En el más remoto confín de la china vive un Mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerle morir bastara con apretar un botón sin que nadie lo supiese…, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”
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Enrique Monasterio, “Piercing”, MC, II.01
La palabra vino de América como el ketchup y define un sistema de tortura que se impone con insólita rapidez.
Rafa, por ejemplo, un chaval de pelo engominado y espinoso, porta cuatro arandelas al norte de su oreja izquierda. Son unas argollas gruesas como llaveros. Cuando se las clavaron, vio las estrellas, pero si le preguntáis por qué lo hizo, lo más probable es que se encoja de hombros y os conteste como a mí: – Porque mola.
Sandra, una chica grande y lustrosa, además de tener los dedos blindados con diez o doce anillos, luce en el labio inferior un aro que le traspasa el belfo en sentido vertical.
Ana se hizo agujerear la lengua y se metió una especie de alfiler con una bola dorada en cada extremo.
– ¿Y cuánto te costó la faena? — Quince papeles—. ¿Te la enseño? – Ni se te ocurra.
En su casa no saben nada. Y eso que, desde la operación, no pronuncia bien las erres, y tiene que buscar sinónimos para no enredarse con las palabras más comprometidas.
– Hija mía, no sé que te pasa últimamente en la lengua; pareces francesa.
– Jo, mamá, no seas plasta.
Según me cuenta, estuvo varios días en ayunas, curándose la herida sin que se enteraran sus padres.
– También me hice otro piercing en el ombligo… ¿Te lo enseño? Sé muy bien que no hay peor tabú que el de la moda. Nunca ha estado bien visto ir contra ella. Quien se atreva a criticar “lo que hace todo el mundo” es excluido de la tribu, y no seré yo quien corra ese riesgo: me encuentro muy a gusto integrado en el planeta de los chicos danone.
Sin embargo, como las modas nunca son del todo arbitrarias, vale la pena preguntarse por qué ha surgido el piercing y qué sentido tiene. ¿Es sólo un virus masoquista que afecta a la tribu? Es evidente que los chavales de este milenio son tan blandos y asustadizos como los del pasado, pero no les importa someterse a intervenciones quirúrgicas dolorosas y nada asequibles con tal de lucir una argolla en la ceja o una perla en la nariz.
Todo el mundo sabe que el lóbulo de la oreja es un perchero del que puede colgarse sin peligro cualquier cosa. Pero el resto del organismo no tiene la misma función. De hecho, los pinchaombligos profesionales causan abundantes y peligrosas infecciones entre la chavalería.
Ortega escribió en El espectador que los adornos corporales ?los pendientes, el sombrero o la pluma del indio americano? son como el marco de un cuadro: sirven para resaltar la belleza o la dignidad de quien los porta. Por eso, cuando el guerrero siux se coloca una pluma sobre la cabeza, no pretende que nos fijemos en ella, sino en la testa que hay debajo. Esa pluma es un acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra en que se apoya.
Pero el piercing nada tiene que ver con la belleza. Rafa no se perfora la oreja con tres grilletes de acero para estar más elegante. No quiere que nos fijemos en su apuesto perfil ni en la dudosa perfección de sus apéndices auriculares, que, por lo demás, suelen estar sucios. El piercing, para él, es como la pintura de guerra de los apaches: un signo belicoso de pertenencia a la tribu.
Heinz Kloster asegura además que, en algunas chicas, la profusión de metales perforantes tiene otro significado añadido: según él, cuando una adolescente no se gusta a sí misma, trata de compensar sus complejos estéticos con un disfraz agresivo que desvíe la mirada de] prójimo y le impida fijarse en lo superfea que ella se ve.
Teorías aparte, el piercing revela, sobre todo, hasta qué punto esta generación es capaz de los mayores sacrificios. ¡Quién lo diría! En vano les enseñaron sus padres que la mortificación, los cilicios y el ayuno son cosas del pasado; que ahora lo único obligatorio es la búsqueda del placer y del confort; que la cruz sirve sólo como gargantilla. La tribu ha comprendido que el dolor puede tener un sentido, que hay razones por las que sí vale pena torturarse sin piedad. Lo extraño es que esas razones sean tan pobres. El día que descubran la grandeza del amor de Dios, quién sabe lo que serán capaces de hacer. La tentación del heroísmo puede ser irresistible.
Por eso, cuando llego cada mañana a clase y contemplo el panorama de los autoperforados, casi me lleno de optimismo. ¡Si supiera hablarles de santidad; si fuésemos capaces de sacarles de ese pasotismo artificial en el que algunos vegetan … !
Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”, MC, XI.93
¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.
EL DOLOR No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.
El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.
También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.
El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.
El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.
Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.
Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.
PERO ALGO DE BUENO SÍ QUE TIENE… Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.
EL DOLOR ES UN MAL… ÚTIL Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.
Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.
La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.
Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.
DOLOR Y SACRIFICIO Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.
En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? EL DOLOR INÚTIL Y LA CRUZ -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.
-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía –le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.
Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.
Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.
Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?
Enrique Monasterio, “Para qué sirve un colegio”
El colegio debe servir para aprender a leer, escribir, hablar, a pensar, a rezar, a amar y a contemplar.
SABER LEER no es recorrer las líneas de un texto o tartamudearlo en voz alta. Tampoco se trata de dramatizarlo, ni de rumiarlo con gesto ceñudo. Es sòlo sintonizar con el pensamiento del que esacribe. ¿ Cuàntos adultos crees que estarìan en condiciones de leer en voz baja un párrafo sencillo, digamos de veinte líneas, y a continuación explicar con precisiòn su contenido? Deberíamos hacer la prueba, y comprobaremos que la mayor parte de los cursos de técnicas de estudio podrían sustituirse por simples clases de lectura.
SABER ESCRIBIR no equivale a manejar una computadora. En la era de la computadora, muchos universitarios presentan sus trabajos la mar de emperifollados y casi sin erratas; pero redactan como analfabetos. Escribir es encontrar el vocablo justo para el momento justo; es dejar en el papel una huella dolorida, alegre, melancólica, airada o cínica, pero en todo caso auténtica. O, simplemente, saber contar en diez líneas cómo es esta habitación.
SABER PENSAR tampoco es sencillo. El problema reside en que pensamos con conceptos, y los conceptos están unidos a las palabras. Ahora dicen que vivimos en la civilización de la imagen. Se nos pasará pronto, porque con imágenes no se piensa.
La imagen es agresiva, elemental, plana; fomenta la pereza, conmueve, pero no dialoga…….Las imágenes necesitan de las palabras para tener sentido. Sin ellas no son nada. La palabra, en cambio, llega al fondo del espíritu, llama al reflexión y al trabajo, excita la inteligencia y demanda respuestas, emplaza el diálogo. Una palabra vale más que mil imágenes.
Cada día manejamos menos vocablos. Eso significa que el pensamiento se empobrece, que somos más manipulables.
SABER HABLAR casi es lo mismo. Quien no sabe decir lo que piensa, lo más probable es que no piense. Hay libros que enseñan a perorar en público; pero ninguna técnica sirve para decir algo cuando el cerebro está vacío, o para poner en orden un cacumen embrollado.
En todo caso sí que hacen falta clases de expresión oral, o como quiera que se las llame, porque la máquina que Dios nos ha dado para pensar, se alimenta y lubrica con palabras. Un vocabulario bien nutrido y un cierto arte en el manejo del lenguaje pueden bastar para ponerla en marcha. Pero hablar es sobretodo comunicarse con el prójimo: tener engrasadas las entendederas y las explicaderas; estar en condiciones de trasmitir, boca a boca, ideas, sentimientos, afectos y desafectos, alegrìas y dolores. Por medio de la palabra uno aprende a ser persona; sin ella no somos capaces de amar.
SABER AMAR, sin embargo, es algo más. San Juan lo escribe en su primera carta: hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad. Difícil asignatura. Y es que los niños no aman, se apegan. Los adolescentes, más que amar, se enamoran, que no es lo mismo. Y sólo cuando matan el pavo y se comen están en condiciones de entregarse, de desvivirse, con ternura y dolor, con pasión y generosidad: eso es amor.
En estos últimos años muchos padres y casi todos los colegios parecen haber renunciado a educar la afectividad de los niños. Quizá suponen que lo sano es dejarla a la intemperie, para que se exprese indiscriminada y hemorrágicamente. O quizá han delegado en la tele tan ardua tarea. El caso es que el planeta se está llenando de adolescentes crónicos, súper precoces en lo sexual e inmaduros en el amor.
SABER REZAR es tener el corazón abierto y los oídos limpios para escuchar al Señor. Es también dejar un sí al borde mismo de los labios para que se nos escape sin querer. Rezar es entrar en la órbita de Dios y compartir la intimidad con ÉL. No hay forma más elevada de comunicación y de amor. Quien no haya rezado nunca casi no es humano. Por eso un colegio que no fomente la oración, no educa: mutila y deforma.
Y, por último, CONTEMPLAR. Es la asignatura más importante. El cielo será contemplación y la tierra también puede serlo. Si enseñáramos a los niños a ver un cuadro o un paisaje; a gozar con una tormenta, un poema, un atardecer o una melodía; a mirar a los ojos de los amigos y de las amigas; a enamorarse de la belleza más que de la exuberancia metabólica del prójimo, ¡ Ay si lográramos todo eso….! ¿ Sólo eso? Bueno, si da tiempo, también matemáticas.
Enrique Monasterio, “Música en la niebla”, MC, II.99
Regresaba a Madrid envuelto en una niebla cada vez más espesa. A medida que transcurrían los kilómetros, el cansancio y el miedo me hacían reducir la velocidad. Heinz Kloster, a mi derecha, encendió la radio. Cantaba una chica de voz adolescente entre espasmos y susurros. La música era mediocre, pero la intérprete tenía una virtud: vocalizaba bien y se le entendía todo. Mejor hubiese sido no entenderla, ya que jamás hasta entonces (subráyese jamás) había oído tal cantidad de procacidades, irreverencias y salvajadas pornofónicas en tan breve espacio de tiempo. Uno ya está habituado al hedor del lenguaje de las alcantarillas. Sin embargo aquello superaba cualquier marca conocida.
Traté de apagar la radio, pero Kloster me lo impidió. Se conoce que quería tragarse el bodrio por completo. Al terminar rezamos el rosario. Luego, en otra emisora, sonaron los primeros acordes de una sonata de Mozart. Antes de hablar, mi amigo hizo una larga pausa: —Dicen los expertos que la música nació en el Paraíso tres días antes del penoso incidente de la manzana. Eva dormitaba a la sombra de un ciruelo cuando se vio sorprendida por el trino del ruiseñor, que, como sabes, es el único pájaro que improvisa cuando canta. Entonces —por amor a la belleza— trató de imitar al ave con un silbido… —¿Y…? —No le salió gran cosa: apenas un prrrui, pi, pi, purrup. Pero ella y su esposo comprendieron que acababan de crear un nuevo y misterioso idioma; un lenguaje capaz de alborotar o de sosegar los sentidos, el corazón y la inteligencia, sin necesidad de palabras ni de traductores… Aquello —era evidente— sólo podía venir de Yavé.
En el coche se hizo un silencio denso como la niebla que nos rodeaba. Al fin, Kloster prosiguió: —Luego nacieron los instrumentos: los de viento se inspiraron en el canto de la brisa cuando peina las ramas de los pinos. Los timbales copiaron al trueno, y los tambores, al martilleo del pájaro carpintero… El golpear de la lluvia sobre el agua creó el arpa. Luego llegó el violín, la guitarra… Y así sucesivamente.
Un día la poesía y la música se encontraron; comprendieron que habían nacido la una para la otra, y se unieron en un feliz y fecundo matrimonio. La música parecía capaz de transfigurar las palabras, de dotarlas de fuerza y color completamente nuevos. Las palabras, por su parte, prestaban racionalidad a la música, le daban sentido. Y la unión fue tan perfecta que nadie se atrevió a enfrentarlas: bastaba que el poema —lírico o épico, infantil o adulto— fuese digno de la melodía, y que la música no envileciera las palabras.
—Pero, ahora… —Ahora me temo que asistimos a la apoteosis de la música como envoltorio. Alguien descubrió un mal año que la fuerza de una melodía no sólo podía emplearse para crear belleza o para comunicar sentimientos nobles y elevados —para cantar a Dios, al amor o a la persona amada—; también era útil para transmitir todo tipo de mensajes: para destruir, para corromper conciencias, para vender detergentes, para llamar a la guerra o al odio, para mentir o para escupir sandeces y guarradas.
—¿No exageras un poco? Kloster pareció no oírme.
—Un día, en la tele, trataron de vendernos el AVE (me refiero al tren) con el Ave María de Schubert. Hubo varios terremotos: era el genial compositor que se revolvía en su tumba. Me quejé amargamente; pero un experto en publicidad me dijo que habían puesto esa melodía porque Schubert ya no cobra derechos de emisión.
Mi amigo hizo un gesto como para quitar hierro a sus palabras.
—Tienes razón: exagero; pero aquí está la raíz del problema. Hemos descubierto que la música vale como embalaje de cualquier cosa. Todo, hasta lo más cutre, parece maquillarse cuando se envuelve en el prestigioso celofán de una melodía, aunque sea elemental y embrutecedora. Lo malo es que, como el contagio es mutuo, las palabras también envilecen a la música. ¿Crees que esa pobre chica que cantaba antes es tan puerca como parece? Desde luego que no. Si tuviese que decir a palo seco la mitad de lo que ha dicho cantando, se pondría morada de vergüenza y sus padres la mandarían a la cama sin cenar. Pero la música todo lo justifica. Seguro que tus alumnas de tercero de bup, de las que tanto presumes, mueven el esqueleto con ese bodrio.
—¿Mis alumnas…? ¡Estás loco! Se había disipado la niebla y el coche volaba camino de casa. Kloster guardaba silencio. No sé si dormía o se había disuelto con la bruma.
Enrique Monasterio, “Traumas, agobios y otros síndromes”
Hace meses, en esta misma página, escribí sobre los agobios. Los definía entonces como el síndrome que padecen ciertos estudiantes en vísperas de exámenes. Lamentablemente no fui capaz de agotar el tema: la palabra agobio me persigue; la oigo a todas horas y cada día en contextos más variados y dispares.
Me dice Doña Eulalia que su hijo Alberto tiene un agobio superespantoso porque le han cateado en 7 asignaturas.
-Pero, ¿estudia? -Pues…, no mucho. Estudiar también le agobia.
-Vaya por Dios… Me cuenta Rafa, que “rezar le agobia”, porque piensa que Dios puede pedirle algo que él no quiere dar, y, claro, más vale no escucharle.
Se agobia Pepe por su novia.
-¿Qué le ocurre? -Que es agobiante.
Se agobia María Luisa porque come y engorda. Por culpa de Hacienda se agobia Blas. Y se agobia Patricia, una morena que galopaba ayer en mi cole detrás de Rodolfo, que es un guaperas rubio y perdonavidas.
-No corras tanto —le decía—, que me agobias.
Patricia tiene tres años; Rodolfo, cuatro.
Como se ve, la epidemia de agobios es extensa, multiforme y poliédrica. De ahí que sea necesario dedicar a este vocablo al menos veinte líneas más.
El agobio, tal como se concibe entre los chavales con los que trato (quizá entre los adultos el fenómeno sea diferente), es una especie de tumor maligno, acaso letal, que conviene evitar a toda costa.
Según opinión común, sentirse agobiado o presentir la cercanía de un agobio es razón más que suficiente para esquivar cualquier compromiso adquirido, para mirar a otro lado, para huir de la quema o para no pegar golpe, según los casos.
El fenómeno no es nuevo. Es verdad que el reblandecimiento neuronal de este fin de milenio ha contribuido a extender la pandemia agobiosa por amplios estratos de la sociedad civil; pero también en los felices 60 vivimos una plaga semejante. Sólo que, por aquella época, más que de agobios se hablaba de traumas.
-Manolo, han cateado al niño y está con un trauma horrible.
-Para trauma el que le voy a hacer yo en el ojo.
Más adelante se pusieron de moda los síndromes, que tanto contribuyeron a dar trabajo a psicólogos en paro. Se habló, por ejemplo, del síndrome depresivo postvacacional (pereza a la vuelta de la playa), del síndrome de la madrugada del lunes (os aseguro que lo he leído) y así sucesivamente.
En resumen, y con toda franqueza: estoy de agobios, de síndromes y de traumas hasta la mismísima coronilla, y creo necesario recordar a los afectados por tan penosos males que la vida es esto, que es imposible fortalecer la musculatura de la inteligencia, de la voluntad y del carácter sin plantar cara a los mil obstáculos con que uno se tropieza.
“Vivir —escribió San Josemaría— es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad. Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas”.
En otra ocasión escribí que el hedonismo —en eso estamos— concibe la felicidad como una forma de analgesia. Para él lo importante es sentirse bien, no sufrir por nadie ni por nada, vivir amodorrados, aletargados, es decir, no vivir. Para esta mentalidad, no habría diferencia substancial entre la beatitud de un hombre y la de la ameba, pongamos por caso.
¿Tienes un agobio? Estupendo: da gracias a Dios por no ser una garza imperial, sino una persona humana con capacidad para tener problemas y con suficiente energía como para resolverlos y gozarse en la victoria.
No vuelvas la espalda. Afronta el agobio, rómpele el saque, destrózale sus defensas, golpéale donde le duela… Y paciencia, que también mañana habrá que luchar… No os preocupéis por el mañana —dice el Señor—, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su agobio.