveno y último sobre la política.

La selección de temas es coherente con una de las posturas fundamentales de Savater: la ética trata de cómo se vive una vida humana en cuanto que humana; y lo esencial de la vida humana, lo que la define, es que es vida entre humanos. Por eso, estos tres capítulos tratan los temas fundamentales de la relación entre personas. El séptimo capítulo sobre las relaciones humanas en general es un capítulo de tránsito, que en la visión de Savater pertenece más bien a la ética fundamental (no a caso dice en la p. 130 que es el capítulo más importante); no obstante, también da «normas» concretas. Los otros dos tratan precisamente de las dos aperturas al tú emblemáticas, las más profundas y comprensivas: el sexo y la política.

El capítulo séptimo, «Ponte en su lugar», comienza con el descubrimiento de la huella de Viernes por Robinson Crusoe. Según Savater, en ese momento se abre para él un nuevo mundo de cuestiones, «empiezan sus problemas éticos» (p. 115) (a este propósito recuerda que la ética se ocupa de cómo vivir la vida entre humanos). ¿Qué es lo que tienen de común todos los humanos, más allá de sus diferencias sobre todo culturales ? ¿Cuál es ese punto común que les permite un trato distinto del que dan a las cosas? El lenguaje, responde Savater, es decir, los símbolos. Savater no precisa más, pero resulta evidente que está aludiendo a la capacidad de relación, con toda su complejidad y sus múltiples vehículos, cuyo emblema son precisamente los símbolos y, más concretamente el lenguaje. (Hay que destacar que, a mi modo de ver, esto es visto aquí en su nuda facticidad, sin preguntarse por el sentido o fin de todo esto. Es decir, la relacionalidad se constata como un puro dato sobre la condición cultural humana; no hay una profundización filosófica; una manifestación es que, para Savater, lo importante es «discutir», no buscar juntos la verdad).

Sentado esto, se dan «normas» para el trato entre humanos. En primer lugar hay una vibrante llamada a la confianza. Acudiendo a Marco Aurelio, se afirma que hay que confiar en los hombres porque éstos me convienen (de acuerdo con la afirmación de que lo que en definitiva importa es mi buena vida). Me convienen, no porque puedan darme cosas, sino porque pueden darme amor. El segundo elemento es el respeto, definido como la reverencia que tenemos ante algo valioso y frágil: la amistad es quebradiza si no la cuidamos. Confianza y respeto deben perseverar aunque los otros no nos paguen con la misma moneda. Esto, por nuestro propio beneficio: más nos vale no incrementar la maldad. Este argumento se refuerza acudiendo a la célebre frase de la criatura de Frankenstein: «Soy malo porque soy desgraciado». Cuanto más feliz se es, más fácil es ser bueno. Si ayudamos a los demás a no ser desgraciados, sobre todo dándoles afecto, aunque no sólo afecto, es más probable que no se sientan inclinados a tratar mal a las personas, incluidos nosotros mismos.

Savater habla aquí de otras actitudes profundas, pero debemos pasar ya a la idea central del capítulo. La actitud fundamental que debe presidir nuestro trato con los demás es ponernos en el lugar del otro. Es decir, comprender desde dentro sus razones, pero no sólo sus razones: hacernos cargo de sus sentimientos, sus pasiones (la con pasión), sus deseos… Entender también sus intereses, lo que nos llevará a relativizar los nuestros (lo cual, por supuesto, no quiere decir posponerlos sistemáticamente). En la conclusión se señala que todo esto tiene que ver con la justicia, es decir con la virtud que nos lleva a dar al otro lo que tiene derecho a esperar de nosotros.

8. El octavo capítulo se titula «Tanto gusto» y se ocupa de la sexualidad. La tesis central es la afirmación neta de que todo lo que da gusto a dos y no daña a ninguno está bien. Pero, ojo, a veces nos puede dañar sin que nos demos cuenta, o podemos engañarnos. ¿Cuál es el criterio para saber si nos daña o nos hace bien? La alegría, entendida aquí vitalísticamente, como un sí espontáneo a la vida que surge de nuestro interior. Lo que prevemos que nos la va a aumentar, está bien; si prevemos que nos la va a quitar, está mal (la argumentación es más compleja: se trata de que un placer no nos impida disfrutar de la vida). En esto consiste la templanza: en saber poner el placer al servicio de la «alegría».

El resto del capítulo se dedica a la crítica de la moral sexual «tradicional». Una buena parte del capítulo se destina a desvincular sexualidad y procreación: ésta es una de las funciones y la más crudamente biológica, por cierto de la sexualidad. Utilizando otra vez el esquema naturaleza cultura, ya usado en otros momentos, se dice que el erotismo (también el agenésico) es una sana culturización de la sexualidad, como el atletismo y la gastronomía. El erotismo humaniza la sexualidad. La humaniza haciéndola cultural (es decir, haciendo que no sea meramente «natural», en el sentido de «biológica»), mediante símbolos, refinamientos y miramientos que la sustraen a lo simplemente biológico. Lo simplemente biológico es la generación: «Cuanto más se separa el sexo de la simple procreación, menos animal y más humano resulta» (138). Otra buena parte del texto intenta «desenmascarar» a la moral tradicional (es decir, desautorizarla a base de mostrar las insuficientes e incluso torcidas motivaciones que le dieron origen). Savater admite que a veces el placer puede hacer daño, y explica la moral sexual «tradicional» como consecuencia de una indebida y turbia generalización del miedo al placer, que se hizo emblemático en esta materia. Otra razón, ciertamente turbia, que explica el origen de la moral sexual tradicional son las «ganas de fastidiar» (Savater no utiliza esta expresión) de los tristes de la vida: como ellos no disfrutan, intentan evitar que los demás lo hagan. Son los puritanos.

9. El noveno y último capítulo, «elecciones generales», trata sobre la relación entre ética y política. Savater comienza rechazando la descalificación general de los políticos, para pasar después al tema central. Ética y política se relacionan, puesto que ambas se ocupan de la buena vida. «El objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene» (p. 154). De modo que una de las exigencias éticas es no desentenderse de la política.

La diferencia fundamental entre ética y política es que mientras que a ésta le interesan sólo los resultados externos, independientemente de la «rectitud interior» (Savater no utiliza esta expresión), a la ética le interesa más ésta segunda. Savater concluye certeramente que no debemos esperar de la política un directo mejoramiento moral de las personas. A este propósito, desenmascara la tentación de renunciar al esfuerzo ético en espera de un cambio de las estructuras, así como la ilusión utópica, falta de realismo, que lleva a una actitud de exilio.

El capítulo termina con algunas orientaciones que se pueden dar a la política desde la ética. Una sociedad bien organizada se fundaría sobre los pilares de la libertad, la justicia (a este propósito Savater inserta unas bellas palabras sobre la dignidad, que contrapone al precio el valor de las cosas ; pero, como de costumbre, se muestra incapaz de indicar un fundamento de esa dignidad: lo reduce a la pura facticidad de la semejanza), la asistencia y la conveniencia de una autoridad mundial. Esto último se presenta como algo muy opinable (y efectivamente lo es: por mi parte, opino que la única autoridad mundial puede ser interesante en algún sentido, pero puede ser muy peligrosa como se le ocurra ponerse a «jugar a batallitas», por decirlo con las palabras de Savater. ¿Contra quien podrá «jugar», si es única? Contra todos, contra los que no son centro de ejercicio de la autoridad, contra sí misma. De hecho, puede).

10. El epílogo cumple una doble función. El lector puede, llegado al final, sentirse decepcionado por no haber encontrado apenas contenidos «normativos», sino indicaciones formales. En este caso, demostraría no haber comprendido el planteamiento básico de Savater. Pero, por si acaso, el autor se adelanta a aclararlo explícitamente: «he intentado enseñarte formas de andar, pero ni yo ni nadie tiene derecho a llevarte en hombros» (pp. 173-174). Savater señala certeramente que la moral es un arte, no una técnica, y que cada uno tiene su propio camino (en perspectiva cristiana diríamos su propia vocación. Todo esto es verdad, y es fundamental tenerlo presente so pena de desnaturalizar la moral, pero no quita y es lo que olvida Savater que pueda haber verdades éticas objetivas, es decir, que haya cosas que se adecúen mejor o peor a la verdad sobre el hombre). En segundo lugar, se señalan una serie de cuestiones que son despreciables a juicio de Savater: el sentido de la vida, si merece la pena vivir, qué es la muerte y si hay una vida después de la muerte. (Aquí es donde Savater acaba haciendo por fin evidente que no quiere enfrentarse con las cuestiones antropológicas). Todas estas cuestiones, sobre todo la cuestión de la muerte y de la vida de ultratumba, las despacha con evasivas y con una explícita reafirmación del vitalismo inmanente que impregna toda la obra: «Lo que me interesa no es si hay vida después de la muerte, sino que haya vida antes. Y que esa vida sea buena»; «sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte».

11. Desde 2002 el libro incluye al final un apéndice. Pasados 10 años desde la primera edición el autor se plantea si acaso un libro de ética puede tener valor permanente, ne varietur. Responde con dos ideas que se equilibran mutuamente: por un lado, las circunstancias cambian, y esto hace cambiar la ética; por otro lado, hay algo permanente en los hombres (“los humanos nacen, aman, luchan y mueren”, p. 182). Respecto a las circunstancias que han cambiado, el autor se refiere al multiculturalismo que es fruto de la inmigración; este hecho impone la exigencia ética de aceptar al distinto y de recibir al que viene de fuera.

II. FORMA Y ESTILO Hasta el momento he procurado ceñirme a una simple exposición, eludiendo valoraciones, salvo algunos breves apuntes críticos que sólo podían tener lugar al hilo de la exposición. Ahora, antes de acometer una valoración de las ideas expuestas, procede una breve consideración sobre el estilo y la forma.

La forma redaccional del libro una carta de un padre a su hijo permite un lenguaje ágil y directo que Savater sabe utilizar con gran habilidad. La lectura es amena y fácil. El tono «simpático» de la obra también merece ser destacado: Savater se gana la complicidad del lector con su socarronería directa y su tono desenfadado; muchas veces es sólo un guiño al lector, que basta para establecer una afinidad en la que es más fácil comunicar pensamientos. Todo rebosa simpatía y gracejo.

El uso de ejemplos tomados de los clásicos de la literatura universal, o de apelaciones rápidas a la experiencia, es constante. Algunas veces, muy pocas, se trata simplemente de distraer la atención o de captar la benevolencia del joven lector. Pero las más aparte de que cumplan secundariamente esta misma función hay otro afán, imprescindible en un libro de ética. La reflexión ética tiene que estar en contacto con la vida. Y la vida, los modelos humanos de las diversas actitudes, vicios o defectos, están recogidos con fuerza en la literatura o en el cine. La Iliada, Ciudadano Kane, Frankenstein, Robinson Crusoe y otras obras maestras son utilizadas con gran acierto a este propósito. Quizás sea éste el mayor enriquecimiento que se pueda extraer de la lectura: una manera de mirar fructuosamente a la realidad y al arte y a la experiencia aprendiendo a extraer el jugo valioso que contienen. Realmente, Savater tiene poco que enseñar en cuanto a la sustancia. Todo lo bueno que no es poco estaba en la tradición cristiana desde hace siglos, o apenas un par de ideas en la mejor reflexión filosófica de la modernidad. Lo demás son estupideces, como reconoce el autor en la p. 170 (tampoco son pocas). Sin embargo, se puede aprender mucha retórica y utilizo aquí esta palabra en su mejor sentido en las páginas de esta obra. Savater es hábil en el manejo del lenguaje, hábil pues en la retórica. Por desgracia, se excede con frecuencia para caer en el sofisma A veces los árboles no dejan ver el bosque: en ocasiones el efectismo retórico despista al lector, como consecuencia de una de las técnicas redaccionales que más utiliza el autor: la vinculación incidental entre dos temas que no guardan relación, o cuya relación no explica. Este recurso suele poner de relieve una cierta desintegración de ideas: cuando uno no sabe cómo se conectan las cosas, las conecta a puñetazos o engañándolas.

III. JUICIO CRÍTICO 1. Crítica general. Ausencia de la antropología.

El planteamiento formal de Savater la búsqueda de la buena vida parece correcto. En definitiva, es la tradición de las morales eudemonistas. La obra está repleta de muchas consideraciones válidas, algunas de las cuales han sido puestas de relieve en el resumen (recordemos aquí, por vía de ejemplo, la moral como arte, las consideraciones sobre lo real de nuestra libertad y la responsabilidad que comporta, la crítica del instantaneísmo, la ambivalencia de las «cosas»…). Otras necesitan ser matizadas: quiero decir, leídas en un contexto cristiano de interpretación se pueden entender correctamente. Algunas, por fin, resultan rechazables. El capítulo central, «ponte en su lugar», parece en general correcto. No sólo porque contiene el principio de «tratar a las personas como personas, y no como cosas», y lo explicita en alguna medida. Me parece certero sobre todo el hecho de situarlo como capítulo central. En efecto, la moral sólo puede ser digna del hombre si es en último término una cuestión de relaciones personales. Lo último no puede ser una «normativa» impersonal, una especie de absoluto del deber; detrás de cada exigencia moral debe alentar una persona. Creo que esto está muy bien captado y expuesto en esta obra. Sin embargo, tanto en una materia como en otra es decir, tanto en el principio de la buena vida como en el tema de la relacionalidad y del trato a la persona parece que el autor busca continuamente un plano lo más genérico y formal posible, y sobre todo, un plano inmanente. Esto último lo veremos más adelante.

A mi juicio, la crítica más severa que merece en su conjunto la obra de Savater hace referencia a una grave cuestión «metodológica»; este error metodológico explica muchas de las desviaciones concretas de la obra. A saber: el autor prescinde completamente de una fundamentación antropológica de la ética.

a. La contraposición entre naturaleza y cultura. Como es frecuente desde el racionalismo y, luego, el romanticismo, la contraposición entre naturaleza y cultura es unilateral en Savater. Me explico. En Savater, la naturaleza, que es lo «ya dado», se reduce a lo biológico: la carga de instintos etc.; a esto se contrapone lo cultural, que es lo «no dado», lo que aportamos o copiamos en nuestra historia. Pero esta contraposición soslaya la pregunta sobre si existe lo natural no biológico, es decir, si existe algo ya dado, común a todos, aparte del patrimonio biológico humano, o que exceda lo biológicamente medible y conceptualizable. Todo esto nos lleva a esta cuestión: ¿existe aparte de lo biológico una verdad sobre el hombre que sea interpelante? Es ésta una cuestión fundamental, que sin embargo está ausente en toda la obra. En el sentido clásico, la “naturaleza” es la esencia en cuanto principio de operaciones. Ahora bien, la naturaleza así entendida incluye dentro de sí –en el caso del hombre a la libertad. En este sentido, naturaleza y libertad no se contraponen; y se puede y se debe hablar de una naturaleza humana que resulta éticamente normativa para el hombre b. La falta de una pregunta antropológica. Estamos ante la carencia más grave de la obra, que por sí sola la desautoriza en su conjunto. Savater pretende hacer una ética sin preguntarse qué es el hombre, «quién soy yo». Por eso todo queda reducido a fuegos de artificio, al esplendor de un relámpago. Con abundantes aciertos, por supuesto, con eficacia indudable, con capacidad de deslumbrar a los incautos; pero tras el deslumbramiento queda muy poco.

Es por esta falta absoluta de antropología por lo que Savater no es capaz de dar ningún fundamento a su ética. Da, eso sí, unos cuantos «consejos» u orientaciones que se aceptan en base al buen gusto ético o al sentido común ético del lector, independientemente de que se les pueda encontrar algún fundamento. Dicho esto, vamos a tratar algunas manifestaciones concretas c. Una ética inmanente. Según el autor, para Robinson Crusoe los problemas éticos empiezan cuando ve la huella de Viernes sobre la arena (p. 115). Es decir, la ética se apoya sobre una relacionalidad exclusivamente inmanente. Pero ¿es esto cierto?, ¿no hay actitud ética en el amor de Robinson Crusoe a la vida antes de su descubrimiento? ¿No la hay en el ingenio con que afronta las situaciones, en la creatividad que tiene por amor a la vida? La cuestión es si Dios existe o no existe, y ésta es precisamente la pregunta más ajena al libro en todo momento. En una visión cristiana, un Robinson Crusoe está siempre en relación con un ser personal: Dios; y, por medio de Dios, con todos los hombres. Esto no quiere decir que su situación sea ideal, ni que se puedan negar las dificultades éticas de la soledad: precisamente Dios se nos revela de una manera particular en los demás. Pero de ahí a una limitación absoluta de la ética a relaciones inmanentes va un salto esencial, que Savater da con la sutileza de quien no quiere ser descubierto. Como decíamos, estamos aquí en la cuestión sobre Dios. Dios no aparece para nada. Eso es lo que más tristeza causa. Pero el tema de Dios es fundamental para la ética. Porque la ética depende de la idea que tengamos del hombre en realidad, de «nosotros mismos», no de la «Humanidad» ; y la idea del hombre depende esencialmente de lo que digamos sobre Dios. Al respecto, quisiera sólo formular una pregunta: Si Dios no existe ¿puede el hombre ser algo más que bioquímica? porque si el hombre no es más que bioquímica todo intento ético es absurdo desde su raíz. ¡Qué bien habla Savater sobre la libertad! (al menos sobre la innegable experiencia de la libertad, puesto que los corolarios existencialistas deberían ser discutidos con más detalle). Esta afirmación de la libertad ¿no le habla de Dios? Yo soy incapaz de concebirme como un ser libre si Dios no existe: la bioquímica no es libre. Tengo que negar la innegable experiencia de la libertad. Skiner fue coherente y negó la libertad. De todas formas, me quedo con la incoherencia de Savater.

d. El tema de la muerte. El carácter inmanente de la ética de Savater se manifiesta también en su opción exclusiva por esta vida, y correspondientemente en su postura sobre el tema de la muerte. La muerte es una de las claves antropológicas. Porque no se trata sólo de que yo me he de morir en el futuro, sino de que ya ahora soy mortal. ¿Qué dice sobre ella el autor? Que no le interesa. Particularmente no le interesa saber si con ella se acaba definitivamente todo o no. Sólo le interesa que haya buena vida antes de la muerte. Esto quiere decir que no le interesa saber lo que es el hombre, porque el hombre es alguien absolutamente distinto según si pensamos que vive eternamente o sólo unas decenas de años. Ni que decir tiene que este desinterés se revuelve contra el planteamiento básico de Savater la buena vida , porque mucha suerte tengo que tener para conseguir llevar una buena vida si ni siquiera me interesa saber quién soy.

Otra consecuencia: una moral de la buena vida cerrada a la trascendencia (es decir, inmanente en el sentido de que sólo interesa esta vida) no puede dar respuesta al problema de la muerte noble. El hombre de Maratón, que cayó muerto tras comunicar su mensaje, realizó una acción noble. Héctor realizó una acción noble. Quien muere luchando por la justicia, o tratando de salvar a otras personas en peligro, realiza una acción noble. Creo que esto son intuiciones éticas universales. Pero una ética de la buena vida que sea al mismo tiempo inmanente es incapaz de fundamentar intelectualmente estas intuiciones. Es más, se vería obligada a rechazarlas por coherencia. (Por supuesto, Savater intenta curarse en salud aceptando que es posible la muerte noble, pero esto no cuadra con el resto del trabajo). En realidad, la muerte es una espina que tiene clavada la ética de Savater. Es una ética incapaz de integrar la muerte; mejor dicho, es una ética que no quiere integrar la muerte. Entonces, se dice que la muerte «no me interesa», por si a algún lector le parece una respuesta satisfactoria.

Todo el libro va a la deriva entre dos vacíos que lo enmarcan, entre dos peticiones de principio. Uno al principio y otro al final. «De momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetable gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado» (p.20). El valor de la vida es en Savater ¡un postulado arbitrario! (las justificaciones de la página 171 remiten al postulado, salvo que se acepte un extraño argumento en círculo vicioso: el que se suicida elige un modo de vivir). El otro vacío es lo que dice en el epílogo sobre el tema de la muerte: «de ésta sí que no sabemos nada» (p. 171).

Es claro el fondo epicúreo de toda la obra y, en particular del desprecio por el tema de la muerte: la muerte no me preocupa porque mientras yo vivo no hay muerte para mí, y cuando estoy muerto yo ya no existo. Aunque no soy unamuniano, prefiero la honradez y seriedad con que este filósofo afrontaba la cuestión. Un amigo le instaba a que se sacudiera el «orgulloso e individualista» deseo de alcanzar vida después de la muerte. Unamuno le responde en carta: «No veo orgullo, ni sano ni insano. Yo no digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que me pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello no hay alegría de vivir, ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo esto de decir: ‘¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida!’. ¿Y los que no nos contentamos con ella? » .

e. La visión del hombre que subyace. La poca antropología «explícita» de Savater está en la afirmación de las relaciones entre personas como «tema» fundamental de la ética y en las páginas sobre la libertad. Savater capta lo que la tradición personalista cristiana ha llamado «el carácter relacional de la persona». La persona humana es esencialmente relacional, a semejanza de Dios, donde las personas son relaciones subsistentes. En consecuencia, realizarse como persona exige realizar la relacionalidad. Es pena que Savater no hable explícitamente aquí del amor (el amor, por cierto, en Savater no parece ser nunca algo más profundo que el afecto). Por otra parte, la reflexión sobre la relacionalidad del hombre no alcanza ninguna profundidad metafísica, permanece en el plano fenomenológico del análisis de la condición cultural del hombre.

A pesar de todo, detrás de las páginas de este libro se esconde una cierta antropología, una visión del hombre, como no podía ser menos. Una antropología no explicitada, y en esa medida acrítica. Si hemos de aceptar la ética de Savater, el hombre es poco más que un relámpago entre dos nadas. Toda grandeza está ausente. A un cristiano se le hace evidente que vastísimas parcelas de la realidad están cerradas al autor de este libro: la salvación, el pecado, la resurrección, el cielo y el infierno, el amor infinito de Dios y nuestra debilidad. El hombre de Savater no puede hacer la experiencia de confiarse a Dios, que le acoge, le perdona su pecado, le salva, y le guía mediante una providencia misteriosa, cuyos designios son inescrutables. Pretende ser «protagonista exclusivo» de su propia vida. Se hace evidente la contraposición entre la paradoja cristiana y la sabiduría gentil.

f. A vueltas con la muerte. En el capítulo cuarto, a propósito de Esaú, hay un excursus (pp. 69-70) que no tiene directa relación con el argumento que se está desarrollando. Savater parece obsesionado con que no hay que obsesionarse con la muerte, y comenta que Esaú obró como obró por miedo a la muerte: como me voy a morir, voy a atenerme a las lentejas de ahora. Hace un brillante alegato contra el instantaneísmo, que es una de las tentaciones de nuestro tiempo: olvidar que la vida no es sólo el presente, sino que éste está trenzado con las raíces del pasado y con las esperanzas de futuro.

Savater no sabe qué hacer con la muerte, porque le parece que, si se tiene demasiado en cuenta, desvitaliza en todo caso. Acogiendo la crítica del vitalismo nietzscheano, Savater supone que la visión cristiana de la inmortalidad y de las relaciones entre esa vida y la otra, entre historia y escatología, conduce a un nihilismo en esta vida: como lo importante es la vida futura, no merece la pena aprovechar la de aquí. Pero parece que Savater tampoco quiere rechazar de plano la inmortalidad, porque podríamos concluir que la muerte priva de sentido a todo, y que por lo tanto, más vale atenernos al instante fugaz. Parece que, digamos lo que digamos sobre la otra vida digamos que existe o que no existe , el resultado es siempre quitar valor a esta vida. Por lo tanto, nuestra única solución es no decir nada, no preocuparnos por eso, no pensar mucho sobre la muerte. Así pues, a la muerte no hay que tenerla en cuenta: un poco de antipatía y nada más.

Más adelante p. 80 dirá que «la muerte es una gran simplificadora: cuando estás a punto de estirar la pata importan muy pocas cosas»; ¿qué cosas? No el amor, no los que me quieren, nada de eso menciona Savater; sólo «cosas», sólo los hechos biológicos: «la medicina que puede salvarte, el aire que aún consiente en llenarte los pulmones…». La espantosa pobreza humana que reflejan estas palabras es evidente, y se puede ilustrar con los mismos ejemplos a que acude Savater. ¿En qué momento dice Kane «Rosebud»? ¿Cuál es el momento en el que cae en cuenta de la verdad sobre sí mismo, de lo que realmente era importante para él? En el momento de morir: ¿es la muerte, para Kane, una simplificadora?, ¿sólo importa el aire? El aire, las cosas, era lo único que le había importado durante la vida, mientras la muerte estaba lejos. Ahora es cuando empiezan a importarle las cosas «complejas», el afecto perdido y la amistad que nunca tuvo. ¡Qué importante es, en Qué bello es vivir, que George le diga a su padre «Papá, eres maravilloso» apenas unas horas antes de que muera. En la cercanía de la muerte con frecuencia pasa lo contrario de lo que dice Savater: muchas cosas adquieren un valor inmenso. «He de decir por última vez a mi mujer que la quiero». «Ella tiene que saber que me acordé de ella en estos momentos». «Dale esto a mi hijo». No es lo mismo que en el último momento venga mi hermano a decirme que me perdona, o que no venga. Por supuesto que no me sirve de nada, puesto que me voy a morir, pero precisamente lo de menos es que «sirva» o no sirva. Quien no tenga cosas así que decir, muere como un imbécil.

Volvamos a la crítica que se hace al cristianismo: su teoría de la inmortalidad sería, según esa crítica, nihilista. Es verdad que ciertas doctrinas escatologistas pueden haber adormecido la pasión por esta vida en ambientes cristianos. De modo que la crítica no carece de algún fundamento. Pero lo que se critica no es representativo de lo cristiano. Savater debería conocer los esfuerzos de la teología para esclarecer las relaciones entre esta vida y la otra, por ejemplo los esfuerzos para conceptuar la resurrección como devolución de la «vida», no sólo en su dimensión biológica, sino sobre todo biográfica («vida de fulanito de tal»). De este modo sabría que la otra vida está hecha de lo que ha sido ésta, y que por tanto el cristianismo, junto con resolver la aporía de la muerte, fundamenta la pasión por esta vida: por que en ella todo tiene «vibración de eternidad », todo lo que hagamos puede perdurar eternamente, cada momento es eterno, y en cada uno puedo tener un encuentro eterno con Dios. Por eso es inútil la crítica que hace en la página 171: «Desconfío de todo lo que debe conseguirse gracias a la muerte». Al menos el cristianismo no afirma eso. Si no, apoyaría el suicidio, y sin embargo lo tiene por uno de los más graves pecados: es decir, el cristianismo es vitalista. Nada se obtiene «gracias» a la muerte, sino «después» de la muerte.

2. Algunas observaciones puntuales a. sobre el carácter relacional de la persona y la posibilidad de la buena vida. Hay un pasaje que demuestra que Savater es mejor que sus ideas, pasaje que por supuesto está en contradicción con otros pasajes de la obra. En el capítulo sexto se dice que la vida humana es vida entre humanos, y que, por tanto, la buena vida humana exige tratar a los demás como a personas. Al respecto, Savater se plantea un problema por hipótesis: «A veces uno puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones o abusos. De acuerdo. Pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea más que una: nosotros mismos» (p. 85). Vamos a tomar la hipótesis al pie de la letra: la hipótesis de no recibir más que coces y traiciones. ¿Es posible una vida buena en estas condiciones? Savater responde con valentía, y con acierto, que sí, porque tenemos al menos nuestro propio respeto. De acuerdo, pero hay que resolver estas dos objeciones: ¿dónde queda el carácter relacional del hombre, que es pieza clave de la antropología y un acierto de esta obra? ¿No estamos en las antípodas, en un heroísmo sartriano en el que «el infierno son los demás»? En este pasaje de Savater el carácter relacional del hombre desaparece, más aun es negado implícita pero rotundamente. Si rodeado de desprecio y nada más que desprecio puedo tener una buena vida, el hombre es un ser solitario. ¿No habrá una persona basta con una que «reconozca» mi amor y «me devuelva» amor? Los cristianos respondemos que la hay en todo caso, no una sino tres: Dios. Es decir, que la hipótesis no se da. Si la hipótesis se diera, si Dios nos respondiera con coces y traiciones, entonces la buena vida sería imposible. Así pues, Savater habla muy bien sobre el carácter esencialmente relacional de la persona humana, pero ¿esto no le exige a Dios?, ¿no le exige una relación trascendente? Este es el «premio»: saber que una persona seguro que me dará lo que necesito como hombre, que es relación. El cielo es el definitivo «disfrutar de la humanidad vivida entre personas» (p. 87; incluidos, por supuesto, Dios y los ángeles, que también son personas). Pero esto lo vamos a ver más despacio a continuación.

b. Sobre el cielo y el infierno. Enlazamos con otra de las observaciones. Me da la impresión de que Savater considera preferible no atacar directamente a la Iglesia: atacarla es reconocerle importancia, y por eso el mejor ataque es el silencio. Sin embargo, parece estar personalmente obsesionado con la Iglesia. Aprovecha todas las ocasiones para desprestigiar incidentalmente lo cristiano. Lo hace de un modo indirecto, con cierto desdén, apenas un instante, como quien tiene superado el problema cristiano y no necesita ocuparse de él: simplemente da un sopapo al pasar, por si acaso.

Esta inquina contra lo cristiano se manifiesta especialmente en un tema, en el que Savater cree descubrir una doctrina con la que el cristianismo se autodesprestigia. Aunque en ningún momento lo desarrolla temáticamente, es evidente que Savater desprecia la doctrina cristiana sobre el cielo y el infierno. Le parece indigna del hombre, propia de esclavos, de gente con mentalidad servil. Así, por ejemplo, denostando el cumplimiento irracional de las órdenes, sobre todo el cumplimiento con vistas al premio o al castigo, dice la página 54: «Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual».

Es evidente que hay una alusión crítica a la doctrina cristiana sobre el cielo y el infierno. Pero, ¿lo que critica Savater es la auténtica doctrina cristiana sobre el cielo y el infierno? ¿Somos los cristianos tan estúpidos que concebimos la moral como un juego de intereses fácticos, como un voluntarismo arbitrario de Dios? ¿Tiene la moral cristiana una forma como: «Dios ha dicho esto; quien lo haga, al cielo; y quien no lo haga, al infierno»?. Desde luego que no. Es el propio Savater quien habla certeramente del infierno, cuando dice: «Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad, y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablemente» (subrayado mío). Esa soledad completa y definitiva es el infierno «el infierno es haber dejado de amar», decía Bernanos, con la misma exactitud que Savater ; sólo que, gracias a Dios, esa soledad definitiva soledad radical, encerramiento de uno mismo con su egoísmo, que no es lo mismo que la soledad «de hecho», aunque ésta pueda conducir a aquélla , soledad que es compatible con estar muy rodeados de gente aunque estar rodeados puede ayudarnos a salir de la soledad egoísta , no es posible en esta vida: el amor nos puede arrancar de la soledad incluso en los momentos postreros, como se demuestra en el momento central de la Historia, cuando Cristo dialoga con Dimas: éste no hace un acto de puro personal «interés», hace un acto de amor: confiarse a Cristo, dejar que Él le salve. Podemos tener nuestro pequeño infierno en esta vida, si nos empecinamos en la soledad del no-amor, pero sólo con la muerte es posible un empecinamiento definitivo. Lo define muy bien Shakespeare, en el Ricardo III citado en la página 100: «Me lanzaré con negra desesperación contra mi alma y acabaré convertido en enemigo de mí mismo». Esto es el infierno. Al existencialismo prometeico de Savater le ha de gustar saber que los cristianos simplemente reconocemos que ante el hombre se abren posibilidades abismales, tanto por arriba como por abajo: que le es posible el amor eterno como le es posible la frustración definitiva de su capacidad de amar y, por tanto, de sí mismo. Sólo lo grande se puede frustrar. Quitemos el infierno y le habremos negado al hombre la conciencia de su dignidad, la conciencia de su grandeza. Pero entonces, ¿el infierno no es propiamente un castigo divino? ¿es el «castigo» una metáfora para ilustrar el no amar absoluto y radical hasta convertirse en enemigo de sí mismo y hacer que todas las cosas se le amarguen , que en realidad sería un puro hecho? Si esto fuera así, no contendría una valoración. «Castigo» y «premio» quiere decir que el cielo y el infierno –el amor y el desamor definitivos no son un puro hecho, sino que se afirman en el seno de un diálogo que avalora. Desde luego, no podemos imaginar el infierno como una serie de castigos sádicos; eso no sería digno de Dios ni digno del hombre. Las imágenes de los castigos el tridente, los tizonazos encendidos son la imagen del amargarse radicalmente todo, en cuerpo y alma, en todos los sentidos, por la soledad definitiva, por la hiel del odio absoluto y perpetuo que anida en el corazón del condenado. Su propio odio es el castigo del condenado, y su propio amor el premio del santo (Savater ha intuido algo muy cercano a esto, cuando habla del remordimiento). Pero se puede hablar de premio y de castigo. Porque todo esto no es un simple «hecho metafísico», una realidad impersonal, sino que la verdad sobre la situación del santo y del condenado es también pronunciada por Dios: se constata en el seno de una relación personal yo tú. El premio y la condena, el «juicio» de Dios, la justicia de Dios es eso: el pronunciamiento de la verdad sobre mí mismo por parte de Dios .

c. La conciencia y la autonomía en la moral. Para la lectura de la observación que sigue ahora conviene tener presente lo que se ha dicho en el apartado «resumen del contenido» a propósito del sexto capítulo; sobre todo, en el último párrafo, acerca de la conciencia y la imbecilidad.

Savater acepta la dialéctica entre moral autónoma y heterónoma, y se posiciona decididamente a favor de la primera, denostando la segunda a lo largo de toda la obra, pero de modo quizás más explícito en ese capítulo. No voy a tomar aquí partido por la moral heterónoma. En realidad, pienso que la dialéctica entre moral autónoma y heterónoma es falsa.

En efecto, la «forma» del comportamiento ético es siempre una decisión tomada en conciencia; es decir, es siempre una instancia interior que reflexiona y actúa. Esto lo ha expresado la moral cristiana clásica mediante una fórmula técnica: «la conciencia es la “regla” próxima de la moralidad»; o, como decía Newman, es «el primero de los vicarios de Dios». Entonces, ¿estamos de acuerdo con el «autonomismo» de Savater? No, porque, a su vez, la conciencia se remite a otra regla. Esta otra regla no es, sin más, una ley arbitraria: es la verdad, la verdad sobre el hombre, la verdad sobre Dios y la verdad sobre el mundo. La verdad es algo que está ahí, objetivo. Yo no la domino, ni la creo, ni la poseo: la busco y algunas veces la encuentro otras no . Por lo tanto, lo que interesa no es la «verdad oficial», como en los partidos ideológicos, sino la verdad sin adjetivos, esté donde esté; tampoco interesa mi verdad, que es en definitiva un tipo de verdad oficial: mi personal verdad oficial (en vez de apuntarme a una verdad oficial de grupo, fabrico mi propia verdad oficial, que para el caso es lo mismo). Decía Machado: «¿Tu verdad? No, la Verdad,/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela», y en otro lugar: «La verdad es lo que es,/ y sigue siendo verdad/ aunque se piense al revés». Así pues, es mi conciencia quien juzga, y su dictamen me obliga. Pero mi conciencia no obra como un tirano arbitrario: debe buscar honestamente la verdad (al respecto, conviene observar que la conciencia no es una especie de «órgano» o facultad en sí misma: es la misma inteligencia en cuanto que juzga sobre la bondad o maldad moral de las acciones y actitudes, y ya sabemos que la inteligencia está medida por la verdad de las cosas).

¿Ocupa la «ley» (la «ley moral natural» etc.) algún lugar en este planteamiento? La ley moral es simplemente una «pedagoga»: lo que hace es manifestar diversas exigencias de la verdad sobre el hombre en las varias esferas de actuación (en su sentido ontológico fuerte, la «ley» es algo más que una pedagoga, puesto que es en ese sentido la ordenación puesta por la Sabiduría divina en la creación. Pero puesto que esta ordenación no puede ser algo añadido al ser de las cosas, sino el mismo modo de ser de las cosas en cuanto que lleva consigo un dinamismo determinado, resulta que, en este sentido ontológico fuerte, la ley no es más que la verdad en cuanto que es interpelante con más precisión técnica, llamamos ley a la verdad en cuanto que es regla y medida de mi comportamiento ; Dios no ha creado las masas y después ha dicho: «que se atraigan con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia etc.», sino que las ha hecho de tal modo que se atraen según esa proporción; lo mismo pasa con las leyes morales. En resumen: el «orden impreso por Dios en la creación» es el mismo modo de ser de las cosas en cuanto que implica un dinamismo determinado, dinamismo que en el caso de los seres libres se cumple o no se cumple libremente). Como se ve, esto no es heteronomía, entre otras razones porque, por supuesto, una adecuación exterior a las pautas de la ley, sin una correspondiente interiorización no serviría para nada. En conclusión, y volviendo al principio: la dialéctica entre autonomía y heteronomía es falsa.

Un último e importante matiz. Hay mucho de creativo en la libertad humana, que no está sometida a una ley con respuestas prefabricadas para todos los casos; por eso existe la virtud de la prudencia que no consiste en saber teología moral casuística , y por eso es la moral un arte. Esa verdad que es regla y medida de mi comportamiento no consiste sólo en la verdad general sobre la «naturaleza» humana, en aquella verdad que es común a todos los hombres, sino que comprende también la verdad sobre la situación concreta, sobre las inclinaciones, gustos y aptitudes del sujeto, sobre su vocación o camino personal…, y sobre todo esto sólo el protagonista juzga. Lo que la conciencia busca no es sólo la verdad común a todos los hombres, sino también la irrepetible verdad particular sobre mí mismo; es decir, la identidad que Dios me ha dado, o «lo que Dios espera de mí» (otra cuestión distinta, que no podemos desarrollar aquí, es cómo conjetura cada uno esa verdad: circunstancias, gustos, consejos…). De modo que la moral nunca se reducirá al sólo cumplimiento de normas generales: es un arte personalísimo.

Estamos hablando mucho de la verdad. Por supuesto, no se puede pretender estar «en posesión» de toda la verdad, ni mucho menos pretender poseerla «yo solo» o «yo solo con mis amigos». Mucho peor sería intentar imponer a los demás nuestra personal visión de las cosas, sobre todo si es mediante la violencia o la coacción. Es preciso convivir, respetar y saber que podemos equivocarnos. Pero el precio a pagar por la paz no debe ser renunciar radicalmente a la búsqueda de la verdad. Espero no incurrir en las iras de Savater si sostengo aquí, honestamente, pacíficamente, mi convicción absoluta de que el hombre es capaz de verdad; de que merece la pena amar la verdad y buscarla con pasión; de que esta búsqueda tiene sentido porque podemos encontrarla (nunca «toda», sino sólo parcialmente, y con muchos errores, por supuesto) y podemos expresarla, mal que bien, dentro de las limitadas posibilidades que nos ofrecen nuestro lenguaje y nuestra cabeza. Por último, yo creo en el hombre como un ser capaz de convicciones; es decir, capaz no sólo de conjeturas, de opiniones, de «me inclino a pensar», sino también de certezas.

d. La sexualidad. Pasamos a otro tema. La visión que resulta de la sexualidad en el capítulo octavo es lamentable. Es aquí donde se pone en evidencia de modo indudable la invalidez fundamental del método y de los contenidos de la ética de Savater. Frase por frase, quizás no pudiera objetarse nada a Savater. Sobre todo porque se cuida de dar ninguna «norma» concreta. Por otra parte, muchas de sus observaciones son verdaderas, por supuesto: la bondad del placer, el valor del eros (aunque habría que discutir más despacio qué entiende Savater por eros). Sin embargo, la visión general que resulta es, como decía, lamentable. Salvo error por mi parte, Savater no habla nunca del amor a propósito de la sexualidad: ¡su costumbre de no acudir a la antropología…! Por mi parte, una doctrina de la sexualidad que no hable del amor no me interesa en absoluto.

Es cierto que hay puritanos, es cierto que hay quien tiene un excesivo miedo al placer (todo miedo es excesivo, porque «quien tiene miedo no sabe querer»). Es cierto que lo que no daña a nadie no es malo. Pero los cristianos afirmamos simplemente que el encuentro sexual es expresión de un amor definitivo, total; que es la manifestación de una intimidad en la cual los dos «yo» pasan a construir un «nosotros»; y que, por tanto, todo encuentro sexual fuera de un amor entrega estable, es decir, fuera del matrimonio, daña a los dos, porque tal encuentro es una mentira ontológica: se está diciendo una entrega que no existe. La Iglesia, y toda persona sensata, piensa que el placer es bueno; no hay miedo al placer en la moral sexual. Lo que hay es que, mirando a lo profundo del corazón humano para ver qué es allí la sexualidad, se descubre que es vehículo para expresar el mayor amor de que el hombre es capaz (en el plano natural): el amor entre hombre y mujer, que existe como entrega total. Y, puesto que el amor es lo más grande en el hombre, si la sexualidad se trivializa se hiere al hombre en lo más profundo de su ser, en la primera y más rica dirección de su relacionalidad. Pues bien, todas estas cuestiones de antropología de la sexualidad son totalmente ajenas al libro. El capítulo se titula certeramente «tanto gusto» porque lo único que Savater tiene en cuenta respecto a la sexualidad es el placer. Es lamentable tanta frivolidad en la argumentación…

«Cuanto más se separe de la simple procreación», más humano resulta el sexo, dice el autor. Savater podría haber dicho: «Cuanto más se separa de lo simplemente biológico». Pero eso podría llevarnos a un planteamiento kantiano de la sexualidad, que tampoco es aceptable. Lo que se trata no es de «separarse» de lo biológico, sino de insertar lo biológico en el movimiento del amor verdadero; de aceptar lo biológico (el placer, la fecundación…) integrándolo en el movimiento del amor. Por otra parte, ¿es acaso que la procreación humana no es ya algo más que lo simplemente biológico, por utilizar el lenguaje de Savater? ¿Es que la procreación no lleva en sí un potente movimiento del amor, que dice «sí» al hijo, lo acepta, lo acoge, y le abre en el caso de la madre espacio en sus entrañas como manifestación de que ambos padre y madre le abren espacio en sus vidas? ¿Es que acaso tener un hijo es en el modo de vivenciarlo de la gente normal algo simplemente biológico? A mi juicio, este capítulo demuestra que la ética de Savater está muy lejos del corazón del hombre.

3. La retórica de Savater Pretendo contribuir a desenmascarar la sibilina retórica de Savater, que en mi opinión raya la manipulación del lenguaje. Savater es hábil en el manejo del lenguaje. Hábil pues en la retórica. A continuación, por vía de ejemplo en realidad los hay a decenas , mostraré dos de los nudos retóricos. Antes es preciso advertir que no se trata aquí de juzgar intenciones: la retórica la utilizamos con frecuencia de un modo semiconsciente, pero eso no quiere decir que no esté ahí.

a. En el capítulo tercero Savater constata que es fácil convenir sobre si una cosa, una moto, por ejemplo es buena; en cambio, resulta muy difícil ponerse de acuerdo sobre si un hombre es bueno o malo “porque no sabemos para qué sirven los seres humanos” (p. 57). Lo que directamente dice Savater es que los hombres no son instrumentos, cosas que sirvan para algo, y esto todo el mundo lo acepta. Pero lo que Savater cuela al lector desprevenido es que no existe una antropología objetiva, y que por supuesto no existe una antropología que sirva para fundamentar objetivamente la ética. Pero esto no lo argumenta en absoluto: lo dice sin más; mejor dicho, como no se atreve a decirlo claramente, lo cuela de rondón haciéndose pasar además por garante de la dignidad humana (¡los hombres no son instrumentos!). Estamos de acuerdo en que el hombre es un misterio, que supera por tanto cuanto se pueda decir sobre él; estamos de acuerdo en que el día en que pretendamos decir qué es en el fondo el hombre, estaremos a un paso de reducirlo a la condición de cosa y de tiranizarlo. Estamos de acuerdo en que cada cual tiene su propio nombre, es decir, su propia identidad: su propia historia y su propio camino (y por eso la moral es un arte). Pero esto no niega que haya un modo de ser común, que se puedan decir cosas sobre el hombre, que unas cosas sean verdad y otras falsas, y que sobre lo que podamos decir con verdad acerca del hombre se pueda construir una ética.

Savater juega con la doble significación de la frase “no resulta sencillo decir cuándo un ser humano es bueno y cuando no lo es”. Una significación le sirve para apoyar su tesis y ganar la benevolencia del lector; la otra, es la que contiene el mensaje que se quiere transmitir. El primer significado es que no podemos juzgar a los hombres. Esto se acepta muy fácil, y es lo que el lector entiende directamente. A todos nos caen mal los que van por ahí juzgando a los demás, clasificándolos en buenos y malos; y sabemos además que, si bien de un comportamiento objetivo podemos decir que nos parece bien o mal, la interioridad personal desde la que brota ese comportamiento nos es inaccesible: sólo Dios y uno mismo pueden juzgar el interior de un hombre. Así pues, sea cual sea la razón el por qué por la que no podamos juzgar, estamos bien dispuestos a recibirla, porque es bueno decir que no podemos juzgar a los demás. Pero la razón que da Savater no apunta a esta inaccesibilidad del interior personal, sino que sugiere (dando un salto de tema que deja sin fundamento su tesis) que no existe un criterio moral objetivo, con arreglo al cual los hombres son buenos o malos; y no existe ésta es la razón porque no hay una verdad sobre el hombre.

b. Hemos notado que el capítulo octavo recurre con frecuencia a distintos argumentos para desprestigiar la moral tradicional. Hay uno particularmente poco noble. Una de las maneras de desprestigiar una idea es desprestigiando a quienes la sostienen. Esto se puede hacer directamente (fíjate que quienes sostienen esta idea hacen tales y tales cosas, que están mal); pero este sistema tiene el inconveniente de que, por ser temático y directo, es más patente a la consciencia del lector, que puede por tanto hacer más fácilmente la correspondiente crítica. Resulta mucho más eficaz deslizar un mensaje subliminal, consiguiendo que al lector, sin darse cuenta esto es, de modo no consciente , “le caigan mal” las personas que sostienen esas ideas. Las páginas 135-136 dicen: “si alguna persona de las llamadas “respetables” (¡como si el resto de las personas no lo fuesen!) te anuncia en tono severo que tal o cual película es “inmoral” (…) tu ya sabes a lo que se refieren” La afirmación directa de esta frase es que cuando alguien nos dice que un película es inmoral, todos entendemos que se está refiriendo a inmoralidad sexual. Todos estamos de acuerdo con que este hecho es verdadero, y además puede parecernos una aguda observación, redactada por lo demás con mucha simpatía, todo lo cual contribuye a crear un sentimiento de agradable complicidad intelectual con Savater en la materia. Estando así las cosas, podríamos pasar con satisfacción y con una sonrisa al siguiente párrafo, sin darnos cuenta de la bomba de relojería que el autor ha colado de rondón en nuestras mentes, del vinagre que ha echado inadvertidamente en nuestros corazones. “alguna de las personas llamadas “respetables” (¡como si el resto de las personas no lo fuesen!)”…. ¿Qué mensaje subliminal nos está transmitiendo inopinadamente Savater? Éste: «los defensores de la moral sexual “tradicional” y quienes les siguen: ojo, no vayas a ser tú uno de ellos son unos hipócritas de mucho cuidado, que se tienen por muy respetables y desprecian a los demás: no quieren reconocer que todas las personas merecen respeto por el hecho de serlo, aunque no piensen como ellos». Ni que decir tiene que es verdad que todas las personas merecen respeto yo se lo tengo a Savater, que no piensa como yo en esta materia, puesto que sostengo la moral “tradicional” , y que probablemente ese desprecio hipócrita sería un pecado mayor que el que los otros puedan cometer en materia sexual. Pero ocurre que el pecado que denuncia Savater es ¡simplemente falso!: no existe, no se da, salvo quizá excepciones, que hay en todas partes: los defensores de la moral sexual “tradicional” no excluimos a nadie del respeto. No sólo eso, lo más gordo de todo es que el hecho de experiencia en que se apoya Savater ¡tampoco se da!: no se llama a uno “respetable” de modo que sugiera la exclusión de los demás. Por mi parte, yo no recuerdo haber oído nunca decir que tal señor es una persona “respetable”. Nunca en mi ya mediada vida. He oído decir que determinada persona tiene una especial credibilidad, que se puede confiar particularmente en ella, que merece la pena prestar mucha atención a sus opiniones y consejos, que tiene prestigio, que tiene autoridad… pero “respetable” nunca (ahora caigo: ¡el público de las plazas de toros! Por cierto: nunca voy a los toros, y las pocas veces que he soportado corridas televisadas no me he sentido ofendido por esa palabra). Propongo a cualquier lector de Savater que se pregunte cuántas veces en su vida ha oído decir que tal señor es “respetable”, y sobre todo , cuántas era, en vez de un simple elogio, algo dicho de tal modo que contuviera una implícita negación de la respetabilidad de los demás. En resumen: Savater se apoya sobre un hecho falso para denunciar un pecado inexistente, y lo hace de manera subliminal, de modo que pase lo más desapercibido posible y se pueda instalar furtivamente en lo más recóndito de nuestra cabeza y de nuestro corazón.

Conclusión. ¿Qué impresión general saco del libro y del autor? Es difícil decirlo. En una páginas me parece un genio y en otras un charlatán. Savater es mejor como escritor que como pensador: posee unas excepcionales dotes de comunicador, y las pone al servicio de unas ideas poco consistentes. Creo que puedo dar una opinión neta sobre el conjunto: no hay un pensar serio en Savater: no me parece sólido.

Carlos Soler Universidad de Navarra csoler@unav.es