Ignacio Sánchez Cámara, “Catolicismo débil”, ABC, 17.I.03

El Papa, en un documento titulado «El compromiso y la conducta de los católicos en la vida política», ha propinado un pertinente y merecido varapalo a los políticos católicos y a las organizaciones y publicaciones que se declaran católicas y que abdican de la defensa pública de sus convicciones morales. Juan Pablo II les invita a construir una nueva cultura inspirada en el Evangelio. Los casos más flagrantes citados son los que se refieren al desprecio a la vida y a los derechos de los más débiles y a la equiparación del matrimonio con la situación de las parejas de hecho. La marea progresista de la corrección política y la asunción masiva del relativismo ético han provocado una cobarde estrategia de repliegue de muchos católicos ante una propaganda más ruidosa que conforme a las convicciones mayoritarias. Vivimos en muchos países occidentales en una sociedad desacralizada en la que los valores cristianos ocupan un lugar residual. En suma, vivimos un catolicismo débil.

Ni los más obtusos portavoces del progresismo retrógrado podrán reprochar al Pontífice la defensa de posiciones acomodaticias. Ni en este caso, ni en su actitud hacia el eventual ataque de Estados Unidos contra Irak. Pero no parece aventurado esperar la avalancha de críticas que tratarán de verter sobre el limpio y claro documento las falsas manchas de fundamentalismo o totalitarismo. Equivocan el blanco. Refutar el relativismo ético y llamar al compromiso político de los católicos nada tiene que ver con la imposición a todos de las convicciones de algunos que, por otra parte, son muchos. El texto defiende explícitamente el carácter laico de la sociedad y la separación de las esferas civil y religiosa. Por otra parte, la mayoría de los principios de la moral cristiana no son asunto de fe sino que aspiran a la universalidad mediante la asunción libre. El católico que opina y vota en conciencia no impone nada a nadie. Hace lo mismo que el que no lo es. ¿Acaso concebir el aborto como un derecho es una opinión lícita y negarlo un ejercicio dogmático? ¿Acaso equiparar el matrimonio a las parejas de hecho está permitido y distinguirlos es intolerable? Al menos, habrá que discutirlo. Mas es una curiosa, y dogmática y totalitaria, extravagancia, presuponer, ante una disyuntiva moral, que sólo una de las alternativas puede ser defendida. Estrafalaria concepción del pluralismo.

Naturalmente, hay que distinguir entre el ámbito del derecho y el de la moral. No todo el orden moral debe ser impuesto a través de la coacción jurídica, pero eso no impide que la moral deba inspirar el contenido del derecho. Y de lo que se trata es de precisar cuáles son esos principios, cuál su contenido. La estrategia es clara. Se trata de confundir las cosas y equiparar la libertad religiosa con la reclusión del fenómeno religioso en la mera vida privada. De manera que cualquier pretensión de que los valores cristianos puedan inspirar la vida pública es refutada con el estigma del fundamentalismo. Ante este acoso, muchos católicos, quizá por debilidad o cobardía, acaban por defender lo que menos riesgos provoca. Y más aún cuando se dedican a la política y tienen que buscar el voto. Pero acaso el ruido progresista sea mayor que las nueces de su vigencia. Por lo demás, en las cuestiones mencionadas no se ventila ningún asunto de fe sino algo que pueden resolver la conciencia moral, la racionalidad y el sentido común. No hay aquí nada que imponer y sí mucho que defender. Cada uno debe aferrarse a sus principios, y no imponerlos sino convencer.

Angel García Prieto, “Conflictos en la adolescencia: de Edipo a Narciso”, PUP, 14.I.03

Las dificultades que tenía que superar un adolescente, para enfrentarse a una vida de autonomía personal; todo el conjunto de experiencias, tensiones y aprendizajes que conducían a conseguir la madurez emocional, laboral y relacional de un adulto, están cambiando a fuerza de las presiones que sufre nuestra sociedad postmoderna. Aquello que dio en denominarse el “complejo de Edipo” –con demasiada frecuencia malinterpretado, al ser reducido a cuestiones represivas del instinto y comportamiento sexuales, cuando su realidad es mucho más rica – está pasando a la historia, para proyectar ahora el conflicto fundamental de la adolescencia en otro mito griego, el de Narciso, aquel joven que se enamoró de su propia figura reflejada en el agua del arroyo al que acudía para buscar sus anhelos y deseos en sí mismo.

Sí, adolescentes ensimismados, que pasan por una infancia en la que los adultos no han sabido, querido o podido ponerles límite a sus deseos, caprichos y satisfacciones. Y acaban llegando a esa época crucial de la vida, que es la adolescencia, sin hábitos ni adquisiciones internas que sirvan de base a la autodisciplina necesaria para la madurez, la autonomía que pueda proyectarse en bien hacia los demás.

En este sentido se han manifestado los psicólogos y psicoanalistas participantes, el pasado otoño en Murcia, en una reunión que llevaba el título de “La adolescencia, un reto para la salud mental”. Así, la profesota titular de Psicología Clínica de aquella universidad, Concha López Soler, manifestaba: “Creemos que dándoselo todo a los niños y evitando negativas les hacemos felices, pero ¿qué clase de adultos estamos creando?”, criticando el exceso de gratificaciones inmediatas y la necesidad de comenzar a desarrollar el autocontrol en el primer año de vida, pues si se llega a los cuatro sin arraigarlo, en la adolescencia habrá problemas. Los padres se cansan de mantener la disciplina, el ambiente social no la favorece y en las aulas escolares tampoco parece que haya vientos favorables, entre un profesorado al que se le han quitado los recursos y las motivaciones para educar con cierto control de las conductas. Los expertos reunidos en ese congreso monográfico coincidían, como tantos otros de distintos ambientes y localizaciones, en que el entorno familiar ha pasado del recurso frecuente del castigo, el autoritarismo y la imposición a la ausencia de disciplina. Ya no existen represiones – y el concepto represión no tiene porqué ser siempre algo indeseable – por lo que deseos e impulsos campan a sus anchas durante la infancia, para desembocar en la adolescencia en una situación que desencadene la impotencia de autocontrol ante requerimientos de la vida, para conducir a los chicos a la depresión y la desorientación, cuando no a otros patrones de conducta más patológicos y conflictivos.

Joseph Ratzinger, “Sin la Eucaristía la Iglesia se convierte en un museo”, Zenit, 18.III.03

CIUDAD DEL VATICANO, 17 marzo 2003 (ZENIT.org).- El cardenal Joseph Ratzinger, quien ha colaborado con Juan Pablo II en la redacción de su encíclica sobre la Eucaristía, acaba de publicar un libro precisamente dedicado al argumento.

«En la crisis de la fe que estamos viviendo, el punto neurálgico resulta ser cada vez más la recta celebración y la recta comprensión de la Eucaristía», constata el inicio de unos de los capítulos de «El Dios cercano» («Il Dio vicino», Edizioni San Paolo), que acaba de salir a las librerías en italiano.

Según fuentes vaticanas, el nuevo documento del Papa dedicado a la presencia real de Cristo en el sacramento debería ser publicado en abril.

«Todos nosotros sabemos cuál es la diferencia entre una Iglesia en la que se reza y una Iglesia reducida a museo», explica el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

«Hoy corremos el riesgo de que nuestras iglesias se conviertan en museos y que acaben como los museos: si no se cierran, son expoliados. No tienen vida. La medida de la vitalidad de la Iglesia, la medida de su apertura interior, se mostrará por el hecho de que sus puertas pueden permanecer abiertas, precisamente porque es una iglesia en la que se reza constantemente».

«La Eucaristía, y la comunidad que la celebra, se llenará en la medida en que nos preparemos en la oración silenciosa ante la presencia del Señor y nos convirtamos en personas que quieren comunicar con la verdad».

El cardenal deja espacio a argumentos que son fáciles de escuchar en nuestros días: «También puedo rezar en el bosque, sumergido en la naturaleza».

«Claro que se puede –responde–. Pero, si sólo fuera así, entonces la iniciativa de la oración quedaría totalmente dentro de nosotros: entonces Dios sería un postulado de nuestro pensamiento. El que Él responda o quiera responder, quedaría como una cuestión abierta».

«Eucaristía significa: Dios ha respondido –sigue explicando el purpurado alemán–. La Eucaristía es Dios como respuesta, como presencia que responde. Ahora la iniciativa de la relación divino-humana ya no depende de nosotros, sino de Él, y así se hace verdaderamente seria».

«Por esto –aclara–, la oración en el ámbito de la adoración eucarística alcanza un nivel totalmente nuevo; sólo ahora involucra a las dos partes, y sólo ahora es algo serio. Es más, no sólo involucra a las dos partes, sino que sólo ahora es plenamente universal: cuando rezamos en presencia de la Eucaristía, nunca estamos solos. Con nosotros reza toda a Iglesia que celebra la Eucaristía».

«En esta oración –concluye– ya no estamos ante un Dios pensado, sino ante un Dios que verdaderamente se nos ha entregado; ante un Dios que se ha hecho comunión por nosotros, y así nos libera de nuestros límites por la comunión y nos conduce a la Resurrección. Esta es la oración que debemos volver a buscar».

Tomado de Zenit, ZS03031702

Ignacio Sánchez Cámara, “Tribunos de la plebe”, ABC, 1.II.03

La democracia, abandonada a sus impulsos naturales, tiende a la demagogia y a la mitología de las encuestas. Como si gobernar fuera sólo someterse a la arbitraria opinión de las mayorías, sin considerar cómo se forma esa opinión e influir sobre ella. Y no me refiero sólo a la manipulación, sino sobre todo al prejuicio de que sea irrelevante el proceso de formación de las opiniones, es decir, el proceso educativo. Lo que importa es la encuesta y la estadística. Alabanza de cantidad y menosprecio de excelencia. La democracia obliga a gobernar en nombre de la mayoría, pero no a erigirla en tótem de sabiduría. La estrategia de los demagogos de todos los tiempos ha sido siempre la misma: degradar y, a la vez, halagar al pueblo. Para servirse de él. Rebasando el sentido digno que tuvo esa magistratura en Roma, cabría calificarlos como tribunos de la plebe. La dominan mediante el halago y la degradación.

Y, sin embargo, eso no es democracia. Al menos no lo fue en sus orígenes atenienses. El historiador Tucídides nos traza el retrato inmortal de Pericles y alaba sus virtudes para oponerse e incluso irritar a sus conciudadanos y convencerles de lo que él estimaba mejor para los intereses de Atenas, incluida, por cierto, la guerra contra los lacedemonios. Quien no se opone alguna vez a la opinión dominante, quien, al menos, no se preocupa de si es atinada y noble, no es demócrata sino demagogo. Quien cree que el dictamen de las urnas o de las encuestas dirime cuestiones morales sucumbe a una de las peores idolatrías: la de la plebe.

La estadística y la encuesta no son argumentos morales. Si acaso, y si no están manipuladas, son descripciones de hecho, de estados de opinión. Pero la repetición o la generalización de una tesis moral en ningún caso entraña un argumento suplementario en favor de ella. Frente a los profesionales de la demagogia, hay que preferir y admirar a esos pocos que aspiran a oponerse y a convencer. Si además lo hacen ejerciendo la actividad política, aún resulta más admirable. La democracia no consiste en la apoteosis del consenso ovino, en el rumor monocorde de los balidos que sólo reclaman el mediocre bienestar del rebaño, sino en la libre deliberación entre hombres libres. ¡Qué autosuficiencia ridícula exhiben algunos cuando los perezosos y viejos tópicos que albergan sus cabezas son corroborados por la plebe y sus tribunos! Apenas hay otra cosa que tribunos de la plebe. Apenas queda un rastro de cónsules, por no hablar de senadores y verdaderos aristócratas.

De pronto, la amenaza de un acontecimiento terrible y odioso resucita la imagen perdida de algunos políticos que no renuncian a pensar por sí mismos y que aspiran a convencer y a cambiar el curso y el sentido de la opinión dominante. No se resignan a ser siervos de la gleba intelectual de la plebe. Aunque estuvieran equivocados, y acaso lo estén, su actitud sería en sí misma saludable. Y resulta aún más sorprendente su existencia si se considera que incluso la mayoría de los intelectuales, cuya razón de ser es esa oposición a la dictadura intelectual de los más, hace tiempo que se pasaron a las filas de la demagogia y del tribunado de la plebe. Cuanto más inseguro está uno de la bondad de sus opiniones más necesita del consuelo y la corroboración de las muchedumbres. Si estamos equivocados, al menos somos muchos. Tienen todo el derecho a que se gobierne según su opinión, pero no a pretender que tengan razón. La aritmética puede dirimir una disputa política, pero no cancelar un debate moral.

Ignacio Sánchez Cámara, “Fundamentalismo irreligioso”, ABC, 15.II.03

Hace unos días un diario madrileño reproducía una foto realizada hacía meses en la que el presidente Bush, antes de comenzar un Consejo de Ministros, rezaba por las víctimas del atentado del 11 de septiembre. Y junto a ella, un comentario en el que la oración presidencial se esgrimía como prueba del fundamentalismo religioso que se habría adueñado de la Casa Blanca. Triste y sórdido. Rezar en público vendría a ser, para estos fundamentalistas irreligiosos que querrían relegar lo religioso al ámbito privado cuando no prohibirlo sin más, una expresión de fundamentalismo. Y blasfemar, acaso un derecho fundamental.

Si hay un fundamentalismo religioso, abyecta patología de lo más sublime, también existe otro irreligioso fruto de la simpleza ilustrada. La misma que lleva a desconocer la obra de los pensadores clásicos y a realizar «grandes descubrimientos» que son viejos de siglos. Prisioneros de la caverna falsamente ilustrada, toman como única realidad las pálidas sombras que sus atormentados sentidos son capaces de percibir. Son incapaces de discernir entre un fenómeno y sus patologías. Como la religión presenta en algunos casos síntomas fundamentalistas, lo mejor es suprimir la religión como cosa de fanáticos. Con tan extravagante razonamiento habría que prohibir, entre otras muchas cosas, el fútbol y la política. Tan perspicaces para percibir los desmanes del fanatismo religioso, son incapaces de comprender la potencia humanizadora de la religión, lo que a ella deben las grandes creaciones del espíritu humano, la íntima relación entre arte y trascendencia. Acaso no soporten las palabras que puso Bach al frente, creo, de su «Pequeño Libro de Órgano»: a la gloria de Dios y para provecho de mis prójimos. Es el mismo sentido religioso que alienta en la obra de los grandes artistas, no sólo los del pasado sino también los más recientes. Pero nada cabe hacer ante la terca tenacidad de estos inflexibles enterradores del espíritu. Simplemente, contemplar la excelente salud que exhibe su pretendido cadáver. Por lo demás, quien sólo percibe vacío y nada a su alrededor probablemente sólo alberga vacío y nada en su interior. En cierto modo, nuestra visión del mundo es proyección de nuestra realidad personal.

Este fundamentalismo irreligioso, que sufre convulsiones y mareos con sólo recordar la Edad Media y que suele despacharla con las simplezas al uso y las loas a una modernidad tergiversada, seguro que no aceptará la razonable solución adoptada por el Gobierno para la enseñanza de la Religión en los centros públicos. No les bastará que exista una opción entre unas versiones confesionales de la asignatura y otra no confesional. No les importará que se satisfagan tanto las libertades constitucionales como los acuerdos con la Santa Sede. Lo que querrían es la supresión de toda referencia religiosa en los centros públicos, el anatema sobre toda religión, reducida a la condición de patología del espíritu. Son los mismos que ríen y aplauden las blasfemias y las burlas públicas a las creencias religiosas y al sentimiento de lo sagrado y se indignan y braman con gesto plañidero y censor si un jefe de Estado o de Gobierno reza en público. Es una vez más la tolerancia de ida pero sin vuelta, unidireccional. Ni siquiera les basta con poner al mismo nivel la piedad y la burla antirreligiosa. Hay que tolerar todo menos la expresión pública de lo trascendente. Se tolera el mal y se proscribe el bien. Con semejantes mimbres intelectuales y morales, no cabe extrañarse de la finura de sus análisis: la imagen de Bush rezando es la prueba del fundamentalismo religioso que se ha adueñado de los Estados Unidos.

José Luis Martín Descalzo, “El Mesías disfrazado”

Recordé aquella otra vieja historia de un monasterio en el que la piedad había decaído. No es que los monjes fueran malos, pero sí que en la casa había una especia de gran aburrimiento, que los monjes no parecían felices; nadie quería ni estimaba a nadie y eso se notaba en la vida diaria como una capa espesa de mediocridad.

Tanto, que un día el Padre prior fue a visitar a un famoso sabio con fama de santo, quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: “La causa, hermano, es muy clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta que entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado, y ninguno de vosotros se ha dado cuenta.” El buen prior regresó preocupadísimo a su monasterio porque, por un lado, no podía dudar de la sabiduría de aquel santo, pero, por otro, no lograba imaginarse quién de entre sus compañeros podría ser ese Mesías disfrazado.

¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era un hombre bueno, pero era vanidoso, creído. ¿Sería el maestro de los novicios? No, no. Era también un buen monje, pero era duro, irascible. Imposible que fuera el Mesías. ¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero? Repasó, uno por uno, la lista de sus monjes y a todos les encontraba llenos de defectos. Claro que -se dijo a sí mismo- si el Mesías estaba disfrazado, podía estar disfrazado detrás de algunos defectos aparentes, pero ser, por dentro, el Mesías.

Al llegar a su convento, comunicó a sus monjes el diagnóstico del santo y todos sus compañeros se pusieron a pensar quién de ellos podía ser Mesías disfrazado y todos, más o menos, llegaron a las mismas conclusiones que su prior. Pero, por si acaso, comenzaron a tratar todos mejor a sus compañeros, a todos, no sea que fueran a ofender al Mesías. Y comenzaron a ver que tenían más virtudes de las que ellos sospechaban.

Y, poco a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trataba a su vecino como sí su vecino fuese Dios mismo. Y todos empezaron a ser verdaderamente felices amando y sintiéndose amados.

Enrique Monasterio, “Traumas, agobios y otros síndromes”

Hace meses, en esta misma página, escribí sobre los agobios. Los definía entonces como el síndrome que padecen ciertos estudiantes en vísperas de exámenes. Lamentablemente no fui capaz de agotar el tema: la palabra agobio me persigue; la oigo a todas horas y cada día en contextos más variados y dispares.

Me dice Doña Eulalia que su hijo Alberto tiene un agobio superespantoso porque le han cateado en 7 asignaturas.

-Pero, ¿estudia? -Pues…, no mucho. Estudiar también le agobia.

-Vaya por Dios… Me cuenta Rafa, que “rezar le agobia”, porque piensa que Dios puede pedirle algo que él no quiere dar, y, claro, más vale no escucharle.

Se agobia Pepe por su novia.

-¿Qué le ocurre? -Que es agobiante.

Se agobia María Luisa porque come y engorda. Por culpa de Hacienda se agobia Blas. Y se agobia Patricia, una morena que galopaba ayer en mi cole detrás de Rodolfo, que es un guaperas rubio y perdonavidas.

-No corras tanto —le decía—, que me agobias.

Patricia tiene tres años; Rodolfo, cuatro.

Como se ve, la epidemia de agobios es extensa, multiforme y poliédrica. De ahí que sea necesario dedicar a este vocablo al menos veinte líneas más.

El agobio, tal como se concibe entre los chavales con los que trato (quizá entre los adultos el fenómeno sea diferente), es una especie de tumor maligno, acaso letal, que conviene evitar a toda costa.

Según opinión común, sentirse agobiado o presentir la cercanía de un agobio es razón más que suficiente para esquivar cualquier compromiso adquirido, para mirar a otro lado, para huir de la quema o para no pegar golpe, según los casos.

El fenómeno no es nuevo. Es verdad que el reblandecimiento neuronal de este fin de milenio ha contribuido a extender la pandemia agobiosa por amplios estratos de la sociedad civil; pero también en los felices 60 vivimos una plaga semejante. Sólo que, por aquella época, más que de agobios se hablaba de traumas.

-Manolo, han cateado al niño y está con un trauma horrible.

-Para trauma el que le voy a hacer yo en el ojo.

Más adelante se pusieron de moda los síndromes, que tanto contribuyeron a dar trabajo a psicólogos en paro. Se habló, por ejemplo, del síndrome depresivo postvacacional (pereza a la vuelta de la playa), del síndrome de la madrugada del lunes (os aseguro que lo he leído) y así sucesivamente.

En resumen, y con toda franqueza: estoy de agobios, de síndromes y de traumas hasta la mismísima coronilla, y creo necesario recordar a los afectados por tan penosos males que la vida es esto, que es imposible fortalecer la musculatura de la inteligencia, de la voluntad y del carácter sin plantar cara a los mil obstáculos con que uno se tropieza.

“Vivir —escribió San Josemaría— es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad. Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas”.

En otra ocasión escribí que el hedonismo —en eso estamos— concibe la felicidad como una forma de analgesia. Para él lo importante es sentirse bien, no sufrir por nadie ni por nada, vivir amodorrados, aletargados, es decir, no vivir. Para esta mentalidad, no habría diferencia substancial entre la beatitud de un hombre y la de la ameba, pongamos por caso.

¿Tienes un agobio? Estupendo: da gracias a Dios por no ser una garza imperial, sino una persona humana con capacidad para tener problemas y con suficiente energía como para resolverlos y gozarse en la victoria.

No vuelvas la espalda. Afronta el agobio, rómpele el saque, destrózale sus defensas, golpéale donde le duela… Y paciencia, que también mañana habrá que luchar… No os preocupéis por el mañana —dice el Señor—, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su agobio.

Angel García Prieto, “36 no es su talla, es su edad”, PUP, 2.X.01

Estas últimas semanas se exhibían dos tipos de carteles callejeros en la campaña que está llevando a cabo una conocida marca comercial de ropa. Era llamativo, en primer lugar, que las modelos se presentaban vestidas con elegancia y no provocativamente semidesnudas, como nos tienen acostumbrados de una manera ya tópica gran parte de las imágenes publicitarias que tratan de orientar la moda.

Pero además, se puede considerar aún más laudable el mensaje que trasmitían. La artimaña publicitaria se basaba en un pequeño quiebro entre la percepción y el juicio de los observadores, pues sobre las figuras femeninas aludidas se podía observar una cifra y una leyenda de gran tamaño: “36”. “No es su talla, es su edad”, en uno de los carteles o “90-70-90”. “No son sus medidas. Es su teléfono”, en el otro. Y en letras más pequeñas, en la base del reclamo y como conclusión feliz: “La moda se lleva. No te lleva”.

Está bien que alguna marca comience a darse cuenta de la dramática epidemia de delgadeces que entre las adolescentes y jóvenes vienen provocando las tendencias de modistos, pasarelas y ofertas comerciales de los últimos años. Las anorexias mentales, bulimias y trastornos de la conducta alimentaria en general se han multiplicado por decenas, centenares y miles, respectivamente, por efecto del bombardeo de eslóganes, modas y planes para el fomentar un estilo de alimentación y una estética de la línea corporal por completo inhumanas y atentatorias contra la salud corporal y psíquica.

Enhorabuena a esa firma comercial por su orientación. A ver si este ejemplo cunde y comienza a enderezarse el camino de la moda femenina hacia una dirección que sea racional, saludable y realmente digna.

Angel García Prieto, “Psicopatología del acoso”, PUP, 11.XII.01

Se ha puesto de moda hablar del “síndrome de acoso institucional o mobbing”. Y no sin razón, pues desde hace no mucho tiempo se observa en las consultas de psiquiatría la frecuente presencia de pacientes que sufren este trastorno.

El acoso es tan antiguo como la vida social. Siempre ha habido casos de personas individuales o grupos que persiguen a otros de una manera psicológica. Existe un acoso psicológico en el ámbito laboral, en el que un superior o un grupo de compañeros persiguen, aíslan, hostigan o maltratan de diversas maneras a otro compañero víctima, por razones de envidias, estrategias del grupo o diversos motivos que conducen a intentar expulsar o aniquilar de esa persona; éste es el que ahora denominamos “acoso institucional”. Pero también existe un “acoso sexual”, cuando la pretensión del acosador es obtener un beneficio lascivo, o cuando los medios de que se vale para otros fines tienen un carácter sexual o cuando la víctima lo es simplemente por su sexo. Incluso se puede hablar de otro tipo de acoso que se produce en el seno de una familia o una pareja, es el denominado “Luz de gas” – por el título de la famosa y clásica película, que lo describe de una manera magistral – y consiste no! tanto en atemorizar a la víctima sino en hacerla dudar de sí misma, de sus percepciones y juicios, para anularla como persona.

Si siempre ha habido acoso y ahora sus consecuencias se ven mucho más en la consulta, obedece a diversas razones de tipo sociológico, cuya descripción excedería lo que permite este artículo. Pero en síntesis se podría decir que hoy día somos mucho más sensibles a todo lo que puede ser peligroso o simplemente arduo o difícil para el yo. La sociedad actual educa y alienta en exceso hacia la seguridad y, con palabras de un clásico de la psiquiatría, Fritz Künkel: “El riesgo al que se expone el yo es tanto más grave, cuanto mayor es la solicitud con que busca su protección”, razón, entre otras, para que con facilidad las personas se puedan sentir más frágiles y puedan acudir – porque ahora las hay, antes no tanto – a esas ayudas de profesionales de la salud psíquica.

El síndrome del acoso -que en ocasiones se puede confundir con otro parecido y también muy presente, el de “estar quemado o bourn out”- se puede presentar con síntomas de la esfera depresiva, como tristeza, insomnio, aislamiento, desánimo, cansancio, autodepreciación, desilusión, etc.; o bien en forma de estrés, con ansiedad, obsesiones en torno a la persecución de que se siente objeto, hipervigilacia, irritabilidad o agresividad, dificultades en las relaciones interpersonales, etc. En cualquier caso se trata de un trastorno adaptativo psicológico que hace sufrir mucho al que lo padece y que va a necesitar un tratamiento psicoterapéutico, farmacológico y, si es posible, una intervención en el ámbito laboral o institucional en el que se desarrolla el acoso.

José Luis Martín Descalzo, “Glosa sobre los 10 Mandamientos”

1. Amarás a Dios. Lo amarás sin retóricas, como a tu padre, como a tu amigo. No tengas nunca una fe que no se traduzca en amor. Recuerda siempre que tu Dios no es una entelequia, un abstracto, la conclusión de un silogismo, sino Alguien que te ama y a quien tienes que amar. Sabe que un Dios a quien no se puede amar no merece existir. Lo amarás como tú sabes: pobremente. Y te sentirás feliz de tener un solo corazón y de amar con el mismo a Dios, a tus hermanos, a Mozart y a tu gata. Y, al mismo tiempo que amas a Dios, huye de todos esos ídolos de nuestro mundo, esos ídolos que nunca te amarán pero podrán dominarte: el poder, el confort, el dinero, el sentimentalismo, la violencia. 2. No usarás en vano las grandes palabras: Dios, Patria, Amor. Tocarás esas grandes realidades de año en año y con respeto, como la campana gorda de una catedral. No la uses jamás contra nadie, jamás para sacar jugo de ellas, jamás para tu propia conveniencia. Piensa que utilizarlas como escudo para defenderte o como jabalina para atacar es una de las formas más crueles de la blasfemia. 3. Piensa siempre que el domingo está muy bien inventado, que tú no eres un animal de carga creado para sudar y morir. Impón a ese maldito exceso de trabajo que te acosa y te asedia algunas pausas de silencio para encontrarte con la soledad, con la música, con la Naturaleza, con tu propia alma, con Dios en definitiva. Ya sabes que en tu alma hay flores que sólo crecen con el trabajo. Pero sabes también que hay otras que sólo viven en el ocio fecundo. 4. Recuerda siempre que lo mejor de ti lo heredaste de tu padre y de tu madre. Y, puesto que no tienes ya la dicha de poder demostrarles tu amor en este mundo, déjales que sigan engendrándote a través del recuerdo. Tú sabes muy bien, que todos tus esfuerzos personales jamás serán capaces de construir el amor y la ternura que te regaló tu madre y la honradez y el amor al trabajo que te enseñó tu padre. 5. No olvides que naciste carnívoro y agresivo y que, por tanto, te es más fácil matar que amar. Vive despierto para no hacer daño a nadie, ni a las personas, ni animal, ni a cosa alguna. Sabes que se puede matar hasta con negar una sonrisa y que tendrás que dedicarte apasionadamente a ayudar a los demás para estar seguro de no haber matado a nadie. 6. No aceptes nunca esa idea de que la vida es una película del Oeste en la que el alma sería el bueno y el cuerpo el malo. Tu cuerpo es tan limpio como tu alma y necesita tanta limpieza como ella. No temas, pues, a la amistad, ni tampoco al amor: ríndeles culto precisamente porque les valoras. Pero no caigas nunca en esa gran trampa de creer que el amor es recolectar placer para ti mismo, cuando es transmitir alegría a los demás. 7. No robarás a nadie su derecho a ser libre. Tampoco permitirás que nadie te robe a ti la libertad y la alegría. Recuerda que te dieron el alma para repartirla y que roba todo aquel que no la reparte, lo mismo que se estancan y se pudren los ríos que no corren. 8. Recuerda que, de todas tus armas, la más peligrosa es la lengua. Rinde culto a la verdad, pero no olvides dos cosas: que jamás acabarás de econtrarla completa y que en ningún caso debes imponerla a los demás. 9. No desearás la mujer de tu prójimo, ni su casa, ni su coche, ni su vídeo, ni su sueldo. No dejes nunca que tu corazón se convierta en un cementerio de chatarra, en un cementerio de deseos estúpidos. 10. No codiciarás los bienes ajenos ni tampoco los propios. Sólo de una cosa puedes ser avaro: de tu tiempo, de llenar de vida los años poco o muchos que te fueran concedidos. Recuerda que sólo quienes no desean nada lo poseen todo. Y sábete que, ocurra lo que ocurra, nunca te faltarán los bienes fundamentales: al amor de tu Padre, que está en los cielos, y la fraternidad de tus hermanos, que están en la tierra. Tomado de "Razones para la esperanza", Ed. Atenas.