Juan Manuel de Prada, “El negocio de la vida”, ABC, 15.XII.2007

Las informaciones que diariamente nos suministra ABC nos permiten hacernos una idea del negocio cochambroso que se esconde detrás del aborto. Tras el escándalo de los mataderos barceloneses, ahora le toca el turno a Madrid. Fetos descuartizados y arrojados al contenedor de la basura, informes en blanco con la firma de psiquiatras inescrupulosos, historias clínicas de abortos clandestinos destinadas a la trituradora de papel… Puro estajanovismo al servicio del crimen industrial. Y, detrás de tanta ignominia, una procesión incesante de mujeres demolidas saliendo de los mataderos, expoliadas de la vida a la que prestaban su sustento, huérfanas del hijo que habían concebido, marcadas para siempre por una decisión que no habrían tomado si no las hubiese atosigado la necesidad o el miedo insuperable, perseguidas para siempre por la sombra de un crimen que no habrían cometido si alguien les hubiese hecho saber que no estaban solas, que el hijo que crecía en sus entrañas era valioso y único, que en la supervivencia de ese hijo se cifraba nuestra supervivencia social.

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Juan Manuel de Prada, “Las lecciones de los primeros cristianos”, Zenit, 19.XI.2007

Juan Manuel de Prada, conocido escritor español y columnista de prensa, anima a dar a conocer el ejemplo de los primeros seguidores de Cristo al celebrarse el primer aniversario de www.primeroscristianos.com. Este portal católico está presentando y dando contexto a las intervenciones que Benedicto XVI viene realizando en las audiencias generales del miércoles sobre las grandes figuras de los orígenes de la Iglesia. En la entrevista concedida con este motivo a la página web, De Prada recuerda los paralelismos entre la situación de los cristianos hoy y la de los primeros creyentes. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Las lecciones de los primeros cristianos”, Zenit, 19.XI.2007″

Juan Manuel de Prada, “La sangre de los mártires”, ABC, 8.X.2007

La próxima beatificación de 498 mártires de la Guerra Civil ha levantado ronchas entre los gerifaltes y sicarios del Régimen, que ven en ella un desafío a la llamada Ley de Memoria Histórica. Y vaya si lo es. Se trata, sin duda, del más formidable desafío que se pueda concebir. La beatificación de los mártires nos recuerda, en primer lugar, que la Guerra Civil no fue esa historieta de buenos y malos que el Régimen pretende imponer, donde unos ponían la sangre y otros el plomo. La beatificación de los mártires nos recuerda que la Segunda República, erigida por el Régimen en espejo de virtudes en el que nuestra democracia debe contemplarse, estimuló y exacerbó el odio antirreligioso desde el instante mismo de su fundación y permitió que, tras el alzamiento militar, la cacería indiscriminada del católico se convirtiese en el pasatiempo predilecto de las milicias socialistas, comunistas y anarquistas, a las que los irresponsables gobernantes republicanos proveyeron de armas para que pudiesen traducir en cadáveres el odio que previamente les habían inoculado. Más de siete mil religiosos fueron martirizados en aquellas jornadas de oprobio; el número de seglares que corrieron idéntica suerte aún no ha sido fijado, pero su establecimiento —si es que algún día se logra— dejará chiquitas esas cifras. El Régimen no soporta que tales muertos sean conmemorados, porque deslucen la memoria distorsionada y sectaria de aquel conflicto.

Pero la naturaleza del desafío que supone la beatificación de los mártires es de una naturaleza mucho más honda. La llamada Ley de Memoria Histórica se funda sobre una argamasa de rencor y apriorismos ideológicos falaces. Primero se establece que quienes combatieron en el bando republicano fueron unos luchadores por la democracia y la libertad (cuando lo cierto es que muchos de ellos combatieron por instaurar las más feroces formas de tiranía imaginadas por el hombre); después se trata de mantener viva su memoria para que sirva como acicate del resentimiento, para que ese resentimiento siga infectando la convivencia de los españoles. La sangre de los mártires se alza contra este propósito cainita. Pues quienes ahora van a ser beatificados no fueron asesinados por simpatizar con tal o cual ideología; tampoco lo fueron por batallar en tal o cual bando. Fueron asesinados, única y exclusivamente, por profesar la fe católica, por ser testigos de Cristo. La Iglesia no beatifica a curas trabucaires que se echasen al monte a pegar tiros; tampoco a católicos que fuesen condenados a muerte por haber conspirado contra la República. El reconocimiento de la muerte martirial exige como condición sine qua non que no interfieran motivos de índole política; mártir significa «testigo», y sólo quienes fueron asesinados por dar testimonio de su fe merecen tal reconocimiento.

Y aquí radica, precisamente, la naturaleza desafiante de aquellas muertes. Los mártires que van a ser beatificados podrían haber salvado el pellejo abjurando de su fe; pero su entereza no tembló en aquel trance: entendieron que la fe que profesaban bien merecía el sacrificio del don más valioso que al hombre le es entregado. Y entendieron también que ese sacrificio máximo sólo sería valioso si imitaba el sacrificio redentor del Gólgota. Aquellos hombres y mujeres murieron perdonando a quienes los mataban, murieron amando a quienes los mataban, seguros de que su sangre se convertiría en fermento fecundo. Aquí radica la belleza de su sacrificio, la escandalosa y subversiva belleza de su muerte: murieron con la alegría de saberse amados por Quien iba a acogerlos en su seno, murieron amando a quienes los odiaban, seguros de que ese amor derramado sobre la tierra no sería baldío, seguros de que su sangre acabaría propiciando una cosecha fecunda de reconciliación. Conmemorar a aquellos mártires significa reafirmar su voluntad de amor, significa exorcizar el odio, significa celebrar la belleza de la vida que vuelve a florecer generosamente incluso allí donde ayer se sembró la muerte. Y significa, desde luego, un desafío formidable para quienes se alimentan con el veneno del rencor, los gerifaltes y sicarios del Régimen.

Juan Manuel de Prada, “Sobre la vocación profesional”

Transcripción de una conferencia. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Sobre la vocación profesional””

Juan Manuel de Prada, “Tan lacayos y tan felices”, ABC, 7.VIII.2006

Hubo un tiempo en que juventud era sinónimo de inconformismo, irreverencia, rebeldía, heterodoxia y demás benditos síntomas de la vitalidad. Al calor de la revolución hormonal que se desataba en su organismo, el joven aspiraba a desmontar los andamios de un mundo heredado, a trastornar las convenciones instituidas por sus mayores, a revolverse contra el pensamiento dominante. Ciertamente, en muchos jóvenes estas tendencias ariscas y subversivas eran casi una actitud refleja, nacida del puro instinto de llevar la contraria; pero en ese instinto subsistía algún residuo de aquella sagrada insensatez que animó a Prometeo a robar el fuego a los dioses del Olimpo, que eran el gabinete ministerial de la época. De este modo, los jóvenes se convirtieron en la conciencia de la sociedad, en esa avanzadilla de «divinos locos» que mantenía encendida la antorcha de la rebelión, siquiera hasta que la revolución hormonal aplacaba sus furores; pero, para entonces, ya habían llegado otros a tomarles el relevo, y así se aseguraba la permanencia de un minoría dispuesta a impedir que las cosas siguiesen como estaban, dispuesta a prender la mecha del polvorín.

Pero ese tiempo ya quedó abolido. Según una encuesta divulgada por el Instituto Nacional de la Juventud, nueve de cada diez jóvenes se declaran satisfechos o muy satisfechos con su vida. Y, mientras retozan en el redil de su felicidad cautiva y gregaria, que los pobrecitos -acostumbrados a no mirar otro horizonte que el de su propio ombligo- confunden con un prado sin vallados, se adhieren con entusiasmo y fervor a los Principios del Movimiento: la experimentación con embriones les mola mazo, la eutanasia y el aborto también, aunque a renglón seguido se proclamen denodados defensores de la naturaleza y de los derechos humanos. A saber qué entenderán por naturaleza y por derechos humanos estos catecúmenos del Nuevo Régimen: en el primer concepto imagino que no incluirán los ciclos de la vida y la muerte; del segundo, por supuesto, excluirán el derecho a nacer, que es el único que verdaderamente deberían defender sin restricciones, ya que cuando se niega los demás se convierten en meros pronunciamientos retóricos y pomposidades hueras. Pero estos jóvenes reviejos y apoltronados han hecho del retoricismo vano una forma de placidez: aunque la encuesta no registra este dato, estoy seguro de que si les hubiesen preguntado por los derechos de los animales se habrían declarado también sus paladines más encendidos. Abortar no les provoca mayor reparo que explotarse un grano; en cambio, eso de que en la perreras maten a un perrito rabioso, aunque sea con una inyección indolora, se les antoja el colmo de la felonía y la inhumanidad.

Y eso que la encuesta no les pone en el brete de pronunciarse sobre asuntos de índole política; pero, de haber sido inquiridos, se habrían mostrado igualmente satisfechos con las iniciativas del Nuevo Régimen: la paparrucha de la memoria histórica, la búsqueda de la paz (aunque sea de rodillas), el buen rollito de la alianza de civilizaciones, el potaje plurinacional. ¡Pues claro que sí, faltaría más! La encuesta podría llevar cómo título ese lema coñón y lastimado que el maestro Burgos ha adoptado como diagnóstico sarcástico de nuestro tiempo: «No Passssa Nada». Ya ves, querido Burgos, que eres una voz que clama en el desierto. Tu percepción de la realidad no conecta con la sensibilidad de las nuevas generaciones; lo cual demuestra que, amén de bajito, eres un carca gruñón y aguafiestas. Aprende de estos jóvenes, orgullo del solar hispano, que en el colmo de la presunción optimista, se atreven a asegurar «que su vida mejorará en los próximos meses». Aprende de su conformismo, de su complacencia lamerona con el que manda, de su ortodoxia pacífica y risueña, de su vocación de acatamiento y sumisión. Míralos qué lacayos y qué felices son, míralos qué muertecitos están.

Juan Manuel de Prada, “Blanca Navidad”, Reserva natural, p. 45

La nieve caía legendariamente sobre el asfalto, caía sobre los tejados con un equilibrio casi suicida, caía con levedad de sábana sobre el patio del colegio, convirtiendo el mundo en un largo poema de versos blancos, pero enseguida sonaba el timbre anunciando la hora del recreo, y el patio se llenaba de una multitud confusa de niños que profanaban la nieve con botas katiuskas. La nieve perdía entonces su prestigio de sábana, se iba entremezclando de barro, hasta parecer una mortaja sucia, alegórica de la vejez que nos aguarda. Yo me resistía a participar en aquella algarabía unánime de los otros niños: prefería quedarme en clase, mientras la nieve perdía su color sagrado, o volver a casa por calles poco concurridas, por arrabales deshabitados, pisando de puntillas sobre la nieve que tenía una consistencia de animal invertebrado. Yo tenía la sensación, al pisar aquella nieve, de estar reatando alguna especie en peligro de extinción, quizá mi propia inocencia, quizá la inocencia del mundo. Aquellas nevadas legendarias ya no volverán a repetirse.

La Navidad, en cambio, se repite cada año, ahora que se ha muerto la inocencia. Veo llegar la Navidad a través de las ventanas, agazapada y secreta, cayendo con levedad de sábana sobre el mundo, como un infinito poema de versos blancos, y asisto con vaga tristeza al estropicio que los hombres le tenemos preparado, un estropicio concienzudo y torpe, mucho más torpe que el de aquellos niños que calzaban botas katiuskas y se arrojaban bolas de nieve corno piedras inofensivas.

Estropeamos el poema de la Navidad con ripios que incluyen caridades efímeras, alegrías que se anuncian por altavoz y sonrisas que asoman entre los dientes corno un aguinaldo de moneda falca. Uno quisiera que la Navidad irrumpiera como un milagro inesperado, como una lotería arbitraria que florece dentro del pecho, pero el calendario y la ferocidad colectiva lo impiden. Uno quisiera, al menos por un año, que la Navidad descendiera legendariamente sobre los cuerpos, lavándonos la piel, penetrando hasta las vísceras, germinando en mitad de la carne. Uno quisiera, al menos por un año, que la Navidad cayera con lentitud de sábana sobre el paisaje que habitamos, uno quisiera impedir la profanación de esa nieve que se posa sobre la geografía arrasada del mundo y lo fecunda de silencio e introspecciones. Uno quisiera sentir el frío intacto de la nieve sobre las manos abiertas, para recuperar la grandeza diminuta de la niñez, pero cuando terminamos de formular este deseo, la nieve ya está llena de barro, el aire ya está lleno de músicas delictivas, la vida ya está llena de miserias y fingimientos y promesas de buena voluntad. Uno quisiera refugiarse en alguna habitación íntima y cerrar los ojos, al final de la fiesta, para sentir ese sustrato de nieves derretidas que llevamos dentro. Uno quisiera cerrar los ojos y escuchar el rumor de la vida que desciende por no sé qué desagües. Uno quisiera volver a abrirlos y encontrar nieve en la calle, nieve inocente y purísima. Pero no volveremos a ver esa nieve hasta después de muertos.

Juan Manuel de Prada, “Catedral”, Reserva natural, p. 83

Entrábamos, mi abuelo y yo, en la catedral de aquella ciudad castellana, mientras el sol se desangraba al fondo, como un disco de bronce. La vieja catedral románica, tenebrosa de humedad y pecados, acogía nuestros pasos, y los multiplicaba en una reverberación de columnas y ábsides. Recorríamos, mi abuelo y yo, las naves laterales, parándonos en cada capilla, como exploradores deslumbrados de sombra, y acercábamos el oído a la piedra, resquebrajada de siglos, para escuchar el mensaje susurrado de la Historia. Nos deteníamos ante un Cristo de Becerra, ante una pila bautismal, ante un capitel historiado, y yo me sentía traspasado de sacralidad, confidente de un Dios que me calentaba con su presencia grande y patriarcal. Había feligreses que musitaban una letanía, y sacristanes que se afanaban en el altar, encendiendo cirios o cambiando el vino de las vinajeras, ese vino dulcísimo y de un color como de lágrima que los monaguillos beben a escondidas. El altar se incendiaba con una luz casi cárdena que descendía desde el cimborrio, trazando en el aire una caligrafía de polvo o incienso.

Yo iba de la mano de mi abuelo, y sentía por entre los dedos el contacto de una piel, recia y rugosa corno la corteza de un árbol, que cubría la geografía arborescente de sus venas. Las manos de mi abuelo me recordaban las de aquel ermitaño de la calavera, San Jerónimo, que algún pintor tenebrista había retratada por encargo del Cabildo, ese mismo San Jerónimo que aparecía al fondo de una capilla, alumbrado por una lámpara exigua que las beatas alimentaban de aceite. Las manos mi abuelo tenían la textura de la madera, la prestancia de una talla de Berruguete, el color moreno y brillante de las silleras labradas, el olor rancio y oscuro de los retablos. Mientras caminábamos por pasillos y sacristías, yo pensaba secretamente que la catedral se sostenía sobre los hombros de mi abuelo más que sobre pilares o cimientos o arbotantes. La catedral crecía dentro de mi abuelo, en su pecho de plata enferma, en su corazón milenario, en su alma habitada de religiones y genealogías.

Salíamos de la catedral, mientras la tarde se debatía entre rescoldos. Yo caminaba feliz, pensando que las catedrales no se desplomarían nunca, mientras hubiese hombres que las llevasen dentro, cobijadas en su pecho. Hoy, casi veinte años después, esos hombres empiezan a escasear, y las catedrales se derrumban, agonizantes de turistas que las recorren sin fervor, acribillándolas de fotografías y risotadas. Hoy, casi veinte años después, las catedrales mueren en una gangrena de desidias, abandonadas de Dios y de los hombres, mientras Europa crece sobre sus escombros, en medio de una obscenidad atea y tecnológica. Yo, de vez en cuando, reclino la cabeza sobre el pecho de mi abuelo y escucho el rumor herrumbroso de un mundo en vías de extinción, ese mundo habitado de catedrales, edificado de una sustancia más resistente aún que la piedra o el olvido.

Juan Manuel de Prada, “Dresde”, Reserva natural, p. 87

En Dresde, capital de Sajonia, anida el Ave Fénix. La noche del 13 de febrero de 1945, la aviación inglesa sobrevoló la ciudad, como una banda de pajarracos apocalípticos, y descargó sobre sus calles una sementera de pólvora que la redujo cenizas y diezmó a sus habitantes. Sesenta mil personas fueron devoradas por la ceguera homicida de las bombas, mientas los palacios e iglesias de la ciudad se desmoronaban estrepitosamente, alumbrando la pira del odio. Existen fotografías que retratan la fisonomía de Dresde después de aquella noche pavorosa, todo su esplendor versallesco quedó reducido a ruinas, entre las que afloran, aquí y allá, como crisantemos calcinados, miles de cadáveres con los ojos aún apresados por el sueño y, sin embargo, abiertos a la epifanía de la crueldad. Los edificios quedaron convertidos en acantilados de pesadilla, entre el fragor del humo y el silencio exacto de la muerte. Aquella noche del 13 de febrero de 1945, las aguas del Elba desfilaron con esa lentitud mortuoria de los animales heridos, y la hierba que crece en sus riberas se agostó, condecorada por el luto y la lluvia de ceniza que durante días cayó sobre Dresde, como una nieve obscena.

Pero la vida es obstinada corno un péndulo, y Dresde resucitó de aquella mortandad. Sus habitantes, guiados por ese fervor unánime que enaltece a las razas perseguidas, supieron sobreponerse a los sucesivos caducos (primero el saqueo nazi, que desvalijó sus pinacotecas por considerar que albergaban un “arte degenerado”; después el saqueo beodo y cainita de las tropas aliadas; ya por último el saqueo soviético, que aprovisionó sus museos a costa de empobrecer Dresde), y supieron transformar el rencor en una sustancia fértil que, sin renegar de la memoria, impulsase su renacimiento. Mediante suscripción popular, las iglesias y palacios infamados por la pólvora fueron nuevamente erguidos, hasta que la ciudad recuperó su aspecto primigenio. Hoy, los edificios más emblemáticos de Dresde mezclan, como en un puzzle mixto de esperanza y dolor, las piedras limpias de la restauración con las piedras anteriores a la Guerra, teñidas de un humo muy negro y espeso, tan espeso como el alquitrán o las blasfemias. Contemplando este panorama incesante de pundonor ciudadano, el visitante se convierte a las mitologías paganas; en efecto, el Ave Fénix existe, y anida en Dresde.

Juan Manuel de Prada, “Sagrado latín”, Reserva natural, p. 173

Con legítimo orgullo, puedo decir que pertenezco a esa última generación de españoles que frecuentaron el latín en la escuela, antes de que un puñado de pedagogos o esbirros de la estupidez lo relegaran al desván de los cachivaches inservibles. Con legítimo orgullo, puedo asegurar que, sin el latín, yo jamás habría aprendido la minuciosa aritmética del idioma, esa melodía exacta e infalible que algunos llaman sintaxis, ese orden interior sin el cual la escritura sería un galimatías, una jerga sin leyes, sometida al capricho de los ignorantes. Con legítimo orgullo, puedo confesar que, si el latín no hubiese intervenido en mi adolescencia, jamás habría aprendido la vida íntima de las palabras, las conexiones sutiles que entablan, sus jerarquías secretas, su química indestructible, esa sagrada resonancia que las impregna, esa belleza trémula que las recorre y alimenta. Con legítimo orgullo, puedo afirmar que adquirí la música del idioma gracias al latín; luego, escuchando la verborrea de tantas políticos, he comprendido las razones que los impulsaron a desterrar el latín a un arrabal de olvido: no les convenía que ese fuego sagrado que habían dejado extinguir alumbrase a los demás.

Tuve maestros que me infundieron el entusiasmo del latín y me contagiaron su arquitectura irreprochable. Tuve maestros que me ayudaron a escindir un hexámetro, a respetar las concordancias y distinguir un ablativo absoluto, estrategias que los zafios creen inservibles, pero a las que aún recurro, inconscientemente, cada vez que elaboro una frase. Tuve maestros que me iniciaron en la liturgia del latín y me descubrieron su herencia: ahora sé que nuestro idioma, esa argamasa dúctil que moldeo cada día al despertarme, no sería posible si no existiese un armazón previo que lo justificara, una relojería puntual que lo sostuviese. Por eso me sublevan quienes reducen al latín a la categoría de las reliquias, cuando su reino es –y seguirá siendo– el de la vida.

Aún recuerdo el escrupuloso placer que me reportaba desentrañar una égloga de Virgilio, un discurso de Cicerón, un pasaje bélico de César; de repente, lo que a simple vista pare cía una sopa de letras, adquiría esa claridad cegadora de las revelaciones, y uno se sentía capaz de seguir explorando el mundo, con el bagaje riquísimo de las declinaciones. Aún recuerdo aquel júbilo que me producía el hallazgo de un adjetivo solitario que concordaba con un sustantivo casi oculto, dos hexámetros más abajo. El latín tenía esa grandeza iniciática. El idioma surgía ante nosotros, incólume y sin embargo familiar, como una estatua de carne. Hoy contemplo con vergüenza esa labor destructiva que han emprendido algunos pedagogos, so pretexto de modernidad, hasta convertir esa estatua de carne en un montón de ruinas, y me pregunto: ¿Hasta cuándo la barbarie?

Juan Manuel de Prada, “Birrias”, Reserva natural, p. 231

Nos enteramos ahora de la respuesta que José Antonio Aguirre, lendakari en el exilio, le asestó a Picasso, cuando éste amenazó con donar al Gobierno vasco el Guernica, esa reliquia que sesenta años después se disputan las diócesis de Madrid y Bilbao. “¿Para qué quiero yo esa birria?”, dijo el desdeñoso lendakari, con una mezcla de laconismo e irreverencia que ninguno de nuestros actuales mandatarios hubiese osado emplear. La corrección política aconseja emplear el fárrago y la santurronería como coartadas que disimulen nuestro estupor ante las birrias artísticas. ¿Se imaginan a nuestra Esperanza Aguirre pronunciándose tan sacrílegamente sobre un potaje de Tàpies? La someteríamos a un proceso inquisitorial, la untaríamos de brea, la emplumaríamos y alimentaríamos con sus huesos una bonita hoguera. Ni siquiera a Arzallus, monarca del regüeldo, le consentiríamos tamaño desliz: como mínimo, lo arrojaríamos al Nervión con una piedra de molino atada al cuello.

Y no me preocupa tanto que la corrección o el tacto político enquisten el juicio de nuestros mandatarios como que ese enquistamiento se haya extendido a las gentes de sentido común. Con desoladora frecuencia, me tropiezo con personas de amenísimo trato que, ante la contemplación de una birria, experimentan una suerte de epilepsia estética y empiezan a entonar sus alabanzas en una jerga muy campanuda. La causa de esta metamorfosis suele ser un lienzo escalfado de colores excrementicios, a veces pintarrajeado con inscripciones párvulas o condecorado con tornillos y calcetines. Si les dices que no entiendes el pasmo que esa birria les suscita, te administran una homilía de palabras abstrusas y terminan censurando tu incapacidad para penetrar los misterios insondables del arte.

Aun a riesgo de parecer filisteo o reaccionario o meramente palurdo, confesaré que no creo en el arte que requiere para su disfrute de sesudas elaboraciones intelectuales. El arte conmueve o no conmueve, y no hay método más infalible para detectar una birria que situarnos ante ella y comprobar cómo ni siquiera roza nuestro sentimiento. El arte es una religión del sentimiento, y todo lo que escapa a esa primera mirada son monsergas y zarandajas. Existe ahora un contubernio alentado por las élites más proclives al jeroglífico, que preconiza un arte rodeado de conceptos alambicados y tostones trascendentes, como si la percepción de la belleza necesitase algo más que unos ojos sin legañas y una sangre no demasiado pálida. ¿Requiere alguna exégesis un cuadro –pongo por caso– de Tintoretto? Parece evidente que no. Un cuadro de Pollock, en cambio, exigirá de nosotros un grave derramamiento de neuronas; de lo contrario, lo confundiríamos con el trapo que Tintoretto utilizaba para limpiar sus pinceles. En medio de tanto esnobismo cultural, habría que recuperar el veredicto cazurro de aquel lendakari en el exilio: “¿Para qué quiero yo esa birria?”.