Juan Manuel de Prada, “Animales y personas”, ABC, 28.VI.2003

Ayer aparecían publicadas en ABC, por caprichos del azar, dos noticias que invitan a la evaluación conjunta. El Parlamento catalán aprobaba una muy estricta ley de protección de los animales que, reconociéndoles su entidad de «seres vivos dotados de sensibilidad física y psíquica», castigará a quienes los abandonen a su suerte o les inflijan daño. Simultáneamente, se presentaba en Madrid un libro titulado «Los límites de la exclusión», firmado por los profesores Manuel Muñoz, Carmelo Vázquez y José Juan Vázquez, que nos habla de los mendigos, otros seres vivos (¿quizá menos dotados de sensibilidad física y psíquica?) igualmente abandonados y vapuleados por la indiferencia colectiva. Resulta paradójico y perturbador que la misma sociedad que permite que una porción nada desdeñable de sus miembros agonice en la calle se preocupe de aliviar el sufrimiento de los animales desamparados.

En el fondo de este comportamiento social, cada día más arraigado, subyace una peligrosa perversión del sentimiento. Acallamos la mala conciencia que nos produce el sufrimiento del prójimo (de quien nos es más próximo) ideando falsificaciones de la piedad que nos permitan posar de «humanitarios» ante la galería. Hemos logrado recubrirnos de una especie de coraza impertérrita que nos permite esquivar el dolor rampante que se enseñorea del mendigo de la esquina, de la prostituta que se ofrece al peor postor, del inmigrante que malvive en un cubículo o ergástulo; y, mientras las personas que sufren a nuestro derredor se convierten en un lejano runrún que preferimos no escuchar, desaguamos nuestra indignidad ideando leyes que consagran el respeto sacrosanto a los animales. Anticiparé que considero la protección de los animales una expresión muy enaltecedora y necesaria de humanidad; pero creo que esta expresión sólo resulta admisible cuando constituye un corolario natural de un deber mucho más perentorio que nos obliga a compadecer el sufrimiento de nuestros semejantes. En los últimos años, sin embargo, he observado que desde diversos púlpitos más o menos ecologistas se pretende hacer tabla rasa de hombres y animales, adjudicándoles los mismos derechos; esta pretensión igualitaria se me antoja el germen de un pavoroso relativismo moral. Y he observado también que, con excesiva frecuencia, el celo que destinamos a los animales constituye un sucedáneo que nos exonera de responsabilidad ante otras formas más insoportables de inhumanidad, que atañen directamente al hombre.

Con muy atinado sarcasmo escribía ayer Zabala de la Serna en las páginas de este periódico que acabaremos inaugurando más albergues para perros y gatos que albergues para indigentes. Los estudiosos de las patologías sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual el enfermo soslaya la angustia que le produce enfrentarse al ser amado y lo suplanta o sublima a través de su representación. ¿No serán también ciertas manifestaciones fanáticas de la zoofilia una forma de suplantación, una patología vergonzante que desarrollamos para soslayar la vergüenza que nos produce la aniquilación cotidiana del hombre, mediante la denuncia de otras aniquilaciones menores? Me parece muy loable que se prohíban -como hace esa ley catalana- las «atracciones feriales» y la «exhibición ambulante de animales que son utilizados como reclamo»; pero cuando permitimos que el dolor ambulante del prójimo forme parte del paisaje urbano y aceptamos la exhibición ferial de tantas vidas en almoneda, estas medidas legislativas se nos antojan un mero subterfugio ornamental, un «andarse por las ramas» demasiado hipocritón y exasperante.

Juan Manuel de Prada, “Clase de religión”, ABC, 21.VI.2003

Una vez más, la clase de religión vuelve a convertirse en excusa de trifulcas partidarias. Con la clase de religión ocurre igual que con aquel timbre que provocaba la secreción de saliva en el perro de Paulov: basta mencionarla para que, por un impulso reflejo, a sus detractores se les llene la boca de invocaciones a la Constitución. Nunca entenderé por qué nuestros políticos, para disimular sus fobias y sus manías persecutorias en materia religiosa, tienen que sacar en romería la zarandeada Constitución; supongo que, a la necesidad de enjuagarse con palabras pomposas (en cualquier momento añadirán que «la clase de religión atenta contra el Estado de Derecho»), se suma una especie de anticlericalismo atávico o la supervivencia de algún trauma infantil. El decreto que desarrolla la Ley de Calidad de Enseñanza mantiene el carácter optativo de la asignatura de Religión; para quienes no deseen que sus hijos reciban una educación confesional, se establece una asignatura de Historia de las Religiones, que impartirán profesores de Historia y Filosofía. Ambas disciplinas serán evaluables y computables para la obtención de la nota media, aunque no se considerarán para la concesión de becas de estudio. No veo por parte alguna la necesidad de ensayar rimbombantes invocaciones a la Constitución, puesto que en nada se infringe la libertad religiosa que en ella se consagra.

A la postre, la reforma gubernativa no se extiende más allá de la consideración de la Religión como disciplina evaluable; y en la creación de una asignatura alternativa seria, que acabe con el cachondeíto en que se habían convertido la asignatura de Religión y los sucedáneos lúdicos inventados para mantener entretenidos a los alumnos que no la cursaban. Quienes se oponen a esta reforma sostienen que no es justo evaluar una materia de índole confesional; pero se olvida que la Religión, además de una elección trascendente, es una rama esencial del conocimiento, puesto que sobre ella se fundamenta nuestra genealogía cultural. Para entender cabalmente los tercetos encadenados de Dante hace falta tener una cultura religiosa; para hacer inteligible la exposición de Tiziano que estos días asoma al Museo del Prado hace falta una cultura religiosa; para disfrutar de la música de Bach hace falta una cultura religiosa. Y, puesto que no estamos hablando de nimiedades, se impone que esa transmisión cultural sea evaluable; no creo que haya asuntos mucho más importantes que hacer partícipes a nuestros hijos de este riquísimo legado.

Considero, pues, inobjetable la existencia de una disciplina que exija unos conocimientos básicos e irrenunciables sobre el fenómeno religioso. Los hombres de mañana no pueden crecer desgajados de su genealogía espiritual y cultural, como si esa herencia incalculable fuese algo inerte; si desterrásemos de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, estaríamos condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Y, como católico, deseo que mis hijos reciban una educación acorde con los principios en los que creo. Puesto que la religión católica es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias, puesto que constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura y nuestra moral, quiero que mis hijos sean instruidos en sus misterios. Quiero que sepan que hubo un hombre entreverado de Dios que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana, que dignificó el sufrimiento inmolándose en una cruz. Quiero que ese hombre entreverado de Dios sea la piedra angular de su formación; a nadie perjudico con esta elección y a nadie se la impongo.

Juan Manuel de Prada, “Quédate, Wojtla”, ABC, 5.V.2003

SIEMPRE me ha sorprendido que, cuando se glosa la figura de Juan Pablo II, se acabe incurriendo en simplismos propios de una nomenclatura que nada tiene que ver con el cristianismo. Al analizar su pontificado, se recurre a calificativos extraños a su misión espiritual: se dice, por ejemplo, que Juan Pablo II es un Papa «progresista en las cuestiones sociales» y «conservador en los asuntos morales»: así, cuando denuncia los abusos del capitalismo salvaje, cuando anuncia la buena nueva a los pobres o condena la guerra de Irak, Wojtyla se convierte en un Papa izquierdista; cuando se opone al aborto o señala la conversión de la sexualidad en un chalaneo que despersonaliza al hombre, el Papa se transforma en adalid de la caverna y la carcundia. Esta trivialización de su mensaje denuncia la incapacidad de nuestra época para enjuiciar categorías espirituales que exceden la ramplona dialéctica materialista de «izquierdas» y «derechas». Una dialéctica, por lo demás, de vigencia muy restringida, que sólo adquiere sentido en la confrontación política de los últimos siglos. No se acaba de entender que el cristianismo es una opción más radical, un «camino mejor» -como lo definió San Pablo en su epístola primera a los corintios- que cifra el desarrollo del hombre en el reconocimiento de su fragilidad, trascendida por una fe que la dignifica. Así de complejo y así de sencillo; calificar esta exigente opción humanista con otros aderezos taxonómicos es una incongruencia, amén de una tergiversación. Pero llegará el tiempo en que hablar de «izquierdas» y «derechas» se convierta en pura arqueología del lenguaje (como hoy lo es, por ejemplo, hablar de «güelfos» y «gibelinos»); y, para entonces, el mensaje esencial del cristianismo mantendrá incólume su compromiso con el hombre.

Las multitudes que han seguido al Papa Wojtyla en esta visita con sabor a testamento gritaban con frecuencia: «¡Quédate!». Creo que, más que su mera presencia física, demandaban la permanencia del mensaje que predica, ese clima de emoción primigenia que sus palabras invocan. Escuchando a Juan Pablo II algo se remueve dentro de nosotros: es la nostalgia de una vida iluminada por el espíritu, en medio de un mundo que nos empuja a la búsqueda de una felicidad puramente hedonista y utilitaria. A la postre, esa consecución del bienestar material nos hace naufragar en un mar de insatisfacciones; y sentimos como una extirpación la pérdida de unas convicciones que hacen más enaltecedora nuestra andadura por el valle de las sombras. La soberbia contemporánea creyó que podría matar a Dios, como quien borra de una tachadura una entelequia demasiado lejana; pero enseguida esa soberbia se convirtió en hastío y desvalimiento, porque al matar a Dios estábamos matando una parte de nosotros mismos que nos completaba, una parte de nuestra humanidad intrínseca, pues nuestra naturaleza no puede entenderse sin esa vocación de espiritualidad.

De esa nostalgia de Dios nos ha hablado el Papa Wojtyla. Sus palabras, emitidas desde la lejanía de un micrófono, crean un encantamiento de proximidad, porque nombran ese hueco que nos duele como una amputación. Quienes han tenido la suerte de conocer a este hombre en la intimidad, nos hablan de una suerte de fluido espiritual contagioso que lo aureola. Creo que esa virtud misteriosa que no acertamos a designar tiene que ver con el despertar de nuestra conciencia, con el reconocimiento de una orfandad espiritual que nos obstinamos en mantener en hibernación, pero que, ante la eficacia revulsiva de sus palabras, reclama ser colmada. Y entonces exclamamos: «¡Quédate con nosotros!».

Juan Manuel de Prada, “Tú eres Pedro”, ABC, 3.V.2003

ANTES de que los ejércitos de Hitler invadieran Polonia, el joven Karol Wojtyla había decidido encauzar su talento por los senderos de la vocación literaria. Formado en la lectura de los románticos polacos, que reconocían en el catolicismo la levadura que había hecho posible el nacimiento de una conciencia nacional, Wojtyla descubre en la palabra un instrumento para aunar sentimiento y razón, emoción e intelecto, así como un canal privilegiado para volcar su búsqueda exigente de espiritualidad. En las baladas y epopeyas polacas, enardecidas por una gran pasión patriótica, Wojtyla aprenderá también que los quebrantos de un pueblo sometido a dominaciones atroces son el sustrato fecundo sobre el que se asientan los cimientos de una gloria venidera. Esta consideración del sufrimiento como escuela de redención y búsqueda radical de libertad halla su emblema más universal en el misterio de la Cruz, que el joven Wojtyla, poeta y dramaturgo, no tardará en reconocer como acontecimiento nuclear de la historia humana y epicentro de la vida cristiana. Y entonces llegaron los nazis.

El joven Wojtyla, que soñaba con una «Polonia ateniense», más perfecta aún que Atenas, pues la iluminaba «la ilimitada grandeza del cristianismo», presencia el saqueo de la Universidad Jagelloniana, donde acababa de inscribirse para cursar estudios de filología. La leyenda cincelada sobre el dintel del aula magna de la universidad -Plus ratio quam vis- es ultrajada por una horda de militares sin honor que arrasan su biblioteca y arrestan a sus profesores, enviándolos al campo de concentración de Sachsenhausen, donde perecerán entre innombrables torturas. Hans Frank, delegado plenipotenciario de Hitler en Polonia, distribuye entre sus subordinados consignas muy escuetas: «Uno de los objetivos principales de nuestro plan es acabar con la mayor rapidez posible con cuantos sacerdotes o líderes alborotadores caigan en nuestras manos. \ Cualquier vestigio de cultura polaca debe ser eliminado. Los polacos trabajarán. Comerán bien poco. Y acabarán por morir. Nunca volverá a existir otra Polonia». La Iglesia católica de Polonia, depositaria de la cultura y de la identidad nacionales, se convertirá de inmediato en obcecada diana de la vesania nazi: sus templos son demolidos, sus liturgias prohibidas, más de una tercera parte de sus ministros deportada a los campos de exterminio. «Dachau -nos relata George Weigel- se convirtió en el monasterio más poblado del mundo». Casi tres mil sacerdotes polacos fueron inmolados, por negarse a abjurar de su fe; muchos de ellos probaron en sus carnes dilaceradas, antes de expirar, los experimentos médicos de Mengele. El salesiano Józef Kowalski, que regentaba la parroquia de Karol Wojtyla en Debniki, fue ahogado por sus carceleros en una sentina rebosante de heces, tras negarse a pisotear las cuentas de un rosario. Y aún habrá quien atribuya a la Iglesia católica connivencias con el régimen nazi.

«Triste está mi alma hasta la muerte, mas no se haga mi voluntad, sino la Tuya», dice Jesús, en la noche de la tribulación, mientras sus discípulos duermen. Seguramente, estas mismas palabras frecuentaron los labios del joven Wojtyla, mientras extraía piedra caliza en la cantera de Zakrzówek, donde lo habían destinado los invasores. Seguramente, el eco de estas palabras ritmaba sus pasos, mientras regresaba a casa, tras una jornada extenuadora. No podemos entender cabalmente la estatura espiritual de Juan Pablo II, ni su denodado mensaje de confianza en la supremacía del espíritu sobre las debilidades y achaques de la carne, sin volver la mirada hacia ese joven que, ante la apoteosis del horror, decide postergar su vocación literaria y escuchar la llamada religiosa. «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pues el alma no pueden matarla», leemos en el capítulo décimo del Evangelio de San Mateo; y también: «El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá; y el que la perdiere por amor a mí, la hallará». El joven Wojtyla acata el doloroso cáliz que se le tiende: sabe que Dios lo envía «como oveja en medio de lobos»; sabe que su sangre puede ser derramada en cualquier instante, pero también que no existe verdadero testimonio de fe sin ímpetu de entrega y aceptación del sacrificio. En el otoño de 1942, el joven Wojtyla ingresa en las catacumbas de la clandestinidad, para iniciar sus estudios de seminarista; algunos de sus compañeros serán arrestados y regados de plomo. Mientras reza ante sus cadáveres, arrojados por la Gestapo en las calles de Cracovia para que sirvan de alimento a los perros, el joven Wojtyla repite con la garganta estrangulada por el apremio de las lágrimas las instrucciones de Jesús a sus discípulos: «Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor de mí, para dar testimonio ante ellos y los gentiles. Cuando os entreguen, no os preocupéis cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. \ Seréis aborrecidos de todos por mi nombre; el que persevere hasta el fin, ése será salvo».

Y el joven Wojtyla perseveró, haciendo de su vocación una asignatura de dolor que cada día incorporaba nuevas lecciones; a la barbarie nazi no tardaría en suceder una arrasadora dictadura comunista cuya demolición no se hubiese completado sin su concurso. Este entendimiento de la vida como escuela de sufrimiento explica, sesenta años después, la epopeya de un viejo que rehuye la tentación de la renuncia y agota sus días en el cumplimiento de una encomienda que no puede rechazar, porque se la inspira una fuerza más poderosa que el declinar de su naturaleza. Sin esta comprensión del hombre como recipiente de misiones que exceden y rectifican su mera envoltura carnal, el sacrificio de Juan Pablo II, dispuesto a morir con las sandalias puestas, resulta ininteligible; de ahí que la lealtad a su misión -una lealtad que se sobrepone a la decrepitud, que anhela calcinarse en la hoguera de su pasión evangelizadora- provoque tanto rencoroso enojo entre quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos. Pero basta aceptar que bajo esa apariencia de fragilísimo barro se esconde un meollo espiritual de granito para que la figura de Juan Pablo II ensanche su significación histórica y aparezca ante nosotros -permítasenos parafrasear a Isaías- como una criatura ungida para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la remisión de sus penas a los encarcelados. Toda la ingente labor apostólica y pastoral de Juan Pablo II se resume, a la postre, en un mensaje liberatorio que exhorta al hombre a superar, mediante una abnegada catequesis del dolor, las plurales tiranías que pretenden sojuzgar su espíritu y pisotear su condición sagrada, encerrándola en las mazmorras de la esclavitud fascista o comunista, o engatusándola con los oropeles de un hedonismo caprichoso. El joven Wojtyla descubrió un día el rostro de Dios en el rostro de cada hombre que sufre; y desde entonces ha empleado sus esfuerzos en la vindicación de un mensaje humanista que, trascendiendo la condición perecedera de la carne, proclama la dignidad inviolable de cada persona, como recipiente privilegiado e irrepetible de un espíritu que halla su principal fuerza en la superación de la adversidad y que expresa esa fuerza en la donación al prójimo. Frente al concepto vacuo de libertad individualista entronizado en nuestra época (que exalta de modo absoluto la autonomía personal, llegando a convertirse en una aberrante legitimación de la libertad del poderoso para imponer sus designios sobre el débil), Juan Pablo II -fiel a la enseñanza aprendida en su juventud- defiende una libertad establecida sobre vínculos de piedad: por eso desenmascara en sus encíclicas el egoísmo de los países ricos que imponen su voluntad sobre los países pobres, impidiendo su desarrollo; por eso condena una guerra que diezma a los inocentes con la excusa de destruir fantasmagóricas armas de destrucción masiva; por eso execra el aborto, que somete el derecho supremo a la vida a razones de conveniencia social. El joven Wojtyla entendió que su vocación religiosa consistía en estar al lado de los que sufren, en cargar sobre sus hombros el dolor incontable que abruma a los mortales; y en esa misión indeclinable ha decidido emplear hasta su último hálito. El anciano octogenario que hoy nos visita está hecho de un barro a punto de desmoronarse; pero debajo de esa envoltura fragilísima alienta la piedra del espíritu, que no sabe de claudicaciones. Tú eres Pedro; y sobre tu fortaleza se sostiene el clamor agonizante del mundo.

Juan Manuel de Prada, “Un hombre que sufre”, ABC, 30.III.2003

Nadie se hubiera atrevido a augurarlo hace casi veinticinco años, cuando el polaco Karol Wojtyla inauguraba su papado; hoy ya podemos afirmar sin temor a incurrir en la hipérbole que su estatura sobrepuja a la de cualquiera de sus contemporáneos.

Wojtyla entendió desde un principio que el mejor emblema de Jesucristo no es aquél que lo representa en la cúspide del poder y de la gloria, sino ese otro que lo muestra doliente y abrumado bajo el peso de la cruz.

Un cuarto de siglo atrás, Juan Pablo II era un hombre de complexión robusta, bendecido por la naturaleza; hoy, después de casi cien viajes pastorales que lo han empujado a los finisterres del atlas, después de que el plomo mordiese su carne, después de haber entregado su vigor en mil tareas apostólicas, se ha convertido en un anciano decrépito que apenas se tiene en pie.

Pero en su estampa de árbol herido, en su figura desvencijada y heroica de viejo que prefiere el polvo del camino a la molicie de su palacio vaticano, se sigue encarnando una epopeya demasiado incómoda para quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos.

Veinticinco años después de su elección, Juan Pablo II sigue entregado a una misión que ni siquiera concluirá el día que entregue su hálito. Porque su recuerdo, y la reverberación que su espíritu dejará en el aire, nos seguirán dictando la verdad escueta de la religión que predicó. Y es que Dios quizá sea ubicuo, como nos enseñaron en el catecismo; pero su más noble aposento es el rostro de un hombre que sufre.

Juan Manuel de Prada, “Cultura religiosa”, ABC, 15.II.2003

Quizá no exista espectáculo más deprimente y perturbador que la contemplación de esas expediciones de adolescentes que, capitaneadas por su profesor, visitan de vez en cuando nuestras pinacotecas. Mientras el profesor les explica no sé qué erudiciones pictóricas, los chavales se aproximan a los cuadros, para leer el rótulo donde se especifica la escena bíblica que representan. Con consternación, con desaliento, con resignada lástima, compruebo que esos muchachos no saben interpretar los motivos de la iconografía religiosa: Eva sucumbiendo a la tentación ofidia, el clamor de la sangre derramada por Caín, las faunas enciclopédicas recolectadas por Noé, el sacrificio fallido de Isaac, las lentejas de Esaú, los sueños del faraón interpretados por José, las siete plagas de Egipto, el maná que desciende como una nieve sutilísima, las tablas de piedra donde se esculpe la voz de Dios, las trompetas que debelaron los muros de Jericó, las asechanzas de Dalila, las decapitaciones de Goliath y Holofernes, los juicios prudentes de Salomón, las calamidades que afligieron a Job y hasta los episodios más divulgados de la vida de Jesús les resultan ininteligibles, porque nadie se ha preocupado de incorporarlos a su bagaje cultural.

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Juan Manuel de Prada, “Felicitaciones de Navidad laicas”, ABC, 21.XII.2002

Recordarán las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan que, hace relativamente poco, se llegó a considerar la celebración de «bautismos civiles» en los Ayuntamientos. La suplantación del sacramento religioso por la bufonada municipal ya cuenta, sin embargo, con algunos precedentes: según me asegura un alguacil amigo, cada vez son más las parejas contrayentes por el rito civil que, nostálgicas o envidiosas del empaque y el ringorrango de las celebraciones religiosas, solicitan al alcalde o concejal que oficia el casamiento que no se limite a leer los artículos preceptivos del Código Civil, sino que los aderece de juramentos plagiados de la liturgia católica y fragmentos del Cantar de los Cantares, y hasta que improvise una suerte de homilía laica y alquile un organista, para que la ceremonia no quede desangelada y pobretona. Diríase que la religión, al perder ascendiente sobre el hombre, hubiese dejado desguarnecidos territorios que necesitan amueblarse con burdos sucedáneos. Diríase también que, entre algunos negadores epilépticos de la religión, existiese un fondo de nostalgia u orfandad que los impulsa a imitar grotescamente aquello que aborrecen.

Pero allá cada cual con sus complejitos. Más exasperante se me antoja esa moda que se ha instaurado de felicitar la Navidad con tarjetas postales que rehuyen el motivo iconográfico religioso y lo sustituyen por garabatos de índole más o menos laica. Yo comprendo que haya gente que reniegue de la esencia religiosa de la Navidad; incluso puedo llegar a admitir que existan por ahí pobres diablos que, para no herir susceptibilidades, se abstengan de repartir entre sus amistades tarjetas que incorporen la Adoración de los Magos o la Huida a Egipto. Lo natural sería que estos negadores de la esencia religiosa de la Navidad se abstuviesen de enviar felicitaciones en estas fechas que muchos vinculamos a los misterios de una fe que nos sustenta. Pero no, señor. Los tíos necesitan meter el cazo en plato ajeno y bombardearnos con felicitaciones horterísimas que eluden el asunto religioso o lo falsifican. Este año he recibido, entre otros mamarrachos ínfimos, una felicitación que ostenta en su carátula la consabida palomita picassiana; a mí las palomitas picassianas (que son al arte lo que la fabricación de churros a la alta repostería) me la refanfinflan muchísimo, casi tanto como las latas Campbells que perpetraba el pintamonas de Warhol. De inmediato, he devuelto al memo que me la envió su palomita picassiana, con la siguiente inscripción: «Cómetela en pepitoria, y ojalá revientes».

Esta moda de las felicitaciones navideñas laicas se ha extendido como una gangrena, incluso entre instituciones de inspiración cristiana, que se avergüenzan de la iconografía que nutrió su formación. De una de ellas me han remitido una birria aderezada de garabatos, en cuyo interior figura una cita bastante mostrenca de Arthur Miller; yo no es que tenga nada contra este conspicuo señor, pero, en fin, el evangelista Lucas me sigue pareciendo un escritor mucho más vigente y universal. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les ruego encarecidamente que no me apedreen con estos bodrios de felicitaciones laicas; si de verdad desean alegrarme la Navidad, abríguenme espiritualmente con tarjetones que reproduzcan cuadros de Van Eyck o Tintoretto, Murillo o El Greco, donde figuren nítidamente la Virgen y San José, los Magos de Oriente, el Niño Dios y los pastores que lo adoran, y dejen esa morralla de pintarrajos para los acomplejados y los necios, los esnobs y los cagones.

Mi hija Jimena -nueve mesecitos clarividentes- arranca a llorar como una descosida cada vez que le muestro una paloma picassiana.

Juan Manuel de Prada, “Sobre el aborto”, ABC, 5.X.2002

«POR si hubiera alguna duda al respecto -comenzaba Jesús Zarzalejos un muy atinado artículo publicado ayer en este periódico-, conviene recordar que el aborto sigue siendo delito en España». Hizo bien en adelantar esta premisa, pues existe la creencia cada vez más extendida (y arteramente divulgada desde ciertos púlpitos) de que el aborto es algo así como un mal menor o una suerte de remedio benéfico. Causa un poco de sonrojo malgastar tinta en estas precisiones, pero debemos repetir que el aborto constituye un crimen tipificado y sancionado por nuestro Código Penal. Es cierto que la ley exceptúa de la protección a la vida del nasciturus tres supuestos específicos, pero el sentido restrictivo de la norma (que, con tanta frecuencia, se interpreta con manga ancha, en fraude de ley) impide que podamos hablar de «despenalización» o «legalización» del aborto, mucho menos de ese aberrante «derecho al aborto» que enarbolan ciertos energúmenos. Conviene insistir en estas elementales precisiones jurídicas, pues se suele confundir el delito del aborto con un acto puramente dependiente de la voluntad del abortista, sobre el que la ley no posee jurisdicción. Así, por ejemplo, en este reciente caso coruñés, se hablaba de las «voluntades contrapuestas» de la niña embarazada que deseaba procrear y de sus padres que la incitaban al aborto, cuando lo cierto es que los padres estaban coaccionando a su hija e induciéndola a cometer un delito. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Sobre el aborto”, ABC, 5.X.2002″

Juan Manuel de Prada, “Socialismo cristiano”, ABC, 23.IX.2002

«Esta es la tarea pendiente: sustituir la negación del valor de lo religioso o una actitud de indiferencia, por un reconocimiento y valoración positiva del mismo.» Son palabras escritas por José Luis Rodríguez Zapatero, en el prólogo al libro «Tender puentes: PSOE y mundo cristiano», de Ramón Jaúregui y Carlos García de Andoin. Resulta chocante que justo ahora cuando muchos políticos ocultan vergonzantemente su filiación cristiana, el líder socialista avale este acercamiento a lo que podríamos denominar «el hecho religioso». Habrá quienes olfateen en esta propuesta una artimaña para obtener réditos electorales; pero para explicarla podríamos citar a aquel conspicuo historiador que definía el socialismo como «una herejía del cristianismo». Y es que basta leer los «Hechos de los Apóstoles» para descubrir que las primitivas comunidades cristianas regían su convivencia mediante reglas que prefiguran la utopía socialista, aunque su acicate fuese distinto. Cuando Jesucristo aconseja al joven acaudalado que deseaba incorporarse al séquito de sus discípulos que se despoje de sus bienes, está dictándole la más severa y primordial lección de socialismo. Y aquel hermoso pasaje evangélico que funde el amor a Dios con el amor a sus criaturas («porque tuve hambre y me disteis de comer…») ratifica que la vocación cristiana es, ante todo, un anhelo de entrega al prójimo.

Sin embargo, el socialismo siempre ha mirado con desconfianza cuando no con acérrima belicosidad, el mensaje cristiano, seguramente porque incorpora un consuelo de ultratumba como resarcimiento de las penurias soportadas en vida. Cuando Marx define la religión como «el opio del pueblo», en sintagma tan cerril como divulgado, se está rebelando contra ese consuelo que parece infundir al cristiano una especie de mansa resignación ante las injusticias terrenales, en espera de que el Reino de los Cielos quede por fin instaurado. Pero esa lectura torcida del Evangelio (que quizá la Iglesia haya favorecido, en algunas de sus épocas más complacientes con el poder secular) es refutada por el mensaje de Jesús, quien, en efecto, prometió el Reino de los Cielos a los perseguidos, pero también empeñó su esfuerzo por anticiparles esa buenaventura en vida. Cuando Jesús evita la lapidación de la mujer adúltera, cuando se deja frotar con ungüentos por María Magdalena, cuando elige a sus discípulos entre quienes se dedicaban a los oficios más plebeyos o infamantes, está abogando por la redención terrenal del hombre. Digamos, en lenguaje actual, que les está restituyendo la dignidad que el sistema les había arrebatado. Y ese impulso originario de Jesús ha caracterizado los episodios más enaltecedores del cristianismo: desde aquellas comunidades primitivas, en las que convivían nobles y esclavos manumitidos, hasta los esfuerzos actuales, en los que tantos religiosos y laicos entregan el pellejo por salvar hombres de la enfermedad y la miseria y el analfabetismo, el mensaje de Jesús se erige en la más formidable máquina engendradora de justicia que vieron los siglos.

El socialismo, si quiere desprenderse de su caparazón de rancios prejuicios, tendría que aceptar esta verdad inatacable. También debería enterrar el odio que infundió entre sus adeptos contra la Iglesia y sus jerarquías; ciertamente, han sido muchos los felones que, al amparo de la Cruz, han legitimado la opresión del débil, pero esa circunstancia deplorable no debe enturbiar el mensaje originario de Jesús, que no es el de un Dios olímpico y encaramado en una nube, sino el de un Dios sufriente que se encarna en el barro del que estamos hechos, para compartir nuestras necesidades y quebrantos.

Juan Manuel de Prada, “A vueltas con el crucifijo”, ABC, 21.IX.2002

Recuerdo que, hace algunos años, un grupo de diputados españoles, amparándose en confusas razones ideológicas, exigió que se retiraran los crucifijos de las escuelas, y hasta amenazó con interponer recurso ante el Tribunal Constitucional, si el Gobierno se negaba a acatar su solicitud. Ahora, para demostrar que los extremos se tocan, la Liga Norte italiana propone que se exija por ley la presencia de crucifijos en todas las aulas escolares, así como en estaciones de ferrocarril y aeropuertos; con esta imposición, el partido de Umberto Bossi pretende responder a la «insolencia» mostrada por los musulmanes. De este modo, la Cruz vuelve a ser enarbolada como garrote de infieles, como instrumento de hostilidad y exclusión; como si la Historia no nos hubiese enseñado cuáles son las consecuencias de las guerras de religión. Para quienes hemos elegido la Cruz como asidero de nuestras zozobras descubrimos en la propuesta de Umberto Bossi, además, una índole sacrílega. Pues la Cruz es una invitación a la concordia, un signo redentor que abraza el sufrimiento de los hombres; cuando esa vocación primigenia de la Cruz se tuerce, o es suplantada por una coartada belicosa, Dios vuelve a ser crucificado.

Allá en mi ciudad levítica, llegué a aprender de memoria un poema de mi paisano León Felipe, que desde entonces guardo en mi devocionario particular. Rezaba así: «Más sencilla, más sencilla. / Sin barroquismo, / sin añadidos ni ornamentos, / que se vean desnudos / los maderos, / desnudos / y decididamente rectos. / Los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos. / Que no haya un solo adorno / que distraiga este gesto, / este equilibrio humano / de los dos mandamientos. / Más sencilla, más sencilla; / haz una cruz sencilla, carpintero». No creo que sea posible compendiar con palabras más elementales y austeras el significado de la Cruz y su doble vocación humana y divina. Los brazos en abrazo hacia la tierra, esto es, vueltos hacia la humanidad que sufre, en actitud hospitalaria y confortante; el astil disparándose a los cielos, con esa sed de misterio que empuja al hombre a vislumbrar la presencia de Dios entre las tinieblas de la desesperación. León Felipe no era, desde luego, el prototipo del poeta beatorro y meapilas. Pero entendió que en esos dos maderos cruzados quedaban registrados, en una síntesis escueta, los dos anhelos más enaltecedores del hombre, el «equilibrio de los dos mandamientos». Podría haber escrito un poema en que la Cruz representara los episodios de fanatismo y barbarie que los cristianos hemos protagonizado, a lo largo de los siglos; pero prefirió recuperar su mensaje prístino, celebrando la grandeza de aquel hombre entreverado de Dios que murió defendiendo sus palabras -sencillas como la misma Cruz- frente a la ira de los fanáticos.

Los episodios del Evangelio que más nos conmueven son aquellos en los que Jesucristo infringe el código de exclusiones imperante en la sociedad de su tiempo. Cuando, sentado al pie de la fuente de Jacob, le suplica a una samaritana que le dé un poco de agua, Jesús nos anticipa la universalidad de su misión, que alcanza su apoteosis trágica en el Calvario. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí? -le pregunta, perpleja, la mujer samaritana, que se apresta a llenar de agua su cántaro-. Porque judíos y samaritanos se aborrecen». Los samaritanos, que se negaban a adorar a Yavé en el templo de Jerusalén, eran unos apestados sociales. No puedo imaginar, sin embargo, a Jesús imponiéndoles por decreto la veneración de un símbolo que nos recuerda el barro del que procedemos, la luz a la que aspiramos y, en definitiva, toda nuestra genealogía de culpa y redención. Convertir ese símbolo en un cachivache de uso obligatorio quizá sea la forma más obscena de negar su vigencia; sería como volver a matar al hombre entreverado de Dios que lo enalteció con su sangre.