Alejandro Llano, “La hora de la Sociedad de la Inteligencia”, NR, VII.2000

Nueva Revista, nº 70, VII-VIII.00 La Sociedad del Conocimiento será, sobre todo, la sociedad de la inteligencia. Es preciso recuperar una noción de sabiduría práctica no lastrada por prejuicios. Se trata, según Alejandro Llano, de un hábito cognoscitivo individual, que se adquiere mediante un aprendizaje continuo, que mejora y se consolida en el trato social, que antepone las personas a las cosas y que fomenta, finalmente, en las organizaciones los valores de la innovación y la solidaridad.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Aprendices de brujo” (clonación), ABC, 9.VIII.01

Algunos científicos parecen empeñados en convertirse en discípulos aventajados del doctor Frankenstein. Si un disparate es posible, podemos estar seguros de que intentarán realizarlo. Aunque con ello demuestren que su talento científico aún resulta superado por su indigencia moral. Se veía venir. Desde que en 1997 se logró la clonación de la oveja Dolly, pocas dudas podían albergarse acerca del inminente intento de ensayar la clonación de seres humanos. Naturalmente, la aberración debe revestirse con la dignidad de la ciencia y con la promesa de maravillosas consecuencias para la humanidad. La ciencia no debe detenerse. Las fuerzas de la ignorancia, del oscurantismo y de la reacción siempre se han opuesto al avance de la ilustración y del conocimiento.

La clonación permitirá curar enfermedades y abastecer de órganos para eventuales trasplantes. También facilitará el progreso de la investigación científica. Este argumento de la tradicional oposición a la ciencia es especialmente peligroso, por su aparente plausibilidad. Y, sin embargo, resulta de una perfecta endeblez. Que hayan existido y existan fuerzas hostiles a la libre investigación, no significa que todo lo que sea posible hacer, pueda moralmente hacerse. La lógica de este argumento falaz podría llevar a justificar, por ejemplo, todo tipo de experimentos eugenésicos.

Una cosa es la ilimitada libertad de conocer, atributo esencial del hombre, y otra la licitud de cualquier técnica de manipulación de vidas humanas. Quienes nos oponemos a la clonación de seres humanos, no establecemos con ello ninguna limitación al afán de conocer ni al progreso de la ciencia, sino sólo a la decisión de convertir lo que es un fin en sí mismo en puro medio. Ni siquiera se trata de poner límites morales a la ciencia, que puede y debe llegar hasta donde pueda en su voluntad de conocer. Se trata de poner límites a la acción y a la voluntad humanas, que nunca están legitimadas para ponerse al servicio de la deshumanización. Si no se respeta toda vida humana, se termina por no respetar ninguna. Se ha devaluado tanto la vida que ya casi parece normal que la experimentación científica y técnica pueda estar por encima de ella en lugar de estar al servicio de ella.

Con ser contundente, ni siquiera es decisivo el argumento proporcionado por la mayoría de la comunidad científica, que ha alertado sobre la posibilidad de que se produzcan anomalías en los embriones fabricados. Tampoco es lo más grave que la rapacidad de algunos científicos pueda llevarles a poner su técnica al servicio de sus intereses económicos para explotar el deseo de tener hijos de las parejas que no pueden tenerlos por medios naturales. Lo decisivo es la pretensión misma de fabricar seres humanos. El debate principal no afecta a las consecuencias, favorables o desfavorables, de la clonación humana, aunque existen sobradas razones para presagiar que prevalecerán las segundas. Es, ante todo, una cuestión de principios. De lo que se trata es de decidir si el hombre es persona o cosa, si la vida humana encierra un valor en sí misma o es una mera propiedad inherente a ciertos seres. Porque si es posible moralmente la fabricación en serie de seres humanos, como si de una cadena de montaje se tratara, entonces podemos afirmar que casi todo está permitido. El episodio revela una vez más cómo la más sofisticada ciencia y técnica pueden coexistir con la mayor barbarie moral. Desgraciadamente la ciencia, cuando se aleja del ámbito de los principios filosóficos y morales, no vacuna contra la inmoralidad. Por el contrario, favorece la aparición de ridículos aprendices de brujo, de remedos del personaje que soñó Mary Shelley.

Joseph Ratzinger, “Europa, política y religión”, Berlín, 28.XI.2000

La Declaración de Derechos Fundamentales, aprobada por los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, revela el deseo de dar un fundamento de valores comunes a la Europa unida. ¿Hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual común al cuerpo económico de Europa? Esto es lo que planteaba el Cardenal Joseph Ratzinger en una conferencia pronunciada el pasado 28 de noviembre en Berlín, cuyo texto íntegro ha sido publicado en español por NUEVA REVISTA DE POLITICA, CULTURA Y ARTE, nº73 (enero-febrero 2001): www.nuevarevista.com Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Europa, política y religión”, Berlín, 28.XI.2000″

Ignacio Sánchez Cámara, “Relativismo dogmático”, ABC, 27.X.01

Apenas pasa un día sin que podamos asistir a una demostración del dogmatismo de quienes profesan, más bien de boquilla, el más displicente de los relativismos. Esta actitud goza de una inmerecida buena fama, pues pretende ir asociada a la tolerancia, a la ausencia de dogmatismo, a la aceptación de la posible razón del discrepante, en suma, a la posesión de un talante civilizado, elegante y exquisito. La verdad es que todas estas virtudes carecen de verdadero mérito en el relativismo consecuente, pues nada más natural que admita la razón del adversario quien estima que su posición es relativa, discutible y dudosa. En última instancia, el relativismo radical es incompatible con la tolerancia, pues la vuelve superflua e imposible. Se tolera lo que se estima deficiente, erróneo o falso. Lo que puede ser verdadero y acertado no se tolera; se acepta o se discute.

Pero lo curioso es la facilidad con la que tantos relativistas confesos desmienten con sus palabras y sus obras la doctrina que dicen profesar. En ocasiones superan en dogmatismo y descalificación del adversario a quienes pretenden imponer el carácter absoluto y objetivo de su verdad. Nadie más dogmático que un relativista radical. También algunos de los más violentos se encuentran en las filas de los pacifistas. En primer lugar, están tan seguros de estar en posesión de la verdad, a pesar de su relativismo, que exhiben la más feroz arrogancia contra los que tildan de dogmáticos. Dogmatismo por dogmatismo, el suyo tampoco está mal. Las personalidades más autoritarias suelen encontrarse entre estos ardorosos relativistas de salón. En esto, cierta izquierda alcanza auténtica maestría. Todo es relativo, pero Castro es un benefactor de la humanidad. Todo es relativo, pero los Estados Unidos son culpables de todo el mal del mundo. Todo es relativo, pero la religión es un engaño. Todo es relativo, menos la razón indeleble y eterna que les asiste. En lo único en lo que son coherentes con su relativismo es en lo que se refiere a las dictaduras. Ahí todo depende: unas son buenas y otras malas.

En el fondo, se trata de un falso relativismo unidireccional, de una pura coartada. Son relativistas a la hora de combatir las tesis que rechazan, pero son dogmáticos cuando defienden las suyas propias. Sus oponentes son dogmáticos. Ellos lo saben bien, aunque todo es opinable. En lugar de argumentar, descalifican. Si no les gusta una ley, es injusta y se incumple. Es un relativismo fingido y estratégico. La ley democráticamente aprobada es la suprema expresión de la justicia, pero sólo cuando gobiernan ellos. Son unos extraños relativistas, siempre dispuestos a lapidar dialécticamente, y, en los peores casos, de manera literal, al adversario. Son los representantes de un relativismo frenético y visceral.

En la España de hace unas décadas, buena parte de la izquierda abrazó la filosofía analítica y el neopositivismo lógico, pensando tal vez que constituían una excelente manera de combatir al pensamiento metafísico tradicional, especialmente el religioso, instaurando el escepticismo en materias morales, políticas y religiosas. Mas omitían el pequeño detalle de que si su interpretación de esas teorías era correcta, también quedaban reducidos a añicos y cenizas sus propios postulados y, especialmente, su idolatrado marxismo.

Se trataba para ellos de una herramienta útil para combatir al adversario, pero que se desvanecía y volvía inútil cuando se trataba de aplicársela a ellos mismos. El episodio, aunque ya lejano, permite aclarar la condición nativa de esta tan curiosa especie que goza de excelente salud.

Rafael Navarro-Valls, “La primera de las libertades” (libertad religiosa), El Mundo, 18.VIII.97

Lo que no se logró en las conferencias de El Cairo y de Beijing o en el debate sobre la ampliación de la OTAN lo ha conseguido la libertad religiosa. Me refiero a la coincidencia de Juan Pablo II, Clinton y Yeltsin frente al proyecto de ley sobre libertad de culto, aprobada hace unos días por el Parlamento ruso. Tengo delante el texto íntegro de la carta enviada por el Papa a Yeltsin, alentándole a dar una nueva redacción a la ley rusa. También, el ultimátum del Senado de EEUU a Rusia por la restricción de la actividad de las confesiones protestantes, el informe que acaba de hacer público el Departamento de Estado norteamericano sobre el estado de la libertad religiosa en el mundo, y los términos del veto del presidente ruso, que deja en suspenso la promulgación de la ley aprobada por la Duma. En los cuatro documentos, un punto de convergencia: la libertad religiosa es la primera de las libertades y su restricción supone una grave lesión de los derechos humanos.

La cuestión debatida en los medios nacionalistas rusos y en los foros internacionales es ésta: ¿el veto de Yeltsin es la lógica reacción de defensa frente a una lesión de las libertades básicas o, más bien, el fruto de una injerencia extranjera a través de una concertada presión internacional? El análisis de algunas actuaciones dispersas de las iglesias ortodoxas permitirá aclarar el interrogante.

Es sintomático que, mientras en las zonas musulmanas de Sarajevo los católicos y protestantes pudieron continuar practicando su culto, en la parte serbia se produjo una expulsión masiva de sacerdotes y ministros de otros cultos cristianos. En Grecia, la Constitución vigente dispone que «el proselitismo está prohibido». Esta cláusula es un medio de defensa de la Iglesia ortodoxa griega, que se remonta a la Constitución de 1844, donde se incluyó para frenar una campaña de la iglesia evangélica entre los estudiantes griegos. La intolerancia frente a otros cultos es tan evidente que no hace mucho el Tribunal de Derechos Humanos ha debido condenar a Grecia por reprimir penalmente el proselitismo intentado por un testigo de Jehová (caso Kokkinakis) sobre una mujer de religión ortodoxa.

Si ahora centramos la atención sobre la actuación de la Iglesia ortodoxa rusa se entiende algo más el veto de Yeltsin. La ley aprobada por el Parlamento ruso establece la primacía nacional de la Iglesia ortodoxa. Junto a ella, define confusamente como religiones «tradicionales» de Rusia -además de la ortodoxa- el islam, el budismo, el judaísmo y «otras religiones», que no precisa. Las religiones no explícitamente «tradicionales» deberán acudir a registrarse antes del 31 de diciembre de 1998. En el registro, para obtener el reconocimiento de «organización religiosa panrusa» y lograr plenos derechos públicos, una iglesia o confesión tendrá que presentar 100.000 firmas y demostrar que tiene «representaciones», hoy y desde hace más de 50 años, en al menos la mitad de las provincias rusas. Los que no consigan ese reconocimiento no gozarán de personalidad jurídica durante un mínimo de 15 años, de derechos de propiedad, de editar publicaciones, no podrán practicar culto público ni crear instituciones de enseñanza. Podrán ser sancionadas, entre otros supuestos, si hacen propaganda en favor de la objeción de conciencia.

Los términos restrictivos de esta ley -apoyada por el poderoso grupo comunista en la Duma- se explican por el contexto histórico ruso. El estado zarista y la Iglesia ortodoxa tuvieron un concepto monista de la autoridad. «Autocracia, ortodoxia y nacionalismo» fue el lema oficial del zar Nicolás I y sus sucesores. Aunque el sistema soviético proscribió la religión, Stalin utilizó la influencia de la Iglesia ortodoxa como elemento de cohesión del nacionalismo ruso. Y, más tarde, para acceder al estado clerical en la Iglesia ortodoxa había que firmar un documento de adhesión al KGB. Este dato -hecho público durante la glasnot de Gorbachov- ha erosionado el prestigio de la Iglesia ortodoxa, propiciando conversiones al catolicismo y al protestantismo. De ahí, entre otras razones, el temor ortodoxo a una ley que facilite el proselitismo de otras confesiones.

Ciertamente, no todo es juego limpio en el proselitismo. El peligro de manipulación o fraude es evidente. Pero en esta materia ocurre como con la libertad de expresión. Si se aceptan los valores de la prensa libre, es preciso también aceptar el riesgo de que parte de la prensa vaya a actuar irresponsablemente en un momento determinado. Como ha dicho Tom Wicker, no existe medio alguno con el que se pueda prevenir tal riego sin eliminar la libertad de prensa. También en materia religiosa el Estado tiene que correr el riesgo de la libertad. Es el ciudadano el que debe defenderse de la indoctrinación sectaria. No es bueno que el Estado intervenga -salvo especialísimos supuestos- creando zonas de incontaminación al amparo de influencias externas. El argumento de la «defensa del indefenso» suele ser, en esta materia, casi siempre la carta jugada por los Estados totalitarios.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Joseph Ratzinger, “El fundamentalismo islámico”

Tomado de “Una mirada a Europa”, Rialp, 1993.

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Joseph Ratzinger, “La verdad de la belleza y la belleza de la verdad”, Zenit, 21.VIII.02

RÍMINI, 21 agosto 2002 (ZENIT.org).- Los hombres y mujeres de hoy creerán si redescubren la auténtica belleza, afirma el cardenal Joseph Ratzinger en un mensaje hecho público este miércoles.

En el texto, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe afirma: «Para que hoy la fe pueda crecer tenemos que llevar nosotros mismos a los hombres y mujeres con que nos cruzamos a entrar en contacto con la belleza».

La misiva del purpurado alemán ha sido leída en el Meeting por la Amistad entre los Pueblos, que del 18 al 24 de agosto reúne en Rimini (Italia) a cientos de miles de personas por iniciativa del movimiento Comunión y Liberación.

Comentando el lema del encuentro –«El sentimiento de las cosas. La contemplación de la belleza»– el cardenal Ratzinger constata que «hoy día el mensaje de la belleza es puesto en duda por el poder de la mentira, que se sirve de varios estratagemas».

«Uno de estos es el de promover una belleza que no despierta la nostalgia de lo inefable, sino que más bien promueve la voluntad de posesión». «¿Quién no reconocería, por ejemplo, en la publicidad esas imágenes que con extraordinaria habilidad están pensadas para tentar irresistiblemente al hombre a apropiarse de algo y a buscar la satisfacción del momento?». De este modo, el arte cristiano se encuentra hoy entre dos fuegos: «debe oponerse al culto de lo feo, según el cual toda belleza es un engaño, y tiene que enfrentarse a la belleza mendaz que hace al hombre más pequeño».

El cardenal citó entonces la frase de Fiódor M. Dostoievski (1821-1881) «La belleza nos salvará», en la que el escritor ruso se refiere a la belleza redentora de Jesucristo.

«Quien cree en el Dios que se manifestó precisamente en las semblanzas de Cristo crucificado como “amor hasta el final” sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo que sufre aprende también que la belleza de la verdad comprende la ofensa, el dolor, y el oscuro misterio de la muerte».

De este modo, sabe que la belleza «sólo puede ser encontrada en la aceptación del dolor y no en ignorarlo». «En todas las atrocidades de la historia, un concepto meramente armonioso de la belleza no es suficiente». «De hecho, en la pasión de Cristo la estética griega -tan digna de admiración- es superada. Desde entonces, la experiencia de la belleza ha recibido una nueva profundidad y un nuevo realismo». «Quien es la belleza misma se ha dejado golpear el rostro, escupir a la cara, coronar de espinas –la Sábana Santa de Turín puede hacernos imaginar todo esto de manera impactante–». «Pero precisamente en este rostro tan desfigurado aparece la auténtica belleza: la belleza del amor que llega “hasta el final” y que se revela más fuerte que la mentira y la violencia».«Tenemos que aprender a verlo, si somos golpeados por el dardo de su paradójica belleza, entonces le conoceremos verdaderamente».

————- Publicamos el mensaje que envió el cardenal Joseph Ratzinger a los participantes en el «Meeting» de Rímini (Italia) celebrado del 24 al 30 de agosto de 2002 por iniciativa del movimiento eclesial Comunión y Liberación sobre el tema «La contemplación de la belleza».

Cada año, en la Liturgia de las Horas del tiempo de Cuaresma, me vuelve a conmover una paradoja de las Vísperas del lunes de la segunda semana del Salterio. Allí, una junto a la otra, se encuentran dos antífonas, una para el tiempo de Cuaresma y otra para la Semana santa. Ambas introducen el salmo 44, pero lo hacen con claves interpretativas radicalmente contrapuestas. El salmo describe las nupcias del Rey, su belleza, sus virtudes, su misión y, a continuación, exalta la figura de la esposa. En el tiempo de Cuaresma, introduce el salmo la misma antífona que se utiliza durante el resto del año. El tercer versículo reza: «Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia».

Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no sólo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en él, sobre todo, se encarna la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo, que nos atrae hacia sí y a la vez abre en nosotros la herida del Amor, la santa pasión («eros») que nos hace caminar, en la Iglesia esposa y junto con ella, al encuentro del Amor que nos llama. Pero el miércoles de la Semana santa, la Iglesia cambia la antífona y nos invita a leer el salmo a la luz de Isaías: «Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor» (53, 2). ¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones? El «más bello de los hombres» es de aspecto tan miserable, que ni se le quiere mirar. Pilatos lo muestra a la multitud diciendo: «Este es el hombre», tratando de suscitar la piedad por el Hombre, despreciado y maltratado, al que no le queda ninguna belleza exterior. San Agustín, que en su juventud escribió un libro sobre lo bello y lo conveniente, y que apreciaba la belleza en las palabras, en la música y en las artes figurativas, percibió con mucha fuerza esta paradoja y se dio cuenta de que en este pasaje la gran filosofía griega de la belleza no sólo se refundía, sino que se ponía dramáticamente en discusión: habría que discutir y experimentar de nuevo lo que era la belleza y su significado. Refiriéndose a la paradoja contenida en estos textos, hablaba de «dos trompetas» que suenan contrapuestas, pero que reciben su sonido del mismo soplo de aire, del mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es una contraposición, pero no una contradicción. Las dos, afirmaciones provienen del mismo Espíritu que inspira toda la Escritura, el cual, sin embargo, suena en ella con notas diferentes y, precisamente así, nos sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma Del texto de Isaías nace, ante todo, la cuestión de la que se han ocupado los Padres de la Iglesia: si Cristo era o no bello. Aquí se oculta la cuestión más radical: si la belleza es verdadera o si, por el contrario, la fealdad es lo que nos conduce a la profunda verdad de la realidad. El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor «hasta el final» (Jn 13, 1), sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo sufriente comprende también que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo.

Sin duda, un inicio de comprensión de que la belleza tiene que ver con el dolor se encuentra también en el mundo griego. Pensemos por ejemplo en el Fedro de Platón. Platón considera el encuentro con la belleza como esa sacudida emotiva y saludable que permite al hombre salir de sí mismo, lo «entusiasma» atrayéndolo hacia otro distinto de él. El hombre -así dice Platón- ha perdido la perfección original concebida para él. Ahora busca perennemente la forma primigenia que le sane. Recuerdo y nostalgia lo inducen a la búsqueda, y la belleza lo arranca del acomodamiento cotidiano. Le hace sufrir. Podríamos decir, en sentido platónico, que el dardo de la nostalgia lo hiere y justamente de este modo le da alas y lo atrae hacia lo alto.

En el discurso de Aristófanes en el Banquete se afirma que los amantes desconocen lo que verdaderamente quieren el uno del otro. Por el contrario, resulta evidente que las almas de ambos están sedientas de algo distinto, que no es el placer amoroso. Sin embargo, el, alma no consigue expresar este algo distinto, «tiene sólo una vaga percepción de lo que realmente anhela y habla de ello como de un enigma».

En el siglo XIV, en el libro sobre la vida de Cristo del teólogo bizantino Nicolás Kabasilas, volvemos a encontrar esta experiencia de Platón, en la cual el objeto último de la nostalgia permanece sin nombre, aunque transformado por la nueva experiencia cristiana. Kabasilas afirma: «Hombres que llevan en sí un deseo tan poderoso que supera su naturaleza, y que desean y anhelan más de aquello a lo que el hombre puede aspirar, estos hombres han sido traspasados por el mismo Esposo; él misma ha enviado a sus ojos un rayo ardiente de su belleza. La profundidad de la herida revela ya cuál es el dardo, y la intensidad del deseo deja entrever Quién ha lanzado la flecha».

La belleza hiere, pero precisamente de esta manera recuerda al hombre su destino último. Lo que afirma Platón y, más de 1500 años después, Kabasilas nada tiene que ver con el esteticismo superficial y con una actitud irracional, con la huida de la claridad y de la importancia de la razón. La belleza es conocimiento, ciertamente; una forma superior de conocimiento, puesto que toca al hombre con toda la profundidad de la verdad. En esto Kabasilas sigue siendo totalmente griego, en cuanto que pone el conocimiento en primer lugar. «Origen del amor es el conocimiento – afirma-; el conocimiento genera amor». «En algunas ocasiones -prosigue- el conocimiento puede ser tan fuerte que actúe como una especie de filtro de amor». El autor no plantea dicha afirmación sólo en términos generales. Como es característico de su pensamiento riguroso, distingue dos tipos de conocimiento: el primero es el conocimiento mediante la instrucción, que de algún modo representa un conocimiento «de segunda mano» y no implica contacto directo con la realidad misma. El segundo tipo, por el contrario, es un conocimiento mediante la propia experiencia y la relación directa con las cosas. «Por tanto, hasta que no hemos tenido la experiencia de un ser concreto, no amamos al objeto tal y como debería ser amado». El verdadero conocimiento se produce al ser alcanzados por el dardo de la Belleza que hiere al hombre, al vernos tocados por la realidad, «por la presencia personal de Cristo mismo», como él afirma. El ser alcanzados y cautivados por la belleza de Cristo produce un conocimiento más real y profundo que la mera deducción racional. Ciertamente, no debemos menospreciar el significado de la reflexión teológica, del pensamiento teológico exacto y riguroso, que sigue siendo absolutamente necesario. Por ello despreciar o rechazar el impacto que la Belleza provoca en el corazón suscitando una correspondencia como una verdadera forma de conocimiento empobrece y hace más árida tanto la fe como la teología. Nosotros debemos volver a encontrar esta forma de conocimiento. Se trata de una exigencia apremiante para nuestro tiempo.

A partir de esta concepción, Hans Urs von Balthasar edificó su Opus magnum de la Estética teológica, de la que muchos detalles se han acogido en el trabajo teológico, mientras que su planteamiento de fondo, que constituye verdaderamente el elemento esencial de todo, no se ha asumido en absoluto. Nótese que esto no es un problema que afecta simplemente, o principalmente, tan sólo a la teología; afecta también a la pastoral, que debe volver a favorecer el encuentro del hombre con la belleza de la fe.

Así, a menudo los argumentos caen en el vacío, porque en nuestro mundo se entrecruzan demasiadas argumentaciones contrapuestas, de tal modo que surge espontáneo en el hombre el pensamiento que los antiguos teólogos medievales formularon de la siguiente forma: la razón «tiene la nariz de cera», es decir, basta con ser un poco hábiles para dirigirla en cualquier dirección. Puesto que todo es tan sensato, tan convincente, ¿de quién tenemos que fiarnos? El encuentro con la belleza puede ser el dardo que alcanza el alma e, hiriéndola, le abre los ojos, hasta el punto de que entonces el alma, a partir de la experiencia, halla criterios de juicio y también capacidad para valorar correctamente los argumentos.

Sigue siendo una experiencia inolvidable para mí el concierto de Bach dirigido por Leonard Bernstein en Munich, tras la prematura muerte de Karl Richter. Estaba sentado al lado del obispo evangélico Hanselmann. Cuando se apagó triunfalmente la última nota de una de las grandes cantatas del solista Thomas, nos miramos espontáneamente el uno al otro y con la misma espontaneidad dijimos: «Los que hayan escuchado esta música saben que la fe es verdadera». En esa música se percibía una fuerza extraordinaria de Realidad presente, que suscitaba, no mediante deducciones, sino a través del impacto del corazón, la evidencia de que aquello no podía surgir de la nada; sólo podía nacer gracias a la fuerza de la Verdad, que se actualiza en la inspiración del compositor.

Y ¿no resulta evidente lo mismo cuando nos dejamos conmover por el icono de la Trinidad de Rublëv? En el arte de los iconos, al igual que en las obras de los grandes pintores occidentales del románico y del gótico, la experiencia que describe Kabasilas se hace visible partiendo de la interioridad, y se puede participar en ella. Pavel Evdokimov ha descrito de manera significativa el recorrido interior que supone el icono. El icono no es simplemente la reproducción de lo que perciben los sentidos; más bien, supone lo que él define como «un ayuno de la mirada». La percepción interior debe liberarse de la mera percepción de los sentidos para, mediante la oración y la ascesis, adquirir una nueva y más profunda capacidad de ver; debe recorrer el paso de lo que es meramente exterior a la realidad en su profundidad, de manera que el artista vea lo que los sentidos por sí mismos no ven y, sin embargo, aparece en el campo de lo sensible: el esplendor de la gloria de Dios, «la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2 Co 4, 6). Admirar los iconos, y en general los grandes cuadros del arte cristiano, nos conduce por una vía interior, una vía de superación de uno mismo y, en esta purificación de la mirada, que es purificación del corazón, nos revela la Belleza, o al menos un rayo de su esplendor. Precisamente de esta manera nos pone en relación con la fuerza de la verdad. A menudo he afirmado que estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad contra cualquier negación, se encuentra, por un lado, en sus santos y, por otro, en la belleza que la fe genera. Para que actualmente la fe pueda crecer, tanto nosotros como los hombres que encontramos, debemos dirigirnos hacia los santos y hacia lo Bello.

Pero ahora es preciso responder a una objeción. Ya hemos refutado la afirmación según la cual lo que hemos sostenido hasta aquí sería una huida hacia lo irracional, un mero esteticismo. Es, más bien, lo contrario: sólo de este modo la razón se ve liberada de su torpeza y es capaz de obrar. Otra objeción reviste hoy más importancia: el mensaje de la belleza se pone radicalmente en duda a través del poder de la mentira, la seducción, la violencia y el mal. ¿Puede la belleza ser auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La realidad no es, acaso, malvada en el fondo? El miedo a que el dardo de la belleza no pueda conducirnos a la verdad, sino que la mentira, la fealdad y lo vulgar sean la verdadera «realidad», ha angustiado a los hombres de todos los tiempos. En la actualidad esto se ha reflejado en la afirmación de que, después de Auschwitz, sería imposible volver a escribir poesía, volver a hablar de un Dios bueno. Muchos se preguntan: ¿dónde estaba Dios mientras funcionaban los hornos crematorios? Esta objeción, para la que existían ya motivos suficientes antes de Auschwitz en todas las atrocidades de la historia, indica que un concepto puramente armonioso de belleza no es suficiente. No sostiene la confrontación con la gravedad de la puesta en entredicho de Dios, de la verdad y de la belleza. Apolo, que para el Sócrates dé Platón era «el Dios» y el garante de la imperturbable belleza como lo «verdaderamente divino», ya no basta en absoluto.

De esta manera volvemos a las «dos trompetas» de la Biblia de las que habíamos partido, a la paradoja por la cual se puede decir de Cristo: «Eres el más bello de los hombres» y «sin figura, sin belleza (…) su rostro está desfigurado por el dolor». En la pasión de Cristo la estética griega, tan digna de admiración por su presentimiento del contacto con lo divino que, sin embargo, permanece inefable para ella, no se ve abolida sino superada. La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega «hasta el extremo» y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia.

Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo, y no la mentira. No es «verdad» la mentira, sino la Verdad. Digámoslo así: un nuevo truco de la mentira es presentarse como «verdad» y decirnos: «más allá de mí no hay nada, dejad de buscar la verdad o, peor aún, de amarla, porque si obráis así vais por el camino equivocado». El icono de Cristo crucificado nos libera del engaño hoy tan extendido. Sin embargo, pone como condición que nos dejemos herir junto con él y que creamos en el Amor, que puede correr el riesgo de dejar la belleza exterior para anunciar de esta manera la verdad de la Belleza.

De todas formas, la mentira emplea también otra estratagema: la belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo para abrirlo al éxtasis de elevarse a las alturas, sino que lo aprisiona totalmente y lo encierra en sí mismo. Es una belleza que no despierta la nostalgia por lo Indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer. Es el tipo de experiencia de la belleza al que alude el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era «bello», bueno para comer y «agradable a la vista». La belleza, tal como la experimenta, despierta en ella el deseo de posesión y la repliega sobre sí misma. ¿Quién no reconocería, por ejemplo en la publicidad, esas imágenes que con habilidad extrema están hechas para tentar irresistiblemente al hombre a fin de que se apropie de todo y busque la satisfacción inmediata en lugar de abrirse a algo distinto de sí? De este modo, el arte cristiano se encuentra hoy (y quizás en todos los tiempos) entre dos fuegos: debe oponerse al culto de lo feo, que nos induce a pensar que todo, que toda belleza es un engaño y que solamente la representación de lo que es cruel, bajo y vulgar, sería verdad y auténtica iluminación del conocimiento; y debe contrarrestar la belleza falaz que empequeñece al hombre en lugar de enaltecerlo y que, precisamente por este motivo, es mentira.

Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: «¿Nos salvará la Belleza?». Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz.

Tomado de Zenit, ZS02082110 y ZS05042914

Ignacio Sánchez Cámara, “Cristianismo y Constitución Europea “, ABC, 31.V.03

El proceso de la construcción de la unidad política europea atraviesa ahora su etapa constituyente, presidida por un fuerte debate entre federalistas y realistas, e incluso escépticos. El futuro de Europa depende ahora del texto de la Constitución elaborado por la Convención presidida por Giscard. El Preámbulo, en su quizá natural intento de contentar a todos, o, por lo menos, a los más posible, ya ha suscitado polémica. Después de una extraña referencia a Europa como un «continente portavoz de civilización», el texto añade que además se inspira «en las herencias culturales, religiosas y humanistas» de Europa. Tras referirse a los orígenes helénicos y romanos de nuestra civilización, el Preámbulo menciona la herencia del Siglo de las Luces. Una vez más se consuma el injusto o ignorante olvido de la tradición medieval. Ese intento patente de contentar a todos se manifiesta también en las referencias a los «pueblos», los «Estados» y los «ciudadanos». El eclecticismo, como vía hacia el consenso aparente.

El texto redactado responde así a la polémica que ya se había suscitado sobre la conveniencia o no de una referencia expresa a las raíces espirituales cristianas de la civilización europea. Muchas son las voces que reclaman un reconocimiento expreso de que la identidad europea se encuentra íntimamente vinculada al cristianismo. Los sectores laicistas y anticlericales se oponen y temen que una referencia de esas características pudiera entrañar una especie de tutela intelectual del proceso de construcción política europea por parte de la Iglesia Católica. No ha habido consenso para mencionar a Dios o al cristianismo. Giscard ha pretendido zanjar la polémica mediante un término medio que está, de hecho, más cerca de la segunda opción que de la primera, al optar por una «pudorosa» mención a la herencia religiosa de Europa. Lo que es lo mismo que una alusión, algo vergonzante, al cristianismo sin mencionarlo expresamente.

No es una cuestión que dependa de un texto constitucional el hecho de que la religión cristiana, junto a la filosofía griega y al Derecho romano, la democracia liberal y la ciencia natural, aunque no todos ellos posean la misma jerarquía, constituye uno de los cimientos que sustentan nuestra civilización y su acción en la historia. Eso no depende de que lo reconozcan o no Giscard o los constituyentes. Por otra parte, la Ilustración y los valores democráticos y liberales no nacen como reacción contra el cristianismo, sino que, por el contrario, son imposibles sin su influjo. Europa no se entiende sin su adhesión secular a los valores y principios del personalismo cristiano. Y la democracia liberal tampoco. La Constitución puede optar por unos principios jurídicos u otros, pero no puede cambiar la realidad histórica. Acaso algunos anticlericales vocacionales y ateos de salón sean en el fondo cristianos, como el burgués hablaba en prosa, sin saberlo. Una Constitución que respete la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado no tiene por qué ser además una Constitución anticristiana, pues el cristianismo ha asumido esos principios. Pero ya se sabe que existe un laicismo que pretende relegar la religión al ámbito privado.

La omisión directa del cristianismo en el texto del Preámbulo constitucional no es cuestión menor. Naturalmente, tiene aún que superar una serie de trámites hasta ser aprobado. Tal vez en ese proceso se remedie la torpeza. En cualquier caso, no es el cristianismo el que necesita a la Constitución europea, sino ésta la que depende y necesita de aquél.

Rafael Navarro-Valls, “Los contratos del profesorado de religión en España”, PUP, 18.X.01

El Profesor Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia Española de Jurisprudencia responde a las preguntas que le ha formulado nuestro redactor Óscar Garrido con motivo de la presentación en el Congreso por parte de Izquierda Unida de una moción y anteriormente una proposición no de ley en la que denunciaba que el despido de Resurrección Galera vulnera una serie de derechos constitucionales: la libertad de expresión y libertad de cátedra, derecho a la intimidad y derecho al trabajo.

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Rafael Navarro-Valls, “¿Por qué viaja tanto el Santo Padre?”, El Mundo, 6.VI.03

Con el viaje a Croacia que comenzó ayer y que finaliza el domingo, Juan Pablo II realiza su viaje número 100 fuera de Italia. En esos viajes ha visitado 145 países. Como hay algunos en los que ha estado varias veces -por ejemplo España, en cinco ocasiones-, en realidad, las visitas a países es de 210. El número total de kilómetros recorridos es de 1.157.721, sin contar sus 142 desplazamientos dentro de Italia.

No ha habido en la Historia de la Humanidad un líder público que haya viajado tanto. Tiene razón George F. Will, cuando dice que «en este principio de siglo secularizado, el hombre más popular (y más viajero) del mundo habla desde un altar». Dado que el número de católicos ha superado ya la cifra de los 1.000 millones de personas, podría pensarse que el Papa itinerante responde, con su tenaz viajar, a este 17,4% de la población mundial que mira hacia Roma buscando en él una orientación para sus problemas espirituales y morales.

Pero la verdad es que la geografía de las peregrinaciones papales no siempre coincide con los países de mayoría católica. Muchas veces parece que su andar por los caminos del mundo escruta más al futuro de una lejana evangelización que al presente. Un ejemplo es Asia. Es éste un continente especialmente difícil para el cristianismo, a diferencia de África, donde la acción misionera sólo encontró religiones tribales, no organizadas. La razón es que en Asia ha debido enfrentarse con grandes religiones, algunas de ellas anteriores al cristianismo y que con frecuencia se identifican con el poder político y con la cultura nacional: hinduismo, budismo, confucionismo, sintoísmo. En su viaje 63 a Filipinas, Juan Pablo II miraba al continente asiático con perspectiva de siglos al decir «que el tercer milenio de la era cristiana debía de ser el de la evangelización de Asia, así como el primero lo fue de Europa, y el segundo de América y África». Tal vez esto explique que a finales de agosto inicie otro viaje a Asia, con Mongolia como destino, que tiene una ínfima cantidad de católicos; o que recientemente haya visitado Azerbaiyán (que tiene sólo 200 católicos).

Por otra parte, la planificación de los viajes de Juan Pablo II no se realiza con la prudencia con la que los líderes políticos planean los suyos. Fijémonos en el ejemplo del presidente de EEUU que más veces ha viajado a África. La gira de 12 días de Clinton por seis países del África subsahariana fue, en su momento, y desde que Carter estuviera allí en 1978, la primera que un presidente estadounidense hacía al continente más necesitado del Tercer Mundo. Tres veces el tiempo que todos sus antecesores juntos dedicaron al continente más necesitado en materia de derechos humanos. En cambio, desde su elección ese mismo año, Juan Pablo II ha viajado trece veces a África, visitando 40 de sus 52 países.

Una mañana de enero de 1980, un niño de 11 años preguntó a Juan Pablo II en una parroquia romana: «Santo Padre, ¿por qué está siempre viajando por el mundo?» Esta inocente pregunta, en realidad, apunta a algunas perplejidades que en los adultos plantea este Papa peregrino: ¿por qué este viaje aquí y ahora?; ¿valía la pena recorrer tantos kilómetros para estar aquí sólo un día?; ¿no es Roma mejor sitio para un Papa enfermo y anciano, que un desierto africano, una altiplanicie americana o una multitud enfervorizada de jóvenes en un aeródromo militar? Y, sobre todo, ¿qué rastro dejará esta visita después de la marcha del Papa? La respuesta de Juan Pablo II al niño romano fue rápida: «El Papa viaja tanto, porque no todo el mundo está aquí (en Roma)». Es decir, como apostilla un estrecho colaborador del Papa: «No todos los problemas del mundo están configurados por los parámetros culturales, intelectuales y morales que aquí existen». De ahí que «si no todo el mundo está aquí» -parece dar a entender Juan Pablo II- «haré lo posible para que el Papa esté cerca de todo el mundo, es decir, viajaré para estar con cada uno». Esto explica la sensación de cercanía que los asistentes a los encuentros con el Papa suelen tener, por encima de la lejanía física o la fugacidad de su paso en el vehículo papal. Si «la causa de Dios es la causa del hombre» -como suele repetir-, no es extraño que, también en sus viajes, sea el diálogo la gran arma de Juan Pablo II.

Su optimismo antropológico explica que en los grandes conflictos de la Humanidad insista en la negociación y el diálogo. El ejemplo de las dos guerras del Golfo y su oposición a los conflictos bélicos demuestra que el Papa es un hombre al que nada parece detener en su obstinación de cumplir hasta el final su misión, y de ayudar a los conflictos por el diálogo y la negociación. Como dice Le Monde «ninguna consideración, ni médica ni política, parece retener a un Papa más dispuesto que nunca a acudir allí donde su presencia es deseada».

Pero ¿qué queda de cada viaje del Papa? Esta misma pregunta le hice a un cercano colaborador del Santo Padre hace unos días. Su punto de vista es que, por un lado, está lo que Juan Pablo II hace y dice. Por otro, lo que con su presencia sucede en cada lugar, es decir, lo que mi interlocutor llamaba «el programa exclusivo de Dios». Un ejemplo. En Kisangani, junto a la orilla del río Congo, en una noche de un calor sofocante y al final de una jornada agotadora, esa persona preguntó a un joven misionero al que la malaria, el trabajo y las dificultades materiales conferían la apariencia de un anciano: «¿ Valía la pena que viniera el Papa aquí unas horas? ¿Qué quedará cuando vuelva a Roma?». «No puedo hacer un balance -respondió el interlocutor- de cuánto Dios quiera hacer aquí. Pero aunque sólo quedara el bien que ha hecho a mi alma estar con el Papa, quedaría justificado su viaje hasta Kisangani».

Hay otras cosas que tampoco se ven inicialmente. Un tribunal de Missouri había condenado a muerte a Darrell Mease. La ejecución de la sentencia se retrasó al 10 de febrero de 1999, para evitar la coincidencia con la visita del papa a San Luis. El Papa no aludió públicamente a este asunto. Sin embargo, cuando Juan Pablo II saludó al gobernador del Estado, que no es católico, le susurró que tuviera clemencia. Cuando el Papa estaba de regreso a Roma, el gobernador comunicó a la prensa el indulto.

Mientras hace 30 años todavía se pensaba poder pronosticar el fin de la religión y el inicio de una era totalmente profana, hoy se comprueba en todas partes un nuevo impulso religioso, una apertura hacia la religión. Los viajes de Juan Pablo II ¿son causa o efecto de este renacer religioso? Pienso que ambas cosas a la vez. De otro modo no se explica que haya sido el único Papa que por dos veces se ha presentado a la comunidad internacional ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. El primero en ser recibido en la Casa Blanca, en el Parlamento Europeo, en la Catedral de Canterbury o en la UNESCO. Acaba de recibir el doctorado Honoris Causa por la Universidad más grande de Europa. Visitó la Sinagoga de Roma y la Mezquita de Damasco. Ha estado en cárceles, leproserías e instituciones para incurables del SIDA. Desde el monte Nebo, el Papa ha podido contemplar la tierra prometida «con los ojos de Moisés». Por dos veces ha sido acogido en el estadio Maracaná de Río, en el Santiago Bernabéu o en el Nou Camp. Y siempre su presencia y sus palabras han movido multitudes atentas. Piénsese que las mayores concentraciones de jóvenes que se han producido en Oriente y Occidente han tenido como protagonista al Papa: Roma (agosto 2000), con 2 millones y medio de jóvenes, y Manila, (enero 1995) con cuatro millones. Por lo demás, es notable su capacidad de estar sin herir. Es sabido, por ejemplo, que al descender del avión suele besar la tierra a la que viaja.En 1989, con ocasión del viaje a Dili (Timor Oriental), colonia portuguesa ocupada por Indonesia, se planteó un dilema del que sus acompañantes no sabían cómo salir. Si besaba la tierra era reconocer la independencia, si no la besaba era admitir la invasión, con fuerte desilusión para la población local. Besó un crucifijo extendido sobre la tierra.

Cuando se le insiste en que baje el ritmo de trabajo y de viajes y que descanse algo más, suele contestar con buen humor: «Ya descansaré en la Vida Eterna». Es consciente de que el tiempo que le queda es poco. De ahí su deseo de aprovecharlo al máximo. Hace unos días decía: «Cada vez me doy más cuenta de que se acerca el momento en el que tendré que presentarme ante Dios». Y añade: «El don de la vida es demasiado precioso para que nos cansemos de él». Tal vez por eso últimamente suele recordar la leyenda que, cuando era niño, veía en un reloj de sol de la vieja calle Koscielna en que vivía: «El tiempo se va, la eternidad espera».He aquí otra posible explicación de porqué viaja tanto el Santo Padre.