SITUACIÓN:
Alberto era vagamente consciente de estar en la edad del pavo. No podía decirse que el despertar sexual le hubiera llegado entonces, pues hacía ya tiempo que –por decirlo de alguna manera– había perdido la inocencia. Le hacía gracia la ingenuidad de sus padres, sobre todo el día que su padre se propuso explicarle de dónde venían los niños. Fue hace unos tres años, cuando Alberto tenía doce. “Es una pena –pensó en aquella ocasión– ver en qué mundo viven mis padres. No se dan cuenta de que hoy día un chico de doce años seguramente sabe sobre el sexo más que ellos cuando se casaron”.
Los padres de Alberto eran, efectivamente, un poco ingenuos. Escuchaban poco. No sabían tirar de la lengua a sus hijos y situarse en la realidad de lo que pasaba. No es que no fueran conscientes de sus deberes en cuanto a la educación sexual de sus hijos, pero no acertaban en cómo hacerlo. Y como no se aclaraban mucho, ponían unos ejemplos digamos que poco adecuados. A Alberto le parecían casi siempre una exageración. Además, percibía siempre un cierto tono negativo y desconfiado en torno a estos temas, y eso le disgustaba: “Si mis padres hablan con tanta rotundidad –pensaba–, ya podrían explicar los porqués. Todo son agobios, pecados y peligros”. Pero Alberto nunca llegaba a decirles nada de lo que pensaba, y últimamente ya casi ni les escuchaba.
Un día habían quedado toda la familia para ir a celebrar el cumpleaños de la abuela. Ya estaban todos menos Alberto, y pasaron en coche a recogerle a la salida de clase. Su hermana Lucía –que tenía catorce años y era realmente muy guapa–, esperaba a su hermano a la puerta del colegio. Alberto estaba con un grupo de amigos, charlando un momento antes de salir. Ellos no conocían a Lucía, ni sabían que era hermana de Alberto. Ella tampoco había visto aún a su hermano. Cuando ellos la vieron, uno saltó con el típico comentario un poco atrevido, al que siguió otro más obsceno. Alberto se desconcertó de que se refirieran así a su hermana. Al principio dudó, pero al ver que los comentarios subían de tono, cortó tajante: “¡Imbéciles, que es mi hermana, sois unos cerdos!”. “Oye, perdona, no sabíamos nada”, se excusaron. Todo quedó un poco tenso, porque ella les vio en ese momento, y Alberto tuvo que irse sin que se hablara una palabra más.
Alberto estaba silencioso y con cara de pocos amigos. Dos o tres veces le preguntaron sobre qué le pasaba. Él contestaba invariablemente: “Nada”.
En casa de los abuelos, Alberto coincidió con un tío suyo, Jorge, que acababa de terminar arquitectura, lo mismo que él quería ser. Tenían de siempre mucha confianza. Alberto le contó lo que le preocupaba: “Con mis padres, en cambio, ni se lo puedo decir. Me hablan como a un niño. No me escuchan, me aleccionan. Además, es que viven en otro planeta…”.
El padre de Alberto buscó después un momento para estar a solas con Jorge: “No sabemos qué hacer con Alberto –le dijo–, no nos escucha”. Como tenían mucha confianza, Jorge le dijo: “Pues mira, si no os escucha, probad a escucharle vosotros, a lo mejor es la solución”.
OBJETIVO:
Lograr hablar de modo fluido y confiado sobre estos temas.
MEDIOS:
Recuperar la buena comunicación, para poder aconsejar con un mínimo de eficacia.
MOTIVACIÓN:
El padre de Alberto pensó que tenía que buscar cuanto antes una buena ocasión para romper el hielo. “Como esperemos a que la ocasión llegue sola –pensaba–, no haremos nada.” Esa noche, leyendo el periódico, vio anunciada una exposición sobre arquitectura y urbanismo de la ciudad a comienzos del siglo XX. Recordó que Alberto quería ser arquitecto y probablemente le interesaría. “Ya está, voy a llamar a Jorge y nos vamos los tres. Luego merendamos por allí. Seguro que podremos hablar”.
HISTORIA:
Alberto estaba sorprendido de que su padre por fin un día le hubiera planteado algo como si fuera una persona normal, no un niño. La exposición era buena y les encantó a los tres, incluso al padre de Alberto, que al principio no estaba demasiado motivado por la arquitectura precisamente.
La conversación durante la merienda fue provechosa para Alberto, pero sobre todo para su padre. Jorge lo supo hacer muy bien, porque fue sacando con habilidad los temas más delicados. Alberto hablaba con confianza y decía cosas que a su padre le dejaban asombrado, aunque procuraba no decir nada, pues se había propuesto hablar solo lo imprescindible y fijarse en qué hacía su hermano Jorge para ganarse la confianza de una persona tan difícil como parecía ser su hijo Alberto.
Observó que Jorge escuchaba mucho y nunca manifestaba asombro ni extrañeza. Se fijó también en que evitaba el consejo directo, y procuraba plantear las cosas siempre a modo de pregunta, para provocar la reflexión. Jorge sabía tirar de la lengua hasta que el otro contaba todo lo que le preocupaba, y además era patente que para Alberto contarlo era un desahogo. Lo sorprendente es que al final apenas hacían falta recomendaciones: las cosas quedaban en claro casi sólo con comentarlas en un marco de confianza.
Salió el episodio de la salida del colegio de unos días antes. “Al ver lo que decían de mi hermana mis amigos –comentaba Alberto–, me pareció que eso era impresentable. Pero lo peor es que me daba cuenta de que yo podía haber hecho o dicho algo muy parecido, o peor, en otras ocasiones. Al ver que la otra persona era mi hermana, me di cuenta de golpe de a dónde lleva la manera de entender el sexo a la que yo mismo había llegado.”
RESULTADO:
Lo que abrió los ojos a Alberto fue darse cuenta que una vida sin castidad marchita el buen corazón. Al comprobar el deterioro que se estaba produciendo en el suyo, comenzó a reflexionar a fondo y a replantearse todo. Sus padres también comprendieron que tenían que tener una actitud más confiada y positiva, y su ayuda resultó decisiva en aquellos momentos delicados, como lo fue también el papel de su tío: siempre es útil la colaboración de personas cercanas a la familia, que con frecuencia tienen incluso mayor entrada que los propios padres.