GRACIAS. CON ESTA PALABRA PODRÍA CONCLUIR ESTA CARTA, DIOS MÍO, AMOR MÍO. Porque eso es todo lo que tengo que decirte: gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu misericordia sobre mi. No ha existido una hora en que no haya experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque -aparte de que yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero de ti nada he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño. Mi última enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Pero ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades? Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de las horas.
Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste.
Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanos que tuve. Todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí -¡qué fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infallablemente, a la hora de comer. Algo que vendría con toda seguridad. Y que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego. No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría.
Gracias a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo- ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en Dios». Y a mi eso me parece un poco excesivo y melodramático. Porque o no es para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento. O tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado.
A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre: la de morirme con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mi no me has abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez –en mis sueños heroicos- he pensado que me habría gustado tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mi mismo que la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás. El pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú mantenías a mi lado. En la miseria, he seguido siendo tuyo. Y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.
También me gustaría presumir ante ti de persecuciones y dificultades. Pero tú sabes que, aún en lo humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.
Leugo, me diste el asombro de mi vocación. Ser cura es imposible, tú lo sabes. Pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente -siempre más de lo que yo personalmente sabría- y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro -¿sabes?- leyendo la parábola del hijo pródigo. Aún -gracias a ti- no puedo decir sin conmoverme esa parte del Credo que habla de tu pasión y de tu muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María? He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido felíz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro: el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte.
Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarte, colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor! Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte Padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera. Quererte ya es un don. No podrás darme más.
Por todo eso, Dios mío, he querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre. Y retirarme.
Del libro “Razones para el amor”; Biblioteca Básica del Creyente; Madrid, España. Tomado de www.preb.com/articulos José Luis Martín Descalzo falleció pocos días después.