Hemos hablado aquí algunas veces de la pena de muerte como algo superado e innecesario, pero acto de justicia al fin y al cabo, para nada equiparable a actos gratuitos de homicidio como el aborto y la eutanasia. Lo que la hace repulsiva, sin embargo, son algunos usos que suelen rodearla. Tiene mucha razón Claudio Magris, en su reciente y jugoso artículo “Crimen y castigo (quizá)”, cuando afirma que “el brutal uso vigente en Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal”. Si algo nos ha sacado de quicio en tantas películas sobre ejecuciones es, más que la muerte en sí del reo, el ver cómo se envilecen los familiares de las víctimas presenciando el acto, sin darse cuenta ellos quizá de su propio envilecimiento. Contemplar la muerte a sangre fría de una persona, por mucho que lo haya merecido, es una humillación añadida que, esa sí, no merece nadie aunque se trate del más despiadado de los asesinos, porque incluso éste sigue conservando su dignidad de ser humano. Hacer contemplar su muerte es como exhibirlo en su desnudez, obligarlo a prostituirse de alguna manera. Siempre recordaré la escena final de una famosa teleserie, donde el “malo” sostenía con frialdad la mirada de su enemigo tras hacerle asesinar por unos sicarios. No puedo evitar recordarlo cada vez que se repite la escena en una cámara de gas o en un patíbulo.
Admiramos a los Estados Unidos por sus conquistas en el terreno de las libertades individuales y los derechos civiles. Los admiraremos aún más cuando hayan superado del todo ciertos resabios de la ley de Lynch. Por lo demás, no se pierdan el artículo de Claudio Magris, mucho más profundo que todo esto. Lo encontrarán en “El País” del 30 de septiembre de 2002.
———————————— Crimen y castigo (quizá) CLAUDIO MAGRIS En un artículo publicado en Avvenire, Marina Corradi, partiendo de un reciente y clamoroso suceso de crónica negra -un homicidio cuyo autor declaró que no sabía por qué lo había cometido y pidió que se le perdonara-, se detiene en estas crecientes y precipitadas peticiones de perdón, que ocurren casi en el mismo momento del cumplimiento del acto criminal o inmediatamente después. Ya hace unos años, en un artículo publicado en La Stampa, Lorenzo Mondo comentaba con dureza la ansiosa rapidez con la que tantos periodistas se abalanzan sobre los familiares de una víctima, quizá recién asesinada por un criminal aún sin identificar, preguntándoles si perdonan al culpable. Y al plantarles el micrófono delante de la boca, ‘algún pobrecillo, trastornado’, escribe Marina Corradi, ‘dice que sí’.
Cuanto más acostumbrados estamos y más insensibles somos al horror de la violencia, tanto más obligados nos sentimos a ser buenos y condescendientes, igual que las conveniencias sociales obligan a tener amplitud de miras. Matanzas terroristas y represalias se acogen como acontecimientos inevitables, hutus y tutsis se masacraron ante la indiferencia general, las atroces hecatombes de Pol Pot no turbaban a nadie y tampoco la visión de la política internacional con sus alianzas y estrategias; hoy a nadie le interesa saber si se bombardea a alguien en Afganistán o a quién; cualquiera de nosotros -como enseña Buñuel en su obra maestra El discreto encanto de la burguesía- iría tranquilamente a cenar, estrechando sus manos objetivamente manchadas de sangre, con los dirigentes de la fábrica de pesticidas perteneciente a la multinacional norteamericana Union Carbide, que provocó, como recordaba el Corriere el pasado 10 de julio, entre 16.000 y 30.000 muertos en Bhopal, India, negándose a tomar las medidas necesarias previstas por la ley. ¿Es también ésta una forma de inconsciente y apresurado perdón? Quizá habría que releer Los hermanos Karamazov, cuando preguntan a Aliosha, el hombre de la fe en Dios, si Dios puede perdonar al general que ha ordenado a sus perros despedazar a un niño. Él responde desesperado: ‘No, no puede’.
Por otra parte, la creciente insensibilidad ante matanzas masivas se transforma de golpe, ante cualquier caso individual exagerado por los medios de comunicación, en un forzado impulso caritativo. Todos quieren comprender, mostrarse buenos, perdonar: cualquier atracador puede convertirse en el buen ladrón sobre la cruz, que se dispone a ir al cielo, y cualquier oveja descarriada pretende recibir una comida y un tratamiento mejores que los que se reservan a las otras ovejas que se han abstenido de cometer cualquier mala acción.
En esta actitud está la intuición de una profunda verdad y está a la vez su parodia. El pecador derrotado y arrepentido debe interesarnos más que el hombre justo, porque tiene más necesidad de nuestra ayuda, igual que el enfermo la necesita más que el sano. El rescate, físico y moral, de una persona, su resurrección, son lo más importante del mundo; siempre hay que creer que son posibles, aun en las circunstancias más oscuras y contra cualquier evidencia, porque el sentido de nuestra vida, suponiendo que exista alguno, es esperar aun cuando todo parezca inducirnos, con los motivos mejor fundados, a la desesperación. Por eso hay que ayudar a una persona a resucitar, y la mejor ayuda es creer en ella cuando todo impulsa a lo contrario.
Muchos autores de actos criminales parecen inmediatamente después asombrados de haberlos cometido. También este sentimiento, cuando no se usa fraudulentamente para sustraerse a la propia responsabilidad, puede ser verdadera y auténticamente vivido.
El mundo entero, exterior e interior, está en un equilibrio pavorosamente inestable y, como dice el proverbio judío, puede quedar destruido de la noche a la mañana.
Todo puede ocurrir, en cualquier momento. Igual que la muerte física puede abatirse sobre nosotros en un instante, también la espiritual puede cogernos por sorpresa; igual que un conjunto de elementos contribuye a engrosar y hacer que estalle una aorta, así un cúmulo de circunstancias, casualidades, emociones y reacciones hace que salten las bisagras de la razón y de las pulsiones y la mano puede encontrarse golpeando antes de que el cerebro se dé realmente cuenta de haber dado esa orden delictiva.
Semejante conciencia melancólica de nuestra inaudita fragilidad debe alimentar la piedad y la caridad: a Raskolnikov, el protagonista de Dostoievski, hay que entenderle en el drama, a la vez conmovedor y trágicamente estúpido, como cualquier seducción del mal. Pero entender no quiere decir consentir con indulgencia: a través del amor de Sonia, Raskolnikov se arrepiente y acepta, también interiormente, la expiación de su culpa en prisión.
Hoy, a menudo, se considera al culpable -que ciertamente también es víctima de sí mismo o de los sufrimientos e injusticias sufridas que le han extraviado- casi como si fuera la única víctima y se le compadece y mima más que a quien ha sufrido su violencia. Hace años era algo bueno y justo llevar a la cárcel en Navidad paquetes de regalo a los asesinos de Aldo Moro y de su escolta, pero no era tan bueno ni tan justo olvidar, en esta hermandad navideña que debería abrazar a todos y por lo tanto a inocentes y culpables, a las familias de los militares asesinados, que no porque sus seres queridos no hubieran asesinado a nadie tenían menos derecho al panettone.
Si el culpable es un hombre al que hay que tratar con dignidad, no lo es menos quien no ha cometido crímenes. Hace muchos años, el autor de un homicidio, arrepentido y que salió enseguida de la cárcel por su preciada obra de colaboración con la justicia, se casó y tuvo, como es justo en este día esencial en la vida de una persona, su ceremonia en la iglesia y su fiesta. Pero me pareció excesivo que celebrando su boda hubiera seis sacerdotes y no uno, igual que ocurre con los comunes mortales sin antecedentes, que no deben ser tratados mejor, pero tampoco peor que quien ha violado la ley. La involuntaria parodia, por otra parte, es cada vez más una característica de nuestra sociedad y a veces es difícil distinguir una exaltación de una tomadura de pelo.
El perdón, escribe Marina Corradi, no puede pedirse ni darse a toda prisa; requiere reflexión, arrepentimiento, conciencia, análisis de las acciones cometidas. Pero sobre todo, el perdón no debe tener nada que ver con la justicia y su proceder.
El perdón concierne a la vida mortal, a la capacidad interior de superar estados y dictados del alma, dolor desgarrador y furioso, rencor: es un proceso espiritual difícil que deben cumplir, para ser real, ambas partes, quien lo pide y quien lo da. Todas estas cosas nobilísimas no tienen nada que ver con la ley, que sólo tiene que comprobar los hechos, encontrar los posibles agravantes, calificarlos jurídicamente y aplicar las correspondientes sanciones previstas por el Código Penal. Estas últimas deben prescindir totalmente del perdón concedido o no por la víctima o, peor aún, por sus parientes: sería una locura que una sentencia dependiera de su ánimo más o menos generoso o rencoroso, de su educación, de su historia noble o mezquina. Mezclar las razones de la ley con las de los sentimientos o los estados de ánimo es una mezcla letal, que envenena la justicia y la vida: es una barbarie mafiosa.
Además, nadie puede perdonar, ni siquiera moralmente, los agravios infligidos a otros, aunque fuera un hijo, porque éste último no es un objeto del que el padre o la madre puedan disponer, igual que se puede perdonar a alguien que nos ha roto un jarrón muy valioso.
Uno puede perdonar al asesino de su hijo sólo por la parte que le compete, por el dolor que esa muerte le ha producido, pero no tiene ningún título para perdonar o no la muerte de su hijo.
Los lazos afectivos son fundamentales en la vida, pero irrelevantes en la ley: el brutal uso vigente en Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal.
Perdonar sirve de poco a quien se perdona, que permanece -si aún le queda una pizca de conciencia- con el peso del delito cometido y de su propia debilidad; sirve más a quien perdona y se libera así de esa maraña de rencor, de furia también perjudicial para uno mismo, de obsesión que contamina al alma ansiosa de venganza.
‘Sólo cuando puedes volver a reír’, decía un cartel que vi hace muchos años pegado a la puerta de la catedral de Lima, ‘has perdonado de verdad’.