Juan Manuel de Prada, “La calumnia”, Reserva natural, p. 253

Nos hemos habituado a convivir con su presencia cenagosa, a respirar su aliento fétido, y ni siquiera nos damos cuenta de cómo nos va infectando por dentro, cómo nos pudre el alma y nos encharca los sentimientos. La calumnia campea sobre nuestras vidas, su mancha invasora se infiltra en nuestra sangre y se funde con nuestras células, hasta convertirse en sustancia de nosotros mismos. Hemos consagrado la presunción de inocencia como principio elemental de nuestras modernas democracias, pero cada día pisoteamos ese principio y nos limpiamos el barro de los zapatos en él, como si se tratase de un felpudo. La malicia popular, azuzada por los medios de comunicación, ha consagrado la calumnia como herramienta impune y risueña. Así se despachan honras, se allanan virtudes, se airean intimidades y se destruyen prestigios. Vivirnos instalados cn un clima de degradación moral irrespirable, y la calumnia, ese monstruo anaerobio, parásita nuestra convivencia.

Se resuelve en estos días el tan cacareado “Caso Arny”, pero los tribunales se pronuncian con dos años de retraso, cuando ya la calumnia ha quedado consolidada en el subconsciente colectivo. Un puñado de hombres inocentes son absueltos por el tribunal, pero no hay ley humana que los absuelva del oprobio que han tenido que sufrir y que los acompañará para siempre, como una reminiscencia de podredumbre. ¿Quién restituye a los imputados el honor abofeteado por la maledicencia? Quienes ayer fueron exonerados han tenido que sobrellevar sobre sus conciencias una presunción de culpabilidad que quizá ya los deje maltrechos, han tenido que soportar juicios dirimidos en tribunales catódicos, han tenido que combatir el cáncer de la calumnia desde su desvalimiento. Ayer fueron proclamados inocentes, pero antes ya los habíamos proclamado apestosos y culpables, en una manifestación unánime de la infamia que debería avergonzarnos.

¿Recuerda la polvareda que provocó el “Caso Arny”? Unos adolescentes chantajistas y arteros decidieron enfangar el honor de un puñado de famosos, y enseguida la calumnia se adueñó del aire, como una lumbre súbita, y nos hizo repudiar a quienes hoy aparecen corno víctimas. Por entonces creíamos que las víctimas eran los calumniadores, mozalbetes ya bastante talluditos y dueños de sus esfínteres, a quienes denominábamos, con cierta incorrección lingüística, menores, e incluso “niños”. ¿Recuerdan el debate social que suscitó esta supuesta “profanación de la infancia”? Nuestros políticos prometieron legislaciones represivas contra la prostitución infantil, algo que en aquel momento los enaltecía a nuestros ojos y les rentaba votos. Pero por debajo de las declaraciones de buena voluntad iba creciendo callada la calumnia, como una tenia maligna. ¿Quién resarcirá a los inocentes por las noches de insomnio y las lágrimas retenidas y el estrépito del escándalo?

Ignacio Sánchez Cámara, “Catolicismo y vida pública”, ABC, 3.XI.01

El pasado fin de semana se celebró en Madrid el III Congreso «Católicos y vida pública», organizado por la Fundación Universitaria San Pablo-CEU. Como era previsible la repercusión social y «mediática» ha sido, por decirlo suavemente, moderada. Pese a que la mayoría de los españoles son católicos y que los valores cristianos continúan impregnando, quizá sólo vaga y superficialmente, nuestra sociedad, lo cierto es que el catolicismo parece condenado a jugar en campo contrario y con un árbitro casero. Quizá la Providencia persiga la recuperación de los valores originarios, promoviendo un regreso a la hostilidad padecida en sus principios. Al extendido reproche dirigido al cristianismo de vivir de espaldas a la Modernidad, como si además en ella todo fueran luces y bienes, se suma, en el caso del catolicismo, la acusación de promover la sumisión de la conciencia y de la libertad personales a la autoridad absoluta del Papa. Los católicos serían, así, antimodernos y heterónomos, en suma, «medievales». Por si esto fuera poco, abundan las voces que exigen que las creencias religiosas queden relegadas al ámbito de la conciencia personal, a la esfera de lo privado, y que toda pretensión de que aspiren a impregnar la vida pública son expresión de un totalitarismo más o menos larvado. El lugar natural de la religión estaría en las catacumbas de lo privado, cuando no en las de la persecución.

Y, sin embargo, no es poco lo que el catolicismo y los católicos pueden hacer para contribuir a la mejora intelectual y moral de una sociedad que diagnostican, no sin razón, como enferma, muchos de los que contribuyen a combatir los valores que podrían sanarla. El cristianismo constituye la raíz de los principales valores que sustentan nuestra civilización, o, lo que queda de ella, incluidos los de quienes, tal vez por ignorancia, lo combaten. Resulta fácil diagnosticar en cada mal que nos agobia la ausencia clamorosa de un valor cristiano despreciado o ausente: el terrorismo, la violencia, la guerra, la corrupción, la insolidaridad, el materialismo,… Si del ámbito de la moral pasamos al de la cultura en general, habría que recordar no sólo la contribución del cristianismo a la supervivencia y difusión de la cultura antigua clásica, sino también su labor de creación de las más elevadas obras, desde las catedrales al gregoriano, desde la mística a Bach. El olvido de la religiosidad y de las epifanías del espíritu es una de las causas fundamentales de la degradación de la cultura contemporánea.

El cristianismo, y la religiosidad en general, constituye un poderoso instrumento para mejorar el mundo, siempre que se acierte a eludir ciertos errores. Siempre que se supere la tentación del fanatismo y la tendencia a no distinguir entre la moral y el derecho. Siempre que no se olvide que la moral cristiana es, ante todo, una invitación a la reforma personal y que siempre han sido los que han seguido la vía del perfeccionamiento interior, renunciando a transformar directamente el mundo, quienes han logrado ejercer el influjo más beneficioso y perdurable. Es preciso un cristianismo a la altura de los tiempos, que, en ningún caso entraña la renuncia a su mensaje originario o su mera adaptación a las veleidades de la opinión dominante. Impedir la difusión social de los principios cristianos, aparte de una injusta discriminación cuantas tantas facilidades se dan a las más extravagantes e infames opiniones, es privarnos no sólo de una esperanza de salvación, sino también del arsenal de principios que nos permiten la recuperación de la excelencia y de la dignidad agredidas. No se enciende una lámpara para ocultarla.

Ignacio Sánchez Cámara, “Neoanticlericalismo”, ABC, 25.VIII.01

El anticlericalismo es la otra cara errónea del error clericalista. Ambos se necesitan. Todo error necesita del error simétrico de su antagonista para justificarse. Pero lo que hay que oponer al error no es otro de naturaleza opuesta sino la verdad. El anticlericalismo en España tiene un sueño ligero y el más leve ruido basta para despertarlo de su secular sopor. La borrasca veraniega de Gescartera ha bastado para despertar al adormecido sesteante ilustre. Para el viejo monstruo latente no es preciso esperar ni al resultado de las investigaciones ni a la labor de las comisiones ni al trabajo de los jueces. La suerte está echada. La Iglesia, así, en general, sin matices, es culpable. Al fin y al cabo, para los azotadores de sotanas, la Iglesia lleva ya veinte siglos de culpabilidad. Lo más gracioso del anticlericalismo es que se pretende hijo de la Ilustración cuando es vástago de la ausencia de ilustración y de la falta de información. Ha bastado que parte de una Orden o de una diócesis o de lo que sea, tanto da, haya colocado parte de sus ahorros en Gescartera para que se desate la caja de los truenos anticlericales. No importa que lo hayan podido hacer en la condición de timadores o timados, lo que no es exactamente lo mismo. No importa que la inversión bursátil constituya una opción legítima para todos los ciudadanos. Si el inversor es eclesiástico, deviene especulador sin escrúpulos.

El anticlerical nunca deja que un hecho le destroce un bonito argumento. Por eso se acoge a la desinformación como al más nutricio suelo materno. Lo mejor es la generalización. El matiz queda para los tibios y colaboracionistas. Que el pueblo llano no entiende de sutilezas y matices. «La Iglesia -así, en general y con mayúsculas- invirtió al menos 2.500 millones de pesetas en Gescartera». ¿Para qué permitir que una investigación sobre la estructura económica de la Iglesia desmonte un lindo titular? Poco importa que no exista un poder financiero unificado en el seno de la Iglesia. Poco importa que cada unidad administrativa o diócesis sea administrada independientemente de las demás. Poco importa que ni siquiera el obispo fiscalice las cuentas de otras entidades administrativas que actúan en su diócesis. Lo que importa es la escandalosa generalización. Tampoco importa que invertir en Gescartera sea lícito y que el problema resida en que muchos inversores hayan podido ser estafados. Para el buen anticlerical, la Iglesia siempre estará del lado de los estafadores.

El buen anticlerical, sobre todo si milita en las filas opositoras socialistas, no dejará pasar la ocasión de la estival serpiente bursátil para plantear la necesidad de revisar los acuerdos económicos entre la Iglesia y el Estado. Poco importa el principio de igualdad ante la ley. Poco importan Cáritas, Manos Unidas u otras menudencias filantrópicas. Poco importa que la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, que establece la cooperación del Estado con las confesiones religiosas, fuera votada por unanimidad en el Congreso de los Diputados. Lo que importa es que la Iglesia deje de recibir las subvenciones a las que tienen derecho las más estrafalarias organizaciones que persiguen los más extravagantes fines, porque algún grupo o diócesis o lo que sea, qué importa, ha invertido, pecado nefando, en Gescartera. Aun descontada la mala fe, no probada, de los eclesiásticos inversores, a nadie se le ocurriría pedir la supresión de la subvención a UGT por el fraude de la PSV. Pero el anticlericalismo tiene razones que la razón ignora. Cuando se trata de la Iglesia, el bien es atribuido a la parte y el mal al todo. Es la forma de entender la justicia del viejo, añejo, rancio y arcaico anticlericalismo. Lo del «neo» no deja de ser sino piadoso recurso retórico, pues la patología es vieja, demasiado vieja.

Rafael Navarro-Valls, “Educación y fundamentalismos”, El Mundo, 28.XI.01

Organizada por Naciones Unidas, acaba de celebrarse en Madrid la Conferencia Internacional sobre la educación en relación con la libertad de religión y de convicciones, la tolerancia y la no discriminación. Unos 600 representantes de los estados miembros de las Naciones Unidas, de organizaciones intergubernamentales, de comunidades religiosas o de convicciones y un grupo de expertos, han debatido durante tres días acerca de los medios más apropiados para contribuir a la promoción y a la protección de los derechos humanos mediante la reafirmación del papel que debe jugar la educación escolar en el combate contra la intolerancia y la discriminación fundadas en la religión y las convicciones.

La declaración final ha recalcado, entre otros extremos, la necesidad de que los estados establezcan y apliquen políticas educativas que contribuyan a la erradicación de los prejuicios y de concepciones incompatibles con la libertad de religión. Es decir, que garanticen el pluralismo y el respeto a la diversidad en materia de religión y de convicciones. Desde luego, un objetivo importante en la etapa post 11 Septiembre que vive hoy la Humanidad.

Sobre este conflicto coincido con Bercken en que «Dios no viene al caso». Como él mismo observa, aquellas sectas cristianas fundamentalistas que han visto en el ataque al World Trade Center un castigo de Dios a la Torre de Babel del capitalismo, tienen una idea de Dios tan deformada como los pilotos suicidas que, probablemente, gritaron antes del ataque: «Alá es grande». Estoy también de acuerdo con la idea de que, en este combate, ha habido al menos un momento en que se ha hablado correctamente de Dios. Me refiero a la crítica de los musulmanes al uso que Estados Unidos hizo del término Justicia Infinita para calificar la primera etapa de la guerra afgana. Tanto el judaísmo como el cristianismo coincidieron con el islamismo en la idea de que sólo a Dios corresponde administrar la justicia infinita.

Tal vez por eso se ha insistido en la Conferencia de Madrid en que la educación escolar se oriente a ayudar a los alumnos a distinguir el fundamentalismo, que es una enfermedad del alma religiosa, de las creencias sinceras positivas, no marcando con la señal de la sospecha a las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas. Eso sería una nueva forma de intolerancia, que marginaría del torrente circulatorio de la sociedad a ciudadanos cuya aportación es cada vez más necesaria para los estados.

Efectivamente, hoy se vislumbra el peligro de dos fuerzas contradictorias entre sí, pero ambas igualmente peligrosas para la democracia pluralista y para un Estado que quiera conservar su identidad.La primera, desarrolla en algunos estratos de la población lo que viene denominándose el antimercantilismo moral; la segunda, como reacción ante una conciencia civil vacía de todo valor religioso, está produciendo un renacer de los fundamentalismos.

El antimercantilismo moral se ha definido como el miedo, por parte de las Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral.Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tiene por bueno.

Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que suele llevarles a esa posición, que Tocqueville llamaba la «enfermedad del absentismo», por la que el hombre se repliega sobre sí mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.

Charles Taylor señala como una de las tres formas de malestar de la cultura contemporánea ese despotismo blando del Estado que convierte, a buen número de ciudadanos, en individuos enclaustrados en sus propios corazones. El Estado pierde así el concurso de un importante estrato de población, empobreciéndose en su propia entidad. De modo que son marginados los sincera y positivamente religiosos, que podrían aportar cosas positivas al torrente circulatorio de la sociedad.

Por fortuna, este estigma bastante difundido comienza a ser desautorizado.Un sondeo Gallup ha venido a desmontar en Estados Unidos el tópico a que vengo refiriéndome. En su análisis estadístico, Gallup ha desarrollado una escala de 12 grados para medir el segmento de población considerado más religioso (highly spiritually commited).Conclusión : «Aunque representan sólo el 13% de la población, estas personas, que podrían ser descritas como aquellas que tienen una fe transformadora, son más tolerantes que la mayoría, más inclinadas al voluntariado social y más preocupadas por la mejora de la sociedad».

Un 83% de los estadounidenses dice que sus convicciones religiosas en la medida que son sinceras les exigen respetar a las gentes de otras religiones. «La firmeza de las convicciones», concluye el informe, «no excluye el respeto a los demás: lo favorece».

No ignoro que esta posición podría ser acusada de «ingenuidad axiológica», si estamos a lo acontecido hace un tiempo con las sectas suicidas de los Adoradores del Sol en Suiza , en la Guayana con los seguidores del reverendo Jones o con los pilotos genocidas de Bin Laden. Pero esto supondría que el Instituto Gallup o yo mismo estuviéramos aquí confundiendo «convicciones sinceras» con fundamentalismo, que es lo que realmente se oculta en los ejemplos enunciados.

Cuando, con una especie de fundamentalismo de la purificación social, se confunden ambas mentalidades y el Estado reacciona intentando arrojar fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso, entonces es cuando el peligro se torna mayor.Es decir, entonces es cuando el otro fundamentalismo por reacción pasa de ser un peligro latente para el Estado a un peligro efectivo.Por eso me he permitido insistir en los debates de la Conferencia de Madrid en que a cualquier nivel jóvenes sin religión o jóvenes de cualquier confesión una mejor comprensión de los hechos y de las personas sinceramente religiosas contribuirá a la tolerancia y a reducir los sectarismos. En otras palabras, alertar de que «el enemigo del Estado no es la religión sino esa su corrupción que es la teocracia fundamentalista».

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

Rafael Navarro-Valls, “Parejas de hecho y parejas de siempre”, El Mundo, 25.III.97

En el debate sobre la regulación jurídica de las uniones de hecho no es infrecuente que el razonamiento se vea oscurecido por la pasión. Mantener la cabeza fría sin abdicar de las propias ideas es parte del talento. En esta línea, Antonio Gala acaba de trasladar al lenguaje periodístico alguna inquietud presente en el debate jurídico. Para Gala «transformar en pareja de derecho una de hecho… es ingresarla en las colas de la burocracia… Querer sacar (del amor) herencias y pensiones es empequeñecerlo entre ajo y perejil».

Sin ser estrictamente un jurista, Gala postula un modo interesante de regular las parejas de hecho: «Para cada individuo habrían de arbitrarse soluciones personales, o reconocerle a él, no a la pareja, derechos, protecciones y ayudas».

Permítaseme terciar en el debate para traducir al lenguaje jurídico algunas de estas sensatas ideas.

Efectivamente, uno de los problemas que plantea transformar las parejas de hecho en parejas de derecho es precisamente la protección de las uniones que no desean efectos jurídicos de ningún género.

Es decir, ¿cómo protegemos el amor libre? ¿cómo lo ponemos al resguardo de ese derecho tentacular y atrapatodo, que ya se cierne sobre aquellas parejas de hecho que -al parecer- sí que quieren efectos jurídicos? Parafraseando a Miguel Delibes, también los juristas sabemos que «la sombra del ciprés es alargada». Cuando regulamos una institución jurídica inmediatamente comienzan a estar amenazadas aquéllas cercanas que entran en el radio de acción de su sombra.

Esto quiere decir que cuando concedemos efectos legales a las parejas de hecho que se inscriben en el registro, las que no se inscriben corren el peligro de ser atraídas al abismo legal por el juego de la analogía. Si, por ejemplo, reconocemos el derecho a una indemnización al convivente abandonado de una unión de hecho inscrita, difícilmente podremos denegárselo al convivente de una unión no inscrita en idéntica situación.

La analogía de situaciones puede llevar al efecto perverso de que cuando dos personas deseen instaurar una relación sin lazos jurídicos deberán expresa y paradójicamente hacerlo constar por escrito. De otro modo su unión correrá el riesgo de convertirse en un minimatrimonio forzado.

Por eso vengo sosteniendo que el problema no es tanto la concesión de determinados efectos a las uniones de hecho, sino el vehículo a través del que se intenta conferirle esos efectos. La creación por ley de una especie de matrimonio de segunda clase, sin deber de fidelidad, con un atenuado deber de manutención y ciertas consecuencias sucesorias no termina de resolver el problema.

Dadas las muy diversas modalidades de uniones de hecho, su distinto grado de afectividad, sus plurales consecuencias económicas y sociales, una regulación por ley acabaría complicando lo que es sencillo por sí.

Lo más adecuado es remitir sus efectos caso por caso al convenio vía pacto entre las partes. Es decir, conferir eficacia legal a las convenciones privadas en las que se prevea el funcionamiento material de la unión de hecho y las reglas económicas en caso de ruptura; recurrir a la figura de la sociedad de hecho o, en caso de indefensión, al enriquecimiento sin causa. El camino que vienen siguiendo los notarios holandeses o franceses.

Y respecto a las que con buen humor acaban de denominarse parejas de siempre, es decir, las matrimoniales, conviene, efectivamente, prever los efectos no estrictamente positivos que sobre ellas pudiera tener una regulación orgánica y poco meditada de las de hecho.

¿Por qué no promulgar paralelamente una legislación más claramente protectora del matrimonio, que marque las fronteras entre instituciones que son diversas? Coincidiendo con el debate en España, hace unos días acaba de entrar en vigor en Estados Unidos la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act) que firmó Clinton en plena campaña electoral. Nada sospechoso de animadversión a las parejas de hecho, el presidente demócrata no tuvo inconveniente en estampar su firma en una ley (aprobada en la Cámara de Representantes por 342 votos contra 67) en la que en su tercera sección se lee textualmente: «Para determinar el sentido de cualquier ley del Congreso o de cualquier norma, regulación o interpretación de los distintos departamentos administrativos y agencias de los Estados Unidos, el término matrimonio significa solamente una unión legal entre un hombre y una mujer como marido y esposa, y el término cónyuge se refiere tan sólo a una persona del sexo contrario que es marido o esposa».

No se puede olvidar que, según los últimos datos proporcionados por el Consejo de Europa, «el matrimonio sigue siendo un valor fundamental de la sociedad». Así, en Suiza el 94% de los niños nace en el seno de un matrimonio; en Alemania el 85% de los nacidos vivos crece en el seno de una familia fundada en el matrimonio; mientras que en el Reino Unido las parejas casadas con niños representan alrededor del 80% de todas las familias con niños a su cargo.

En España, de los 12 millones de uniones estables contabilizadas en las últimas estadísticas, 11.850.000 son matrimoniales. Es decir, tan sólo el 2% de los mayores de 18 años viven en unión de hecho, aunque lo más probable es que no todas ellas rechacen el matrimonio, pues bastantes están a la espera de casarse.

Lleva también razón Francisco Umbral cuando observa que, a veces, parece como «si sólo se hiciera democracia para lo exótico».

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Angel García Prieto, “La influencia de la moda en la anorexia y la bulimia”, PUP, 1.III.01

La Anorexia, la Bulimia y otros trastornos de la conducta de alimentaria son, en nuestra sociedad occidental y rica, una verdadera epidemia, sobre todo entre los adolescentes y jóvenes.

En esa dinámica psicológica de cambio crítico, actúa de un modo especialmente agudo y determinante el factor moda, al que se suma el gregarismo y la imitación, así como la sugestionabilidad y la identificación con personajes de éxito social. De manera que puede ser fácil para muchos adolescentes el comportamiento extremista para conseguir una identificación con lo que se les presenta como ideal. Y la extrema delgadez femenina es , hoy por hoy , un prototipo de éxito en las pasarelas, espectáculos, deportes y otras actividades de éxito entre los jóvenes.

La prevención de estos serios trastornos- psíquicos primero y de consecuencias físicas después – tiene que pasar por la influencia de la moda, que actúa como desencadenante de la enfermedad. Sin dicho factor el trastorno se manifestaría epidemiológicamente en cantidades ínfimas, casi anecdóticas, como antaño venía ocurriendo. Los llamados grupos de riesgo para la Anorexia y la Bulimia son los formados por chicas- los varones en mucha menor medida, de 1 a 10 aproximadamente- adolescentes, de buen nivel intelectual y rendimiento escolar, voluntariosas y tendentes al perfeccionismo. Éstas son las que no se sienten a gusto con su cuerpo – ¿ y que jovencita consigue gustarse a sí misma ? – y buscan adelgazar a toda costa, hasta desarrollar una auténtica y grave obsesión que, además, les hace percibirse alteradamente – se ven “gordas”, a pesar de estar bien o incluso sumamente delgadas.

En casa, en el colegio, en las tiendas de ropa, entre los modistos, las atletas, las modelos, los artistas…debería darse el mensaje auténtico de mujer bella, no el de sílfide anémica que sonríe ante las cámaras y llora amargamente, luego en la intimidad, la depresión, el vacío y la soledad de su morboso y falso atractivo, de su autodestrucción.

Angel García Prieto, “El alcohol en los jóvenes, sociología y patología”, PUP, 19.IV.01

Las recientes estadísticas ponen de manifiesto que ha aumentado el uso y el abuso de alcohol entre la gente joven. Ahora también la mitad de las chicas lo consumen especialmente los fines de semana. Y también parece muy claro que se ha adelantado de una manera notable el inicio de esta costumbre, que ahora se cifra en los 13 años para los varones y los 14 para las chicas, aunque existan algunas diferencias según las muestras estadísticas estudiadas en nuestro país.

La capacidad adquisitiva mayor, el retraso en la emancipación de la familia y el aumento de tiempo de ocio, son algunos de los factores que se estiman como favorecedores de este fenómeno social, en el que los chicos dedican la mayor parte de su dinero – a partir de los 18 años también es el coche o la moto quien comparte este primer lugar en el capítulo de gastos – y de su tiempo relacional y de ocio.

El pico estadístico de mayor consumo está en torno a los 25 años, edad a partir de la cual la mayoría – salvo aquellos que están encaminados por una más o menos clara trayectoria de alcoholismo – comienzan a descender la cantidad de etílico consumido. La cerveza y los licores combinados son las bebidas preferidas de los más jóvenes y el vino aumenta su protagonismo a medida que crece la edad. Y es en el medio rural donde la proporción de varones es mayor que en la ciudad; al contrario de las chicas que, por razones estilo de vida y consideración social, beben más en el ambiente urbano.

El alcohol desinhibe y tomado en cantidades excesivas – para cada persona el límite cuantitativo es distinto, y a veces muy pequeño- predispone a conductas violentas personales o grupales; euforias que pueden ser peligrosas en el uso de vehículos, y no cabe olvidar que los accidentes de motos y coches son la primera causa de muerte juvenil; en la conducta agresiva frente a otros – el alcohol es “amigo” del crimen, dice algún tratado de medicina legal -; en excesos de control sexual, con aumento de embarazos no deseados en adolescentes y las consecuencias en el feto del uso habitual de alcohol de la madre… y en general en consecuencias de actos en los que el bebedor excesivo puede dejarse llevar del sentimiento de omnipotencia que el alcohol produce, como droga psicoactiva que es.

Naturalmente, no todo uso de alcohol pinta unos cuadros tan dramáticos como los enumerados; pues su utilización moderada y en circunstancias ambientales apropiadas no solo no es malo para la mayoría de las personas, sino un elemento que sirve para animar la vida personal y social. Pero cuanto más se tome y cuanto más joven sea el que lo ingiere, la cercanía a las consecuencias negativas aumenta. Es necesario tener en cuenta, en este sentido, que la adolescencia es un periodo muchas veces difícil para los chicos: problemas y tensiones interiores, frustraciones escolares, laborales o familiares; y ellos de una manera más o menos consciente buscan en el alcohol la compensación que además de falsa se convierte en un riesgo de primer orden.

Algunos medios, y en especial la televisión, favorecen unos usos sociales del alcohol que son más que criticables, al presentarlo como medio para triunfar, relacionarse, ligar, estar alegre, superar los propios complejos…En definitiva, legitima unos patrones de uso impropios, a la vez que presenta como naturales, inocuos y recomendables unas normas de uso que son nocivas y patológicas.

Nuestra sociedad tiene, en estas cuestiones, un reto que no sólo es necesario afrontar, sino que hay que intentar con todos los medios superar.

Jesús Sanz, “Si Isabel es santa, es problema de la Iglesia”, PUP, 4.III.02

Tal como informaba en ABC César Alonso de los Ríos, ha vuelto a ponerse sobre el tapete la canonización de Isabel la Católica. Hace poco tuve que reírme porque alguien dijo que la educación en España acusaba una excesiva influencia del cristianismo. Pero es cierto que, si no en la educación, en otros aspectos de nuestra sociedad lo cristiano mantiene aún un peso considerable. Es lógico, pues quince siglos de historia no se borran así como así. Pero choca que sean a veces los enemigos de la Iglesia quienes contribuyen a hacer notorio ese peso. Lo digo por lo a pecho que se suelen tomar este asunto de las canonizaciones. Lo lógico sería que si la Iglesia es, como ellos pretenden, una entidad anacrónica y totalmente en declive, les importara bastante poco que canonizasen a Isabel la Católica o a Paulino Uzcudun: allá los curas con sus cosas. Y, sin embargo, su grito en el cielo viene a confirmar que, de algún modo, el dictamen de la Iglesia tiene aún una relevancia no pequeña: vamos, que va a misa.

Personalmente, me encantaría tener una reina santa. Y más si no hubiese sido una simple “esposa de rey”, sino una competente administradora de la cosa pública. Pero sé también que en esto de las canonizaciones interviene también el factor de la oportunidad: durante mucho tiempo se paralizó la causa de los mártires españoles de la guerra civil, para evitar que fuesen instrumentados políticamente. Y los Reyes Católicos, a pesar del tiempo transcurrido, son aún signo de contradicción. Y está, claro, la cuestión de los judíos: ¿hasta qué punto merece la pena hurgar en una herida como esa y romper puentes hacia el diálogo? Desde luego, no creo que el asunto de la expulsión de los judíos merme un ápice la potencial santidad de la reina Isabel. No por lo que dice Alonso de los Ríos de que hay que tratar ese caso “a partir de los valores culturales de su tiempo”: lo que era pecado en el siglo XV lo es en el XXI, y si hay un episodio que haría dudar de la santidad de alguien en nuestra época, cabría dudar igualmente si sucede hace cinco siglos. Hitler y Stalin habrían sido igual de canallas en la edad del bronce.

Pero una cosa es llevar a cabo una acción de gobierno de todo punto inicua y otra tomar una decisión de Estado que, causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estima en conciencia digna de ejecutarse por el bien de los más. Si yo pensara, con bastante fundamento, que una minoría escasamente integrada en la nación y con unas fuertes señas de identidad conspira contra la seguridad del Estado, probablemente también me sintiera urgido a adoptar medidas drásticas. Por ejemplo, a exigirles fidelidad a las normas del juego democrático: que no de modo diferente se consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán al cabo de cinco siglos las leyes restrictivas sobre inmigración o las expulsiones de los ilegales, que me imagino deben de causarles bastante trastorno. Pero no veo impedido de llegar a los altares a quien ha de tomar esas medidas.

En fin, como dice Alonso de los Ríos, si la Iglesia canoniza o no a la reina Isabel, “es su facultad. Ella administra la política de ejemplaridad católica”. Y si la reina forma ya en la Iglesia triunfante, creo que le importará bastante poco figurar o no en una lista.

José Antonio Marina, “El progreso de la historia”, El Mundo 29.XII.00

Hablar del progreso no está de moda. El pesimismo tiene un prestigio intelectual que no merece. Piensa mal y acertarás: no me parece un dogma de recibo. Estoy harto de los que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Los predicadores de la decadencia adolecen de una nostalgia injustificada. Nadie que desconociera la situación social que le iba a corresponder, es decir, que no supiera si le iba a tocar ser esclavizador o esclavo, negro o blanco, hombre o mujer, desearía volver a ese pasado oscuro y selvático. O sea, que el elogio del pasado es una astucia de aspirantes a privilegiados.

Pero tal como están las cosas, afirmar que existe un progreso moral en la Humanidad parece una provocación o un disparate. Sin embargo, es la tesis principal de La lucha por la dignidad, el libro que hemos escrito la profesora María de la Válgoma y yo. Está claro que para hablar de progreso necesitamos precisar los valores cuya realización nos parece buena. Para alguien que piense que la religión y la familia patriarcal son la medida de la perfección, una situación laica en que la familia sufre graves deterioros se considerará un retroceso o una degradación. Para quienes defiendan una aristocracia del status, todos los movimientos igualitarios les parecerán una degradación masificadora.

Hay al menos tres criterios que nos sirven para justificar que una situación, una institución o un modo de vida constituyen un progreso: 1º.- Cuando satisface más plenamente que otras las aspiraciones legítimas de todos los seres humanos; por ejemplo, su deseo de autonomía, de seguridad, de bienestar.

2º.- Cuando ningún ciudadano que haya experimentado esa situación y esté libre de miedo o de superstición desearía perderla.

3º.- Cuando su negación o pérdida conduce al terror. La negación de cualquier garantía procesal en los países bajo dictadura es un buen ejemplo.

En el libro que les mencionaba antes nos hemos atrevido a enunciar una ley del devenir histórico que nos parece bien confirmada: «Cuando una sociedad se libera de la miseria, de la ignorancia, del miedo, del dogmatismo y del odio, evoluciona hacia la racionalidad, los derechos individuales, la democracia, las seguridades jurídicas y las políticas de solidaridad».

Esta ley me parece esperanzadora y exigente. Señala con claridad los puntos donde debemos actuar para acelerar el progreso. No siempre son los mismos o no se dan a la vez. (…) ¿A qué llamo dogmatismo? A un sistema de ideas que no resulta afectado por la experiencia ni por las razones, sino que pone en funcionamiento métodos de inmunización para salir incólume de cualquier crítica. Hay un caso paradigmático que puede servirnos como ejemplo. Las religiones adventistas americanas habían predicho que Cristo descendería a la Tierra el 22 de octubre de 1844. No sucedió, pero, tras las acomodaciones pertinentes, sus sucesores, los Testigos de Jehová, predijeron que ocurriría en 1914. Tampoco sucedió. Lo pospusieron hasta 1975. Y, según dicen los que saben de esto, por fin ocurrió lo esperado y ese año terminó la existencia humana. Yo, desde luego, no me he dado cuenta. En resumen: una teoría o una creencia se inmuniza cuando se niega a aceptar cualquier información que socavaría su integridad y cuando introduce cambios cosméticos para anular las evidencias en contra.

La Historia reciente confirma la ley del progreso que hemos enunciado. A principios del siglo XX sólo había nueve naciones con regímenes democráticos. En la actualidad hay más de 160. Ya sé que muchas de esas naciones no cumplen rigurosamente las normas democráticas, pero aun así el hecho de que quieran ser reconocidas como democracias me parece un avance. Incluso en países musulmanes obstinadamente teocráticos como Irán, la democracia se abre paso. En la actualidad, ninguna nación admite legalmente la esclavitud. El último país en abolirla fue Mauritania en 1980, es decir, ayer. Es verdad que han aparecido nuevas formas de esclavitud -lean el libro de Kevin Bales La nueva esclavitud en la economía global-, pero que tengan que mantenerse en la ilegalidad es ya un progreso. También lo es el que, a pesar de las reticencias de los países orientales y africanos acerca de los derechos humanos, cada vez sea mayor el número de países que los ratifican. Conviene no olvidar que, como escribió el prestigioso filósofo del Derecho Norberto Bobbio, la historia de los derechos del hombre es «un signo del progreso moral de la Humanidad».

¿Quién puede negar que un sistema de seguridad jurídica, en el que una persona sólo pueda ser acusada de lo que ha hecho de forma consciente y voluntaria y donde la prueba se establezca por procedimientos racionales y no mágicos, es más deseable que la arbitrariedad? ¿Quién querría ser castigado por una falta cometida por su vecino o por su antepasado? ¿Quién querría tener que demostrar su inocencia metiendo la mano en el fuego? También es un progreso el paso de un régimen de status, donde los derechos se tienen por la situación social, por el nacimiento, la clase o la raza, a un régimen de igualdad donde los derechos se tienen por la simple condición de persona. Y también es un progreso el paso de la magia a la Ciencia y de la creencia coaccionada a la libertad de conciencia.

Sin embargo, tras haber hecho esta enumeración de progresos, no alcanzamos la tranquilidad. Las guerras no terminan, la distancia entre países ricos y países pobres se agranda, las economías del Tercer Mundo están siendo asfixiadas por las deudas y, en parte, por la globalización. ¿Cómo puedo entonces hablar de progreso? La navegación a vela nos proporciona una bella metáfora del progreso de la Historia. Parece increíble que un velero pueda navegar a barlovento, avanzando contra el mismo viento que le impulsa. Así lo hace la Humanidad: avanza contra la miseria, la desigualdad, la ignorancia, la tiranía. La Historia y la embarcación usan el mismo método: avanzar en zigzag. Esta técnica produce en muchas ocasiones una impresión confundente. Cuando se está en un extremo de la línea, antes de invertir la marcha, se está muy lejos del rumbo, y además en la mala dirección, de modo que si el timonel no diera un golpe de timón lo perdería irremediablemente.

La Historia también tiene este carácter de precariedad, de no estar nunca a salvo. La amenaza nazi o la amenaza soviética ahora han desaparecido, pero cuando estaban en pleno vigor no había garantía alguna de que no triunfaran. Tengo la convicción de que antes o después la Humanidad vuelve al rumbo debido, pero, si se retrasa, ¡cuánta tragedia inútil, cuánto dolor sin sentido, cuánta desdicha injustificable! La comparación entre la navegación y la Historia parece que se rompe en un punto. La Historia no tiene timonel, y mejor que no lo tenga, porque cuando alguien ha pretendido serlo se le ha subido indefectiblemente el cargo a la cabeza y ha pretendido convertirse en salvador. El único timonel posible es la inteligencia compartida, un cambio generalizado de creencias, la lenta liberación de los obstáculos que impiden el progreso, unos movimientos sociales lúcidos y tenaces que trabajen por la felicidad social. Ahora, después de tantas aventuras desgraciadas, sabemos dónde está la solución de nuestros problemas: en el reconocimiento universal de los derechos individuales previos a la ley.

Esta última frase parece muy sencilla, pero necesita una explicación. La solución de nuestros conflictos pasa por el reconocimiento eficaz de los derechos personales, no colectivos. La Historia nos dice que cada vez que una entidad supraindividual se ha arrogado derechos la seguridad del individuo entra en crisis. En la autobiografía de Koestler que acaba de ser publicada en castellano, se expone con patética claridad cómo la dictadura del proletariado implicaba el sacrificio del individuo en favor de una sedicente Humanidad futura. Los nazis decían lo mismo, el régimen chino actual sostiene algo semejante, los fanáticos religiosos insisten en una idea parecida. Pero además, esos derechos individuales tienen que ser universalmente reconocidos porque cualquier discriminación se basa siempre en la violencia. Por último, han de ser previos a la ley y no ser conferidos por ella, porque sólo así protegen al ciudadano de la tiranía.

(…) Defendiendo los derechos individuales políticos, culturales, religiosos, étnicos. Así es como la defensa de la autonomía, de la cultura, de la religión, de la etnia se convierte en tarea que todos pueden compartir, incluso los que pertenecen a otras colectividades. ¿Por qué? Porque al defender los derechos individuales de los demás estoy también defendiendo los míos propios. Y esto nos interesa a todos.

Juan Manuel de Prada, “Misioneros”, ABC, 26.III.01

A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que, después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y las epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas, como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro duros y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de muchos niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto? «Un día descubrí que Dios no era invisible –recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras–. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre». Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino: «Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo». Y así se fueron al África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.

Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.