Rafael Navarro-Valls, “Hombre muerto andando”, El Mundo, 17.XII.99

En la película de Tim Robbins Pena de muerte, el carcelero que acompaña al condenado por el corredor sin retorno pregona con frialdad: «Hombre muerto andando» (Dead man walking). En el caso de David Long, ejecutado la semana pasada en Texas, la advertencia no habría sido exacta. Entró en la cámara de la muerte medio agonizante, en camilla y con respirador artificial. Después de su intento de suicidio, fue trasladado desde el hospital en avión a la prisión tejana de Huntsville. Durante los 25 minutos de vuelo un equipo médico garantizó las constantes vitales del recluso. Otro equipo médico se encargó -una hora más tarde- de aplicarle la inyección letal. El cese de las constantes vitales quedó así también oficialmente garantizado.

Con este motivo, Richard Dieter, director del Centro de Información sobre Pena de Muerte en Washington, denunciaba que George W. Bush, candidato republicano a la presidencia, gobernador de Texas y responsable máximo de la luz verde para esta ejecución, «no tiene la mínima compasión por los moribundos, ni por los adolescentes, ni por los enfermos mentales». Otro tanto podía haberse dicho del actual presidente Clinton, si nos atenemos a su historial como gobernador de Arkansas. La realidad es que ese reproche debe hacerse, con mayor justicia, al Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

En una sorprendente escalada de despropósitos, los magistrados del TS han ido haciendo posible el actual caos en que se debate el sistema americano de pena de muerte. Como ha denunciado el profesor Roger Pinto, ahí están para demostrarlo el juego de los prejuicios inconscientes de los magistrados y de los jurados, las apreciaciones divergentes de los hechos, el contexto generalmente horrible de los crímenes y su aumento constante, la pertenencia de los acusados a una minoría racial o marginal, las desigualdades extremas en sus defensas, la multiplicación posible de los procedimientos, el mantenimiento durante años de los condenados en el corredor de la muerte, contribuyen a hacer de la pena capital en el Derecho norteamericano «un sistema donde se pierden de vista los objetivos del castigo supremo: expiación, retribución, ejemplaridad y disuasión».

John B. Holmes, fiscal general de Houston (Texas es el estado que más penas de muerte ejecuta) no está de acuerdo. Con cinismo argumenta: «al menos, disuade al ejecutado».

La Constitución americana -mejor, sus enmiendas- hacen dos referencias a la pena de muerte. En la Enmienda V se lee: «nadie será privado de la vida, la libertad o la propiedad si no es a través del debido proceso». A su vez, la Enmienda VIII garantiza que, en el sistema jurídico americano, «no se aplicarán castigos crueles y desusados». En 1958 se puso en cuestión si la pena de muerte «no sería un castigo cruel y anormal». La contestación del presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, fue que los términos empleados por la octava enmienda son, en efecto, conceptos indeterminados «que permiten una interpretación evolutiva de los mismos, acorde con los estándares de decencia que marcan el progreso de civilización de una sociedad». Sin embargo, «dada la utilización que de la pena de muerte se ha hecho en la Historia americana y también actualmente», concluyó que «no se puede decir que viole el concepto constitucional de crueldad».

Hay que esperar hasta 1972 para dar un respiro a la continua actuación de la old sparky (silla eléctrica), por entonces el sistema más habitual de ejecución. En esa fecha, un Tribunal Supremo muy dividido rehúsa declarar directamente la inconstitucionalidad de la pena de muerte, aunque se llega a una transacción. En el caso Furman v. Georgia, se decide detener las ejecuciones hasta que los estados adapten sus legislaciones a una serie de limitaciones. Pero en 1976 -una vez que cree cumplidas sus condiciones-, de nuevo el Tribunal permite las ejecuciones en los 38 estados que hoy admiten la pena capital. Así, desde 1977 hasta 1995 hubo 266 ejecuciones. Al ritmo actual -el mismo día en que Long fue ejecutado, otros dos convictos corrieron la misma suerte- se calcula que el año 1999 marcará el récord de 100 actuaciones del verdugo. Una cifra que no se alcanzaba desde 1951.

Iniciada la cuenta atrás, y perdida la gran ocasión de declarar una vez por todas la inconstitucionalidad de la pena de muerte, el Tribunal Supremo ha recorrido un tortuoso camino que ha desembocado en su plácet para la penosa ejecución de David Long. Por un lado, ha intentado limitar las condiciones de establecimiento de la pena de muerte. Así, en el caso Coker argumenta que solamente puede imponerse para delitos especialmente graves (expresamente excluye la violación) y cuando se dan circunstancias agravantes como la reincidencia, la depravación etcétera. Pero, al tiempo, en Penry v. Lynaugh (1989) establece la sorprendente doctrina de que «los estándares de decencia de la sociedad actual no prohíben la ejecución de un retrasado mental». No es de extrañar que, congruentemente, decida que la enmienda octava no prohíbe tampoco ejecutar una pena de muerte contra adolescentes (Stanford v. Kentucky). Esto explica que, el próximo enero, Estados Unidos vaya a inaugurar el siglo XXI con la ejecución de tres jóvenes acusados de un asesinato que cometieron cuando eran menores de edad. Si a esto se añade que de los cerca de 3.000 condenados a muerte la inmensa mayoría es de baja extracción social, muchos de ellos negros y chicanos, se entiende que la pena de muerte hoy sea en Estados Unidos una pena racista y clasista. Además de «cruel y anormal».

Puede entenderse (aunque no compartirse) que la clase política americana -presionada por sus electores, en su mayoría partidarios de la pena de muerte- se resista a abolirla. Pero el Supremo, en teoría por encima de las querellas políticas, podría hacerlo. Con ello marcaría una línea de conducta decisiva a una comunidad internacional, en la que hasta Turquía acaba de anunciar su intención de eliminarla.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “La escuela en casa”, El Mundo, 7.XI.99

La publicación del Diagnóstico General del Sistema Educativo (Instituto Nacional de Calidad y Evaluación) encendió, no hace mucho, las luces rojas en los sistemas de alarma del panorama escolar español.

El análisis se centraba en los escolares entre 14 y 16 años. Sus conclusiones advertían del generalizado descenso de la calidad de enseñanza en España, con uno de los índices de fracaso escolar más altos de la Unión Europea (25% en Secundaria). Entre los alumnos de 14 años, sólo el 30% alcanza los niveles satisfactorios, mientras que un 25% tiene resultados claramente insatisfactorios. Estos se elevan hasta el 34% en los chicos de 16 años.

Un importante trabajo sobre los límites de la educación en España denuncia, además, que los centros educativos se están transformando en auténticas «ludotecas o talleres artesanales», en los que el alumno apenas sabe de qué se le habla cuando se le anima a estudiar.

Por su parte, acaba de calificarse de gran «fracaso» el plan nacional de educación iniciado hace 10 años en Estados Unidos. Con parámetros parecidos a los españoles, la Evaluación Nacional del Programa de la Educación ha medido la capacidad de redactar de 160.000 estudiantes norteamericanos entre nueve y 16 años. Resultado: sólo uno de cada cuatro es capaz de hacerse entender a través de un texto redactado por él. Padres irritados por la baja calidad de la educación de sus hijos han recurrido a los tribunales de Chicago y Los Angeles, alegando que el sistema escolar es tan malo que deben ser indemnizados con deducciones de sus impuestos.

El sistema de escolaridad obligatoria está sufriendo un doble ataque. El de aquellos que en el plano teórico lo tachan de grave intromisión del Estado en la vida privada de los ciudadanos (por ejemplo Milton Friedman) y el de asociaciones americanas, francesas, canadienses, australianas o inglesas que postulan como alternativa la educación en casa (home schooling).

Hace unas semanas, se planteó formalmente en España el caso de un niño de ocho años cuyos padres no desean escolarizarlo. La denuncia de la Junta de Andalucía se ha estrellado ante la sensatez del fiscal al que ha llegado el caso. Su informe ha sido negativo respecto a la existencia de indicios delictivos, al comprobarse que los padres dedicaban un tiempo razonable al aprendizaje del niño, que estaba perfectamente atendido.

Lo que es una excepción en España está admitido por más de 30 estados de Norteamérica. Allí todo empezó con la decisión del Tribunal Supremo en el caso Wisconsin versus Yoder. Miembros de la Old Order Amish (recuérdese la película Unico testigo), fueron sancionados por rehusar enviar a sus hijos a las escuelas a partir de los 14 y 15 años, contraviniendo la ley de Wisconsin que impone la escolarización hasta los 16. Para los padres amish, la adolescencia es una etapa crucial en la formación de los jóvenes en valores, y en ese periodo deben vivir integrados en su comunidad.

El Supremo norteamericano aceptó esta postura: «El interés del Estado por la escolarización obligatoria debe ceder ante la libertad de los padres para marcar la orientación moral de sus hijos». Ciertamente, en ese caso estaba en juego la libertad religiosa. Sin embargo, buena parte de la jurisprudencia estatal estadounidense admite el sistema de enseñanza en casa, siempre que existan unas condiciones mínimas en el aprendizaje y los programas impartidos por los padres.

Así, el Supremo de New Hampshire (In re Davis) ha rechazado la acusación de negligencia contra unos padres inmersos en la práctica de la enseñanza doméstica, ya que «esta posición deriva de una honda preocupación por la adecuada educación de sus hijos, lo que los había llevado a gastos personales de entidad».

En España, el establecimiento de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años ha planteado en algunos sectores esta pregunta: ¿puede limitar el Estado la libertad de elegir el tipo de educación que los padres desean para sus hijos, incluida la libertad de decidir escolarizarlos en casa? Repárese que lo que estos nuevos objetores plantean no es eludir la obligación de educar a sus hijos (artículos 27 y 39 de la Constitución y 154 del Código Civil), sino que objetan la escuela como único y excluyente medio de conseguir ese objetivo.

Coincido con Da Sirviera cuando apunta que la entidad de la libertad fundamental en juego (autonomía de la familia) no admite su limitación por simples razones de eficiencia, bienestar o igualdad. Sólo se justifica la escolarización obligatoria por razones conectadas con el principio de libertad. Es decir, porque facilita un ejercicio efectivo y duradero de las otras libertades. En aquellos casos singulares en que se compruebe que la elección hecha por una familia -incluida la decisión reflexiva de sustraer a los hijos del sistema escolar obligatorio- no impide que éstos desarrollen las competencias necesarias para que puedan ejercer sus libertades, el Estado no puede recurrir a medidas coercitivas.

Pero el afloramiento en España de este nuevo caso de objeción de conciencia subterránea plantea otra cuestión de entidad. Numerosos estudios indican que el éxito escolar depende, en buena parte, de los hábitos que uno aprende en casa.

Así, uno dirigido por James Colman de la Universidad de Chicago analizó la influencia del dinero gastado, el número de alumnos por clase, la calidad profesional del maestro (años de experiencia, nivel de formación, etcétera) sobre la madurez escolar. Conclusión: esos factores son interesantes, pero el más importante era la propia influencia de la familia. Incluso ésta presta una ayuda grande al éxito escolar aun cuando no pretenda hacerlo. Pero su influencia se centuplica si se lo propone. El caso de los beat people recién llegados de Indochina es un dato ya clásico. Vivían en penuria, en pisos pequeños y en un país para ellos desconocido. Pero un análisis de la Universidad de Michigan constató que todos estos elementos desfavorables se neutralizaban por el fuerte estímulo familiar que suponía la atención de los hermanos mayores sobre los menores y de los padres sobre los hijos. Conclusión: «Los colegios son un éxito principalmente para las familias estables: un fracaso para las inestables y desorganizadas».

Los últimos informes sobre el sistema escolar español arrojan el resultado de que «la familia española confía en la escuela y en sus profesionales». Sin embargo, su conocimiento real de los problemas educativos es escaso. Se echa en falta una mayor implicación de los padres en la comunidad escolar: sólo participa el 14%. Eso significa poca relación con los tutores de sus hijos y escasa información sobre su vida escolar. Como se ha dicho: «Si comparamos educar niños con una comida, la mayoría piensa que la escuela ofrece los platos fuertes mientras que la familia sólo aporta el postre». He ahí un error de perspectiva.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Los límites del secreto de confesión”, El Mundo, 28.VIII.99

En el debate sobre las Reglas de Procedimiento y Prueba del Tribunal Penal Internacional, acaba de desestimarse la propuesta encabezada por Canadá y Francia que pretendía no reconocer el derecho de los ministros de culto de abstenerse de declarar en juicio sobre cuestiones conocidas a través del secreto de confesión o de confidencias de sus fieles.

No hace mucho, Conan W. Hale, convicto por robo en una penitenciaría de Oregon, solicitó los servicios de un sacerdote católico. La confesión del preso fue grabada a través de sofisticados medios, y se pretendió utilizar como medio de prueba en un posterior juicio contra Hale por homicidio. La Santa Sede presentó una protesta formal ante el Gobierno de Clinton por esta intromisión en la intimidad y en la libertad religiosa de un ciudadano. La prueba no fue aceptada por los tribunales de Estados Unidos. Son dos ejemplos que han puesto en primer plano la tutela del secreto de confesión.

En el Derecho de la Iglesia la cuestión está clara: el sigilo sacramental es inviolable (canon 983, Código de Derecho Canónico de 1983). A su vez, el confesor que viola directamente el secreto de la confesión incurre en excomunión automática (c. 1388). Esta rigurosa protección del sigilo sacramental implica también para el confesor la exención de la obligación de responder en juicio «respecto a todo lo que conoce por razón de su ministerio», y la incapacidad de ser testigo en relación con lo que conoce por confesión sacramental, aunque el penitente le releve del secreto «y le pida que lo manifieste» (cánones 1548 y 1550). En 1988, se precisó que incurre también en excomunión «quien capta mediante cualquier instrumento técnico, o divulga en un medio de comunicación social, las palabras del confesor o del penitente, ya sea la confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero». Esta nueva disposición fue necesaria por una serie de grabaciones de preguntas y consejos realizadas fraudulentamente en confesión, efectuadas en Italia con la intención de difundirlas en revistas sensacionalistas.

En lo que respecta al Derecho civil, un tribunal de Nueva York describía de esta forma el drama de un sacerdote católico obligado a comparecer en juicio para testificar sobre un robo del que había tenido noticia a través de la confesión: «Se encuentra ante el trágico dilema del perjurio y el sacrilegio: si dice la verdad infringe la ley eclesiástica; si la tergiversa, viola el juramento judicial». Este drama de conciencia ha hecho que la tutela del secreto de confesión vaya gradualmente intensificándose en las legislaciones de todo el mundo.

Como ha estudiado con hondura el profesor Palomino, de la Universidad Complutense, por tres vías suele protegerse la privilegiada relación confidencial entre ministro de culto y penitente.

La primera, extendiendo al secreto de confesión la protección que suele otorgarse al secreto profesional (abogados, médicos, notarios, etcétera). Este es el caso de Francia, cuya jurisprudencia ha establecido que «para los sacerdotes católicos no cabe distinguir entre la vía de la confesión y confidencias fuera de ella: en ambos casos son secretos profesionales que han de ser protegidos».

El segundo camino de protección es la tutela de la libertad religiosa a través de la objeción de conciencia, es decir, del establecimiento de una zona de penumbra en la cual la ley civil no puede obligar a pronunciarse a los ministros de culto, precisamente porque supondría una grave lesión de su conciencia. Esta suele ser la vía de protección del ordenamiento inglés.

En fin, el tercer procedimiento es la conceptuación del secreto de confesión como expreso objeto de tutela civil. Tal es el caso de Italia, cuya ley procesal específicamente excluye de la obligación de deponer como testigos a los ministros de las confesiones religiosas.

Respecto a España, una sentencia del Tribunal Supremo (octubre de 1990) ha protegido al sacerdote a quien le fueron entregadas -bajo secreto de confesión- unas joyas sustraídas enun robo. Para el Tribunal Supremo, la negativa del sacerdote a testificar en el juicio viene expresamente prevista en la Ley de Enjuiciamiento Criminal que dispone que no podrán ser obligados a declarar los eclesiásticos «sobre los hechos que les fueron revelados en el ejercicio de las funciones de su ministerio», y ello aunque el acusado admita su participación en el supuesto delito. A su vez, tanto el acuerdo de 1976 entre la Santa Sede y el Estado español como los acuerdos de 1992 entre el Estado español y las confesiones religiosas minoritarias (entidades evangélicas, comunidades israelíes e islámicas), expresamente tutelan el secreto de confesión y el más amplio que proviene de la relación confidencial entre fieles y ministros de culto.

En fin, el nuevo Código Penal -aunque sin referirse específicamente al secreto religioso- indirectamente lo tutela por vía penal, al sancionar en el artículo 199 con pena de prisión de uno a tres años y multa de seis a 12 meses al que «revelare secretos ajenos de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o sus relaciones laborales». Sancionando también con pena de prisión de uno a cuatro años a quien, para descubrir secretos o vulnerar la intimidad de otro, sin su consentimiento, se apodere de sus papeles, cartas, mensajes de correo electrónico, o intercepte sus telecomunicaciones o utilice artificios técnicos de escucha. Se entiende así que comience a abrirse paso también la posibilidad de los sacerdotes católicos y ministros de culto de otras confesiones de objetar de conciencia en caso de ser designados miembros de un jurado, precisamente por la posibilidad, aunque sea remota, de tener que juzgar sobre hechos conocidos por razón de su ministerio.

A la luz de estos datos, aparece plenamente justificada la decisión de los expertos del Tribunal Penal Internacional de rechazar como prueba testifical la declaración de ministros de culto ligados por relaciones confidenciales o secreto de confesión.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Ignacio Sánchez Cámara, “Pobreza y liberalización”, ABC, 6.IV.02

La miseria y el hambre en el mundo es una tragedia que tiene solución y que testimonia contra la decencia humana. Pero esa solución depende, al menos, de dos factores: uno de naturaleza moral, relacionado con la solidaridad y la ayuda de los países ricos a los pobres; otro, de naturaleza intelectual, relativo a la idoneidad de las políticas para contribuir al desarrollo. El estado actual de ambos es deficiente. Ni el limitado altruismo de los ricos ni las terapias intervencionistas y antiliberales dominantes contribuyen a la solución del mal.

En la década anterior, las instituciones financieras internacionales recomendaron a los países en desarrollo medidas para fomentar el crecimiento que insistían en la liberalización y la privatización y en la austeridad presupuestaria. Su terapia fue criticada por no tener en cuenta la necesidad de reducir la desigualdad entre los países ni atender a los efectos negativos de esas políticas para algunos sectores de la población. Por estas razones, la Declaración del Milenio, firmada en 2000 por 150 estados, se comprometía a reducir la pobreza a la mitad en 2015. Desde este punto de vista, los resultados de la Cumbre de Monterrey pueden resultar decepcionantes, aunque sea más difícil alcanzar un acuerdo sobre sus causas. Se enfrentan, al menos, dos posiciones inconciliables, la de quienes cargan todo el problema en la cuenta del egoísmo de los ricos y quienes no ven razonable conceder ayudas sin condiciones a países gobernados por tiranías corruptas o que practican políticas económicas perversas o que constituyen una amenaza para la seguridad de aquellos a quienes solicitan la ayuda. No tener en cuenta este segundo aspecto del problema es injusto y demagógico. Tan cierto como que la ayuda debe aumentar lo es que no debe darse sin el cumplimiento de estrictas condiciones. Otra cosa es alimentar al enemigo y destinar fondos al beneficio de las oligarquías que nunca llegan a los necesitados.

Y en este ámbito es donde aparece la sinrazón de la ideología que culpa precisamente al remedio, las terapias liberalizadoras, de los males que causan las tiranías, la corrupción y las medidas colectivistas. Curiosa prueba de lucidez intelectual es esta consistente en denigrar lo que es condición inexcusable para salir del subdesarrollo. Es verdad que la llamada globalización ha aumentado las desigualdades, pero también lo es que ha favorecido a algunos países subdesarrollados y ha perjudicado a otros. Y tal vez convendría indagar las razones por las que unos países han crecido, reduciendo sus distancias con los países más desarrollados, mientras otros han sucumbido al caos y a la miseria, aumentando las distancias. Y al hacerlo tal vez comprobaríamos que la pobreza no tiene su única causa, ni, probablemente, la principal, en el egoísmo de los países ricos, sino también en los errores de la ideología económica y social dominante. Mientras abunden quienes piensan que la causa de la miseria debe imputarse al capitalismo internacional y al liberalismo, no se contribuirá a solucionar los dos aspectos del problema, pues muchos países subdesarrollados seguirán inmersos en la corrupción y en la tiranía, y otros desarrollados se negarán a financiar regímenes corruptos y políticas erradas. Del mismo modo que la mejor terapia para el crecimiento y la justicia social es la combinación de liberalización y políticas sociales para favorecer a los más necesitados, el mejor modo de luchar contra la miseria en el mundo es el aumento de la ayuda de los ricos combinada con la imposición de políticas liberalizadoras en los países pobres. La demagogia puede nacer de las buenas intenciones, pero nunca los errores pueden contribuir a mejorar un mundo tan necesitado de mejora.

Ignacio Sánchez Cámara, “Prohibido prohibir”, ABC, 9.III.02

Vientos del sesentaiocho se han desatado contra las medidas prohibicionistas contra el alcohol aprobadas por la Comunidad de Madrid. Es natural, ya que vivimos duros tiempos neofascistas, la permisividad quedó atrás y en las Cortes de España resuena el nombre de Goebbels para referirse a la política informativa del Gobierno. Por estas tierras todo lo que no es izquierda es fascismo. Pero lo que no podía esperar es que el viejo lema resucitado me transportara de repente a los dorados tiempos de mi adolescencia, hasta el punto de que, turbado por el anacronismo, casi creía que tenía que volver al colegio. Lo mejor del progresismo es la nostalgia de los viejos tiempos. En el fondo, no hay mejor reaccionario que un perfecto progresista. Como aquí nadie hace lo que le viene en gana y existe una despiadada autoridad opresora y un Estado policial, no ha quedado más remedio que volver a los clásicos: «Prohibido prohibir». La verdad es que de los lemas de mayo del 68 no fue este precisamente el más afortunado. A algunos la fácil frasecita, simplona variante de una vieja paradoja lógica, les parecía la cima del ingenio y de la sutileza, pero, desde luego, su autor no era Groucho Marx. ¿Cumple o no la norma quien la emite? Para ese viaje a las riberas del Sena me quedo con este otro lema, carpetovetónico y castizo que pudo leerse en una tapia hispana: «Los impuestos, que los pague el Estado». Esto sí que es rebeldía y paradoja.

Pero lo peor no es lo exiguo del ingenio que revela sino su falsedad, pues no se lo creen ni sus defensores, y su falta absoluta de oportunidad. Los ardorosos abolicionistas de las prohibiciones tal vez podrían aclararnos si incluyen en su generosa permisividad a la prohibición del racismo, o de los malos tratos domésticos, del terrorismo, de la exhibición de símbolos nazis, o de la explotación. Prohibido prohibir. ¿Seguro? Tal vez repliquen que se trata de hacer lo que a cada cual le venga en gana siempre que no se dañe a nadie. Mas entonces el lema pierde su carácter agresivo y revolucionario, y, como poco, se remonta a John Stuart Mill. Estos ácratas reaccionarios se niegan a comprender que detrás de la mayoría de las prohibiciones se esconde la defensa de algún derecho o libertad ajenos o de un bien jurídico que merece protección. Donde sólo ven limitación de su libertad, no alcanzan a percibir la libertad y el derecho ajenos.

Pero es que tan tenaces libertarios aman sólo su libertad, no la ajena, y previamente despojada de deberes y responsabilidades. Es una libertad sin cargas ni obligaciones. Uno posee, sin duda, autonomía para fumar, beber alcohol o consumir drogas. Es libre. Pero si enferma de cáncer, cirrosis o muere por sobredosis, la autonomía se desvanece en favor de la heteronomía, el paternalismo y el victimismo. La juerga depende del propio albedrío y, si es posible, se celebra con cargo a los presupuestos; la responsabilidad incumbe a las empresas tabacaleras, a los organizadores de macrofiestas o a los «camellos». Pero la responsabilidad de estos no elimina la de los ácratas autónomos. Siempre queda a salvo la inocencia e irresponsabilidad del buen libertario. Prohibido prohibir, y, si la cosa falla, siempre cabe recurrir a la culpa ajena y a la indemnización. Es la infancia perpetua, la irresponsabilidad permanente. Todos somos libres, todos irresponsables, inocentes, niños, sin deberes ni ideales. «Prohibido prohibir»: más que un torpe lema revolucionario, es la perfecta fantasía del niño mimado. Cuanto más reivindican su libertad, menos la ejercen. No estima la libertad quien no estima en la misma medida su otra cara: el deber y la responsabilidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Multiculturalismo e integración”, ABC, 5.III.02

La inmigración es una riqueza, un derecho y un problema. Y los dos primeros hechos no eliminan los riesgos y amenazas del tercero. Ante cualquier debate intelectual y moral, nunca sobra la claridad. Con ella, se puede no tener razón, pero sin ella no es posible tenerla. La claridad, que no está reñida con la profundidad, es la fisonomía y la condición de la verdad. Es, como afirmó Ortega y Gasset, la cortesía del filósofo, pero también es algo más. Quien bucea en las aguas de la confusión contribuye a la causa del error. Hacer distinciones es una de las más altas funciones de la inteligencia. Y una vez hechas las distinciones, es obra del buen sentido la elección de lo mejor.

Ante el hecho de la inmigración, uno de los grandes temas de nuestro tiempo, caben, si no me equivoco, al menos cinco actitudes típicas: el rechazo y la expulsión de los inmigrantes o el impedimento de su entrada, incluida la controlada; su exclusión de la ciudadanía y la condena a la marginación y a la vida fuera de los muros de la ciudad; la asimilación forzosa; la integración en la sociedad de acogida, conservando sus costumbres y creencias en la medida en que no atenten contra los principios y valores fundamentales de aquella; y la solución multiculturalista. Las tres primeras atentan, por diferentes razones, contra la dignidad del hombre y deben ser, por ello, rechazadas, a menos que la dignidad sea concebida como un atributo reservado a algunos seres humanos y no a todos ellos. Por cierto, que la idea de la dignidad del hombre como cualidad o atributo universal y no particular de una raza, clase, grupo, tipo o casta, debe mucho, si no todo, a la concepción cristiana de la persona y, por ello, a la civilización europea o, si se prefiere, occidental. Quedarían, por lo tanto, dos posibilidades: la integración y el multiculturalismo. La tesis que me propongo defender es, como proclama el título de este artículo, que el multiculturalismo es enemigo, quizá no declarado e involuntario en algunos casos, de la integración.

No deben confundirse asimilación e integración. La primera entraña la aculturación de los inmigrantes y la consiguiente pérdida de las pautas y valores de su propia cultura, que quedarían, de una u otra forma, proscritos. El ideal de la asimilación es la unificación cultural a través de la imposición de la cultura de la sociedad de acogida. Por eso, me parece opuesta a la idea de dignidad humana. Por otra parte, esta posición omite el valor del mestizaje cultural como factor de enriquecimiento y el hecho de que sin este entrecruzarse y fecundarse entre culturas, no habría sido posible la propia civilización occidental, que ha nacido de la fusión de elementos procedentes de culturas diversas y cuyo carácter abierto es uno de los principales pilares en los que se fundamenta su superioridad. Dicho sea de paso, va de suyo que la idea de comparación entre pautas culturales me parece legítima y necesaria, y la única forma de eludir un insulso y falso relativismo cultural. El respeto a las culturas diferentes no entraña la igualación entre sus pautas y valores ni, por lo tanto, entre ellas. Valorar, preferir y desdeñar son atributos esenciales del hombre. Y valorar todo por igual, además de injusto, es renunciar a valorar.

La integración respeta el pluralismo entre las culturas, pero bajo el imperio de los principios y valores fundamentales en los que se sustenta la sociedad de acogida, a cuya pertenencia no han sido, por otra parte, constreñidos los inmigrantes. Si no se produce la integración, al menos a ciertos niveles básicos, una sociedad se condena a la anomia y a su destrucción como sociedad. En cualquier caso, y sin ánimo de sacralizar la Constitución, el respeto a las normas y principios constitucionales y, en general, al Derecho constituye un deber que todos los inmigrantes deben cumplir. Todo esto es lo que amenaza la solución multiculturalista. El multiculturalismo entraña la concesión de un derecho ilimitado a toda comunidad cultural que vive en el seno de una sociedad democrática, a conservar sus creencias y costumbres con independencia de su conformidad u hostilidad con los valores democráticos y liberales. Por eso conduce, tarde o temprano, por un camino, tal vez largo, pero seguro e irreversible, hacia la anomia y la disolución sociales. El multiculturalismo produce la segregación entre culturas, convertidas en compartimentos estancos, y la marginación y la constitución de guetos. Es enemigo de la integración, pues termina por identificarla o confundirla con la indeseable asimilación. La integración sería, si acaso, una asimilación limitada y legítima. Son improcedentes los argumentos que se esgrimen contra los críticos del multiculturalismo en el sentido, equivocado, de que vulneran el principio de la tolerancia, faltan al respeto debido a las culturas diferentes y fomentan la xenofobia o incluso el racismo. Estas críticas bordean el delirio y el desconocimiento de la realidad. Conviene guardarse de la intolerancia de los hipertolerantes frenéticos.

Pasemos al tupido velo. Si se tratara de un mero recurso indumentario u ornamental, no cabría oponerle mayores reparos que los derivados de la estética. Y conste que la estética no es trivial. Si se concibe como una exhibición pública de las propias creencias religiosas, sólo podría ser censurado desde la perspectiva de un laicismo radical ajeno al espíritu de la Constitución, que establece un Estado aconfesional mas no laicista. Pero si se interpreta, como parece correcto, como una exhibición simbólica de la marginación de la mujer y de su sometimiento a alguna autoridad varonil o de su naturaleza pecaminosa o nociva, habría que repudiarlo como atentatorio contra la dignidad humana y al principio de igualdad y, por lo tanto, impedir su uso público. Ni los más fanáticos defensores de una tolerancia ilimitada y extraviada se atreven con la permisión de los sacrificios humanos, la ablación de clítoris o los malos tratos domésticos. Hacerlo con el velo, aunque se trate de un hecho sustancialmente diferente, es tanto como omitir la realidad que se oculta detrás de él: la condición de la mujer marginada. Por eso sorprende la tibieza y la índole taciturna y silente del feminismo usualmente vociferante, dispuesto a denunciar con entusiasmo la paja en el ojo occidental mientras vela, con un manto de silencio, la viga en el ojo islámico.

Hay en el actual afán multiculturalista mucho de odio y resentimiento antioccidental. En contra de los valores europeos de raíz cristiana vale tanto la apología de la degradación moral y de la anomia social como la desenfadada tolerancia hacia el fundamentalismo. Extraña y sospechosa armonía entre contrarios, al menos aparentes. Es una tolerancia exacerbada y unidireccional para la que el crucifijo ofende al islamista mientras el católico tiene que tolerar no sólo la media luna sino también el velo y, si es preciso, el burka. Bien es cierto que tampoco podemos alardear de la firmeza de nuestras convicciones ni de la buena forma moral de nuestras sociedades. Algunos de los reproches que nos hacen los inmigrantes los tenemos bien merecidos, aunque no sean precisamente los que pregona el progresismo filofundamentalista. En cualquier caso, opte cada cual en conciencia, pero desde la claridad y no desde la confusión. Debatamos y optemos, pero sin engañarnos. El multiculturalismo, que no debe confundirse con el pluralismo, bajo el que pueden convivir distintas culturas pero dentro de un marco común de convivencia basado en la dignidad de toda persona, es el fruto podrido de la tolerancia desnortada, conduce a la quiebra de la sociedad abierta y es enemigo de los valores liberales y de la genuina integración cultural.

Ignacio Sánchez Cámara, “El espejo en las letrinas (sobre la telebasura)”, ABC, 25.II.02

La «telebasura» es una realidad abominada por todos pero que triunfa en todas partes. «Telebasura» es una de esas palabras tan rotundas y perfectas que sirven para que todos nos pongamos de acuerdo siempre que no nos preguntemos por su naturaleza y contenido. Me temo que hay más «telebasura» de la que parece, que no es poca, pues existe una que se camufla de respetabilidad, y consigue engañar. Es la basura con rostro humano. Pero también es cierto que no todo es basura y que la televisión tampoco merece el dictamen incondicional y condenatorio que han emitido algunos intelectuales. El ensayo de Gustavo Bueno Telebasura y democracia, que analizó anteayer ABC Cultural, va presidido por una afirmación de perfiles inquietantes: «Cada pueblo tiene la televisión que se merece». Ella sería espejo que nos devuelve nuestro propio rostro, la efigie veraz de nuestra miseria cultural. El espejo sería inocente; la sociedad, culpable. Ya habrá tiempo y ocasión para comentar el ensayo de Bueno. Me limitaré hoy a una mínima reflexión sobre este dictamen, que parece presuponer la soberanía de la demanda y, por lo tanto, la culpabilidad del pueblo soberano.

Ciertamente la telebasura se extinguiría si el público le diera la espalda. El espectador no es inocente, a menos que se trate de un sujeto inimputable, privado de libertad y exento de responsabilidad. No habría basura en la pantalla sin la culpable complicidad del dedo que pulsa, o no pulsa, la tecla y del ojo inerte que mira. Los programadores de muladar arguyen que ellos se limitan a dar al público la dosis de basura que implora. Ofrecen un servicio público, masivamente reclamado, que convierte la televisión en una letrina intelectual y moral. Pero esta estrategia, que exhala el aroma de la culpabilidad, omite que la demanda de estiércol audiovisual resulta, en gran parte, inducida por la oferta. De este modo los programadores, las empresas, el Gobierno y las Comunidades Autónomas se convierten en corresponsables de la pestilencia por acción u omisión. Ciertamente, no he visto manifestaciones masivas que reclamen debates sobre la épica griega, ni más conciertos de Debussy en las pantallas, pero tampoco se implora la basura, sino que ésta sale con naturalidad de mentes flacas de escrúpulos. La televisión no es el espejo que refleja el rostro intelectual y moral de la sociedad. Es, si acaso, una perspectiva más, no la más favorable. Si es un espejo, cosa que el concepto de «telebasura fabricada» de Bueno, en gran parte negaría, no refleja toda la realidad, sino sólo la más miserable y deforme y, en muchos casos, una basura fabricada expresamente para su pública exhibición. El ojo no es inocente, pero tampoco es el único ni el principal culpable. Si colocamos un espejo en un muladar, sólo reflejará basura.

Ignacio Sánchez Cámara, “Sequía de inteligencia”, ABC, 23.II.02

Parece que vuelve la sequía y el agua se convierte en bien escaso. Pero existe otra sequía que afecta a la inteligencia y al buen sentido, y que es mucho más perniciosa y menos perceptible. Decía, no sin ironía, Descartes que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues no hay nadie que no esté conforme con la porción que le ha tocado en suerte. Quizá por eso nadie reivindique el derecho a la clarividencia. Es casi el único que falta por reconocer. Basta asomarse a la actualidad para resultar asediado por el espectáculo de grandes y pequeñas incongruencias y por los desvaríos de algunas mentes angostas y menguantes. Unos son graves; otros, casi simpáticos y divertidos.

Un inmigrante se empeña en que su hija (la madre, por cierto, brilla por su islámica ausencia) acuda a la escuela con el velo. Otro, impide que sus hijos vayan a un colegio católico porque hay poca libertad y los símbolos religiosos les dan miedo. Ciertamente, no se puede pedir congruencia a dos padres distintos, mas sí a los poderes públicos. Pues, si fuera intolerancia, que no lo es, impedir el uso del velo en la escuela, también lo sería oponerse a los símbolos de la religión dominante en la sociedad de acogida. Y además, en este caso, el padre incumple el deber de escolarizar a sus hijos. El lema parece ser: con velo, pero sin crucifijo. Es la tolerancia unidireccional. Lo progresista es transigir con lo retrógrado en pro de la tolerancia y el pluralismo, y lo reaccionario oponerse a la caverna foránea.

Un partido político de vocación igualitaria y amor por lo público se opone a medidas educativas del tipo de las que defendió la tradición a la que pertenece, y que precisamente entrañan la mejor garantía para que los que tienen menos recursos puedan aprovechar su único patrimonio: el esfuerzo y el talento. La mediocridad universal beneficia a los hijos de los ricos. Por otra parte, medidas como la reválida eran garantías públicas y controles sobre la enseñanza privada, en su mayoría en manos eclesiásticas. Y los socialistas se oponen a la reválida.

(…) Las prostitutas se manifiestan en la calle. Es decir, como todos los días, sólo que juntas. Y los vecinos, a soportar el botellón y la mancebía junto a sus portales. Son sólo unos ejemplos heterogéneos. Siglo XXI, el cambalache continúa. Ojalá que pronto llueva agua y, si fuera posible, también un poco de inteligencia y buen sentido. Lo agradecerán los campos y las mentes. El nivel de los embalses de la inteligencia no rebasa ya ni el 50 por ciento de su capacidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Ni estético ni oportuno (sobre el chador)”, ABC, 18.II.02

El mismo día, anteayer, en el que publicaba ABC un editorial sobre la polémica del uso del chador en los centros docentes (o, como se trataba en el caso de la niña marroquí de San Lorenzo del Escorial, del hiyab, un pañuelo o velo que sólo cubre la cabeza) aparecía otro, cuyo título me parece que viene al caso del velo musulmán: «Ni estético ni oportuno». Bajo el prisma relativista dominante, no aspiro a que esta opinión rebase la condición de puro juicio subjetivo de valor estético y social. A mí, el dichoso velo me parece feo y un poco deprimente, y su uso en una escuela pública, tan inoportuno como vestir un gorro de astrakán en la playa o lucir el terno de nazareno en las noches de Puerto Banús. Mas, a la vista de algunas indumentarias cuya contemplación tenemos que padecer, tampoco me atrevería a condenar el uso del citado aditamento. Aquí lo más transgresor empieza a ser el buen gusto. Vista cada cual como le plazca, mas no se eche en saco roto la posibilidad y la advertencia de que el exceso de tolerancia pueda acabar con la tolerancia y con otros valores y principios por los que han dado la vida millares de personas. A veces no conviene jugar ni con las cosas de vestir.

La Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid ha dictado la escolarización obligatoria de la alumna con su velo. Más tarde, puede ser el chador y, tal vez, el burka. Quizá algún día una alumna desee acudir a clase vestida de esclava tracia o con bola y grilletes. Los caminos de la sumisión son infinitos. Mas no faltarán apóstoles multiculturales dispuestos a coincidir con los fundamentalistas (de fundamentalismo tampoco andan ellos mal) y a abominar de los valores imperialistas occidentales. Los mismos que se escandalizan ante cualquier declaración episcopal o del contenido de un libro de texto políticamente incorrecto, y tocan a rebato de censura, toleran cualquier extravío multicultural. Su incoherencia es el reflejo de su caos intelectual y moral. Los feministas frenéticos, exculpando la marginación y el sometimiento de la mujer. Vivir para ver. Y encima, pretenden hacerlo en nombre de los valores ilustrados. Aborrecen los crucifijos como si fueran vampiros y adoran extasiados velos y chadores. Y, sin embargo, no atienden demasiado a otros aspectos del problema. Mencionaré dos. El primero se refiere al interés de los menores. A la humillación, que no deja de serlo por ser inducida y consentida, quizá vayamos a añadir la derivada del rechazo social, tanto si procede de la prohibición de acudir a la escuela con velo como si se trata de la derivada del sentimiento de ser diferentes o rechazadas. El segundo consiste en el ocultamiento de nuestro propio fracaso y el de nuestros valores, o quizá el de la falta de ellos. Algunas adolescentes marroquíes han declarado que en los institutos españoles se aprenden cosas malas, como el consumo de alcohol o la promiscuidad sexual. Perciben una España de condones y litronas. Ante esta acusación, el uso del velo parece una inocente extravagancia. Si nuestra sociedad no padeciera graves patologías morales, tal vez prescindirían de su uso al segundo día de clase. Y entonces no sería necesario imponerles la adhesión a unos valores a los que se adherirían libremente. Pero reconozco que semejante argumento es muy poco progresista.

Ignacio Sánchez Cámara, “Errores y mentiras”, ABC, 24.XI.01

El «progresismo talibán» -existe otro progresismo también descarriado pero simpático e inocuo- no pierde ocasión de emprender su particular cruzada contra la religión. La barbarie del islamismo radical es imputada en el debe de la cuenta general de la religión. Olvidando que el terrorismo disfraza su infamia bajo el ropaje de la defensa de algún valor, como la nación, la liberación, la justicia o la religión, hace sólo a esta última responsable del terror. Según tan sutiles razonadores, toda religión encierra en sí misma el germen del fanatismo. Si acaso, limitan su condena a las religiones monoteístas. Y rememoran todas las guerras de religión que en el mundo han sido, omitiendo el pequeño detalle de que ninguna hubiera existido sin la acción de los poderes civiles de los Estados. Repudiar la religiosidad porque existe el fanatismo religioso es tan sutil y convincente como repudiar el matrimonio porque existen los malos tratos y los parricidios. Así, la patología se convierte en la consecuencia natural del fenómeno sano. Para que la falacia resulte completa, conviene además cubrir con un poderoso manto de silencio todo lo que las religiones, y, muy especialmente, el cristianismo, han hecho para construir y defender el edificio de la dignidad del hombre.

La Modernidad, entre un puñado de conquistas indiscutibles, ha conducido a muchos hombres a abrazar el absurdo prejuicio de que la religión es hija de la ignorancia y madre de la barbarie. Recordemos algunos hitos en esta senda extraviada. «La ciencia destruye la religión», confundiendo a la religiosidad con su enemiga, la superstición, e ignorando los límites de la ciencia. «La religión es el opio del pueblo», identificando un efecto, la producción de esperanza o consuelo, con toda la causa. Es como si redujéramos la esencia de la amistad al logro de ayuda en la adversidad. «La religión es una ilusión», tomando una explicación psicológica válida en algunos casos, no en todos, por una explicación general del fenómeno. «La religión reduce al hombre a la minoría de edad», escamoteando el hecho de que muchos de los más grandes hombres han sido profundamente religiosos. A todos estos elementales errores, se añade, en ocasiones, un mecanismo mental que conduce a algunos hombres a aborrecer la religión: el resentimiento contra todo lo noble y excelente por parte de quienes son incapaces de elevarse sobre el nivel del suelo.

Todo esto, y algunas cosas más, explica la radical incapacidad de muchos intelectuales de nuestro tiempo para comprender la religión, y la anómala situación que ésta padece en las sociedades occidentales. A esto se añade la conspiración de silencio sobre todo lo valioso que entraña y realiza. Muchos medios de comunicación incurren, en este sentido, en grave irresponsabilidad, al contribuir a la deformación de la opinión pública. Si un Obispado aparece en el caso Gescartera, poco importa que en calidad de fraudulento aprovechado o de víctima inocente, el hecho tiene asegurada la portada y el análisis exhaustivo. Pero a casi nadie le interesa la acción social de la Iglesia, o la celebración de un Congreso sobre la familia, o la condena de la creciente degradación moral realizada por el presidente de la Conferencia Episcopal española. Eso no es noticia. Resaltar los errores, propios, por otra parte, de la condición humana, y minimizar los aciertos, también, sin duda, propios de la condición humana, es una manera de tergiversar la verdad e incumplir el imperativo de veracidad que debe presidir la actividad periodística. El error puede ser disculpable; la mentira, no.