José Luis Martín Descalzo, “¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”

1. La antorcha de Pascua Hace ya muchos años, tuve la ocasión y la suerte de presenciar en Jerusalén la celebración de la pascua de los ortodoxos. Como ustedes saben, la Iglesia ortodoxa y toda la oriental han conservado con más apasionamiento que nosotros el gozo de la celebración de la Resurrección del Señor que es el centro de su fe y de su liturgia. Y ésta tiene muy especial relieve en Jerusalén, en la basílica que conserva precisamente el lugar de la tumba de Jesús y, por tanto, el de su resurrección.

Durante la noche anterior, e incluso antes del atardecer, ya está abarrotada la basílica de creyentes que esperan ansiosos la hora de esa resurrección. Allí oran unos, duermen otros, esperan todos. Y poco después del alba, el patriarca ortodoxo de Jerusalén penetra en el pequeño edículo que encierra el sepulcro de Jesús. Se cierran sus puertas y allí permanece largo rato en oración, mientras crece la ansiedad y la espera de los fieles. Al fin, hacia las seis de la mañana, se abre uno de los ventanucos de la capillita del sepulcro y por él aparece el brazo del patriarca con una antorcha encendida. En esta antorcha encienden los diáconos las suyas y van distribuyendo el fuego entre los fieles que, pasándoselo de unos a otros, van encendiendo todas las antorchas. Sale entonces el patriarca del sepulcro y grita: ¡Cristo ha resucitado! Y toda la comunidad responde: ¡Aleluya! Y en ese momento se produce la gran desbandada: los fieles se lanzan hacia las puertas, hacia las calles de la ciudad con sus antorchas encendidas y las atraviesan gritando: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! Y quienes no pudieron ir a la ceremonia encienden a su vez sus antorchas y como un río de fuego se pierden por toda la ciudad.

Me impresionó la ceremonia por su belleza. Pero aún más por su simbolismo. Eso deberíamos hacer los cristianos todos los días de pascua y todos los días del año, porque en el corazón del creyente siempre es Pascua: dejar arder las antorchas de nuestras almas y salir por el mundo gritando el más gozoso de todos los anuncios: que Cristo ha resucitado y que, como Él, todos nosotros resucitaremos.

2. ¡Resucitó! !Aleluya, alegría! ¡Aleluya, aleluya!, éste es el grito que, desde hace veinte siglos, dicen hoy los cristianos, un grito que traspasa los siglos y cruza continentes y fronteras. Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los niños que acaban de asomarse a la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde van sus años; alegría para los que rezan en la paz de las iglesias y para los que cantan en las discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida en el silencio y para los que gritan su gozo en la ciudad.

Como el sol se levanta sobre el mar victorioso, así Cristo se alza encima de la muerte. Como se abren las flores aunque nadie las vea, así revive Cristo dentro de los que le aman. Y su resurrección es un anuncio de mil resurrecciones: la del recién nacido que ahora recibe las aguas del bautismo, la de los dos muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda recolectando el trigo, la de ese matrimonio que comienza estos días la estupenda aventura de querer y quererse, y la de esa pareja que se ha querido tanto que ya no necesita palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso los que viven hundidos en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han visto todo, los que viven envueltos en violencia y odio y los que de la muerte hicieron un oficio sonriente y normal.

No lloréis a los muertos como los que no creen. Quienes viven en Cristo arderán como un fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras guitarras y cantad y alegraos. Acercaos al pan que en el altar anuncia el banquete infinito, a este pan que es promesa de una vida más larga, a este pan que os anuncia una vida más honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos llevará en sus hombros como un padre querido como una madre tierna que no deja a los suyos. Recordad, recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin rumbo. Hay un sol en el cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya.

3. Resucitó, resucitaremos Hay en el mundo de la fe algo que resulta verdaderamente desconcertante: la mayoría de los cristianos creen sinceramente en la Resurrección de Jesús. Pero asombrosamente esta fe no sirve para iluminar sus vidas. Creen en el triunfo de Jesús sobre la muerte, pero viven como si no creyeran. ¿Será tal vez porque no hemos comprendido en toda su profundidad lo que fue esa resurrección? Recuerdo que hace ya bastante tiempo trataba una de mis hermanas de explicar a uno de mis sobrinillos —que tenía entonces seis años— lo que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba que había muerto por salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección de esta generosidad de Cristo le preguntó: «¿Y tú qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de morir por Él?» Mi sobrinillo se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos, respondió: «Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí». Recuerdo que, al oírlo, en casa nos reímos todos, pero yo me di cuenta de que mi sobrino pensaba de la resurrección y de la muerte de Jesús como solemos pensar todos: que en el fondo Cristo no murió del todo, que fue como una suspensión de la vida durante tres días y que, después de ellos, regresó a la vida de siempre.

Pero el concepto de resurrección es, en realidad, mucho más ancho. Lo comprenderán ustedes si comparan la de Cristo con la de Lázaro. Muchos creen que se trató de dos resurrecciones gemelas y, de hecho, las llamamos a las dos con la misma palabra. Pero fíjense en que Lázaro cuando fue resucitado por Cristo siguió siendo mortal. Vivió en la tierra unos años más y luego volvió a morir por segunda y definitiva vez. Jesús, en cambio, al resucitar regresó inmortal, vencida ya para siempre la muerte. Lázaro volvió a la vida con la misma forma y género de vida que había tenido antes de su primera muerte. Mientras que Cristo regresó con la vida definitiva, triunfante, completa.

¿Qué se deduce de todo esto? Que Jesús con su resurrección no trae solamente una pequeña prolongación de algunos años más en esta vida que ahora tenemos. Lo que consigue y trae es la victoria total sobre la muerte, la vida plena y verdadera, la que Él tiene reservada para todos los hijos de Dios. No se trata sólo de vivir en santidad unos años más. Se trata de un cambio en calidad, de conseguir en Jesús la plenitud humana lejos ya de toda amenaza de muerte. ¿Cómo no sentirse felices al saber que Él nos anuncia con su resurrección que participaremos en una vida tan alta como la suya? 4. ¡No tengáis miedo! Amigos míos, no temáis, no lloréis como los que no tienen esperanza. Jesús no dejará a los suyos en la estacada de la muerte. Su resurrección fue la primera de todas. Él es el capitán que va delante de nosotros. Y no a la guerra y a la muerte, sino a la resurrección y la vida. No tengáis miedo. No temáis.

No sé si se habrán fijado ustedes en que ésta es la idea que más se repite en las lecturas que se hacen en las iglesias en tiempo pascual. Cuando Jesús se aparece a los suyos, lo primero que hace es tranquilizarles, curarles su angustia. Y les repite constantemente ese consejo: ¡No tengáis miedo, no temáis, soy yo! Y es que los apóstoles no terminaban de digerir aquello de que Jesús hubiera resucitado. Eran como nosotros, tan pesimistas que no podían ni siquiera concebir que aquella historia terminase bien. Cuando el Viernes Santo condujeron a Jesús a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo! ¡Esto no podía acabar bien! ¡Jesús se estaba comprometiendo demasiado! Y casi se alegraban un poco de haber acertado en sus profecías catastróficas. Pero lo de la resurrección, esto no entraba en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que en este mundo las cosas terminen mal. Y, por eso, cuando Jesús se les aparecía, en lugar de estallar de alegría, seguían dominados por el miedo y se ponían a pensar que se trataba de un fantasma.

A los cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o parecido. No hay quien nos convenza de que Dios es buena persona, de que nos ama, de que nos tiene preparada una gran felicidad interminable. Nos encanta vivir en las dudas, temer, no estar seguros. No nos cabe en la cabeza que Dios sea mejor y más fuerte que nosotros. Y seguimos viviendo en el miedo. Un miedo que sentimos a todas horas. Miedo a que la fe se vaya avenir abajo un día de éstos; miedo a que Dios abandone a su Iglesia; miedo al fin del mundo que nos va a pillar cuando menos lo esperemos. Miedo, miedo.

Lo malo del miedo es que inmoviliza a quien lo tiene. El que está poseído por el miedo está derrotado antes de que comience la batalla. Los que tienen miedo pierden la ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje que Cristo trae en Pascua es éste que tanto gusta repetir al Papa Juan Pablo II: «No temáis, salid de las madrigueras del miedo en las que vivís encerrados, atreveos a vivir, a crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios es el coco no le creáis. El Dios de la Biblia, el Dios que conocimos en Jesucristo, el Dios de la vida y la alegría. Y empezó por gritarnos con toda su existencia: No temáis, no tengáis miedo».

5. La resurrección de Cristo, esperanza de la humanidad Hay un texto de Bonhoeffer que siempre me ha impresionado muy especialmente. Dice el teólogo alemán: «Para los hombres de hoy hay una gran preocupación: saber morir, morir bien, morir serenamente. Pero saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir es algo que pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. Sí, no será el arte de hacer el amor, sino la resurrección de Cristo, lo que dará un nuevo viento que purifíque el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al “dame un punto de apoyo y levantaré el mundo”.» Efectivamente, los hombres de todos los tiempos andan buscando cuál es el punto de apoyo para construir sus vidas, para levantar el mundo. Si hoy yo salgo a la calle y pregunto a la gente: ¿Cuál es el eje de vuestras vidas? ¿En qué se apoyan vuestras esperanzas? ¿Dónde está la clave de vuestras razones para vivir? Muchos me contestarán: «Mi vida se apoya en mis deseos de triunfar, quiero ser esto o aquello, quiero realizarme, quiero poder un día estar orgulloso de mí mismo». O tal vez otros me dirán: «Yo no creo mucho en el futuro. Creo en pasármelo lo mejor posible, en disfrutar de mi cuerpo o de mi dinero, o de mi cultura». O tal vez me dirán: «Ésos son problemas de intelectuales. Yo me limito a vivir, a soportar la vida, a pasarla lo mejor posible».

Pero allá en el fondo, en el fondo, todos los humanos tienen clavada esa pregunta: ¿Cuál es la última razón de mi vida? ¿Qué es lo que justifica mi existencia? Todos, todos, de algún modo se plantean estas cuestiones. También ustedes, que me van a permitir que hoy se lo pregunte: ¿Cuál es el punto de apoyo en el que reposan vuestras vidas? Para los cristianos la respuesta es una sola: «Lo que ha cambiado nuestras vidas es la seguridad de que son eternas». Y el punto de apoyo de esa seguridad es la resurrección de Jesús. Si Él venció a la muerte, también a mí me ayudará a vencerla. ¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en esto. ¡Cuántas cosas cambiarían en el mundo, si todos los cristianos se atrevieran a vivir a partir de la resurrección, si vivieran sabiéndose resucitados! Tendríamos entonces un mundo sin amarguras, sin derrotistas, con gente que viviría iluminada constantemente por la esperanza. Cómo trabajarían sabiendo que su trabajo colabora a la resurrección del mundo. Cómo amarían sabiendo que amar es una forma inicial de resucitar. Qué bien nos sentiríamos en el mundo, si todos supieran que el dolor es vencible y vivieran en consecuencia en la alegría.

Sí, la resurrección de Cristo y la fe de todos en la resurrección es lo que podría cambiar y vivificar el mundo contemporáneo. Y es formidable pensar y saber que cada uno de nosotros, con su esperanza, puede añadirle al mundo un trocito más de esperanza, un trocito más de resurrección.

6. Testigos de la resurrección, mensajeros del gozo Muchas veces he pensado yo que la gran pregunta que Cristo va a hacernos el día del juicio final es una que nadie se espera. «Cristianos —nos dirá—: «¿Qué habéis hecho de vuestro gozo?». Porque Jesús nos dejó su paz y su gozo como la mejor de las herencias: «Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo», dice en el Evangelio de San Juan. «No temáis. Yo volveré a vosotros y vuestra tristeza se convertirá en gozo», dijo poco antes de su pasión. Y también: «Si me amáis, tendréis que alegraros». «Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentéis nadie os lo podrá arrebatar». «Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo».

¿Y qué hemos hecho nosotros de ese gozo del que Jesús nos hizo depositarios? Es curioso: la mayor parte de los cristianos ni siquiera se ha enterado de él. Son muchos los creyentes que parecen más dispuestos a acompañar a Jesús en sus dolores que en sus alegrías, en su dolor que en su resurrección. Pensad por ejemplo: durante las semanas de Cuaresma se celebran actos religiosos especiales, con penitencias, con oraciones. Pero, tras la resurrección, la Iglesia ha colocado una segunda cuaresma, los días que van desde la resurrección hasta la ascensión. ¿Y quién los celebra? ¿Quién al menos los recuerda? Impresiona pensar que en el Calvario tuvo Cristo al menos unos cuantos discípulos y mujeres que le acompañaban. Pero no había nadie cuando resucitó. Da la impresión de que la vida de Cristo hubiera concluido con la muerte, que no creyéramos en serio en la resurrección. Muchos cristianos parecen pensar —como dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los cristianos ya nos hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos dicen: «Cristo ha resucitado»; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos. Lo hemos jubilado con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con Él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a acompañarle en sus alegrías? Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección. ¿Lo somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes y aburridos? ¿O piensa que los curas somos espantapájaros pregoneros de la muerte, del pecado y del infierno únicamente? Tendríamos que recordar que los cristianos somos ante todo eso: testigos de la resurrección, mensajeros del gozo.

Tomado de “Días grandes de Jesús”, EDIBESA.

José Luis Martín Descalzo, “Stabat Mater”

Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá. Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú… Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados. Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.

Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo.

¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos.

Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.

Publicado en ABC, 1988.

José Luis Martín Descalzo, “Unción, no Extremaunción”

Tal vez alguno de ustedes leería este titular en los periódicos: “El Papa Juan Pablo II confirió el sacramento de la unción a cien inválidos romanos”. “Se requiere con ello reafirmar que este sacramento es de enfermos”. Y quizá leyéndolo pensarán ustedes: ¿Pero ese sacramento no se daba sólo a los moribundos? ¿Es que estaban moribundos a la vez esos cien enfermos a quienes se lo administró Juan Pablo II? Y si estaban moribundos, ¿Cómo los trasladaron a la plaza de San Pedro para esta ceremonia., exponiéndose a que muchos se murieran allí? Son preguntas bien formuladas, pero que parten todas de una confusión muy extendida: que este sacramento de la unción ha de darse únicamente a quienes están en las últimas. De esta confusión viene el pánico que muchos cristianos sienten hacia él. Hay quien le llama incluso “el sacramento peor que la muerte”. ¡Y es que lo hemos visto tantas veces bajo esas tintas negras! En películas, en la vida. Cuando a alguien le dan la unción hay que ir ya preparando la caja y la sepultura…

Pero el Concilio Vaticano II ha declarado algo fundamental: que este sacramento no es de moribundos, sino de enfermos, y que no se da para preparar para la muerte, sino para pedir la salud. De ahí que haya cambiado hasta su nombre. Y del nombre temible “Extremaunción”, haya pasado al nombre menos macabro de “Unción de los enfermos”.

Es curiosa la historia de este sacramento al que yo llamaría “el sacramento calumniado”. Surge en la Biblia como una interpretación de curación de la enfermedad y… la rutina lo va convirtiendo siglo a siglo en un primer paso para el enterramiento.

Sin embargo, el sentido verdadero de este sacramento está bien claro en la epístola del Apóstol Santiago que es su base bíblica y teológica. En ella Santiago escribe a sus fieles lo siguiente: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia y que recen sobre él, después de ungirlo con óleo, en nombre del Señor. Y la oración de la fe lo curará y, si ha cometido pecado, lo perdonará”.

Eso y no otra cosa es el sacramento de la unción: un sacramento para pedir a Dios, dueño de la vida y también de la enfermedad, que alivie y cure a los enfermos y que, al mismo tiempo, limpie también sus almas del pecado.

Si los cristianos fuésemos serios, descubriríamos que lo mismo que al médico no sólo se le llama cuando uno está a la muerte, sino en cualquier enfermedad minimamente seria, así habría que llamar al médico de las almas en toda enfermedad. La visita de un médico nadie la interpreta como un anuncio de la muerte, sino como un afán de curación. Así debería también interpretarse la unción que, como ustedes ven, nada tiene de fúnebre y es, en realidad, un sacramento de esperanza.

Esta es, me parece, una de las grandes tareas de nuestra generación: reconquistar el verdadero sentido de esta unción de los enfermos, devolverle todo lo que tiene de fe en Dios y de confianza en sus manos.

Mientras no redescubramos esto tendremos un sacramento mutilado y estaremos desperdiciando esa fuerza de salud que Dios puso en la unción de los enfermos.

Tomado de http://www.ireneweb.net/sp/articles

José Luis Martín Descalzo, “¿Quién decís que soy yo?”

Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos (Evangelio de San Marcos 8, 27). Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama “cultura”. No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con las más violentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido.

Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.

La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y… sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores -aún los más opuestos a él- siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo -sus familias, sus costumbres, tal vez hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también -¡ay!- tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!- ¡cuantos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes -¡por fin!- hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es? Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: “Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús”. ¿Y qué pensar entonces de los cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo 1o desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente? Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.

Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días no moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una aldehuela del corazón de África.

Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6). Por tanto -si esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus palabras?” Tomado de “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”.

José Luis Martín Descalzo, “Reflexiones de un enfermo en torno al dolor”

El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada? LA MONTAÑA DEL DOLOR Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad… Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al responder a estas preguntas que destrozan el alma de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido? Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de los inocentes.

TEORÍAS, NO Una de esas respuestas parciales podía ser la que afirma que dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y responder porqués.

Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo! El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique gastamos un día en autocompadecemos. Tendríamos que empezar por el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo», sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo? Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre todo, indigno.

DEMASIADA RETÓRICA La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos de la enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error muy difundido entre personas de buena voluntad: la tendencia a ver en la enfermedad y el dolor algo objetivamente bueno. Creo que se ha hecho, especialmente entre los cristianos, mucha retórica sobre la bondad del dolor, con la que se confunden tres cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar convirtiéndose, con la gracia de Dios. Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden llegar a ser maravillosos.

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás ofreció florilegios sobre la angustia, no fue hacia el dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó a combatir el dolor en los demás, y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando, pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó convirtiendo el dolor en redención. Es mejor no echarle almíbar piadoso al dolor. Pero hay que decir sin ningún rodeo que en la mano del hombre está conseguir que ese dolor sea ruina o parto. El hombre no puede impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en vilo.

En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor puede llegar a ser uno de los grandes motores del hombre. Luis Rosales afirmaba que «los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir».

El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda de nuestra raza de seres atados al tiempo y a la fugitividad. No hay hombre sin dolor. Y no es que Dios «tolere» los dolores, es, simplemente, que Dios respeta la condición temporal del hombre, lo mismo que respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos participar.

VINAGRE, O VINO GENEROSO El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso. Yo he comprobado aquella frase de León Bloy que aseguraba que en el corazón del hombre hay muchas cavidades que desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas. Así puedo afirmar que el dolor es, probablemente, lo mejor que me ha dado la vida y que, siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido más en un acicate que en un freno.

Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a desperdiciar tu vida, a rebajarla, a creer que, porque estás enfermo, tienes ya una disculpa para no cumplir tu deber o para amargar a los que te rodean. Debes considerar la enfermedad como un handicap, como un «reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para sacar todo lo positivo que haya en la enfermedad y así rentabilizar más tu vida.

Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando ésta se alarga y se alarga. Un dolor corto, por intenso que sea, no es difícil de sobrellevar. Lo verdaderamente difícil es cuando ese camino de la cruz dura años, y peor aún si se vive con poca o ninguna esperanza de curación en lo humano.

Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en estos años. Y confieso haberla experimentado casi como una mano que me acariciase. Dios no me ha fallado en momento alguno. Yo llamaría milagro al hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro casual en una calle, que me ayudaba a recuperar la calma. Confieso con gozo que nunca me sentí tan querido como en estos años. Y subrayo esto porque sé muy bien que muchos otros enfermos no han tenido ni tienen en esto la suerte que yo tengo.

La verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano comprensiva y amiga! Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres queridos la que nos descubra que hay que quererse deprisa, precisamente porque tenemos poco tiempo, porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis nunca que arrepentiros del amor que no habéis dado y que perdisteis! La enfermedad es una gran bendición: cuando te sacude ya no puedes seguirte engañando a ti mismo, ves con claridad quién eras, quién eres.

Descubrí a su luz que en mi escala de valores real había un gran barullo y que no siempre coincidía con la escala que yo tenía en mis propósitos y deseos. ¡Cuántas veces el trabajo se montó por encima de la amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo dediqué al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí mismo, a saber que en no pocas cosas fracasaría y no pasaría absolutamente nada, entendí incluso que uno no tiene corazón suficiente para responder a tanto amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y yo no lo sabía.

Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos, las enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace algunos años apenas había tenido contactos con el mundo de los hospitales y tenía de sus habitantes ese barato concepto por el que, con tanta frecuencia acostumbramos a medir a los seres más por sus defectos que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir horas y horas en los hospitales, me descubrió qué engañado estaba.

UN ABUSO DE CONFIANZA La idea de que la enfermedad es «redentora» no es un tópico teológico, sino algo radicalmente verdadero. Dios espera de nosotros, no nuestro dolor, sino nuestro amor; pero es bien cierto que uno de los principales modos en que podemos demostrarle nuestro amor es uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor redentora. ¿Qué otras cosas tenemos, en definitiva, los hombres para aportar a su tarea? Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente, más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo.

Tomado de http://www.devocionario.com

José Luis Martín Descalzo, “Milagro en un pub”

“Amarse es maravilloso. La amistad lo es. El que tres muchachos en la Nochevieja no caigan en la barata-falsa alegría que parece la etiqueta obligada de esa noche y se dediquen al maravilloso deporte de hablar como verdaderos hombres, también eso me parece un milagro.

Y es que tal vez los hombres vivimos demasiado en nuestra superficie. Y en la Nochevieja elevamos a dogma esa superficialidad, reímos, bebemos, nos alegramos porque así está mandado, pero nunca somos más falsos que en esas alegrías.

Y, sin embargo, debajo de esa piel de superficialidad todos los hombres tenemos un alma. Un alma ardiente de necesidad de amistad. Y la tenemos a la pobrecita olvidada dentro de nosotros, anestesiada, dormida. Nos da vergüenza sacar a la calle su necesidad de amor. Y parecemos frívolos por un tonto pudor de decir lo que dentro tanto necesitamos.

Por eso me alegra tanto el que unos jóvenes charlasen esa noche. No para decir bobadas, no para contarse chistes, no para matar esa noche como un símbolo de la vida que se nos escapa. Sino que hablasen con las almas desnudas. Forzosamente allí tenía que estar Dios. Porque Él está siempre donde unos hombres y unas mujeres lo son verdaderamente. No donde las marionetas que nos fingimos sustituyen a nuestras verdaderas almas. Fue un milagro, sí. Uno de esos milagros que habría en nuestras vidas si tuviéramos los ojos abiertos.

Un amigo me escribe contándome su extraña, maravillosa Nochevieja. En ella no ocurrió nada llamativo, pero todo fue espléndido. Mi amigo está viviendo una etapa de deslumbramiento. De repente parece haberse arrancado la careta de la amargura que cubría su alma y está encontrándole nuevos horizontes a la vida. Tal vez por eso, porque está a la caza de una vida mejor, le ocurrió lo que le ocurrió esa noche. No sabía dónde tomar las uvas y, un poco por casualidad, se fue a un “pub”. Allí encontró a una pareja de novios desconocida. Amigos de amigos de amigos. Y comenzaron a hablar. No de frivolidades, sino de sus almas, de sus luchas y esperanzas, de sus tristezas y de sus alegrías. Terminaron hablando de Dios. Y la charla se enrolló. Y duró toda la noche. Mientras media España se emborrachaba, ellos hablaron. Hablaron serenamente, de todo, entrando en ese milagro verdadero que es el reposo de la amistad. Y fue una noche relajante, multiplicadora. Entraron cada uno de los tres con un alma y salieron con tres. Porque la verdadera amistad multiplica.

Ahora mi amigo está gozosamente asombrado. Me dice que sospecha que Dios tuvo algo que ver con ese encuentro. Él había ido casualmente a aquel “pub”. Y casualmente habían ido sus nuevos amigos. “¿No cree usted –me pregunta- que aquello fue algo más que simple casualidad? Tampoco quiero sacarle un significado sobrenatural a algo que no lo tiene. Simplemente, que fue demasiado bueno para ser casual.” Y apostilla mi amigo: “Y es que a Dios se le encuentra hasta en un “pub”, si uno se fía de Él.” A mí tampoco me gusta buscarle explicaciones milagrosas a las cosas de la vida. Tal vez porque todo lo que nos ocurre me parece milagroso.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

José Luis Martín Descalzo, “Echarle una mano a Dios”

En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch encuentro un diálogo con un niño que me deja literalmente conmovido.

— ¿Rezas a Dios? —pregunta Bloch.

— Sí, cada noche —contesta el pequeño.

— ¿Y que le pides? — Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.

Y ahora soy yo quien me pregunto a mí mismo qué sentirá Dios al oír a este chiquillo que no va a Él, como la mayoría de los mayores, pidiéndole dinero, salud, amor o abrumándole de quejas, de protestas por lo mal que marcha el mundo, y que, en cambio, lo que hace es simplemente ofrecerse a echarle una mano, si es que la necesita para algo.

A lo mejor alguien hasta piensa que la cosa teológicamente no es muy correcta. Porque, ¿qué va a necesitar Dios, el Omnipotente? Y, en todo caso, ¿qué puede tener que dar este niño que, para darle algo a Dios, precisaría ser mayor que El? Y, sin embargo, qué profunda es la intuición del chaval. Porque lo mejor de Dios no es que sea omnipotente, sino que no lo sea demasiado y que El haya querido «necesitar» de los hombres. Dios es lo suficientemente listo para saber mejor que nadie que la omnipotencia se admira, se respeta, se venera, crea asombro, admiración, sumisión. Pero que sólo la debilidad, la proximidad crea amor. Por eso, ya desde el día de la Creación, El, que nada necesita de nadie, quiso contar con la colaboración del hombre para casi todo. Y empezó por dejar en nuestras manos el completar la obra de la Creación y todo cuanto en la tierra sucedería.

Por eso es tan desconcertante ver que la mayoría de los humanos, en vez de felicitarse por la suerte de poder colaborar en la obra de Dios, se pasan la vida mirando hacia el cielo para pedirle que venga a resolver personalmente lo que era tarea nuestra mejorar y arreglar.

Yo entiendo, claro, la oración de súplica: el hombre es tan menesteroso que es muy comprensible que se vuelva a Dios tendiéndole la mano como un mendigo. Pero me parece a mi que, si la mayoría de las veces que los creyentes rezan lo hicieran no para pedir cosas para ellos, sino para echarle una mano a Dios en el arreglo de los problemas de este mundo, tendríamos ya una tierra mucho más habitable.

Con la Iglesia ocurre tres cuartos de lo mismo. No hay cristiano que una vez al día no se queje de las cosas que hace o deja de hacer la Iglesia, entendiendo por «Iglesia» el Papa y los obispos. «Si ellos vendieran las riquezas del Vaticano, ya no habría hambre en el mundo». «Si los obispos fueran más accesibles y los curas predicasen mejor, tendríamos una Iglesia fascinante». Pero ¿cuántos se vuelven a la Iglesia para echarle una mano? En la «Antología del disparate» hay un chaval que dice que «la fe es lo que Dios nos da para que podamos entender a los curas». Pero, bromas aparte, la fe es lo que Dios nos da para que luchemos por ella, no para adormecernos, sino para acicateamos.

«Dios —ha escrito Bernardino M. Hernando— comparte con nosotros su grandeza y nuestras debilidades». El coge nuestras debilidades y nos da su grandeza, la maravilla de poder ser creadores como El. Y por eso es tan apasionante esta cosa de ser hombre y de construir la tierra.

Por eso me desconcierta a mi tanto cuando se sitúa a los cristianos siempre entre los conservadores, los durmientes, los atados al pasado pasadísimo. Cuando en rigor debíamos ser «los esperantes, los caminantes». Theillard de Chardín decía que en la humanidad había dos alas y que él estaba convencido de que «cristianismo se halla esencialmente con el ala esperante de la humanidad», ya que él identificaba siempre lo cristiano con lo creativo, lo progresivo, lo esperanzado.

Claro que habría que empezar por definir qué es lo progresivo y qué lo que se camufla tras la palabra «progreso». También los cangrejos creen que caminan cuando marchan hacia atrás.

De todos modos hay cosas bastante claras: es progresivo todo lo que va hacia un mayor amor, una mayor justicia, una mayor libertad. Es progresivo todo lo que va en la misma dirección en la que Dios creó el mundo. Y desgraciadamente no todos los avances de nuestro tiempo van precisamente en esa dirección.

Pero también es muy claro que la solución no es llorar o volverse a Dios mendigándole que venga a arreglarnos el reloj que se nos ha atascado. Lo mejor será, como hacía el niño de Bloch, echarle una mano a Dios. Porque con su omnipotencia y nuestra debilidad juntas hay más que suficiente para arreglar el mundo.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

José Luis Martín Descalzo, “¿Es rentable ser bueno?”

Quiero contarles a ustedes la historia de Piluca. Resulta que, en el colegio donde yo fui muchos años capellán, había dos hermanitas –Piluca y Manoli- que eran especialmente simpáticas y diablillos. Y un día, hablando a las mayores (y a Piluca entre ellas) les expliqué como todos los que nos rodean son imágenes de Dios y cómo debían tratar a sus padres, a sus hermanas, como si tratasen a Dios. Y Piluca quedó impresionadísima.

Aquel día, al regresar del colegio, coincidió con su hermana pequeña en el ascensor. Y, como Piluca iba cargadísima de libros, dijo a Manoli: “Dale al botón del ascensor”. “Dale tú”, respondió la pequeña. “Dale tú, que yo no puedo”, insistió Piluca. “Pues dale tú, que eres mayor”, replicó Manoli. Y, entonces, Piluca sintió unos deseos tremendos de soltar los libros y pegarle un mamporro a su hermanita. Pero, como un relámpago, acudió a su cabeza un pensamiento. ¿Cómo la voy a pegar si mi hermanita es Dios? Y optó por callarse y por dar como pudo al botón.

Luego, jugando, se repitió la historia. Y comiendo. Y por la noche. Y todas las veces que Piluca sentía deseos de estrangular a su hermana, se los metía debajo de los tacones porque no estaba nada bien estrangular a Dios.

A la mañana siguiente, cuando volvieron del colegio, veo yo a Piluca que viene hacia mí, arrastrando por el uniforme a su hermana con las lágrimas de genio en los ojos, y me grita: “Padre, explíquele a mi hermana que también yo soy Dios, porque así no hay manera de vivir.” Comprenderéis que me reí muchísimo y que, después de tratar de explicar a Manoli lo que Piluca me pedía, me quedé pensativo sobre un problema que me han planteado muchas veces: ¿Ser buena persona es llevar siempre las de perder? En un mundo en el que todos pisotean, si tú no lo haces ¿no estarás llamado a ser un estropajo? ¿Hay que ladrar con los perros y morder con los lobos? ¿Es “rentable” ser cordero? Las preguntas se las traen. Y, en una primera respuesta, habría que decir que ser bueno es una lata, que en este mundo “triunfan” los listos, que es más rentable ser un buen pelota que un buen trabajador, que para hacer millones hay que olvidarse de la moral y de la ética.

Pero, si uno piensa un poquito más, la cosa ya no es tan sencilla. ¿Es seguro que ese tipo de “triunfos” son los realmente importantes? Y no voy a hablar aquí del reino de los cielos. En ese campo yo estoy seguro de que la bondad da un ciento por uno, rentabilidad que no da acción alguna de este mundo.

Pero quiero hacer la pregunta más a nivel de tierra. Y aquí mi optimismo es tan profundo que estoy dispuesto a apostar porque, más a la corta o más a la larga, ser buena persona y querer a los demás acaba siendo rentabilísimo.

Lo es, sobre todo, a nivel interior. Yo, al menos, me siento muchísimo más a gusto cuando quiero que cuando soy frío. Sólo la satisfacción de haber hecho aquello que debía me produce más gozo interior que todos los triunfos de este mundo. Moriría pobre a cambio de morir queriendo.

Pero es que, incluso, creo que el amor produce amor. Con excepciones, claro. ¿Quién no conoce que el desagradecimiento es una de las plantas más abundantes en este mundo de hombres? ¡Cuántas puñaladas recibimos de aquellos a quienes más hemos amado! ¡Cuántas veces el amor acaba siendo reconocido… pero tardísimo! Esa es la razón por la que uno debe amar porque debe amar y no porque espere la recompensa de otro amor. Eso llevaría a terribles desencantos.

Y, sin embargo, me atrevo a apostar a que quien ama a diez personas, acabará recibiendo el amor de alguna de ellas. Tal vez no de muchas. Cristo curó diez leprosos y sólo uno volvió a darle las gracias. Tal vez esa sea la proporción correcta de lo que pasa en este mundo.

Pero aún así, ser querido por uno de los diez a quienes hemos querido, ¿no es ya un éxito enorme? Por eso me parece que será bueno eso de amar a la gente como si fuesen Dios, aunque la mitad nos traten después como demonios.

José Luis Martín Descalzo, “Mozo de equipaje”

El otro día vinieron a entrevistarme unos estudiantes de periodismo para no sé qué revista juvenil, y me preguntaron: “Y tú, ¿no te cansas nunca de dar alientos a los demás?” Les dije que sí, que me cansaba por lo menos tres veces al día. Lo que ocurría es que también por lo menos cinco veces al día sentía la necesidad de no convertir en estéril mi vida y aún no había encontrado otra tarea mejor que esa.

Y cuando los muchachos se fueron, me puse a pensar en un viejo amigo mío que era mozo de equipajes de Valladolid. Debía de tener más o menos la edad que yo tengo ahora, pero entonces a mí me parecía muy viejo. Pero lo asombroso era su permanente alegría. No sabía hacer su trabajo sin gastarte una broma, y cuando te hacía un favor, parecía que se lo hubieses hecho tú a él. Un día le pregunté: “Y tú, ¿cuándo te vas de vacaciones?” Se rió y me dijo: “Me voy un poco en cada maleta que subo para los que se van hacia la playa.” Él sonreía, pero fui yo quien se marchó desconcertado. Nunca había pensado en lo dramático de esa vocación de alguien que se pasa la vida ayudando a viajar a los demás, pero él se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los demás se van felices, mientras él sólo saborea el sudor de haberles ayudado en esa felicidad.

¿Sólo el sudor? No se lo dije a mi amigo el mozo de equipajes porque se hubiera reído de mí y me hubiera explicado que el sudor le quedaba por fuera, mientras por dentro le brotaba una quizá absurda, pero también maravillosa, satisfacción.

Desde entonces pienso que todos los que sienten vocación de servicio –sea la que sea su profesión- son un poco mozos de equipajes. Y que todos sienten esa extraña mezcla de cansancio y alegría. Al fin me parece que en la vida no hay más que un problema: vives para ti mismo o vives para ser útil. Vivir para ser útil es caro, hermoso y fecundo.

Claro, desde luego. Todos somos egoístas. Al fin y al cabo, ¿qué queremos todos sino ser queridos? Por mucho que nos disfracemos, nuestra alma lo único que hace es mendigar amor. Sin él vivimos como despellejados. Y se vive mal sin piel. Por eso el mundo no se divide en egoístas y generosos, sino en egoístas que se rebozan en su propio egoísmo y en otros egoístas que luchan denodadamente por salir de sí mismos, aun sabiendo que pagarán caro el precio de preferir amar a ser amados.

Recuerdo haber escrito hace años un extraño poema en el que me imaginaba que, por un día, Cristo se dedicaba a hacer los milagros que a él le gustaban y no los puramente prácticos que la gente le pedía. Y que, en un camino de Palestina, una muchacha hermosísima se presentaba ante Él planteándole la más dolorosa de las curaciones: ella era tan bella, que todos la querían, pero ella no quería a nadie. Deseada por todos, arrastraba una belleza inútil e infecunda. Y le pedía a Cristo el mayor de los milagros: que la concediera el don de amar. Cristo, entonces, la miraba con emoción y compasión y le preguntaba: “¿Sabes que si amas tendrás que vivir cuesta arriba?” La muchacha respondía: “Lo sé, Señor, pero lo prefiero a este gozo muerto, a esta felicidad inútil.” Ahora Cristo le sonreía y le decía: “Ea, levántate y ama, muchacha. Entra en el mundo terrible de los que han preferido amar a ser amados.” Y la muchacha se alejaba con el alma multiplicada, dispuesta a nadar felizmente a contracorriente de la vida.

La fábula seguramente es disparatada, pero verdaderísima. Porque –los recientes enamorados lo saben- amar a la corta es dulcísimo; a la larga, cansado; más a la larga, maravilloso.

¿Cansado por qué? Cansado porque siempre nos sale entre las costillas el viejo egoísta que somos y nos grita tres veces cada día que nadie va a agradecernos nuestro amor –es mentira, pero el viejo egoísta nos lo dice-; porque saca además aquel viejo argumento del ¿y a ti quien te consuela? Un falso planteamiento: porque el problema no es si nuestro amor nos reporta consuelo, sino si el mundo ha mejorado algo gracias a nuestro amor.

Pero claro que es difícil aceptar que nuestro veraneo está en esas maletas de esperanza que hemos subido en el tren de los demás. Para ello hace falta creer en serio en los demás. Y eso sólo lo hacen a diario los santos. Por eso, si yo fuera Papa canonizaría corriendo a mi amigo el mozo de equipajes de Valladolid.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para el amor”.

José Luis Martín Descalzo, “El arte de dar lo que no se tiene”

A Gerard Bessiere le ha preguntado alguien cómo se las arregla para estar siempre contento. Y Gerard ha confesado cándidamente que eso no es cierto, que también él tiene sus horas de tristeza, de cansancio, de inquietud, de malestar. Y entonces, insisten sus amigos, ¿cómo es que sonríe siempre, que sube y baja las escaleras silbando infallablemente, que su cara y su vida parecen estar siempre iluminadas?. Y Gerard ha confesado humildemente que es que, frente a los problemas que a veces tiene dentro, él “conoce el remedio, aunque no siempre sepa utilizarlo: salir de uno mismo”, buscar la alegría donde está (en la mirada de un niño, en un pájaro, en una flor) y, sobre todo, interesarse por los demás, comprender que ellos tienen derecho a verle alegre y entonces entregarles ese fondo sereno que hay en su alma, por debajo de las propias amarguras y dolores. Para descubrir, al hacerlo, que cuando uno quiere dar felicidad a los demás la da, aunque él no la tenga, y que, al darla, también a él le crece, de rebote, en su interior.

Me gustaría que el lector sacara de este párrafo todo el sabroso jugo que tiene. Y que empezara por descubrir algo que muchos olvidan: que ser feliz no es carecer de problemas, sino conseguir que estos problemas, fracasos y dolores no anulen la alegría y serenidad de base del alma. Es decir: la felicidad está en la “base del alma”, en esa piedra sólida en la que uno está reconciliado consigo mismo, pleno de la seguridad de que su vida sabe adónde va y para qué sirve, sabiéndose y sintiéndose nacido del amor. Cuando alguien tiene bien construida esa base del alma, todos los dolores y amarguras quedan en la superficie, sin conseguir minar ni resquebrajar la alegría primordial e interior.

Luego está también la alegría exterior y esa depende, sobre todo, del “salir de uno mismo”. No puede estar alegre quien se pasa la vida enroscado en sí mismo, dando vueltas y vueltas a las propias heridas y miserias, autocomplaciéndose. Lo está, en cambio, quien vive con los ojos bien abiertos a las maravillas del mundo que le rodea: la Naturaleza, los rostros de sus vecinos, el gozo de trabajar.

Y, sobre todo, interesarse sinceramente por los demás. Descubrir que los que nos rodean “tienen derecho” a vernos sonrientes cuando se acercan a nosotros mendigando comprensión y amor.

¿Y cuando no se tiene la menor gana de sonreír? Entonces hay que hacerlo doblemente: porque lo necesitan los demás y lo necesita la pobre criatura que nosotros somos. Porque no hay nada más autocurativo que la sonrisa. “La felicidad -ha escrito alguien- es lo único que se puede dar sin tenerlo”. La frase parece disparatada, pero es cierta: cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro, vuelve a nosotros de rebote, es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste puede ser uno de los significados de la frase de Jesús: “Quien pierde su vida, la gana”, que traducido a nuestro tema podría expresarse así: “Quien renuncia a chupetear su propia felicidad y se dedica a fabricar la de los demás, terminará encontrando la propia”. Por eso sonriendo cuando no se tienen ganas, termina uno siempre con muchísimas ganas de sonreír.