Joseph Ratzinger, “El secreto de la santidad de Escrivá”, Zenit, 15.III.02

CIUDAD DEL VATICANO, 15 marzo 2002 (ZENIT.org).- El secreto de la santidad de Josemaría Escrivá de Balaguer, según el cardenal Joseph Ratzinger, está en su convicción de que no era más que un instrumento de Dios.

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe presentó en la tarde de este jueves, en Roma, el libro en italiano «Opus Dei – El mensaje, las obras, las personas» (Opus Dei – il messaggio, le opere, le persone, San Paolo, 2002) de Giuseppe Romano.

Según Ratzinger, el beato Escrivá «tenía la intención de fundar algo, pero siempre era consciente de que no era obra suya, de que no había inventado nada, simplemente el Señor Dios se sirvió de él. No era por tanto su obra, sino “Opus Dei”. Él era sólo instrumento para que pudiera obrar Dios».

El cardenal alemán, que pronto cumplirá los 75 años, confesó que al leer el nuevo libro le impresionó la interpretación del nombre Opus Dei: «Una interpretación biográfica que permite comprender la fisonomía espiritual del beato Josemaría».

«Me vino a la mente -siguió confesando Ratzinger- la misma palabra del Señor en la que dice “mi Padre actúa siempre”. Lo dijo en una discusión con ciertos especialistas de la religión que no querían reconocer que Dios podría actuar en sábado».

«Un debate presente todavía entre los cristianos de nuestro tiempo -añadió-, según el cual, tras la creación, Dios se retiró. Según este modelo de pensamiento, Dios ya no podría entrar en el tejido de nuestra vida cotidiana».

Y sin embargo, reconoció el purpurado, «aquí tenemos la respuesta: el hombre que se abre a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios actúa siempre. Es más, tenemos que dejarle entrar, dejarle actuar, así nacen las cosas que renuevan a la humanidad».

«Desde este punto de vista se entiende lo que quiere decir santidad y vocación común a la santidad -dijo el cardenal-. Virtud heroica quiere decir que en la vida del hombre se revela la presencia de Dios, es decir, se revela el hecho de que el hombre por sí solo no puede hacer nada».

«La santidad es ese contacto con Dios, hacerse amigo de Dios, para dejarlo actuar, el único que puede hacer realmente bueno al mundo y llenarlo de luz», afirmó.

Esta constatación, concluyó Ratzinger, lleva al cristiano a no tener miedo, «pues quien está en las manos de Dios cae siempre en sus brazo y de este modo nace la valentía para responder al mundo de hoy».

El encuentro concluyó con una intervención del autor, Giuseppe Romano, sobre el argumento, recordando que cuando alguien elogiaba en vida a Escrivá, éste respondía comparándose a un sobre de cartas.

En este sobre se puede ver el remitente, Dios, y el destinatario, los hombres. El mensaje del Opus Dei puede entenderse desde la perspectiva del sobre: «Cada uno de nosotros lleva algo dentro de sí y en el fondo no ha sido él quien ha escrito la dirección, ni quien ha pegado el sello, ni quien ha enviado la carta».

«La carta ha llegado a su destino, y la canonización del primer sobre podrá alentar a los demás, usuarios normales, a convertirse también en sobres santos», concluyó Romano.

Tomado de Zenit, ZS02031508

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, tolerancia”, Zenit, 3.III.02

LUGANO, 3 marzo 2002 (ZENIT.org-Avvenire).- Después del 11 de septiembre, «se está difundiendo cada vez más la convicción de que para obtener una nueva paz mundial la fe cristiana deba renunciar a su pretensión de verdad».

Con esta constatación comenzó el viernes el cardenal Joeph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, su intervención en el congreso internacional en memoria de monseñor Eugenio Corecco, recordado obispo de Lugano (Suiza), en la que afrontó el tema «Fe, verdad y tolerancia».

–Eminencia, se ha dicho que después del 11 de septiembre el mundo ya no será como antes. ¿Ha cambiado algo también para la Iglesia? –Cardenal Ratzinger: Yo no diría que con el 11 de septiembre haya habido una revelación de cosas absolutamente nuevas. La amenaza de la violencia terrorista existía ya antes. Ahora sin embargo estamos más atentos a aquella amenaza. Si algo ha cambiado, es nuestra consciencia occidental de la percepción del peligro. Parafraseando a san Agustín podríamos decir que hoy vemos más claramente el abismo que el hombre tiene ante sí.

–La confrontación con el Islam es un tema candente. En su opinión, ¿se puede hablar de una superioridad de la cultura judeocristiana? –Cardenal Ratzinger: Es un terreno minado, pero no quiero evitar la pregunta. Cuando se habla de cultura tenemos que distinguir los valores de sus realizaciones históricas. La verdad de la fe cristiana nos aparece en toda su profundidad pero no debemos olvidar que lamentablemente ha sido oscurecida muchas veces por los comportamientos concretos de quien se decía cristiano. También el Islam ha tenido momentos de gran esplendor y de decadencia en el curso de su historia.

–Por tanto, ¿no se puede hablar de superioridad de una cultura sobre otra? –Cardenal Ratzinger: Naturalmente podemos y debemos decir que, por ejemplo, los valores del matrimonio monógamo, de la dignidad de la mujer, etcétera, demuestran indudablemente una superioridad cultural. Es verdad que el mundo islámico no está del todo equivocado cuando reprocha a Occidente de tradición cristiana la decadencia moral y la manipulación de la vida humana. Se hace fuerte en nuestras debilidades, en nuestro escepticismo. Esto nos impone un serio examen de conciencia. Lo importante es ir a las raíces de los valores anunciados por las diversas religiones. Es aquí donde puede empezar un verdadero diálogo interreligioso.

–¿Es más peligroso el fundamentalismo o la indiferencia religiosa? –Cardenal Ratzinger: Hay diversas formas de fundamentalismo. Los obispos estadounidenses por ejemplo prefieren no usar el término fundamentalismo para indicar el extremismo violento, porque en Estados Unidos una parte del mundo protestante se define fundamentalista, pero sin caer en la violencia y en el fanatismo.

Y también la indiferencia religiosa tiene formas diversas. Hay quien se dice no creyente pero conserva un impulso ético de fondo y se da también la indiferencia anárquica y arrogante de quienes pretenden desmontar al hombre recomponiendo después sus trozos a su modo y no según la lógica del Creador.

–Usted habla a menudo de un catolicismo de minoría y de una Iglesia que inevitablemente se reducirá en el futuro. ¿Cómo se concilia todo esto con la llamada que ha hecho el Papa a Europa a no olvidar sus propias raíces cristianas? –Cardenal Ratzinger: La Iglesia de masas puede ser algo hermoso pero no es necesariamente la única modalidad de ser Iglesia. Pero esto no quiere decir que se reduzca a un grupo cerrado en sí mismo. La Iglesia tiene una responsabilidad universal, una responsabilidad misionera para anunciar la nueva evangelización. Forma parte de esta tarea la llamada a las raíces cristianas de Europa. Es más, la Iglesia debe echar mano de todas sus energías creativas para hacer que no disminuya la fuerza viva y atrayente del Evangelio.

Tomado de Zenit, ZS02030302

Joseph Ratzinger, “Veinte años en Roma”, Zenit, 23.XI.01

El trabajo diario al frente de uno de los cargos más importantes de la Iglesia católica; la relación con Juan Pablo II; su infancia transcurrida en Alemania… El cardenal Joseph Ratzinger ha dejado espacio a las confidencias en una entrevista concedida a corazón abierto a Radio Vaticano.

Nacido en Baviera el 26 de abril de 1927, Ratzinger se convirtió en uno de los teólogos más escuchados en la Iglesia católica tras participar como perito en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965. Tras haber sido Vicerrector de la Universidad de Ratisbona de 1969 a 1977, Pablo VI le nombró arzobispo de Munich y Freising el 24 de marzo de 1977.

Juan Pablo II le llamaría a Roma para ser prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe el 25 de noviembre de 1981. En estos veinte años el cardenal se ha caracterizado por defender el «capital» más precioso de la Iglesia católica: la verdad de fe, en coherencia con la revelación de Cristo, encarnada en el tiempo presente.

Así es como comenta Ratzinger su delicado papel.

–¿Cómo es posible tener hoy día autoridad en cuestiones de fe? –Cardenal Ratzinger: Es ciertamente una tarea difícil, en parte porque ya no existe el concepto de autoridad. El hecho de que una autoridad pueda decidir algo parece hoy incompatible con la libertad para hacer lo que uno quiera. Es difícil también porque muchas tendencias generales de nuestra época se oponen a la fe católica: se busca una simplificación de la visión del mundo. De este modo, Cristo no podría ser Hijo de Dios, sino un mito, una gran personalidad humana, pues Dios no puede haber aceptado el sacrificio de Cristo, Dios no sería un Dios cruel… En definitiva, hay muchas ideas que se oponen al cristianismo y habría que replantear muchas verdades de fe para que se adecuaran al hombre de hoy. Pero tengo que decir que muchas personas también agradecen el que la Iglesia siga siendo una fuerza que expresa la fe católica y ofrece un fundamento sobre el que se puede vivir y morir. Y esto es para mí algo consolador.

–Sus veinte años en la Congregación vaticana han quedado íntimamente a este pontificado. ¿Cuáles son sus recuerdos más intensos? –Cardenal Ratzinger: Los recuerdos más intensos están ligados a los encuentros con el Papa en los grandes viajes y al gran drama de la teología de la liberación, donde buscamos el camino justo. Después viene el compromiso ecuménico del Santo Padre: esa búsqueda de una gran apertura de la Iglesia en la que al mismo tiempo no pierda su identidad.

Los encuentros ordinarios con el Papa son quizá la experiencia más enriquecedora, pues se habla de corazón a corazón y constatamos la común intención de servir al Señor. Vemos cómo el Señor nos ayuda también a encontrar compañía en nuestro camino, pues yo no hago nada solo. Esto es muy importante: no hay que tomar decisiones personales solo, sino con gran colaboración. Y esto siempre en la senda de la comunión con el Papa, que tiene una gran visión de futuro. Él me confirma y me guía en mi camino.

–Pero, ¿cómo es el Papa? ¿No tiene algún adjetivo que sirva para hacerle más familiar? –Cardenal Ratzinger: El Papa es sobre todo muy bueno. Es un hombre que tiene un corazón abierto. Es también un hombre chistoso, con el que se puede hablar con gran alegría y tranquilidad. No estamos todo el tiempo subidos en las nubes; estamos en esta vida… Esta bondad personal del Papa me convence una y otra vez. No hay que olvidar tampoco su gran cultura, su normalidad, y el hecho de que tiene los pies sobre la tierra.

–¿Podría describirse a sí mismo? –Cardenal Ratzinger: Es imposible hacer un autorretrato; es difícil juzgarse a sí mismos. Puedo decir sólo que provengo de una familia muy sencilla, muy humilde, y por eso más que un cardenal me siento un hombre sencillo.

Tengo mi casa en Alemania, en un pequeño pueblo, con personas que trabajan en la agricultura, en la artesanía, y allí me siento en mi ambiente. Trato de ser así también en mi trabajo: no sé si lo logro, no me atrevo a juzgarme.

Recuerdo siempre con gran cariño la profunda bondad de mi padre y de mi madre, y naturalmente para mí bondad significa la capacidad para decir «no», pues una bondad que deje hacerlo todo no hace bien al otro.

En ocasiones bondad significa tener que decir «no» y correr así el riesgo de la contradicción. Estos son mis criterios, este es mi origen; lo demás deberían juzgarlo los demás.

Tomado de Zenit, ZS01112307

Joseph Ratzinger, “La abolición del hombre”, Le Figaro, 17.XI.01

Entrevista en la que ofrece un punto de vista acerca de las cuestiones fundamentales de nuestra época. La Iglesia y la tolerancia, Occidente y el Islam, la ciencia y el futuro. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La abolición del hombre”, Le Figaro, 17.XI.01″

Joseph Ratzinger, “La misión del obispo”, Zenit, 29.X.01

El Sínodo de los obispos clausurado este 27 de octubre en Roma constituye el final de una serie de encuentros eclesiales marcados por la división tras el Concilio Vaticano II. Esta es la conclusión que saca el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en esta entrevista concedida al padre Bernardo Cervellera, director de la agencia Fides.

–Eminencia, ¿nos puede dar un juicio personal? Ha sido un Sínodo muy tranquilo y cordial. Quizás no ha habido grandes intuiciones y sorpresas: las ideas y los problemas son conocidos, no ha habido nada sorprendente. Sin embargo, da la impresión de que esto es posible gracias a un gran entendimiento y a una profunda colegialidad, formados en estos últimos veinte años.

He participado en los Sínodos desde 1977 y he vivido Sínodos con tensiones muy fuertes. Haciendo una comparación entre este Sínodo y el fermento de los años que inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, se nota mucha más tranquilidad y esto demuestra que nos encontramos en una nueva generación que ha asimilado el Concilio y busca los caminos para una nueva evangelización.

La primera impresión es, por tanto, la de una verdadera cordialidad y gran entendimiento. Ya no necesitamos discutir muchas cosas organizativas, o también interpretativas. Es tiempo de mostrar al mundo el rostro de Cristo y mostrar a Dios. Sin grandes sorpresas, el efecto esencial (de este Sínodo) es para mí esta nueva y profunda unidad del cuerpo episcopal a la hora de anunciar juntos el Evangelio a un mundo que necesita un nuevo anuncio de Dios y de Cristo.

–En su intervención en el aula, usted habló de una auto-secularización de los obispos, de una polarización de la Iglesia en sus asuntos internos, «mientras que el mundo tiene sed de Dios»…

Esto, gracias a Dios, no se ha realizado en este Sínodo. Se podía temer que nos entretuviéramos en la relación entre Curia romana y obispos, en los poderes del Sínodo, en las estructuras de las Conferencias intercontinentales y nacionales. De este modo, se podía estrangular verdaderamente la vida de la Iglesia, discutiendo siempre sobre las cosas penúltimas y olvidando las cosas últimas.

Este fue el peligro en un cierto período del período posterior al Concilio, con las grandes reestructuraciones acaecidas en ese tiempo. Sustancialmente eran útiles, pero la Iglesia se ocupaba casi exclusivamente de sí misma.

Una realidad que no produce frutos «para los demás» y sólo piensa en sí misma es inútil. Deseo expresarme verdaderamente contra este peligro. Si la Iglesia se ocupa sólo de sí misma, se olvida de que sólo está al servicio de algo más grande: tiene que ser la ventana a través de la cual se ve a Dios; tiene que ser el espacio abierto en el que aparece la Palabra de Dios y se hace presente en nuestra realidad.

Existe también el peligro de otro tipo de secularismo: al comprometernos tanto en los problemas de este mundo, lleno de sufrimientos, podríamos convertirnos sólo en agentes sociales, olvidando que el primer servicio que hay que prestar, también en el mundo social, es hacer que Dios sea conocido.

Así, pues, el peligro era un falso auto-encerramiento de las Iglesias en sí mismas y un horizontalismo que piensa sólo en cosas materiales, relegando a Dios a un papel secundario.

Gracias a Dios, superando estos dos peligros, se ha prestado verdadera atención al «primum necessarium»: la primera necesidad del mundo es conocer a Dios. Si no lo conoce, todo lo demás deja de funcionar, como demuestran los grandes sistemas ateos del siglo pasado.

–Al escuchar las proposiciones que presentó el Sínodo, se diría que se trata de una larga serie de «deberes», de actividades, que un Obispo debería realizar: compromiso con los sacerdotes, religiosos, jóvenes, en el ecumenismo, en la justicia social, etc. ¿No se corre el riesgo de pedir a los Obispos demasiadas cosas que después no se pueden aplicar? Este es siempre el peligro de todos los Sínodos que quieren realizar algo completo y se convierten en una especie de manual, en lugar de sacar a la luz algunos imperativos importantes. Las diversas indicaciones hechas por los Padres sinodales sobre la reforma del método de los Sínodos van precisamente en esta dirección: no hacer más manuales, sino limitarnos a algunos imperativos de gran importancia. En todo caso, se puede esperar que el documento post-sinodal no sea un largo manual, sino que nos confronte con algunos elementos esenciales, algo así como el modelo que representa la «Novo Millennio Ineunte» [carta apostólica de Juan Pablo II al concluir el Jubileo], que es un documento que habla al corazón y a las situaciones.

–Al escucharse las discusiones y documentos finales, el obispo parecería ser el amo de la Iglesia: el obispo hace esto, y lo de más allá… No hay un momento en el que el obispo se reconozca hijo de la Iglesia y no sólo padre y maestro… Usted dijo una vez que «la Iglesia es femenina»…Quizás usted señala un peligro real. Subrayando todos los deberes del obispo y toda la riqueza de la función sacramental episcopal, se olvida que el obispo es creyente y servidor. Es hijo de la Iglesia y sólo así puede ser también un padre. Con todas las buenas intenciones de indicar todo lo que el obispo recibe en el sacramento, todas sus responsabilidades, hemos olvidado esta última humildad, que es también una gran gracia: en último término, nuestro compromiso no depende de nosotros, pero podemos dejar todo en las manos del Señor.

Tomado de Zenit, ZS01102904

Joseph Ratzinger, “El espíritu de la liturgia”, Alfa y Omega, 18.X.01

Una de las claves del Concilio Vaticano II fue la renovación litúrgica, pero ésta ha llegado a los cristianos como cambios exteriores más que como un espíritu. En este libro de Ediciones Cristiandad, que será presentado en Madrid el próximo 23 de octubre, el cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hace una introducción rigurosa, de carácter teológico, para revelar el espíritu que anima la liturgia y, mediante ella, a toda la Iglesia. Con el fin de redescubrir toda la belleza de la liturgia y su riqueza oculta, este nuevo libro es una actualización del que, en 1946, escribiera Guardini: Sobre el espíritu de la liturgia. Ofrecemos algunos párrafos: – Podríamos decir que entonces -en 1918- la liturgia se parecía a un fresco que, aunque se conservaba intacto, estaba casi completamente oculto por capas sucesivas. Gracias al Concilio Vaticano II, aquel fresco quedó al descubierto y, por un momento, quedamos fascinados por la belleza de sus colores y de sus formas. Sin embargo, ahora está nuevamente amenazado, tanto por las restauraciones o reconstrucciones desacertadas, como por el aliento de las masas que pasan de largo.

– Dios tiene derecho a una respuesta por parte del hombre, tiene derecho al hombre mismo, y donde este derecho de Dios desaparece por completo, se desintegra el orden jurídico humano, porque falta la piedra angular que le dé cohesión.

– El culto es percatarse de la caída, es, por así decirlo, el instante del arrepentimiento del hijo pródigo, el volver-la-mirada al origen. Puesto que, según muchas filosofías, el conocimiento y el ser coinciden, el hecho de poner la mirada en el principio, constituye también, y al mismo tiempo, un nuevo ascenso hacia él.

– La Eucaristía es, desde la cruz y la resurrección de Jesús, el punto de encuentro de todas las líneas de la Antigua Alianza, e incluso de la historia de las religiones en general: el culto verdadero, siempre esperado y que siempre supera nuestras posibilidades, la adoración en espíritu y verdad.

– El culto cristiano implica universalidad. La liturgia cristiana nunca es la iniciativa de un grupo determinado, de un círculo particular o, incluso, de una Iglesia local concreta. La Humanidad que sale al encuentro de Cristo se encuentra con Cristo que sale al encuentro de la Humanidad.

– Que nadie diga ahora: la Eucaristía está para comerla y no para adorarla. No es, en absoluto, un pan corriente, como destacan, una y otra vez, las tradiciones más antiguas. Comerla es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser uno solo con Él. De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella. La comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración. La presencia eucarística en el tabernáculo no crea otro concepto de Eucaristía paralelo o en oposición a la celebración eucarística, más bien constituye su plena realización. Pues esa presencia la que hace que siempre haya Eucaristía en la Iglesia.

– El domingo es, para el cristiano, la verdadera medida del tiempo, lo que marca el ritmo de su vida. No se apoya en una convención arbitraria, sino que lleva en sí la síntesis única de su memoria histórica, del recuerdo de la creación y de la teología de la esperanza. Es la fiesta de la resurrección para los cristianos, fiesta que se hace presente todas las semanas, pero que no por eso hace superfluo el recuerdo específico de la Pascua de Jesús.

– La ausencia total de imágenes no es compatible con la fe en la encarnación de Dios. Dios, en su actuación histórica, ha entrado en nuestro mundo sensible para que el mundo se haga transparente hacia Él. Las imágenes de lo bello en las que se hace visible el misterio del Dios invisible forman parte del culto cristiano.

– La imagen de Cristo y las imágenes de los santos no son fotografías. Su cometido es llevar más allá de lo constatable desde el punto de vista material, consiste en despertar los sentidos internos y enseñar una nueva forma de mirar que perciba lo invisible en lo visible. La sacralidad de la imagen consiste precisamente en que procede de una contemplación interior y, por esto mismo, lleva a una contemplación interior.

– En la acción por la que nos acercamos, orando, a la participación, no hay diferencia alguna entre el sacerdote y el laico. Indudablemente, dirigir la oratio al Señor en nombre de la Iglesia y hablar, en su punto culminante, con el Yo de Jesucristo, es algo que sólo puede suceder en virtud del poder que confiere al sacramento. Pero la participación es igual para todos, en cuanto que no la lleva a cabo hombre alguno, sino el mismo Señor y sólo Él.

– Tu nombre será una bendición había dicho Dios a Abrahán al principio de la historia de la salvación. En Cristo, hijo de Abrahán, se cumple esta palabra en su plenitud. Él es una bendición, para toda la creación y para todos los hombres. La cruz, que es su señal en el cielo y en la tierra, tenía que convertirse, por ello, en el gesto de bendición propiamente cristiano. Hacemos la señal de la cruz sobre nosotros mismos y entramos, de este modo, en el poder de bendición de Jesucristo. Hacemos la señal de la cruz sobre las personas a las que deseamos la bendición. Hacemos la señal de la cruz también sobre las cosas que nos acompañan en la vida y que queremos recibir nuevamente de la mano de Dios. Mediante la cruz podemos bendecirnos los unos a los otros. Personalmente, jamás olvidaré con qué devoción y con qué recogimiento interior mi padre y mi madre nos santiguaban, de pequeños, con el agua bendita. Nos hacían la señal de la cruz en la frente, en la boca, en el pecho, cuando teníamos que partir, sobre todo si se trataba de una ausencia particularmente larga.

– Existen ambientes, no poco influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse. Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios y se presenta erguido. (…) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central.

– La religiosidad popular es el humus sin el cual la liturgia no puede desarrollarse. Desgraciadamente muchas veces fue despreciada e incluso pisoteada por parte de algunos sectores del Movimiento Litúrgico y con ocasión de la reforma postconciliar. Y, sin embargo, hay que amarla, es necesario purificarla y guiarla, acogiéndola siempre con gran respeto, ya que es la manera con la que la fe es acogida en el corazón del pueblo, aun cuando parezca extraña o sorprendente. Es la raigambre segura e interior de la fe. Allí donde se marchite, lo tienen fácil el racionalismo y el sectarismo.

Joseph Ratzinger, “El Papa sufriente”, X.98

El cardenal Ratzinger publica una reveladora semblanza del Papa envejecido “El Papa sufriente” tiene un particular poder evangelizador.

Tomado de Aceprensa 145/98.

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Joseph Ratzinger, “La necesidad del magisterio”, Pamplona, 31.I.98

Discurso de la ceremonia de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Navarra, Pamplona, 31.I.98 Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La necesidad del magisterio”, Pamplona, 31.I.98″

Joseph Ratzinger, “Meditaciones del Via Crucis del Viernes Santo 2005”, 24.III.05

PRIMERA ESTACIÓN Jesús es condenado a muerte V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Mateo 27, 22-23.26 Pilato les preguntó: «¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Contestaron todos: «¡que lo crucifiquen!» Pilato insistió :«pues ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaban más fuerte: «¡que lo crucifiquen!» Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

MEDITACIÓN El Juez del mundo, que un día volverá a juzgarnos, está allí, humillado, deshonrado e indefenso delante del juez terreno. Pilato no es un monstruo de maldad. Sabe que este condenado es inocente; busca el modo de liberarlo. Pero su corazón está dividido. Y al final prefiere su posición personal, su propio interés, al derecho. También los hombres que gritan y piden la muerte de Jesús no son monstruos de maldad. Muchos de ellos, el día de Pentecostés, sentirán «el corazón compungido» (Hch 2, 37), cuando Pedro les dirá: «Jesús Nazareno, que Dios acreditó ante vosotros […], lo matasteis en una cruz…» (Hch 2, 22 ss). Pero en aquel momento están sometidos a la influencia de la muchedumbre. Gritan porque gritan los demás y como gritan los demás. Y así, la justicia es pisoteada por la bellaquería, por la pusilaminidad, por miedo a la prepotencia de la mentalidad dominante. La sutil voz de la conciencia es sofocada por el grito de la muchedumbre. La indecisión, el respeto humano dan fuerza al mal.

SEGUNDA ESTACIÓN Jesús con la cruz a cuestas V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Mateo 27, 27-31 Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!». Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella en la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.

MEDITACIÓN Jesús, condenado por declararse rey, es escarnecido, pero precisamente en la burla emerge cruelmente la verdad. ¡Cuántas veces los signos de poder ostentados por los potentes de este mundo son un insulto a la verdad, a la justicia y a la dignidad del hombre! Cuántas veces sus ceremonias y sus palabras grandilocuentes, en realidad, no son más que mentiras pomposas, una caricatura de la tarea a la que se deben por su oficio, el de ponerse al servicio del bien. Jesús, precisamente por ser escarnecido y llevar la corona del sufrimiento, es el verdadero rey. Su cetro es la justicia (Sal 44, 7). El precio de la justicia es el sufrimiento en este mundo: él, el verdadero rey, no reina por medio de la violencia, sino a través del amor que sufre por nosotros y con nosotros. Lleva sobre sí la cruz, nuestra cruz, el peso de ser hombres, el peso del mundo. Así es como nos precede y nos muestra cómo encontrar el camino para la vida eterna.

TERCERA ESTACIÓN Jesús cae por primera vez V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia por sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del libro del profeta Isaías 53, 4-6 Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.

MEDITACIÓN El hombre ha caído y cae siempre de nuevo: cuántas veces se convierte en una caricatura de sí mismo y, en vez de ser imagen de Dios, ridiculiza al Creador. ¿No es acaso la imagen por excelencia del hombre la de aquel que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de los salteadores que lo despojaron dejándolo medio muerto, sangrando al borde del camino? Jesús que cae bajo la cruz no es sólo un hombre extenuado por la flagelación. El episodio resalta algo más profundo, como dice Pablo en la carta a los Filipenses: «Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 6-8). En su caída bajo el peso de la cruz aparece todo el itinerario de Jesús: su humillación voluntaria para liberarnos de nuestro orgullo. Subraya a la vez la naturaleza de nuestro orgullo: la soberbia que nos induce a querer emanciparnos de Dios, a ser sólo nosotros mismos, sin necesidad del amor eterno y aspirando a ser los únicos artífices de nuestra vida. En esta rebelión contra la verdad, en este intento de hacernos dioses, nuestros propios creadores y jueces, nos hundimos y terminamos por autodestruirnos. La humillación de Jesús es la superación de nuestra soberbia: con su humillación nos ensalza. Dejemos que nos ensalce. Despojémonos de nuestra autosuficiencia, de nuestro engañoso afán de autonomía y aprendamos de él, del que se ha humillado, a encontrar nuestra verdadera grandeza, humillándonos y dirigiéndonos hacia Dios y los hermanos oprimidos.

CUARTA ESTACIÓN Jesús se encuentra con su Madre V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Lucas 2, 34-35.51 Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma». Su madre conservaba todo esto en su corazón.

MEDITACIÓN En el Vía crucis de Jesús está también María, su Madre. Durante su vida pública debía retirarse para dejar que naciera la nueva familia de Jesús, la familia de sus discípulos. También hubo de oír estas palabras: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?… El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt 12, 48-50). Y esto muestra que ella es la Madre de Jesús no solamente en el cuerpo, sino también en el corazón. Porque incluso antes de haberlo concebido en el vientre, con su obediencia lo había concebido en el corazón. Se le había dicho: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo… Será grande…, el Señor Dios le dará el trono de David su padre» (Lc 1, 31 ss). Pero poco más tarde el viejo Simeón le diría también: «y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 35). Esto le haría recordar palabras de los profetas como éstas: «Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría boca; como un cordero llevado al matadero» (Is 53, 7). Ahora se hace realidad. En su corazón habrá guardado siempre la palabra que el ángel le había dicho cuando todo comenzó: «No temas, María» (Lc 1, 30). Los discípulos han huido, ella no. Está allí, con el valor de la madre, con la fidelidad de la madre, con la bondad de la madre, y con su fe, que resiste en la oscuridad: «Bendita tú que has creído» (Lc 1, 45). «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Sí, ahora ya lo sabe: encontrará fe. Éste es su gran consuelo en aquellos momentos.

QUINTA ESTACIÓN El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura Evangelio según San Mateo 27, 32; 16, 24 Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.

Jesús había dicho a sus discípulos: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».

MEDITACIÓN Simón de Cirene, de camino hacia casa volviendo del trabajo, se encuentra casualmente con aquella triste comitiva de condenados, un espectáculo quizás habitual para él. Los soldados usan su derecho de coacción y cargan al robusto campesino con la cruz. ¡Qué enojo debe haber sentido al verse improvisamente implicado en el destino de aquellos condenados! Hace lo que debe hacer, ciertamente con mucha repugnancia. El evangelista Marcos menciona también a sus hijos, seguramente conocidos como cristianos, como miembros de aquella comunidad (Mc 15, 21). Del encuentro involuntario ha brotado la fe. Acompañando a Jesús y compartiendo el peso de la cruz, el Cireneo comprendió que era una gracia poder caminar junto a este Crucificado y socorrerlo. El misterio de Jesús sufriente y mudo le llegado al corazón. Jesús, cuyo amor divino es lo único que podía y puede redimir a toda la humanidad, quiere que compartamos su cruz para completar lo que aún falta a sus padecimientos (Col 1, 24). Cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Y así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo.

SEXTA ESTACIÓN La Verónica enjuga el rostro de Jesús V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia por sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del libro del profeta Isaías 53, 2-3 No tenía figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado.

Del libro de los Salmos 26, 8-9 Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.

MEDITACIÓN «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro » (Sal 26, 8-9). Verónica –Berenice, según la tradición griega– encarna este anhelo que acomuna a todos los hombres píos del Antiguo Testamento, el anhelo de todos los creyentes de ver el rostro de Dios. Ella, en principio, en el Vía crucis de Jesús no hace más que prestar un servicio de bondad femenina: ofrece un paño a Jesús. No se deja contagiar ni por la brutalidad de los soldados, ni inmovilizar por el miedo de los discípulos. Es la imagen de la mujer buena que, en la turbación y en la oscuridad del corazón, mantiene el brío de la bondad, sin permitir que su corazón se oscurezca. «Bienaventurados los limpios de corazón –había dicho el Señor en el Sermón de la montaña–, porque verán a Dios» (Mt 5, 8). Inicialmente, Verónica ve solamente un rostro maltratado y marcado por el dolor. Pero el acto de amor imprime en su corazón la verdadera imagen de Jesús: en el rostro humano, lleno de sangre y heridas, ella ve el rostro de Dios y de su bondad, que nos acompaña también en el dolor más profundo. Únicamente podemos ver a Jesús con el corazón. Solamente el amor nos deja ver y nos hace puros. Sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que es el amor mismo.

SÉPTIMA ESTACIÓN Jesús cae por segunda vez V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del libro de las Lamentaciones 3, 1-2.9.16 Yo soy el hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furor. El me ha llevado y me ha hecho caminar en tinieblas y sin luz. Ha cercado mis caminos con piedras sillares, ha torcido mis senderos. Ha quebrado mis dientes con guijarro, me ha revolcado en la ceniza.

MEDITACIÓN La tradición de las tres caídas de Jesús y del peso de la cruz hace pensar en la caída de Adán –en nuestra condición de seres caídos– y en el misterio de la participación de Jesús en nuestra caída. Ésta adquiere en la historia for-mas siempre nuevas. En su primera carta, san Juan habla de tres obstáculos para el hombre: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Interpreta de este modo, desde la perspectiva de los vicios de su tiempo, con todos sus excesos y perversiones, la caída del hombre y de la humanidad. Pero podemos pensar también en cómo la cristiandad, en la historia reciente, como cansándose de tener fe, ha abandonado al Señor: las grandes ideologías y la superficialidad del hombre que ya no cree en nada y se deja llevar simplemente por la corriente, han creado un nuevo paganismo, un paganismo peor que, queriendo olvidar definitivamente a Dios, ha terminado por desentenderse del hombre. El hombre, pues, está sumido en la tierra. El Señor lleva este peso y cae y cae, para poder venir a nuestro encuentro; él nos mira para que despierte nuestro corazón; cae para levantarnos.

OCTAVA ESTACIÓN Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Lucas 23, 28-31 Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «Desplomaos sobre nosotros»; y a las colinas: «Sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco? MEDITACIÓN Oír a Jesús cuando exhorta a las mujeres de Jerusalén que lo siguen y lloran por él, nos hace reflexionar. ¿Cómo entenderlo? ¿Se tratará quizás de una advertencia ante una piedad puramente sentimental, que no llega a ser conversión y fe vivida? De nada sirve compadecer con palabras y sentimientos los sufrimientos de este mundo, si nuestra vida continúa como siempre. Por esto el Señor nos advierte del riesgo que corremos nosotros mismos. Nos muestra la gravedad del pecado y la seriedad del juicio. No obstante todas nuestras palabras de preocupación por el mal y los sufrimientos de los inocentes, ¿no estamos tal vez demasiado inclinados a dar escasa importancia al misterio del mal? En la imagen de Dios y de Jesús al final de los tiempos, ¿no vemos quizás únicamente el aspecto dulce y amoroso, mientras descuidamos tranquilamente el aspecto del juicio? ¿Cómo podrá Dios –pensamos– hacer de nuestra debilidad un drama? ¡Somos solamente hombres! Pero ante los sufrimientos del Hijo vemos toda la gravedad del pecado y cómo debe ser expiado del todo para poder superarlo. No se puede seguir quitando importancia al mal contemplando la imagen del Señor que sufre. También él nos dice: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotros… porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?» NOVENA ESTACIÓN Jesús cae por tercera vez V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del libro de las Lamentaciones 3, 27-32 Bueno es para el hombre soportar el yugo desde su juventud. Que se sienta solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza; que tienda la mejilla a quien lo hiere, que se harte de oprobios. Porque el Señor no desecha para siempre a los humanos: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor.

MEDITACIÓN ¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf Mt 8,25).

DÉCIMA ESTACIÓN Jesús es despojado de sus vestiduras V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Mateo 27, 33 -36 Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo.

MEDITACIÓN Jesús es despojado de sus vestiduras. El vestido confiere al hombre una posición social; indica su lugar en la sociedad, le hace ser alguien. Ser desnudado en público significa que Jesús no es nadie, no es más que un marginado, despreciado por todos. El momento de despojarlo nos recuerda también la expulsión del paraíso: ha desaparecido en el hombre el esplendor de Dios y ahora se encuentra en mundo desnudo y al descubierto, y se avergüenza. Jesús asume una vez más la situación del hombre caído. Jesús despojado nos recuerda que todos nosotros hemos perdido la «primera vestidura» y, por tanto, el esplendor de Dios. Al pie de la cruz los soldados echan a suerte sus míseras pertenencias, sus vestidos. Los evangelistas lo relatan con palabras tomadas del Salmo 21, 19 y nos indican así lo que Jesús dirá a los discípulos de Emaús: todo se cumplió «según las Escrituras». Nada es pura coincidencia, todo lo que sucede está dicho en la Palabra de Dios, confirmado por su designio divino. El Señor experimenta todas las fases y grados de la perdición de los hombres, y cada uno de ellos, no obstante su amargura, son un paso de la redención: así devuelve él a casa la oveja perdida. Recordemos también que Juan precisa el objeto del sorteo: la túnica de Jesús, «tejida de una pieza de arriba abajo» (Jn 19, 23). Podemos considerarlo una referencia a la vestidura del sumo sacerdote, que era «de una sola pieza», sin costuras (Flavio Josefo, Ant. jud., III, 161). Éste, el Crucificado, es de hecho el verdadero sumo sacerdote.

UNDÉCIMA ESTACIÓN Jesús clavado en la cruz V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Mateo 7, 37-42 Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el Rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza: «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos».

MEDITACIÓN Jesús es clavado en la cruz. La Sábana Santa de Turín nos permite hacernos una idea de la increíble crueldad de este procedimiento. Jesús no bebió el calmante que le ofrecieron: asume conscientemente todo el dolor de la crucifixión. Su cuerpo está martirizado; se han cumplido las palabras del Salmo: «Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 21, 27). «Como uno ante quien se oculta el rostro, era despreciado… Y con todo eran nuestros sufrimientos los que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba» (Is 53, 3 ss). Detengámonos ante esta imagen de dolor, ante el Hijo de Dios sufriente. Mirémosle en los momentos de satisfacción y gozo, para aprender a respetar sus límites y a ver la superficialidad de todos los bienes puramente materiales. Mirémosle en los momentos de adversidad y angustia, para reconocer que precisamente así estamos cerca de Dios. Tratemos de descubir su rostro en aquellos que tendemos a despreciar. Ante el Señor condenado, que no quiere usar su poder para descender de la cruz, sino que más bien soportó el sufrimiento de la cruz hasta el final, podemos hacer aún otra reflexión. Ignacio de Antioquia, encadenado por su fe en el Señor, elogió a los cristianos de Esmirna por su fe inamovible: dice que estaban, por así decir, clavados con la carne y la sangre a la cruz del Señor Jesucristo (1,1). Dejémonos clavar a él, no cediendo a ninguna tentación de apartarnos, ni a las burlas que nos inducen a darle la espalda.

DUODÉCIMA ESTACIÓN Jesús muere en la cruz V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Juan 19, 19-20 Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». Leyeron el letrero muchos judíos, estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego.

Del Evangelio según San Mateo 27, 45-50. 54 Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde Jesús gritó: «Elí, Elí lamá sabaktaní», es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: «A Elías llama éste». Uno de ellos fue corriendo; enseguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús, dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios».

MEDITACIÓN Sobre la cruz –en las dos lenguas del mundo de entonces, el griego y el latín, y en la lengua del pueblo elegido, el hebreo– está escrito quien es Jesús: el Rey de los judíos, el Hijo prometido de David. Pilato, el juez injusto, ha sido profeta a su pesar. Ante la opinión pública mundial se proclama la realeza de Jesús. Él mismo había declinado el título de Mesías porque habría dado a entender una idea errónea, humana, de poder y salvación. Pero ahora el título puede aparecer escrito públicamente encima del Crucificado. Efectivamente, él es verdaderamente el rey del mundo. Ahora ha sido realmente «ensalzado». En su descendimiento, ascendió. Ahora ha cumplido radicalmente el mandamiento del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo, manifiesta al verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es Dios. Sabemos cómo es la verdadera realeza. Jesús recita el Salmo 21, que comienza con estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 21, 2). Asume en sí a todo el Israel sufriente, a toda la humanidad que padece, el drama de la oscuridad de Dios, manifestando de este modo a Dios justamente donde parece estar definitivamente vencido y ausente. La cruz de Jesús es un acontecimiento cósmico. El mundo se oscurece cuando el Hijo de Dios padece la muerte. La tierra tiembla. Y junto a la cruz nace la Iglesia en el ámbito de los paganos. El centurión romano reconoce y entiende que Jesús es el Hijo de Dios. Desde la cruz, él triunfa siempre de nuevo.

DECIMOTERCERA ESTACIÓN Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Mateo 27, 54-55 El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios». Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderle.

MEDITACIÓN Jesús está muerto, de su corazón traspasado por la lanza del soldado romano mana sangre y agua: misteriosa imagen del caudal de los sacramentos, del Bautismo y de la Eucaristía, de los cuales, por la fuerza del corazón traspasado del Señor, renace siempre la Iglesia. A él no le quiebran las piernas como a los otros dos crucificados; así se manifiesta como el verdadero cordero pascual, al cual no se le debe quebrantar ningún hueso (cf Ex 12, 46). Y ahora que ha soportado todo, se ve que, a pesar de toda la turbación del corazón, a pesar del poder del odio y de la ruindad, él no está solo. Están los fieles. Al pie de la cruz estaba María, su Madre, la hermana de su Madre, María, María Magdalena y el discípulo que él amaba. Llega también un hombre rico, José de Arimatea: el rico logra pasar por el ojo de la aguja, porque Dios le da la gracia. Entierra a Jesús en su tumba aún sin estrenar, en un jardín: donde Jesús es enterrado, el cementerio se transforma en un vergel, el jardín del que había sido expulsado Adán cuando se alejó de la plenitud de la vida, de su Creador. El sepulcro en el jardín manifiesta que el dominio de la muerte está a punto de terminar. Y llega también un miembro del Sanedrín, Nicodemo, al que Jesús había anunciado el misterio del rena-cer por el agua y el Espíritu. También en el sanedrín, que había decidido su muerte, hay alguien que cree, que conoce y reconoce a Jesús después de su muerte. En la hora del gran luto, de la gran oscuridad y de la desesperación, surge misteriosamente la luz de la esperanza. El Dios escondido permanece siempre como Dios vivo y cercano. También en la noche de la muerte, el Señor muerto sigue siendo nuestro Señor y Salvador. La Iglesia de Jesucristo, su nueva familia, comienza a formarse.

DECIMOCUARTA ESTACIÓN Jesús es puesto en el sepulcro V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Mateo 27, 59-61 José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.

MEDITACIÓN Jesús, deshonrado y ultrajado, es puesto en un sepulcro nuevo con todos los honores. Nicodemo lleva una mezcla de mirra y áloe de cien libras para difundir un fragante perfume. Ahora, en la entrega del Hijo, como ocurriera en la unción de Betania, se manifiesta una desmesura que nos recuerda el amor generoso de Dios, la «sobreabundancia» de su amor. Dios se ofrece generosamente a sí mismo. Si la medida de Dios es la sobreabundancia, también para nosotros nada debe ser demasiado para Dios. Es lo que Jesús nos ha enseñado en el Sermón de la montaña (Mt 5, 20). Pero es necesario recordar también lo que san Pablo dice de Dios, el cual «por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos […] el buen olor de Cristo» (2 Co 2, 14-15). En la descomposición de las ideologías, nuestra fe debería ser una vez más el perfume que conduce a las sendas de la vida. En el momento de su sepultura, comienza a realizarse la palabra de Jesús: « Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24). Jesús es el grano de trigo que muere. Del grano de trigo enterrado comienza la gran multiplica-ción del pan que dura hasta el fin de los tiempos: él es el pan de vida capaz de saciar sobreabundantemente a toda la humanidad y de darle el sustento vital: el Verbo de Dios, que es carne y también pan para nosotros, a través de la cruz y la resurrección. Sobre el sepulcro de Jesús resplandece el misterio de la Eucaristía.

Joseph Ratzinger, “El relativismo, nuevo rostro de la intolerancia”, Zenit, 1.XII.02

El relativismo se ha convertido en la nueva expresión de la intolerancia, según considera el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe en la clausura en Murcia el Congreso de Cristología organizado por la Universidad Católica de San Antonio.

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