Juan Manuel de Prada, “La vida más inerme”, ABC, 29.III.2004

Leo con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación de artículos, Pegar la hebra (Destino, 1990), que me permito citar: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente socialmente avanzada con el culo al aire. Antaño el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. (…) Para el progresista, eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, el aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto y, políticamente, era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada».

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Juan Manuel de Prada, “Hermanos de sangre”, ABC, 13.III.2004

«El que no ama permanece en la muerte. Quien aborrece a su hermano es un homicida, y ya sabéis que todo homicida no tiene en sí la vida eterna. En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos». Las palabras de San Juan, pronunciadas desde el púlpito, resuenan en mi memoria y me ayudan a mantener la entereza en estas horas aciagas. Hacía mucho tiempo que la religión no me proporcionaba un consuelo tan vigoroso como el que me brindó en la tarde del jueves, en la misa que se ofició en La Almudena, en sufragio por las víctimas de la vesania terrorista. Luego, al comulgar, sentí que por primera vez en mi vida entendía plenamente el misterio de la Eucaristía: en aquel diminuto fragmento de pan ácimo estaba Dios, y también los doscientos hermanos que acababan de ser inmolados. Fue una experiencia mística, íntima y a la vez solidaria, que me descubría el verdadero sentido de la caridad fraterna y me aliviaba la infinita tribulación de aquellas horas.

Quizá las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan hallen impertinente esta confidencia, por introducir consideraciones de tipo religioso en una tragedia de naturaleza humana. Pero la religión consiste, sobre todo, en descubrir a Dios en el rostro de cada hombre que sufre (Mt, 25, 31-46); y creo que las muestras de espontánea efusión que los madrileños están protagonizando en estos días trágicos constituyen otras tantas manifestaciones religiosas, en el sentido más primigenio de la palabra. A fin de cuentas, como escribió el mismo San Juan, «a Dios nunca le vio nadie; pero si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros, y su amor es en nosotros perfecto». Esas colas de hermosos madrileños que esperaban turno para regalar su sangre; esos voluntariosos vecinos de Atocha y Santa Eugenia y El Pozo del Tío Raimundo que salieron a la calle con mantas, para socorrer a las víctimas aprisionadas entre un amasijo de hierros; esos taxistas que ofrecieron sus coches para transportar a los heridos hasta los hospitales; esos médicos, enfermeras, asistentes sanitarios, policías, bomberos que trabajaron hasta la extenuación en las labores de rescate y salvamento; esos psicólogos y sacerdotes que se juntaron en la improvisada morgue de Ifema, para reconfortar a los familiares de los asesinados… ¿no han confirmado acaso que son capaces de ofrecer la vida por sus hermanos? En cada uno de sus gestos abnegados -muestras de perfecto amor- se cobija un sacramento, una renovada eucaristía. Dios permanece en nosotros, gracias a ellos.

Seguramente, muchos de estos madrileños que han entregado lo mejor de sí mismos ni siquiera sean conscientes de su hazaña. Esta nueva hermandad que han fundado seguramente haya nacido dentro de ellos de un impulso espontáneo, ingobernable, necesario como el aire que se renueva en sus pulmones. Pero, aunque sean inconscientes del tamaño de su generosidad, aunque crean que se han limitado a cumplir con una obligación, todos ellos han demostrado que poseen una reserva de gasolina espiritual que permanecía escondida en algún secreto depósito, esperando la chispa que la incendiase. El dolor del prójimo ha sido esa chispa; por eso escribía antes que en su donación existe un impulso de naturaleza religiosa, un deseo de religarse con el sufrimiento ajeno y hacerlo propio, de amar más estrechamente, más ensimismadamente. Las alimañas que sembraron el horror en Madrid jamás podrán extirparnos ese amor, jamás podrán arrastrarnos a su bando, donde «permanece la muerte». Por eso, hoy más que nunca, saborean la derrota: porque, al matarnos, nos han dado más vida, nacida de una hermandad de la sangre.

Juan Manuel de Prada, “La pasión de Mel Gibson”, ABC, 28.II.2004

Dos sambenitos se han arrojado sobre La Pasión de Cristo, la película de Mel Gibson, antes incluso de que fuera estrenada: su presunto antisemitismo y su regodeo en la crueldad. Ambos reproches, por supuesto, se han aderezado de muy virulentas invectivas contra el realizador, en las que se caricaturizan sus creencias religiosas. Cuando para denostar una obra artística se recurre a argumentos tan cochambrosos, debemos desconfiar de las intenciones del denostador. La animadversión o simpatía que puedan suscitarnos un creador no deben contaminar el juicio que nos merece su obra; quien recurre a una mistificación tan tosca, no consigue sino descalificarse a sí mismo. Por lo demás, estoy completamente seguro de que si Mel Gibson mostrara a Cristo amancebado con María Magdalena, o renegando de su misión redentora, quienes lo han tachado de antisemita y tremendista aplaudirían con fruición su película. Pues lo que solivianta a estos nuevos inquisidores disfrazados con los ropajes de la beatería laica es que un artista emplee su dinero y su talento en la proclamación de su fe; lo que fastidia es que esta película, condenada al éxito, vaya a fortificar a muchos en sus convicciones, y seguramente también a remover el escepticismo de otros tantos. ¡Con lo que nos ha costado -bramarán los inquisidores- que la gente se olvide de Cristo, para que ahora llegue este sujeto y nos desmonte el quiosco! La película de Gibson jode mogollón; así que habrá que arremeter contra ella, empleando las coartadas más burdas y torticeras. La acusación de antisemitismo proferida contra Gibson, por ejemplo, no se sostiene en pie. Un deber de verosimilitud histórica obliga al director australiano a mostrar, en efecto, a Jesús ajusticiado por la autoridad romana, con la anuencia del pueblo judío, que vocifera: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Pero en el mismo Evangelio de San Mateo en el que se recogen estas palabras hemos leído antes que Jesús derramará su sangre «por todos los hombres para remisión de sus pecados». El pueblo judío, sin saberlo, ratifica con sus palabras el misterio de la Redención: la sangre que cae sobre ellos y sobre sus hijos (sobre la humanidad entera, sin distinción de credos o razas) no clama venganza, sino que salva y purifica. Comprendo que este misterio resulte impenetrable para quienes no profesen la fe cristiana; pero al menos podrían abstenerse de interpretarlo de forma reduccionista. El sacrificio de Jesús, voluntariamente asumido, es de naturaleza expiatoria.

El otro reproche lanzado contra Gibson resulta de una mentecatez aplastante. Las imágenes de su película muestran sin tapujos las sevicias que Jesucristo padeció durante su suplicio; son, al parecer, imágenes de extrema explicitud. Paradójicamente, su contemplación provoca incomodidades en una época que ha encumbrado la exhibición gratuita de violencia a un rango artístico. Dudo mucho que Gibson exceda en truculencias a Tarantino o Kitano, tan idolatrados por el gusto contemporáneo. ¿Por qué la violencia enfática, hiperbólica, de esos cineastas fascina, mientras que la de Gibson provoca rasgamientos de vestiduras? Por una razón evidente: porque no es gratuita, porque interpela al espectador, porque lo obliga a enfrentarse al dolor en estado puro. Nos hemos acostumbrado a una violencia banal, coreográfica, meramente esteticista, que hace del hiperrealismo una forma sublimada de irrealidad; no podemos soportar, en cambio, la violencia catártica que estimula nuestro horror y nuestra piedad, que nos hace partícipes de un sufrimiento sobrehumano y nos ayuda a entender en toda su magnitud un sacrificio que remueve nuestra capacidad de comprensión.

Quizá la película de Gibson sea, a la postre, un bodrio. Pero los argumentos hasta ahora empleados en su demolición dan grima.

Juan Manuel de Prada, “Viejos desechables”, ABC, 19.I.2004

He detectado un cierto tufillo farisaico en la conmoción social causada por esa sentencia judicial que impone a los familiares de una viejecita que había sido abandonada en la vía pública una multa ínfima. Y esa hipocresía ha alcanzado su clímax cuando se ha comparado la citada sentencia con otra que castigaba más severamente a los dueños de un perro por dejarlo tirado en similares circunstancias. Pues, no nos engañemos, hoy por hoy un perro es mucho más digno de protección que un anciano. Cierto progresismo ambiental ha enarbolado como vindicación prioritaria los llamados «derechos de los animales»; en cambio, se acepta que la vejez sea una edad excedente, una prolongación ignominiosa de la vida que conviene recluir y esconder, para que no nos recuerde la inminencia de la muerte. Quienes defienden la eutanasia activa (con frecuencia, los mismos que vindican los «derechos de los animales») habrían considerado a esa viejecita octogenaria y aquejada de Alzheimer una víctima (perdón, una beneficiaria) idónea de la muerte dulce que predican, pues, según sus presupuestos, una vida humana de la que emigrado la consciencia no merece la pena ser vivida; no así una vida animal, que merece prolongarse aunque nunca haya sido consciente. La viejecita de la sentencia, náufraga en las nieblas de la desmemoria, se había convertido ya en un cachivache desechable. El novio de una de sus nietas lo ha expresado expeditivamente: «Si no participamos en la herencia, ¿por qué teníamos que limpiarle el culo?».

Y al chavalote, de retórica tan abrupta como menesterosa, le ha faltado añadir que, a fin de cuentas, no hicieron con la abuela nada más de lo que nuestra época les ha enseñado. La vejez se ha convertido en la lepra más abominable: nos esforzamos patéticamente en rehuir su imperio recurriendo a disfraces indumentarios bochornosos, aferrándonos al cultivo de aficiones juveniles, incluso rectificando nuestras arrugas en un quirófano. Vanos y desesperados intentos de interrumpir el curso de la mera biología, que sin embargo se explican si consideramos que la vejez constituye un baldón social. No sólo la desdeñamos como depositaria de una sabiduría ancestral, también nos esforzamos por segregarla de nuestra vida: así, encerramos a los viejos en lazaretos apartados de las ciudades, para no presenciar su decrepitud; nuestras empresas se desprenden de sus trabajadores más veteranos mediante el oprobioso recurso de la «prejubilación»; en el cine y la televisión está completamente prohibido otorgar el protagonismo a actores que sobrepasen los sesenta años (algunos menos si son actrices), para los que en todo caso se reservan papeles de relleno, pintorescos o atrabiliarios. Si algún viejo se atreve a rebelarse contra esta dictadura de la juventud, negándose al ostracismo y exponiendo sus achaques a los reflectores de la atención pública, como hace el Papa, apenas logramos reprimir nuestro disgusto, pues consideramos que en ese gesto, amén de un rasgo de rebeldía, subyace un obsceno desafío que nos amedrenta.

Pero este menosprecio de la vejez no habría calado tan hondo si previamente no nos hubiésemos ocupado de arrasar los vínculos que sostienen la familia. Pues es en la familia donde adquirimos una noción verdadera de lo que significa el paso de las generaciones como vehículo transmisor de valores, afectos, cultura, creencias y sufrimientos; una vez aprendida esa enseñanza vital, resulta imposible contemplar a un viejo como un mero armatoste desechable, menos valioso que un perro. Pero cada época lega a la posteridad los frutos de su clima moral; y esa sentencia que impone a los familiares de una vieja abandonada el pago de una multa ínfima se me antoja una expresión cabal, definitoria y coherente de la época que vivimos.

Juan Manuel de Prada, “Pasiones cinematográficas”, ABC, 20.XII.2003

La Pasión de Jesús ha excitado la imaginación de los más altos creadores cinematográficos: David W. Griffith, Cecil B. De Mille, Nicholas Ray o Martin Scorsese. También la de artesanos bienintencionados o merengosos, como George Stevens o Franco Zeffirelli. Sin embargo, casi todos los intentos de plasmar en imágenes este acontecimiento que cambiaría el curso de la Humanidad han sucumbido a las tentaciones del acartonamiento, el edulcoramiento pazguato o el revisionismo de pretensiones escandalosas. Intolerancia, de Griffith, sigue siendo, casi noventa años después de su estreno, la mejor y más compleja aproximación al asunto; pero mucho me temo que las generaciones recientes no la hayan visto jamás, pues ya se sabe que la banalidad contemporánea ha arrumbado las joyas del cine mudo en los desvanes de la arqueología. Algo similar ocurrirá con el Rey de reyes de Cecil B. De Mille, un cineasta condenado al ostracismo por esos dispensadores de bulas que juzgan el arte con anteojeras ideológicas. Y el remake posterior de Nicholas Ray, que las televisiones han divulgado machaconamente, adolece de tedio y desgana, quizá porque su director nunca creyó en el encargo de Samuel Bronston, que aceptó por razones meramente alimenticias. Scorsese, en La última tentación de Cristo, logró el éxito, impulsado por los anatemas de la Iglesia; vista hoy sin enconamiento, su película se nos antoja una empanada mental bastante considerable, indigna del autor de Malas calles.

¿Por qué un asunto tan universal, tan ferozmente humano, tan arraigado en nuestro subconsciente iconográfico, ha deparado versiones tan insatisfactorias? Quizá porque quienes lo eligieron como argumento pretendieron endilgarnos una interpretación pretenciosa o doctrinaria, como si la desnuda elocuencia de la historia elegida no se bastase por sí misma; quizá porque la abordaron con un propósito colosalista que desvirtúa su esencia y su misterio. Ahora el actor australiano Mel Gibson, que ya demostrase condiciones nada nimias como director en Braveheart, se dispone a estrenar una nueva versión que procura soslayar los errores en que incurrieron la mayoría de sus predecesores: para ello, se propone contarnos desnudamente los episodios de la Pasión, ateniéndose a la narración evangélica. En un afán de verosimilitud y naturalismo, Gibson ha querido que sus actores reciten sus diálogos en latín, hebreo y arameo, lo que quizá constituya un rasgo de engreimiento que la taquilla no le perdone. Pero a Gibson no parece importarle esta menudencia; pues, según ha confesado, su intención primordial al desembolsar los veinticinco millones de dólares que ha costado la producción era propagar su fe, antes que hacer negocio.

Y, claro está, a Gibson no le van a perdonar esta osadía. El actor australiano se ha declarado en repetidas ocasiones católico, sin ambages ni cohibidos circunloquios. Tamaña enormidad la ha granjeado la inquina de los repartidores de bulas, que pueden aceptar (incluso encomiar, con solidaria simpatía) que un creador sea pederasta o estalinista recalcitrante, pero… ¡católico!, eso ni de coña. Puedo anticipar las recensiones que los dispensadores de bulas dedicarán a la película de Gibson, sin temor a equivocarme: se la tachará de ñoña y proselitista, de tendenciosa y antisemita, de tergiversadora y sonrojante. Lo que ignoran los dispensadores de bulas, pobrecitos, es que por cada recensión que evacuen, salpicada de espumarajos, el público de la película se multiplicará en progresión geométrica. Y es que la mala baba de los repartidores de bulas es la propaganda más eficaz e infalible. Quien lo probó lo sabe.

Juan Manuel de Prada, “Religión y signos ostentosos”, ABC, 13.XII.2003

Detecto una hipocresía de fondo en ese informe encargado por Chirac a una comisión de expertos, con la pretensión de impedir que las niñas musulmanas se presentasen en clase con el característico velo que les impone su religión. Para que dicho propósito quedase enmascarado y satisficiera las exigencias de la corrección política, los redactores del informe han extendido la prohibición a «otros signos ostentosos» característicos de las demás religiones. ¿Será que los niños franceses de familia cristiana acuden a clase coronados de espinas, o enfajados de cilicios, o disfrazados de penitentes, o cargando con cruces de tamaño natural, cual Cirineos redivivos? Si así fuera, me apresuraría a dictaminar la bondad del informe; aunque, sinceramente, sospecho que los niños franceses no son propensos a tales mortificaciones. Entonces, ¿a qué demonios de signos cristianos ostentosos se refiere dicho informe? ¿A las estampitas de San Antonio de Padua? ¿Al almanaque del Sagrado Corazón? ¿Quizá a las medallitas con la efigie de la Virgen? Por favor…

Pero la hipocresía máxima del informe consiste en designar como «signo ostentoso» el velo islámico, cuando sin duda representa algo más, mucho más. Prueba de ello la representa que Shirin Ebadi, reciente Premio Nobel de la Paz, decidiera recoger dicho galardón con la cabeza desnuda, suscitando la furia de las autoridades iraníes. Evidentemente, si Shirin Ebadi acudió a la ceremonia sueca sin velo no fue como señal de apostasía, sino de rebelión contra la discriminación de raíz religiosa que las mujeres sufren en los países islámicos. Mediante el velo, el burka y demás prendas ignominiosas, las mujeres musulmanas no hacen profesión de fe, sino que ocultan su «impureza» y acatan su sometimiento al hombre. Que yo sepa, ninguno de los «signos ostentosos» cristianos que el informe se propone nebulosamente suprimir en las escuelas incorpora este matiz peyorativo o misógino; que yo sepa, a las niñas cristianas no se les obliga a portar sambenitos, ni capirotes, ni otros apósitos que disimulen su feminidad. Así, los gabachos, en lugar de limitarse a reprimir costumbres ofensivas de la dignidad humana, aprovechan para lanzar indiscriminadamente sobre las religiones -especialmente contra la cristiana, que es la que más jode- una sombra de sospecha.

Pero, al trivializar el significado verdadero del velo islámico, los asesores de Chirac caen en su propia trampa. Pues, ¿desde cuándo ha de prohibirse a un chaval que luzca «signos» de identidad, mientras no avasalle al prójimo? ¿Por qué, si en verdad el velo de marras fuese tan sólo una prenda ostentosa, habría de prohibirse, si admitimos que se luzcan otros marchamos más llamativos? ¿Por qué permitir que los chavales se tatúen con motivos tabernarios, o que se perforen las ternillas con piercings, o que se dejen una cresta punkie coloreada con un tinte fosforescente, o que vistan pantalones que dejan asomar la raja del culo, o que se embutan en minifaldas que apenas les cubren el ombligo? Lo permitimos, simplemente, porque tatuajes, y piercings, y peinados, y pantalones, y minifaldas, son efusiones de un sarampión juvenil, aspavientos de rebeldía, gestos de sumisión a la moda… Signos ostentosos, en definitiva, y nada más. El velo islámico, en cambio, significa otra cosa más grave y pavorosa. Pero, ¡ah!, para no herir susceptibilidades, conviene cargarse de paso los crucifijos.

Frente a estos hipocritones que disfrazan su odio anticristiano con cataplasmas de corrección política, siempre nos quedará el poema de León Felipe: «Hazme una cruz sencilla, carpintero».

Juan Manuel de Prada, “La monja de Calcuta”, ABC, 20.X.2003

Escribió Borges que todo destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. El destino de aquella monja albanesa llamada Teresa se dirimió el día en que abandonó el convento y se arrojó a las calles de Calcuta. La guiaba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa: quería prestar su alimento a los hambrientos, su salud a los enfermos, su aliento a los moribundos. Calcuta era un hormiguero de moribundos, de enfermos, de hambrientos; un temperamento menos acérrimo que el de aquella monja hubiese sucumbido, antes incluso de haber iniciado su misión, antes incluso de haberla calculado, al vértigo de la angustia. Nunca aquella frase evangélica que pondera la abundancia de la mies y la escasez de obreros había encontrado un refrendo más lacerante que en las calles de Calcuta: allá donde posase la vista, la monja Teresa se tropezaba con jirones de humanidad mendicante o leprosa, una legión de parias de toda tribu y nación, incontables como las estrellas del firmamento. Pero Teresa no se amilanó: había leído que Jesucristo esconde su rostro en las facciones injuriadas por el sufrimiento; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Era menuda y enteca, de una fragilidad de búcaro; pero el fuego que incendiaba su tesón era inextinguible y le infundía la fuerza de una roca.

(…) La soledad no intimidó a Teresa; a falta de un hábito, se envolvió en un túnica blanca ribeteada de azul. Vestida de esta guisa, como una paria más entre las parias, inició una misión cuyo final no podía ni siquiera vislumbrar. La primera estación de su epopeya la condujo a un hospital de moribundos; allí, entre cuerpos famélicos o corrompidos por la lepra descubrió que la misericordia puede ser una forma de exultación. Mientras retiraba una venda purulenta, mientras limpiaba una pústula, mientras posaba la mirada en unos ojos febriles, esmaltados de agonía, veía camuflado el rostro de Jesucristo; y la certeza de que su Esposo vigilaba su labor y la aprobaba le infundía una trepidación gozosa, una suerte de entusiasmo que no admitía desmayo ni claudicación. Con perplejidad, descubrió que ese entusiasmo era insomne, que no se agotaba nunca, que día tras día se renovaba como el ave fénix; con alborozo descubrió que era, además, contagioso: pronto, las muchachas que oficiaban de enfermeras en aquel hospital cochambroso, asombradas de que una mujer de aspecto tan quebradizo escondiera tales yacimientos de energía, le rogaron que les hablara de aquel Dios crucificado que le prestaba su ímpetu. Teresa accedió gustosa a su solicitud, pero sin descuidar ni un instante el cuidado de los enfermos: «No sólo murió en la cruz; ahora está muriendo en cada uno de estos jergones», les dijo, como primera lección de una catequesis sucinta, señalando con un ademán abarcador los cuerpos quejumbrosos que se hacinaban en el pabellón. Y las enfermeras, al proseguir su trabajo, se sintieron invadidas de un júbilo que no admitía una explicación terrenal, un júbilo que llenaba sus días y alumbraba sus noches y les susurraba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa.

Era el júbilo que contagia la santidad.

Juan Manuel de Prada, “El Papa y la monja”, ABC, 15.IX.2003

Entrevistaba ayer en «Los Domingos de ABC» Álvaro Ybarra a Sor Brígida, una monja carmelita que hace veintiséis años viajó a Malawi, siguiendo el llamado de su vocación. Sor Brígida era entonces una joven que acababa de consagrars a Cristo; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Hay un pasaje evangélico en el que se nos recuerda que Dios habita en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el peregrino, en el preso; Sor Brígida acató esta misión inabarcable y decidió sacrificarse por amor a los hombres que sufren, que es la forma más divina de amor. Durante años, trabajó en pleno corazón de la selva, en un hospital alejado de la civilización, sin luz ni agua corriente. Luego, cuando el sida empezó a diezmar el país, se trasladó a otro hospital donde se hacinaban los enfermos desahuciados. Sin dinero ni medicinas con que hacer frente a la enfermedad, Sor Brígida se dedica desde entonces a hacer más llevadera la agonía de quienes tienen los días contados, velando sus noches que quizá nunca vean la salida del sol. Allá donde la medicina no ofrece esperanzas, Sor Brígida ofrece otra esperanza más eficaz y consoladora, que es la que proporciona saber que existe una persona a nuestra vera dispuesta a entregar hasta su último hálito por nuestra salvación. Imagino a Sor Brígida cincuentona y enjuta, trabajada por las arrugas y expoliada por el cansancio; la belleza de la juventud habrá desertado de sus facciones, pero la sostiene una gasolina espiritual que la convierte en la mujer más hermosa del mundo a los ojos de sus enfermos, cuando se acerca a su lecho y los arrulla con voz balsámica y les borra la fiebre con un beso y les tiende una mano para ayudarlos a ascender su calvario, para morir con ellos -carne de su carne-, un día tras otro.

Mientras Sor Brígida alumbra las tinieblas de la muerte en un hospital de Malawi, un viejo viejísimo recorre Eslovaquia. El polvo del camino ha cegado su voz; las muchas leguas han desgastado sus sandalias, hasta dejarlo tullido. Podría refugiar su decrepitud en la molicie de un palacio vaticano, pero entiende que la misión que le ha sido confiada exige apurar hasta las heces el cáliz del dolor, convertir sus achaques en una eucaristía que alivie y reconforte a los de quebrantado corazón. En su Polonia natal, el Papa Wojtyla saboreó las hieles de la vesania nazi y la brutalidad comunista; es un hombre curtido en el dolor, que ha visto morir a sus compatriotas inmolados en las hogueras de las ideologías represoras. Ahora, en su vejez, quiere consumirse en la propagación de un mensaje liberador; como a Sor Brígida, lo empuja una gasolina espiritual que se sobrepone a los quebrantos de la carne. Y, así, su sufrimiento cada vez más lacerante se convierte en testimonio: al tomar sobre sus hombros la cruz que lo extenúa, el Papa Wojtyla nos demuestra que existe dentro de nosotros un yacimiento de inexpugnable entereza que vence la fragilidad de nuestra envoltura mortal. La época que nos ha tocado vivir prefiere que sepultemos ese yacimiento, porque sabe que así podrá mantenernos encerrados en una cárcel de hedonismo; pero ante la visión de ese viejo viejísimo que no vacila en calcinar su vida para extender su mensaje de liberación, algo se remueve dentro de nosotros. Es como si la gasolina que sostiene en pie a Sor Brígida y empuja al Papa Wojtyla por los arrabales del atlas nos incendiase también a nosotros, invitándonos a despojarnos de las vestiduras del hombre viejo.

Nietzsche desdeñaba el cristianismo, por considerarlo una religión de débiles. No entendía que en esa debilidad sufriente reside su fuerza.

Juan Manuel de Prada, “Europa, descaradamente mercantil”, ABC, 8.IX.2003

Me molesta escribir sobre aquellas cosas en las que no creo. Siempre he mirado con desconfianza o escepticismo esa entelequia denominada Unión Europea, que no es sino una alianza descaradamente mercantil, indiferente a cualquier signo de identidad cultural. Mi europasotismo, que quizá en sus orígenes tuviese algo de irracional, se ha abastecido de razones durante los últimos años, ante el espectáculo de desmelenada división ofrecido por los Estados miembros, tan atentos a la satisfacción del provecho propio y tan displicentes o remolones en la búsqueda del interés común. Los españoles ya pudimos comprobar durante la pintoresca crisis de Perejil el apoyo que hallaríamos en nuestros socios europeos cuando se presenten asuntos más graves. De modo que la promulgación de esa tan cacareada Constitución Europea, que nace con vocación de papel mojado, me importa un comino. Y hasta contemplo con simpatía que sus redactores se resistan a mencionar en su preámbulo las raíces cristianas que hermanan a los europeos, pues me disgusta que los mercaderes se instalen en el templo.

Dicho esto, la pretensión de configurar una identidad europea sin alusión al cristianismo resulta tan grotesca que ni siquiera merece comentario. No hace falta albergar conocimientos enciclopédicos para saber que los tres pilares sobre los que se sustenta la cultura europea son la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Tampoco hace falta ser ninguna lumbrera para entender que la pervivencia de los dos primeros se debe a que el cristianismo decidió adoptarlos como propios. Frente a esta estrategia asimiladora se sitúa la actitud de otra religión que se extendió por las regiones profundamente romanizadas del norte de África: mientras el Islam -salvo algunas corrientes heterodoxas- se empleó con denuedo en el exterminio de la herencia grecolatina, la Europa cristiana se preocupó de mantener su vigencia. Aristóteles y Virgilio llegan hasta nosotros porque el cristianismo quiso preservarlos, imitarlos y venerarlos; Santo Tomás de Aquino o Dante no serían explicables sin esta cuidadosa conservación del legado pagano. Y a este inabarcable legado cultural, erigido sobre cimientos previos, aportó el cristianismo un nuevo código moral fundado sobre el misterio de un Dios que se hermana con el sufrimiento humano. Presentar las conquistas jurídicas y sociales que hoy rigen el funcionamiento de los Estados europeos como si el humanismo cristiano no las hubiese influido constituye un ejercicio de cinismo o ignorancia insoportable. El principal motivo de fricción del cristianismo con el Imperio Romano no fue la intromisión de una nueva divinidad (para entonces, Roma era una entelequia sin Dios que admitía un batiburrillo de cultos religiosos), sino la novedosa consideración del hombre como criatura sobre la que no podía ejercerse esclavitud, porque más allá de su condición de ciudadano estaba la condición de hijo de Dios.

En su coyunda con el poder terrenal, el cristianismo cometió muchos y abominables errores. Pero no es la repulsa de esos errores pasados lo que impulsa a los redactores de esa Constitución Europea a silenciar el legado cristiano, sino la negación presuntuosa de un acervo cultural y moral que les resulta incómodo, porque desborda la insignificancia de sus pretensiones. Una Europa extirpada del cristianismo resulta ininteligible, pero a la vez mucho más cómoda y practicable para los cambalaches de los mercaderes. Así que, mientras ellos redactan sus papelitos mojados, yo me quedo en casa leyendo «La Divina Comedia», que para mí es la verdadera Constitución Europea.

Juan Manuel de Prada, “La entereza de una viuda”, ABC, 23.VIII.2003

En alguna otra ocasión he recordado esa secuencia de Fort Apache, la obra maestra de John Ford, en que las mujeres de los soldados que parten del fuerte, rumbo a una muerte cierta, los ven alejarse, atenazadas por una premoción luctuosa pero firmes como estatuas talladas en pedernal. Una de esas mujeres, que pronto se quedará viuda, pronuncia entonces, con la mirada extraviada en lontananza, una frase llena de misterio y poesía funeral: «Ya sólo veo las banderas». Lo dice con un hilo de voz estrangulado por el llanto, pero a la vez con la entereza de quien acata un difícil designio de soledad. Ford, que tantas veces ha sido tachado de fascista por quienes no entienden la grandeza de la milicia, levantaba así un monumento en homenaje a las mujeres de los soldados, a sus esposas y a sus novias y a sus hijas, a su heroísmo callado, a su resignada aceptación del dolor, a esa valentía suprema que consiste en amar a quien se atreve a arriesgar su vida, arrostrando diariamente la zozobra de recibir un telegrama del frente que anuncia la consumación de la tragedia tantas veces presentida.

Acabamos de ver cómo ese emblema fordiano se ha hecho carne en la persona de Emilia Ripoll, viuda del capitán de navío Manual Martín-Oar. Nadie habría podido reprochar a esta mujer cercenada que se hubiese dejado arrastrar por el desahogo jeremíaco y la increpación, exigiendo reparaciones y esparciendo responsabilidades por doquier. Nadie habría podido censurar a Emilia Ripoll que su dolor se hubiese transformado en rabia y resentimiento, ante la visión del ataúd que albergaba el cadáver de su marido, el hombre que engendró en su carne los hijos que ahora se quedan huérfanos, desligados para siempre de la sangre que les dio sustento. Pero Emilia Ripoll está hecha de una pasta distinta a la del común de los mortales, está habitada por sentimientos y pasiones que sólo caben en los pechos más generosos, que sólo echan raíces en unas pocas personas bendecidas por convicciones inamovibles y trascendentes. Personas en las que el dolor -vivido con una intensidad suprema- no ofusca, sino que enaltece. Esa actitud tan poco acorde con el histerismo contemporáneo, que se regodea en la queja plañidera, quizá resulte anacrónica a algunos, desde luego a quienes -desde las atalayas de la politiquería o la progresía intelectualoide- se han burlado tantas veces del Ejército, caricaturizándolo como una reliquia franquista. Emilia Ripoll ha aceptado la muerte de su marido como una consecuencia de su trabajo, que el difunto entendía como vocación de auxilio y lealtad a unos ideales. Su dolor, nada aspaventero, ha buscado consuelo en la certeza de que su marido ha muerto como desea hacerlo un soldado: «no en una cama -ha dicho esta mujer admirable-, sino en acto de servicio y ayudando a los demás». No se puede expresar con palabras más despojadas el orgullo doliente de ser viuda de un soldado; no se puede compendiar con palabras más exactas el espíritu de la milicia.

Ante tanta entereza, uno sólo puede aportar su silencio conmovido y una gratitud del tamaño del universo. Ese orgullo que redime a Emilia Ripoll y hace fecundo su dolor, ese mismo orgullo sereno que ha sabido inculcar a sus hijos tiene una cualidad contagiosa. Uno se siente, en efecto, orgulloso de saber que aún existen hombres como el capitán de navío Martín-Oar, que no desdeñan entregar la vida «haciendo lo que más le gustaba en el mundo», y mujeres como Emilia Ripoll, capaces de entregar sus mejores años a esos hombres elegidos y de convertirse en sagrarios de su memoria, cuando se quedan solas. Hoy todos somos maridos de esa viuda humanísima, compatriotas de su llanto, de su sagrado dolor, de su esencial heroísmo.