César Vidal, “¿Quién creó el eurocomunismo?”, La libertad digital, 19.V.2002

Durante los años setenta el panorama político europeo se vio sacudido por la aparición de un fenómeno conocido como eurocomunismo. Propugnado por Enrique Berlinguer, secretario general del PCI, inmediatamente fue asumido por el PCE dirigido a la sazón por Santiago Carrillo y el PCF de Georges Marchais.

Supuestamente, el eurocomunismo era una nueva clase de comunismo que aceptaba las reglas del juego, que se mantenía distanciado y crítico respecto de la URSS y que pretendía avanzar hacia el socialismo de manera pacífica y escrupulosamente democrática. Pero, en realidad, ¿quién creó el eurocomunismo? Durante los años setenta del siglo pasado Enrico Berlinguer fue contemplado como un referente obligado de las izquierdas europeas. Fundador de una corriente que se presentaba como renovadora en el seno de los partidos comunistas el denominado eurocomunismo, formalmente abogaba por el mantenimiento de las libertades democráticas e incluso por la permanencia de Italia en la NATO. Berlinguer había nacido en 1922 y, de manera que encontraba paralelos en otros dirigentes de partidos comunistas mediterráneos, pertenecía a una familia noble de Sassari, Cerdeña. Durante su juventud fue seguidor de Palmiro Togliatti, uno de los fundadores del PCI e importante funcionario de la Komintern. Togliatti había desempeñado entre otras misiones la de controlar a las Brigadas internacionales en España y contaba no sólo con una enorme experiencia en tareas propagandísticas y represivas sino también con unas excelentes relaciones con Stalin. Bajo su sombra mentora, Berlinguer se afilió al PCI en 1944 y comenzó a dar sus primeros pasos en política.

La intervención aliada impidió que en la inmediata posguerra los partidos comunistas llevaran a cabo golpes de estado en Francia e Italia similares a los ejecutados en las naciones del este de Europa. Con todo, el peso de los PCs continuó siendo muy considerable en los dos países citados. Siempre al amparo de la vieja guardia stalinista, Berlinguer fue desempeñando durante los años cincuenta distintos puestos de importancia hasta que en 1969 fue elegido vicesecretario general del PCI con Luigi Longo. Tres años después sucedió a Longo como secretario general e inició una nueva estrategia que recibió el nombre de eurocomunismo. La misma fue aceptada prontamente tanto por el clandestino PCE de Santiago Carrillo que llegaría a escribir un libro titulado Eurocomunismo y estado explicando la aplicación práctica de la teoría como por el PCF de Georges Marchais, a la sazón el partido de izquierdas más importante de Francia.

El eurocomunismo resultó extraordinariamente sugestivo porque se despojaba del lenguaje leninista siquiera en parte e incluso pretendía mantener una notable distancia de la política soviética. Por ejemplo, en marzo de 1975, en el curso de un abortado golpe de estado de la derecha en Portugal, Berlinguer se permitió criticar públicamente al partido comunista portugués por estar demasiado inclinado hacia las posiciones de la URSS. En 1976, fue más lejos incluso al señalar que Italia debía permanecer en la NATO ya que ésta garantizaba el “socialismo en libertad, el socialismo de una clase pluralista”.

Este enfoque indiscutiblemente hábil no tardó en rendir dividendos a un PCI que había logrado polarizar a la sociedad italiana en torno a una Democracia cristiana cada vez más corrompida y un hegemónico partido comunista que había aniquilado prácticamente al socialista. En 1979, Berlinguer fue elegido miembro del parlamento europeo en una época en que, por primera vez en la historia, un partido comunista se colocaba a la cabeza de las demás fuerzas políticas y parecía a punto de llegar al poder de forma democrática. Cinco años después el 11 de junio de 1984 se produjo el mayor éxito de Berlinguer al ser el PCI el partido más votado en Italia durante los comicios europeos. Si no llegó a disfrutar de esta victoria se debió al hecho de que había muerto seis días antes.

Todos estos acontecimientos tenían paralelos bien diversos en otros países. Mientras el PCF mantenía en buena medida su peso político y formaba parte de los gabinetes socialistas, el PCE entraba en una crisis de la que nunca emergería. En los tres casos, al fin y a la postre, se produjo un verdadero seísmo cuando menos de una década antes del final del siglo XX tuvo lugar el colapso de la URSS. A cierta distancia ya de los tiempos dorados del eurocomunismo cabe preguntarse por su verdadera naturaleza y, sobre todo, por su auténtico origen. ¿Se trató realmente de un movimiento de renovación política que pretendía democratizar a los partidos comunistas? Ciertamente así lo creyeron centenares de miles quizá incluso millones de militantes y votantes. La realidad histórica, sin embargo, fue muy distinta.

Recientes revelaciones de antiguos agentes soviéticos obligan a pensar que simplemente se trató de una estrategia encaminada a la conquista del poder en sistemas democráticos y cuyos dirigentes nunca creyeron de corazón en la aceptación de la democracia occidental más allá de algunos gestos formales. Anatoly Golitsyn, antiguo oficial de Estado mayor del KGB, ha señalado así que en todo momento la relación entre los impulsores del eurocomunismo y Moscú fue muy estrecha y que sólo se utilizaba la nueva doctrina política como una manera de allanar el camino al poder acallando los temores del electorado más moderado. Golitsyn subrayó asimismo que, en el caso del PCE por ejemplo, se acentuó más todavía la fachada de moderación precisamente para intentar borrar el recuerdo del papel acentuadamente represor de este partido durante la guerra civil española, un papel ejercido sobre poblaciones civiles como fue el caso de las matanzas de Paracuellos e incluso sobre fuerzas de izquierdas como el marxista POUM o la anarquista CNT. Con todo, la distancia que separaba al PCE de la llegada al poder permitió utilizarlo en la campaña anti-NATO de una manera que hubiera resultado impensable como así se vio en el caso del PCI que, en apariencia, podía alcanzar el gobierno con relativa facilidad.

El testimonio de Golitsyn sería confirmado por Dorofeyev, uno de los principales expertos soviéticos en asuntos italianos. Comentando las conocidas afirmaciones de Berlinguer sobre el “socialismo en libertad”, Dorofeyev insistió en que la palabra “libertad” no era interpretada de la misma manera por el PCI que por sus posibles aliados y que, por lo tanto, no debía creerse que iban a producirse cambios en los objetivos finales de los distintos partidos comunistas. Éstos, en todos los casos, seguirían una estrategia leninista, algo que no quedaba desmentido por el hecho de que no se hiciera referencia a la “dictadura del proletariado” ya que el mismo partido comunista de la URSS la había eliminado en su programa de 1961.

A juzgar por la propia documentación soviética, el eurocomunismo no fue una creación brillante y lúcida de Berlinguer sino un producto cocinado en los despachos del KGB. No es amigo el autor de estas líneas de adentrarse en el tortuoso terreno de las ucronías pero lo cierto es que, a juzgar por estas informaciones, si los eurocomunistas hubieran accedido al poder, el resultado no habría sido la consagración de la democracia sino la búsqueda de su transformación en un régimen similar a las dictaduras del este de Europa.

José Antonio Marina , “Estamos de vacaciones”, 10.VIII.00

Vacaciones significa tiempo ocioso. Es decir, tiempo de descanso. A los lectores jóvenes de esta sección les sorprenderá saber que las vacaciones pagadas son un hecho muy reciente. Hace poco más de cincuenta años que aparecieron en Europa. Hasta ese momento el salario estaba relacionado con el trabajo. Si se trabaja, se cobra. Si no, no. Cuando se empezó a hablar del tema, se alzaron muchas voces diciendo “es imposible”.

Lo mismo ha sucedido miles de veces a lo largo de la historia. Se dijo que era imposible prescindir de los esclavos, que era imposible educar a los indios de América, que todos los niños fueran a la escuela, o que todos los ciudadanos tuvieran asistencia médica gratuita. Y, mejor o peor, lo hemos conseguido.

Durante muchos siglos se pensó que las mujeres no podían vivir por sí mismas, sin la dirección y el mando de un hombre. Por eso pasaban de la tutela del padre a la del marido.

En España, hasta 1969, la mujer necesitaba permiso de su marido para trabajar, cobrar su salario, abrir cuentas corrientes, sacar pasaporte o carnet de conducir, y estaba obligada a seguir al marido dondequiera que éste fijase su residencia. No tenía patria potestad sobre sus hijos hasta que muriese el padre e incluso, hasta el año 1970, él podía darlos en adopción sin consentimiento de la madre. Parecía imposible cambiar una situación así, pero afortunadamente ha cambiado.

Me gustaría hacer una historia de los imposibles realizados. Es decir, de todas aquellas cosas que se consideraron fuera de nuestro alcance, y que, sin embargo, hemos conseguido. Os agradeceré que me mandéis toda la información que tengáis.

¿Por qué me interesa esa historia? Para pagar una deuda y para sacar una enseñanza.

Tenemos una deuda de gratitud pendiente con todos aquellos que creyeron en lo imposible y se esforzaron por conseguirlo. Fueron unos utópicos sensatísimos. Gracias a su tesón vivimos como vivimos.

Tenemos que sacar también una enseñanza: escepticismo ante los agoreros, y confianza en nuestra capacidad para realizar lo que les parece irrealizable.

Vuelve a oírse con frecuencia la palabra “imposible”. No vamos a poder mantener el estado del bienestar. Es imposible mantener el régimen de pensiones. Se acabó el tiempo del trabajo estable. Siempre habrá pobres entre nosotros. No podemos resolver el problema de la emigración.

¿Es todo esto verdad o es la eterna canción cantada una vez más? Se pensó que los tiempos del pleno empleo habían desaparecido, y las estadísticas nos dicen que está a punto de conseguirse. La Seguridad Social española puede terminar el año con superávit. Se está dando un crecimiento económico sostenido sin inflación, lo que parecía imposible a los economistas clásicos.

Hace unos días leí una estupenda entrevista con Pino Arlacchi, un hombre que, después de luchar contra la mafia junto a los jueces Falcone y Borsalino, lucha ahora contra las nuevas esclavitudes de la pobreza. “Hacerla desaparecer sigue siendo una utopía, dice, pero ahora sabemos que no es un imposible. Sabemos cuánto costaría”. Sólo nos falta una cosa: poner manos a la obra.

Rafael Navarro-Valls, “El retorno del matrimonio”, El Mundo, 4.XII.98

Ocho de cada 10 españoles (78%) opinan que el matrimonio es «una institución muy importante»; el 63% entiende «que es la mejor forma de convivencia». Según el censo de población, el 66% de los españoles mayores de 19 años están casados. Los datos son de la última encuesta hecha pública hace unos días por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Datos que coinciden en el tiempo con el «retorno» del matrimonio y la familia, también en la Europa dominada por la izquierda.

Abrió el fuego en Inglaterra la tercera vía de Blair. Su ministro de Interior puso sobre el tapete el informe Supporting Families. Conclusión: «El matrimonio es la mejor institución y el modelo más estable para educar a los hijos». Su tutela -siempre según el informe de Jack Straw -puede acabar con peligrosas enfermedades de la sociedad británica. En concreto, con la tasa de divorcios más alta de Europa (cuatro de cada 10 matrimonios); la elevada proporción de nacimientos fuera del matrimonio (el 34% en 1996); las deficiencias escolares de los hijos de familias monoparentales, y los índices de delincuencia y drogadicción, atribuidos indirectamente a los problemas familiares (siete de cada 10 parejas que se divorcian tienen hijos). Ya es sintomático que, desde estas mismas páginas, Anthony Giddens -el cerebro de Tony Blair- acabe de centrar en la familia buena parte de sus observaciones al programa social del nuevo laborismo británico.

Al viraje socialdemócrata británico se sumó Lionel Jospin en Francia. Desde el palacio Matignon -sede de la Conferencia sobre la Familia, convocada este verano por el propio Gobierno- el primer ministro dedicaba a la familia frases incendiarias, que harían enrojecer a los viejos socialistas. Para Jospin la familia «es un lugar privilegiado donde, naturalmente, el niño ha de encontrar sus puntos de referencia y descubrir los valores que forjarán su personalidad. Un lugar de aprendizaje de la solidaridad, de la ciudadanía y del respeto al otro». La defensa de la familia y el matrimonio no era un lapsus del primer ministro francés. Se apoyaba en un informe del propio Partido Socialista -«Por una política familiar de izquierda»- publicado unos días antes. Apartándose de la vieja visión que hacía de la familia «una cuestión privada perpetuadora de las ideas insolidarias de la derecha», el PSF comienza a conceptuarla como una forma de convivencia de la mayor importancia, «en la que se articulan los espacios privados y los públicos». La marcha atrás no se ha quedado en el marco de los principios. El Gobierno francés ya ha anunciado -entre otras medidas- que a partir de 1999, todas las familias de al menos dos hijos, cualquiera que sea su renta, recibirán de nuevo aquellos subsidios familiares que, en 1997, el mismo Gobierno reservó a las familias que no superaran cierto nivel de ingresos. Se rectificaba así el viejo criterio de la izquierda que justificaba los subsidios como un elemento de política social (tener menos renta) y no como un elemento de política familiar (tener hijos). En este contexto, no es de extrañar que la Ley de Parejas de hecho esté encontrando en el Parlamento francés más dificultades de las previstas. La declaración «en defensa del matrimonio republicano», firmada por 18.845 alcaldes franceses, muchos de ellos de izquierda, está haciendo mella en el Gobierno y en los mismos diputados socialistas, consciente de sus contradicciones en esta materia.

En realidad, tanto Blair como Jospin no hacen más que apuntarse a los guiños que, con su giro hacia el centro, les lanzaba Clinton desde el otro lado del Atlántico. Este no olvidaba los buenos dividendos electorales que, en plena campaña hacia su segundo mandato, le reportó la firma de la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act). Al reservar el término matrimonio solamente «a la unión legal entre un hombre y una mujer como marido o esposa», y el término cónyuge «a una persona del sexo contrario que es marido o esposa», frustraba las pretensiones de equiparar las uniones heterosexuales al matrimonio. Que esa posición la comparten la mayoría de norteamericanos, acaba de demostrarlo el resultado de los referendos populares que el pasado 3 de noviembre se realizaron en Alaska y Carolina del Sur acerca de esta misma cuestión.

Aunque con alguna lentitud, la onda también parece haberle llegado al candidato socialista a La Moncloa. Hace unas semanas Borrell afirmaba que «la sociedad española tiene la suerte de que la familia no ha desaparecido como núcleo básico de apoyo mutuo». Remachaba: «Y no debe desaparecer». Es cierto que adoptaba una plural visión de la familia, pero es evidente que estaba contemplando preferentemente la familia de base matrimonial, si se repara que de las 12 millones de uniones estables existentes en España, 11.850.000 son matrimoniales. Y cuando en Cataluña se regulan las parejas de hecho, se hace en una ley distinta a la que regula el Código de Familia, como queriendo subrayar que una cosa es la relación de hecho y otra la matrimonial.

Falta ahora que Schröeder saque consecuencias del informe presentado por su antecesor en la Conferencia de Ministros Europeos de Asuntos Familiares. La conclusión era: «El matrimonio está considerado hoy en Alemania mejor que en la década de los 80». En concreto, el 86% de los alemanes entre 18 y 52 años están de acuerdo en que «el matrimonio es sinónimo de seguridad y estabilidad».

¿Cuál es la causa de este acercamiento al matrimonio y a la familia, también desde posiciones políticas que tradicionalmente les eran hostiles? Tal vez radique en que, desde instancias sociológicas serias, viene alertándose de que el creciente «malestar en el estado del bienestar» trae su origen, en buena parte, en problemas cuyo foco radica en la desatención a la familia. Y lo más sorprendente es que este retorno del matrimonio se está produciendo con casi todo en contra: la legislación, los modelos sociales, los media, lo políticamente correcto… y hasta el consejo de los asesores fiscales. Aunque desde posiciones elitistas se hable del matrimonio como «una discutible muestra de triunfalismo heterosexual», la realidad es que comienza a cundir entre el ciudadano medio (que es quien decide las elecciones) un cierto cansancio a que desde instancias minoritarias se adelanten modelos familiares en los que la mayoría no se reconoce o considera residuales. Probablemente el giro hacia el centro pase por una política inteligente de apoyo a la familia, en especial de base matrimonial. La izquierda europea -en medio de sus contradicciones en el tema- comienza a darse cuenta. La cuestión es si el centro-derecha se dejará arrebatar esta baza política. De momento parece tener buenos reflejos, si estamos a las medidas de choque que, para junio de 1999, acaba de anunciar Aznar con su Plan de Apoyo Integral a la Familia.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El chantaje de la duda”, El Mundo, 17.X.98

Cuando Lech Walesa terminó su discurso en el aula magna de la Universidad de Lublin, aplaudí por cortesía. En realidad, estuve distraído durante la intervención del presidente polaco. Mientras hablaba, recordé que, desde 1954, el profesor Karol Wojtyla había impartido clases de Etica en esa misma Universidad y, probablemente, en esa misma aula. Al concluir el acto, quise cerciorarme de si efectivamente -como había leído en algún sitio- el ambiente intelectual de los años 50 estuvo marcado en los claustros de Lublin por la insistencia en los derechos humanos y las relaciones entre fe y razón. Al salir, un colega polaco, asistente a la misma reunión científica, me lo confirmó.

La última encíclica de Juan Pablo II (Fides et Ratio), cuya publicación coincide con el XX aniversario de su elección, demuestra que las preocupaciones académicas del entonces profesor de Lublin siguen influyendo en las convicciones del Papa de hoy. Si La Repubblica lo ha denominado «portavoz planetario de los derechos humanos», Fides et Ratio es una llamada a liberar el entendimiento de las imágenes que lo idiotizan. El siglo XX ha convertido al sujeto racional en sujeto económico. La encíclica del Papa polaco intenta para el XXI recuperar la visión del hombre como sujeto pensante y moral. Frente al intento de ensalzar la debilidad de la razón, Juan Pablo II defiende su grandeza. Y lo hace con audacia. Incluso apoyando alguna de sus argumentaciones en citas de Galileo Galilei, la bestia negra de los pulsilánimes.

El relativismo está lanzando su larga sombra también sobre los derechos humanos. No hace mucho Le Monde se lo recordaba a Chirac cuando adoptaba, ante la visita de Li Peng a Francia, un cierto «relativismo cultural» en el respeto a los derechos humanos en China. El rotativo francés le advertía que, en esta materia, ni hay relativismo cultural ni cabe la transigencia: «La tortura sigue siendo tortura», sea cual sea la forma histórica o geográfica que adopte. Juan Pablo II entiende en Fides et Ratio que tampoco es intolerancia defender -frente al relativismo- la posibilidad de la razón de llegar a verdades absolutas.

El objetivo de Fides et Ratio es devolver al hombre de hoy la esperanza en la posibilidad de encontrar una respuesta segura a sus grandes inquietudes («¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué sentido tiene la presencia del mal, del sufrimiento, de la muerte?»). En medio de esas interrogantes, la fuerza para continuar su camino hacia la verdad radica, para Juan Pablo II, en la certeza «de que Dios lo ha creado como un explorador, cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda». Lo que hace el Papa es intentar recomponer los componentes de la religión, después de su «estallido al entrar en la modernidad» (A. Touraine). De ahí que, en realidad, Fides et Ratio no plantea tanto un problema de santidad cuanto de sensatez, saliendo al paso de esa forma de cinismo que intenta convencernos de que, como se ha dicho, cualquier creencia lleva en sí las raíces del fanatismo.

Tiene razón el cardenal Ratzinger cuando al presentar ayer la encíclica destacaba su actualidad. Precisamente porque demuestra que la fe no es una amenaza ni para la razón ni para la libertad.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Tambores de guerra”, El Mundo, 5.II.98

La incesante actividad de la secretaria norteamericana de Estado, un 77% de americanos a favor de una acción militar contra Irak, y la necesidad de un definitivo asentamiento de Clinton, hacen resonar cada vez más cerca los tambores de guerra. En medio de este frenesí bélico, una de las voces más sensatas que se han dejado oír ha sido la del ministro francés Jean-Pierre Chevènement. Para él, la estrategia norteamericana es fruto de una «imbécil diabolización», iniciada hace siete años.

Efectivamente, la Guerra del Golfo alcanzó por entonces cotas de inaudita publicidad. Aquello fue una especie de matanza bajo los focos. Un espectáculo de luz y color, filmado desde todos los ángulos.

Pocos saben, sin embargo, que, antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobase la intervención militar, el testimonio televisado que conmovió las conciencias americanas (una joven madre contando las atrocidades iraquíes y describiendo la destrucción de incubadoras, con el resultado de bebés agonizando por los suelos), fue trucado por una de las principales agencias de comunicación estadounidenses.

Quien pagó fue Kuwait. Objetivo: encender a la opinión pública americana contra el monstruo iraquí.

La joven testigo era la propia hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos, que interpretó con talento su papel ante las cámaras. El Congreso, dudoso hasta entonces de la necesidad de una intervención bélica, finalmente, lamentando «la sangre de los inocentes», aprobó por una mayoría de cinco votos la operación Tormenta del Desierto.

Pocas voces se elevaron entonces contra la guerra. En España EL MUNDO, a través de una serie de inteligentes editoriales, se opuso a la intervención americana, distinguiendo lo que es guerra «legítima» de guerra «conveniente» o «imprescindible». Lo cual sólo sucede cuando las demás vías de solución del problema han sido agotadas.

Que la guerra no es la solución para casi nada la han visto clara, con el paso de los años, buena parte de sus protagonistas. Para De Gaulle, en la II Guerra Mundial, «todas las naciones de Europa perdieron y dos fueron derrotadas». Para Wilson, el objetivo de la I Guerra Mundial fue erradicar los absolutismos. Pero lo que en realidad engendró Versalles fueron las dictaduras de Hitler, Mussolini y Stalin. Las dos guerras mundiales ciertamente terminaron con las monarquías absolutas y con el colonialismo, pero no lograron extender la democracia en el mundo.

La verdad es que hasta 1989 sólo el 15% de la población mundial vivía bajo regímenes democráticos estables. Y cuando Truman se planteó un plan de recuperación económica para Europa, sus asesores económicos fijaron la suma de 17.000 millones de dólares. Al principio se asombró de la suma fabulosa que implicaba. Con tacto, le recordaron que comparada con el coste de la II Guerra Mundial era pequeña: sólo el 6% del capital que gastó Estados Unidos en derrotar al Eje bastaría para el restablecimiento de un nivel de vida decente en Europa. Algo similar podría decirse respecto a los gastos militares de la Guerra del Golfo.

Ciertamente la Historia humana, si estamos de acuerdo con Gibbon, es «una suma de crímenes, locuras y desdichas», pero probablemente ninguna supere a la guerra misma.

El siglo XX ha sido el más brutalmente cruento de la Humanidad. Cálculos fiables cifran en unos 125 millones el número de muertos en 135 guerras; dos de ellas mundiales. La suma supera al total de víctimas habidas en todas las contiendas bélicas hasta principios del siglo que ahora declina. Parece como si un refinado activismo humano hubiera desencadenado implacables resultados inhumanos.

Sadam Husein es, sin duda, un dictador sin escrúpulos. Pero el pueblo iraquí no. Una reedición de la Guerra del Golfo sumaría más cadáveres al millón de muertos que ha causado el embargo salvaje decretado hace años.

Tiene razón el ministro francés cuando observa que la amenaza militar alimentará las brasas del integrismo. Irán -el viejo enemigo de Irak- se ha apresurado a solidarizarse con Sadam Husein: el fundamentalismo vuelve por sus fueros. ¿Una guerra imprescindible? Aún no.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Matrimonios a la carta”, El Mundo, 27.IX.97

Acaba de entrar en vigor el sistema de matrimonio a la carta, que hace unas semanas aprobó el Congreso del Estado de Luisiana. La ley americana permite elegir, antes de casarse, entre el matrimonio estándar, que admite el divorcio a petición, y un matrimonio-pactado. En este segundo caso, las parejas deben realizar una seria deliberación antes de contraer matrimonio, y ser plenamente conscientes de las características de la unión pactada que contraen. Además, por escrito, acuerdan intentar resolver los potenciales conflictos matrimoniales con ayuda de consejeros, y divorciarse sólo tras dos años de separación (en vez de los seis meses del matrimonio común), o bajo una limitada serie de circunstancias como el adulterio, malos tratos, sanción penal con cárcel o abandono del hogar. Como los ya unidos en matrimonio no tuvieron la posibilidad de elegir este matrimonio blindado, la nueva ley prevé que los casados antes de la fecha de su entrada en vigor, si lo desean, pueden acogerse a esta modalidad matrimonial (New Louisiana Covenant Marriage Law), haciendo la correspondiente declaración.

Probablemente, en la elección de este modelo legal, han influido recientes estudios norteamericanos que muestran que alrededor del 20% de las personas que reciben asesoramiento prematrimonial deciden no casarse, con lo que quizás se ahorran un mal matrimonio y un confuso divorcio. Al tiempo, se ha demostrado que son más sólidos los matrimonios precedidos de una seria deliberación y consejo. La nueva fórmula de Luisiana supone un giro legal de 180 grados. Hasta ahora, el Derecho europeo y norteamericano parecía entender que quienes por sus convicciones -religiosas o no- se ligaran jurídicamente (no simplemente en el plano de una idea moral, sino de una realidad legal) incurrirían en un error, frente al cual -por su falta de previsión- han de ser defendidos. Pero esta visión paternalista, comienza a ponerse en cuestión. Para los defensores del matrimonio opcional, la creación de un vínculo electivo y más sólido, sería una fuente de incentivos para que cada persona pondere con atención su decisión inicial de contraer matrimonio. Además, sería un estímulo para que los contrayentes realicen el máximo esfuerzo para lograr que su matrimonio funcione. Esta estrategia, que maximiza la probabilidad de éxito en el matrimonio, suele ilustrarse con la imagen clásica del pasaje griego de Ulises y las sirenas. Ulises conocía los riesgos de naufragio que podría sufrir si su tripulación se dejaba seducir por los cantos de las sirenas. Por eso optó por taponar los oídos de sus marineros. Ulises, sin embargo, manteniendo expedita la audición, ad cautelam, se ligó al mástil del barco. Del mismo modo, a sabiendas de que la llamada de las sirenas es algo que no siempre todos pueden resistirse a escuchar, el Derecho puede optar por establecer modalidades jurídicas que prevengan la posibilidad de consecuencias negativas. Es decir, estas personas eligirían libremente no tanto comprometerse con su cónyuge, cuanto atarse o vincularse a sí mismos lo más sólidamente posible con su cónyuge. ¿Por qué impedirles esta estrategia? La idea no es descabellada, sobre todo si se piensa que las legislaciones modernas -en otras esferas distintas al matrimonio- suelen ser contrarias al paternalismo. En esos sectores la argumentación es clara: «Debe dejarse libertad total a las personas a la hora de hacer sus elecciones». Si las consecuencias no son estrictamente positivas, será lamentable, pero esto no es decisivo -se afirma- para abandonar esa política y prohibir esas elecciones. Lo que es paternalista sería justamente la negativa legal a tolerar matrimonios jurídicamente estables.

Estas libres limitaciones al divorcio y la posibilidad de que la voluntad humana asuma una concepción jurídica y no sólo moralmente cercana a la indisolubilidad, no parece lesiva del juego de la libertad en el seno del matrimonio. En Europa, por ejemplo, el Tribunal de Derechos Humanos, en el caso Johnston, ha declarado no contraria a la Convención de Roma las legislaciones que mantengan el matrimonio como indisoluble o establezcan restricciones al divorcio. Si la propia ley civil puede establecerlo en todo caso, es evidente que la voluntad humana puede autodeterminarse caso a caso. Es decir, limitar los márgenes de autonomía en un contexto de divorcio al vapor o sin restricciones. Sobre todo si se piensa que en el Derecho moderno -por lo menos en vía de principio- se parte de la permanencia del vínculo matrimonial, para luego aceptar, en los casos establecidos por la ley, que las partes puedan disolverlo. De ahí que las limitaciones al divorcio no aparecen en el Derecho como limitaciones a la voluntad de las partes, sino como posibilidades que la ley abre a la voluntad de las partes.

En realidad, la fórmula matrimonial de Luisiana se alinea con la tendencia del Derecho de la familia de acuñar nuevas soluciones jurídicas a las continuas demandas sociales. Si, por ejemplo, el Derecho matrimonial tiende a reconocer la fórmula del divorcio por mutuo consentimiento, es lógico que, a través de pactos jurídicamente operativos, la voluntad pueda diseñar un matrimonio lo más estable posible. En definitiva, la cuestión es ésta: ¿hay que ofrecer a las parejas solamente un matrimonio de usar y tirar, o cabe también ofrecer una opción a la carta que les estimule a esforzarse más en mantener sus matrimonios? La respuesta es -como acaba de escribirse en el Herald Tribune- que permitir una elección es lo contrario a la coacción. En todo caso, no se penaliza a quien no elija el camino más difícil.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El «macarthysmo» religioso”, El Mundo, 28.V.97

Acabo de participar en un congreso internacional sobre justicia constitucional y libertad religiosa. Entre los asistentes se encontraban seis presidentes de Tribunales Constitucionales europeos y americanos, incluido el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Paralelamente a los trabajos del Congreso, se desarrollaba en España el affaire de Jesús Cardenal y su nombramiento como fiscal general del Estado. Sus vicisitudes -me refiero no a la vertiente política, sino a la religiosa- recordaban alguno de los cases law debatidos en las sesiones científicas.

Efectivamente, partiendo de la base de que una ola de intolerancia recorre el mundo, comienzan a detectarse los primeros síntomas de una guerra fría religiosa.

La quieren imponer los extremistas de la moralidad sin contemplaciones y los fanáticos del macarthysmo religioso.

Los intolerantes de la primera facción son ayatolás que necesitan lapidar un Salman Rushdie cada día. Los exaltados de la segunda, representan al clero de las nuevas ideocracias, especie de cuasi-religiones que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones. Unos pervierten la verdadera religión; los otros corrompen la verdadera laicidad.

Para aquéllos, la religión es una realidad dominada por los conflictos de poder y decidida, en todo caso, a imponerse a las fuerzas políticas. Para los segundos -representantes de lo que viene llamándose una «laicidad beata»-, el laicismo se convierte en puro nerviosismo ante velos islámicos de alumnas magrebíes, pacíficos objetores de conciencia, o declaraciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en alinearse en categorías morales insertas en el código genético de Occidente.

En uno y otro caso, ya sabemos a qué errores pueden conducir regímenes -autoritarios o no- que, afirmando en la Constitución la libertad religiosa, sin embargo la restringen con incriminaciones destinadas a reprimir lo subversivo o, simplemente, lo que no se inserte con claridad en lo políticamente correcto. Ambas formas de intolerancia han puesto en circulación una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad.

Esas formas recuerdan la definición que el escritor y pensador norteamericano Oliver Wendell Holmes hacía del fanático: «Su mente es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae».

Como se ha dicho con acierto, el fanático ve las cosas con tanta claridad, que su visión arrasa cualquier otro planteamiento. No se explica para qué vale la libertad. De ahí su temor frente a ella.

No es extraño que el Derecho esté tomando cartas en el asunto. Baste el ejemplo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En rápida sucesión -y después de décadas de silencio en la materia- ha comenzado a dictar sentencias directamente conectadas con la defensa de la libertad religiosa.

Primero fue la sentencia Kokkinakis, que protege el proselitismo religioso frente a las leyes griegas restrictivas.

Luego dictó Otto Preminger Institut contra Austria, en la que declaraba tutelables los sentimientos religiosos de un sector de la población del Tirol frente a manifestaciones ofensivas.

Antes, en Hoffman, prohibió que la atribución de los hijos en un proceso de divorcio se haga discriminando a un cónyuge por sus convicciones religiosas.

En fin, hace solamente unos días, la sentencia Wingrove contra Reino Unido reiteraba la legitimidad, en una sociedad democrática, de la protección de contenidos culturales de trasfondo sagrado frente agresiones de alto voltaje. Otras cinco cuestiones, conectadas con problemas de discriminación ideológica y religiosa, esperan turno en el mismo Tribunal.

Habría que buscar la causa de tantos litigios en materia de libertad religiosa, en que los problemas de libertad y no discriminación no suelen plantearse -por lo menos en Occidente- en términos de agresiones directas a las propias convicciones, sino en forma de agresiones indirectas.

Se trata de aislar al adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear anticuerpos que garanticen el fair play.

Es preciso un juego limpio que rescate los derechos humanos -incluido el de libertad religiosa- de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas.

Hace unos meses, centenares de millones de personas en todo el mundo fuimos testigos de cómo el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos pedía al reelegido presidente Bill Clinton que pusiera su mano sobre la Biblia familiar, y jurara fidelidad a la Constitución de los Estados Unidos. Así lo hizo, acabando con su «ayúdame Señor». Luego invitó al pastor Graham -allí presente- a que guiara a la nación con sus oraciones.

En algún momento de su discurso, como la gran mayoría de sus predecesores, mencionó a Dios, y antes de la inauguración comenzó su día en una iglesia metodista. Con esos antecedentes, Clinton lo hubiera tenido crudo en España para ser nombrado fiscal general del Estado. Su condición de ostentoso creyente lo habría puesto bajo sospecha por los representantes de la sociedad posmoralista.

No conozco al nuevo fiscal general. No tengo ni idea de cómo llevará los asuntos de su nuevo departamento. Probablemente se estrellará contra un muro, en una misión que, en España, comienza a ser imposible.

Me figuro también que Jesús Cardenal será más ponderado en sus expresiones. En todo caso no creo que la democracia se resquebraje por sus convicciones personales.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “En el estanque dorado”, El Mundo, 10.I.97

Para Jefferson, la Presidencia era «una espléndida miseria». Taff llamaba a la Casa Blanca «el lugar más solitario del mundo»; para Harding, era «una prisión». Clinton, que comienza ahora un nuevo mandato, no parece estar de acuerdo. Durante semanas se concentraron sobre su exultante figura los focos de los media, lanzando a las tinieblas exteriores al candidato derrotado. Es el momento de preguntarnos: ¿Cómo se sienten los perdedores en su estanque dorado? Me refiero a los que como Dole nunca se sentarán en el Despacho Oval, y a los presidentes prematuramente desalojados de la Casa Blanca. Los que nunca llegaron, es frecuente que entren en un estado cercano a la confusión cataléptica. La depresión ya rondaba a Bob Dole unos días antes de su derrota, aunque para ahuyentarla dijera: «No me arrojaré desde un rascacielos». Mondale, barrido por Reagan, sí que confesó sentirse como si lo hubieran lanzado desde un acantilado: «Mientras caía tuve el derecho de gritar, pero me estrellé contra el fondo».

Dewey, al día siguiente de perder frente a Truman, comparó su posición psicológica a la de un borracho aparentemente muerto: «Al despertarme dentro de un ataúd me dije: si estoy vivo, ¿qué demonios hago aquí? Si estoy muerto, ¿por qué tengo necesidad de ir al WC?». Stevenson, cuando Eisenhower lo derrotó en 1952, manifestó: «Soy demasiado viejo para llorar, pero reír cuesta mucho». Y Dukakis -«ese abogado de Harvard que hablaba como un predicador»- luchó durante meses contra una sombría depresión.

La situación es distinta para los que fueron presidentes. Limitándonos a los que sobrevivieron al cargo después de la posguerra, unos se presentaron a la reelección y no la lograron (Bush, Ford y Carter); otros renunciaron a un segundo mandato (Johnson); uno fue defenestrado (Nixon). Todos tuvieron algo en común: de pronto se encontraron en la situación de reyes exiliados a los que obsesionó el juicio de la Historia.

Johnson no resistió la presión y acabó derrumbándose. Retirado en su rancho de Texas, azotado por el insomnio y los fantasmas del Vietnam, trepaba a su cama de madrugada, se tapaba con la manta hasta el cuello y se acurrucaba como un niño asustado.

Otros perdieron transitoriamente el juicio político, como le sucedió a Ford al pensar seriamente en volver a la arena formando parte de la lista de candidatos de Reagan a la vicepresidencia en 1980. Nixon optó por «hacer historia», escribiéndola él mismo. Todos hicieron notar que les había faltado tiempo para hacer lo que querían. En eso aciertan. Según Richard Neustad, de los ocho años de mandato de un presidente, los dos primeros sirven de aprendizaje; el cuarto se emplea en la preparación de las elecciones para un nuevo mandato; los años séptimo y octavo dejan al presidente saliente con escaso poder y pocas iniciativas.

Quedan los años tercero, quinto y sexto. De los últimos presidentes, Kennedy, Bush y Carter sólo tuvieron el tercero y quinto. Sólo Reagan -y ahora Clinton, si llega al final de su mandato- dispuso de los tres años mágicos. Pero incluso él, cuando sus colaboradores le despidieron el último día en la Casa Blanca con un cordial «misión cumplida, señor presidente», Reagan contestó con tristeza: «Aún no, aún no».

Los que nunca llegaron a la presidencia y los que se fueron prematuramente, quedan como simples espectadores en la galería del tiempo. Todavía mantienen una cierta autoridad moral que les permite ser escuchados. Pero sólo ocupando la concha del apuntador en el gran teatro de la política americana.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Lo que se pide a un político”, Diario 16, 8.IV.96

Cuando Kennedy concurrió a la Presidencia de EE.UU. contra Nixon no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una ominosa corriente de rencor subterráneo, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del “maccartismo religioso”, que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones.

La experiencia de Occidente demuestra, por el contrario, que las convicciones religiosas han sido muchas veces un estímulo poderoso para mantener en política posiciones de alto nivel ético. La Unión Europea probablemente continuaría siendo un sueño si en su origen no hubiera habido un puñado de hombres, entre ellos católicos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, que creían posible la unidad y la solidaridad entre europeos por encima de los enfrentamientos pasados. Nadie ha echado en cara a Martin Luther King o a Desmond Tutu sus convicciones religiosas, impulsoras en gran medida de su cruzada por los derechos civiles.

(…) Según una encuesta Gallup en EE.UU., un 83% de los americanos coinciden en señalar que la firmeza de las convicciones, entre ellas las religiosas, lejos de excluir el respeto a los demás, lo favorece. Y es natural, si se piensa -como no hace mucho manifestaba Václav Havel- que hay algo pérfido en las tentaciones del poder. Algo que a él mismo le llevaba a confesar: “Desde que lo tengo, sospecho permanentemente de mí”. Por una parte, el poder político ofrece estupendas posibilidades de autorrealización y de servicio a los demás. Por otra parte, su titular se convierte en un preso del cargo, de sus exigencias y… de sus ventajas materiales. Solamente una escala de valores clara, un auténtico sentido moral, permiten que el primer aspecto prime sobre la tentación del segundo. Si sepultamos en el Pantheon todo lo que implique valores, marcando con la sospecha a las personas que mantienen convicciones profundamente arraigadas, condenamos a un nuevo exilio a un sector de la clase política.

A un político no hay que pedirle que carezca de convicciones -religiosas, ideológicas, etcétera-, pues eso sería instaurar como pauta de acción el cinismo político, que es una forma de abuso de poder. Lo que se le pide es que al desempeñar un cargo público no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes ni los intereses propios a la búsqueda del bien común. Sería suicida poner en duda la aptitud de un creyente para ejercer una función pública por el simple hecho de que tenga unas convicciones sobre cuestiones que directa o indirectamente tengan que ver con su cargo. Si se admite esa sospecha, habría entonces que generalizarla. ¿Por qué aplicarla sólo a los que mantengan una determinada postura religiosa? Todos los candidatos a un puesto político tienen opiniones o creencias; muchos habrá que pertenezcan a grupos u organizaciones de diversos tipos. Si un creyente fuera por eso sospechoso de parcialidad, también todos los demás serían quintacolumnistas.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

José Luis Martín Descalzo, “Sólo semillas”

Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel—. Aquí vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos…» Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.» En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera, acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas pesetas o unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo.

Claro que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo… menos en los brazos. De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía: «Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.» Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes.

Bueno, en realidad, siempre ha sido así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había sembrado.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para la esperanza”