César Vidal, “¿Aparece Jesús en fuentes históricas no cristianas?”, La libertad digital, 18.IV.2003

Las referencias históricas sobre Jesús son relativamente abundantes. Aparte de los cuatro Evangelios canónicos Mateo, Marcos, Lucas y Juan, el Nuevo Testamento contiene otros veintitrés escritos en los que se recogen datos sobre la vida y la enseñanza de Jesús.

A estas fuentes se añaden distintos escritos apócrifos de valor desigual y referencias patrísticas datables todavía en el siglo I. Sin embargo, precisamente por la extracción de esas fuentes cristianas y heréticas resulta de interés preguntarse si hay más fuentes históricas que mencionen a Jesús y, sobre todo, si esas fuentes son distintas de las cristianas.

Las primeras referencias a Jesús que conocemos fuera del marco cultural y espiritual del cristianismo son las que encontramos en las fuentes clásicas. A pesar de ser limitadas, tienen una importancia considerable porque surgen de un contexto cultural previo al Occidente cristiano y porque de manera un tanto injustificada son ocasionalmente las únicas conocidas incluso por personas que se presentan como especialistas en la Historia del cristianismo primitivo.

La primera de esas referencias la hallamos en Tácito. Nacido hacia el 56-57 d. de C., Tácito desempeñó los cargos de pretor (88 d. de C.) y cónsul (97 d. de C.) aunque su importancia radica fundamentalmente en haber sido el autor de dos de las grandes obras históricas de la Antigüedad clásica: los Anales y las Historias. Fallecido posiblemente durante el reinado de Adriano (117-138 d. de C.), sus referencias históricas son muy cercanas cronológicamente en buen número de casos. Tácito menciona de manera concreta el cristianismo en Anales XV, 44, una obra escrita hacia el 115-7. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea, que su fundador había sido un tal Cristo resulta más dudoso saber si Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre propio ejecutado por Pilato y que durante el principado de Nerón sus seguidores ya estaban afincados en Roma donde no eran precisamente populares.

La segunda mención a Jesús en las fuentes clásicas la encontramos en Suetonio. Aún joven durante el reinado de Domiciano (81-96 d. de C.), Suetonio ejerció la función de tribuno durante el de Trajano (98-117 d. de C.) y la de secretario ab epistulis en el de Adriano (117-138), cargo del que fue privado por su mala conducta. En su Vida de los Doce Césares (Claudio XXV), Suetonio menciona una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal “Cresto”. Los datos coinciden con lo consignado en algunas fuentes cristianas que se refieren a una temprana presencia de cristianos en Roma y al hecho de que en un porcentaje muy elevado eran judíos en aquellos primeros años. Por añadidura, el pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15) tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d. de C.). En cualquier caso no pudo ser posterior al año 52.

Una tercera referencia en la Historia clásica la hallamos en Plinio el Joven (61-114 d. de C.). Gobernador de Bitinia bajo Trajano, Plinio menciona en el décimo libro de sus cartas a los cristianos (X, 96, 97). Por sus referencias sabemos que consideraban Dios a Cristo y que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese a los maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no dejaron de contar con abandonos en sus filas.

A mitad de camino entre el mundo clásico y el judío nos encontramos con la figura de Flavio Josefo. Nacido en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38 d. C.) y perteneciente a una distinguida familia sacerdotal cuyos antepasados según la información que nos suministra Josefo se remontaban hasta el periodo de Juan Hircano, este historiador fue protagonista destacado de la revuelta judía contra Roma que se inició en el año 66 d. de C. Fue autor, entre otras obras, de la Guerra de los judíos y de las Antigüedades de los judíos. En ambas obras encontramos referencias relacionadas con Jesús. La primera se halla en Ant, XVIII 63, 64 y su texto en la versión griega es como sigue: “Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él formularon los principales de entre nosotros lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos” (Ant XVIII, 63-64).

El segundo texto en Antigüedades XX, 200-3 afirma: “El joven Anano… pertenecía a la escuela de los saduceos que son, como ya he explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanhedrín y condujo ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de mayor moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por aquello. Por lo tanto enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que Anano no tenía autoridad para convocar el Sanhedrín sin su consentimiento. Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano, lo depuso del Sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo”.

Ninguno de los dos pasajes de las Antigüedades relativos al objeto de nuestro estudio es aceptado de manera generalizada como auténtico, aunque es muy común aceptar la autenticidad del segundo texto y rechazar la del primero en todo o en parte. El hecho de que Josefo hablara en Ant XX de Santiago como “hermano de Jesús llamado Mesías” una referencia tan magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano hace pensar que había hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia anterior acerca de Jesús sería la de Ant XVIII 3, 3. La autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo XIX ya que, sin excepción, todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de otros apelativos hace prácticamente imposible que su origen sea el de un interpolador cristiano. Además, la expresión tiene paralelos en el mismo Josefo (Ant XVIII 2, 7; X 11, 2). Seguramente también es auténtico el relato de la muerte de Jesús, en el que se menciona la responsabilidad de los saduceos en la misma y se descarga la culpa sobre Pilato, algo que ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo como Josefo y más si no simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una luz desfavorable ante un público romano.

Otros aspectos del texto apuntan asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como “los primeros entre nosotros”; la descripción de los cristianos como “tribu” (algo no necesariamente peyorativo) (Comp. con Guerra III, 8, 3; VII, 8, 6); etc. Resulta, por lo tanto, muy posible que Josefo incluyera en las Antigüedades una referencia a Jesús como un “hombre sabio”, cuya muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilato, y cuyos seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que Josefo escribía. Más dudosa resulta la clara afirmación de que Jesús “era el Mesías” (Cristo); las palabras “si es que puede llamársele hombre”; la referencia como “maestro de gentes que aceptan la verdad con placer” posiblemente sea también auténtica en su origen si bien en la misma podría haberse deslizado un error textual al confundir (intencionadamente o no) el copista la palabra TAAEZE con TÁLESE; y la mención de la resurrección de Jesús. En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a continuación: Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de si a mucha gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso (o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía que era el Mesías y, presumiblemente por ello, los miembros de la clase sacerdotal decidieron acabar con él entregándolo con esta finalidad a Pilato que lo crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las pretensiones mesiánicas de su maestro, DIJERON que se les había aparecido. En el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado además por Anano si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo de los ocupantes sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder romano en la región. Tampoco esta muerte había conseguido acabar con el movimiento.

Aparte de los textos mencionados, tenemos que hacer referencia a la existencia del Josefo eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el s. X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado anteriormente, sin embargo, su autenticidad resulta problemática. Su traducción al castellano dice así: “En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado maravillas”.

En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto de interpolaciones no sólo relativas a Jesús sino también a los primeros cristianos.

Angel García Prieto, “Anorexia, Bulimia, talla 36 y modistos flautistas”, PUP, 13.VI.02

La anorexia, la bulimia y otros trastornos de la conducta alimentaria, como bien se sabe, están creciendo entre los adolescentes – especialmente en las chicas – de una manera alarmante. De ello se hacen eco con frecuencia los medios de comunicación y, por fortuna, cada vez más estamos informados de la existencia de esta verdadera epidemia.

No obstante la información por sí misma no previene, no sirve para evitar nuevos casos, ni para solucionar los ya existentes. Hace falta una labor clínica, médica y psicológica. Y es necesaria una amplia tarea de educación familiar y escolar, para defender la tumultuosa estructura psicológica del adolescente de la obsesión enfermiza por un cuerpo artificialmente delgado.

La moda hace estragos. La delgadez patológica de la mayoría de las modelos de pasarela, el diluvio de publicidad de alimentos, ejercicios, cosméticos y demás adelgazantes abonan la ya de por sí titubeante estructura psicológica adolescente, para obsesionar a muchas chicas por la consecución de un cuerpo que cada vez tiene menos de natural.

La moda la hacen modistos y empresarios, que imponen el mercado del vestir. Algunos de ellos son como flautistas de Hamelin que se llevan hipnotizados a los más jóvenes de nuestra sociedad. Y las chicas que en ese periodo atienden demasiado a los cambios corporales – la adolescencia, decía Dante “Es acrecentamiento de vida (…) nuestra alma atiende al crecimiento y hermoseamiento del cuerpo, y de ahí los muchos y grandes cambios que operan en la persona” – Las chicas, decía, se obsesionan hasta lo patológico por conseguir esos cuerpos ideales, cultivados artificialmente por las modelos, para “sentirse bien” a toda costa. Ese “sentirse bien”, se traduce en enfermedad física y mental, fracaso en el rendimiento escolar, ruptura de las relaciones afectivas, trastornos de conducta, depresión y, en un 5 a 10 por ciento de los casos, muerte. Así de dramático. Así de real.

Para complicar más la situación, determinadas marcas y redes comerciales están falseando las medidas de las tallas, dando prendas más estrechas que las que corresponderían al número, de modo que acomplejan aún más a las clientas con la anchura de sus caderas o sus piernas. ¿ Será esto una venganza, como la del flautista de Hamelin? ¿Qué les ha hecho nuestra sociedad, para que embauquen a sus menores y los lleven engañados?. No sé. Pero el panorama parece de locos. Ahí está.

Sólo cabe más reflexión, más debate de creadores, comerciantes, consumidores, padres y chavales para racionalizar la situación. De lo contrario las consecuencias de la epidemia son muy malas: decenas de muertes, centenares de enfermas psíquicas crónicas, miles de trastornos importantes en la conducta, las relaciones y los estudios durante un periodo de varios años en la juventud de sus víctimas y en la vida de sus familiares.

Joseph Ratzinger, “El cristianismo ¿es una religión europea?”, El Corriere della Sera, 3.VII.03

En el debate sobre la historia de la misión cristiana se ha convertido en habitual decir que, con la misión, Europa (Occidente) ha tratado de imponer al mundo su religión. Se ha tratado –se dice– de colonialismo religioso, una parte del más amplio sistema colonial. La renuncia al eurocentrismo tendría por tanto que incluir también la renuncia a la misión. En relación con esta tesis hay algunas cosas que criticar, empezando por el plano histórico. El cristianismo, como es sabido, no nació en Europa, sino en Asia Menor, en el punto geográfico donde se encuentran los tres continentes, asiático, africano y europeo. Un contacto que nunca ha sido solo geográfico, sino de las corrientes espirituales de los tres continentes. Por esta razón, la “interculturalidad” pertenece a la forma originaria del cristianismo. Además, en los primeros siglos, la misión se extendió tanto hacia Oriente como hacia Occidente. El punto focal del cristianismo se encontraba en Asia Menor, en el Oriente Próximo, pero pronto se dirigió también hacia la India; la misión nestoriana llegó hasta China, y numéricamente, el cristianismo asiático equivalía, poco más o menos, al europeo. Solo la difusión del islam ha sustraído al cristianismo del Oriente Próximo gran parte de su fuerza vital, y al mismo tiempo, dejó fuera de los centros de Siria, Palestina y Asia Menor a las comunidades cristianas de India y de Asia, y de este modo ha provocado su desaparición.

En cualquier caso, desde entonces en adelante el cristianismo se convirtió en una religión europea. Sí y no, habría que responder. La herencia del origen, que no había germinado en Europa, seguía siendo la raíz vital de todo, y seguía así siendo también, siempre, criterio y crítica de lo que es puramente europeo. Además, con “europeo” no se indica en realidad un bloque monolítico. Desde el punto de vista cronológico y cultural, se indica una realidad extremadamente estratificada. Se encuentra en primer lugar el proceso de “inculturación” en el mundo griego y romano, al que sigue la “inculturación” entre las distintas poblaciones germánicas, entre las eslavas y neolatinas.

Todas estas culturas, desde la antigüedad a la Edad Media, hasta la época moderna y contemporánea, han recorrido amplios espacios en los que el cristianismo ha tenido siempre que volver a nacer, no subsistía en sí mismo por así decir. Es importante centrar la atención sobre este punto con la ayuda de algunos ejemplos. Para los griegos, el cristianismo, como decía Pablo, era “una estupidez”, es decir, barbarie respecto a la altura de su cultura. El espíritu griego proporcionó a la fe cristiana estructuras esenciales de pensamiento y de razonamiento, pero no sin obstáculos: la comprensión cristiana de las cosas tuvo que sustraerse al espíritu griego empeñándose en ásperos debates que acogieron la herencia griega, pero al mismo tiempo la transformaron profundamente. Fue un proceso de muerte y resurrección.

Es cierto, existe el “Plato christianus”, pero siempre ha existido el “Plato antichristianus”: el platonismo de Plotino hasta sus configuraciones más tardías, opuso la más vehemente resistencia al cristianismo, ha querido constituir el polo opuesto. En el ámbito latino vemos algo similar. Basta recordar la historia de la conversión de Agustín. La lectura del libro de Cicerón Hortensius hizo nacer en él la nostalgia por la belleza eterna, por el encuentro y el contacto con Dios. Por la educación recibida, le resultaba evidente que la respuesta a esta nostalgia, que la filosofía había despertado, podría encontrarse en el cristianismo. Por lo tanto, pasa del Hortensius a la Biblia y vive la experiencia de un shock cultural. Cicerón y la Biblia –dos mundos– chocan entre sí, dos culturas colisionan. ¡Entonces, la respuesta no es esta!, debió de decirse Agustín. La Biblia le parecía como pura barbarie, que no estaba a la altura de las exigencias espirituales que la filosofía romana le había transmitido. Este shock cultural de Agustín puede ser sintomático de la novedad y alteridad del cristianismo, que verdaderamente no provenía del espíritu latino, aunque también en él había una espera de Cristo. Para poder convertirse en cristiano, Agustín –y el mundo greco-romano– tuvo que realizar un éxodo, mediante el cual obtuvo como don aquello que había perdido. El éxodo, la fractura cultural, con su “morir para renacer”, es un rasgo fundamental del cristianismo.

Joseph Ratzinger, “Si Europa pierde la familia, perderá su identidad”, Zenit, 16.V.04

Discurso en una ceremonia organizada por el Senado italiano Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Si Europa pierde la familia, perderá su identidad”, Zenit, 16.V.04″

Ignacio Sánchez Cámara, “El opio del progre (sobre la asignatura de religión)”, ABC, 28.VI.03

El Consejo de Ministros aprobó ayer, entre otras medidas educativas, la nueva configuración de la asignatura de Religión, en sus dos versiones, confesional y aconfesional, ambas con valor académico. Algunas reacciones a la medida han sobrepasado los límites de la crítica razonable para adentrarse por los vericuetos del desenfreno ideológico. Se ha llegado a hablar de quiebra del consenso constitucional y del principio de aconfesionalidad del Estado. Por el contrario, se trata de la mejor solución adoptada desde la aprobación de la Constitución, absolutamente conforme con ella y respetuosa tanto con el valor educativo de la religión como con la libertad de los padres. Por supuesto que sin el conocimiento de la tradición cristiana no es posible entender ni la historia ni el arte ni, en general, la cultura española. Pero no se trata sólo de esto, con ser bastante, pues esta finalidad podría conseguirse sin una asignatura de carácter confesional. De lo que se trata es de integrar a la religión en el ámbito educativo, como parte esencial de la formación integral de la persona. Si no se trata de una ciencia, tampoco lo son las demás disciplinas humanísticas. Por lo demás, la idea de una asignatura no evaluable es una contradicción en los términos.

El criterio liberal es claro: libertad para elegir. Hace falta asumir los postulados totalitarios para pretender que la educación sea competencia directa y exclusiva del Estado. A éste lo que le corresponde es la garantía del derecho a la educación, no su ejercicio. Sócrates no fue funcionario público y algo enseñó a la humanidad. La neutralidad del Estado no consiste ni en el monopolio de la educación ni en la imposición de una visión materialista de la realidad. Por otra parte, quienes se lamentan de la formación religiosa recibida deben reconocer que no tuvo efectos tan devastadores como para impedirles el dictamen crítico. No faltan en nuestra historia reciente casos de agnósticos que enviaron a sus hijos a colegios religiosos. El anticlericalismo decimonónico puede explicarse, en parte, por los pasados privilegios de la Iglesia, aunque también sufrió persecuciones y expulsiones. Tampoco le han faltado méritos pedagógicos y culturales. Pero los progresistas son esencialmente nostálgicos. Son, más bien, «regresistas».

El Estado debe proteger el pluralismo y el derecho de los padres a elegir la formación de sus hijos, sin más límites que la defensa de los valores constitucionales y el Código penal. Pero no es esto lo que el buen «progre» desea, sino la imposición a todos de una educación materialista. Y el que quiera espiritualidad que se la pague: la religión, a la catequesis o, mejor, a las catacumbas. Pero no es lícito invocar la libertad para imponer una concepción materialista y atea. Sin la dimensión religiosa, queda amputada la visión integral de la realidad. Marx proclamó que la religión es el opio del pueblo. Sus retrógrados renuevos, que se alimentan de tópicos viejos de más de doscientos años, sienten un íntimo desasosiego cuando olfatean la trascendencia. La educación antirreligiosa es el opio del «progre», que adormece la conciencia de sus frustraciones y de sus viejos errores.

La nueva legislación no se limita al reconocimiento del valor educativo de la religión. También contribuye a recuperar la dignidad de la educación, amenazada por la antipedagogía, y expulsa de nuestro sistema la promoción automática de quienes fracasan y las horas de asueto en las aulas. Aprender no ha de ser tarea odiosa, pero tampoco es un juego divertido.

Angel García Prieto, “¿Qué es la ortorexia?”, PUP, 4.VII.03

Hay en la actualidad un buen número de ciudadanos de nuestra sociedad occidental –más mujeres y sobre todo jóvenes- que padecen algún tipo de trastorno de la conducta alimentaria, en especial bulimia y en menor grado anorexia. Y con esta premisa, no es aventurado pensar que en poco tiempo esta cifra se aumente con aquellos que caigan en una nueva patología, que se denomina ortorexia.

En 1996, el médico norteamericano Steven Bratman publicó un libro titulado Yonquis de la comida sana, en el que proponía este término, Ortorexia, -del griego ortos = recto y rexia = apentencia– para designar un cuadro clínico psicopatológico caracterizado por la obsesión de búsqueda de la calidad extrema en los alimentos que se consumen. Se trata de personas que dedican gran parte de su tiempo diario, más de tres horas, en pensar qué comen; que son capaces de recorrer largas distancias, gastar demasiado dinero o hacer importantes sacrificios sólo para garantizar que aquellas cosas que van a ingerir son de indudable calidad natural. Por estos motivos llegan a perder la relación con los demás, a sentir desprecio o rechazo por las personas que no se preocupan como ellos, a no acudir a comidas fuera de su casa, a sufrir ansiedades y depresiones por la obsesión de no conseguir, o perder, esa garantía alimentaria.

Este tipo de trastornos parecen ser de la misma índole que las bulimias y las anorexias, se suelen dar en personas obsesivas, meticulosas, exigentes, rígidas, que tienen preocupaciones previas de tipo hipocondríaco (miedo patológico y exagerado a sufrir enfermedades). Así, se citan anecdóticamente como ejemplos de este tipo de conductas enfermizas a algunas estrellas de Hollywood, que sólo consumen refrescos orgánicos, leche de soja, o que analizan en un laboratorio la composición de los yogures que toman…

Se trata, pues, de otra vuelta de tuerca de las obsesiones en una sociedad del bienestar, que está continuamente bombardeada por eslóganes de seguridad, salud, ecología, belleza en la delgadez y otros tantos valores sacados de quicio y que tienen un eco especial, una sintonía de mucha intensidad, en personas con perfiles demasiado perfeccionista.

Alejandro Llano, “La otra cara de la globalización”, Nuestro Tiempo, III.2001

Está muy bien que se empiece a hablar del “rostro humano de la globalización”, porque ciertamente lo tiene. Es un grandioso fenómeno que nos une, que nos aproxima, que –por la facilidad de los medios de transporte y las nuevas tecnologías de la comunicación– nos acerca unos a otros de un modo impensable hace tan sólo una década.Pero lo interesante de lemas y divisas no es tanto lo que dicen como lo que sugieren o, expresado maliciosamente, lo que “delatan” o “traicionan”. Si hay un rostro humano de la globalización, es porque –cual Jano bifronte– también tiene otra cara, menos cercana a la persona, menos humana, deshumanizadora quizá. Y, como suele pasar con la discusión intelectual de cualquier tema, el meollo de la cuestión se nos revela mejor si jugamos a contraponer los dos costados del problema, para adquirir una visión sintética del fenómeno de que se trate. Y no olvidemos que “sintética” equivale a “constructiva”, “elaboradora”, “creativa”.Abandonamos, por tanto, de entrada el simplismo bobalicón de quien se felicita de continuo porque, al fin, se nos ha metido en el mismo “globo”, sin darse cuenta quizá de que sus paredes son de deleznable material sintético y de que lo lleva un niño atado a su mano con una cuerda. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “La otra cara de la globalización”, Nuestro Tiempo, III.2001″

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad y cultura”, Madrid, 16.II.2000

Reflexiones a propósito de la encíclica “Fides et ratio”.

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Joseph Ratzinger, “Debate sobre la existencia de Dios”, Zenit, 23.IX.00

Debate entre Joseph Ratzinger y Flores d”Arcais. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Debate sobre la existencia de Dios”, Zenit, 23.IX.00″

Joseph Ratzinger, “Sin Dios, hay demasiados infiernos en esta tierra”, París, 6.IV.01

Para el cardenal Joseph Ratzinger el infierno es en realidad la ausencia de Dios, como lo demuestran los acontecimientos del siglo XX y hechos a los que aluden palabras tan terribles como Auschwitz, archipiélago Gulag o nombres como Hitler, Stalin o Pol Pot. El prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe expuso esta reflexión al pronunciar la última intervención de Cuaresma en la catedral de Notre-Dame de París por invitación del cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de esa ciudad. El texto ha sido publicado por el diario católico «La Croix». Para Ratzinger la definición del infierno es precisamente vivir en la ausencia de Dios. El cardenal alemán aseguró que basta dar una ojeada al siglo pasado para percatarse: «Estos infiernos fueron fabricados –dijo el cardenal– para preparar un mundo futuro de hombres que se bastaran a sí mismos, convencidos de no tener ya necesidad de Dios». «Donde no hay Dios, despunta el infierno, y el infierno persiste sencillamente a través de la ausencia de Dios», añadió. Lo más paradójico, continuó constatando, es que esta exclusión de Dios se hace de manera sutil, casi siempre afirmando que se quiere el bien de los hombres. «Cuando hoy se hace comercio de órganos humanos, cuando se fabrican fetos para disponer de órganos de reserva o para hacer progresar la investigación y la medicina preventiva, muchos consideran como implícito el contenido humano de estas prácticas, pero el desprecio del hombre que está debajo –cuando se usa y se abusa del hombre– conduce, se quiera o no, al descenso a los infiernos». El cardenal subrayó que la respuesta de los cristianos a estas situación, en los albores del tercer milenio, «es al mismo tiempo sencilla e inmensa: testimoniar a Dios, abrir ventanas de par en par y cuidar así que su luz pueda brillar entre nosotros, de manera que podamos dejar espacio a su presencia. Demos la vuelta a las cosas: donde está Dios, está el cielo; a pesar del precio de las miserias de nuestra existencia, la vida se ilumina». Zenit, ZS01041002