Jesús Sanz, “El desodorante de James Bond”, PUP, 23.X.03

Hace poco, José Javier Esparza definía la “corrección política” como “el límite actual de la libertad de expresión”. Y, como tantas otras veces, dio en la diana. La libertad de expresión, en efecto, igual que otras, no es ilimitada. Toda sociedad posee su censura. Si hace medio siglo se modificaba el guión de “Mogambo” para convertir en relación paternofilial un matrimonio que iba a verse manchado por el adulterio, hoy se arrebata de los labios el pitillo a Lucky Luke para convertirlo en una ramita (por cierto, me pregunto qué se hizo con las viñetas en que el suertudo vaquero liaba el cigarro, con gran estilo, por cierto).

Digo esto a propósito de la retirada del anuncio de “Axe”, ya saben, el desodorante para machos, ese que hace con las mujeres el mismo efecto que la persona de James Bond sin desodorante, que a él ni falta le hacía. He de decir que tales anuncios, personalmente, me parecían también de un mal gusto considerable (no así el producto, todo hay que decirlo). Sin embargo, creo que la razón de su retirada es ligeramente diversa: que atentaba contra la igualdad hombre-mujer, fetiche hoy inatacable. De hecho, existen “lobbies” (que son a la postre, los que siempre censuran) que se dedican a mirar con lupa los anuncios comerciales por si “aliquid obstat”. No es Axe el primero que sufre tales rigores.

Por eso, lo normal es que quien clama contra la censura lo haga, en el fondo, contra determinada censura; contra la que a él no le gusta. Cuántas veces coinciden los sectores que claman por la libertad de expresión con los que piden su restricción en cuanto cambia la materia en litigio. Si fuéramos sinceros, admitiríamos que el debate no es “censura sí o no”, sino qué valores han de primar. Mientras tanto, lo que hay es lo que hay y huelga el escándalo.

Jesús Sanz, “La inquina contra la enseñanza de la religión”, PUP, 3.VI.02

Por mucho que lo intente, quien defienda, de palabra o por escrito, que se saque la religión de los centros de enseñanza, no podrá disimular su encono personal contra lo religioso. Todos los argumentos esgrimidos para apoyar semejante postura ceden ante la realidad de la naturaleza del hombre y de varios milenios de cultura. Sólo ignorando todo esto podrían hallar una justificación objetiva.

No puede pretenderse, a estas alturas de la historia, que la religión es una simple cuestión de vida privada o de preferencias personales, como lo sería el optar por un color de pantalones o un determinado corte de pelo. La religión es algo que pertenece a nuestra constitución como personas, y eso tanto si se considera que existe una naturaleza humana como si se piensa que el hombre es sólo historia o cultura. Y esto no depende de que haya una “religión oficial” o aceptada por todos. Nuestra época es la de la libertad religiosa y la del surgimiento del ateísmo. Pues, aun así, el pensamiento y la literatura de este tiempo no se entienden sin la referencia religiosa. No hablo sólo de los creyentes (Chesterton, Bernanos, Marcel, Maritain, Claudel, Papini, Greene) sino de los que dudan (Unamuno, Machado, Kafka, Thomas Mann, Ingmar Bergman, Hermann Hesse, Broch) o incluso los que optan por la negación (Camus, Sartre, Joyce).

Por eso, cuando burdamente se identifica la religión con la superstición, como hace, por ejemplo, “El Roto” en su viñeta del viernes, sólo cabe pensar que quien lo hace acaba de caer en el mundo o trata, por razones inconfesables, de hacerse creer a sí mismo lo que sabe que es falso. Desde una posición personal de duda, lo más razonable es lo que planteaba Amando de Miguel hace tiempo: estamos ante una institución que ha durado veinte siglos soportando lo increíble, y que tiene a su servicio un contingente envidiable de profesionales que distan de ser ingenuos o ignorantes, que la sirven con lealtad inquebrantable… ¿Será que la religión católica es la verdadera?

Jesús Sanz, “Si Isabel es santa, es problema de la Iglesia”, PUP, 4.III.02

Tal como informaba en ABC César Alonso de los Ríos, ha vuelto a ponerse sobre el tapete la canonización de Isabel la Católica. Hace poco tuve que reírme porque alguien dijo que la educación en España acusaba una excesiva influencia del cristianismo. Pero es cierto que, si no en la educación, en otros aspectos de nuestra sociedad lo cristiano mantiene aún un peso considerable. Es lógico, pues quince siglos de historia no se borran así como así. Pero choca que sean a veces los enemigos de la Iglesia quienes contribuyen a hacer notorio ese peso. Lo digo por lo a pecho que se suelen tomar este asunto de las canonizaciones. Lo lógico sería que si la Iglesia es, como ellos pretenden, una entidad anacrónica y totalmente en declive, les importara bastante poco que canonizasen a Isabel la Católica o a Paulino Uzcudun: allá los curas con sus cosas. Y, sin embargo, su grito en el cielo viene a confirmar que, de algún modo, el dictamen de la Iglesia tiene aún una relevancia no pequeña: vamos, que va a misa.

Personalmente, me encantaría tener una reina santa. Y más si no hubiese sido una simple “esposa de rey”, sino una competente administradora de la cosa pública. Pero sé también que en esto de las canonizaciones interviene también el factor de la oportunidad: durante mucho tiempo se paralizó la causa de los mártires españoles de la guerra civil, para evitar que fuesen instrumentados políticamente. Y los Reyes Católicos, a pesar del tiempo transcurrido, son aún signo de contradicción. Y está, claro, la cuestión de los judíos: ¿hasta qué punto merece la pena hurgar en una herida como esa y romper puentes hacia el diálogo? Desde luego, no creo que el asunto de la expulsión de los judíos merme un ápice la potencial santidad de la reina Isabel. No por lo que dice Alonso de los Ríos de que hay que tratar ese caso “a partir de los valores culturales de su tiempo”: lo que era pecado en el siglo XV lo es en el XXI, y si hay un episodio que haría dudar de la santidad de alguien en nuestra época, cabría dudar igualmente si sucede hace cinco siglos. Hitler y Stalin habrían sido igual de canallas en la edad del bronce.

Pero una cosa es llevar a cabo una acción de gobierno de todo punto inicua y otra tomar una decisión de Estado que, causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estima en conciencia digna de ejecutarse por el bien de los más. Si yo pensara, con bastante fundamento, que una minoría escasamente integrada en la nación y con unas fuertes señas de identidad conspira contra la seguridad del Estado, probablemente también me sintiera urgido a adoptar medidas drásticas. Por ejemplo, a exigirles fidelidad a las normas del juego democrático: que no de modo diferente se consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán al cabo de cinco siglos las leyes restrictivas sobre inmigración o las expulsiones de los ilegales, que me imagino deben de causarles bastante trastorno. Pero no veo impedido de llegar a los altares a quien ha de tomar esas medidas.

En fin, como dice Alonso de los Ríos, si la Iglesia canoniza o no a la reina Isabel, “es su facultad. Ella administra la política de ejemplaridad católica”. Y si la reina forma ya en la Iglesia triunfante, creo que le importará bastante poco figurar o no en una lista.

Jesús Sanz, “Lo peor de la pena de muerte “, PUP, 2.X.02

Hemos hablado aquí algunas veces de la pena de muerte como algo superado e innecesario, pero acto de justicia al fin y al cabo, para nada equiparable a actos gratuitos de homicidio como el aborto y la eutanasia. Lo que la hace repulsiva, sin embargo, son algunos usos que suelen rodearla. Tiene mucha razón Claudio Magris, en su reciente y jugoso artículo “Crimen y castigo (quizá)”, cuando afirma que “el brutal uso vigente en Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal”. Si algo nos ha sacado de quicio en tantas películas sobre ejecuciones es, más que la muerte en sí del reo, el ver cómo se envilecen los familiares de las víctimas presenciando el acto, sin darse cuenta ellos quizá de su propio envilecimiento. Contemplar la muerte a sangre fría de una persona, por mucho que lo haya merecido, es una humillación añadida que, esa sí, no merece nadie aunque se trate del más despiadado de los asesinos, porque incluso éste sigue conservando su dignidad de ser humano. Hacer contemplar su muerte es como exhibirlo en su desnudez, obligarlo a prostituirse de alguna manera. Siempre recordaré la escena final de una famosa teleserie, donde el “malo” sostenía con frialdad la mirada de su enemigo tras hacerle asesinar por unos sicarios. No puedo evitar recordarlo cada vez que se repite la escena en una cámara de gas o en un patíbulo.

Admiramos a los Estados Unidos por sus conquistas en el terreno de las libertades individuales y los derechos civiles. Los admiraremos aún más cuando hayan superado del todo ciertos resabios de la ley de Lynch. Por lo demás, no se pierdan el artículo de Claudio Magris, mucho más profundo que todo esto. Lo encontrarán en “El País” del 30 de septiembre de 2002.

———————————— Crimen y castigo (quizá) CLAUDIO MAGRIS En un artículo publicado en Avvenire, Marina Corradi, partiendo de un reciente y clamoroso suceso de crónica negra -un homicidio cuyo autor declaró que no sabía por qué lo había cometido y pidió que se le perdonara-, se detiene en estas crecientes y precipitadas peticiones de perdón, que ocurren casi en el mismo momento del cumplimiento del acto criminal o inmediatamente después. Ya hace unos años, en un artículo publicado en La Stampa, Lorenzo Mondo comentaba con dureza la ansiosa rapidez con la que tantos periodistas se abalanzan sobre los familiares de una víctima, quizá recién asesinada por un criminal aún sin identificar, preguntándoles si perdonan al culpable. Y al plantarles el micrófono delante de la boca, ‘algún pobrecillo, trastornado’, escribe Marina Corradi, ‘dice que sí’.

Cuanto más acostumbrados estamos y más insensibles somos al horror de la violencia, tanto más obligados nos sentimos a ser buenos y condescendientes, igual que las conveniencias sociales obligan a tener amplitud de miras. Matanzas terroristas y represalias se acogen como acontecimientos inevitables, hutus y tutsis se masacraron ante la indiferencia general, las atroces hecatombes de Pol Pot no turbaban a nadie y tampoco la visión de la política internacional con sus alianzas y estrategias; hoy a nadie le interesa saber si se bombardea a alguien en Afganistán o a quién; cualquiera de nosotros -como enseña Buñuel en su obra maestra El discreto encanto de la burguesía- iría tranquilamente a cenar, estrechando sus manos objetivamente manchadas de sangre, con los dirigentes de la fábrica de pesticidas perteneciente a la multinacional norteamericana Union Carbide, que provocó, como recordaba el Corriere el pasado 10 de julio, entre 16.000 y 30.000 muertos en Bhopal, India, negándose a tomar las medidas necesarias previstas por la ley. ¿Es también ésta una forma de inconsciente y apresurado perdón? Quizá habría que releer Los hermanos Karamazov, cuando preguntan a Aliosha, el hombre de la fe en Dios, si Dios puede perdonar al general que ha ordenado a sus perros despedazar a un niño. Él responde desesperado: ‘No, no puede’.

Por otra parte, la creciente insensibilidad ante matanzas masivas se transforma de golpe, ante cualquier caso individual exagerado por los medios de comunicación, en un forzado impulso caritativo. Todos quieren comprender, mostrarse buenos, perdonar: cualquier atracador puede convertirse en el buen ladrón sobre la cruz, que se dispone a ir al cielo, y cualquier oveja descarriada pretende recibir una comida y un tratamiento mejores que los que se reservan a las otras ovejas que se han abstenido de cometer cualquier mala acción.

En esta actitud está la intuición de una profunda verdad y está a la vez su parodia. El pecador derrotado y arrepentido debe interesarnos más que el hombre justo, porque tiene más necesidad de nuestra ayuda, igual que el enfermo la necesita más que el sano. El rescate, físico y moral, de una persona, su resurrección, son lo más importante del mundo; siempre hay que creer que son posibles, aun en las circunstancias más oscuras y contra cualquier evidencia, porque el sentido de nuestra vida, suponiendo que exista alguno, es esperar aun cuando todo parezca inducirnos, con los motivos mejor fundados, a la desesperación. Por eso hay que ayudar a una persona a resucitar, y la mejor ayuda es creer en ella cuando todo impulsa a lo contrario.

Muchos autores de actos criminales parecen inmediatamente después asombrados de haberlos cometido. También este sentimiento, cuando no se usa fraudulentamente para sustraerse a la propia responsabilidad, puede ser verdadera y auténticamente vivido.

El mundo entero, exterior e interior, está en un equilibrio pavorosamente inestable y, como dice el proverbio judío, puede quedar destruido de la noche a la mañana.

Todo puede ocurrir, en cualquier momento. Igual que la muerte física puede abatirse sobre nosotros en un instante, también la espiritual puede cogernos por sorpresa; igual que un conjunto de elementos contribuye a engrosar y hacer que estalle una aorta, así un cúmulo de circunstancias, casualidades, emociones y reacciones hace que salten las bisagras de la razón y de las pulsiones y la mano puede encontrarse golpeando antes de que el cerebro se dé realmente cuenta de haber dado esa orden delictiva.

Semejante conciencia melancólica de nuestra inaudita fragilidad debe alimentar la piedad y la caridad: a Raskolnikov, el protagonista de Dostoievski, hay que entenderle en el drama, a la vez conmovedor y trágicamente estúpido, como cualquier seducción del mal. Pero entender no quiere decir consentir con indulgencia: a través del amor de Sonia, Raskolnikov se arrepiente y acepta, también interiormente, la expiación de su culpa en prisión.

Hoy, a menudo, se considera al culpable -que ciertamente también es víctima de sí mismo o de los sufrimientos e injusticias sufridas que le han extraviado- casi como si fuera la única víctima y se le compadece y mima más que a quien ha sufrido su violencia. Hace años era algo bueno y justo llevar a la cárcel en Navidad paquetes de regalo a los asesinos de Aldo Moro y de su escolta, pero no era tan bueno ni tan justo olvidar, en esta hermandad navideña que debería abrazar a todos y por lo tanto a inocentes y culpables, a las familias de los militares asesinados, que no porque sus seres queridos no hubieran asesinado a nadie tenían menos derecho al panettone.

Si el culpable es un hombre al que hay que tratar con dignidad, no lo es menos quien no ha cometido crímenes. Hace muchos años, el autor de un homicidio, arrepentido y que salió enseguida de la cárcel por su preciada obra de colaboración con la justicia, se casó y tuvo, como es justo en este día esencial en la vida de una persona, su ceremonia en la iglesia y su fiesta. Pero me pareció excesivo que celebrando su boda hubiera seis sacerdotes y no uno, igual que ocurre con los comunes mortales sin antecedentes, que no deben ser tratados mejor, pero tampoco peor que quien ha violado la ley. La involuntaria parodia, por otra parte, es cada vez más una característica de nuestra sociedad y a veces es difícil distinguir una exaltación de una tomadura de pelo.

El perdón, escribe Marina Corradi, no puede pedirse ni darse a toda prisa; requiere reflexión, arrepentimiento, conciencia, análisis de las acciones cometidas. Pero sobre todo, el perdón no debe tener nada que ver con la justicia y su proceder.

El perdón concierne a la vida mortal, a la capacidad interior de superar estados y dictados del alma, dolor desgarrador y furioso, rencor: es un proceso espiritual difícil que deben cumplir, para ser real, ambas partes, quien lo pide y quien lo da. Todas estas cosas nobilísimas no tienen nada que ver con la ley, que sólo tiene que comprobar los hechos, encontrar los posibles agravantes, calificarlos jurídicamente y aplicar las correspondientes sanciones previstas por el Código Penal. Estas últimas deben prescindir totalmente del perdón concedido o no por la víctima o, peor aún, por sus parientes: sería una locura que una sentencia dependiera de su ánimo más o menos generoso o rencoroso, de su educación, de su historia noble o mezquina. Mezclar las razones de la ley con las de los sentimientos o los estados de ánimo es una mezcla letal, que envenena la justicia y la vida: es una barbarie mafiosa.

Además, nadie puede perdonar, ni siquiera moralmente, los agravios infligidos a otros, aunque fuera un hijo, porque éste último no es un objeto del que el padre o la madre puedan disponer, igual que se puede perdonar a alguien que nos ha roto un jarrón muy valioso.

Uno puede perdonar al asesino de su hijo sólo por la parte que le compete, por el dolor que esa muerte le ha producido, pero no tiene ningún título para perdonar o no la muerte de su hijo.

Los lazos afectivos son fundamentales en la vida, pero irrelevantes en la ley: el brutal uso vigente en Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal.

Perdonar sirve de poco a quien se perdona, que permanece -si aún le queda una pizca de conciencia- con el peso del delito cometido y de su propia debilidad; sirve más a quien perdona y se libera así de esa maraña de rencor, de furia también perjudicial para uno mismo, de obsesión que contamina al alma ansiosa de venganza.

‘Sólo cuando puedes volver a reír’, decía un cartel que vi hace muchos años pegado a la puerta de la catedral de Lima, ‘has perdonado de verdad’.

Jesús Sanz, “Pasarelas y pudores de repuesto”, PUP, 18.IX.02

En su ensayo más conocido, Jacinto Choza hablaba de “la supresión del pudor” como uno de los signos definitorios de nuestro tiempo. Si queremos una prueba de ello, basta seguir el mundo de la moda, sobre todo de esa moda que sirve para que los diseñadores den el salto a los titulares y que los telediarios de la tele pública recogen con puntual fidelidad. Esa moda que nadie sabe por qué se llama así, puesto que nadie exhibe en la calle los increíbles trapos que se pasean en Cibeles, Gaudí y demás. El pudor ahí es un concepto extraño, un “flatus vocis” del que tal vez puedan dar razón los arqueólogos. A diario se muestran en aquellas pasarelas elementos del “hardware” femenino cuya visión se reservaba antes a los médicos, sin que nadie ose romper una lanza por esa “parte de la templanza que preserva la intimidad de la persona” y “designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado”.

Y sin embargo ha saltado el escándalo. Sí, señor: escándalo en la pasarela. ¿Qué puede escandalizar en una pasarela? Pues que, al parecer, a uno de estos creadores se le ha ocurrido ataviar a las modelos con un embalaje de capuchones, vendas y otros tapujos y que a algunos publicadores y a otros tantos políticos les ha parecido un atentado contra la dignidad de la mujer. Así, tal como lo acabo de escribir y lo han leído esos ojitos suyos.

¿Supresión del pudor? A la vista de estas cosas, creo que el fenómeno es más bien de sustitución. Han intentado liquidar eso que unos llamaban decencia, modestia, pudor, y otros llamaban tabúes sexuales, y lo han conseguido; pero parece que no hay modo de que la criatura humana deje de pensar que hay cosas intocables. Antes te empapelaban por quitarte demasiada ropa, ahora por llevar un velo. El pudor ha dejado de guardar la castidad para custodiar la autoestima, pero ya ve, amigo diseñador, uno no puede sacar a la luz pública todo lo que se le ocurra. A usted y a mí nos han machacado los oídos con todo eso de la autonomía del arte y la libertad del creador, y ahora nos salen con estas. Creo que estos asesinos del pudor empiezan a sentir lo que Adán en el paraíso: estamos desnudos. Desnudos de principios. Y se tapan con malas hojas de parra que a duras penas encubren su inopia.

Tomado de www.PiensaUnPoco.com

Jesús Sanz, “Los hermanos arameos y la non sancta desvergüenza”, PUP, 25.X.02

El problema es arqueológico: se trata de saber si el osario descubierto es realmente el sepulcro de Santiago el Menor, uno de los Doce, hijo de María, prima de la Virgen, primer obispo de Jerusalén. El estado de la cuestión es este: el descubridor de la inscripción, que compró la urna a un coleccionista israelí, lo considera sin duda auténtico; otros estiman que hay razones para ser cautos. Punto redondo.

Toda otra consideración, pues, acerca de la existencia de “hermanos” de Jesús y las supuestas convulsiones que esto podría causar en la Iglesia católica, sirven, en el mejor de los casos, para cubrir huecos en la sección de sociedad del periódico, habida cuenta de que dicha controversia ha dejado de serlo desde hace tanto tiempo que da vergüenza recordarlo. Sólo quien carezca de este sentimiento será capaz de reabrir la polémica: tal vez aquel tipo que se cubrió de gloria descubriendo como “mentiras fundamentales de la Iglesia católica” cuestiones que han sido explicadas cientos de veces con datos incontrovertibles.

Menudo descubrimiento a estas alturas, que Jesús tenía hermanos. Lo dicen los evangelios que se leen todos los días en los ambones. Abraham tenía dos hermanos: uno, Aram, hijo de su madre; otro, Lot, hijo de Aram. Hermano tenía Jacob: Labán, su tío. ¿Qué obliga al arameo a distinguir entre hermanos, primos, tíos y sobrinos? ¿Qué obliga al español a distinguir entre “afternoon” y “evening”, entre “pomeriggio” y “sera”? Otros sí tienen obligación de ser serios. Y de aparentar, al menos, un poco de vergüenza.