José Luis Martín Descalzo, “Los transplantes de órganos”

Entre los problemas morales que plantea la medicina hay uno que últimamente ha subido al primer plano de la atención pública: y es el transplante de órganos. La televisión y otros medios informativos han conseguido en los últimos meses crear una preocupación en la conciencia nacional por este problema: el de tantas y tantas personas que podrían vivir o vivir mejor si en España y otros países se hubiera creado una conciencia clara en este camino. Pero entre nosotros, asombrosamente, aún siguen siendo muy escasas las donaciones.

Y en este campo me parece que yo puedo aportar algo por mi experiencia propia. Espero que me permitáis hablaros con la más sencilla normalidad. Yo soy uno de los catorce mil enfermos de riñón en diálisis que esperan ilusionados la posibilidad de un trasplante.

La diálisis, (salvo excepciones de personas que lo llevan muy mal) no es el tormento chino que muchos se imaginan. La verdad es que con ella se puede vivir y vivir aceptablemente. Yo tengo que dar gracias a Dios que me está permitiendo seguir con todo mi trabajo normalmente.

Pero aunque resulta llevadero, la verdad es que la esclavitud de cinco horas atado a la máquina un día si y otro no, tampoco es precisamente una maravilla. Son muchos los enfermos de riñón que tienen que dejar sus trabajos, cuyas familias están destruidas o condicionadas por la atadura del enfermo.

Hoy la medicina ha realizado en este campo enormes progresos. El porcentaje de éxitos en los trasplantes, sobre todo en el campo del riñón, es altísimo. Y la mayor parte de esos catorce mil dializados podría conseguir regresar a una vida completa. Si hubiera una mayor conciencia nacional en este campo, sobre todo en un tiempo en el que, desgraciadamente, tanto abundan los accidentes de circulación.

Pero lo asombroso es comprobar que todavía son muchos los que tienen un obstáculo religioso en este tema. Yo recibo con frecuencia cartas de personas que me preguntan si eso es moralmente lícito. Gentes que dicen que, si los católicos creemos en la resurrección de la carne, ¿cómo podríamos donar una parte de nuestro cuerpo llamada a resucitar? Naturalmente el dogma de la resurrección de la carne no hay que interpretarlo con ese literalismo. Y la Iglesia hace ya mucho tiempo ha expresado con claridad que no sólo no se opone a ese tipo de donaciones, sino que, al contrario, las bendice y promueve siempre que se cumplan algunas condiciones elementales; que las donaciones se hagan libremente; que no se comercialice con ellas; que en el trasplante del órgano de una persona muerta, se compruebe que está realmente muerta.

Cumplidas estas condiciones, la Iglesia no tiene nada que oponer. Los obispos españoles lo dijeron bien tajantemente en un documento colectivo: “Cumplidas esas condiciones, dicen, la fe no sólo tiene nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo de solidaridad. Es la prueba de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero que el amor que lo sostiene no muere jamás.” Y frases muy parecidas dijo hace ya décadas Pío XII y ha repetido recientemente Juan Pablo II: “Miren ustedes por dónde la ciencia moderna ha permitido conquistar una nueva forma de caridad y de amor entre los hombres. Y los cristianos debemos ser los primeros en esa batalla de generosidad.” Tomado de http://www.ireneweb.net/sp/articles

José Luis Martín Descalzo, “Stabat Mater”

Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá. Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú… Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados. Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.

Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo.

¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos.

Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.

Publicado en ABC, 1988.

José Luis Martín Descalzo, “¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”

1. La antorcha de Pascua Hace ya muchos años, tuve la ocasión y la suerte de presenciar en Jerusalén la celebración de la pascua de los ortodoxos. Como ustedes saben, la Iglesia ortodoxa y toda la oriental han conservado con más apasionamiento que nosotros el gozo de la celebración de la Resurrección del Señor que es el centro de su fe y de su liturgia. Y ésta tiene muy especial relieve en Jerusalén, en la basílica que conserva precisamente el lugar de la tumba de Jesús y, por tanto, el de su resurrección.

Durante la noche anterior, e incluso antes del atardecer, ya está abarrotada la basílica de creyentes que esperan ansiosos la hora de esa resurrección. Allí oran unos, duermen otros, esperan todos. Y poco después del alba, el patriarca ortodoxo de Jerusalén penetra en el pequeño edículo que encierra el sepulcro de Jesús. Se cierran sus puertas y allí permanece largo rato en oración, mientras crece la ansiedad y la espera de los fieles. Al fin, hacia las seis de la mañana, se abre uno de los ventanucos de la capillita del sepulcro y por él aparece el brazo del patriarca con una antorcha encendida. En esta antorcha encienden los diáconos las suyas y van distribuyendo el fuego entre los fieles que, pasándoselo de unos a otros, van encendiendo todas las antorchas. Sale entonces el patriarca del sepulcro y grita: ¡Cristo ha resucitado! Y toda la comunidad responde: ¡Aleluya! Y en ese momento se produce la gran desbandada: los fieles se lanzan hacia las puertas, hacia las calles de la ciudad con sus antorchas encendidas y las atraviesan gritando: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! Y quienes no pudieron ir a la ceremonia encienden a su vez sus antorchas y como un río de fuego se pierden por toda la ciudad.

Me impresionó la ceremonia por su belleza. Pero aún más por su simbolismo. Eso deberíamos hacer los cristianos todos los días de pascua y todos los días del año, porque en el corazón del creyente siempre es Pascua: dejar arder las antorchas de nuestras almas y salir por el mundo gritando el más gozoso de todos los anuncios: que Cristo ha resucitado y que, como Él, todos nosotros resucitaremos.

2. ¡Resucitó! !Aleluya, alegría! ¡Aleluya, aleluya!, éste es el grito que, desde hace veinte siglos, dicen hoy los cristianos, un grito que traspasa los siglos y cruza continentes y fronteras. Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los niños que acaban de asomarse a la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde van sus años; alegría para los que rezan en la paz de las iglesias y para los que cantan en las discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida en el silencio y para los que gritan su gozo en la ciudad.

Como el sol se levanta sobre el mar victorioso, así Cristo se alza encima de la muerte. Como se abren las flores aunque nadie las vea, así revive Cristo dentro de los que le aman. Y su resurrección es un anuncio de mil resurrecciones: la del recién nacido que ahora recibe las aguas del bautismo, la de los dos muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda recolectando el trigo, la de ese matrimonio que comienza estos días la estupenda aventura de querer y quererse, y la de esa pareja que se ha querido tanto que ya no necesita palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso los que viven hundidos en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han visto todo, los que viven envueltos en violencia y odio y los que de la muerte hicieron un oficio sonriente y normal.

No lloréis a los muertos como los que no creen. Quienes viven en Cristo arderán como un fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras guitarras y cantad y alegraos. Acercaos al pan que en el altar anuncia el banquete infinito, a este pan que es promesa de una vida más larga, a este pan que os anuncia una vida más honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos llevará en sus hombros como un padre querido como una madre tierna que no deja a los suyos. Recordad, recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin rumbo. Hay un sol en el cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya.

3. Resucitó, resucitaremos Hay en el mundo de la fe algo que resulta verdaderamente desconcertante: la mayoría de los cristianos creen sinceramente en la Resurrección de Jesús. Pero asombrosamente esta fe no sirve para iluminar sus vidas. Creen en el triunfo de Jesús sobre la muerte, pero viven como si no creyeran. ¿Será tal vez porque no hemos comprendido en toda su profundidad lo que fue esa resurrección? Recuerdo que hace ya bastante tiempo trataba una de mis hermanas de explicar a uno de mis sobrinillos —que tenía entonces seis años— lo que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba que había muerto por salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección de esta generosidad de Cristo le preguntó: «¿Y tú qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de morir por Él?» Mi sobrinillo se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos, respondió: «Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí». Recuerdo que, al oírlo, en casa nos reímos todos, pero yo me di cuenta de que mi sobrino pensaba de la resurrección y de la muerte de Jesús como solemos pensar todos: que en el fondo Cristo no murió del todo, que fue como una suspensión de la vida durante tres días y que, después de ellos, regresó a la vida de siempre.

Pero el concepto de resurrección es, en realidad, mucho más ancho. Lo comprenderán ustedes si comparan la de Cristo con la de Lázaro. Muchos creen que se trató de dos resurrecciones gemelas y, de hecho, las llamamos a las dos con la misma palabra. Pero fíjense en que Lázaro cuando fue resucitado por Cristo siguió siendo mortal. Vivió en la tierra unos años más y luego volvió a morir por segunda y definitiva vez. Jesús, en cambio, al resucitar regresó inmortal, vencida ya para siempre la muerte. Lázaro volvió a la vida con la misma forma y género de vida que había tenido antes de su primera muerte. Mientras que Cristo regresó con la vida definitiva, triunfante, completa.

¿Qué se deduce de todo esto? Que Jesús con su resurrección no trae solamente una pequeña prolongación de algunos años más en esta vida que ahora tenemos. Lo que consigue y trae es la victoria total sobre la muerte, la vida plena y verdadera, la que Él tiene reservada para todos los hijos de Dios. No se trata sólo de vivir en santidad unos años más. Se trata de un cambio en calidad, de conseguir en Jesús la plenitud humana lejos ya de toda amenaza de muerte. ¿Cómo no sentirse felices al saber que Él nos anuncia con su resurrección que participaremos en una vida tan alta como la suya? 4. ¡No tengáis miedo! Amigos míos, no temáis, no lloréis como los que no tienen esperanza. Jesús no dejará a los suyos en la estacada de la muerte. Su resurrección fue la primera de todas. Él es el capitán que va delante de nosotros. Y no a la guerra y a la muerte, sino a la resurrección y la vida. No tengáis miedo. No temáis.

No sé si se habrán fijado ustedes en que ésta es la idea que más se repite en las lecturas que se hacen en las iglesias en tiempo pascual. Cuando Jesús se aparece a los suyos, lo primero que hace es tranquilizarles, curarles su angustia. Y les repite constantemente ese consejo: ¡No tengáis miedo, no temáis, soy yo! Y es que los apóstoles no terminaban de digerir aquello de que Jesús hubiera resucitado. Eran como nosotros, tan pesimistas que no podían ni siquiera concebir que aquella historia terminase bien. Cuando el Viernes Santo condujeron a Jesús a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo! ¡Esto no podía acabar bien! ¡Jesús se estaba comprometiendo demasiado! Y casi se alegraban un poco de haber acertado en sus profecías catastróficas. Pero lo de la resurrección, esto no entraba en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que en este mundo las cosas terminen mal. Y, por eso, cuando Jesús se les aparecía, en lugar de estallar de alegría, seguían dominados por el miedo y se ponían a pensar que se trataba de un fantasma.

A los cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o parecido. No hay quien nos convenza de que Dios es buena persona, de que nos ama, de que nos tiene preparada una gran felicidad interminable. Nos encanta vivir en las dudas, temer, no estar seguros. No nos cabe en la cabeza que Dios sea mejor y más fuerte que nosotros. Y seguimos viviendo en el miedo. Un miedo que sentimos a todas horas. Miedo a que la fe se vaya avenir abajo un día de éstos; miedo a que Dios abandone a su Iglesia; miedo al fin del mundo que nos va a pillar cuando menos lo esperemos. Miedo, miedo.

Lo malo del miedo es que inmoviliza a quien lo tiene. El que está poseído por el miedo está derrotado antes de que comience la batalla. Los que tienen miedo pierden la ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje que Cristo trae en Pascua es éste que tanto gusta repetir al Papa Juan Pablo II: «No temáis, salid de las madrigueras del miedo en las que vivís encerrados, atreveos a vivir, a crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios es el coco no le creáis. El Dios de la Biblia, el Dios que conocimos en Jesucristo, el Dios de la vida y la alegría. Y empezó por gritarnos con toda su existencia: No temáis, no tengáis miedo».

5. La resurrección de Cristo, esperanza de la humanidad Hay un texto de Bonhoeffer que siempre me ha impresionado muy especialmente. Dice el teólogo alemán: «Para los hombres de hoy hay una gran preocupación: saber morir, morir bien, morir serenamente. Pero saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir es algo que pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. Sí, no será el arte de hacer el amor, sino la resurrección de Cristo, lo que dará un nuevo viento que purifíque el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al “dame un punto de apoyo y levantaré el mundo”.» Efectivamente, los hombres de todos los tiempos andan buscando cuál es el punto de apoyo para construir sus vidas, para levantar el mundo. Si hoy yo salgo a la calle y pregunto a la gente: ¿Cuál es el eje de vuestras vidas? ¿En qué se apoyan vuestras esperanzas? ¿Dónde está la clave de vuestras razones para vivir? Muchos me contestarán: «Mi vida se apoya en mis deseos de triunfar, quiero ser esto o aquello, quiero realizarme, quiero poder un día estar orgulloso de mí mismo». O tal vez otros me dirán: «Yo no creo mucho en el futuro. Creo en pasármelo lo mejor posible, en disfrutar de mi cuerpo o de mi dinero, o de mi cultura». O tal vez me dirán: «Ésos son problemas de intelectuales. Yo me limito a vivir, a soportar la vida, a pasarla lo mejor posible».

Pero allá en el fondo, en el fondo, todos los humanos tienen clavada esa pregunta: ¿Cuál es la última razón de mi vida? ¿Qué es lo que justifica mi existencia? Todos, todos, de algún modo se plantean estas cuestiones. También ustedes, que me van a permitir que hoy se lo pregunte: ¿Cuál es el punto de apoyo en el que reposan vuestras vidas? Para los cristianos la respuesta es una sola: «Lo que ha cambiado nuestras vidas es la seguridad de que son eternas». Y el punto de apoyo de esa seguridad es la resurrección de Jesús. Si Él venció a la muerte, también a mí me ayudará a vencerla. ¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en esto. ¡Cuántas cosas cambiarían en el mundo, si todos los cristianos se atrevieran a vivir a partir de la resurrección, si vivieran sabiéndose resucitados! Tendríamos entonces un mundo sin amarguras, sin derrotistas, con gente que viviría iluminada constantemente por la esperanza. Cómo trabajarían sabiendo que su trabajo colabora a la resurrección del mundo. Cómo amarían sabiendo que amar es una forma inicial de resucitar. Qué bien nos sentiríamos en el mundo, si todos supieran que el dolor es vencible y vivieran en consecuencia en la alegría.

Sí, la resurrección de Cristo y la fe de todos en la resurrección es lo que podría cambiar y vivificar el mundo contemporáneo. Y es formidable pensar y saber que cada uno de nosotros, con su esperanza, puede añadirle al mundo un trocito más de esperanza, un trocito más de resurrección.

6. Testigos de la resurrección, mensajeros del gozo Muchas veces he pensado yo que la gran pregunta que Cristo va a hacernos el día del juicio final es una que nadie se espera. «Cristianos —nos dirá—: «¿Qué habéis hecho de vuestro gozo?». Porque Jesús nos dejó su paz y su gozo como la mejor de las herencias: «Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo», dice en el Evangelio de San Juan. «No temáis. Yo volveré a vosotros y vuestra tristeza se convertirá en gozo», dijo poco antes de su pasión. Y también: «Si me amáis, tendréis que alegraros». «Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentéis nadie os lo podrá arrebatar». «Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo».

¿Y qué hemos hecho nosotros de ese gozo del que Jesús nos hizo depositarios? Es curioso: la mayor parte de los cristianos ni siquiera se ha enterado de él. Son muchos los creyentes que parecen más dispuestos a acompañar a Jesús en sus dolores que en sus alegrías, en su dolor que en su resurrección. Pensad por ejemplo: durante las semanas de Cuaresma se celebran actos religiosos especiales, con penitencias, con oraciones. Pero, tras la resurrección, la Iglesia ha colocado una segunda cuaresma, los días que van desde la resurrección hasta la ascensión. ¿Y quién los celebra? ¿Quién al menos los recuerda? Impresiona pensar que en el Calvario tuvo Cristo al menos unos cuantos discípulos y mujeres que le acompañaban. Pero no había nadie cuando resucitó. Da la impresión de que la vida de Cristo hubiera concluido con la muerte, que no creyéramos en serio en la resurrección. Muchos cristianos parecen pensar —como dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los cristianos ya nos hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos dicen: «Cristo ha resucitado»; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos. Lo hemos jubilado con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con Él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a acompañarle en sus alegrías? Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección. ¿Lo somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes y aburridos? ¿O piensa que los curas somos espantapájaros pregoneros de la muerte, del pecado y del infierno únicamente? Tendríamos que recordar que los cristianos somos ante todo eso: testigos de la resurrección, mensajeros del gozo.

Tomado de “Días grandes de Jesús”, EDIBESA.

José Luis Martín Descalzo, “La vida a una carta”

En el primer volumen de las Memorias de Julián Marías leo una frase que me conmueve y que comparto hasta la última entraña. Escribe después de su boda, en la cima de la felicidad, y dice: «Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas; son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices.» Efectivamente, una de las carcomas de nuestro siglo es ese miedo a lo irrevocable, esa indecisión ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa, esa tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete pero no del todo», que nos obliga «pero sólo en tanto en cuanto». Preferimos no acabar de apostar por nada, o si no hay más remedio que hacerlo, lo rodeamos de reservas, de condicionamientos, de «ya veremos cómo van las cosas».

Ocurre esto en todos los terrenos. Por de pronto, la vida matrimonial. Cuando en España se discutía la ley del divorcio, yo escribí varias veces que no me preocupaba tanto el hecho de que algunas parejas se separasen como el que se difundiera una mentalidad de matrimonios-provisionales, de matrimonios-a-prueba. Hoy tengo que confesar que mis previsiones no carecían de base: en España, como en todos los países donde la ley del divorcio se introdujo, éstos no fueron muy numerosos en la generación que se casó con la idea de perennidad, pero empieza a crecer y no dejarán de aumentar hoy que tantos jóvenes comienzan su amor diciéndose: «Y si las cosas no van bien, nos separamos y tan amigos.» Esto, dicen, es más civilizado. Pero yo no estoy nada seguro de que ese amor con reserva sea verdadero amor.

El «miedo a lo irrevocable» llega incluso a lo religioso y lo más intocable, que es el sacerdocio. En mis años de seminarista -y no soy tan viejo-, lo del sacerdos in aeternum, sacerdote para la eternidad, era algo, simplemente, incuestionable. Es que ni se nos pasaba por la cabeza dejar de ser aquello que libremente elegíamos. Sabíamos, sí, que había quienes fracasaban y derivaban hacia otros puertos; pero eso, pensábamos, no tenía que ver con cada uno de nosotros; era, cuando más, como un accidente de circulación, en el que no se piensa cuando se empieza un viaje y que, en todo caso, no se prevé como una opción voluntaria. Por eso a mí me asombró tanto cuando empecé a oír a algunos teólogos eso del sacerdocio ad tempus, eso de que uno podía ordenarse sacerdote para cinco, para siete años, prestar ese servicio a la Iglesia y luego replantearse si seguir en esa misma tarea o regresar a otros cuarteles. Me parecía, en cambio, a mí, que el sacerdocio o era para siempre o no era sacerdocio; que si la entrega a Cristo y a la Iglesia era una entrega de amor, no cabían ya planes quinquenales. Uno podía fracasar y equivocarse, es cierto, pero ¿cabía mayor fracaso que lanzarse a volar con las alas atadas por toda una maraña de condicionamientos? Y lo que ahora más me preocupa del problema es que parece que este pánico a lo irrevocable se ha convertido en una de las características espirituales de la mayor parte de nuestra juventud y de un buen porcentaje de adultos. La gente, tiene razón Marías, no es amiga de jugarse la vida a una carta en ningún terreno; prefiere embarcarse hoy en el barco de hoy y mañana ya pensará en qué barco lo hace.

Y, repito, lo más grave es que esto se está presentando como un ideal, como «lo inteligente», como «lo civilizado». ¿Con qué razones? Te dicen: todo es relativo, comenzando por mí mismo. Yo sé cómo es hoy el hombre que yo soy; pero no sé cómo seré mañana. Todos cambiamos de ideas, de modos de ser. ¿Por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará? Y hay en este raciocinio algo de verdad: es cierto que hay muchas cosas relativas en la vida, muchas ante las que un hombre debe permanecer y en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con nueva luz. Pero, relativizarlo todo, ¿no será un modo de no llegar nunca a vivir? En realidad, esas cosas permanentes son pocas: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe.

En éstas, lo confieso, mis apuestas siempre fueron y espero que sigan siendo totales. Por esas tres o cuatro cosas yo estoy dispuesto a jugar a una sola carta, precisamente porque estoy seguro de que esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado es un amor putrefacto. Un amor «a ver cómo funciona» es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no sólo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer.

Tomado de “Razones desde la otra orilla”, Atenas, p. 133-134.

José Luis Martín Descalzo, “Los miércoles, milagro”

Aquella tarde a Gabriela -uno de los pequeños personajes de una novela de Gerard Bessiere- le preguntó su amigo Jacinto: — ¿Qué has hecho hoy en la escuela? — He hecho un milagro -respondió la niña.

— ¿Un milagro? ¿Cómo? — Fue en el catecismo.

— ¿Y cómo hiciste el milagro? — Tenemos como profesora a una señorita que está muy enferma. No puede hacer nada ella sola, sólo hablar y reir.

— ¿Y qué pasó? — La señorita hablaba de los milagros de Jesús. Y los niños dijeron: No es verdad que haya milagros. Porque si los hubiera, Dios te hubiera curado a ti.

— Y ella, ¿qué dijo? — Dijo: Sí, Dios hace también milagros para mí. Y los niños dijeron: ¿Qué milagro ha hecho? — ¿Y entonces? — Entonces ella dijo: Mi milagro son ustedes. ¿Por qué?, le preguntamos. Y ella dijo: Porque me llevan los miércoles a pasear, empujando mi carrito de ruedas. ¿Lo ves? Hacemos milagros todos los miércoles por la tarde. La señorita dijo también que habría muchos más milagros si la gente quisiera hacerlos.

— ¿Te gusta a ti hacer milagros? — Sí. Tengo ganas de hacer un montón. Primero pequeños. Cuando sea mayor voy a hacer milagros grandes.

— ¿Todos los miércoles? — Quiero hacerlos todos los días, toda la vida.

— ¿No te parece que la vida es también un milagro? — No -dijo Graciela—. La vida es para hacer milagros.

Gabriela tiene razón, la vida es para hacer milagros, los miércoles, y los Jueves, y los domingos. La vida no es para sentarse esperando que Dios haga milagros espectaculares, no es para limitarse a confiar en que él resuelva nuestros problemas, sino para empezar a hacer ese milagro pequeñito que él puso ya en nuestras manos, el milagro de queremos y ayudamos. ¿Es que será más milagroso devolverle la vista a un ciego que la felicidad a un amargado? ¿Más prodigioso multiplicar los panes que repartirlos bien? ¿Más asombroso cambiar el agua en vino que el egoísmo en fraternidad? Si los hombres dedicásemos a construir milagros pequeñitos la mitad del tiempo que invertimos en soñarlos espectaculares, seguramente el mundo marcharía ya mucho mejor.

Y el milagro de amar pueden hacerlo todos, niños y grandes, pobres y ricos, sanos y enfermos. Fijaos bien, a un hombre pueden privarle de todo menos de una cosa: de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un accidente y no poder volver ya nunca a andar. Pero no hay accidente alguno que nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el paralítico, el moribundo, el condenado a muerte. Amar es una capacidad inseparable del alma humana, algo que conservará siempre incluso el más miserable de los hombres. pueden hacerlo todos, niños y grandes, pobres y ricos, sanos y enfermos.

Fijaos bien, a un hombre pueden privarle de todo menos de una cosa: de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un accidente y no poder volver ya nunca a andar. Pero no hay accidente alguno que nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el paralítico, el moribundo, el condenado a muerte. Amar es una capacidad inseparable del alma humana, algo que conservará siempre incluso el más miserable de los hombres.

Sólo en el infierno no se podrá amar. Porque el infierno es literalmente eso: no amar, no tener nada que compartir, no tener la posibilidad de sentarse junto a nadie para decirle ¡ánimo! Pero mientras vivimos no hay cadena que maniate al corazón, salvo claro está la del propio egoísmo, que es como un anticipo del infierno. «Los verdaderos criminales -decía Follerau- son los que se pasan la vida diciendo yo y siempre yo.» En cambio, allí donde se ama se ha empezado a construir ya el cielo a golpe de milagros. En definitiva, los milagros, para Jesús, eran ante todo «los signos del reino», ¿y qué mejor signo de un reino de amor total que empezar queriéndose aquí con amores pequeñitos como el de Gabriela y sus compañeras de escuela? Tomado de “Razones para el amor”, en www.preb.com/articulos

José Luis Martín Descalzo, “Una sonrisa tras la tapia”

Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaba con un «gracias» cuando le ofrecían algo.

Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas.

Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisay sonreía él también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era -le explicaría después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día -comentaba el leproso- sé que todavía vivo.» No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. Por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.

Por eso yo no me cansaré nunca de predicar que la soledad es mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. El ingente necesita más nuestro cariño que nuestra limosna. Para el lado es tan necesario sentirse persona trabajando como el sueldo que por el trabajo le pagarán.

Y, asombrosamente,la sonrisa -que es la más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos. Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre que dárselos con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad.

Dar sin amor es ofender. Lo decía con palabras tremendas, pero verdaderísimas, San Vicente de Paúl: «Recuerda que te será necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas.» Solemos decir: «¡Son tan desagradecidos!.» Y no nos damos cuenta de que ellos perciben perfectamente cuándo damos sin amor, para quitárnoslos de encima y dejar tranquila nuestra conciencia. Son, por ello, lógicos odiando nuestra limosna, odiándonos. Les empobrecemos más al ayudarles, porque les demostramos hasta qué punto no existen para nosotros.

¡Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día sonrisa de amor desde la tapia de la vida! Tomado de “Razones para el amor”, en www.preb.com/articulos

Rafael Navarro-Valls, “Frenesí clonador”, El Mundo, 12.VIII.01

Existe una especie de frenesí clonador que recorre los bajos fondos de la medicina genética. Y no sólo los bajos fondos. No hace mucho Panayotis Zavos, un especialista en esterilidad de la Universidad de Kentucky, declaró que, junto a Severino Antinori, estaban creando un consorcio para clonar seres humanos, con la misión -entre otras- de solucionar los problemas de infertilidad. El propio investigador italiano lo acaba de confirmar. «Di un paso hacia esta aventura y me atrapó como arena movediza. Si no fuera clonado antes de morir, dispondré en mi testamento que sea clonado después», declaraba a Time Randolfe Wicker, portavoz de la Human Cloning Foundation.

Investigadores de Corea del Sur confiesan que habían clonado ya un embrión humano, pero lo destruyeron antes de inseminarlo en una madre receptora. En fin, los raelianos -un grupo religioso que aguarda la llegada de los extraterrestres a la Tierra- disponen de 50 mujeres a la espera de ser madres receptoras de embriones humanos clónicos. La cuestión está tomando tal entidad, que el propio presidente de la República Federal de Alemania ha plantado cara a su canciller Schröder en materia de manipulación de embriones.

Johannes Rau ha calificado de «capitulación ética» el argumento: «Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros». Es decir, en las cuestiones existenciales de fuerte carga ética, lo técnicamente posible ha de ser legalmente reprobado. Al igual que en cuestiones como el trabajo infantil, la pena de muerte o la esclavitud no aceptamos el argumento de «los otros también lo hacen», en materia de seres humanos transgénicos conviene poner coto cuanto antes al frenesí clonador. Desde luego la clonación puede tener lugar no porque la mayoría lo apruebe, sino porque una minoría sin escrúpulos actúe. Pero en este caso, los contraventores han de ser conscientes del rechazo social.

Los peligros derivados de la clonación de mamíferos son tan grandes que los creadores de la oveja Dolly califican de «irresponsabilidad criminal» experimentar con humanos. Entre otras cosas, porque el 98% de los embriones no llegan a implantarse, mueren durante la gestación o poco después de nacer. En todo caso, parece muy probable que los niños clónicos que naciesen sufrirían un proceso de envejecimiento prematuro, malformaciones, problemas cardiacos o sistemas inmunológicos débiles. Sería irónicamente trágico intentar copiar un niño muerto trágicamente y que el resultado fuera otro hijo muerto. O que un problema de infertilidad desembocara en una cadena de muertes prematuras o de sistemas inmunológicos tan frágiles como los contaminados por el sida.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

Rafael Navarro-Valls, “La objeción de conciencia científica”, El Mundo, 21.IX.00

Hace unos días, el Parlamento europeo aprobó una resolución en la que, además de reprobar la decisión del Reino Unido de autorizar la clonación de embriones humanos con finalidad terapéutica, solicitó a la ONU que prohibiera universalmente clonar seres humanos «en cualquier fase de su formación y desarrollo». La resolución señala lo siguiente: «El Parlamento Europeo considera que la clonación terapéutica que implique la creación de embriones humanos con fines de investigación plantea un problema profundo… en el campo de la investigación». Lo que más ha llamado la atención es que, en la aprobación de la resolución (237 votos a favor, 230 en contra y 43 abstenciones), haya sido decisiva la posición de los grupos ecologistas, que votaron a favor de ella. «Ha vencido el sentido común», sentenció el portavoz del grupo Verde en Estrasburgo. Coincidiendo con esta votación, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS) -la mayor federación de científicos del mundo- acaba de recomendar, por razones éticas y científicas, una mayor reflexión sobre las investigaciones que impliquen una modificación hereditaria de los genes del ser humano.

La explicación del enigma parlamentario y del informe de la AAAS reside en la radicalización de los conflictos entre conciencia y ley en materias biogenéticas y ecológicas. En este campo, se está produciendo una especie de big bang jurídico, con la consiguiente dilatación de las objeciones de conciencia. No es de extrañar que, desde hace algún tiempo, circule por el Congreso de los Diputados español un borrador de Proposición de Ley de Objeción de Conciencia en Materia Científica, elaborado por el Departamento Confederal de Medio Ambiente de CCOO. En él se atribuye el derecho de objeción de conciencia a toda persona integrada en un centro de trabajo, investigación o estudio en actividades «cuya consecuencia suponga daño para el medio ambiente, los seres vivos o la dignidad y los derechos fundamentales de la persona».

Entre esas actividades se mencionan las manipulaciones genéticas de microorganismos, plantas, animales y seres humanos, tanto en su utilización como en su comercialización; la liberación al medio ambiente de organismos modificados genéticamente; las intervenciones sobre seres vivos que les causen trastornos o menoscabos orgánicos, funcionales, psicológicos o de conducta. El borrador de Proyecto de Ley extiende el ámbito de la objeción de conciencia a «cualquier persona ligada por vínculo laboral, estatutario o funcionarial, así como becarios y estudiantes, siempre y cuando realicen dichas actividades». Para entender esta nueva modalidad de objeción de conciencia conviene retrotraernos algo en el tiempo. En 1970, Paul Berg, un bioquímico de la Universidad de Standford, inició un complejo proyecto para llevar a cabo en una probeta un injerto de virus de humor animal SV 40 (virus de simio) en una versión de laboratorio de una bacteria, E.coli, encontrada en el tracto digestivo de los mamíferos. Este híbrido podía resultar útil en sondas genéticas, pero también podría salirse de la probeta e infiltrarse en un ser humano, seguramente dando lugar a una enfermedad. Cuando el experimento trascendió, la comunidad científica se alarmó, hasta el extremo de que cinco años más tarde, y después de que se advirtiera del peligro de algunas experiencias sobre ADN recombinante, en el centro de congresos de Asilomar (cercano a Monterrey, California) tuvo lugar una reunión internacional sobre el tema. Los periodistas la llamaron gráficamente «el congreso de la Caja de Pandora». Los debates que siguieron y precedieron al Congreso de Asilomar -muy bien explicados por Roger Shattuck- representan el primer ejemplo de la Historia en el que un importante grupo de científicos investigadores adoptaba restricciones voluntarias sobre su propia actividad. Sobre Asilomar planeaban las perplejidades que, años atrás, sacudieron las conciencias de Einstein y Oppenheimer en el tema de la bomba atómica. J. Robert Oppenheimer -una especie de «Prometeo frágil, un Frankenstein castigado»- inicialmente contestó afirmativamente a las dos preguntas claves: ¿Debemos fabricar la bomba?, ¿debemos utilizarla?, para luego dar un giro de 180 grados y espetarle al presidente Truman: «Señor presidente, tengo sangre en las manos». Sólo dos años después de Hiroshima y Nagasaki, el propio Oppenheimer decía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts: «Con la fabricación de armas atómicas, los físicos hemos conocido el pecado».

Las tensiones se incrementaron a partir de mediados de los 80, cuando fue presentado el Proyecto de Genoma Humano (PGH), al que no dejó de acompañar el entusiasmo y la polémica. Hacer el mapa de los ciento y pico mil genes de nuestros 23 pares de cromosomas y secuenciar los tres billones de bases nucleótidas que forman el ADN del genoma humano contribuirá, desde luego, a unas técnicas ya utilizadas para predecir el inicio de ciertas enfermedades hereditarias y mejorará los sistemas para examinar óvulos, embriones, fetos prenatales, etcétera. Pero, junto a estas ventajas, no han dejado de menudear las críticas, entre otras cosas, por el gran número de «implicaciones éticas, legales y sociales». Por ejemplo, las pruebas prenatales -como observa Shattuck- podrían desembocar en una suerte de «meritocracia hereditaria», con la consiguiente «discriminación genética». Hay, pues, un sentimiento de ambivalencia hacia la investigación genética. Sentimiento al que no es ajeno el propio Tribunal Constitucional español. Por ejemplo, en el voto particular de Manuel Jiménez de Parga y Fernando Garrido Falla a la sentencia 116/1999, de 17 de junio del Tribunal Constitucional, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad presentado contra la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida de 22 de noviembre de 1988, se hace notar la conexión de estas cuestiones con derechos fundamentales «que afectan directa y esencialmente a la dignidad de la persona» y que «generan divisiones profundas… morales y culturales».

El borrador de Proyecto de Ley español sobre objeción de conciencia científica -al que acabo de referirme- no es algo aislado en el panorama legal. Al contrario, es una secuencia más en el conjunto de leyes vigentes similares y dictadas en el marco de la Unión Europea. La propia Inglaterra, en la que Blair ha manifestado su intención de autorizar la clonación de embriones humanos, protege la libertad de conciencia del personal científico en el campo de la biogenética (apartado 34 de la Human Fertilisation and Embriology Act de 1990). Austria, en su ley de reforma universitaria, concede análoga tutela a los investigadores y estudiantes en el caso de experimentaciones cuyos métodos o contenidos puedan crear problemas de conciencia. Italia permite al personal sanitario declinar su participación -«por fundados o declarados motivos»- en programas de investigación elaborados por organismos a los que pertenecen (Ley del 9 de enero de 1987); y en el Parlamento francés se ha presentado una Proposición de Ley de objeción de conciencia científica. Sin olvidar que comienza a reconocerse el derecho de objeción de conciencia en experimentación animal.

Coincidiendo con la votación del Parlamento Europeo y el informe de la AAAS, se ha llamado la atención sobre una serie reciente de trabajos publicados en las revistas Science y Nature, en los que se demuestra que, a medio plazo, las células madre de adulto (del sistema nervioso o de la médula ósea) permiten resultados tan prometedores o más que las embrionarias para curar enfermedades, sin plantear problemas éticos para los investigadores. La objeción de conciencia científica pretende indicar aquellos caminos compatibles con la conciencia que la misma ciencia descubre. Puede ser una llamada de alerta para no extraviarnos por otros de incierto destino.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El tercer secreto”, El Mundo, 29.VI.00

Hace unos días el “Center for Media and Public Affairs” de Estados Unidos publicaba un detallado estudio sobre los medios de comunicación y el tema de la religión. Conclusión: a finales de esta década se detecta un renovado interés por las noticias de esta índole, que duplican en número las de la década anterior. La gran novedad en el ocaso del segundo milenio es el resurgir del sentimiento religioso. Esto explica, por ejemplo, que uno de los últimos Pulitzer se conceda a una obra cuyo argumento y título es Dios. Una Biografía (de Jack Miles); que un país como Francia -que ha hecho del laicismo un signo distintivo- se apasione por un bautismo celebrado hace 1.500 años (Clodoveo, rey de los francos); que a un líder religioso (Juan Pablo II) acabe de concedérsele la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos; o que la sociología localice en la des-secularización el gran desafío del siglo XXI.

De hecho, hoy se declaran creyentes el 92% de la población de EEUU, el 91% en Italia y el 86% en España. Las insurrecciones masivas en el Este europeo fueron efecto directo de dos fuerzas -nacionalismo y religión- cuya vitalidad se menospreció durante decenios. La religión salta así de páginas perdidas en los dominicales a la primera plana de los diarios. En este contexto hay que encuadrar la atención -de creyentes y no creyentes- sobre el llamado tercer secreto de Fátima, que acaba de hacerse público en su totalidad.

¿Por qué revelarlo ahora? Si estamos a opiniones autorizadas, la razón estriba en que el mensaje de Fátima había sido indebidamente secuestrado por un sector que lo centraba en un catastrofismo apocalíptico de carácter tremendista. Sobre ese texto inédito se especulaba en clave milenarista. Con lo cual quedaba en la penumbra el mensaje público y manifiesto de Fátima. Es decir, la insistencia en lo que es central en la doctrina cristiana: la necesidad de la oración y la penitencia. También para fomentar la esperanza en la misericordia divina y su capacidad de alterar el rumbo de la Historia. Mensaje, ciertamente, inteligible sólo desde la fe. Al igual que su corolario: el masivo quebranto de las leyes morales tiene imprevistas consecuencias, que desencadenan contiendas bélicas y devastadores conflictos sociales. Lo accesorio -tercer secreto- se había acabado convirtiendo en lo fundamental. Desvelando el secreto, lo fundamental vuelve al primer plano.

Conviene no olvidar que, con el final de la guerra fría, los apocalipsis al uso no son tanto el nuclear cuanto los catastrofismos milenaristas y ecológicos. Lo cual es consecuencia directa de una cierta degradación del propio concepto de religión, que tiende a ser deformado por lo que Luigi Accattoli llama «notas de registro bajo». Es decir, tonos que la centran en aspectos marginales, dotados de cierta espectacularidad y que se mueven en zonas fronterizas con los cataclismos, la magia, el folclor o la patología. Aunque el apocalipsis retrocede, aún queda la fascinación por él. Desvelando la totalidad de lo que los pastorcillos de Fátima vieron y oyeron el 13 de mayo de 1917, se evita que ese aludido retorno de lo religioso se convierta en mercadillo de lucro de algunos especuladores.

Quizás por ello la Santa Sede ha hecho público la totalidad del mensaje de Fátima, adjuntando una fotografía del texto hológrafo escrito por Sor Lucía. Probablemente para desautorizar a quienes especulaban con el apocalipsis y también para cortar de raíz el rumbo de manipulaciones interesadas, que en determinados medios comenzaron a difundirse, cuando Sodano reveló hace un mes en Fátima los términos generales del tercer misterio, sin aludir para nada a supuestos anatemas contra el Concilio y el posconcilio, que algunos expertos vaticinaban que el texto ahora hecho público contenía.

Lo cual, claro está, no significa que lo desvelado ahora carezca de importancia. Como es sabido, lo hecho público es la última parte de un mensaje único que sólo las circunstancias han troceado. Del mensaje único se sabía desde hace tiempo algunos contenidos. El anuncio de la Segunda Guerra Mundial. La muerte prematura de dos de los tres protagonistas (Jacinta y Francisco), como así fue. En fin, el anuncio de posteriores conflictos bélicos debidos, en buena parte, a lo que en el mensaje se enuncia como «Rusia» (hoy hablaríamos de imperialismo soviético) y acompañados de la aniquilación de varias naciones (Estonia, Lituania, Letonia etcétera). También se insinuaba el desplome del socialismo real.

Si estamos a lo acaecido durante estos últimos 100 años, lo anunciado en 1917 no parece descaminado. El siglo XX ha sido el más sangriento de toda la Historia de la Humanidad. Unos 140 millones de personas han muerto en 135 guerras locales (Corea, Vietnam, Angola, Etiopía, Afganistán, Yemen del Sur, Mozambique, Laos, Camboya, etcétera, etcétera) o mundiales. Más que todos los muertos en contiendas bélicas antes de 1900.

La última parte de ese mensaje único, adopta la forma de una suerte de profecía simbólica, que sintetiza la historia del siglo XX en una sucesión de hechos superpuestos en el tiempo. Como más reseñables: la contienda de las ideocracias contra las creencias religiosas; el atentado contra «un obispo vestido de blanco», que Sor Lucía identifica en el texto con un Papa y que el cardenal Sodano hace un mes y medio identificaba con Juan Pablo II; el martirio de un número indeterminado de personas. Este tercer secreto parece preanunciar el siglo de los grandes totalitarismos -en especial, el de los campos nazis de exterminio y el de los gulags soviéticos- con sus millones de mártires cristianos y no cristianos. Se entiende así que, antes de viajar a Fátima, Juan Pablo II recordara en el Coliseo romano una lista de 13.000 nombres que quieren simbolizar el conjunto de esas víctimas. Y se entiende también que en el atentado contra el Pontífice comience a hablarse -junto a la pista búlgara- de la pista religiosa. Algo más que una coincidencia parece darse entre los días 13 de mayo de 1917 (primera aparición de la Virgen en Fátima), 13 de mayo de 1981 (atentado contra el Papa) y 13 de junio de 2000, indulto de Alí Agca. Un indulto que se suma a lo que Rosario Priore -el juez italiano que terminó de instruir el atentado- llama el «segundo milagro» de la Plaza de San Pedro. Es decir, no sólo que Juan Pablo II no muriera por los disparos de Alí Agca, sino que éste escapara indemne de lo previsto en el desenlace de la trama: su muerte a manos de terceros en el propio escenario del crimen proyectado.

Como advierte Beretta es probable que, a partir de ahora, junto al «secreto de Fátima», haya de hablarse del «escándalo» de Fátima. Es decir, de la perplejidad de los «bien pensantes» ante la invitación -implícita en el mensaje a los tres pastorcillos- de interpretar en clave religiosa el siglo más irreligioso de la Historia. De introducir, junto a las claves geopolíticas al uso, criterios teológicos para explicar las grandes quiebras morales del siglo XX. Ya Paul Claudel decía sobre Fátima: «Es una irrupción violenta, iba a decir escandalosa, del mundo sobrenatural en este agitado mundo material». Antes de escandalizarnos conviene reparar que, en el revés de la trama humana, se ocultan unas claves que la teología de la Historia puede ayudar a comprender. Entre esas claves -Ratzinger lo apunta en la presentación oficial del documento- hay que incluir la intervención maternal de la Virgen en la historia del mundo así como el valor y significado de la mujer, de toda mujer, en la aventura humana.

Se dirá que lo hecho público ahora es ya Historia. Que el velo del futuro no ha sido descorrido. Pero no puede olvidarse que los destinos de los pueblos y de los individuos singulares deben a su historia casi el 90%. De ahí que un politólogo pueda afirmar con sólidos argumentos a un condenado sobre cuyo pescuezo va a caer la cuchilla de la guillotina: «Serénese, esta ejecución corresponde a un momento de la historia completamente superado». Jean-François Revel -que es de quien tomo la imagen- concluye con razón que «las nueve décimas partes de lo que nos sucede es el fruto de momentos de la Historia completamente superados».

Desde luego, el mundo hoy sería muy distinto si no hubiera ocurrido lo que vieron esos chiquillos de Fátima que ocurriría este siglo XX.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

El Mundo, 29.VI.00

Rafael Navarro-Valls, “Un viaje religioso”, El Mundo, 20.III.00

Nos sentamos frente al Papa con el escritorio entre él y nosotros. Al empezar la conversación, Simon Peres le invitó oficialmente a visitar Israel. Juan Pablo II no respondió, y la conversación sobre temas generales continuó diez o quince minutos. Entonces nuestro ministro de Asuntos Exteriores pensó que quizás el Papa no le había oído correctamente, así que repitió la invitación, dejando claro que se trataba de una invitación oficial a visitar Jerusalén. Hubo un momento de silencio y vi lágrimas en los ojos del Papa, lágrimas que bajaron lentamente por sus mejillas. Estaba terriblemente conmovido. Nos dio las gracias por la invitación… Fue un momento digno de Shakespeare».

Así describe Avi Pazner -embajador israelí en Roma- el momento histórico (23-10-92) en que el Gobierno laborista de Isaac Rabin invitó formalmente al Papa a visitar Jerusalén. Lo cuenta Tad Szulc. Han pasado ocho años. Hoy se inicia el viaje que ha necesitado casi una década de gestación. Pocos saben, sin embargo, que el primer itinerario que hizo Karol Wojtyla fuera de Europa antes de ser elegido Papa fue precisamente a Tierra Santa. Allí veló una noche entera en la cripta de Belén y pasó otra noche en la cima del monte Tabor, en plena Galilea. Pero el viaje de ahora es distinto: ahora vuelve como Papa. De ahí la emoción del Pontífice.

El Gabinete israelí ha calificado la visita como «la más importante de los 52 años de Historia de Israel, visita que la gran mayoría de hebreos espera con los brazos abiertos». Sin embargo, la estancia del Papa en Tierra Santa puede verse perturbada por acciones incontroladas de grupos fundamentalistas islámicos -como el palestino Hamas y el chií proiraní Hizbulá- o por sectores ultraortodoxos hebreos. Si en la visita de Clinton se emplearon 2.000 agentes israelíes, en la estancia del Papa serán necesarios más de 5.000. Se inserta, además, en un contexto político complicado, con palestinos e israelíes especialmente enfrentados. Los segundos, maniobrando para evitar la anunciada proclamación unilateral del Estado palestino, y los palestinos crecidos por la dura declaración de la Liga Arabe, reunida en Beirut hace unos días pidiendo la congelación de relaciones con Israel. Siria, Jordania -donde se iniciará el viaje-, Irak, Líbano, Egipto, los territorios de la Autoridad Nacional Palestina y medio mundo siguen con atención inusitada las visicitudes del viaje. Si a todo esto se añade que, en Jerusalén, se producirá una de las concentraciones de periodistas más intensas de la Historia (se habla de unos 2.000), se entiende enseguida la expectación que ha levantado este viaje a una zona del planeta donde los católicos representan solamente el 1,38% del total de la población.

Aunque será inevitable la perspectiva política y la óptica interecuménica del acontecimiento, la verdadera clave de esta peregrinación hay que ponerla en un ángulo diverso. Ciertamente Juan Pablo II se entrevistará con los líderes políticos de los países visitados -rey de Jordania, Arafat, Weizman y Barak-, visitará un campo de refugiados palestinos en Belén, rezará ante el Mausoleo del Holocausto (Yad Vashem), y realizará encuentros interreligiosos con los dos grandes rabinos y el Gran Mufti de Jerusalén. Pero eso es tan sólo el marco de una peregrinación personal a los lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. A quien realmente visita, si se me permite la expresión, es a Jesucristo en los lugares en que vivió y murió, es decir, al festejado en el año jubilar, cuyo 2.000 aniversario de su nacimiento se conmemora. Como el propio Juan Pablo II ha recalcado, «se trata de una peregrinación exclusivamente religiosa, tanto por su naturaleza como por su finalidad. Me desagradaría que se le atribuyeran otros significados diferentes». Repárese en que normalmente los viajes papales se anuncian siempre como «viajes pastorales». Las únicas excepciones están siendo las de sus itinerarios a los lugares bíblicos. En estos casos los viajes se denominan «Peregrinación Jubilarde Juan Pablo II a Egipto y Sinaí (o Tierra Santa)». Es decir, excluyendo implícitamente la dimensión política, que es donde la opinión pública busca las claves de lectura.

Otra clave de comprensión del viaje es el deseo de Juan Pablo II de subrayar la continuidad judeocristiana del patrimonio de valores del que el Papa es representante. La influencia del pequeño Estado de Israel sobrepasa la de su base demográfica y sus límites geográficos. Si a Wojtyla le gusta llamar al pueblo judío «nuestros hermanos mayores» es porque los judíos dieron al mundo el monoteísmo ético. Como se ha dicho, «la Historia del pueblo hebreo enseña que la existencia humana tiene un propósito y que no nacemos sólo para vivir y morir como bestias». Y al conjuntarse con el mensaje cristiano, debemos a la tradición judeocristiana las ideas de la igualdad ante la ley, del amor como fundamento de la justicia, de la dignidad de la persona humana como reflejo de la filiación divina. Desde luego, toda esta contribución a la dotación moral de la mente humana hace, como concluye Paul Johnson, que «el mundo y la razón, sin los judíos, hubieran sido lugares mucho más vacíos».

Jerusalén es hoy tres religiones y dos pueblos. La visita de Juan Pablo II simboliza que solamente en el vértice de los tres monoteísmos (hebreo, cristiano e islámico) será posible un encuentro real y eficaz de los pueblos que siguen una y otra fe. El camino será muy largo, pero en Tierra Santa Karol Wojtyla quiere subrayar, una vez más, que «todo camino de mil leguas comienza con un paso».

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.