Entrábamos, mi abuelo y yo, en la catedral de aquella ciudad castellana, mientras el sol se desangraba al fondo, como un disco de bronce. La vieja catedral románica, tenebrosa de humedad y pecados, acogía nuestros pasos, y los multiplicaba en una reverberación de columnas y ábsides. Recorríamos, mi abuelo y yo, las naves laterales, parándonos en cada capilla, como exploradores deslumbrados de sombra, y acercábamos el oído a la piedra, resquebrajada de siglos, para escuchar el mensaje susurrado de la Historia. Nos deteníamos ante un Cristo de Becerra, ante una pila bautismal, ante un capitel historiado, y yo me sentía traspasado de sacralidad, confidente de un Dios que me calentaba con su presencia grande y patriarcal. Había feligreses que musitaban una letanía, y sacristanes que se afanaban en el altar, encendiendo cirios o cambiando el vino de las vinajeras, ese vino dulcísimo y de un color como de lágrima que los monaguillos beben a escondidas. El altar se incendiaba con una luz casi cárdena que descendía desde el cimborrio, trazando en el aire una caligrafía de polvo o incienso.
Yo iba de la mano de mi abuelo, y sentía por entre los dedos el contacto de una piel, recia y rugosa corno la corteza de un árbol, que cubría la geografía arborescente de sus venas. Las manos de mi abuelo me recordaban las de aquel ermitaño de la calavera, San Jerónimo, que algún pintor tenebrista había retratada por encargo del Cabildo, ese mismo San Jerónimo que aparecía al fondo de una capilla, alumbrado por una lámpara exigua que las beatas alimentaban de aceite. Las manos mi abuelo tenían la textura de la madera, la prestancia de una talla de Berruguete, el color moreno y brillante de las silleras labradas, el olor rancio y oscuro de los retablos. Mientras caminábamos por pasillos y sacristías, yo pensaba secretamente que la catedral se sostenía sobre los hombros de mi abuelo más que sobre pilares o cimientos o arbotantes. La catedral crecía dentro de mi abuelo, en su pecho de plata enferma, en su corazón milenario, en su alma habitada de religiones y genealogías.
Salíamos de la catedral, mientras la tarde se debatía entre rescoldos. Yo caminaba feliz, pensando que las catedrales no se desplomarían nunca, mientras hubiese hombres que las llevasen dentro, cobijadas en su pecho. Hoy, casi veinte años después, esos hombres empiezan a escasear, y las catedrales se derrumban, agonizantes de turistas que las recorren sin fervor, acribillándolas de fotografías y risotadas. Hoy, casi veinte años después, las catedrales mueren en una gangrena de desidias, abandonadas de Dios y de los hombres, mientras Europa crece sobre sus escombros, en medio de una obscenidad atea y tecnológica. Yo, de vez en cuando, reclino la cabeza sobre el pecho de mi abuelo y escucho el rumor herrumbroso de un mundo en vías de extinción, ese mundo habitado de catedrales, edificado de una sustancia más resistente aún que la piedra o el olvido.