Francisco J. Mendiguchía, “Las dificultades emocionales”

Hay una tendencia natural a considerar que la infancia es la edad del paraíso perdido y, ya que no es fácil ser completamente feliz en la edad adulta, se idealizan los primeros años. Lo cierto es que, si uno se analizara su propia infancia, se vería que hay también ratos amargos y que la ansiedad puede aparecer antes de la adolescencia.

Los tímidos «Mire usted, es un niño al que no le gusta salir, tiene dificultades para relacionarse y tener amigos, es muy inseguro y se “corta” fácilmente ante extraños.» ¡Cuántas veces hemos oído este relato en la consulta! Es la triste historia de la timidez o, como ahora se dice, del trastorno «por evitación», trastorno que aparece en algunas ocasiones en niños que hasta ese momento no habían presentado ningún problema pero que, las más de las veces, es que son así desde que eran pequeños.

La principal característica del cuadro es la de rehuir todo contacto con la gente que no le es familiar al niño y que, si es lo suficientemente severa, puede llegar a trastornar sus relaciones sociales, mientras que en la propia familia o en un grupo reducido de amigos se encuentra perfectamente.

Son niños que se encuentran violentos ante personas poco conocidas, no digamos ante las desconocidas, y que tienen miedo a hablar por temor a decir alguna tontería o no saber alguna cosa que le pregunten. Tienen además un inmenso pavor a hacer el ridículo y más si sabe que, en determinadas ocasiones, puede ponerse colorado al «subírsele el pavo».

A estos tímidos no debe forzárseles a que se relacionen con extraños porque inmediatamente surgen los síntomas de una ansiedad que les lleva al rechazo, al escape o a la huida. A veces, su reacción consiste en dejar de hablar cayendo en un mutismo que suele tomar la forma de lo que se conoce con el nombre de «mutismo electivo», llamado así porque sólo se produce en determinadas situaciones que pueden ser conflictivas para el niño.

Su susceptibilidad se pone de manifiesto en el siguiente ejemplo: se trataba de un niño cojo a causa de una poliomelitis (esto sucedió cuando esta enfermedad era un verdadero azote para los niños), del que se reían sus compañeros de colegio que le apodaban por ello «patachula». El niño en un principio se negó a asistir a clase, pero al obligarle sus padres, cayó en un mutismo completo en cuanto puso los pies en la calle. En un par de sesiones logré que hablara conmigo pero, a los pocos días, tuve que mandarle aviso de que no podía recibirle el día señalado y le di hora para el siguiente; pues bien, debido a la frustración que le produje por haberle pospuesto a él, estuvo toda la hora sin hablarme.

¿No les recuerda a los lectores esta actitud a la que adoptan las ostras cuando sienten algún peligro a su alrededor y se cierran herméticamente? Pues precisamente a estos niños se les conocía con este nombre: «niños ostras».

Casi todos los autores dicen que este síndrome es más frecuente en las niñas que en los niños y, sin embargo, en el fichero de mi consulta tengo más chicos que chicas, la verdad es que no sé por qué, aunque supongo que es porque, por lo menos en nuestro país, los padres toleran peor la timidez de los hijos que la de las hijas, quizá porque piensan que deben ser más tímidas y recatadas, y por eso consultan.

Unas veces la timidez es temperamental, pero otras es producto de una educación demasiado restrictiva y asustadiza: «niño bájate de ahí que te puedes caer», «niño no toques eso que te puedes hacer daño», «niño ten cuidado con…», etcétera, con lo que el niño acaba teniendo miedo a todo y, al final, creyéndose una calamidad. Entonces el niño se lo prohibe todo a sí mismo («no soy capaz de hacerlo»), se produce el fracaso y, como consecuencia, la reacción de retirada.

En otras ocasiones el síndrome de evitamiento se puede desarrollar en niños que hasta entonces no eran así, bien de una forma espontánea (no lo es nunca, siempre hay un motivo que habrá que investigar y sacarlo a la luz), bien después de haber sufrido alguna importante decepción o frustración o bien algún episodio doloroso como la muerte de un ser querido. En el fondo, siempre nos encontramos un sentimiento de inferioridad.

Toda esta sintomatología suele ir atenuándose con el tiempo y al llegar a los veinte años desaparece completamente en una cuarta parte de los casos; otros, en mayor proporción, mejoran ostensiblemente, aunque siempre quedándoles algo de insociabilidad y tendencia al aislamiento; y otros, los menos, permanecen igual de tímidos y retraídos toda la vida, por ser ya la timidez algo anclado profundamente en su personalidad.

La ansiedad de separación Otras veces la historia que oímos es diferente: «Le traemos este niño que, cuando era pequeñito, le costó mucho empezar a ir al colegio, se negaba a ir, lloraba, tenía una pataleta y muchas veces, aun llevándole de la mano su madre hasta la puerta, se negaba a entrar y tenían que volverse a casa.» Aquello se le pasó al niño con el tiempo, pero, dicen los padres, «ahora es peor, somos nosotros los que no podemos salir de casa, pues nuestro hijo se angustia mucho pensando que nos puede pasar algo malo y, si alguno de nosotros sale y tarda en volver, sufre una verdadera crisis de ansiedad por creer que hemos tenido un accidente o nos ha dado un ataque o cosas parecidas».

Aquí tenemos un mayor grado de ansiedad que se manifiesta de otro modo, bajo la forma de lo que se denomina «angustia de separación», que se produce cuando el niño tiene que estar lejos de las personas a las que ama y le dan seguridad, los padres en la mayoría de los casos.

Otras veces el temor es que sea él mismo al que le pase algo que le pueda separar de los padres, por ejemplo, que le rapten, cosa que, aunque puede suceder por el día, es por la noche cuando tiene más posibilidades o que se pierda y no sepa volver a casa.

Todo este comportamiento empieza halagando a los padres, pues significa que su hijo les quiere mucho, pero acaban verdaderamente fastidiados porque no pueden hacer una vida normal.

Estamos hablando de ansiedad, pero no hemos explicado lo que es y conviene hacerlo antes de seguir: es un sentimiento de peligro inminente, una sensación de que algo malo va a suceder y que se traduce en una actitud expectante ante un peligro que no sabe ni cómo, ni cuándo, ni por qué va a llegar. Un término parecido es el de angustia, pero en ésta hay una sensación de opresión en el pecho, de estrechamiento (angor) y de encogimiento que se acompañan de sudor y palpitaciones.

En contraste con la ansiedad y la angustia, en el miedo, que también es un sentimiento displacentero, sí se sabe que viene de algo concreto y conocido. De todas formas, estos tres estados, que se diferencian muy bien en el adulto, en el niño es más difícil de establecer una separación entre ellos.

Siguiendo con la ansiedad de separación en el niño vemos que ésta se puede manifestar bajo la forma de llanto, rabietas, violencia contra las personas que quieren forzar la separación en sus fases agudas o con apatía y tristeza en sus fases intercríticas. Otras veces se manifiesta con el aspecto de síntomas psicosomáticos como cefaleas, vómitos, diarreas, etc.

La mayoría de todos estos síntomas suele desaparecer con el tiempo, pero todavía es posible verlos en la adolescencia o más tarde, como un chico de veintitrés años que tenía que dormir en la misma habitación que la abuela. De todas maneras, no es extraño que, estos niños con ansiedad de separación, muestren de mayores rasgos obsesivos e hipocondríacos.

Mecanismos de defensa y ansiedad manifiesta Para liberarse de la ansiedad el niño, y el adulto, de una forma inconsciente recurre a unos mecanismos que conocemos con el nombre de «defensas del Yo» que los padres deben conocer para entender así muchas de las reacciones de sus hijos. Describiré dos de los más usados en la infancia: -Mecanismo de proyección: Todo lo que pueda tener un aspecto negativo, se expulsa del Yo y se adscribe a otra persona. Tal es el caso de un niño que se acerca con su abuelo a la jaula de los leones y de pronto se para y dice «vámonos abuelo que ‘te’ da miedo el león».

-Mecanismo de compensación: Está perfectamente resumido en el dicho «Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces».

Estos mecanismos pueden tener un éxito completo y el niño no siente ansiedad, pueden tenerlo parcial y entonces aparece en cuadros como los anteriormente descritos, pero también pueden fracasar y aparecer la ansiedad en toda su crudeza.

Esto es lo que sucede en los «terrores nocturnos», durante los cuales el niño se incorpora en la cama bañado en sudor, aterrorizado, tembloroso, pide se le defienda de animales o monstruos y hace ademanes de defenderse de algo. Todo este cuadro tan aparatoso se pasa en pocos minutos, el niño vuelve a dormirse y, a la mañana siguiente, no se acuerda de nada. La ansiedad también puede aparecer en forma de pesadillas pero en ellas no se despierta por completo y, al despertarse al día siguiente, puede ser recordado como un «sueño feo».

Cuando la ansiedad no se manifiesta de una forma aguda, aparece lo que los americanos llaman «overanxious disorder» o «estado de ansiedad excesiva», en el que se aprecia una ansiedad de fondo manifestada por preocupaciones excesivas y poco realistas por cosas del futuro, que a lo mejor no van a sucederle nunca, como tener algún accidente o enfermedad o que sí pueden pasarle, como los próximos exámenes, tener que hacer una cosa en grupo o tener que ir al médico, o aun por cosas que ya han pasado pero siguen preocupándole, como haberse perdido en una playa.

Todo ello lleva al niño a un estado de ánimo depresivo, bajo rendimiento escolar, tendencia al aislamiento, sentimientos de autorreproche y estado de continua alerta por lo que le pueda pasar. Si el estado de ansiedad es muy grande se puede manifestar en una gran inquietud, viéndose al niño ir y venir sin sentido, como buscando algo que no encuentra y que no significa más que el sentimiento inconsciente de que «mientras me muevo no me pasa nada».

La terapéutica de la ansiedad pasa por la psicoterapia de apoyo y de resolución de conflictos, por la modificación de actitudes y por la utilización de ansiolíticos.

Las formas de histeria infantiles Pero antes de seguir con los trastornos emocionales infantiles, quiero contar la historia de una vez que hice un «milagro»: Me llevaron un día a la consulta a una adolescente de trece años porque se había quedado ciega al día siguiente de tener un accidente de bicicleta, la consulta era pública y tuvo que pasar por delante de mucha gente que hicieron numerosos comentarios sobre la tragedia de aquella familia. Como en el examen neurológico no encontré nada anormal, eché a la niña en un diván, hice que cerrara los ojos y que respirara rápida y profundamente al mismo tiempo que le agarraba por las muñecas y le decía: «cuando haya pasado un minuto empezarás a ver poco a poco» y, efectivamente, cuando al cabo de un rato le pregunté: «¿ves ya algo de mi cara?», me contestó: «sí, le voy viendo ya»; «¿qué ves en ella?», «un lunar» (efectivamente yo tengo un lunar al lado de la nariz) y así, en cinco minutos recobró totalmente la visión, con gran contento de los padres y estupor de los que le habían visto llegar andando como una persona ciega.

Realmente ella no veía nada, no simulaba que no vea, aunque, y esto fue lo primero que me hizo entrar en sospecha, no parecía demasiado asustada por lo que pasaba. A esto los franceses le dan un nombre muy poético, «la belle indifference» y es un síntoma de histeria, que es lo que realmente tenía esta chica, una ceguera histérica.

Era pues un caso de la vieja y conocida histeria, aquella que los antiguos creían era debida a los vapores uterinos que subían hasta la cabeza y por ello sólo la podían padecer las mujeres. Después se ha visto que, aunque en menor proporción, también la pueden padecer los hombres.

¿Y las niñas y los niños, también pueden ser histéricos? Durante bastantes años se creyó que no, que aparecía solamente a la edad de la pubertad, hasta que un inglés llamado Landor describió el primer caso de histeria infantil y desde entonces se han descrito bastantes, aunque no dejan de ser poco frecuentes, pues no llega ni al uno por ciento de la población infantil que consulta en las clínicas psiquiátricas infantiles.

Lo curioso de este tipo de padecimientos es que puede desarrollarse en forma de epidemias, como aquel famoso Baile de San Vito que se curaba invocando a este santo, y que todavía se ven de vez en cuando, como la aparecida en Alemania en 1955 en un colegio de niñas cuya profesora se había presentado en clase con un brazo en cabestrillo y que motivó que, al cabo de algunos días, casi toda la clase tuviera paralizado un brazo.

Los síntomas de la histeria pueden aparecer bajo la forma de los llamados «síntomas de conversión» debido a lo que el psiquiatra francés Dupré, hace ya más de sesenta años, llamaba «ideoplastia», o «psicoplastia» y que no es más que la capacidad que tienen los histéricos de transformar representaciones e ideas en síntomas somáticos.

Los síntomas de conversión más frecuentes son parálisis, contracturas, temblores, claudicación en la marcha con imposibilidad de mantenerse en pie y trastornos sensitivos del tipo de anestesias en forma de calcetín o de guante, es decir, que no pueden obedecer a una lesión de los nervios porque éstos no se distribuyen así.

Otros trastornos son los sensoriales como sorderas, cegueras o afonías. A veces se manifiesta como hipo incoercible o como ese curioso fenómeno llamado «bolo histérico», menos frecuente en los niños que en los mayores y que consiste en una sensación de que algo sube del estómago a la garganta. Por último tenemos el «gran ataque histérico» con gritos, pataletas, tirones de pelo y llanto fonal, que a personas poco expertas puede confundir con crisis epilépticas.

Ahora, como en la famosa cancioncilla, voy a contar otra historia: Es la de un niño de nueve años que desde hacía meses presentaba unas crisis extrañas, durante las cuales se quedaba como sin conciencia, pero sin perderla del todo, decía cosas ininteligibles y tenía pseudoalucinaciones pues veía «cosas raras» en el techo. La duración de las crisis era de unos veinte minutos y después no se acordaba de nada.

Esta especie de «estado de trance» se llama «estado disociativo», que también es histérico y que pueden ser mucho más complejos, como es el caso de las «fugas», durante las que el niño se marcha de casa, deambula por las calles sin llamar en absoluto la atención y de pronto se despierta en un sitio desconocido para él; es como una especie de sonambulismo, pero despierto.

Como no hay dos sin tres, contaré la tercera historia. Ésta es la de un niño de doce años que sufría, sin motivo aparente, una extraña vivencia que no sabía muy bien cómo describir, decía que era «como perder la conciencia sin perderla», al mismo tiempo que sentía una extraña sensación, «como si no fuera yo y fuera otro», lo cual le angustiaba mucho. Vuelto a ver cuando tenía veintidós años todavía le pasaba muy de tarde en tarde, y ya no se angustiaba, porque como él decía «tengo que vivir con ellas». Por supuesto, los electroencefalogramas eran todos normales. Esto se llama «trastorno de despersonalización» y también forma parte del cuadro de la histeria.

A veces, muchas, los niños no presentan ninguno de los síntomas descritos hasta ahora y sin embargo los padres nos dicen «este niño es un histérico». ¿A qué están refiriéndose? Pues se refieren a ciertos rasgos de carácter, como el teatralismo, la exaltación imaginativa y la sugestibilidad (la niña de la ceguera se curó simplemente por sugestión) que descansan sobre un fondo de retraso afectivo, un deseo ávido y primitivo de afecto y atención por parte de los demás y una escasa tolerancia a las frustraciones.

Este tipo de personalidad lo retrató de mano maestra Künkel y le dio el nombre de «niño enredadera» describiéndolo del modo siguiente: «Siempre está pidiendo protección y busca que se apiaden de él, necesita apoyarse en los demás para sobrevivir pero eso sí, exigiendo este apoyo como una obligación de todos los que están a su alrededor, huyendo de toda situación de responsabilidad.» Lo malo de estos niños enredaderas es que, como éstas, acaban ahogando a los que le sirven de apoyo provocando su rechazo, de ahí el tono despectivo de los que le llaman histérico.

¿Qué pueden hacer los padres en estos casos? Cuando hay una sintomatología florida tienen que llevar a sus hijos a un especialista que les tratará con psicoterapia, sugestión y hasta se ha utilizado la hipnosis, cuando son ya adolescentes, antes no. Si se trata del carácter histérico ahí sí que pueden actuar porque éste se forma por «una educación débil sobre un temperamento también débil», por lo que su educación deberá ser todo lo contrario, es decir, enérgica y fuerte.

Como se ha demostrado que, en algunos casos, los niños aprenden este tipo de conducta de sus padres, sobre todo de su madre, éstos han de tener mucho cuidado en mostrar este tipo de comportamiento que el niño acaba imitando.

Francisco J. Mendiguchía, “Los niños pueden ser menos alegres de lo que creemos”

Las depresiones infantiles Nada menos que en 1845 un psiquiatra alemán llamado Griesinger escribía: «También las formas melancólicas, con todas sus variedades, se presentan, aunque con más rareza, en la edad infantil.» La verdad es que debió hacérsele poco caso porque, hasta hace unos veinticinco o treinta años, las depresiones infantiles eran poco tenidas en cuenta; porque ¿cómo va a estar melancólico un niño si su edad es la de la alegría? Si acaso se admitía que podían tener alguna tristeza, pero sólo por poco tiempo, dada la volubilidad emocional de la infancia.

Sin embargo, la concienciación de que el niño puede tener depresiones saltó donde menos se esperaba: del primer año de la vida. En 1946, un psicoanalista americano llamado Spitz, publicó unos datos obtenidos en un orfanato y en una institución penitenciaria para muchachas delincuentes con hijos. Presentó un cuadro depresivo puramente infantil, sin parecido alguno con las depresiones del adulto, que llamó «depresión anaclítica», que aparece antes de los doce meses. Estaba provocada por la separación de la madre, durante un tiempo de tres a seis meses, produciéndose en el niño una apatía tal que podía llevarle hasta la muerte por un verdadero marasmo.

Es muy curioso que, mucho antes de describirse este síndrome de la depresión anaclítica, las Hermanas de la Caridad que cuidaban de los niños ingresados en la Inclusa de Madrid, ya lo conocían y le daban el nombre de «entrar en pena» y sabían también su infausto pronóstico.

El problema puede pasarse si se le proporcionan al niño cuidados maternales, bien por su verdadera madre o por una madre sustituta. A este respecto, recuerdo que en el libro en el que yo estudié Pediatría en 1944, y para entonces ya era un poco anticuado, el pediatra alemán Ibrahin comentaba, sin darle más importancia a la cosa, que cuando un niño pequeñito se les iba de las manos y no sabían cómo mejorarle, se lo entregaban a una vieja enfermera que, sólo con acunarle, darle el alimento y tenerle en brazos durante horas, lograba salvar a algunos.

Poco tiempo después otro, americano (Bowly), describía un cuadro parecido, pero más benigno; aparecía sólo en niños de más de dos años, en los que también se apreciaba apatía, inhibición, indiferencia y tristeza, conformando un tipo de personalidad sui generis y que también se debía a la carencia de cuidados maternos.

Por otro lado se conocían bastante bien los estados depresivos de los adolescentes pero, de los cinco a los doce años eran considerados como una rareza. Sólo, y casi por puro mimetismo de lo que sucede en los adultos, se describían «personalidades infantiles depresivas»: eran niños retraídos, hipersensibles, tristones, pesimistas y que rumiaban durante días cualquier desgracia que les hubiera acaecido.

Sin embargo, y poco a poco, fueron describiéndose estados depresivos en niños de estas edades hasta que, hace veinte años, se celebró en Estocolmo un congreso que tenía como tema preferente «Las depresiones infantiles». A partir de entonces, las aportaciones de casos y los estudios del síndrome fueron haciéndose cada vez más frecuentes, hasta tal punto que en la revista de nuestra Sociedad Española de Psiquiatría Infanto-Juvenil, es el tema del que más artículos se han publicado en estos últimos años.

Con lo expuesto queda claro que, aunque no lo conocemos todo acerca de este tema, sí sabemos más que hace tres décadas. Una de las cosas de las que nos vamos enterando es su frecuencia y, aunque hay estadísticas para todos los gustos, parece ser que la mayoría de los autores dan cifras entre el dos y el cinco por ciento de la población general infantil, lo cual constituye una cifra bastante alta.

En cuanto a los síntomas, éstos se refieren a: estados de ánimo deprimidos (tristeza, aburrimiento); dificultades en la comunicación (aislamiento, silencios); baja autoestima (se creen peores de lo que son y más malos que los demás); sentimientos de culpabilidad; fracaso escolar en chicos que antes iban bien en los estudios; trastornos del sueño (insomnio, pesadillas) y, sobre todo en los más pequeños, dolores de cabeza, problemas digestivos y otros síntomas de la serie psicosomática.

Una cosa que puede sorprender es que en algunos niños, de seis a diez años preferentemente, la depresión toma la forma de inquietud, irritabilidad, reacciones agresivas y trastornos de conducta como fugas y robos. Esto hace que sean más difíciles de diagnosticar al no entrar en el estereotipo de «pobre niño triste y acobardado» que se supone que es el del niño depresivo. De todas maneras, en un caso u otro, los niños se sienten siempre rechazados y poco queridos.

Por qué se deprimen los niños ¿Cuáles son los motivos por los que un niño puede deprimirse? Veamos algunos casos ilustrativos: Se trata de una niña que a los nueve años, y sin ningún motivo aparente, empezó con una conducta extraña que persiste todavía a los catorce. No quiere salir de casa, se aísla en una habitación, no quiere jugar, casi no habla, está muy apagada y dice que no sabe lo que le pasa y que tiene pena. Bajo rendimiento escolar desde entonces. Esto decía la historia cuando fue vista por primera vez, estuvo en tratamiento con antidepresivos y psicoterapia durante dos años, mejoró y a los veinticuatro todavía seguía bastante bien. Había antecedentes de depresiones en la familia y nunca se pudo determinar el origen de la suya, parece como «si hubiera brotado de dentro». ¿Es una forma de las que llamamos endógenas? El tiempo nos lo aclarará, pues si es así, lo más seguro es que vuelva a tener más episodios depresivos.

El segundo caso es el de un niño de diez años que tiene un padre alcohólico y problemas familiares graves, pues hay frecuentes escenas de violencia entre el padre y la madre. Cuando se le vio llevaba unos meses en los que se encontraba triste, tenía frecuentes crisis de agitación con llanto, había bajado mucho en sus notas escolares y había empezado a orinarse por la noche en la cama, cosa que no hacía desde los cuatro años. Al cabo de dos años la situación familiar mejoró al dejar el padre el alcohol. El niño adelantó en su rendimiento escolar, su enuresis pasó y su carácter cambió haciéndose un niño sociable y alegre. «No parece el mismo», decían los padres. A los veinte años era un estudiante de Derecho sin ningún problema. Es un caso de «trastorno adaptativo con estado de ánimo deprimido», que cesó cuando cesaron las causas.

El tercero es el de una adolescente de catorce años que, desde que murió, hacía ya un año, un hermano algo mayor que ella, estaba muy triste y desanimada, no quería salir con los amigos y no hacía más que hablar de su hermano muerto. Hizo psicoterapia durante un año y, a los veinticuatro era una chica normal, aunque quizá no demasiado alegre y algo tímida. Aquí nos encontramos con la elaboración de una situación de duelo por la muerte de un ser querido, ha pasado la crisis, pero parece que ha dejado una huella en su personalidad, pues antes del suceso era una niña muy alegre.

Podríamos seguir poniendo mil ejemplos de por qué los niños y adolescentes se pueden deprimir, como tener malas notas en el colegio o como una niña que vi con ocho años, que tuvo una fase depresiva porque su maestra la había acusado injustamente de un robo. En los adolescentes pueden verse ya depresiones por desengaños amorosos que son especialmente peligrosas porque, dada la inestabilidad emocional típica de esta edad, pueden conducir a intentos de suicidio con facilidad.

Para el diagnóstico de las depresiones infantiles se han desarrollado una serie de inventarios (éstos están muy de moda en la Psiquiatría Infantil) que los niños, los padres, los maestros y aun los propios compañeros tienen que rellenar. De sus respuestas se deduce, no sólo si tienen depresión o no, sino de «cuánta» depresión tienen. Estos inventarios se suelen utilizar en forma grupal (colegios, núcleos de población) y tienen este tipo de cuestiones: — «Tengo ganas de llorar.» – «Creo que no vale la pena vivir.» – «Me siento muy solo.» El niño deberá responder: «siempre», «a veces», «ninguna». O son los padres los que tienen que elegir entre: – «Es un niño optimista.» – «A veces expresa temores respecto de cosas futuras.» – «Siempre está temiendo que sucedan cosas terribles.» Los psiquiatras y los psicólogos también tenemos nuestros inventarios, pero en este caso se llaman «entrevistas semiestructuradas» y nos sirven para conocer el estado de ánimo o el humor del niño a través de su comunicación, tanto verbal como no verbal.

Las depresiones infantiles y juveniles deben ser tratadas siempre por un especialista. Tal vez haya que hacer pruebas biológicas como el test de la dexametasona, y la mayoría necesitan tratamiento farmacológico con antidepresivos, aunque deban acompañarse siempre de psicoterapia y aun de terapias conductuales. A pesar de ello, las verdaderas depresiones dejan secuelas, más o menos importantes, en más de la mitad de los casos.

¿Puede haber niños maníacos? La mayoría de los lectores saben que, en el adulto, existe un trastorno contrario al depresivo que se conoce con el nombre de «exaltación maníaca» o «manía» (no en el sentido vulgar de rareza). ¿Puede aparecer también en los niños? Realmente son raras, pero es que a su escasa frecuencia se une la dificultad de detectarlas porque el estado de ánimo alegre, la labilidad emocional, la hiperactividad y la logorrea (hablar demasiado) es el estado normal de la mayoría de los niños.

Sin embargo hay algún caso que se denomina «manía fantástica infantil», que por cierto fue muy bien descrita por un paidopsiquiatra holandés, el profesor van Krevelen, gran amigo de todos los que en España nos dedicábamos a esta especialidad hace algunos años.

El cuadro se manifiesta con una hiperactividad progresiva que llega a la agitación psíquica; su lenguaje se hace logorreico y coprolálico (palabrotero que diría mí nieta); su sueño va haciéndose cada vez más corto y su ideación más rápida, cosa que al principio le gusta, hasta que advierte que no puede controlar su mente, apareciendo ideas de grandeza, que naturalmente son infantiles, y que se pueden acompañar de alucinaciones visuales.

Tal es el caso de un niño de doce años, violento e irritable, de difícil convivencia por su continua agitación y verborrea, inquieto, inestable, con una gran fantasía que le llevaba a inventarse cuentos e historias que dibujaba él mismo. Y me confesaba con bastante ansiedad: «Doctor, ¿por qué veo yo cosas en la pared que no ve nadie?» A los veintitrés años había sido ya internado en más de una ocasión con el diagnóstico de psicosis maníaco-depresiva, de predominio maníaco.

Los niños y adolescentes que se suicidan En relación con los trastornos del estado de ánimo depresivos, voy a tratar de un tema tabú hasta hace no mucho tiempo: el suicidio infanto-juvenil.

En primer lugar he de decir que las estadísticas de los casos que terminaron en muerte no son muy fiables. Los padres, y ello me parece muy natural y disculpable, suelen ocultarlos y camuflarlos bajo la denominación de accidentes. Y además no sabemos si los casos de accidentes reales (atropellos, caídas de una altura, etc.) no fueron suicidios en la intención del niño o joven.

Mucho mejor conocidos son los intentos de suicidio. Éstos acaban casi todos en un hospital para su recuperación, ya que el pequeño suicida no consigue lo que quiere, morir, si es que no pretendía asustar a los padres o chantajearlos para conseguir algo. Hay otro tipo de chantaje que ése sí lo vemos en la consulta, es el del niño que amenaza que se va a tirar por la ventana, pero nunca lo hace.

Decía que éste era un tema tabú, pero lo cierto es que, hace ya más de un siglo, en 1885, él francés Duran Fardez publicó el primer libro sobre el suicidio infantil y en 1933 un alemán, Gaup, estudió nada menos que doscientos ochenta y cuatro casos. Desde entonces se han publicado ya muchos suicidios de niños y adolescentes. Se aprecia que éstos aumentan de una forma escalofriante de año en año, llegando a constituir en bastantes países del mundo occidental la segunda o tercera causa de muerte entre los adolescentes.

En España sucede lo mismo desde hace veinte años y así en una estadística publicada por un hospital de Madrid, los intentos de suicidio en menores de quince años constituían, en 1976 el seis y medio por ciento del total. Es seguro que esta proporción habrá subido ya considerablemente.

El número de suicidios infantiles aumenta con la edad. De cero a diez años sólo se suicidan el 5% del total, de diez a catorce años el 25% y de quince a dieciocho años el 70% restante. (Por debajo de cinco años no se conoce más que un terrorífico caso de un niño de tres años que publicó el francés Launay.) A este propósito la pregunta que muchos lectores se harán es ésta: ¿Tiene el niño una idea cabal de lo que es la muerte y de sus consecuencias? Antes de los cinco a seis años el niño no es consciente de lo que es la muerte y no sabe lo que significa. Más tarde la vive como una separación, a veces hasta con posibilidad de retorno (es famoso el niño que dijo «ya sé que mi padre ha muerto, pero ¿por qué no viene a cenar?»). A los ocho años ya son conscientes de lo que realmente significa y de la posibilidad de morir ellos mismos, por muy remota que ésta sea.

Quizá le parezca a algún lector que estas edades que doy pequen un poco de precoces, dado que, además, ahora se procura que el niño no tenga contacto alguno con la muerte real, no como antes que, en cualquier entierro, estaban los niños en primera fila, muy vestiditos de negro. Por contra los niños, ya a estas edades de cinco o seis años, han visto centenares de muertes ficticias en la TV, si bien la mayoría de éstas se presentan tan «light» que no suelen producirles gran impresión.

¿Quiénes se suicidan más, los chicos o las chicas? Las estadísticas también son variables, pero en conjunto, si son menores de doce años hay un predominio de varones, aunque últimamente se van igualando las cifras. A partir de esta edad, las chicas comienzan a ganar terreno y en la adolescencia es bastante mayor el número de chicas que de chicos.

¿Y por qué se suicidan o intentan suicidarse? Son muchos los motivos. Es frecuente que entre los familiares de estos niños y jóvenes haya familiares suicidas, siendo el caso del padre el más peligroso porque se produce un mecanismo de identificación que es fatal para el hijo; además los casos son más frecuentes en familias mal avenidas con graves altercados, violencia, etc.

Los problemas escolares y el miedo a la reacción de los padres ocupan también un lugar preferente.

La pérdida del «objeto amoroso» es con frecuencia la desencadenante de actos suicidas. Si el niño es pequeño puede ser la pérdida de la madre o el padre. Si se ha llegado a la adolescencia es la ruptura con el novio o la novia.

Un estado depresivo de los que hemos hablado anteriormente o el simple «contagio» por el suicidio de algún amigo o simplemente por haberlo leído en el periódico (de ahí la conveniencia de no hacer demasiada exhibición de estos casos) pueden ser también causas importantes.

En los casos en los que se producen varias tentativas se puede apreciar una terrible compulsión obsesiva que, de una forma fatal, conduce al niño o al adolescente a la consecución de su propósito. Recuerdo a este respecto a una niña de catorce años que, ya a esta edad, había tenido varios intentos, siempre por defenestración, por lo que tenía rotos varios huesos de su cuerpo, y que a los quince realizó su idea tirándose también por una ventana.

En el fondo se puede resumir que el niño que se suicida o intenta suicidarse lo hace por: – Una huida, como un modo de escapar de una situación de ansiedad o amenaza. – Una llamada de atención, en los intentos y chantajes de suicidio, hacia unos problemas de los que no hace caso nadie. – Una agresión reivindicativa, sobre todo frente a los padres, con fantasías de «cómo llorarán cuando muera», «cómo se sentirán culpables». – En los niños más pequeños, un deseo de reunirse en el «más allá» con algún ser querido que han perdido. – Una autopunición por graves sentimientos de culpabilidad, aunque éstos sean totalmente infundados.

En cuanto a los modos de suicidarse, la mayor parte de ellos, sobre todo los adolescentes, lo hace: por ingestión de fármacos que encuentran en casa (tranquilizantes, neurolépticos, analgésicos, etc.); defenestración o precipitación desde alguna altura; cortarse las venas de las muñecas y por ahorcamiento, que junto con ahogarse en un río, eran antes los métodos preferidos en el medio rural.

En los casos de chantaje de suicidio suele haber una distorsión de la personalidad, la del jugador con ventaja: «¡Si no me consientes esto me tiro por la ventana!» Alguna madre me lo ha contado así y también añadía que ya se había cansado y que había contestado a su hijo: «¡Pues tírate si te atreves, ahí tienes la ventana!» y que, desde entonces, no la había vuelto a amenazar. En este caso la reacción de la madre tuvo el éxito apetecido y la cosa salió muy bien, pero hay que tener mucho cuidado y medir bien el grado de compulsividad del niño, pues si éste es alto, puede saltar sin pensar siquiera un segundo en sus consecuencias.

Como última consideración tengo que decir que, prácticamente en todos los casos de intentos de suicidio frustrado, al hablar después con los adolescentes (se trata sólo de adolescentes) sobre qué habían pensado antes de hacerlo y preguntarles si creían en una vida más allá de la muerte, me contestaban algo así como «no hay nada, me tomo las pastillas, desaparezco y todo se acabó», es decir, ya a su edad, eran unos perfectos agnósticos.

Por esto considero que una de las causas del aumento galopante de los suicidios en la sociedad occidental, tanto en jóvenes como en adultos, es su progresiva descristianización, ya que las creencias religiosas habían constituido hasta ahora un potente freno al «paso al acto» del suicidio.

Francisco J. Mendiguchía, “Los comportamientos inadecuados”

En un capítulo precedente hablaba de los niños que parecen malos pero que no lo son, pero ¿es que hay realmente «niños malos»? En este otro capítulo voy a tratar de ciertos niños a los que los padres muchas veces adjudican este adjetivo, ciertamente peyorativo de «malos» porque, según dicen, cometen maldades como las de mentir, robar cosas en el colegio y otros problemas por el estilo, que tienen todos en común romper los esquemas y las normas establecidas de convivencia familiar y social.

Es por ello que han recibido apelativos como los de «asociales», «niños problema» o «niños difíciles», que indican por sí mismos la hostilidad y apatía que despiertan aunque yo prefiera llamar a estos casos «trastornos menores de conducta» porque, salvo raras excepciones, son perfectamente tratables. A lo que me niego es a denominarles, como hacía el viejo profesor Michaux «enfants perverses» y que hasta escribió un libro con este título, “El niño perverso” cuando, en bastantes casos, se trata de «niños pervertidos» por un ambiente malsano.

Los niños que roban Uno de los síntomas más frecuentes de esta «conductopatía» son los hurtos y robos. Constituyen quizá el motivo que más vemos los paidopsiquiatras en nuestras consultas. Para valorar debidamente este tipo de hechos hay que tener siempre muy en cuenta el factor edad pues, para considerarlos negativamente, el niño ha de tener ya un concepto real de lo que es la propiedad, y esto no se produce hasta los seis o siete años.

Antes de esta edad los niños se apoderan de golosinas, lápices, juguetes o cuentos sin tener la sensación de estar haciendo algo indebido. Por eso lo olvidan pronto o lo devuelven, porque la apropiación sólo tenía carácter temporal. También ha de tenerse en cuenta el valor de lo hurtado pues quitar bolígrafos, gomas de borrar, pastillas de chicle y cosas por el estilo, no debe tener, aun después de los siete años, la consideración de robo. Es más serio cuando lo que se sustrae es dinero, por muy pequeña que sea la cantidad o cuando los objetos son ya más valiosos, como relojes o balones.

La sustracción de dinero empieza siempre por el de los padres, sigue con el de los compañeros de clase y puede acabar con el de cualquier persona que tenga cerca. Sólo en medios familiares «muy especiales» se producen en estas edades robos a personas desconocidas.

Muchas veces, después de apoderarse de dinero, «el ladrón» lo reparte entre sus amigos o compra cosas que también reparte, constituyendo esto lo que se denomina «robo generoso» que, en muchas ocasiones, no tiene más objetivo que comprarse amigos cuando por alguna razón se siente rechazado o, sin serlo, es demasiado tímido para tenerlos de otra manera.

Como mecanismos inconscientes en la comisión de hurtos infantiles se citan: la llamada de atención; son niños que se sienten abandonados, con razón o sin ella, por padres o maestros. También el sentimiento mágico de que, al apoderarse de algo de otro, adquieren parte de su potencia y valor.

Para la valoración de este tipo de conductas y su importancia real a efectos de ponerlas en tratamiento psicológico, hay que considerar, no sólo la magnitud de lo sustraído sino también la reincidencia, pues es ésta precisamente la que da el carácter de antisocial al hurto infantil.

Más importantes son los robos en pandilla que generalmente se cometen en grandes almacenes, y que suelen tomar la forma de campeonatos para ver quién o qué grupo roba más objetos y de más valor. Lo más atrayente de esta conducta, ya predelictiva, es la emoción (miedo) de ser descubiertos y después castigados. Hay que valorar cuidadosamente este tipo de actividad que une el robo a la emoción del miedo de ser descubiertos, porque esta conjunción es precisamente el núcleo de la cleptomanía del adulto, aunque niños cleptómanos puede ser que los haya, pero yo no he visto ninguno.

Un tipo de robos más frecuentes a esta edad son los «robos por venganza», es decir los que cometen algunos chicos que quitan algo a algún compañero del que no pueden vengarse de otra manera. Más refinamiento supone cometer un hurto, por ejemplo, en el colegio, y achacárselo, a veces hasta con misivas anónimas a los profesores, al compañero de quien quieren vengarse (de éstos si que he tenido por lo menos un par de casos).

En los adolescentes, los robos tienen ya otro significado y se cometen la mayoría de las veces para obtener alguna utilidad, desde dinero hasta motocicletas o automóviles, aunque en ocasiones no sean más que robos de «autoafirmación», para probarse a sí mismos o a los demás, que ya es un hombre. Por otra parte las bandas juveniles pueden cometer robos perfectamente planeados y ejecutados como los de los adultos.

Fugas y vagabundeos Veamos ahora otro problema. Hay programas en TV en los que aparecen personas que buscan a quienes faltan del hogar. Muy frecuentemente se trata de padres que preguntan angustiados desde la pequeña pantalla: «Hijo, ¿por qué no vuelves a casa?, ¿qué te hicimos?, ¿por qué te fuiste?». Generalmente se trata de chicos y chicas de más de doce o trece años que se han marchado de casa sin ninguna explicación. Nos encontramos ante unos casos que se denominan en términos psiquiátricos «fugas y vagabundeo».

Las fugas pueden darse en niños más pequeños, pero éstas suelen terminar mejor. El niño vuelve a casa a las pocas horas, cuando empieza a sentir miedo o hambre, aunque puede haber otros más decididos que son capaces de coger un autobús o un tren y marcharse a otra ciudad de donde son generalmente devueltos al hogar por la policía. Estas fugas aisladas y cortas no suelen tener importancia, pero si son largas, y más aún, si son repetidas, habrá que estudiar en profundidad al niño y a la familia, porque algo está pasando en sus relaciones.

En el niño que se fuga pueden darse motivos que se aprecian fácilmente como son: haber tenido malas notas y no querer enfrentarse con los padres; haber tenido un castigo y marcharse de casa para hacer sufrir a los padres mientras le encuentran; o simplemente huyen porque su casa es un infierno donde los padres discuten o se pegan.

Otras veces lo hace únicamente para llamar la atención, por creer que nadie le hace caso o no le entienden, por mero mimetismo, porque lo ha visto en la TV y quiere probar en qué consiste y, en ocasiones, no sabe realmente por qué se ha fugado, es un acto compulsivo que, la mayoría de las veces, no representa más que una huida de sí mismo para reducir su tensión interna producida por algún conflicto del que ni siquiera es consciente.

El vagabundeo es ya más propio de adolescentes. Dura mucho tiempo y, en general, acaba convirtiéndose en un hábito que hace que el muchacho llegue a pasar más tiempo fuera de casa que en el hogar, cayendo así fácilmente en el mundo de la delincuencia y de la droga. Un tipo especial de vagabundeo es el solitario, propio de personalidades introvertidas, soñadoras, con malas relaciones sociales y de gran frialdad afectiva, que se conoce con el nombre de «ambulomanía autista».

Los pirómanos Otro tipo de trastorno de conducta es el de los niños provocadores de incendios que no siempre son pirómanos. Si repasamos las posibles causas de incendios infantiles nos encontramos con varios tipos de ellos: – El fuego es producido por un descuido o un desconocimiento de su capacidad para provocarlo. – El fuego es producido por juego, generalmente en grupo, que después ha escapado a su control. – Los incendios provocados conscientemente (niños o jóvenes incendiarios). – La verdadera piromanía en la que el fuego es debido a una fuerte compulsión imposible de vencer.

Lo cierto es que el fuego tiene un cierto atractivo. ¿Quién no se ha sentado delante de una chimenea contemplando durante mucho tiempo las caprichosas formas de las llamas y sus continuos cambios? Pero al mismo tiempo no hay nada que produzca más pánico que un incendio. Además el fuego es el símbolo del hogar y de la unión familiar, por lo que siempre ha estado cargado de una fuerte carga emotiva.

Las motivaciones de los incendios en niños y jóvenes cambian con el transcurso de la edad: Los niños menores de seis a siete años suelen provocar incendios por curiosidad o por el simple atractivo del fuego. A muchos niños les encanta encender cerillas y jugar con encendedores.

Los niños de ocho a doce años tienen ya otras motivaciones, como las de provocar fuegos con el único fin de llamar la atención o la venganza en situaciones de hostilidad familiar. Algunas veces desencadenan el incendio únicamente para poder comportarse después como héroes en las tareas de apagarlo.

Los adolescentes pueden hacerlo por el simple placer de la destructividad. Los verdaderos pirómanos pueden aparecer ya a esta edad, pero su número es realmente escaso.

Las mentiras infantiles Otro signo de que algo va mal en la conducta del niño es la tendencia a decir mentiras, sobre todo si éstas acaban convirtiéndose en un hábito hasta poder decir de él que «miente más que habla».

¿Por qué mienten los niños? En primer lugar hay que decir que por debajo de los tres años los niños no mienten, aunque digan cosas que no sean verdad, pues para ellos lo son y con ello les basta. Más tarde comienza un tipo de pensamiento llamado «mágico» en el que predomina lo subjetivo sobre lo objetivo, y en el que la realidad y la fantasía no tienen unas fronteras bien delimitadas, por lo que los padres no deben considerar sus fantasías como mentiras. De los cinco a los seis años, ya no cuentan sus fantasías, las siguen teniendo, pero ya saben distinguir bien éstas de la realidad.

Un buen día, a un niño ya de siete o más años le ponen una mala nota en el colegio y cuando llega a casa dice que ha perdido el cuaderno de notas. Aquí sí tenemos ya una verdadera mentira, quizá la primera de su vida. O tal vez la primera fue cuando, al romper un objeto de valor dijo que no había sido él sino su hermano más pequeño. La vida ofrece al niño de esta edad múltiples ocasiones para este tipo de actuaciones que, en conjunto, reciben el nombre de «mentiras de defensa». A veces no es su propia defensa sino la de otro, como cuando un profesor pregunta en clase: ¿quién ha sido?, y obtiene por respuesta un silencio sepulcral o, al revés, se acusan todos para que no haya ningún culpable, el ¡Todos a una! de Fuenteovejuna.

Otras veces resulta que el niño bravuconea de cosas que no ha hecho «para quedar bien», utilizando el ya comentado mecanismo de compensación. O, por el contrario utiliza el de proyección, acusando a otros de cosas como que le tienen rabia, cuando, en el fondo, es él quien tiene rabia a los demás.

Estas mentiras aisladas no tienen importancia y algunas como hemos visto son hasta meritorias, como las de no «chivarse» al profesor. Lo malo es cuando comienza ya a mentir por sistema, negando hasta las cosas más evidentes, convirtiéndose así en un desvergonzado «mentiroso», que puede llegar con el tiempo a «fabulador» y, cuando pierde el control de sus propias fabulaciones, en un «mitómano» que acaba por perder el sentido de la realidad.

Estos niños y adolescentes mitómanos pueden llegar a convertirse en una verdadera pesadilla para los jueces que intervienen en los casos de denuncias por malos tratos o abusos sexuales. Pueden producir graves perjuicios a los acusados que se enfrentan con la «inocencia» de los acusadores.

Los que hacen novillos o pellas Otra queja muy frecuente de los padres sobre la conducta de sus hijos es la de su «absentismo escolar». Este concepto se refiere a que los hijos dejan de asistir a clase cada vez con más frecuencia y se dedican a pasear, jugar, hacer pequeñas fechorías por el barrio o perder el tiempo y el dinero, primero el suyo, después el que roban en casa o a los compañeros, en los salones de juegos electrónicos. Este tipo de comportamiento puede ser cometido en solitario, pero lo más frecuente es que lo sea en forma de pandillismo, las famosas «malas compañías», que no son en realidad más que grupos de chicos con las mismas inclinaciones, en el noventa por ciento de los casos.

No deben confundirse estos casos con los de fobia escolar descrito en el capítulo dedicado a las fobias, ayudando a diferenciarlas las siguientes características: – Fobia escolar: Comienzo súbito; edad más frecuente ocho a doce años; igualdad entre varones y hembras; buena escolaridad previa, personalidad conformista y un hogar adecuado.

– Absentismo escolar: Comienzo insidioso; edad diez a quince años; predominio de varones (por el momento); deficiente escolaridad previa; personalidad rebelde y hogar muchas veces inadecuado.

Problemas con la sexualidad Por último voy a tratar unos asuntos especialmente espinosos para los padres y que casi nunca saben cómo manejarlos: los que se refieren a la esfera sexual.

Empezaré por la masturbación. Para su comprensión ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva de la infancia y de la adolescencia y la angustia que por sí misma genera en los niños. No es propiamente una desviación de la conducta más que cuando se convierte en compulsiva y que por lo tanto debe tratarse como cualquier compulsión. Por lo tanto, excepto este caso que tiene que tratar un psiquiatra o un psicólogo, ni debe sobredimensionarse la masturbación, achacándole males físicos que no produce, ni banalizarlo absolutamente. Lo que no debe hacerse nunca es estimularla y menos aún desde instancias del Estado a través de los colegios.

Un pseudoproblema es el de las llamadas «desviaciones sexuales», como son el fetichismo, el voyeurismo, el exhibicionismo y el travestismo pues éstas forman parte del desarrollo psicosexual normal (Freud decía con cierto gracejo que el niño es un «reverso polimorfo») y suelen pasar sin más complicaciones, aunque sí son convenientes unas explicaciones de los padres para evitar que se conviertan en un hábito, señalando además los inconvenientes sociales de tales conductas.

Más frecuentes son las consultas sobre lo que la clasificación americana DSM-III-R llama «Trastornos de la identidad sexual en la niñez», es decir el niño al que le gustaría ser niña y la niña a la que le gustaría ser niño. Éstos no suelen expresarlo de una forma tan clara, pero los padres nos dicen que tienen un hijo que le gusta jugar con muñecas o que prefiere jugar con niñas o una hija a la que le gustan los juegos violentos, vestirse de chico y ser en general un poco «machota». En los casos que yo he visto de estos problemas, lo normal es que al cabo de los años sean unos chicos y chicas perfectamente normales en su desarrollo sexual, aunque tal vez los chicos son demasiado tranquilos y las chicas demasiado agresivas.

Mucha más importancia tiene el hecho de que niños y niñas rechacen sus atributos físicos sexuales, pues entonces sí se puede estar en camino de un transexualismo y exige una intervención terapéutica, psicoterápica y conductual intensa y duradera.

Los padres deben conocer, sin embargo, que hay una edad, entre los once y trece años poco más o menos, en la que el desarrollo sexual pasa por una fase, que pudiéramos llamar de «indeterminación», que termina en el momento en que la sexualidad se dirige definitivamente hacia el sexo opuesto y durante la cual hay que tener un exquisito cuidado para no fijar, haciéndola consciente, una orientación equivocada.

Francisco J. Mendiguchía, “Trastornos graves de la conducta”

Cuando yo era niño había en Madrid un colegio muy conocido llamado «Santa Rita», al que iban a parar los niños y adolescentes que se portaban mal o, simplemente que no querían estudiar y que debía ser muy riguroso por la fama que tenía. Al cabo de los años fue sustituido por otros que también tenían fama de duros y que servían para los mismos menesteres, no siendo infrecuente que yo viera en mi consulta a algún chico que ya había pasado por ellos por sus problemas importantes de conducta.

¿Hay niños psicópatas? ¿Qué quiere decir realmente esto de problemas de conducta? Pues nada más, pero también nada menos, que sus patrones de conducta no coinciden con los observados en los medios familiares y sociales en que viven.

A estos conductópatas que se desvían gravemente de lo que se puede considerar como normal, se les denominó «personalidades psicopáticas» o, más brevemente, «psicópatas», aunque hoy se tiende a disimular estos apelativos, por la mala fama que tenían y la hostilidad que despertaban, bajo el eufemismo apelativo de «distorsiones de la personalidad».

La verdad es que el término de personalidad psicopática lo heredó la Psiquiatría infantil de la Psiquiatría del adulto, heredando también su mala fama, su carácter constitucional y su mal pronóstico pues, «el que nacía psicópata se moría psicópata» eso sí, después de haber sido expulsado de varios colegios, enrolado en la Legión y haber visitado alguna cárcel.

A los psiquiatras infantiles nos costó mucho aceptar esta fatalidad etiológica y pronóstica, comenzando por dudar, al menos, de su origen constitucional. Pensamos que, por el contrario, algunos eran más bien formas de reacción frente a múltiples factores ambientales, es decir, «el psicópata no nace, se hace».

La experiencia nos dice que, aunque pueda haber algún factor constitucional y genético (parece ser, aunque la cosa no está muy clara, que la agresividad en el hombre va unida a tener un cromosoma Y de más en su fórmula genética), pues hay estudios en gemelos bastante demostrativos, en la mayoría de los casos el factor ambiental, sobre todo el familiar, es fundamental: hacinamiento, promiscuidad, alcoholismo de los padres, educación contradictoria o cruel, internamientos precoces a los dos-tres años, prostitución, etc., constituyen el caldo de cultivo en el que se van formando poco a poco las conductas antisociales, de tal forma, que si se comportaran decentemente casi sería un milagro.

Recuerdo a este respecto un caso muy desgraciado, en el que hubo tal conjunción de causas (madre prostituta, padre psicópata, abuelo alcohólico, abandono durante el primer año de vida en una cueva la mayor parte del día, ambiente familiar posterior desastroso), que el resultado no pudo ser más que una personalidad absolutamente psicopática que hizo fracasar todos los tratamientos que se le hicieron, para acabar quitándose la vida a los veinte años.

El problema está en que, aunque la causa no sea genética sino ambiental, este tipo de conducta aprendida puede llegar a calar tan hondo en la personalidad infantil que acaba estructurándose de una forma patológica. Por ello a estos niños se les llama también «caracterópatas».

¿Cuál es el núcleo que configura esta anomalía del carácter, congénita o adquirida? Son cuatro las principales características de la personalidad psicopática: 1) Incapacidad para amar o frialdad afectiva, que les hace inmunes a cualquier tipo de relación amorosa.

2) Ausencia del sentimiento de culpa. Nunca son ellos los culpables y de ahí se deriva la incapacidad para el arrepentimiento y una máxima dificultad para la corrección.

3) Ausencia de ansiedad. Sufre muy poco cuando le van mal las cosas, además de ser audaz y decidido.

4) Resolución de las situaciones conflictivas mediante el «paso al acto». En otras palabras, que sus problemas y tensiones los traducen en acciones, generalmente agresivas, sin que el pensamiento llegue casi nunca a jugar ningún papel.

Al llegar a este punto no puedo por menos de dedicar un recuerdo a un psiquiatra inglés llamado Prittchard que, nada menos que en 1835, describió el cuadro de la «moral insanity», del que decía que los que lo padecían «no podían conducirse con decencia y propiedad en los asuntos de la vida». Hoy estamos más cerca de este concepto que del de la Psiquiatría francesa de principios de este siglo que hablaba de «degenerados».

Afortunadamente, en muchos casos la personalidad del niño no llega a distorsionarse del todo, no se desarrollan completamente las características antedichas. Con un adecuado golpe de timón educativo, un cambio de ambiente, una psicoterapia individual o de grupo o una terapia conductual puede modificarse la conducta, cosa que antes se consideraba casi imposible.

Antes de proseguir con la descripción de los tipos más frecuentes de conducta disocial de estos niños y adolescentes, quiero hacer una reflexión sobre el modo de enfrentarse a este tipo de trastornos. Así como otros pacientes psiquiátricos, sobre todo niños, despiertan enseguida nuestros buenos sentimientos y nuestra compasión, éstos, casi indefectiblemente, producen un rechazo en padres («ya no sé qué hacer con él»), en educadores («es un caso perdido») y hasta en psicólogos y psiquiatras, que por nuestra formación deberíamos estar inmunes a este sentimiento, pues el nihilismo terapéutico, el «no se puede hacer nada», no es más que una forma encubierta de rechazo.

Sin embargo, todo el que trata con niños debe darles mucho cariño y comprensión y más a éstos, de los que no hay que esperar correspondencia en la mayoría de las veces, sobre todo al principio, y por lo tanto no hay que sentirse frustrado ni desanimado por esta carencia de «transferencia afectiva».

Agresividad y crueldad Una de las formas más frecuentes de mostrarse estas alteraciones del carácter y de la conducta es la del aumento de la agresividad. Sobre la agresividad humana se han escrito montones de libros y se han suscitado múltiples discusiones entre los teóricos de la misma. Como muestra de las cosas que han llegado a decirse y escribirse, copio de un trabajo aparecido en una revista de Psiquiatría Infantil: «Comienza la nidación del huevo en la pared uterina que se convierte en el campo de batalla… El sistema de nutrición del embrión es canibalístico y vampírico… desde la fecundación el embrión sufre la agresividad de la madre… cuando el niño nace ya lo sabe todo acerca de la agresividad… la actitud bestial más o menos consciente de la madre por su hijo… pone en evidencia una agresividad materna salvaje.» Es decir que la guerra entre la madre y el hijo, producto de la agresividad de ambos ¡comienza en la fecundación! Volviendo a la realidad, diré que los hijos hiperagresivos tienen fuertes crisis de ira y furor a la menor contrariedad; no pueden controlar sus impulsos destructores, y no se les puede llevar la contraria porque saltan a la menor oposición. Estas situaciones se producen lo mismo en el hogar que en el colegio o en el parque donde juegan con otros niños. Pronto llegan las quejas de los demás padres, el niño empieza a encontrarse solo porque los demás compañeros no quieren jugar con él y busca refugio en algún otro que es parecido a él, comenzando así, muy temprano, la formación de un grupo disocial, un «nosotros» muy reducido y enfrentado con los que no son como ellos.

Pronto viene la expulsión de un colegio, luego de otro, el niño se va haciendo cada vez más asocial y agresivo y acaba visitando algún «Santa Rita» de la actualidad.

La destructividad es otra de las características de estos niños y jóvenes, pero no con la destructividad de los niños hiperactivos, que rompen las cosas sin querer; aquí la destrucción es deliberada e intencionada, quieren hacer daño y por eso rompen el juguete apreciado de un compañero o de un hermano, el bolígrafo que recientemente le han regalado al que se sienta a su lado en clase, el objeto preferido de la madre o la bicicleta de un primo que le ha invitado a jugar con él.

Unida a la agresividad y a la destructividad va casi siempre la crueldad. Estos niños y adolescentes son crueles con compañeros a los que vejan, insultan, pegan, en ocasiones hieren con punzones o navajas, y con animales a los que llegan a matar, no sólo con gran sangre fría, sino con verdadero sadismo.

Un caso muy demostrativo a este respecto es el del niño al que vi hace algún tiempo que, con nueve años, después de dieciséis meses de haber sido reñido por su abuela por una fechoría de las que acostumbraba a hacer, volvió a casa de ésta, que vivía sola y tenía como única compañía la de un canario y, en un descuido, sacó el pájaro de la jaula y le retorció el cuello hasta matarle, contándomelo a los pocos días con absoluta frialdad.

Las estadísticas de todos los países muestran cómo las conductas agresivas infanto-juveniles crecen de un modo alarmante, aunque el problema no es sólo de cantidad de violencia sino de la precocidad y gravedad de la misma. ¿Cómo es que, no ya el joven, sino el niño, es capaz de cometer atracos y aun asesinar fríamente a un maestro que le ha puesto malas notas o se ha permitido reñirle? Dos ejemplos solamente: En Inglaterra dos niños de once y doce años secuestran y matan a otro de tres y en EE.UU. dos niños también de once y doce años matan a su amigo Poole de trece a balazos.

No es de extrañar que ya en 1975 un psiquiatra norteamericano se dijera angustiado «parece como si nuestra sociedad hubiera desarrollado una nueva cepa genética, el niño asesino». Evidentemente no es ésa la razón, el problema es educacional y social, y mientras sigamos sembrando permisividad y carencia de autoridad familiar, escolar y social, por un lado y marginación por el otro, las estadísticas seguirán subiendo.

Un tema especial es el de la violencia sexual. Hasta ahora, los niños y los adolescentes, con más frecuencia las niñas y las adolescentes, habían jugado siempre el papel de víctimas y cada día lo juegan más: raptos, violaciones, abusos sexuales, asesinatos son noticia casi habitual en los medios de comunicación (cuando escribo estas líneas, se acaba de descubrir un espantoso triple asesinato con violación y sadismo de tres adolescentes de catorce y quince años), pero es que también ha sido noticia hace poco tiempo que un niño de catorce años, en un pueblo de España, había asesinado, después de un intento de violación, a una compañera de colegio de diez años.

Alcoholismo juvenil Una de las circunstancias que aumentan la frecuencia de actos asociales ligados a la violencia, es el agrupamiento, en forma de bandas o pandillas que poseen una moral antisocial de grupo, con sus leyes no escritas, sus compromisos, su disciplina propia (y ¡ay! del que se atreva a conculcarla) y hasta su vestimenta especial.

Estas bandas suelen formarse a partir de los trece a catorce años y suelen ser más frecuentes en los varones (antes las chicas sólo se agrupaban para la delincuencia sexual o el robo de tiendas), pero en los últimos años va siendo cada vez más frecuente que las adolescentes formen parte de las bandas, con los mismos derechos y deberes que los chicos. Suelen estar jerarquizadas con uno o varios jefes y tienen sus particulares ritos de iniciación y lenguaje críptico convenido.

Por último, comentaré dos problemas que antes se trataban en este capítulo de las personalidades psicopáticas pero que ahora, y desgraciadamente, ya se salen de él, porque forman parte de una problemática general juvenil: el alcohol y las drogas.

Cuando comencé a escribir esta parte del capítulo, dediqué bastante tiempo en consultar estadísticas acerca del consumo de alcohol por niños y adolescentes, en España y fuera de España, y lo primero que salta a la vista es la progresiva ascensión de este consumo a estas edades pues «cada vez hay más bebedores, que beben más y que comienzan antes».

¿Dónde nos encontramos ahora? Pienso que no hace falta acudir a las estadísticas; no hay más que tener abiertos los ojos y salir de noche, sobre todo los viernes, para ver a centenares de adolescentes, y aun preadolescentes, de ambos sexos consumiendo alcohol, solo o con estimulantes, en esa subcultura de la «litrona» , hasta bien entrada la madrugada, hora en que vuelven a sus casas con un mayor o menor grado de intoxicación etílica, si es que vuelven, porque si están demasiado mal se quedan a dormir en casa de un amigo o una amiga.

La primera pregunta que se hace uno al ver estos hechos es: ¿Es que no hay aquí leyes que prohiban la venta de alcohol a menores como en todos los países civilizados del mundo? La respuesta es que sí, que las hay, pero que nadie cumple ni nadie las hace cumplir. Por eso es puro fariseísmo el que las autoridades sanitarias se quejen del consumo de alcohol en nuestro país, a estas edades o en el adulto. (Se calcula que el 12 a 15% de las alcoholemias de nuestro país se han consolidado ya en la infancia.) La segunda pregunta es: ¿Dónde están los padres de todos estos chicos y chicas que permiten que esto suceda? Ya sé que hay muchos que dicen que no pueden prohibírselo porque todos lo hacen y que si se lo prohiben da igual, lo hacen de todas maneras. Es que la autoridad paterna hay que ganársela día a día durante muchos años, no intentar imponerla cuando ya se ha perdido.

La tercera pregunta es la siguiente: ¿Y la escuela, no puede hacer nada? Pues claro que puede, impartiendo cursos de Educación Sanitaria en los que el tema del alcoholismo y sus peligros fuera ampliamente desarrollado por profesionales que conozcan bien este problema.

De todas maneras si quieren algunas cifras les diré que, en España, la media de edad del primer contacto del niño con el alcohol es de ocho a diez años y que, a los quince, un siete a ocho por ciento beben ya más de medio litro de vino al día. Como nota un poco más optimista tengo que decir que, salvo rarísimas excepciones, no se conocen a estas edades casos declarados de alcoholdependencia. Sin embargo, y como nota pesimista, también tengo que exponer un grave hecho: la conjunción sexo-alcohol produce embarazos en adolescentes, que siguen bebiendo durante el mismo y el final es el nacimiento de un hijo con un síndrome llamado feto-alcohol con anormalidades físicas y mentales.

El problema de las drogas Pero si el alcohol es uno de los más graves problemas, el más grave es, sin duda, el consumo de drogas. Ni los niños se libran, al apostarse los vendedores de las mismas a las puertas de los colegios donde, en un principio, la regalan para iniciar así a futuros clientes. Tampoco se libra ninguna clase social, habiéndose llegado a formar un mundo de contracultura que abarca a toda la sociedad juvenil.

El comienzo, «la iniciación», se produce en el 90% de los casos con las llamadas drogas blandas (concepto erróneo; no hay drogas blandas ni duras, todas producen efectos patológicos y unas llevan a otras): marihuana, grifa, hachís, etcétera, en conjunto el llamado vulgarmente chocolate y que no son más que derivados del cáñamo indio. Cuando se pregunta a los adolescentes cómo y por qué empezaron su consumo, más del 50% dice que por curiosidad, otros que por deseo de aventuras y algunos hasta por amistad. Mención especial merece la respuesta «para evadirme de mis problemas» porque, cuando se profundiza, se aprecia que no hay tales problemas; de lo que se evaden es de su propio vacío existencial producido por la pérdida de los valores éticos, morales y religiosos de la sociedad actual, la juvenil también.

Muchos, afortunadamente, no pasan de esta primera fase; pero para otros es el comienzo de un largo camino de anfetaminas, alucinógenos, cocaína o heroína (el consumo de ésta ha disminuido en los últimos años por miedo al Síndrome de Inmunodeficiencia adquirida, SIDA) que son ingeridos, fumados, esnifados o inyectados y que conducen al adolescente a la destrucción, la marginación y en último término a la muerte, previa desintegración de su propia familia, si es que ésta no lo abandona antes a su suerte.

Los jóvenes siempre creen en un principio que podrán dejar la droga cuando quieran pero, poco a poco, van quedando presos en el infernal carrusel de: satisfacción > carencia > búsqueda de droga > satisfacción > dependencia > dosis cada vez mayores > delincuencia para poder comprar la droga, del que ya no podrán salir jamás por sus propios medios.

Como en el alcoholismo, la conjunción droga-embarazo de adolescente es frecuente y el final es también un hijo que, ya desde el nacimiento, presenta los síntomas de abstinencia que presentan los drogadictos cuando se suprime bruscamente el suministro de droga.

Hay que hacer una especial llamada de atención sobre el uso por parte de preadolescentes, y aun niños de ocho a diez años, de pegamentos utilizados para la construcción de maquetas de aviones, coches, etc. y cuya aspiración tiene en un primer momento un efecto estimulante (euforia, alegría, excitación) para pasar más tarde a producir una ligera ataxia, lenguaje farfullante y, si la aspiración dura más de cuarenta minutos, estupor e inconsciencia. El uso continuado de pegamento puede llevar a un estado de depresión y agresividad que necesita más pegamento para que se le pase, es decir también produce dependencia, habiéndose descrito casos de muchachos que necesitaban aspirar el contenido de hasta cinco tubos.

Los padres han de estar muy atentos a los cambios de carácter de los hijos, a su progresivo estancamiento en los estudios, a la desaparición de dinero que no se sabe dónde ha ido a parar, a estados de depresión alternando con otros de euforia y, en general, a un cambio de conducta total, para poder detectar así una posible drogadicción que comienza.

El tratamiento ha de ser siempre en asociaciones y clínicas especializadas. Solos no lo lograrán nunca y los padres han de saber muy bien que, así corno los alcohólicos son sinceros, casi siempre, cuando dicen que quieren dejar el alcohol, el «enganchado» en la droga miente siempre cuando dice que está dispuesto a dejarlo sin ayuda de nadie.

El punto de inflexión en todos estos trastornos graves de la conducta que hasta aquí hemos descrito, es el paso de la predelincuencia a la delincuencia franca, es decir, cuando el niño o adolescente comete el primer delito y ha pasado de lo que aún es permitido por la ley, a lo que está penalizado por la misma, pues realmente el concepto de delincuencia juvenil es más sociológico que médico y más jurídico que sociológico.

No quiero terminar este capítulo sin señalar que el pronóstico de los trastornos de conducta, lo mismo que en el capítulo anterior, depende en gran manera de la estructura familiar; cuanto peor es ésta, peor es el pronóstico.

Francisco J. Mendiguchía, “Los problemas aparentemente menores”

Trataré en este capítulo de un grupo de síndromes que aparentemente tienen muy poca importancia aunque, como veremos después, alguno puede complicarse mucho. Para los niños que los padecen sí tiene importancia y pueden amargar sus primeros años de vida.

Los niños enuréticos Veamos en primer lugar los niños que se orinan. Los franceses utilizan la palabra “pisseurs” para designar a estos niños, que no controlan, generalmente de noche, su emisión de orina; en castellano, que es un idioma menos fino, los llamamos “meones”, pero los médicos conocemos este síndrome con el nombre de “enuresis”, lo que viene a ser lo mismo, pues etimológicamente significa “mearse encima”.

Puede ser nocturna y mojan la cama, o diurna, mucho menos frecuente, y mojan los pantalones. A su vez, cada una de ellas puede ser primaria, si nunca se han controlado, o secundaria si el síntoma se presenta después, varios meses por lo menos, de haber conseguido el control.

Lo primero que hay que saber es que el niño ha de tener por lo menos cinco años para ser considerado enurético. Es mucho más frecuente en el niño que en la niña, prácticamente el doble, y va disminuyendo con la edad, aunque todavía a los diez años hay un 3% de niños y un 2% de niñas que lo padecen; su frecuencia varía de unos casos a otros: más de una vez al día, hasta una vez cada quince días, que es lo mínimo para ser considerado patológico.

Todos nacemos enuréticos y vamos aprendiendo, poco a poco, bajo la batuta de nuestros padres. ¿Por qué estos niños fallan en el control de su esfínter vesical? Hay mil teorías, desde las orgánicas que hablan de una inmadurez vesical por problemas de la musculatura y de la inervación de la vejiga, hasta las puramente psicológicas, como tensiones emocionales (miedo) o mecanismos de regresión. Es el caso de los niños que tienen un hermanito y vuelven a hacerse pis cuando ya no se lo hacían, pero la verdad es que no sabemos bien por qué se produce, lo que, como veremos después, se nota a la hora de intentar curar este problema.

Lo realmente importante no es la enuresis en sí, sino las consecuencias psicológicas que puede tener para el niño que se ve impotente frente a algo que le avergüenza y que puede llegar a ser de dominio público. Estas consecuencias pueden llegar a ser graves si hay unos padres poco comprensivos que se ríen de él, se lo echan en cara o lo castigan (recordemos el caso del niño al que su madre le ponía la sábana mojada en la ventana para que la vieran sus amigos).

¿Qué pasa con los niños enuréticos con el tiempo? En los casos vistos por mí, a los diez años de haber hecho su consulta, menos en tres con problemas de columna, en todos los demás había desaparecido a diferentes edades, con una media de doce años; en la mayoría había desaparecido espontáneamente, un día dejaron de hacérselo y ya está. En seis chicas con la primera menstruación, diez con tratamiento farmacológico, otros tantos con psicoterapia, alguno cuando visitó a un curandero, otro cuando fue por primera vez de acampada, y el otro ¡el día que se casó! Saquen ustedes las consecuencias.

De todas maneras hay que intentar siempre un tratamiento (psicoterapia, conductual, el pipí-stop, el método del calendario, poniendo estrellas de colores los días que se levanta seco, o con fármacos del tipo de la imipramina). Hablad siempre con el niño para quitarle sus sentimientos de culpabilidad y de inseguridad, y con los padres para situar el problema en su verdadera dimensión.

La encopresis Pasemos ahora a los niños «que se lo hacen encima». A estos niños se les llama «encopréticos» (los franceses no tienen una palabra adecuada y la española es demasiado descriptiva para ponerla por escrito) por padecer «encopresis», es decir, la no retención de las heces sin tener ninguna causa orgánica.

Es mucho menos frecuente que la enuresis (16% a los tres años, 3% a los cuatro, 1,5% a los siete y no llega al 1%, a los diez). Puede ser también primaria y secundaria, y tampoco sabemos muy bien a qué obedece, aunque aquí los problemas con el aprendizaje son más evidentes, y tanto la negligencia como la excesiva exigencia de los padres pueden ser perjudiciales.

También hay causas emocionales: miedo, ansiedad, situaciones de tensión, celos, la entrada en la escuela, etc., aunque en algunos casos existe un estado de agresividad tal en el niño, que se produce un tipo de encopresis semivoluntaria para fastidiar a los padres. En otros casos simplemente se trata sólo de que están jugando y no quieren ir al retrete para no dejar de jugar, hasta que acaban haciéndoselo encima.

La encopresis es casi exclusiva de varones (cuatro o cinco chicos por cada chica) y desaparece también a los doce años por término medio y por motivos parecidos a los descritos en la enuresis (también en caso de curandero) aunque en esta afección las técnicas conductuales suelen ser las que tienen más éxito, como también la psicoterapia cuando hay problemas emocionales o de relación padres-hijo.

El problema contrario al anteriormente descrito es el de los niños que retienen las heces. Este fenómeno puede ser debido a múltiples causas, una fisura anal por ejemplo; pero en la mayoría de los casos no hay tal organicidad, es simplemente que a los niños les puede resultar una sensación agradable o, más neuróticamente, porque no quiere «dar sus heces», ya que son suyas y de nadie más (el psicoanálisis dice que estos niños serán más adelante unos tacaños); sobre todo si lo tiene que hacer en el inodoro, donde éstas desaparecen rápidamente y la sensación que experimenta de que «algo suyo» se ha perdido es más intensa.

En otras ocasiones son los padres, generalmente bastante ansiosos, que colocan al niño durante horas en el orinal, le inducen a que «lo haga» con halagos y amenazas y el niño acaba como «un rey en su trono», trayendo de cabeza a toda la familia al utilizar sus heces como arma. De todas formas si los síntomas de «estreñimiento» son muy acusados o duran mucho tiempo conviene consultar con un pediatra por la posibilidad de alguna enfermedad como el megacolon congénito.

Los problemas con la alimentación Otro tipo diferente de problemas son los relacionados con la comida. Uno que trae de cabeza a muchos padres es el de los hijos que no tienen ganas de comer, es decir la «anorexia» o «inapetencia» y que alguien llamó la «cruz del pediatra» por lo frecuente que es.

Puede ser esta anorexia muy precoz. Puede aparecer ya en los primeros meses de la vida relacionada generalmente con madres ansiosas, rechazantes, apresuradas y demasiado rígidas con los horarios, o en el segundo semestre y entonces pueden ser producidas por el cambio de la alimentación que tiene distinto gusto, consistencia y modo de administración o por el, cada día menos frecuente, destete, que supone un alejamiento físico y psicológico de la madre.

En la segunda infancia la anorexia significa muchas veces una simple manifestación de rechazo y oposición por parte del niño, que la utiliza como arma contra los padres o, en niños menos agresivos, una llamada de atención sobre ellos si se sienten solos, desatendidos o tienen celos de otro hermano.

Cuando la anorexia se presenta en la edad puberal y juvenil adquiere una significación, frecuencia y gravedad que la hacen especialmente importante: es la «anorexia mental o anorexia nerviosa», que puede llegar a pérdidas de peso, que dejan a las adolescentes, pues se trata de un cuadro casi exclusivo de chicas, con menos de treinta kilos y aspecto cadavérico por la pérdida del panículo adiposo de la cara.

Suele comenzar de una forma insidiosa a consecuencia de un voluntario «dejar de comer» para no engordar (realmente no están gruesas, pero a ellas se lo parece por una deformación de su imagen corporal), bien por motivos estéticos y de moda (desde luego hoy no se lleva la Venus de Milo), bien por un rechazo de las formas femeninas (se llegan a poner vendas en el pecho para disimular las mamas) o bien por situaciones conflictivas familiares o de otro tipo.

En un principio la anoréxica domina su anorexia, pero pronto llega un día en que si quiere volver a comer ya no puede hacerlo, comprobando con ansiedad creciente que empieza a encontrarse verdaderamente mal y le han desaparecido las menstruaciones. Si el cuadro no cede, se llega a un estado de depresión, apatía e indiferencia que es sumamente peligroso, aun para la vida.

El tratamiento de esta forma grave de anorexia requiere la intervención de un psiquiatra y cuando el cuadro empieza a ser importante, la separación del medio familiar y el internamiento en una clínica.

Lo contrario de la anorexia es la «bulimia», que puede darse también en la infancia y que no es más que una compulsión a comer que lleva a la obesidad, con todos los inconvenientes que ésta tiene, desde ser una calamidad en los deportes hasta ser objeto de burlas y apelativos despectivos por parte de los compañeros. La causa de este ansia de comer puede ser la existencia de una ansiedad subyacente, con problemas familiares o escolares no resueltos. (Cuántas personas dicen: cuando me pongo nervioso no hago más que comer.) En la pubertad y juventud se da también un cuadro de «bulimia nerviosa» descrito por primera vez en los colegios femeninos norteamericanos. Consiste en episodios de verdadera voracidad, es decir, comer mucho, en poco tiempo y de una forma compulsiva, lo que naturalmente las llevaría a la obesidad si no se defendieran de ella tomando laxantes, vomitivos, diuréticos y haciendo kilómetros de «footing», todo lo cual puede llegar a afectar seriamente su salud.

Este cuadro no tiene la gravedad de la anorexia nerviosa, pero puede dar bastante guerra y hay que tratarlo preferentemente con psicoterapia para ayudar a estas chicas a solucionar su conflictividad más o menos inconscientes y con terapias de tipo conductual.

Recuerdo un caso de una adolescente que, cuando ella no podía dejar de comer, obligaba a su hermana pequeña a que lo hiciera, por un doble mecanismo de proyección-identificación.

Un trastorno curioso, pero relativamente frecuente en los niños, es la llamada «pica», nombre que viene de pica = urraca, animal de hábitos omnívoros, que consiste en la ingestión de sustancias no alimenticias como tierra, el yeso de las paredes, pinturas y hasta pastillas de jabón, como un caso que tuve yo y que por cierto duró hasta los veinte años, cosa rara, pues suelen pasarse antes. Puede presentarse en deficientes mentales y en psicóticos, pero también en niños sin estos problemas, aunque en mi experiencia, aun siendo normales, no son demasiado inteligentes.

La «coprofagia» o ingestión de heces es poco frecuente, sólo se ve en niños pequeños de uno a tres años y suele significar abandono y carencia afectiva, cosa que suele suceder también en los niños que padecen «mericismo o rumiación» que no es más que la regurgitación de los alimentos a la boca, masticándolos allí durante tiempo y tiempo, aunque en estos casos se te nota al niño una evidente relajación y placidez, que indica una cierta autosatisfacción oral.

Los niños que hablan mal Otros de los problemas, aparentemente menores, que son objeto de múltiples consultas, son los relacionados con el lenguaje.

Si empezamos por los niños de menor edad, tenemos los que tardan en hablar, o si va lo hacen, van retrasados respecto a los de su misma edad. Lo primero que hay que hacer en estos casos es descartar la posibilidad de uno de estos cuatro síntomas: sordera, deficiencia mental, autismo o un trastorno neurológico. Si el niño no padece ninguno de ellos y tiene menos de tres años, recomiendo a los padres un poco de paciencia, porque lo más probable es que el niño rompa a hablar el día menos pensado o se ponga al nivel de los demás, ya que se trata de una simple En el caso de que el problema no se resuelva en un tiempo prudencial, se deben tomar medidas logoterápicas, porque entonces ya podríamos hallarnos frente a lo que se llama «trastorno expresivo del lenguaje», que se caracteriza porque el niño, ya mayor de tres años, se expresa con un lenguaje que corresponde a uno de menor edad y su habla resulta poco inteligible.

Otro trastorno es el del niño que articula mal ciertos sonidos, y esto sí que es frecuente en la infancia: 10% antes de los seis años y 5% a los ocho. Esta alteración se conoce con el nombre de «dislalia», siendo la más conocida la dificultad para pronunciar el sonido de «rr» (el conocido perro de San Roque que no tiene rabo), pero hay otras muchas; la «1» que se pronuncia como «d», la «s» que se hace como «z» y viceversa (patológicamente mientras el niño no sea andaluz), la «ch» como «sh», los niños que sustituyen muchas consonantes por el sonido «t» (hotentotismo) y otros no tan frecuentes, pero ¡a cuántos niños les cuesta decir padre o blusa, pronunciando «pade» o «busa»! Todos estos problemas pueden pasarse espontáneamente con el paso del tiempo, pero conviene corregirlos cuanto antes, porque puede sufrir por su defecto y aun tener problemas con su aprendizaje ya que, como dicen algunos padres, «este niño escribe como habla». El tratamiento debe ser hecho por un logopeda y desde luego no hay que cortarles el frenillo de la lengua.

Distinto por completo es lo que le pasa al niño que no entiende bien lo que se le dice, sobre todo cuando se trata de palabras complejas y raras o frases enrevesadas y largas, trastorno que es más frecuente de lo que se cree, pues parece ser que afecta al 10% de los escolares. Se llama a esto «trastorno receptivo» y es particularmente grave, pero muy raro, que sea total; es decir, que el niño oiga sonidos, pues no es sordo, pero no puede interpretarlos, y la consecuencia es que tampoco aprende a hablar, dando la impresión de un sordomudo o de un autista (yo he visto sólo un caso).

A veces, lo que está alterado es el ritmo del lenguaje, va porque el niño hable muy deprisa, ya porque lo haga a saltos o sin pausas y es lo que se llama «farfullen». Más importancia tiene la «tartamudez que es, bien una repetición o prolongación de sonidos, sílabas o palabras, bien un verdadero bloqueo al comenzar a hablar o al pronunciar la primera sílaba (forma «clónica»).

La tartamudez suele aumentarse en los estados de nerviosismo o tensión y, por el contrario, desaparecer si se canta (yo tenía un adolescente en mi centro que cuando tenía que pedirme algo, lo hacía cantando), si se habla a objetos inanimados o si se hace lectura oral.

El pronóstico no es bueno, en mi estadística sólo desapareció del todo en el 30% de los casos, mejoró en otro 30% y permaneció igual en el 40% restante, aunque eso sí, los severos problemas de convivencia que tienen cuando son niños se vuelven retraídos y temen el contacto social desaparecen cuando son mayores: se reconciliara con su defecto y se vuelven más seguros y expansivos.

El tratamiento es logoterápico, combinado con técnicas conductuales y fármacos ansiolíticos si hay mucha ansiedad.

Francisco J. Mendiguchía, “La motricidad y sus trastornos”

El aparato locomotor también puede producir síndromes patológicos diversos, más o menos importantes, en los niños y voy a empezar por el que aparece en la edad más temprana y que además tiene un nombre rarísimo: «Offensa capitis.» Los angloparlantes le llaman «headbanging» y en castellano la verdad es que no sabemos cómo llamarlo. Consiste en una conjunción de balanceo del cuerpo y golpes de la cabeza contra los barrotes de la cuna o contra las paredes y que desaparece a los tres o cuatro años como mucho.

Se han buscado muchas explicaciones para este curioso fenómeno, tales como autoerotismo, carencia de cuidados maternales, insuficiencia de posibilidad de movimientos e insensibilidad al dolor. El caso es que se pasa solo, pero asusta mucho a los padres por los posibles daños que pueda hacerse en la cabeza y hasta molesta a los vecinos por los ruidos que hace el niño durante la noche, pues es a esta hora cuando más lo hace.

En algunos casos raros el fenómeno de balanceo, sin los golpes en la cabeza, puede prolongarse hasta la preadolescencia como uno que vi hace algunos años (hoy es una perfecta madre de familia) que, con doce años, tenía que balancearse para coger el sueño, al mismo tiempo que se metía los dedos índice y meñique en la nariz y el gordo en la boca, y que cedió rápidamente con un tratamiento de descondicionamiento.

Otro hábito muy conocido es el de la «onicofagia» o hábito de morderse las uñas, que se da en un 25% de la población infantil, con un máximo de frecuencia entre los diez y los doce años, preferentemente en niñas. Las terapéuticas coercitivas como castigos, regaños, colocación de esparadrapos o untar los dedos en acíbar u otros productos que saben mal, no suelen dar resultado en la mayoría de los casos, siendo lo más acertado tratar la tensión subyacente que existe en un buen número de ellos y utilizar también técnicas de descondicionamiento.

La «tricotilomanía» o hábito de tirarse de los pelos hasta arrancárselos y llegar a producir en ocasiones verdaderas calvas, no es tampoco una rareza y también mucho más frecuente en las niñas que en los niños. Los pelos que se arrancan suelen ser los de la cabeza, pero también los de las cejas y pestañas y, en menor proporción, los de axilas y pubis. Se han intentado mil explicaciones para esta conducta, pero ninguna resulta convincente del todo; lo que sí es cierto es que muchas veces coincide con estados depresivos o con conflictos familiares que hay que tratar adecuadamente, acompañándose de técnicas de descondicionamiento que son las más efectivas.

Con otra palabreja rara, «bruxomanía», se conoce el hecho mucho más vulgar, en niños pequeños, de rechinar los dientes, y que tan desagradable resulta para los que están alrededor y que, en cierto modo, está relacionado con estados de nerviosidad como el producido por el picor que producen las conocidas «lombrices» en el ano de los niños (esto y dormir con los ojos abiertos eran signos patognómicos para las madres de la presencia de estos parásitos intestinales). Lo mejor es tener paciencia y dejar que se pase solo, pero si dura mucho hay que descondicionar el hábito como se hace con los anteriores.

Los tics Por su frecuencia, consecuencias sociales y resistencia a los tratamientos son especialmente importantes los llamados «tics», conociéndose con este nombre los movimientos bruscos, rápidos, involuntarios, de presentación irregular y sin finalidad alguna. Su ejecución va precedida de un impulso irresistible cuya representación produce malestar, pero que, mediante un esfuerzo voluntario o una distracción involuntaria, pueden disminuir en frecuencia e intensidad al mismo tiempo que desaparecen casi totalmente durante el sueño.

Los tics se dan más en niños que en niñas, más en éstos que en adultos y pueden ser muy variados en su expresión. Tenemos tics de cara (parpadeo, guiños, muecas, sacar la lengua) que son los más frecuentes; de cuello y cabeza (afirmación, negación, saludo); de hombros (encogerse de hombros); de tronco (inclinarse); respiratorios (hipos, tos); fonatorios (carraspeos, gruñidos) y verbales (repetición de sílabas, palabras y aun frases, con tendencia a la coprolalia).

La edad en la que aparecen con más facilidad es la escolar y, en total, suponen de un quinto a un décimo de esta población. En unos casos aparecen durante una temporada y luego desaparecen, quizá se repitan alguna otra vez, pero acaban por quitarse; en otras ocasiones se cronifican y son muy difíciles de extirpar, si bien tienen temporadas de mejoría y empeoramiento.

El tratamiento consiste en técnicas de relajación y de descondicionamiento (poner al niño y a la madre delante de un espejo para que aquel repita voluntariamente los movimientos que hace involuntariamente) y en el uso de tranquilizantes y neurolépticos no muy incisivos.

Existe una forma especialmente grave de los tics que se conoce con el nombre de «Enfermedad de Gilles de La Tourette» en recuerdo de este psiquiatra francés que la describió en 1885 y que ahora los americanos la han rebautizado como T. S. (Tourette’s syndrome). Consiste este cuadro clínico en tics motóricos y verbales al mismo tiempo, con una especial relevancia de ruidos guturales y de emisión de palabras obscenas y malsonantes.

Aunque el síndrome en sí puede llegar a desaparecer, dura mucho más tiempo que los tics corrientes, a veces se puede ver hasta en la edad adulta y es frecuente que se acompañe de problemas de conducta como terquedad, rebeldía o agresividad. Parece ser que se debe a un trastorno genético relacionado con la enfermedad obsesivo-compulsiva. El único tratamiento a que obedece algo este grave síndrome es el farmacológico, aunque dada la gran cantidad de tiempo que hay que administrar el medicamento, se llegan a producir síntomas de intolerancia hepática.

Los niños «manazas» De vez en cuando aparece por la consulta, no muchas veces porque el problema suele preocupar poco a los padres, a no ser que sea de gran intensidad, un niño que es desmañado, torpe, rompe lo que cae en sus manos y, en conjunto, al que se le puede denominar patoso, pues ha presentado problemas de coordinación motora desde que era pequeño.

A este cuadro se le denomina «dispraxia evolutiva» y sus síntomas son los de que, desde sus primeros meses, han sido lentos para sentarse, gatear, guardar el equilibrio, andar, coger objetos, hacer torres con cubos de madera o plástico, meter objetos de diversas formas (bolas, cubos, rombos, etc.) en sus agujeros correspondientes, manejar el lápiz o el bolígrafo, cortar con tijeras, abrocharse y desabrocharse los botones, vestirse o hacerse los nudos de los cordones de los zapatos.

Más tarde se le va notando cada vez más su inhabilidad: se le caen los objetos de las manos y los rompe, claro, la plastilina se le resiste, sus dibujos están muy mal hechos, su escritura resulta casi ilegible y ¡ay!, cuando llega la hora de jugar y correr se cae al suelo más veces que los demás, le cuesta chutar al balón y no digamos regatear en el fútbol y, en fin, que no son capaces de meter una pelota en un aro de baloncesto.

Lo peor es que el niño, según va pasando el tiempo, se va dando cuenta de su problema, se va acomplejando y, o se deprime y aísla o se torna agresivo en defensa de su autoestima.

Su causa no es bien conocida, puede ser genética, yo vi este cuadro en dos gemelos hace algún tiempo, o puede obedecer a pequeñas lesiones cerebrales del momento del parto que afectan solamente al área de coordinación psicomotriz. El diagnóstico no es difícil y desde el viejo test de Oseretsky se han multiplicado las pruebas que ponen de manifiesto estas inhabilidades.

El tratamiento consiste en una reeducación psicomotriz hecha en un centro y por un personal muy bien cualificado y empezada lo más pronto posible, pues la precocidad en esta terapéutica es fundamental. Debe de hacerse una psicoterapia de apoyo en caso necesario cuando se presenten problemas emocionales.

La parálisis cerebral El gran problema motórico, aunque afortunadamente cada día va siendo menor su número, es el que constituye las «parálisis cerebrales», pues aún suponen entre el uno y medio y el tres por mil de la población general infantil.

La historia no comienza con un psiquiatra o un neurólogo, sino con un tocólogo inglés, J. L. Little, que describió el cuadro en 1853 y que, en un segundo trabajo en 1863, lo relacionó con dificultades en el parto, siendo curioso que S. Freud, antes de fundar el psicoanálisis, se ocupó detenidamente de él.

Su sintomatología es muy compleja pero lo principal son las parálisis, más bien paresias (parálisis incompletas), que pueden afectar a uno o a varios miembros (monoplejías, hemiplejías, paraplejías) que se acompañan generalmente de espasticidad, y por ello posteriormente de contracturas, rigidez, movimientos atetósicos (reptantes) de los dedos de las manos, ataxia o falta de equilibrio y, algunas veces, temblores. Estos síntomas principales se suelen acompañar de trastornos sensoriales como hipoacusia, estrabismo, nistagmus (movimientos horizontales rápidos de los ojos), trastornos del lenguaje del tipo de disartria por incoordinación bucolingual y crisis convulsivas en el quince a veinte por ciento de los casos. En casos raros puede haber hipotonia en vez de espasticidad.

Muy importante es la presencia o no de deficiencia mental, cosa que no sucede en todos los casos ni mucho menos, aunque en la mayoría de ellos lo parezca. Respecto a esto último puedo asegurar que en toda mi vida profesional he visto cometer tantos errores como en la determinación de la capacidad mental de estos niños, sobre todo si son menores de tres años. Veamos un ejemplo: un niño de dieciocho meses deberá, según los tests, hacer una torre de tres cubos o sacar una bolita de una botella. No lo harán, ni un deficiente mental ni un paralítico cerebral, el primero porque no sabe, el segundo porque no puede y por ello habrá que valorar como positiva la intencionalidad en la ejecución de lo que se le pide hacer, aunque no consiga hacerlo bien y del todo.

El tratamiento de estos niños ha de comenzarse desde el primer día que se diagnostican, va que la rehabilitación precoz es fundamental para que se pongan en funcionamiento las partes del cerebro que no están dañadas por la lesión y sustituyan a las lesionadas, además de evitar la aparición de contracturas y posturas viciosas que después son difíciles de corregir, siendo en este cuadro clínico en el que el famoso Método de Filadelfia o de Doman Delacato, encuentra su principal indicación.

Si importantísimo es el tratamiento físico no lo es menos el psicológico, sobre todo en los casos de normalidad del desarrollo intelectivo, pues se pueden producir conductas reactivas que marcarán profundamente la evolución de la personalidad. Estas reacciones pueden ser: de excesiva su misión y pasividad, de agresividad con conducta tiránica y colérica y de, y esto es lo más frecuente, depresión, apatía y tristeza.

A los padres hay que decirles que estas reacciones dependen en gran parte de su actitud, va que ésta puede ir, desde una hiperprotección que les anula aún más, hasta un rechazo, inconsciente las más de las veces, que se manifiesta en forma de una exigencia de perfeccionismo que pretende unos resultados que jamás se podrán alcanzar con ningún tratamiento.

Y ahora les contaré el caso de un niño afecto de esta enfermedad en un grado bastante intenso, pero muy inteligente, al que después de bastante tiempo de tratamiento conseguimos que anduviera solo aunque con alguna dificultad; un día, los padres de este niño, que parecían muy contentos con estos resultados, nos propusieron, cuando el niño tenía diez años, que lo preparáramos para que hiciera su Primera Comunión, cosa que así hicimos. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos enteramos ¡que el niño había hecho su Primera Comunión completamente solo! No asistió más que la familia, ni hubo fiesta alguna. Era evidente que los padres, bajo la apariencia de un gran cariño, se avergonzaban del defecto físico del hijo y ocultaban al niño marginándolo de la sociedad con otros niños que, contra lo que creen muchos padres, son más comprensivos y cariñosos que muchos adultos.

Los problemas con la idea del cuerpo Hablemos por último de unos conceptos que tienen mucha relación con los problemas motóricos, los referentes al esquema corporal, es decir la noción que cada uno tiene de su propio cuerpo y los de la preferencia lateral, es decir si somos diestros o zurdos, cosa que depende de nuestros hemisferios cerebrales.

Un niño pequeño no sabe lo que es derecha o izquierda y eso lo va aprendiendo con los años, aunque a veces, en los niños disprácticos antes citados llegan a mayores sin saberlo muy bien. En el ejército había reclutas a los que se les ponía un ladrillo en la mano derecha para que no dieran media vuelta en sentido contrario, pues arrastraban ese trastorno espacial desde que eran niños y nadie se lo había corregido.

Lo normal, es decir, lo más frecuente, es que seamos diestros y utilicemos preferentemente nuestra mano, pierna y ojo derechos y, a los que les sucede lo contrario, se les llama zurdos, conociéndose como ambidextros a los que manejan igual de bien el hemicuerpo derecho que el izquierdo.

Antes se pensaba que ser zurdo era un defecto y hasta se consideraba de mala educación comer con la mano izquierda; en los colegios se les reprendía, hasta se les ataba esta mano izquierda, creándose así lo que después se han llamado zurdos contrariados, que acababan por no saber hacer nada bien ni con una mano ni con la otra. Hoy día este concepto peyorativo de la zurdería ha desaparecido prácticamente aunque no sea más que viendo lo bien que juegan al tenis algunos jugadores zurdos o los proyectos de arquitectos o ingenieros hechos con la mano izquierda. Bien es verdad que todavía tienen algunos problemas como el utilizar unas tijeras que normalmente tienen el filo al revés para ellos o el bajar una escalera agarrándose a la barandilla, que tendrá que hacerlo a contracorriente.

Para conocer cuál es la dominancia lateral se utilizan unas pruebas muy simples: hacer al niño que simule que clava un clavo, se lave los dientes y se peine o reparta cartas o enhebre una aguja realmente, todo ello para las manos. Chutar con una pelota, jugar a la raya o ir a la «pata coja» para las piernas. Mirar por un agujero hecho en un papel, o por un tubo de cartón y simular que apunta con una escopeta guiñando uno de los ojos para ver la preferencia ocular.

Una vez hechas las pruebas nos darán los tres posibles resultados de: – Lateralidad bien afirmada, diestra o zurda. – Lateralidad cruzada, por ejemplo: ojo y pierna de predominio derecho y mano de predominio izquierdo. – Lateralidad mal afirmada, cuando no hay un claro predominio ni derecho ni izquierdo (da cartas con la mano derecha y enhebra con la izquierda).

Si se encuentran lateralidades mal afirmadas o cruzadas conviene afirmar la que sea más dominante mediante ejercicios de psicomotricidad.

En esto de la lateralidad parece haber un factor hereditario, aunque no sea dominante (yo tengo una hermana y uno de mis cinco hijos zurdo, que por cierto es un jaquecoso, cosa que parece ser más frecuente en ellos, y yo mismo, que soy diestro, me pongo el cinturón al revés que todo el mundo).

Francisco J. Mendiguchía, “Los grandes síndromes”

Corresponden éstos a los cuadros clínicos que por su frecuencia e importancia han sido, y lo son todavía, fuente de angustia, temor y desesperanza para los padres, pero que éstos deben superar porque pueden y deben ser una gran ayuda para los hijos que los sufren.

La deficiencia mental Hace ya más de veinte años, fui buscado deprisa y corriendo para que acudiera a la televisión para que un famoso entrevistador me hiciera unas preguntas sobre el caso de un niño que había aparecido en el entonces Sahara Español, conviviendo con una manada de gacelas. Se preguntaban por la relación que podría haber entre éste y el ya famoso «niño salvaje de Aveyrólv», cuya vida ha sido llevada a la pantalla por el director de cine francés Trufaut.

Lo del niño gacela resultó ser absolutamente falso; no así el encontrado vagando por los bosques de Aveyrón. Con este caso suelen comenzar todos los libros que hablan del tratamiento de las deficiencias mentales, u oligofrenias como se llamaban por aquel entonces. En realidad no se sabe bien si este niño, al igual que las niñas indias Kamala y Amala, era deficiente mental, autista o niño que milagrosamente había sobrevivido en el medio animal, aunque eso sí, a costa de no haber podido desarrollar su inteligencia por falta de estimulación humana.

Sin embargo la verdadera historia de la deficiencia mental como grave problema sociológico empezó más de medio siglo más tarde. El gobierno francés, con motivo de la implantación de la escolarización obligatoria, encargó al profesor Binet que investigara la capacidad mental de los escolares, para lo cual éste, ayudado por su colaborador Simón, diseñó unas pruebas el célebre test que lleva su nombre para determinar esta capacidad, que midieron en «edades mentales».

Cuando les pasaron estas pruebas a los niños vieron que esta edad mental no coincidía en ocasiones con la edad real o cronológica, en unos porque era mayor y en otros porque era menor, determinando entonces que aquel escolar que tuviera una edad mental dos o más años inferior a la real, era un retrasado que no debía seguir una enseñanza normal. Debería recibir a cambio un tipo de enseñanza adaptada a sus facultades, naciendo así la Pedagogía Terapéutica, aunque ya con anterioridad se hubieran creado centros que «recogían» a los deficientes más profundos. A los nuevos retrasados de Binet se les llamó «débiles mentales» y empezaron a crearse escuelas para ellos en todo el mundo.

Para afinar más el diagnóstico, pues no es lo mismo tener dos años de retraso a los seis que a los diez, se inventó por Stern el conocidísimo Cociente Intelectual que se obtiene dividiendo la edad mental por la cronológica que, en caso de absoluta normalidad, debe ser uno; en realidad: cien, porque para facilitar las operaciones se le añadieron dos ceros. Como los hombres no somos robots, ni tan exactos, la coincidencia absoluta era rarísima, por lo que se consideró que la banda comprendida entre noventa y ciento diez era la que correspondía a la normalidad.

Si el niño obtenía un C. I. (Cociente Intelectual) por debajo de esa banda era un retrasado y si por encima un superdotado por lo que, y sin meternos en complejidades de desviaciones estándar, el concepto de normalidad, y por lo tanto de subnormalidad, es meramente estadístico, por lo menos dentro de ciertos límites.

Pronto se vio que había muchos niños con un C. I. por debajo de noventa a los que no se les podía considerar realmente retrasados, por lo que, los que tenían el C. I. entre ochenta y noventa pasaron a ser considerados simplemente «torpes» y en puridad debían, aunque les costara un poco más de esfuerzo, seguir una escolaridad normal, si bien la mayoría acababa sus estudios, si es que lo hacía, uno o dos años después que los demás.

Pero aún hay más, porque si consultamos cualquier clasificación de enfermedades mentales de tipo público e internacional (OMS, DSM) vemos que para calificar a un niño de deficiente mental ha de tener un C. I. por debajo de setenta. ¿Y los que están entre setenta y ochenta? Pues la cosa no está muy clara pero, en general, se les conoce con el nombre de «limites» y también «fronterizos» porque se encuentran en la frontera entre la normalidad y la subnormalidad.

Por debajo de un C. I. de setenta el diagnóstico ya es más fácil, porque la deficiencia suele ser claramente perceptible, no sólo por los tests, sino por su comportamiento general, que se aprecia que no está al nivel de los niños de su misma edad sino a otro inferior. Estas deficiencias se dividen a su vez en leves, moderadas, graves y profundas según su intensidad (estas dos últimas se corresponden con los «idiotas de Binet», término que es absolutamente científico y significa «el que no puede comunicarse de palabra»).

De todas maneras, estas clasificaciones tampoco dejan de ser algo artificioso, porque la deficiencia mental es un trastorno global de la personalidad y hay déficit moderados que tienen mejor pronóstico que otros leves por sus características personales, tal como sucede con los niños antes llamados mongólicos y ahora Síndromes de Down, que tienen muy buena integración familiar y social por su ductilidad y buen carácter.

Sin embargo, con esto de los C. I, nos trajo en su día de cabeza la Administración cuando decidió dar unas ayudas económicas, bien modestas por cierto, a las familias que tuvieran un hijo deficiente pero, y ahí estaba el problema, tenía que tener un C. I. por debajo de cincuenta. Confieso sin rubor que yo, que tenía que poner la firma final en los expedientes del centro que dirigía, cambié más de un cincuenta y cuatro por un cuarenta y siete, para que la familia pudiera recibir la ayuda, sobre todo en los citados Down que tienen la característica de tener un C. I. bastante alto en los primeros meses de vida y que después va bajando.

Fue precisamente en estos niños mongólicos en los que se aplicó por primera vez en Argentina, por la Dra. Coriat el método de la rehabilitación precoz para evitar esta caída del C. I.

Consecuencia inmediata del aumento del número de los deficientes mentales diagnosticados, no de su aumento real, fue la proliferación de centros educativos dedicados a estos niños, empezando naturalmente por los países más avanzados económica y culturalmente: Estados Unidos, Alemania, Suiza, Francia e Inglaterra.

Nosotros fuimos más tardíos en crearlos y además se debieron a la iniciativa privada, pues el Estado no hizo casi nada a este respecto, demostrándolo esta anécdota, que la considero absolutamente cierta: a principios de los años cuarenta el peluquero del entonces Ministro de la Gobernación, del que dependía la Sanidad Española, le pidió a éste una recomendación para que un niño pariente suyo, que era subnormal, pudiera ingresar en un centro estatal, pues los privados no los podían costear.

El ministro dijo que sí, que no faltaba más, y le pasó el encargo al Subsecretario, siendo mayúscula su sorpresa cuando éste, al cabo de unos días le informó ¡que no había ninguno!, a la vista de lo cual mandó rebañar unos presupuestos y construyó el Instituto Médico Pedagógico Fray Bernardino Álvarez, del que más tarde fui director durante veinte años.

Con el tiempo fueron creándose más centros, tanto estatales como privados y llegó un momento en que prácticamente todos los deficientes españoles se educaban en un Centro Especial. Mas he ahí que los países que antes habían comenzado y no sólo tenían centros educativos, sino también talleres, clubes y residencias para deficientes adultos (nosotros teníamos también algunos) empezaron a caer en la cuenta que el deficiente mental pasaba su vida, desde que nacía hasta que era viejo, completamente marginado del mundo en que vivía, sin integrarse en la vida laboral y social del mismo.

Esto provocó una revisión de los conceptos que hasta entonces se habían manejado sobre la educación de los niños deficientes y el nacimiento de la idea de que deberían ser educados con los demás niños, aunque recibiendo un apoyo pedagógico complementario. Así nacieron las llamadas «clases de integración», que ya han empezado a crearse en nuestro país en los colegios públicos y algún privado. En éstas estamos y ya veremos con el tiempo cuáles son los resultados.

Pero aparte de la pedagogía, ¿es que no hay tratamientos eficaces para curar la deficiencia mental? Al cabo de casi cincuenta años de dedicarme a estos problemas y de haber asistido al «descubrimiento» de técnicas que aseguraban que sí lo hacían (extractos de células, ácido glutámico, métodos psicomotrices intensivos) puedo asegurar que casi todos mejoran (excepto el de las células que puede ser peligroso), pero ninguno cura. Excepcionalmente hay uno que sí cura, pero sólo sirve para los hipotiroideos, a los que si se les administra cuando son pequeños extracto de tiroides, no aparece la deficiencia, y aun mejoran si no hace mucho que la padecen.

De todas formas han de aplicárseles todas las técnicas «auxiliares» como la musicoterapia, la reeducación psicomotriz, las técnicas conductuales, la farmacoterapia cuando es necesario y aun las psicoterapias, sobre todo las de grupo, pues todas ayudan. Se nota mucho la diferencia entre un deficiente tratado y otro que no lo ha sido, con gran ventaja para el primero.

Y a los padres ¿no les digo nada? Lo primero es que se asocien. En todos los sitios de España hay Asociaciones de Padres que han sabido luchar por los derechos de los hijos deficientes y han conseguido ir rompiendo las barreras que les separaban de la sociedad, que no los aíslen nunca y les hagan participar de todas las actividades vitales a que puedan tener acceso. Recuerdo con verdadera tristeza una chica mongólica de quince años que vivía en su casa como en una jaula de oro: tenía profesora de música y danza, otra de pintura y otra de pedagogía pero no tenía una sola amiga. Ella que lo notaba, me dijo un día: «Mis padres no se dan cuenta que yo sé que la chica que viene porque es amiga mía, en realidad la pagan ellos.» (Yo la vi porque hizo un cuadro delirante debido a su aislamiento.) Hay que educarles con amor, pero también con disciplina y que inculquen estos sentimientos en los hermanos que después serán los encargados de cuidarlos. En caso de que tengan que internarlos en algún centro por las características de su cuadro clínico, no deben sentirse culpables aunque, eso sí, viéndoles con frecuencia y sacándoles las veces que se pueda.

Para terminar les contaré lo que una madre, ya mayor, me contó respecto de su hija deficiente: «Doctor, ¿creerá usted que, a estas alturas de mi vida, esta hija es el único consuelo que tengo?».

El autismo Como he comenzado este capítulo con una historia continuaré con otra, un poco anterior a la del niño gacela. Un día se presentó en mi consulta un señor diciendo que iba a llevarme, para que lo viese, a un hijo suyo que había sido diagnosticado en Estados Unidos de «autismo infantil». Yo, por entonces, no había visto todavía ningún caso de este síndrome y sólo tenía las ideas que me proporcionó la lectura del libro, aún no traducido al castellano de Leo Kanner, en el que este autor describía dicho síndrome, descubierto por él en 1943, con el nombre de «early infantil autismus». Daba al cuadro un pronóstico más bien benigno y con muchas posibilidades de recuperación, optimismo que había contagiado a los padres que, como el señor que nos consultaba, se cuidaba mucho de separar a su hijo de los deficientes mentales («mi hijo es un autista, no un subnormal») dado que además, en los primeros tiempos, se pensaba que el origen era psicogenético.

Para el psicoanalista americano Bettelheim, que escribió un libro realmente impresionante llamado La Fortaleza Vacía, el autismo no consistía, en la mayoría de las veces, más que en un rechazo, consciente o inconsciente de los padres, sobre todo de la madre, a la que describía como fría, distante y con repugnancia para los contactos físicos.

Desgraciadamente hoy ya sabemos que sólo un 5% de los niños autistas no tienen retraso mental, de ellos el 50% con un C. I. por debajo de cincuenta, y que su pronóstico es malo, bastante peor que el de los deficientes leves y moderados.

Asimismo prácticamente nadie duda ya del origen orgánico (cerebral) del autismo, ligado en un pequeño número a factores genéticos y en una mayor proporción a problemas infecciosos o traumáticos del embarazo y del parto, y hasta se han descrito trastornos del metabolismo cerebral con una disminución de la tasa de serotonina en sangre. Últimamente he leído un trabajo que comentaba que mediante la exploración con resonancia magnética cerebral se había detectado una disminución del tamaño del cerebelo, aunque este dato está aún por confirmar con ulteriores investigaciones.

El número de niños autistas se calcula en tres o cuatro por diez mil niños, siendo cuatro veces más común en niños que en niñas.

De una forma somera señalaré que los síntomas que caracterizan a estos niños son los siguientes: trastornos de la relación social, de ahí su nombre de autismo, desde que son pequeñitos (no responden con sonrisas a los tres meses, no miran de frente, no se adaptan al cuerpo de la madre cuando ésta los cogen en brazos, están como ausentes), retraso en la aparición del lenguaje (llegan a los cuatro años o más sin decir más que alguna palabra suelta) y manierismos o movimientos estereotipados (agitación de brazos «como si fueran a volar», retorcimiento de manos).

Es muy característica la resistencia a los cambios en su entorno (ir siempre por el mismo camino, no comer si no les sirve la misma persona, crisis de llanto si se le cambia la cuidadora), apego a objetos inusitados (un trozo de plástico o de alambre), reacciones emocionales agudas frecuentes, con rabietas y automutilaciones, trastornos del sueño, juegos excéntricos e hiperactividad.

Curiosamente, algunos de estos niños muestran habilidades especiales como dibujar. (Tuve un enfermito que dibujaba motocicletas con una perfección que no tenían los niños de su edad pero… las repetía incansablemente decenas de veces y siempre con los mismos trazos.) Durante los años sesenta y setenta se publicaron multitud de trabajos sobre el autismo en las revistas especializadas y se celebraron congresos sobre este tema en exclusiva, dado el alto interés que despertó el cuadro en los medios científicos.

Hoy en día este interés ha disminuido bastante porque se llegó a la conclusión de que las posibilidades de curación son escasas y que el cuadro estaba ya perfectamente definido. No era ni siquiera una forma muy precoz de psicosis como al principio habíamos creído y hay ya autores, como el inglés Grahan, que en su tratado de Psiquiatría Infantil lo incluye en el capítulo de «Trastornos de la inteligencia». La última clasificación americana, la DSM-III-R, soslaya el problema describiéndolo como «Trastorno generalizado del desarrollo».

De todas formas los niños autistas siguen ahí y hay que intentar seguir investigando, tanto en su etiología, para que pueda llegarse a una prevención, que sería lo único realmente eficaz, como en los modos de tratarlos y educarlos, y así salvar lo que se pueda del naufragio pues, aunque pocos, las estadísticas de la mayoría de los países citan casos, un 10%, que pueden llegar a adquirir un cierto grado de independencia y alguno hasta conseguir un trabajo normal, dependiendo ello del grado del desarrollo intelectivo que tengan, de los cuidados de los padres y de los métodos educativos y conductuales aplicados para desarrollar sus potenciales y modificar sus conductas inadecuadas. En veinticuatro casos seguidos por mí durante diez años, ninguno de ellos había podido hacer una escolaridad normal y el 20% estaba internado en centros especializados para autistas.

Las psicosis He hablado un poco más arriba de que el autismo pudiera haber sido una forma temprana de psicosis. ¿Y qué son las psicosis? Para entendernos rápidamente diré que el ejemplo más claro de psicosis en el adulto es la esquizofrenia.

El que los niños puedan padecer una psicosis es algo conocido desde principios de siglo, cuando un psiquiatra italiano llamado Sanete de Sanctis describió el primer caso conocido de esta enfermedad, denominando al cuadro clínico «demencia precocísima», es decir una forma infantil de la recién descrita demencia precoz que más tarde se denominó esquizofrenia, nombre con el que hoy en día se conoce esta enfermedad, todavía llena de interrogantes sobre lo que realmente es pero perfectamente conocida en sus síntomas y aun en su tratamiento.

No puedo describirles detalladamente cómo es la esquizofrenia infantil, pues la mayoría de las personas conocen más o menos de qué se trata y por ello les voy a describir un caso que vi hace casi ya cuarenta años: se trataba de una familia que emigró a Inglaterra, padre, madre y un niño de seis años y que, al cabo de medio año de estar allí, notaron que el niño empezó a ponerse triste y luego a hablar solo, al principio menos y luego a todas horas. Después comenzó a aislarse poco a poco en una habitación y dejó de hablar hasta caer en un mutismo absoluto, a sufrir crisis de agitación en las que rompía todo lo que encontraba a mano, y a no dormir.

Asustados los padres se viene la madre a España con el niño y aquí lo veo yo, encontrándome con un niño inexpresivo, con la mirada vacía, perplejo, con una sonrisa sin contenido alguno y al que no logro arrancar ni una palabra, si bien seguía indicaciones como «ven aquí», «siéntate», etc. y que, de repente, se levanta de la silla en que estaba sentado, echa a correr por la habitación mirando hacia el techo, mientras musita algo ininteligible y hace ademán como de sacar unas pistolas y disparar con ellas; esto le dura un par de minutos y después vuelve a sentarse aparentemente tranquilo, repitiéndose la escena tres veces en una hora. Entonces le pongo un lápiz en la mano diciéndole que dibuje una casa y pinta una con aspecto fantasmagórico, luego que dibuje un hombre y resulta también una especie de fantasma encapuchado. Cuando hablo con la madre me cuenta que algunas noches golpea la almohada con los puños diciendo la palabra «sangre» como si realmente la estuviera viendo.

Le indico a la madre que creo que el niño padece una forma muy precoz de esquizofrenia y, como el diagnóstico en esa época era un poco insólito, se lo cree a medias y escribe al marido, que se traslada a Londres, donde consulta con varios psiquiatras y todos le dicen que el diagnóstico era correcto. El caso terminó bastante bien pues en seis meses le desaparecieron los síntomas después de un tratamiento con neurolépticos y psicoterapia.

Se trataba pues de un caso de una forma de psicosis infantil de tipo esquizofrénico, raro en esta edad pero mucho más frecuente entre los doce y quince años, edad en la que ya va tomando la enfermedad la forma del adulto. Hay otras formas descritas de psicosis infantiles, aún más precoces que nuestro caso, como son la psicosis simbiótica de Mahler, la forma deficitaria de Misés, la defectuosa de Bender y las psicosis disarmónicas, que deben distinguirse, lo que no es tan fácil, de las deficiencias mentales.

El tratamiento debe ser hecho siempre por un psiquiatra, pues la terapéutica realmente eficaz es la administración de neurolépticos; si debe acompañarse de técnicas de maternaje, musicoterapia y técnicas conductuales. Puede citarse como exponente de la gravedad de estos casos, el que una magnífica psiquiatra de niños, norteamericana, Lauretta Bender, llegó a tratar, antes de la aparición de los psicofármacos, cientos de ellos con electrochoque.

La epilepsia Del último «gran problema» del que quiero tratar, es el del niño que padece una epilepsia. Es curioso que todos los libros que tratan de esta enfermedad empiecen citando a los grandes hombres que fueron epilépticos como Julio César, Napoleón o Dostoievsky, quizá para darnos argumentos para convencer a los padres de que es una enfermedad sin importancia y no aquel terrible «mal divino» que hacía a los romanos suspender las reuniones públicas o comicios, cuando algún asistente sufría una crisis del «gran mal» epiléptico.

La verdad es que, hace no más de treinta años, ser epiléptico era desagradable, peligroso a veces, y conducente a una marginación social que llevaba en ocasiones a los manicomios. Los niños que sufrían estas crisis tan aparatosas del «gran mal» epiléptico, no podían ir a clase con los demás niños porque éstos podían asustarse y hasta se crearon centros especiales para ellos.

Afortunadamente en estos últimos treinta años, el problema ha ido dejando de serlo gracias a dos factores fundamentales: el primero ha sido el gran avance producido en el tratamiento farmacológico de esta enfermedad en todas sus formas: «gran mal», «pequeño mal» y «crisis parciales» (sólo sigue siendo una forma grave la conocida como «hipsarritmia» o síndrome de West), avance que ha permitido el control de las crisis en la gran mayoría de los casos.

Gracias a ello el niño ha dejado de estar siempre asustado por la posibilidad de sufrir un nuevo ataque, ha adquirido seguridad en sí mismo y ya no se produce deterioro mental ya que ni hay crisis ni la medicación que actualmente se da les atonta. Tan es así que ya es muy difícil de ver lo que antes se llamaba «carácter epiléptico» que producía un tipo de niño colérico, agresivo, de retorcidas ideas, poco fiable y enequético (esta palabreja quiere decir repetitivos, pesados, minuciosos y adherentes).

El segundo factor es el mejor conocimiento por parte de la gente de lo que es la enfermedad y de su poca peligrosidad para el niño o para los demás. Esto hace que los niños epilépticos sean admitidos en los colegios y hasta se instruyan a los compañeros de clase para que no se asusten y sepan qué hacer si se presenta alguna crisis, como no meterles cucharillas ni objetos duros entre los dientes en plena crisis, porque se pueden romper, y sólo colocarles en una posición cómoda en la que no puedan herirse en las convulsiones.

De todas formas los médicos, cuando se hace el diagnóstico de una epilepsia infantil, debemos tener una charla con los padres para explicarles en qué consiste la enfermedad: sus posibles y reales peligros; cómo prevenirlos (vigilar al niño mientras se baña en el mar o en una piscina porque puede ahogarse en una crisis y no hacer ejercicios tan violentos que produzcan jadeo durante minutos); la necesidad de seguir puntualmente las indicaciones terapéuticas con controles periódicos de nivel de medicación en sangre y repetir los electroencefalogramas de tiempo en tiempo. Hay que ponerles en guardia también con el exceso de superprotección que puede llegar a ahogar la iniciativa y personalidad del niño.

Francisco J. Mendiguchía, “Educar es difícil…, pero hay que hacerlo”

Es bien sabido que la educación perfecta no existe, pues es obra de hombres, y éstos no son nunca perfectos. Si pudiera serlo, los hijos de los educadores, psicólogos, psiquiatras y sociólogos, estarían perfectamente educados pues, en general, conocen la teoría de la educación y el modo de aplicarla a cada tipo de niño y, sin embargo, esto no es así al interferirse una serie de variables, como son la propia personalidad de los educadores, sus problemas, sus circunstancias, etc., que condicionan esta educación.

Es más, ni en teoría puede existir la educación perfecta porque se conocen muchos modos educativos, algunos de ellos contrapuestos, que pretenden serlo, lo cual quiere decir que no lo es ninguno, aunque posiblemente todos tengan su parte aprovechable.

De todas maneras, los padres deben conocer unos principios educativos y la realidad es que la mayoría los desconocen, pues el más difícil oficio del hombre, el de educador de sus hijos, no tiene un aprendizaje previo.

Para paliar este desconocimiento de los padres y evitar que se encuentren con unos hijos a los que se puede maleducar, o ineducar en el mejor de los casos, se han creado Escuelas de Padres, Centros de Orientación Familiar, Institutos de Estudios Familiares y otros de parecido nombre, la mayoría buenos, aunque algunos no estén exentos de inconvenientes.

Voy a comenzar por lo más fácil, que es comentar lo que «no se debe hacer» para no caer en unos estereotipos educativos que generalmente no van bien, porque lo primero que debe tener una educación es ser «personalizada».

Veamos en primer lugar cómo los padres no tienen que considerar al hijo: Como un «enano»: según este criterio el niño no es más que un adulto que no se ha desarrollado todavía, pero que siente, padece, piensa como él y sus motivaciones son parecidas (adultomorfismo).

Como una «marioneta»: que debe responder en todo momento a sus deseos (si tiro de un hilo tiene que hacer esto, si tiro de otro lo contrario).

Como un «robot»: que se programa y no puede pensar por su cuenta.

Como un «ángel»: al que hay que adorar como un ídolo porque no tiene defecto alguno.

Como un «demonio»: que no tiene más que defectos y ha de ser corregido continuamente.

Como un «cachorro»: del que no tenemos que preocuparnos más que de su salud física sin caer en la cuenta de que tiene un desarrollo psicológico y espiritual que hay que seguir atentamente.

Cómo educar mal Asimismo existen unos tipos de educación particularmente erróneos que conviene conocer, pues son bastante frecuentes en algunos hogares: Educación excesivamente permisiva: se produce ésta, bien por el criterio de los padres, al creer que es la más idónea, bien porque es más cómodo no oponerse a los deseos y caprichos de los hijos. Un niño así educado carecerá del sentido de la disciplina necesaria para amoldarse a las exigencias sociales y tendrá una pobre idea de lo que se puede o no se puede hacer, de lo que está bien y de lo que está mal y, en definitiva, su conciencia moral o Superyo tiene muy pocas posibilidades de desarrollarse como es debido.

Hace ya casi cuarenta años que dos psiquiatras franceses, Sutter y Luccioni, describieron lo que denominaron «síndrome de carencia de autoridad», que suele presentarse en estructuras familiares anárquicas. Los efectos de esta carencia de autoridad pueden manifestarse en los niños de tres modos: a) debilidad e inconsistencia de la personalidad, con carencia de líneas directrices y con un sentido moral deficiente y anárquico; b) sequedad afectiva, con incapacidad para comprometerse auténticamente y con falta de perseverancia en las actividades emprendidas; c) sensación casi permanente de inseguridad. Al hablar del tratamiento de este síndrome preconizaban estos psiquiatras unos cambios en la conducta familiar que, ya en 1959, reconocían como difíciles «por ir a contracorriente de los métodos educativos y aun de las concepciones psicológicas al uso».

Cuando los padres comienzan a darse cuenta de que han educado a los hijos con excesiva permisividad, por haberla confundido con la libertad, es cuando éstos empiezan a fumar porros, beber alcohol, llegar tarde a casa, aislarse de los padres, tener relaciones sexuales completas, gastar excesivo dinero y cosas parecidas, pero generalmente ya es tarde para enderezar una conducta.

Educación permisivo-autoritaria: en estos casos la educación va, como el péndulo de un reloj, del autoritarismo a la permisividad, desconcertando al niño que no sabe a qué carta quedarse. Esta diferencia de trato puede ser debida a que cada progenitor tenga su propio criterio sobre la educación: madre permisiva, padre autoritario o viceversa o a los cambios de humor y de talante de unos padres inestables que reaccionan impulsivamente ante los problemas de la conducta de los hijos, sin acabar de encontrarse nunca en el fiel de la balanza.

Educación ansiogena: los padres inseguros, ansiosos y obsesivos, acaban haciendo a los hijos iguales que ellos a fuerza de prohibiciones. No les dejan salir solos, no pueden montar en bicicleta porque se pueden caer, tienen que regresar a casa en cuanto se hace de noche, tienen que tener cuidado con quien hablan, sobre todo si son niños, porque no se sabe qué intenciones pueden tener (aunque este último punto, en realidad, no es tan descabellado, dado el número de violaciones y asesinatos de niñas que se producen actualmente en nuestro país).

Educación pseudoperfecta: es el tipo de educación que sigue las normas y reglas de un manual, de los muchos que existen para educar bien a los hijos, aplicándolas, vengan o no a cuento y convengan o no, sin tener en cuenta que cada niño es diferente y cada momento puede requerir una respuesta distinta (de todas maneras, peor aún es no tener la menor idea de lo que hay que hacer).

Educación sin afectividad: se produce este tipo de educación, bien cuando los padres son ellos mismos fríos, poco afectivos, y no pueden dar lo que no tienen, bien cuando alguna circunstancia hace que el hijo constituya un estorbo (hijos no deseados, ilegítimos, hogares rotos, etc.), llegando a producirse verdaderos cuadros de carencia afectiva.

Educación hiperafectiva: contraria a la anterior puede darse este tipo de educación cuando el niño representa el único «objeto amoroso» de los padres, de uno de ellos o de los dos, debido a un desplazamiento hacia el hijo de una afectividad que no puede satisfacerse de otro modo. Esto suele ocurrir cuando no hay unas buenas relaciones matrimoniales o en personas que han sufrido frustraciones o carencias afectivas en su infancia.

Educación para el éxito: «ganar no es todo, es lo único» decía un famoso preparador de fútbol americano, al que pudiéramos llamar «el antiolímpico», cita que viene a cuento de que cada vez es mayor el número de padres que ejercen sobre los hijos unas enormes presiones para que sean unos triunfadores. Esta actitud se da lo mismo entre los padres triunfadores, para que los hijos también lo sean, que entre los fracasados, para que consigan lo que no tuvieron, forzándolos así, aun en contra de sus propias inclinaciones, a tener éxito en la vida. Si el triunfo no llega, convierten al niño en el «chivo expiatorio» («eres una calamidad, no nos haces caso, eres un perezoso»), lo que a veces produce que no lleguen siquiera a un rendimiento normal.

Educación delegada: antes era muy frecuente entre las clases acomodadas ceder la responsabilidad educativa a personas a sueldo (fraulein, nurse, mademoiselle). Hoy tenemos a las «seños», no sólo en clases acomodadas, sino en familias en las que, por trabajar los dos padres, tienen que recurrir a ellas. Lo más frecuente es que haya muchos padres que, por comodidad, deleguen «toda» la educación en los profesores de los colegios de sus hijos. Tanto en unos casos como en otros, los padres no saben realmente cuál es la educación que reciben los hijos, con el agravante de que todas estas personas, aunque puedan ser muy valiosas y dignas de confianza, cambian constantemente y no hay continuidad en el proceso educativo.

Peor aún es delegar por completo la educación en el Estado y en sus estructuras educativas y sanitarias, como comprobé visitando un centro sueco de Higiene Mental Infantil en el que me enseñaron un niño de seis años, que estaba allí porque el primer día de ir a la escuela se había negado a ello y el padre le llevaba para que le convencieran, en vez de hacerlo él mismo; por cierto que, en donde estaba, convivía en la misma habitación con una niña de doce años con un proceso psicótico grave.

Educación positiva Terminada la parte negativa, entremos en la parte más difícil: cómo educar «positivamente» a los hijos.

Lo primero que tienen que meterse los padres dentro de su cabeza es que los valores morales, éticos y, por supuesto, los religiosos, con los que pretendan educar a sus hijos deben estar firmemente asumidos y tener la profunda convicción de que constituyen lo mejor para ellos, principios y valores que han de ser siempre defendidos y, por lo mismo, actuar en conformidad con ellos, sin que haya nada más pernicioso que el «doble mensaje» de decir «debes hacer y pensar esto» mientras ellos hacen y piensan lo contrario o, como mucho, son indiferentes.

Lo segundo es que para educar hay que dedicar tiempo a los hijos. Esto, dicho así, parece superfluo. ¡Pues claro que a cualquier labor hay que dedicarle el tiempo necesario para que fructifique! y más si se trata de algo para los hijos. Sin embargo, los padres se van dejando envolver por la tela de araña de la vida moderna que nos va atrapando poco a poco en sus redes y de la que no es fácil escapar. Hay tiempo para viajes, para cenas, para reuniones, pero ¡ay! para los hijos vamos teniendo cada vez menos, quizá sólo unos minutos y, a veces, ni eso porque, aferrándonos a ese mecanismo de defensa que se llama racionalización, encontramos pronto las justificaciones: llegan muy tarde del colegio, nosotros volvemos a casa muy cansados, los sábados y los domingos hay que ir al campo y allí, ya se sabe, no hay tiempo para nada y sólo vamos para liberarnos de nuestras preocupaciones tensiones.

Pues, a pesar de ello, los padres son los verdaderos, iba escribir únicos, responsables de la educación de sus hijos y no puede ser delegada en los demás por muy buenos y competentes que éstos nos parezcan. Hay unos signos precoces que nos avisan que empezamos a desentendernos d nuestros hijos, como son: no controlar sus tareas escolares, no saber quiénes son realmente sus amigos, no querer influir en la elección de los mismos si ello es necesario, no saber dónde se encuentran en sus ratos libres. Si esto ocurre es que estamos perdiendo el hilo educativo de nuestros hijos.

Una cosa muy importante es la espontaneidad en las relaciones padres-hijos. Los niños sometidos desde muy temprana edad a programas muy rígidos y pormenorizados acaban en muchas ocasiones mintiendo para quedar bien y tener algo de qué hablar, mientras que la espontaneidad lleva a unas relaciones fluidas y éstas, desde hace miles de años, están jerarquizadas con los padres en la cúspide, y no fueron nunca democráticas (cada miembro de la familia igual, a un voto de la misma calidad) aunque, según los miembros van ascendiendo en la pirámide porque van siendo mayores, van teniendo más derechos y por supuesto, más responsabilidades.

En relación con esta espontaneidad en las relaciones paterno-filiales citaré los casos en que los padres, estimulados por libros educativos, emisiones radiofónicas de «cuénteme usted su caso» o tertulias televisivas se empeñan a toda costa en ser «los amigos de sus hijos» para conocer todos sus secretos. Esto, en principio, y en el sentido de que haya una mayor confianza entre padres e hijos es una buena cosa y puede evitar que haya «muros de Berlín» que separen sus ideas, afectos, proyectos, etc., y que en la familia haya comportamientos estancos sin comunicación entre ellos.

Pero lo cierto es que hay, a pesar de todo, unos límites que están producidos por la diferencia de edad y por el natural sentimiento de respeto de los hijos a los padres, límites que no deben forzarse para no producirse el efecto contrario, el rechazo del adolescente. Por ello los padres no deben sentirse frustrados porque haya «secretos» entre los jóvenes a los que ellos no tienen acceso, además de que lo que los chicos necesitan son imágenes paternas fuertes, que les den seguridad y sean objeto de identificación, pudiendo sentirse gravemente frustrados cuando se les cambia esta imagen por la de un amigo que no necesitan.

Los métodos educativos El «cómo» educar sigue siendo, al cabo de los años mil, el caballo de batalla de la cuestión. ¿El látigo del viejo sumerio o la compra de la conducta del niño con dinero, regalos o viajes?, es decir: ¿castigos o premios? La solución salomónica es la de los que dicen: no premiemos ni castiguemos, dejemos que el niño vaya haciendo lo que pueda o quiera y así irá aprendiendo por sí solo.

A este respecto el psicólogo Hulock hizo un interesante experimento, que si bien se hizo en la escuela, puede aplicarse perfectamente a la educación familiar. Separó tres grupos de niños y los trató de tres modos diferentes: al primero se lo alababa todo, al segundo se lo censuraba por sistema y al tercero, ni una cosa ni otra, no les decía nada. Los peores resultados los obtuvo con los niños a los que ni se les alababa ni se les censuraba.

Otro psicólogo, Lewin, hizo también otro interesante ensayo: éste utilizó un solo grupo de niños, pero experimentó en ellos tres métodos educativos, el autoritario, el liberal anteintervencionista y del trabajo en equipo, obteniendo los mejores resultados con este último.

Sin embargo, no es bueno dar normas generalizadas porque cada niño es diferente y la educación familiar, dentro de un contexto común, debe ser personalizada. A unos les irá bien un mayor grado de autoridad, otros se motivarán mejor con incentivos positivos (así se llama ahora a los premios) y también los habrá a los que se le pueda dar más libertad por apreciarse en ellos un gran sentido de responsabilidad.

De todas maneras, educar no es obtener resultados, es formar la personalidad del niño, motivándole con los mejores incentivos que tengamos a nuestra disposición para alcanzar la meta de que, al final del proceso educativo, sea un ser libre y responsable.

Para conseguir esto hay que educar en libertad para que de forma paralela vaya desarrollándose la responsabilidad, teniendo en cuenta que no hay conflicto entre la autoridad de los padres y la libertad de los hijos, siempre que se persiga el bien de éstos, y eso no se consigue si en la educación no entra algo tan simple como es el amor, que quiere decir entrega, sacrificio, lealtad, justicia y constancia.

El doble proceso de la libertad-responsabilidad tiene un carácter evolutivo: a un niño de dieciocho meses habrá que vigilarle estrechamente, coartando su libertad, para que no se caiga por las escaleras pero, si rompe alguna cosa, no se le podrá reñir porque no es responsable en absoluto. A los ocho años todavía habrá que vigilarle para que haga sus deberes escolares, pero ya habrá que dejarle ir a jugar a casa de un amigo.

Por otra parte, la libertad puede tener unos condicionamientos internos que mediatizan la responsabilidad (el fóbico escolar que quiere, pero no puede ir al colegio, el hiperactivo que molesta a todo el que está a su lado por su movimiento continuo) y otros externos como son la conocida libertad de los demás, las costumbres, los hábitos familiares, las posibilidades culturales y, hoy en día, los estímulos constantes de esa «contraeducación paralela» que es la televisión que impone, por vía consciente e inconsciente, pedir determinados juguetes cuando son pequeños, determinadas bebidas si son algo mayores y determinadas costumbres si son adolescentes.

Los padres deben ser siempre muy conscientes de que hay que preparar a los hijos para que puedan elegir el bien y la verdad y no lo contrario porque en último término, él tendrá que ser el responsable de sus actos. Lo que sucede es que, a veces, lo que el niño «debe» hacer no es lo que «le gustaría hacer» (los viejos principios freudianos del placer y de la realidad) y, como al final se impone la realidad, los padres han de procurar que lo que al niño «le guste hacer», coincida con lo que «debe hacer», y éste es, en muy pocas palabras, el meollo del proceso educativo.

No quiero terminar estas digresiones sobre la educación sin recordar unas palabras del psiquiatra vienés Víctor Frankl: «El hombre no está motivado por el principio del placer (Freud) ni por la voluntad del poder (Adler), sino por la necesidad de encontrar un sentido a la propia vida, por lo que tiende a “salir de sí”, a trascenderse, a encontrar el significado fuera de él mismo, mediante el amor» y ése es el camino que, utilizando el lenguaje del mismo autor, lleva a hacer consciente ese Dios inconsciente que todo ser humano lleva dentro.

Francisco J. Mendiguchía, “El complejo de Edipo”

«Doctor, mi hijo de cinco años parece que no quiere a su padre y no desea más que estar conmigo. ¿Tendrá un complejo de Edipo?» Posiblemente no haya en toda la psicología infantil un concepto más conocido y más utilizado, no sólo por los técnicos, psiquiatras o psicólogos, sino también por el público en general y por los padres en particular, que el llamado complejo de Edipo o Situación edípica.

Todo el mundo habla de él, en las películas y televisión lo citan cada dos por tres, los periodistas lo explican en múltiples artículos de ilustración, los novelistas pontifican en sus novelas sobre el tal complejo y los biógrafos de personajes célebres bucean con frecuencia en la infancia de sus biografiados, en busca de su correspondiente Edipo.

Ello quiere decir que se supone constituye un acontecimiento vital en el desarrollo de la personalidad humana y no habrá hombre que ame a su madre, y además lo confiese, al que no se le achaque enseguida que padece un Edipo no resuelto y no digamos nada de una esposa celosa de las atenciones que tiene el marido con su madre.

Nociones teóricas ¿Qué es realmente un complejo de Edipo? Como principio contaremos a grandes rasgos la historia del tal Edipo: sabemos que, allá por el año 425 a. C., un gran dramaturgo griego llamado Sófocles escribió una tragedia en la que narraba la historia del rey Edipo. Este rey huyó de Corinto para que no se cumpliera un terrible augurio, el de que iba a matar a su padre y a desposarse con su madre, sin saber que en realidad él no era hijo de los que creía sus padres, sino que había sido adoptado por éstos. En su huida tropieza con su verdadero padre, Layo, lo mata involuntariamente y después se casa con la esposa de éste, Yocasta, que era su verdadera madre. Cuando ambos se enteran de que eran madre e hijo, Yocasta se ahorca y Edipo huye de Tebas después de arrancarse los ojos.

Pues bien, hace ya casi cien años, Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, desarrolló la teoría de que el niño, después de pasar por las fases oral y anal, llegaba a la fase fálica hacia los tres o cuatro años y que, precisamente en esta fase, se producía el hecho capital del desarrollo infantil: el niño empieza a odiar al padre y a desear que desaparezca, es decir, que muera, porque se ha «enamorado» de la madre y desea poseerla para él solo (ni siquiera compartirla con los hermanos y de ahí el germen de otro famoso complejo, el de Caín), pero como, a pesar de todo, el niño también ama a su padre y no quiere que en realidad se muera, su alma entra en un grave conflicto, fuente de ansiedad y angustia: el niño odia a su padre y, al mismo tiempo, le ama.

Esto estaba muy bien para los niños pero, ¿qué pasa con las niñas? Para que el esquema resultara completo Freud describió a continuación el Edipo femenino. Como es natural, en éste sucedía lo contrario: las niñas se enamoran del padre y odian a la madre que, además, posee el pene del padre, objeto del que ellas carecen (la famosa “envie penis”). A este complejo su, por entonces, amigo y correligionario Jung, le denominó complejo de Electra.

A primera vista se percibe que el Edipo masculino tenía más facilidades de aparecer que el femenino, porque el primer objeto amoroso, tanto de los niños como de las niñas, en sus primeros años, es la madre y, por lo tanto, el niño no tiene que cambiar la dirección de sus deseos, mientras que la niña sí tiene que hacerlo. El psicoanálisis dio la explicación de que esto era fácil para la niña, dado que ésta acaba culpando a la madre de su carencia de pene, y su objetivo es conseguir del padre lo que la madre le ha negado.

La salida de esta situación edípica también es diferente para el niño que para la niña. El niño se siente culpable por sus deseos de muerte y teme ser castigado con la castración, por lo que renuncia a su odio hacia el padre y acaba identificándose con él para así poseer otra mujer cuando sea mayor. En las niñas el proceso es algo más largo, porque ellas no pueden tener miedo a la castración, aunque acaba resolviéndolo de la misma manera, identificándose con su madre.

Con la resolución del complejo de Edipo, los niños, según siempre el psicoanálisis, entran en un periodo de calma afectiva, que denomina «período de latencia», hasta que, en la pubertad vuelven las angustias edípicas.

Ana Freud, la hija del fundador del psicoanálisis, describe nuestro complejo con palabras que no resultan tan provocadoras (tal como se entiende hoy este término en el teatro o en la novela), aunque las consecuencias para el niño de sus sentimientos hostiles las describe casi de un modo apocalíptico: «El miedo que le inspira la procedencia de sus deseos hostiles, el temor de la venganza del padre y la pérdida de su cariño, la desaparición de toda inocencia y tranquilidad en relación con la madre, la mala conciencia y la mortal angustia…» En este camino de la descafeinización del complejo de Edipo, tenemos que, uno de los primeros psicoanalistas de la infancia, Baudouin, escribiera en 1930: «La sexualidad a la que nos referimos no es exactamente lo que todo el mundo entiende por tal nombre, se trata de elementos de sensualidad difusa, de afectividad y de amor, que son en el niño el germen de lo que será propiamente genital en el adulto» y, de hecho, acaba transformando el complejo de Edipo en una atracción hacia el progenitor del sexo opuesto y un cierto resentimiento hacia el del mismo sexo, pero sin más profundidades.

Lo que mucha gente se ha preguntado desde la primera descripción freudiana, es de dónde sacó el concepto y por qué le dio tanta importancia; hasta el extremo de generalizarlo como una evolución normal del niño en su vertiente psicológica. Dado que Freud se casó en 1986 y tuvo seis hijos, podría haber sido la observación de estos lo que le llevó a estas conclusiones, pero si fue así no lo mencionó nunca.

Parece ser que el complejo de Edipo fue mencionado por primera vez por su descubridor en una carta a su amigo Fliess el día 15 de octubre de 1897, en la que escribe: «Se me ha revelado una idea única de valor general. Me he encontrado, también en mi propio caso, enamorado de mi madre y celoso de mi padre y ahora considero esto como un acontecimiento universal en la primera infancia», es decir, lo sacó de vivencias de su propia infancia.

Debió de ser algo profundo y personal cuando un hombre genial, pero también bastante obsesivo como Freud cayó en la magnificación de estos sentimientos y formuló una teoría en la que, tal como la desarrolló él mismo, ya no creen la mayoría de los psiquiatras, y aun muchos psicoanalistas.

Volviendo al inicio de esta teoría freudiana, se vio enseguida que había niños a los que les sucedía lo contrario de lo que ésta presupone, esto es, que había niñas que estaban más unidas a su madre y niños que preferían a su padre y a este fenómeno se le llamó «complejo de Edipo invertido», con lo que la validez de la teoría comenzó a tambalearse. Para explicar esta anomalía el psicoanálisis alegó que en realidad, había dos complejos, el de Edipo y el de Electra, siendo el primero «más frecuente» en los niños y el segundo en las niñas.

Por otro lado, ya desde 1907, un colaborador de Freud y vienés como él, Alfredo Adler, empezó a no admitir la teoría de la libido, poniendo en cambio todo su acento en lo que denominaba «voluntad de poder». Por ello consideró que el Edipo no es más que un episodio de la lucha por el poder, es decir, un intento por parte del niño de apoderarse de la madre imponiéndose al padre, y un intento de la niña de superar a la madre y ser «la esposa del padre» pero no por otra cosa que para hallar seguridad.

Para Jung, el otro gran heterodoxo del psicoanálisis, lo importante es el instinto de nutrición, y el padre no es más que un obstáculo para conseguir lo que desean los hijos, pero que la sexualidad no tiene nada que ver en esto.

Karen Harney, una psicoanalista de tendencias sociales o ambientalistas, se pregunta: «¿El complejo de Edipo debe producirse forzosamente en todo niño o, por el contrario, es inducido por circunstancias determinadas? No hay pruebas de que las reacciones de celos destructivas y permanentes, como las del complejo de Edipo, sean en nuestra cultura tan comunes como acepta Freud, pero pueden, sin embargo, producirse artificialmente por la atmósfera en la que el niño evoluciona.» Tenemos además otros hechos importantes: ¿Cómo pasan su Edipo los niños que no tienen padre o no tienen madre o, lo que es aún peor, no tienen ni padre ni madre y se han criado en instituciones de asistencia? Según los psicoanalistas ortodoxos estos niños pasan la situación edípica imaginativamente o, en los casos de orfandad total, viven la experiencia con los cuidadores de distinto sexo que se ocupan de ellos. La verdad es que estas explicaciones no son muy creíbles.

Por último, hemos de pensar que la sociedad familiar que Freud conoció, aun en sus últimos años, no tiene nada que ver con la actual. Las madres ya no pasan tantas horas con sus hijos, porque casi todas trabajan y, por el contrario, el padre ya no es aquel señor todopoderoso que veía a los hijos solamente unos minutos al día y se permitía pocas familiaridades con ellos, sino que ahora conviven muchas horas con sus hijos: juegan con ellos, los lavan, les dan de comer y los transportan marsupialmente durante horas colgados de su pecho.

Mi concepto de Edipo Entonces, ¿por qué esta casi universalidad en la creencia del complejo de Edipo a lo largo de tantos años? Esto me recuerda un cuento infantil que se llamaba algo así como «El traje del rey» y relataba la historia de unos sastres que estafaron a su rey haciéndole creer que le habían confeccionado un traje que sólo podían ver los listos, pero no los tontos. Como es lógico, no había tal traje y el rey aparecía en público en paños menores, pero nadie se atrevía a decírselo por temor a pasar por tonto. Todo fue bien hasta que le vio un niño, que ya se sabe que son los que dicen las verdades, y exclamó: ¡pero si el rey va desnudo! Yo, como el niño del cuento (se dice que los viejos nos volvemos un poco niños) tampoco he visto complejos de Edipo en niños normales, tal como los definió Freud. Pero yo no he sido ni el primero ni el único en España, pues allá por el año 1957, otro viejo paidopsiquiatra, el Dr. Jerónimo de Moragas, escribió un libro titulado “Psicología del niño y del adolescente” en el que decía: «He conocido muchísimos niños que jamás han pasado por una situación edipiana. Nunca una persona, no empeñada en descubrir hechos concretos que demuestran teorías abstractas, y que haya tratado con niños de distintas categorías personales, familiares y sociales, ha podido encontrar en ellos ninguna tendencia a preferir al progenitor del sexo opuesto.» Sin embargo, yo estoy convencido de que, a esa edad de los tres a cuatro años, sí comienza una cierta mayor afinidad entre hija y padre y entre hijo y madre y hasta, en ocasiones, un rechazo por el progenitor del mismo sexo. Pero a mi modo de ver, la situación es inversa a la descrita por Freud; son los padres los que muestran estas preferencias, los padres por las hijas y las madres por los hijos, aunque, naturalmente, el cariño sea el mismo para todos y, por supuesto, no los odian en ningún caso, siempre que se trate de personas normales.

Lo que sucede es que los padres tienen una tendencia natural y espontánea a proteger a las niñas y a mimarlas por un reflejo atávico y educacional de respeto, deferencia y protección hacia el sexo opuesto, además de que el hombre, por no haber sido nunca niña, no acaba de entenderlas del todo y, por el contrario, sí han sido niños (cocineros antes que frailes) y conocen mejor sus trucos para evadirse de la autoridad paterna.

A las madres les pasa lo mismo con los hijos, ellas no han sido niños y tampoco los entienden muy bien, pero sí han sido niñas y saben mejor cómo manejarlas.

Los niños, que son más listos de lo que creemos, aprenden enseguida la lección y así, las niñas cortejan a los padres porque saben que son más fáciles de manejar que las madres, mientras que los hijos lo hacen con las madres por el mismo motivo.

Por todo ello se van produciendo, a lo largo de los años, unas relaciones afectivas, que algunos siguen llamando edipianas, pero que no tienen nada que ver ni con Edipo ni con Sófocles.

El complejo de Edipo como patología Pero si el complejo de Edipo hemos dicho que no constituye una fase del desarrollo normal infantil, he de admitir, porque así lo he visto en alguna ocasión, que en determinadas circunstancias pueden presentarse situaciones realmente edípicas en el sentido freudiano, tal como sucede cuando algunas madres, con carencias afectivas generalmente, se comportan respecto a sus hijos con una intimidad excesiva y los erotizan inconscientemente.

Un ejemplo de lo que acabo de exponer es lo que cuenta Stendhal en sus recuerdos: «Mi madre era una mujer encantadora y yo estaba enamorado de ella… ella me quería con pasión y me abrazaba sin cesar y yo detestaba a mi padre cuando venía a interrumpirnos.» Hay que tener en cuenta que esto tenía que sucederle a Stendhal cuando era menor de siete años, edad que tenía cuando murió su madre.

El caso inverso, es decir, el complejo de Electra, no lo he visto nunca, siendo muy curioso, pero su estudio nos llevaría demasiado lejos, el que en los casos de abusos sexuales y aun de verdadero incesto, se produce justamente lo contrario, es excepcional en la relación madre-hijo.

Otras circunstancias que pueden favorecer la aparición de verdaderas situaciones edípicas son las que cita un psicoanalista, nada sospechoso de heterodoxia freudiana, Otto Fenichel, que no sólo daba una gran importancia a la visión por parte de los hijos de la llamada «escena primaria» entre los padres (dato que hay que tener muy en cuenta para no dilatar demasiado tiempo la salida de los niños de los dormitorios paternos), sino que también hablaba de sustitutos de esta escena primaria y citaba entre ellos la observación de adultos desnudos, es decir, lo que muchos padres hacen hoy en día por considerarlo normal y aun beneficioso para su educación.

En resumen que, en contra de lo que sostiene el psicoanálisis, no es cierto que el complejo de Edipo forme parte de la evolución normal de la personalidad del niño y, por tanto, tampoco lo es que de su resolución dependa en gran parte el equilibrio psíquico del adolescente y aun del adulto. Ahora bien, en ocasiones sí que puede aparecer este complejo y, cuando esto sucede, revela una patología de las relaciones padres-hijos que hay que tratar adecuadamente.

Francisco J. Mendiguchía, “Del mimo al maltrato”

El niño mimado Que hay niños mimados, ahora se les llama hiperprotegidos, es una cosa sabida de siempre, todos hemos conocido más de uno en alguna circunstancia de nuestra vida.

Ahora bien, ¿en qué consiste el mimo? Simplemente que el padre o la madre, o los dos, tienen predilección por alguno o algunos de sus hijos, quizá por el primero, más frecuentemente por el último o, por no tener más que uno, éste es el que se lleva la hiperprotección. La consecuencia es que consienten todos los caprichos del hijo mimado y acceden a todos sus deseos, con lo que el niño se va transformando poco a poco en el rey y señor de la casa; a veces lo que sucede es que ninguno de los padres sirven para educadores y todos sus hijos acaban convirtiéndose en mimados, es decir, en tiranos a los que todo el mundo debe obedecer.

Evidentemente los niños mimados se sienten amados por los padres, y esto es bueno, pues sentirse querido es fundamental para el desarrollo afectivo de cualquier hijo, pero tiene también su parte mala, o al menos, poco deseable y los problemas no tardan en surgir. El niño se va haciendo cada vez más desobediente y agresivo y no puede tolerar que haya en casa o en el colegio otro rey más que él aunque, si no tiene la suficiente fuerza para mostrar su agresividad, se irá convirtiendo poco a poco en un redomado hipócrita que hace el mal a escondidas.

Como todo lo tiene sin ningún esfuerzo por su parte, irá perdiendo poco a poco su capacidad para sacrificarse por algo, acabará por desarrollar un Yo débil e inseguro bajo una apariencia de seguridad y, por su egocentrismo, su adaptación a la realidad será muy deficiente. Esta inadaptación no se notará mucho cuando el niño es todavía pequeño por la protección paterna que le sirve de escudo, pero saldrá poco a poco a la superficie cuando ésta desaparece y entonces tiene que enfrentarse él mismo en persona a unos problemas para los que no está suficientemente maduro y frente a los cuales no sabe cómo elaborar sus propias defensas. En pocas palabras, al llegar a la adolescencia, tendrá muchas posibilidades de convertirse en un joven fracasado.

Hay que hacer la observación de que, afortunadamente, no todos los niños a los que se les mima llegan a convertirse en «niños mimados», ya que algunos no se dejan ahogar en el exceso de cariño y de protección y elaboran un Yo suficientemente fuerte que organiza sus propios mecanismos defensivos.

En otros casos, chicos que ya se han convertido en mimados, o que van camino de ello, se dan cuenta de que, al ingresar en el colegio, se encuentran inermes ante los demás y se despierta en ellos el instinto de lucha del que parecía que carecían, al mismo tiempo que caen en la cuenta que el mundo, aunque sea un mundo tan reducido como es el colegio, no gira en derredor de ellos. Ésta es la causa de que el excesivo mimo constituya una de las pocas indicaciones de internamiento de niños en colegios, fuera del alcance de unos padres que no saben educar.

De todas maneras, hay que ser muy cauto para no caer en exageraciones, como la que ha aparecido recientemente en la prensa, en la que un matrimonio sueco había perdido la custodia de un hijo «retirándole de su hogar» por mimarle demasiado. Esta medida me parece desorbitada y constituye una brutal intromisión del Estado en la familia.

Hay padres que tienen más probabilidades de hacer de sus hijos unos niños mimados. Son casos que podríamos denominar de «familias de riesgo», y entre ellos tenemos los de los padres a los que les cuesta romper el «cordón umbilical psicológico» que les une a los hijos, aun cuando tengan ya diez o doce años; los que consideran al hijo como una propiedad exclusiva al que hay que aislar de todo contacto exterior; los que tienen los hijos, generalmente el hijo, cuando ya son un poco mayores y son mitad padres y mitad abuelos, y ya sabemos lo que miman éstos a sus nietos; y los que tienen algún hijo con algún tipo de inferioridad física o psíquica.

En otras ocasiones lo que sucede es que los padres son personas inseguras, ansiosas u obsesivas que hiperprotegen a los hijos para librarles de males que, en la mayoría de los casos, son imaginarios. Peor aún es cuando el hijo se convierte en el «único objeto amoroso» de los padres, por desplazamiento hacia él de una afectividad que no se satisface de otro modo por malas relaciones matrimoniales o simplemente porque, por divorcio o muerte, la relación afectiva se hace un dúo, cuando debería ser un trío o, mejor aún, un pequeño coro. También puede darse en los casos en los que se da la muerte prematura de alguno de los hijos y los padres, consciente o inconscientemente, se sienten culpables e hiperprotegen a los demás hijos.

Aunque parezca raro, puede suceder que la hiperprotección no sea auténtica, sino una reacción compensatoria de un real rechazo por parte de los padres hacia el hijo, sentimiento que es fuertemente reprimido por chocar contra su conciencia moral, y aun social, tal como sucede cuando los hijos frustran de alguna manera las ilusiones y aspiraciones de los padres.

Los lectores que me hayan seguido hasta aquí creerán que me he olvidado del prototipo de niño mimado, es decir, del hijo único. No es así, pero hablaremos de él en otro capítulo.

El maltrato infantil Una desafortunada consecuencia de la hiperprotección paterna puede ser aquella que los padres, ante la indisciplina del hijo mimado hasta entonces, se pasen, paradójicamente, al extremo opuesto y sometan al niño, al no poder hacer carrera de él, a un trato de rechazo, violencia psicológica y aun física. Es decir, que el exceso de permisividad puede conducir a todo lo contrario: al maltrato.

Y ¿qué es el maltrato infantil? La historia comenzó en Estados Unidos en 1946, cuando un radiólogo llamado Caffey describió un nuevo síndrome clínico (los médicos somos muy aficionados a describir nuevos síndromes para pasar a la posteridad) consistente en que los niños que lo padecían presentaban frecuentes fracturas óseas y hematomas subdurales. Desgraciadamente para su descubridor, otro médico americano, Silverman, descubrió que las tales fracturas y hematomas no eran producidas por ninguna enfermedad sino que su origen era traumático y los traumas producidos por los mismos padres, cosa que éstos ocultaban siempre, hasta que se descubría después de minuciosos interrogatorios. Así las cosas la revista «Newsweek» conmocionó a la opinión pública al dar a conocer la triste historia de una afamada niñera (una «nany» como la de la serie televisiva) que había matado a tres niños y herido a doce a fuerza de palizas. Todo ello llevó a que, en 1961, la Academia Americana de Pediatría acuñara el término de «Battered Child» o «Niño apaleado». A los síntomas físicos antes descritos se añadieron después la malnutrición producida por insuficiente alimentación, la carencia de cuidados, los abusos sexuales y el «maltrato psicológico», por lo que se dio al cuadro el nombre, menos restrictivo, de «maltrato infantil».

La inclusión del maltrato psicológico es muy importante porque así se hace ver a los padres que, quizá sin intencionalidad, se puede llegar a ser crueles con los hijos y producirles importantes daños psicológicos. Como ejemplo de ello tenemos la excelente película “El corredor solitario”, en la que se veía a la madre de un niño enurético exponerle a la humillación, casi diaria, de exhibir en la ventana de su dormitorio la sábana que había mojado durante la noche.

Más importancia tienen evidentemente los casos de intentos de suicidio o de suicidios consumados y las fugas de su hogar de hijos que tienen un verdadero pánico a presentar a los padres unas malas notas del colegio, cuando éstos ni siquiera son conscientes del miedo que producen y son los primeros sorprendidos por esta reacción del hijo. No digamos nada si además hay intencionalidad, vejaciones cuando no responden a sus demandas excesivas, encierros en habitaciones durante horas o en sitios obscuros, ridiculizarles delante de amigos, etc.

La sorpresa fue cuando resultó que en el mundo había miles de niños que eran maltratados por sus padres. Cuando se ha empezado a hacer estadísticas, éstas revelan que, desgraciadamente, el maltrato a los niños es una epidemia que va subiendo de año en año, llegándose a estimar que alrededor de seis por cada mil niños sufren de estos maltratos paternos. ¿Cuántos puede haber en España? ¿Seis mil, ocho mil? Probablemente más, quizá menos, pero lo importante no es el número, sino el hecho en sí.

Es evidente que lo primero que se nota en los casos de maltrato son los daños externos pero, aun sin éstos, se puede sospechar cuando se ven niños de aspecto triste y medroso, con dificultades para el contacto, agitación, llantos, gritos y una curiosa demanda de afecto, que se aprecia porque parecen felices cuando se les ingresa en el hospital en vez de demostrar tristeza y desconfianza como es lo normal. Si el cuadro se prolonga, aparece disminución del ritmo del peso y del crecimiento, son frecuentes trastornos psicosomáticos como cefaleas, diarreas, etc., y psicológicamente responden con la aparición de cuadros depresivos.

La edad en la que los niños están más expuestos a padecer maltrato es la de los dos a los seis años. Es curioso que haya niños que parecen especialmente predispuestos a padecerlo y que incluso atraen los malos tratos por parte de los adultos que con ellos conviven, ya sean padres, cuidadores, maestros, etc., por lo cual reciben el poco caritativo nombre de “niños para-rayos” o “niños esponjas”.

Dentro de este grupo tenemos en primer lugar a los niños hiperactivos que, por su constante inquietud, su poca habilidad motora que les convierte en constantes rompedores de objetos, su carencia de atención que les hace víctimas de continuos accidentes y su escaso rendimiento escolar, producen en los adultos que con ellos conviven reacciones de violencia ante sus incapacidades y molestias.

Otros son los niños compulsivos y agresivos que despiertan en los mayores conducta análogas que, a su vez, son motivo de nuevas compulsiones y agresiones infantiles, es decir, lo que en castellano antiguo decíamos un «círculo vicioso» y ahora se llama «feed back» o «retroalimentación».

A estos dos grupos habría que añadir los tercos, que acaban sacando de sus casillas a los que se empeñan en que vayan en la dirección que ellos desean; a los negativistas activos, que no sólo no van en esa dirección sino que quieren ir en la contraria; a los anoréxicos crónicos, que impacientan a los encargados de darles de comer; a los enuréticos o encopréticos a los que hay que estar limpiando a menudo. En niños más pequeños, a los clásicos niños llorones que no dejan dormir a los padres (hace poco apareció en los periódicos la noticia de que un hombre había matado a un hijo de pocos meses de su «compañera sentimental» por esta causa).

Los padres maltratadores Por otro lado también se han descrito tipos de padres más predispuestos a maltratar a sus hijos: padre o madre de inteligencia normal baja, inmaduro emocionalmente, sin ideales, con una infancia desgraciada por frecuencia de malos tratos, y sin conciencia de su problema. Estas personas van aumentando poco a poco sus agresiones y su impotencia para actuar de otra manera.

De todas maneras yo considero mucho más importantes las circunstancias que favorecen estos maltratos. La verdad es que se han hecho muchos estudios a este respecto y los resultados han sido más bien poco concordantes y aun opuestos (por ejemplo, cuando se pregunta: ¿quién pega más el padre o la madre?). Sí aparecen algunos hechos dignos de resaltar: el número de maltratos aumenta si las condiciones de la vivienda son malas y todas las estadísticas están de acuerdo en que, a menor número de habitaciones, más maltrato; los salarios bajos, el paro, el alcoholismo (la célebre paliza de los sábados por la noche), la conducta disocial, un nivel bajo de inteligencia o la presencia de verdaderas enfermedades mentales, también los aumentan.

Pero todo ello, siendo verdad, no debe hacernos olvidar que personas aparentemente normales, cultas y bien situadas en la vida pueden maltratar a sus hijos. Una vez un autor parisino hizo el siguiente retrato robot de una madre maltratadora: mujer divorciada, con hijos pequeños, secretaria de una oficina o empleada en unos almacenes que, después de un día de trabajo agotador, recoge a los niños del colegio, les hace la cena, les acuesta, arregla su casa, prepara la ropa limpia para el día siguiente y que, al ver que los niños se pegan y chillan, les pega una tunda, porque sus nervios se han roto al desbordarse su nivel de aguante.

Cuando se les pregunta a los padres el porqué del maltrato, las respuestas suelen ser muy variadas, desde que lo hacen por bien del niño («quien bien te quiere te hará llorar», «la letra con sangre entra»); porque se lo merecen por su mal comportamiento; porque vinieron al mundo sin ellos desearlo (sobre esto del niño no deseado habría mucho que hablar; antes no se programaban los hijos y a todos se les quería igual) o no saben qué contestar, porque se trata de padres psicópatas y sádicos.

Pero hay también motivaciones inconscientes que pueden causar, no sólo rechazo en quien las oye, sino también extrañeza, tal como que ciertas madres no aman a sus hijos más que cuando están enfermos (por ello, si no lo están, se ponen ellas). Algo de esto es lo que sucede en los casos llamado «síndrome de Múnchhausen por poderes» o «síndrome de Polle», pintorescos nombres que se refieren al célebre barón de los cuentos infantiles y a su hija Polle. Consiste en que hay ciertos padres que producen en sus hijos verdaderos síntomas patológicos fraudulentos, como fiebre, diarreas, etc., para lograr así que el niño sea hospitalizado y se le hagan todo tipo de exploraciones, aunque alguna de éstas sea peligrosa; como los niños no tienen ninguna enfermedad real, se les da de alta y parece que los padres se van tan contentos. Lo malo es que, al poco tiempo vuelven con los mismos o distintos síntomas, con lo que los médicos, al cabo de repetirse la historia varias veces, empiezan a sospechar y comprueban que los niños no se curan del todo hasta que no se les separa de los padres.

Las dimensiones reales del maltrato Realmente el conocimiento de que los hombres podemos ser más crueles que las fieras, que jamás hacen daño a sus crías en circunstancias normales, no es muy halagüeño para nosotros. Sin embargo, no puede llegarse a la exageración del psicoanalista Rascovsky, para quien «la cultura humana está construida sobre la dominación y el miedo de los hijos, mediante el falicidio o asesinato de los mismos». La asociación por él fundada, considera maltrato concebir hijos de una forma accidental, sin desearlo, no amamantar al recién nacido, separarle de la madre por algún tiempo en las primeras horas de la vida extrauterina o «¡cualquier tipo de regaño o reproche!».

No es de extrañar que cuando los padres se enteran de estas teorías se angustien, piensen que pueden ser unos malos padres y acaben hechos un lío, sin saber qué hacer con los hijos a los que se les prohibe regañar, aunque vean que sería necesario hacerlo cuando hacen alguna cosa mal.

No digamos nada si alguna vez han tenido que darle un cachete, ya que quedarán para siempre marcados por su sentimiento de culpabilidad. Pues bien, la experiencia nos dice que un cachete dado por una madre a su hijo, administrado inmediatamente después del hecho merecedor del castigo, no produce nunca el temido trauma infantil. Si se le da un manotón en su mano cuando la mete en un enchufe o la acerca a un brasero eléctrico que le puede quemar, tampoco. Además es el único modo de que no se repita la experiencia pues cuando el niño es pequeño no valen los razonamientos ya que no los entiende.

A este respecto una encuesta reciente del Centro de investigaciones Sociológicas revela que más de la mitad de los encuestados era partidaria de «dar un azote a tiempo» para evitar muchos problemas y males mayores. ¿Será que los españoles somos unos sádicos? Ahora bien, los castigos han de tener ciertas condiciones como son las de no ser violentos, ser oportunos y no prodigarse en demasía, pues no es bueno que los padres se acostumbren a ellos como único medio educativo, ni que los propios niños acaben haciendo lo mismo, pues puede empezar así una escalada de violencia que puede acabar en un verdadero maltrato.

Lo importante es que la relación de los padres con los hijos no consista solamente en esos «refuerzos negativos» (hablando en términos conductistas) que son los castigos y aun los cachetes, sino que han de darse también los «refuerzos positivos» que son los premios y las alabanzas cuando hacen las cosas bien, y «siempre» demostrando el amor que se les tiene. Lo que es verdaderamente dañino para la evolución de la personalidad infantil es la relación aséptica y fría de unos padres que jamás dieron un cachete, pero tampoco dieron besos ni pasaron horas jugando con ellos. El niño, al ver que no le regañan nunca, acaba teniendo un sentimiento inconsciente de culpa por no tener que «pagar» por lo que él sabe que está mal hecho, eso sin contar con que terminará por tener la sensación de que realmente no le importa nada a sus padres.

Naturalmente, conforme los niños se hacen mayores, las vías del diálogo y del razonamiento deben ir constituyendo la base de la educación. No son signo de debilidad de los padres, sino de firmeza, siempre que los padres tengan convicciones firmes.