Juan Manuel de Prada, “Jóvenes basura”, ABC, 13.XI.2004

Publicaba ayer Jesús Lillo, en la «Guía de televisión» de este periódico, un artículo sumamente lúcido, titulado La cantera, en el que iluminaba con una luz no usada el fenómeno de la televisión basura. En lugar de conformarse con la diatriba al uso, aportaba un dato mucho más pavoroso que los meros índices de audiencia que sostienen esta inmundicia: «Cada año, alrededor de ciento treinta mil jóvenes, algunos con la mayoría de edad recién estrenada, sienten la llamada de la fama y se presentan al programa más emblemático del realismo televisivo, «Gran Hermano»». Ciento treinta mil jóvenes que tienen -prosigue Lillo, con sarcasmo- «los ojos puestos en la tele como futuro profesional, de la misma manera que muchos otros muchos españoles, quizá no tantos, se preparan cada otoño para opositar en las pruebas de los cuerpos funcionariales que publica el Boletín Oficial del Estado». No sabemos si esa cantidad se renueva cada año o si, por el contrario, se abastece de los mismos jóvenes recalcitrantes; pero aceptando que el imperativo cronológico impondrá un paulatino refresco de los aspirantes, y considerando que en la estela «Gran Hermano» ha surgido una caterva de programas consanguíneos, no sería descabellado afirmar que en nuestro país existen varios cientos de miles de jóvenes que aspiran a ingresar en esa cofradía de homínidos que intercambian flujos y exabruptos ante las cámaras.

¿De dónde surge esta juventud dispuesta a arrojar sus mejores años al cubo de la basura y, de paso, a convertirse en breve en juguetes rotos sin oficio ni beneficio? Quienes denuestan la plaga de programas casposos que infesta nuestra televisión suelen concederles la condición de causa primigenia de muchas de las calamidades que afligen nuestra sociedad; y, un tanto ilusamente, piensan que su desalojo de la programación extinguiría los miasmas de una podredumbre que nos abochorna. Muerto el perro se acabaría la rabia, parecen predicar los analistas del fenómeno. Pero lo cierto es que la televisión basura no es la causa primigenia de muchos males sociales, sino su corolario natural. Detrás de la chabacanería que se enseñorea de dichos programas existe una subversión de valores (quizá enquistada ya en el subconsciente popular) que niega el esfuerzo y la laboriosidad como medios de triunfo y ascenso social (o como meras exigencias de una existencia digna) y entroniza en su lugar un desprestigio del mérito, un regodeo en los bajos instintos y en la mediocridad satisfecha de sí misma. Esos cientos de miles de jóvenes que anualmente se preparan para ingresar como concursantes de programas que retratan sin filtros embellecedores la tristeza de la carne y la vacuidad del espíritu ni siquiera están acuciados por la miseria o la marginación; a diferencia de aquellos muletillas de antaño que se exponían a la embestida del toro porque «más cornás da el hambre», los postulantes de «Gran Hermano» encarnan la avanzadilla, especialmente desvergonzada si se quiere, de una sociedad que se pavonea de su vulgaridad, hija de un igualitarismo que desdeña la excelencia y brinda la gloria (o sus sucedáneos más efímeros) a quienes exhiben inescrupulosamente su ignorancia cetrina, su risueña amoralidad, su desdén chulesco hacia todo lo que huela a virtud en el sentido originario de la palabra. La televisión, a la postre, se limita a premiar lo que la sociedad previamente ha entronizado.

Detrás del fenómeno de la televisión basura se agazapa, en fin, una perversión de la democracia que halla en esos cientos de miles de jóvenes que se disputan una fama catódica una infantería voluntariosa y desinhibida. Aquella rebelión de las masas que anticipara Ortega ha alcanzado, al fin, su apoteosis más sombría.

Juan Manuel de Prada, “Padre Pateras”, ABC, 1.XI.2004

En la presentación del libro «Luna negra», de María Vallejo-Nágera (Belacqua), tengo la suerte de conocer al hombre que lo inspiró, Isidoro Macías, más conocido como Padre Pateras, un fraile franciscano que regenta en Algeciras una casa de acogida en la que hospeda a las inmigrantes que arriban a las playas embarazadas o con un niño recién nacido en brazos. El hermano Isidoro es un hombre menudo, de ojillos vivaces y sonrisa bonancible; conversando con él, uno se siente enseguida contagiado de su sabiduría honda, que no nace de los libros, sino del contacto diario con el sufrimiento. Su sencillo hábito le otorga un aspecto desvalido; pero hay una cruz pendiendo sobre su pecho, una cruz desnuda -«los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos / que no haya un solo adorno que distraiga este gesto, / este equilibrio humano de los dos mandamientos», como escribió León Felipe- que le inspira su fortaleza interior. El Padre Pateras nos explica el misterio de su carisma: «Hay gente que me dice: «Yo no creo en Dios, sólo en usted». ¡Pobres hijos míos! ¿Cómo no se dan cuenta de que todo lo que hago es por el amor que siento por Cristo?».

El Padre Pateras entendió un día que el rostro de Dios se copia en el de sus criaturas sufrientes. Nacido en un pueblecito minero de Huelva, fue destinado a Ceuta para realizar la mili; allí conoció al fundador de su orden, el hermano Isidoro Lezcano, quien, siguiendo el ejemplo del Poverello, quiso servir a Dios del modo más exigente, atendiendo a los enfermos y a los pobres en sus necesidades y compartiendo sus penurias. El Padre Pateras entendió que su destino se hallaba junto a los ancianos, los alcohólicos, las prostitutas, los inmigrantes y todos esos «pequeñuelos» a quienes Cristo nos encomendó: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; forastero fui y me acogisteis…».

Cuando concluye la mili, el Padre Pateras funda en Tánger, con el hermano Isidoro Lezcano, la primera casa de acogida de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca. Luego se traslada a Cáceres, donde cuida de niños con deficiencias mentales -«son trozos de Cristo vivo», afirma- en un colegio. En 1982, tras dar algunos tumbos por Venezuela y Costa de Marfil, el Padre Pateras se instala por fin en Algeciras, donde atiende a los ancianos, a los desahuciados, a las madres africanas -sus «morenas», como él prefiere llamarlas-, que llegan con sus bebés a punto de nacer en lanchas neumáticas. Otros tres frailes lo acompañan en esta tarea inabarcable, ayudados por gentes de corazón ancho que prestan generosamente su servicio; y aunque apenas recibe ayuda de las instituciones públicas, la Providencia le facilita medios para perseverar en su misión. El Padre Pateras sabe que esas africanas embarazadas que llaman a su puerta carecen de papeles y que, por tanto, cualquier día podrán ser expulsadas del territorio español; pero él se rige, antes que por cualquier ley humana, por la ley del amor.

En una época en que la Iglesia es hostigada y escarnecida, convendría que los medios se preocuparan de divulgar la grandeza de estos pescadores de hombres que, como el Padre Pateras, se calcinan en una misión redentora. Y la jerarquía eclesiástica debiera esforzarse por hacer más visible a la sociedad el heroísmo callado de sus mejores hijos, espejos de Cristo, que alivian el dolor del mundo; quizá así la hostilidad ambiental comenzaría a ceder. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, por si quisieran aportar un donativo al Padre Pateras, les doy el número de cuenta de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca, en el Banco Santander Central Hispano: 0049-6770-86-2816039467. Dios, que se copia en el rostro de sus criaturas sufrientes, se lo agradecerá.

Juan Manuel de Prada, “¿Quién defiende a la Iglesia?”, ABC, 4.X.2004

Tiene más razón que un santo mi amigo Fernando Iwasaki cuando, en su artículo «El velo zen», escribe que «ni todos los católicos son de derechas, ni todos los agnósticos son de izquierdas». Creo, sin embargo, que sucumbe a cierta caracterización tan falsorra como caricaturesca cuando presenta al PP como «paladín de la Iglesia Católica». No negaremos que la facción política que hoy se lame las llagas en el purgatorio de la oposición pretendió en fechas recientes atraerse a las jerarquías eclesiásticas con gestos de apariencia amistosa que en realidad encubrían un «abrazo del oso»: pero ni la Iglesia la componen únicamente las jerarquías, ni su doctrina concuerda con los principios ideológicos de la derecha. Baste recordar cuál ha sido la posición de la Iglesia ante la reciente guerra de Irak; baste recordar las diatribas del Papa contra el capitalismo rampante y deshumanizado; baste recordar el compromiso de la Iglesia con los pobres, que no se limita a dedicarles hermosas palabras en los foros internacionales, como hacen nuestros políticos, sino que atiende su dolor, empeñando medios materiales y entregando vidas en el esfuerzo. Que los medios de comunicación silencien esta ingente labor de la Iglesia no significa que no exista; sólo demuestra que a los que manejan el cotarro no les interesa que se conozca. A la postre, lo que fastidia tanto a la izquierda como a la derecha es que la Iglesia, cuya única ideología es el Evangelio, no se amolde a las veleidades del cambalache político.
Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “¿Quién defiende a la Iglesia?”, ABC, 4.X.2004″

Juan Manuel de Prada, “Compromiso personal”, ABC, 24.IX.2004

Siempre he mirado con desconfianza la connivencia del poder político con la religión. En primer lugar, porque empaña las creencias de una equívoca connotación ideológica; en segundo, porque el poder político siempre trata de sacar tajada de dicha connivencia, exigiendo a cambio de determinadas concesiones una adhesión lacayuna de las jerarquías eclesiásticas. Por lo demás, la experiencia demuestra que la hostilidad del poder político es el humus fecundo que favorece el aquilatamiento de las convicciones religiosas: probablemente, la religión cristiana no se habría propagado con la pujanza que lo hizo si Roma no hubiese dictaminado su exterminio.

Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Compromiso personal”, ABC, 24.IX.2004″

Juan Manuel de Prada, “Mar adentro”, ABC, 6.IX.2004

Después de leer quinientas o seiscientas entrevistas a Alejandro Amenábar y recensiones críticas de su película (nunca los engranajes de la propaganda se habían mostrado tan engrasados), uno llega a la conclusión de que «Mar adentro», antes que una obra de tesis, pretende ser una vindicación de la libertad del hombre para gobernar su destino. Cuando se le pregunta si aboga por la eutanasia, Amenábar esquiva la declaración tajante, para referirse a ese ámbito de autonomía personal en que cada hombre resuelve soberanamente si su vida merece o no la pena ser vivida; de este modo, la solución adoptada por Ramón Sampedro, el protagonista de la película, se presenta como un ejercicio de afirmación vitalista: el hombre es dueño de sus decisiones y, como tal, proclama su derecho a morir, libre de ataduras jurídicas o morales. La muerte se convierte así en un acto íntimo, sobre el que no ejerce imperio sino la propia conciencia; y, en consecuencia, Amenábar propone una película de corte intimista, que no aspira a juzgar las razones que impulsaron a Sampedro a abreviar sus penurias, sino a comprenderlas.

Hasta aquí las declaraciones de Amenábar, que la contemplación de «Mar adentro» desmiente concienzudamente. Pues sí, en efecto, la intención del director hubiese sido celebrar esa capacidad decisoria del hombre para determinar los confines de su propia vida, tan respetable como la solución adoptada por Sampedro resultaría la de quienes, sobreponiéndose a las calamidades que los afligen, desean seguir viviendo. Pero no. Amenábar introduce una secuencia bastante rastrera en la que se mofa de un sacerdote (al parecer inspirado en una persona real, lo cual añade vileza al asunto), paralítico como Sampedro, que afirma su ansia de vivir. Al progresismo rampante y hegemónico, que tanto se regocija con el escarnio de lo religioso (de lo cristiano, convendría precisar), esta secuencia le resultará muy graciosa y estimulante; aunque, en puridad, se trata de una caricatura gruesa, de una abyección difícilmente superable, en la que Amenábar demuestra que su intención no era comprender las razones de cada hombre, sino justificar, a través del engaño y la tergiversación de brocha gorda, las razones de su protagonista y, de paso, burlarse de quienes, en medio de la postración, aún encuentran motivos para seguir respirando. El diálogo que mantienen Sampedro y el sacerdote se presenta como una situación cómica que apela a la risa del espectador a través de recursos tan bajunos como la deformación esperpéntica y el ensañamiento bufo. Por supuesto, este diálogo incluye afirmaciones de una falsedad vomitiva (así, por ejemplo, se sostiene alegremente que la Iglesia defiende la pena de muerte), que sólo un espectador ofuscado por el odio antirreligioso podrá digerir sin repulsa.

Resulta muy difícil enjuiciar una obra tan tendenciosa y manipuladora en términos estrictamente cinematográficos. Me atreveré, no obstante, a traer a colación otro pasaje de la película sobre el que los críticos, tan sospechosamente unánimes (elogiar «Mar adentro» se ha convertido en «razón de Estado»), pasan de puntillas, temerosos de suscitar las iras de quienes manejan el cotarro. Me refiero a la secuencia de la fantasía volátil del protagonista, que se inicia con uno de esos planos de helicóptero que tanto repudian los críticos cuando se trata de denigrar una película hollywoodense y se remata con un encuentro amoroso en la playa digno de un anuncio de colonias filmado al alimón por Claude Lelouch y Franco Zeffirelli en plena resaca de anisete. Cualquier otra película que hubiese incluido esta secuencia entre sus fotogramas hubiese sido tildada de cursi y almibarada; pero la «razón de Estado» impone un deber de silencio. El silencio de los corderos, que viajan en rebaño y balan el mismo ditirambo.

Juan Manuel de Prada, “Definicíón de lo carca”, ABC, 30.VIII.2004

Desde que Rodríguez Zapatero la mencionara en una de sus arengas veraniegas, la palabra «carca» se ha convertido en una suerte de talismán lingüístico que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. De campo semántico tan extenso como impreciso, con el concepto de lo «carca» ocurre aproximadamente lo mismo que con lo «cursi», según observara el gran Ramón Gómez de la Serna, «que tiene algo de perecedero y se va quebrando de generación en generación». Así, por ejemplo, veranear en un balneario habría sido considerado carca (amén de cursi) hace veinte años; hoy, en cambio, constituye un signo de distinción, muy en boga entre urbanitas estresados. Los abrigos de pieles, hace apenas un lustro, convertían ipso facto a su poseedora en una carca redomada; sin embargo, las ministras de cuota acaban de demostrarnos, por si alguien aún no se había enterado, que la peletería cotiza al alza en la voltaria bolsa de la moda indumentaria. El Diccionario de la Real Academia define «carca» como un adjetivo o sustantivo despectivo de significado más bien brumoso: «De actitudes retrógradas», o sea, nostálgicas del pasado. Sin embargo, la experiencia demuestra que el pasado regresa periódicamente a nuestras vidas, disfrazado de porvenirismo: los trajes de raya diplomática o el arte pop ayer nos parecían desfasadísimos, hoy se nos antojan el no va más de lo fashion, mañana quizá los volvamos a recluir en el desván de los cachivaches obsoletos. ¿Cómo definir, pues, lo «carca»? A falta de una mayor concreción, «carca» puede ser empleado como anatema con que se denigra al contrincante. A veces, estas descalificaciones de brocha gorda adquieren un predicamento indiscriminado entre los elementos biempensantes: así ha ocurrido, por ejemplo, con otro epíteto muy manoseado por nuestra progresía, «fascista», que lo mismo puede servir para motejar a un amante de la zarzuela, a un padre que no deja a su niña frecuentar las discotecas o a un asesino etarra. Ante la proteica heterogeneidad del mundo, quien se cree en posesión de la verdad se atrinchera en los tópicos (que son la cáscara con que se recubren las verdades vacías) y relega a los arrabales del oscurantismo a quienes profesan ideas distintas de las suyas. Por supuesto, en la denostación de esas ideas adversas no interfiere sistema de pensamiento ni criterio lógico alguno, mucho menos la reflexión moral; el denostador se erige en juez supremo que reparte bulas y sambenitos y dictamina arbitrariamente qué actitudes son carcas y cuáles deben considerarse intachablemente modernas, según su sacrosanta voluntad.

Si deseamos aquilatar el significado de «carca» sin incurrir en la caracterización tosca tendremos, pues, que acudir a la casuística. Así, por ejemplo, aceptando que el respeto a la vida, su consideración de bien jurídico máximo sobre el que se asientan los demás derechos humanos, constituye una muestra de avance social, ¿por qué el detractor del aborto es considerado «carca»? Si las etimologías, que nunca engañan, nos enseñan que «matrimonio» significa «oficio de la madre», ¿por qué quien niega entidad matrimonial a una unión infecunda es tildado de «carca»? Y, descendiendo a terrenos más pedestres o administrativos, ¿por qué restringir los horarios comerciales se califica de progresista? ¿Por qué un trasvase fluvial es más «carca» que una planta desalinizadora? ¿Por qué enviar tropas en misión humanitaria a Irak es más «carca» que mandar tropas con idéntico cometido a Afganistán? ¿Por qué una ministra de cuota que retoza entre pieles es una imagen progresista y una señora del barrio de Salamanca que se pasea con su abrigo de visón es una imagen «carca»? Prueben, por higiene mental, a desarrollar esta gimnasia casuística y comprobarán que, a la postre, el progresismo es un ejercicio de cínica conveniencia.

Juan Manuel de Prada, “Clonación terapéutica”, ABC, 14.VIII.2004

La llamada «clonación terapéutica» se presenta como un avance científico al servicio de la Humanidad (las mayúsculas que no falten); para que la patraña resulte más convincente y vencer las reticencias de quienes aún se atreven a oponer ciertos reparos éticos a la destrucción masiva de embriones, se utiliza el dolor de los enfermos, prometiéndoseles que la clonación será la purga de Benito. El parkinson, la diabetes, la leucemia, la esclerosis múltiple, el alzheimer -se afirma sin empacho- serán aniquilados como por arte de ensalmo, una vez que las autoridades gubernativas autoricen la experimentación con embriones. Y, naturalmente, los enfermos que padecen estas afecciones pican el anzuelo: se les ofrece una tabla de salvación; y, como náufragos que están a punto de claudicar, se aferran obstinadamente a ella. Quienes les han tendido dicha tabla saben que les están vendiendo humo; pero se aprovechan de su ignorancia y, lo que aún resulta más sórdido, de su sufrimiento. Y es que detrás del engañabobos de la llamada «clonación terapéutica» hay dinero, mucho dinero, infinitamente más del que podamos imaginar.

La sarta de patrañas se inicia con la retahíla de enfermedades que, según los apóstoles de la llamada «clonación terapéutica», se remediarán de la noche a la mañana. Muchas de ellas son de etiología desconocida o apenas dilucidada; otras muchas carecen de tratamiento satisfactorio. Simplemente, la ciencia aún no ha establecido sus causas ni su diagnóstico. ¿Cómo es posible prometer un remedio para enfermedades casi ignotas? Aprovechándose de la credulidad de la pobre gente, mercadeando con sus aflicciones y padecimientos. Del mismo modo que antaño los charlatanes de feria prometían a su clientela la curación de sus achaques si compraban tal o cual elixir o bebedizo, hoy las multinacionales de la genética presentan la llamada «clonación terapéutica» como la panacea que salvará a millones de enfermos desahuciados. La segunda patraña actúa como corolario de la primera y es, a la vez, más rocambolesca y abyecta. Una vez que se ha convencido a la pobre gente de que la llamada «clonación terapéutica» remediará todos los males habidos y por haber, se presenta dicho espejismo como una solución al acceso de cualquier bolsillo. Pero la realidad es muy otra. ¿Quiénes serían los beneficiarios de la llamada «clonación terapéutica»? No, desde luego, los enfermos de escasos recursos que aguardan el resultado de estas experimentaciones como un maná llovido del cielo, sino una clientela muy adinerada, capaz de afrontar ingentes gastos. ¿O es que esos enfermos desahuciados piensan que la Seguridad Social financiará la compra de oocitos, el cultivo de embriones, la obtención de células madre, el personal cualificado para su manipulación, las pólizas de seguro derivadas de los riesgos que se asumen en una técnica tan costosa y arriesgada? ¿A tales extremos utópicos alcanza la credulidad? La llamada «clonación terapéutica», si finalmente demostrara sus efectos curativos, sólo beneficiará a unos pocos millonarios. ¿Por qué los gobiernos que se apresuran a permitir la experimentación con embriones no empiezan por aclarar que la sanidad pública jamás podrá asumir los costes de esta nueva modalidad de medicina-ficción? Comprobará el lector que ni siquiera he entrado a discutir aquí el estatuto del embrión, a quien asiste la dignidad inherente a toda vida en ciernes. Considero superfluo oponer argumentos jurídicos o morales a una engañifa tan gruesa. La llamada «clonación terapéutica», presentada aviesamente como una panacea científica, es tan sólo un negocio pingüe ideado por quienes hacen del sufrimiento ajeno un medio de lucro. ¿Por qué lo llaman Progreso cuando quieren decir Dinero?

Juan Manuel de Prada, “La sonrisa del matarife”, ABC, 7.VIII.2004

Leo en estos días Koba el Temible (Anagrama), un libro de Martín Amis, airado y extrañamente conmovedor, que glosa la figura de Stalin y execra la connivencia de los intelectuales europeos con el comunismo. Una connivencia que, vergonzante y como en sordina, se prolonga hasta hoy, actuando sobre el subconsciente colectivo de un modo tan sibilino como pernicioso. Como el propio Amis señala en algún pasaje de su libro, «todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen; nadie sabe nada, en cambio, de Vorkutá ni de Solovetski». Pecaríamos de ingenuidad, sin embargo, si atribuyéramos dicho desconocimiento a la ignorancia selectiva de las masas; si hoy la mortandad desatada por el nazismo ocupa un capítulo medular en el libro de la memoria colectiva, mientras la mortandad mucho más abultada del comunismo apenas representa una nota a pie de página, es porque las élites dirigentes, representantes del progresismo rampante y hegemónico, así lo han querido. No en vano, en su juventud seudorrevolucionaria, dichas élites se amamantaron en las ubres del legado estalinista.

En Koba el Temible, Amis cuenta una anécdota de apariencia banal, pero de significación sobrecogedora. En el curso de un reciente mitin electoral celebrado en la sede de New Statesman, una publicación laborista, uno de los oradores recuerda su juventud, cuando en compañía de «antiguos camaradas» redactaba aquella revista, tan contemporizadora con el comunismo. El público responde entonces con una unánime carcajada afectuosa. Amis se pregunta qué ocurriría si un orador recordase con nostalgia en el curso de un mitin a sus fraternales camisas negras. «¿Es esa la diferencia -escribe Amis- entre el bigote pequeño y el bigote grande, entre Satanás y Belcebú? ¿Qué uno suscita espontáneamente la furia y el otro la risa?». Juguemos a trasladar la anécdota al ámbito autóctono. ¿Qué ocurriría si un político español rememorase festivamente su juventud falangista? Habría firmado su acta de defunción. En cambio, se contempla con admiración que haya militado en las filas comunistas. Y, por supuesto, a los combatientes estalinistas que perecieron en la Guerra Civil se les asigna el calificativo extravagante de «defensores de la democracia»; mientras a los combatientes que militaron en el bando de Franco se les despacha como chusma fascista.

El libro de Martín Amis, feroz y cáustico como sus novelas, transita por los pasadizos pavorosos que ya nos iluminara Solzhenitsyn en El archipiélago Gulag. Entre el desfile de horrores desatado por el comunismo (hasta completar un catastro fúnebre de veinte millones) merecen reproducirse algunas frases sentenciosas de Stalin: «La muerte soluciona todos los problemas; no hay hombre, no hay problema»; y también: «Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, simple estadística». Sobre esta burocracia de la muerte se fundó la ideología que aún abastece de mitologías el llamado pensamiento progresista. El terror nazi se esforzaba por ser exacto, calculador, dirigido contra una parte de la población en razón de su etnia; el terror comunista, en cambio, era deliberadamente aleatorio e indiscriminado, pues su enemigo era el hombre. «El comunismo -afirma Amis- es una guerra contra la naturaleza humana».

En algún lugar del infierno, Stalin, el Gran Matarife, sonreirá complacido al contemplar la supervivencia de su legado. Con sarcasmo y algo de fatiga, Martín Amis recuerda que cuando su padre, el también escritor Kingsley Amis, abjuró públicamente de su pasado comunista, fue de inmediato tildado de «fascista» por los intelectuales británicos. Cincuenta años después, motejar de «fascista» al que piensa distinto sigue siendo el pasatiempo predilecto de nuestra progresía; el que lo probó lo sabe. El Gran Matarife sonríe, orgulloso de mantener su predicamento.

Juan Manuel de Prada, “El manotazo del Papa”, ABC, 7.VI.2004

En su más reciente libro, ¡Levantaos! ¡Vamos! (Plaza y Janés), Juan Pablo II narra las circunstancias en que fue nombrado obispo auxiliar. Se hallaba a la sazón con un puñado de amigos en la montaña, preparado para descender en canoa por un río; cuando recibe la citación de Cracovia, no tiene empacho en subirse al remolque de un camión, para abreviar el viaje de vuelta. El hombre que comparece en esas páginas es un cuarentón fornido, brioso, atezado por el sol, que gusta de las caminatas campestres; casi cuatro décadas después, ese mismo hombre es un viejo tullido, azotado por el párkinson, que habla con una voz feble y respira dificultosamente. En su estampa demolida, como en las líneas concéntricas de un árbol recién talado, se adivinan las vicisitudes traumáticas de su biografía. Pero hay algo en ese anciano decrépito que se mantiene inmune a los estragos de la edad desde que, allá en la Polonia sometida por los nazis, decidiera hacerse sacerdote. De ese fuego que no declina su llama nos habla en su último libro, ya desde el mismo título que reproduce las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos en el huerto de Getsemaní: me refiero a la vocación de servicio, a esa capacidad para inmolarse en el desempeño de la misión que le ha sido encomendada, sacrificando hasta el último resuello.

Hemos vuelto a presenciar una muestra de esa obcecada vocación de servicio. En Suiza, el Papa leía ante diez mil jóvenes una exhortación en francés, alemán e italiano: su voz, adelgazada hasta la consunción, era apenas audible; sus manos temblorosas casi no le permitían sostener los papeles; en su rostro macilento se adivinaban los síntomas de una lipotimia. Uno de los eclesiásticos que figuraban en su séquito acudió en su auxilio, dispuesto a tomarle el relevo. Entonces el Papa, encorajinado, soltó un manotazo brusco y disuasorio sobre los papeles, mostrando así su deseo de apurar hasta las heces el cáliz del dolor; su gesto fue acogido con una ovación por los jóvenes que lo escuchaban. En esa vibración unánime de diez mil gargantas que coreaban su nombre, el viejo Wojtyla creyó escuchar la voz que tantas veces lo ha inmunizado contra el desistimiento: “¡Levántate! ¡Vamos!”; y el viejo Wojtyla sonrió, espantando los fantasmas del desaliento, y concluyó su exhortación. Luego, inflamado por esa gasolina espiritual que lo empuja a acometer tantas empresas para las que su naturaleza malherida no parece preparada, lo vimos incluso enarbolar los brazos, siguiendo el ritmo de las danzas que se ejecutaban en su honor.

Con aquel manotazo abrupto, el Papa respondió tácitamente a quienes cuestionan su idoneidad como sucesor de Pedro. El viejo Wojtyla ya ha decidido que seguirá siendo Papa mientras la sangre circule por sus venas; lo que mucha gente no entiende es que dicha decisión no es suya, sino inspirada por una fuerza interior de la que el viejo Wojtyla no es sino mero depositario. Horacio, para referirse a la inspiración poética, mencionó un “algo divino” que convierte al poeta en intermediario entre las musas y los mortales; el poeta no puede sustraerse a ese aliento que lo enaltece, tampoco puede fingirse inspirado cuando ese aliento lo ha dejado huérfano. Como el poeta, el Papa no puede renegar de su misión, ni alargarla obcecadamente cuando ese “algo divino” deje de visitarlo; mientras siga escuchando esa voz que lo incita a seguir apurando el cáliz del dolor, al viejo Wojtyla no le queda otro remedio que obedecerla. “¡Levántate! ¡Vamos!”, exclama esa voz. Y el viejo Wojtyla suelta un manotazo brusco, con la misma prontitud con la que hace cuarenta años, fornido y brioso, abandonó su canoa entre los carrizos de un río, para acudir a Cracovia.

Juan Manuel de Prada, “La Pasión de Cristo”, ABC, 2.IV.2004

La «cristofobia» imperante ha querido disfrazar la tirria que le produce la película de Mel Gibson caracterizándola de panfleto antisemita y execrando su exaltación del sufrimiento. Sorprende que una época que aplaude patochadas del calibre de Kill Bill, la última regurgitación de Tarantino, donde la violencia desatada adquiere un tratamiento coreográfico e incluso humorístico, se escandalice de algunas secuencias contenidas en La Pasión de Cristo. A la postre, se demuestra que la razón de dicho escándalo nace de la banalidad contemporánea, que acepta la representación de la violencia cuando se erige en un ejercicio ornamental pero se rasga las vestiduras (Caifás sigue entre nosotros) cuando interpela al espectador, cuando estimula su horror o su piedad, cuando remueve los plácidos cimientos sobre los que se asienta su existencia y lo obliga a enfrentarse al problema del mal, a esa letrina de atávicas crueldades que anida en el corazón del hombre. Por si esto fuera poco, La Pasión de Cristo postula sin ambages la existencia de un hombre entreverado de Dios que se inmola voluntariamente, que se abraza a la Cruz para que sus padecimientos limpien dicha letrina; la magnitud de su sacrificio resulta demasiado indigesta para ciertos estómagos, que antes que aceptar su naturaleza redentora prefieren no molestarse en comprenderla. Sólo así se explica que una película que recoge en sus fotogramas pasajes tan reveladores y esenciales en la vida de Jesús como la predicación del amor sin condiciones (Mt, 5, 43-48) haya sido tachada de antisemita. Las anteojeras y apriorismos con que algunos han contemplado La Pasión de Cristo les impide reconocer que en ella se nos habla de amor (de un amor extremo que alcanza la donación de la propia vida), nunca de odio.

Habría que anticipar, antes de referirnos a otros aspectos más concretos, que Mel Gibson ha querido completar una obra declaradamente católica. Aunque en Estados Unidos hayan sido las comunidades evangélicas quienes con más ahínco la han defendido, la película aborda algunos asuntos medulares de la fe católica -así, el vínculo existente entre el sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la misa- que un protestante no puede llegar a comprender plenamente. Su catolicismo militante se trasluce, sobre todo, en el tratamiento de la figura de María, a quien en todo momento se muestra sabedora y consciente de la misión salvífica de su Hijo. El sufrimiento sereno de la Virgen, que asiste a la inmolación de Jesús con un estoicismo que rehuye la efusión plañidera, depara algunos de los momentos más memorables de la película, también los más originales; pues, aunque Gibson sigue casi al dedillo los Evangelios y las visiones de la monja agustina Ana Catalina Emmerich (1774-1824), se permite algunas licencias creativas que enriquecen y vigorizan el papel desempeñado por María en aquellas horas pavorosas. Pienso, por ejemplo, en esa secuencia en que el Demonio (caracterizado como un ser antropomorfo y andrógino) y la Virgen intercambian, en medio del tumulto que acompaña a Jesús en su vía crucis, una mirada de tenso dramatismo; enseguida comprendemos que el poder de Satanás se detiene ante esta nueva Eva que ha venido para aplastarle la cabeza (Gn 3, 15). Pienso, también, en uno de los momentos más sublimes de la película, en el que María pega el rostro al suelo; un pudoroso movimiento de cámara nos descubre que, justamente debajo de ese lugar, se halla Jesús, aherrojado en una mazmorra: la empatía entre madre e hijo que se transmite en estos fotogramas es de una delicadeza conmovedora. Como lo es, en fin, la escena en la que, a mi juicio, La Pasión de Cristo alcanza la cúspide de la emoción: María, «pálida como un cadáver con los labios casi azules» -así la describe Ana Catalina Emmerich-, presencia una de las caídas de su Hijo, aplastado por el peso de la cruz; entonces Gibson intercala un flash-back en el que Jesús, todavía niño, se pega un morrón mientras corretea, lo que obliga a María a correr a su lado, para consolar su llanto. Ese mismo movimiento instintivo y protector la impulsa a socorrer, tantos años después, al Hijo que va a ser sacrificado; y la transposición de planos temporales logra crear un clima de un patetismo limpio que se nos queda anudado en la garganta.

Otras intervenciones de la Virgen, como aquella en la que se agacha sobre el suelo del pretorio, para limpiar con unos paños -ayudada por María Magdalena- la sangre vertida por Jesús durante la flagelación, poseen una hondura mística que ya encontramos en las visiones de Ana Catalina Emmerich. Este documento, indispensable para la plena comprensión de la película, inspira a Gibson algunos episodios consagrados por la tradición piadosa, pero ausentes en los Evangelios (v. gr., la intervención de la Verónica, la presencia del Demonio en el huerto de Getsemaní, etc.), así como el desarrollo de algunos personajes, como Simón de Cirene, los ladrones Dimas y Gestas y, muy principalmente, Poncio Pilato y su esposa Claudia. La intervención de esta última cobra en la película un protagonismo insólito, influyendo con determinación en el ánimo del titubeante procurador, cuyos conflictos de conciencia adquieren así una dimensión agónica. La conversación que Pilato mantiene con su esposa sobre la naturaleza de la verdad constituye otra de las cumbres de la película, pues acierta a penetrar en la angustia de un hombre que se debate entre la convicción de la inocencia de Cristo y el miedo -nacido del interés- a un veredicto absolutorio.

No podemos dejar de referirnos a las escenas de La Pasión de Cristo que, por su crudeza, han desatado mayor alboroto entre sus detractores, e incluso algunas reticencias entre sus partidarios. Gibson, en efecto, no se recata en la exposición de las sevicias que le fueron infligidas a Jesús; la elipsis no figura entre sus recursos retóricos. Pero esta elección artística no obedece a un propósito de truculenta gratuidad, salvo en un momento concreto y particularmente desafortunado en que se nos muestra cómo un cuervo vacía un ojo al ladrón Gestas. Hemos de partir de una premisa: a las nuevas generaciones, educadas en la explicitud y en el desdén de lo religioso, un tratamiento sugerido o elíptico de la tragedia del Gólgota las hubiese dejado risueñamente indiferentes. Gibson entiende la Pasión en el sentido etimológico de la palabra, como sufrimiento que aflige al espectador; esta vindicación del pathos como instrumento de convicción estética y moral, que hallamos ya en los trágicos griegos, ha estado siempre muy presente en la iconografía cristiana (pensemos, por ejemplo, en la imaginería barroca española). Por supuesto, a quienes prefieran atrincherarse en el descreimiento, estas imágenes les resultarán obscenas; al cristiano, en cambio, le transmitirán -aparte de algún mal trago- un efecto purificador y, a la postre, reconfortante.

La Pasión de Cristo consigue penetrar el misterio de aquel episodio que refundó la Historia y el destino del hombre. Que este logro espiritual se acompañe, además, de unos resultados estéticos más que notables, agiganta el tamaño de la empresa. Prueba irrefutable de este éxito doble la constituyen las invectivas y espumarajos con que la «cristofobia» imperante ha distinguido la película. Para los cristianos, cada vez más vilipendiados en la sociedad contemporánea (como Jesús nos anticipó que ocurriría), la película de Gibson es una invitación a la perseverancia y un refresco de aquellas palabras consoladoras que leemos en el Evangelio de San Mateo: «No tengáis miedo, pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que os digo al oído, predicadlo sobre los terrados». La película de Gibson es una incitación a salir de las catacumbas, una apuesta por la fortaleza y el coraje; nada más lógico, pues, que soliviante y exaspere a quienes nos desean ver cohibidos y cobardones, negando o siquiera ocultando una fe que nos dignifica.