Enrique Monasterio, “Los niños invisibles”

En el más remoto confín de la china vive un Mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerle morir bastara con apretar un botón sin que nadie lo supiese…, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”
J. J. Rousseau Continuar leyendo “Enrique Monasterio, “Los niños invisibles””

Enrique Monasterio, “Piercing”, MC, II.01

La palabra vino de América como el ketchup y define un sistema de tortura que se impone con insólita rapidez.

Rafa, por ejemplo, un chaval de pelo engominado y espinoso, porta cuatro arandelas al norte de su oreja izquierda. Son unas argollas gruesas como llaveros. Cuando se las clavaron, vio las estrellas, pero si le preguntáis por qué lo hizo, lo más probable es que se encoja de hombros y os conteste como a mí: – Porque mola.

Sandra, una chica grande y lustrosa, además de tener los dedos blindados con diez o doce anillos, luce en el labio inferior un aro que le traspasa el belfo en sentido vertical.

Ana se hizo agujerear la lengua y se metió una especie de alfiler con una bola dorada en cada extremo.

– ¿Y cuánto te costó la faena? — Quince papeles—. ¿Te la enseño? – Ni se te ocurra.

En su casa no saben nada. Y eso que, desde la operación, no pronuncia bien las erres, y tiene que buscar sinónimos para no enredarse con las palabras más comprometidas.

– Hija mía, no sé que te pasa últimamente en la lengua; pareces francesa.

– Jo, mamá, no seas plasta.

Según me cuenta, estuvo varios días en ayunas, curándose la herida sin que se enteraran sus padres.

– También me hice otro piercing en el ombligo… ¿Te lo enseño? Sé muy bien que no hay peor tabú que el de la moda. Nunca ha estado bien visto ir contra ella. Quien se atreva a criticar “lo que hace todo el mundo” es excluido de la tribu, y no seré yo quien corra ese riesgo: me encuentro muy a gusto integrado en el planeta de los chicos danone.

Sin embargo, como las modas nunca son del todo arbitrarias, vale la pena preguntarse por qué ha surgido el piercing y qué sentido tiene. ¿Es sólo un virus masoquista que afecta a la tribu? Es evidente que los chavales de este milenio son tan blandos y asustadizos como los del pasado, pero no les importa someterse a intervenciones quirúrgicas dolorosas y nada asequibles con tal de lucir una argolla en la ceja o una perla en la nariz.

Todo el mundo sabe que el lóbulo de la oreja es un perchero del que puede colgarse sin peligro cualquier cosa. Pero el resto del organismo no tiene la misma función. De hecho, los pinchaombligos profesionales causan abundantes y peligrosas infecciones entre la chavalería.

Ortega escribió en El espectador que los adornos corporales ?los pendientes, el sombrero o la pluma del indio americano? son como el marco de un cuadro: sirven para resaltar la belleza o la dignidad de quien los porta. Por eso, cuando el guerrero siux se coloca una pluma sobre la cabeza, no pretende que nos fijemos en ella, sino en la testa que hay debajo. Esa pluma es un acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra en que se apoya.

Pero el piercing nada tiene que ver con la belleza. Rafa no se perfora la oreja con tres grilletes de acero para estar más elegante. No quiere que nos fijemos en su apuesto perfil ni en la dudosa perfección de sus apéndices auriculares, que, por lo demás, suelen estar sucios. El piercing, para él, es como la pintura de guerra de los apaches: un signo belicoso de pertenencia a la tribu.

Heinz Kloster asegura además que, en algunas chicas, la profusión de metales perforantes tiene otro significado añadido: según él, cuando una adolescente no se gusta a sí misma, trata de compensar sus complejos estéticos con un disfraz agresivo que desvíe la mirada de] prójimo y le impida fijarse en lo superfea que ella se ve.

Teorías aparte, el piercing revela, sobre todo, hasta qué punto esta generación es capaz de los mayores sacrificios. ¡Quién lo diría! En vano les enseñaron sus padres que la mortificación, los cilicios y el ayuno son cosas del pasado; que ahora lo único obligatorio es la búsqueda del placer y del confort; que la cruz sirve sólo como gargantilla. La tribu ha comprendido que el dolor puede tener un sentido, que hay razones por las que sí vale pena torturarse sin piedad. Lo extraño es que esas razones sean tan pobres. El día que descubran la grandeza del amor de Dios, quién sabe lo que serán capaces de hacer. La tentación del heroísmo puede ser irresistible.

Por eso, cuando llego cada mañana a clase y contemplo el panorama de los autoperforados, casi me lleno de optimismo. ¡Si supiera hablarles de santidad; si fuésemos capaces de sacarles de ese pasotismo artificial en el que algunos vegetan … !

Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”, MC, XI.93

¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.

EL DOLOR No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.

El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.

También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.

El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.

El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.

Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.

Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.

PERO ALGO DE BUENO SÍ QUE TIENE… Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.

EL DOLOR ES UN MAL… ÚTIL Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.

Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.

La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.

Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.

DOLOR Y SACRIFICIO Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.

En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? EL DOLOR INÚTIL Y LA CRUZ -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.

-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía –le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.

Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.

Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.

Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?

Enrique Monasterio, “Para qué sirve un colegio”

El colegio debe servir para aprender a leer, escribir, hablar, a pensar, a rezar, a amar y a contemplar.

SABER LEER no es recorrer las líneas de un texto o tartamudearlo en voz alta. Tampoco se trata de dramatizarlo, ni de rumiarlo con gesto ceñudo. Es sòlo sintonizar con el pensamiento del que esacribe. ¿ Cuàntos adultos crees que estarìan en condiciones de leer en voz baja un párrafo sencillo, digamos de veinte líneas, y a continuación explicar con precisiòn su contenido? Deberíamos hacer la prueba, y comprobaremos que la mayor parte de los cursos de técnicas de estudio podrían sustituirse por simples clases de lectura.

SABER ESCRIBIR no equivale a manejar una computadora. En la era de la computadora, muchos universitarios presentan sus trabajos la mar de emperifollados y casi sin erratas; pero redactan como analfabetos. Escribir es encontrar el vocablo justo para el momento justo; es dejar en el papel una huella dolorida, alegre, melancólica, airada o cínica, pero en todo caso auténtica. O, simplemente, saber contar en diez líneas cómo es esta habitación.

SABER PENSAR tampoco es sencillo. El problema reside en que pensamos con conceptos, y los conceptos están unidos a las palabras. Ahora dicen que vivimos en la civilización de la imagen. Se nos pasará pronto, porque con imágenes no se piensa.

La imagen es agresiva, elemental, plana; fomenta la pereza, conmueve, pero no dialoga…….Las imágenes necesitan de las palabras para tener sentido. Sin ellas no son nada. La palabra, en cambio, llega al fondo del espíritu, llama al reflexión y al trabajo, excita la inteligencia y demanda respuestas, emplaza el diálogo. Una palabra vale más que mil imágenes.

Cada día manejamos menos vocablos. Eso significa que el pensamiento se empobrece, que somos más manipulables.

SABER HABLAR casi es lo mismo. Quien no sabe decir lo que piensa, lo más probable es que no piense. Hay libros que enseñan a perorar en público; pero ninguna técnica sirve para decir algo cuando el cerebro está vacío, o para poner en orden un cacumen embrollado.

En todo caso sí que hacen falta clases de expresión oral, o como quiera que se las llame, porque la máquina que Dios nos ha dado para pensar, se alimenta y lubrica con palabras. Un vocabulario bien nutrido y un cierto arte en el manejo del lenguaje pueden bastar para ponerla en marcha. Pero hablar es sobretodo comunicarse con el prójimo: tener engrasadas las entendederas y las explicaderas; estar en condiciones de trasmitir, boca a boca, ideas, sentimientos, afectos y desafectos, alegrìas y dolores. Por medio de la palabra uno aprende a ser persona; sin ella no somos capaces de amar.

SABER AMAR, sin embargo, es algo más. San Juan lo escribe en su primera carta: hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad. Difícil asignatura. Y es que los niños no aman, se apegan. Los adolescentes, más que amar, se enamoran, que no es lo mismo. Y sólo cuando matan el pavo y se comen están en condiciones de entregarse, de desvivirse, con ternura y dolor, con pasión y generosidad: eso es amor.

En estos últimos años muchos padres y casi todos los colegios parecen haber renunciado a educar la afectividad de los niños. Quizá suponen que lo sano es dejarla a la intemperie, para que se exprese indiscriminada y hemorrágicamente. O quizá han delegado en la tele tan ardua tarea. El caso es que el planeta se está llenando de adolescentes crónicos, súper precoces en lo sexual e inmaduros en el amor.

SABER REZAR es tener el corazón abierto y los oídos limpios para escuchar al Señor. Es también dejar un sí al borde mismo de los labios para que se nos escape sin querer. Rezar es entrar en la órbita de Dios y compartir la intimidad con ÉL. No hay forma más elevada de comunicación y de amor. Quien no haya rezado nunca casi no es humano. Por eso un colegio que no fomente la oración, no educa: mutila y deforma.

Y, por último, CONTEMPLAR. Es la asignatura más importante. El cielo será contemplación y la tierra también puede serlo. Si enseñáramos a los niños a ver un cuadro o un paisaje; a gozar con una tormenta, un poema, un atardecer o una melodía; a mirar a los ojos de los amigos y de las amigas; a enamorarse de la belleza más que de la exuberancia metabólica del prójimo, ¡ Ay si lográramos todo eso….! ¿ Sólo eso? Bueno, si da tiempo, también matemáticas.

José Francisco Sánchez, “Siempre y nunca: mentiras”, NT, 1.X.03

EI profesor novel es uno de los seres más indigentes, inermes y desamparados que pueda encontrarse sobre la tierra. Si es profesor de bachillerato, más. Yo no era profesor de bachillerato, pero sí novel, y se me ocurrieron varios sistemas para paliar un poco esa indefensión en la que me veía sumido: enfrentarme todos los días a ciento cincuenta estudiantes de quinto de Periodismo. Una de las artimañas que desplegué resultaba verdaderamente innovadora, o al menos eso pensaba. Dije a mis alumnos el primer día de curso que no me vinieran con cuentos de terror ni con certificados médicos en el caso de que hubieran faltado a alguna de las inevitables prácticas: “Yo les creo siempre”, añadí. Pensaba que así defendía mi debilidad de carácter, esa enfermiza propensión a comprender demasiado que me lleva, como consecuencia, a pasar por tonto o por primo. “Si les crees siempre por norma -me decía-, nadie podrá atribuirse el mérito de haberte burlado”.

Una mañana recibía a mis alumnos en la puerta de cristal del aula informatizada. Una chica se paró para contarme una historia absolutamente inverosímil que pretendía explicar su ausencia continuada en las clases prácticas. La atajé: -Vale, no te preocupes. No hace falta que me cuentes más. Está claro. Tranquila.

Lejos de tranquilizarse, para mi espanto, rompió a llorar. Y entre sollozos dijo entrecortadamente una frase que no se me olvidará mientras viva: -Sí, sí. Usted, con eso de que nos cree siempre, no nos cree nunca.

Sentí un trallazo durísimo en algún lugar del alma. Una confusión de sentimientos encontrados. Se adensó en mi mente como una bola de mercurio deslizante. La garganta se me llenó de pequeños cristales rotos y no supe responder. Pensaba: “Es cierto, no le estoy creyendo. Sabe que no le creo y quiere que le crea y no sólo que le diga que le creo, a pesar de que ni siquiera ella cree su historia. Si al menos le dijese la verdad, podría mostrarse ofendida. Así no le queda nada. Sólo la angustia de nadar entre mentiras”.

Todo era cierto: que yo no la creía, que a veces necesitamos alimentarnos de falsedades socialmente reconocidas para seguir viviendo y que la chica había dicho una gran verdad para replicar a una gran mentira. No se puede ir por la vida diciendo que todo el mundo es bueno o que todo vale: equivaldría a decir que todo el mundo es malo y que nada vale. No son dos visiones del hombre distintas, una alentada por corazones benevolentes y tolerantes, y la otra, por corazones sucios y abyectos. Son, simplemente, la misma mentira.

Nuestro Tiempo Arvo Net, domingo, 12 de octubre 2003

José Francisco Sánchez, “Sobre sueños incumplidos”, Arvo, 26.X.03

ALGUIEN ME ESCRIBE para decir que se le escapan los sueños. Que va teniendo una edad, unos hijos de los que cuidar y un trabajo cada vez más exigente. Que no le queda tiempo para sí mismo, para vivir su vida, para soñar sus sueños. Que cada vez se siente más atado a la tierra, más esclavo de las cosas, menos capaz de volar por cuenta propia. Que a veces se entretiene una mañana de sol templado a pensar en todo esto, como si el aire tibio quisiera inspirarle otras cosas, otras búsquedas más auténticas, más suyas, quizá más dulces e inspiradas, más creativas incluso.

TIENE UNOS POCOS años más que yo y, aunque nos hemos visto poco -lo suficiente para que me escriba con estos argumentos-, estoy seguro de que es una buenísima persona. Le pasa, sólo, que tiene los años que tiene. Voy viendo que estos planteamientos se hacen progresivamente frecuentes en muchos de los amigos que andamos por estas alturas del vivir. Supongo que todo influye. Pero influye más que nada la edad: el meridiano ese de la vida que te hace pensar en que la has desperdiciado o aprovechado poco.

LE CONTESTÉ ALGO que ahora no me atrevo a repetir aquí, y que además no era interesante. Su respuesta, sin embargo, sí: al fin y al cabo, me decía, “cuando pienso esas cosas actúo como si yo fuera dos: el iluso soñador y el otro, el práctico, que va haciendo lo que tiene que hacer. Y no hay dos, sino uno: el que tiene las ataduras que se ha buscado”. “Hacer lo que uno tiene que hacer” no está nada mal. El peligro reside en dejarlo por los sueños, por el mero soñar incluso, cosa que este amigo ni se ha planteado. También me decía en su respuesta que quizá estuviera disfrazándose con palabras y con sueños para no reconocer lo que realmente es, por miedo a afrontarse, por miedo a reconocerse demasiado diferente de quien cree que es o de quien quiere pensar que es. Bien visto. Me recordó lo que decía otro: “Yo se lo digo siempre a mi mujer. Mira, te quiero un montón, no fumo ni bebo ni ando zascandileando por ahí, trabajo como un burro y nunca nos ha faltado nada… es que, si supiera y quisiera ponerle los pañales a los niños, bueno, es que… ¡Entonces sería perfecto! Y perfecto no soy”.

YA ME LO HA contado varias veces, probablemente porque sabe que me río mucho con ese razonamiento. Aún no me he atrevido a decirle que si, para ser perfecto, sólo le falta el dominio de un arte tan poco sofisticado, le valdría la pena intentarlo al menos. Porque asumir los propios defectos, siempre que se refieran a cosas que no nos apetece hacer, resulta francamente fácil. Entre otras razones, porque exigir la perfección ajena -la de quien tiene que soportarnos- sale mucho más barato que plantearse la propia. Pero, de todos modos, no está mal razonado. Hay que contar con los defectos de los demás si queremos que los demás sean pacientes con los nuestros. Y recordarlo siempre -que la imperfección es el estado natural de las cosas y de las personas- para no soñar perfecciones que, según todos los testimonios, jamás han existido.

LO COMENTABA CARLOS, hace muchos años, a propósito de un chaval que iba dejando de serlo y no encontraba novia de su gusto: “Es que ese anda buscando un híbrido entre Marilyn Monroe y Santa Teresa de Jesús. Y claro, no lo encuentra”. Debe de ser que vemos muchas películas. “American Beauty”, por ejemplo.

Arvo Net, 26 de octubre 2003

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, toleracia”, Alfa y Omega, 11.IX.03

Nuevo libro del cardenal Ratzinger Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, toleracia”, Alfa y Omega, 11.IX.03″

Ignacio Sánchez Cámara, “El deber es el mensaje”, ABC, 12.IX.03

El desvanecimiento de Juan Pablo II en el primer acto de su visita a Eslovaquia confirma el grave deterioro de su salud y ha reabierto el debate sobre la conveniencia de una retirada ante las dificultades de llevar a cabo su misión. El Papa se disponía a reiterar, entre otras cuestiones, la afirmación de las raíces cristianas de la civilización europea. No se trata de un dogma de fe sino de una cuestión de hecho, de una realidad histórica. Pero por encima de este recordatorio y de otros, su tarea no es posible sin el apoyo de la ejemplaridad. En cuestiones vitales, el ejemplo prueba más que las más prolijas argumentaciones.

Un funcionario debe ser relevado de sus funciones cuando su edad o su salud lo aconsejan. A todos los trabajadores les llega la edad de la jubilación. Pero existen misiones que sólo la muerte o la incapacidad absoluta pueden cancelar. El Papado es una de ellas. Por eso nació y se conserva con carácter vitalicio. El Papa no es un funcionario más. Entre sus funciones, la primera de ellas es la fidelidad a su misión de conservar y propagar el patrimonio de la fe cristiana. Y para ello no existe otro camino que el de la ejemplaridad. Sin obras, la fe es cosa muerta. El desvanecimiento del Papa, la exhibición pública de su vitalidad quebrantada, puede ser la mejor manera de ser fiel a su misión evangélica. No es infrecuente que las más profundas verdades las proclamen los niños y los ancianos. El cumplimiento del deber hasta el final es el mejor mensaje.

Julio de la Vega-Hazas, “Nacionalismo y doctrina cristiana”

A primera vista, podría parecer que la cuestión del nacionalismo como un asunto a tratar desde la óptica cristiana es algo reciente. En realidad, aparece desde el primer momento. El nacionalismo judío era muy fuerte en el tiempo en que Jesucristo vivió en Palestina, y su doctrina del Reino de los Cielos contrastaba mucho con esa visión nacionalista, lo que supuso un factor de resistencia a su doctrina. Más adelante, en los primeros pasos de la naciente Iglesia, se vislumbra que esa mentalidad hebrea es fuente de problemas. El episodio de la desatención de las viudas que suscitó una queja de los “helenistas” contra los “hebreos” (Hechos, 6, 1), aunque se resuelve con facilidad, ya deja entrever que no es difícil que el nacionalismo caiga en un exclusivismo para con los miembros de su nación que es fuente de injusticias.

San Pablo, en sus epístolas, no trata directamente la cuestión, aunque incluye algunas frases que ayudan a resolverla. Quizás la más interesante se encuentra en la Carta a los Filipenses: nosotros somos ciudadanos del cielo (3, 20). No se niega, claro está, la ciudadanía terrenal, pero se descarta cualquier intento de asumirla como un valor absoluto. Un poco más tarde, la Epístola a Diogneto –redactada a finales del siglo II o comienzos del siglo III-, aclara un poco más esta afirmación, al afirmar que los cristianos “viven en sus respectivas patrias pero como forasteros; participan en todo como ciudadanos pero lo soportan todo como extranjeros. Toda tierra extraña es su patria; y toda patria les resulta extraña” (V, 5). En la Edad Media, cuando Santo Tomás de Aquino se refiere a la patria –así, a secas- está hablando del cielo, en contraposición a la via, el camino, con que se refiere a esta vida.

Se podrá pensar que todo esto se refiere a problemas del pasado, distintos de los de hoy en día. Es verdad, pero sólo en parte y, en cualquier caso, sirve para distinguir unos principios que es necesario tener en cuenta para enfocar las cuestiones actuales con una mentalidad cristiana.

Los problemas más serios llegaron con el inicio de la Edad Moderna. Un factor de primer orden en la expansión y consolidación del protestantismo fue el afán de los soberanos de crear unas naciones homogéneas e independientes en todos los sentidos, incluido el religioso, lo que dio origen al establecimiento de iglesias nacionales; la Inglaterra de Enrique VIII es el ejemplo mejor conocido, pero no el único. Más tarde, en el siglo XIX, los principales nacionalismos emergentes, el alemán y el italiano, fueron hostiles a la Iglesia. En el siglo XX, lo fue también la funesta mezcla de socialismo y nacionalismo exacerbado que dio lugar a los nazis (mezcla que conviene no olvidar), pero a la vez ha habido nacionalismos que han contribuido a preservar la fe en momentos muy difíciles, como el polaco y el lituano. Éstos no han estado exentos de algunas expresiones exaltadas inconvenientes, pero en conjunto han sido más bien positivos. Por último, los recientes acontecimientos de los Balcanes, en el territorio de la antigua Yugoslavia, han puesto de manifiesto una vez más en qué barbaridades puede desembocar un nacionalismo sin freno. Todo este panorama pone de manifiesto que, si bien proporciona indicios de que puede existir un nacionalismo dentro de unos límites razonables, nos hallamos ante un fenómeno peligroso, que con facilidad puede desembocar en particularismos exacerbados que rechazan o tienden a rechazar todo lo que no es propiamente suyo. Y entre esto último está siempre la Iglesia Católica, precisamente por ser católica, universal, no sujeta ni circunscrita a una nación determinada. De ahí que tiendan bien a rechazarla, bien a desfigurarla convirtiéndola en una iglesia nacional.

La cuestión principal consiste, por tanto, en determinar qué es razonable y qué no en esta actitud de exaltación nacional llamada “nacionalismo”. O, si se prefiere, cuando repetidas veces el Papa ha rechazado el “nacionalismo extremista” y el reciente documento de los obispos españoles hace lo mismo con el “nacionalismo totalitario”, hay que intentar delimitar la línea a partir de la cual empieza lo extremista o lo totalitario.

El mencionado documento del episcopado español tiene por objeto el terrorismo, pero, aunque afirme que “no pretende ofrecer un juicio de valor sobre el nacionalismo en general” (n. 26), lo cierto es que posiblemente los párrafos más interesantes son los dedicados al mismo. Entre ellos destaca el criterio de legitimidad que da: la opción nacionalista, “para ser legítima debe mantenerse en los límites de la moral y de la justicia, y debe evitar un doble peligro: el primero, considerarse a sí misma como la única forma coherente de proponer el amor a la nación; el segundo, defender los propios valores nacionales excluyendo y menospreciando los de otras realidades nacionales o estatales” (n. 31). Se sale así al paso de un equívoco bastante difundido en la actualidad, que utiliza como criterio moral el de la violencia: admisible si no predica o favorece la violencia, inadmisible en caso contrario. Y no es la violencia el criterio: es la justicia.

Cada nacionalismo es peculiar, pero a la vez suele haber unas señas de identidad comunes. Con cierta frecuencia, surge ante una situación injusta, o al menos que se piensa como injusta. Alrededor de esa situación se va creando un ideal de nación independiente –en un sentido amplio: soberanía si no se tiene, soberanía plena si se piensa que la que se tiene está limitada desde fuera-. Ese ideal va acaparando las aspiraciones políticas, de forma que se convierte prácticamente en el único objetivo: todo lo demás se resolverá una vez alcanzado. Antes de alcanzar el poder, se busca aglutinar a todos los que comparten el ideal en la idea de conquistarlo, siendo por el momento secundarias cuestiones tan importantes como la política social de la futura nación soberana emergente. Si se logra conseguir el poder, entonces la tarea fundamental es la implantación del ideal, afianzar la nueva entidad dándole una cohesión todo lo homogénea que se pueda.

En realidad, las dos posibles situaciones –nacionalismo con poder o sin él-, dan lugar a problemas distintos, aunque conectados entre sí y con posibilidad de cierta mezcla. Sin el poder, la tentación es la de la violencia (aquí se emplea el término en el sentido físico), casi siempre con dos excusas: la represión sufrida, y el que no quede otra salida para conseguir la meta. Esta violencia, más pronto o más tarde, degenera en terrorismo, o al menos tiende a ello. La justificación que se le da viene a querer decir que es la guerra de los pobres, de quienes no tienen otros medios a su alcance. Es injustificable, pero no debe olvidarse que, bastante antes de llegar a ese extremo, ya había quedado en la cuneta el principio moral elemental según el cual el fin no justifica los medios.

En el poder, la cuestión gira alrededor de la proporción de población que no comparte el ideal nacionalista. Cuando es mínima, como en Polonia o Eslovenia, no hay grandes problemas. Pero no siempre es así: por mencionar dos países vecinos de los anteriores, en Lituania hay una fuerte minoría rusa, y en Bosnia… Aquí lo que se presenta como tentador para la joven nación independiente es imponer lo que piensa que son los rasgos culturales de la nación a todos. Lo habitual es no querer de entrada utilizar la violencia, sino la presión social, que se hace progresivamente más fuerte conforme más resistencia encuentra. En el peor de los casos, el grupo no integrado se siente oprimido, con lo que puede generar una reacción de signo contrario; si llega a emplear medios violentos, proporciona la excusa para responder con contundencia e incluso con medidas de violencia generalizadas.

¿Dónde se sitúa aquí el límite que no se debe traspasar? Pues sencillamente en la adopción de la primera medida en favor de esa pretendida construcción nacional que se sabe injusta –lesiva de derechos- para con individuos concretos. A partir de ese momento, se da paso a una espiral de injusticias difícil de parar. Si algún gobernante quiere limitarlas, se verá arrastrado por una corriente que ha contribuido a crear, y probablemente si no se deja llevar por ella se verá sustituido por otros sin tantos escrúpulos. Hay unos derechos subjetivos y un ámbito personal de libertad que es injusto lesionar aunque se haga en nombre del bien común, que aquí se transforma en “bien nacional”. En una palabra, la barrera moral se traspasa en el momento en que se acepta una discriminación injusta, por pequeña que sea o que parezca.

No es muy difícil, con una cabeza fría, llegar a esta conclusión. Pero el problema radica en que el nacionalismo suele tener una mayor carga emotiva que racional. No en vano su mayor impulso contemporáneo se lo proporcionó el romanticismo. Ese clima emocional, dado a la exaltación, propicia que se idealice la nación y se sueñe con una especie de Arcadia nacional que viene a coincidir con un paraíso nacionalista. Lo cual tarde o temprano acaba por chocar con la realidad. Y ésta incluye el hecho de que hay gente ajena a ese sueño. Para conseguir ese mundo feliz resulta que sobra gente. Gente que echa a perder el sueño. Quien se aferre a él, enseguida concluirá que esa gente debe acoplarse o irse. Si no puede o no quiere lo primero, que se vaya. Pero resulta que tampoco suele querer irse, de modo que ese “irse” se transforma en ser expulsado. Es la odiosa “limpieza étnica” (que no siempre, ni mucho menos, es propiamente étnica). Como no se desea llegar a ese extremo por la vía directa, o trae malas consecuencias en el ámbito internacional, el medio es una presión social discriminatoria que invite a marcharse a los indeseados. No hay expulsión, sencillamente se les va dejando sin sitio en la sociedad, con el mensaje implícito –a veces explícito- de que no se les quiere; al menos, no se les quiere “así”. Y el gran peligro que tiene el nacionalismo es que genera un clima de exaltación colectiva –mejor dicho, victimismo si no consigue la meta, exaltación si la logra- en el que sus exponentes se van deslizando poco a poco hasta dejarse absorber por el ideal, de forma que casi no perciben el momento en que han podido traspasar esa barrera ética que les sitúa dentro de lo injusto, aunque no carezcan de sensibilidad para rechazar lo propiamente violento.

¿Es pues aceptable un nacionalismo moderado que sea admisible para un cristiano? Por supuesto que sí, pero sin que en ningún caso signifique que sea “moderadamente injusto”. Lo aceptable pasa por la ordenación al bien común, y por entender éste como algo al servicio de las personas, en vez de entenderlo como el bien de una colectividad abstracta –y en este caso parcial- sin referencia al individuo, una encarnación ideal –por no decir idealista- de un pueblo constituido en ara donde se acaba sacrificando todo para alimentarla.

Se llega por este camino a identificar lo que para un cristiano constituye el principal antídoto contra el veneno de cualquier tipo de exaltación colectiva absolutista, de cualquier emocionalismo desmesurado, de cualquier justificación de un orden social injusto. Consiste en que no cree en utopías. No existe espacio, en la fe católica, para el fetiche de un paraíso en este mundo, sea comunista, sea nacionalista o sea del tipo que sea. La sociedad perfecta no se puede conseguir en este mundo: tiene que esperar a la vida eterna. Por eso la principal ciudadanía a la que aspira el cristiano es la celeste, y su patria definitiva está en el más allá. Por supuesto, esto no significa que renuncie a aspirar a una sociedad más justa y contribuya a ello. Sí que significa, en cambio, que al no poder conseguirse una sociedad terrena perfecta o ideal, no puede poder tomarla como un fin último ni como un absoluto. Si lo hace, ese paraíso terrenal sustituirá al cielo, y su consecución requerirá una fe y una esperanza incondicionales, logradas sólo a costa de la fe y esperanza teologales. Y la caridad queda sustituida por la dedicación sin reservas a la causa terrena. En resumidas cuentas, si se coloca a la nación como un absoluto, ocupa el lugar de Dios. Ya se vio que sucedía en el comunismo, convertido en una pseudo-religión, y ocurre también con el nacionalismo extremista. De hecho, este tipo de nacionalismo ha sido el refugio de muchos comunistas tras la caída del telón de acero en Europa oriental y el desplome de su ideología.

Con el nacionalismo, como con otras posturas, hay que tener siempre presentes los principios fundamentales para, llegado el caso, mirarse en ellos y saber dónde se está. Así se evita perderse en una maraña de matices políticos, y que un clima político más o menos exaltado y más o menos enfrentado con otras posturas acabe siendo un campo de arenas movedizas por el que uno puede hundirse, perdiendo de vista poco a poco lo que lleva consigo la fe cristiana en todos los ámbitos, incluido el de la política.

Enrique Monasterio, “Música en la niebla”, MC, II.99

Regresaba a Madrid envuelto en una niebla cada vez más espesa. A medida que transcurrían los kilómetros, el cansancio y el miedo me hacían reducir la velocidad. Heinz Kloster, a mi derecha, encendió la radio. Cantaba una chica de voz adolescente entre espasmos y susurros. La música era mediocre, pero la intérprete tenía una virtud: vocalizaba bien y se le entendía todo. Mejor hubiese sido no entenderla, ya que jamás hasta entonces (subráyese jamás) había oído tal cantidad de procacidades, irreverencias y salvajadas pornofónicas en tan breve espacio de tiempo. Uno ya está habituado al hedor del lenguaje de las alcantarillas. Sin embargo aquello superaba cualquier marca conocida.

Traté de apagar la radio, pero Kloster me lo impidió. Se conoce que quería tragarse el bodrio por completo. Al terminar rezamos el rosario. Luego, en otra emisora, sonaron los primeros acordes de una sonata de Mozart. Antes de hablar, mi amigo hizo una larga pausa: —Dicen los expertos que la música nació en el Paraíso tres días antes del penoso incidente de la manzana. Eva dormitaba a la sombra de un ciruelo cuando se vio sorprendida por el trino del ruiseñor, que, como sabes, es el único pájaro que improvisa cuando canta. Entonces —por amor a la belleza— trató de imitar al ave con un silbido… —¿Y…? —No le salió gran cosa: apenas un prrrui, pi, pi, purrup. Pero ella y su esposo comprendieron que acababan de crear un nuevo y misterioso idioma; un lenguaje capaz de alborotar o de sosegar los sentidos, el corazón y la inteligencia, sin necesidad de palabras ni de traductores… Aquello —era evidente— sólo podía venir de Yavé.

En el coche se hizo un silencio denso como la niebla que nos rodeaba. Al fin, Kloster prosiguió: —Luego nacieron los instrumentos: los de viento se inspiraron en el canto de la brisa cuando peina las ramas de los pinos. Los timbales copiaron al trueno, y los tambores, al martilleo del pájaro carpintero… El golpear de la lluvia sobre el agua creó el arpa. Luego llegó el violín, la guitarra… Y así sucesivamente.

Un día la poesía y la música se encontraron; comprendieron que habían nacido la una para la otra, y se unieron en un feliz y fecundo matrimonio. La música parecía capaz de transfigurar las palabras, de dotarlas de fuerza y color completamente nuevos. Las palabras, por su parte, prestaban racionalidad a la música, le daban sentido. Y la unión fue tan perfecta que nadie se atrevió a enfrentarlas: bastaba que el poema —lírico o épico, infantil o adulto— fuese digno de la melodía, y que la música no envileciera las palabras.

—Pero, ahora… —Ahora me temo que asistimos a la apoteosis de la música como envoltorio. Alguien descubrió un mal año que la fuerza de una melodía no sólo podía emplearse para crear belleza o para comunicar sentimientos nobles y elevados —para cantar a Dios, al amor o a la persona amada—; también era útil para transmitir todo tipo de mensajes: para destruir, para corromper conciencias, para vender detergentes, para llamar a la guerra o al odio, para mentir o para escupir sandeces y guarradas.

—¿No exageras un poco? Kloster pareció no oírme.

—Un día, en la tele, trataron de vendernos el AVE (me refiero al tren) con el Ave María de Schubert. Hubo varios terremotos: era el genial compositor que se revolvía en su tumba. Me quejé amargamente; pero un experto en publicidad me dijo que habían puesto esa melodía porque Schubert ya no cobra derechos de emisión.

Mi amigo hizo un gesto como para quitar hierro a sus palabras.

—Tienes razón: exagero; pero aquí está la raíz del problema. Hemos descubierto que la música vale como embalaje de cualquier cosa. Todo, hasta lo más cutre, parece maquillarse cuando se envuelve en el prestigioso celofán de una melodía, aunque sea elemental y embrutecedora. Lo malo es que, como el contagio es mutuo, las palabras también envilecen a la música. ¿Crees que esa pobre chica que cantaba antes es tan puerca como parece? Desde luego que no. Si tuviese que decir a palo seco la mitad de lo que ha dicho cantando, se pondría morada de vergüenza y sus padres la mandarían a la cama sin cenar. Pero la música todo lo justifica. Seguro que tus alumnas de tercero de bup, de las que tanto presumes, mueven el esqueleto con ese bodrio.

—¿Mis alumnas…? ¡Estás loco! Se había disipado la niebla y el coche volaba camino de casa. Kloster guardaba silencio. No sé si dormía o se había disuelto con la bruma.