José Luis Martín Descalzo, “Las tres plenitudes”

Habla San Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes: “la plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da”. ¡Qué tremenda verdad! Efectivamente, yo he conocido muchos hombres-vaso. Son gentes que se dedican a almacenar virtudes o ciencia, que lo leen todo, coleccionan títulos, saben cuanto puede saberse, pero creen terminada su tarea cuando han concluido su almacenamiento: ni reparten sabiduría ni alegría. Tienen, pero no comparten. Retienen, pero no dan. Son magníficos, pero magníficamente estériles. Son simples servidores de su egoísmo.

También he conocido hombres-canal: es la gente que se desgasta en palabras, que se pasa la vida haciendo y haciendo cosas, que nunca rumia lo que sabe, que cuando le entra de vital por los oídos se le va por la boca sin dejar pozo adentro. Padecen la neurosis de la acción, tienen que hacer muchas cosas y todas de prisa, creen estar sirviendo a los demás pero su servicio es, a veces, un modo de calmar sus picores del alma. Hombre-canal son muchos periodistas, algunos apóstoles, sacerdotes o seglares. Dan y no retienen. Y, después de dar, se sienten vacíos.

Qué difícil, en cambio, encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo cuanto han recreado. Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. El era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros -¡ah!- tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran montaña de la vida.

Angel García Prieto, “Adolescentes estresados”, PUP, 9.I.01

La adolescencia siempre ha sido considerada una época de la vida propicia a las dificultades inherentes a la propia naturaleza del desarrollo de la persona. Hace ya seis siglos, con palabras muy ricas, el poeta Dante la dibujó de esta manera: “Es acrecentamiento la vida (…) nuestra alma atiende al crecimiento y hermoseamiento del cuerpo, y de ahí los muchos y grandes cambios que operan en la persona”. A los conflictos específicos de la edad -inseguridad, dificultades de relación, ambivalencia emocional, falta de autoestima y tantos otros- se añaden nuevos factores familiares y sociales, propios del tiempo que toca vivir a nuestra sociedad, que contribuyen sin duda a agravar el estrés. Muchos adolescentes se encuentran perdidos o desencantados al carecer de puntos de referencia sólidos, ya que las propuestas de futuro que les ofrecen los adultos no son ni halagüeñas ni entusiasmantes. Los adolescentes se han acostumbrado a tener más, a disponer de más medios, pero no encuentran en esa riqueza la felicidad, ni siquiera la esperanza. También son factores frecuentes de estrés las dificultades emocionales -y materiales- derivadas de los conflictos o de la separación conyugal de los padres y de los propios problemas de pareja por relaciones sexuales prematuras, así como del paro y desempleo familiar. Igualmente son factores de desasosiego y ansiedad los que se crean en torno a la moda y actitud de adquisición de bienes de consumo para vestir, divertirse, desplazarse, cuidar la propia figura o desarrollar al máximo las posibilidades de preparación profesional. La falta de comunicación con los padres y familiares, aludida en todas las épocas al tratar de la adolescencia, se acrecienta por el trabajo y la menor permanencia de éstos en la casa, así como por los factores distorsionantes de la relación -televisión, walkmans, etc -. Los vínculos interpersonales con compañeros y amigos también están dificultados por circunstancias peculiares del momento actual, derivadas de la enorme competitividad en los estudios ante el futuro de los puestos de trabajo, que favorecen la falta de compañerismo y el aislamiento. En fin, los problemas son numerosos y sólo se han enunciado algunos de los más acuciantes. Se podrían sintetizar, a juicio del Prof. Ángel Rodríguez González, catedrático de Psicología Social de la Universidad de Murcia, en que desde niños se van aprendiendo, en la familia y en el ambiente, dos principios responsables de la insatisfacción y principales fuentes de estrés: “El primero es de tipo psicológico individual, la comparación social. Sólo nos sentimos inteligentes, ricos o guapos si nos consideramos más que los demás; aunque nademos en la abundancia, nos sentimos miserables si los demás tienen más que nosotros”. El segundo principio es de carácter social: “ Preferimos tener a ser, es decir, que la medida de nuestra valía son los bienes materiales que poseemos. Cuanto más tenemos, más necesitamos para lograr una imagen positiva de nosotros mismos”. La violencia y el suicidio crece entre los adolescentes, detrás de ello hay una realidad familiar y social subterránea de la que ellos no son culpables, sino víctimas. Y con esta perspectiva los adultos deberíamos afrontar otro de los más importantes defectos que aquejan a la sociedad que estamos construyendo.

Angel García Prieto, “Literatura, psicoterapia y confesión”, PUP, 13.I.01

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Angel García Prieto, “¿Son los jóvenes malvados delincuentes?”, PUP, 30.I.01

El capítulo de sucesos de la última temporada está llena de desagradables acontecimientos protagonizados por niños, adolescentes y jóvenes. En algunos casos estos hechos son especialmente trágicos y en ocasiones espeluznantes. Fuera de nuestra latitud este problema se proyecta sobre todo en las aulas de los colegios e institutos. Baste citar el tiroteo de Columbine en Estados Unidos, como prototipo sangriento y las medidas que han debido tomar en Francia para mantener un mínimo de seguridad en los institutos de las periferias de las grandes ciudades, con unos planes que suponen la contratación de 7,000 personas (4,000 como auxiliares de profesores, 2,000 jóvenes dedicados a la vigilancia, 800 guardias jurados, 100 enfermeras y 100 consejeros educativos) además de que la Gendarmería vigile más de 200 centros escolares y se habiliten 350 aulas para alumnos con problemas de integración.

En nuestro país parece que la violencia es más extraescolar, muchas veces protagonizada por muchachos que no van a clase y casi siempre relacionada con la movida a altas horas de la madrugada, El alcohol excesivo, el uso de drogas de síntesis en los lugares de ocio juvenil tiene bastante que ver con estas conductas conflictivas y – lo que es más lamentable – desintegradoras para el desarrollo de la personalidad de esos chicos. En ocasiones esta violencia está organizada en bandas urbanas que añaden a la mala conducta una orientación, más visceral que ideológica, de lucha, reivindicación más o menos xenófoba o sectaria. En el fondo de estos problemas hay múltiples carencias que tienen en la familia la mayor carga de la causa. Hijos que ven poco a sus padres, o que ven a padres a su vez violentos o desestructurados, Poca vida de familia, excesos de sustitutivos para las relaciones domésticas: mucha televisión, walkkmans que aislan, comecocos que como su propio nombre indica comen el coco, desorden, falta de disciplina mínima…En fin, son chicos que crecen sin conocer los límites, inmaduros caprichosos a los que no se les han enseñado los valores de la convivencia, el sacrificio, el trabajo…incluso que no se les hace capaces de valorarse y quererse a sí mismos como personas humanas y las más de las veces presentan cuadros psicopatológicos de frustración, desesperanza, y autodesprecio.

A su vez los padres se sienten, en muchas ocasiones, incapaces de educar a sus hijos en un ambiente social en el que campan a sus anchas – sobre todo a través de la televisión – la violencia, las promiscuidad sexual – la escena de propaganda televisiva gubernamental de la mamá que recomienda a su hija llevar el casco de la moto y el preservativo es una invitación a abrirse la cabeza, como se la abren por miles en las madrugadas del fin de semana, y a que se abran también otras partes del cuerpo para acabar tantas veces en embarazos prematuros y abortos adolescentes – , el mal entendido “progresismo” a base de continuas dejaciones…Y los políticos mientras tanto inauguran narcosalas y piden sexosalas, repartiendo píldoras del día después y condones en los colegios…Eso sí, luego vienen las circulares que presionan a los profesores para que mantengan el orden en aulas y pasillos, que se enfrenten al navajero, que se peleen con unos padres que defienden las conductas espantosas de su “cielo” de hijo… En fin, a ellos siempre les quedará el recurso de pedir la baja por depresión, pero esos chicos ¿a dónde van?. ¿Esto es progreso?

Angel García Prieto, “Agorafobia y crisis de angustia: miedo a salir de casa”, PUP, 19.V.01

Es cada día más frecuente, en la consulta psiquiátrica, el número de pacientes que acuden por presentar un molestísimo, progresivo e invalidante cuadro de síntomas físicos y psíquicos que se manifiestan sobre todo fuera de casa, o de aquellas otros lugares o situaciones en los que la persona se suela también encontrar muy segura o acompañada.

Se trata de un trastorno que denominamos “Agorafobia con crisis de angustia, pánico agorafóbico o de otras maneras semejantes”. Y que se caracteriza porque el enfermo que lo padece – casi siempre enferma, pues suele haber tres o cuatro mujeres por cada varón con dicha patología – va adquiriendo un progresivo miedo fóbico a situaciones en las que le es dificultoso encontrar salida hacia sus habituales lugares seguros. Y así, acaban por evitar la asistencia a grandes almacenes, cines, iglesias, autobuses, banquetes,… o el paso por amplios espacios abiertos, túneles, puentes, autopistas, parajes deshabitados, etc. Hasta llegar a no poder salir solo de casa, por miedo a sufrir una “crisis de angustia”.

Dicha crisis se suele presentar de modo brusco, y se manifiesta con la agobiante presencia de palpitaciones, hormigueos, sofocos, ahogos, mareo, sudoración, tensión muscular y sensación de que se puede morir o volverse loco o perder el control de sí mismo. Esta crisis de angustia, que las primeras veces se presenta sin ningún motivo aparente, es la que poco a poco va previniendo al enfermo frente a las situaciones de menor seguridad ambiental, o de las que sería dificultoso o escandaloso escapar, y va conformando la fobia hacia ese tipo de espacios y situaciones.

Este trastorno, que se da en un 2 a 5% de la población, afecta de un modo predominante a mujeres jóvenes, entre los veinte y los cuarenta años de edad. No se diagnostica fácilmente, y por eso no se trata de un modo adecuado, produciendo muchos casos de falsa urgencia en los servicios de cardiología o medicina interna, sin que inicialmente nadie suponga que son trastornos de pura ansiedad.

El tratamiento farmacológico, acompañado de unas sencillas técnicas psicoterapéuticas conductuales, es muy eficaz, llegando a poner al enfermo en condiciones de hacer una vida activa normal y libre de angustias, en un periodo menor o mayor de tiempo.

Desde hace dos años, ha comenzado a existir una “Asociación para la Ayuda y la Divulgación de la Agorafobia”, ya que éste es un problema en aumento, que aún no es conocido en la mayoría de los ambientes, y que requiere que se le preste la debida atención en los medios informativos para que se pueda atender de modo precoz y adecuado. Y , desde que tuvo lugar el estreno de la película “Copycat”- en la que la protagonista aparece como afectada por esta patología – se comenzó a desarrollar una campaña de divulgación, de la que la “Sociedad Asturiana de Psiquiatría” también se está haciendo eco, con la organización de actos públicos y presencia en los medios de comunicación.

Angel García Prieto, “Futurólogos y el prejuicio de Edipo en nuestra sociedad”, PUP, 27.VI.01

Nuestra cultura tiene muchas referencias del mito de Edipo, a través de la literatura en las obras de Esquilo Sófocles, Eurípides, Séneca, Corneille, Gide, Cocteau, o en la música de Mussorgsky, Mendelssonh, Strawinsky, etc.Pero sobre todo, son los seguidores de Freud quiénes han dado más vuelo al nombre del rey de Tebas, al popularizar el célebre y confuso complejo de Edipo, tan en boga las décadas pasadas, cuando el psicoanálisis hacía un furor que se va apagando poco a poco.

El complejo de Edipo podría sintetizarse mucho al describirlo cómo un trastorno de la afectividad y la conducta derivados de carencias por falta de autonomía e independencia emocional respecto a las figuras paternas; que con frecuencia se interpreta sobre todo en el ámbito de la madurez psicosexual. Se puede decir que Edipo no padeció el complejo de Edipo, o al menos no parece deducirse de lo que se ha descrito de este personaje. Aunque, en el drama del héroe de Tebas, haya símbolos que le sirvieran a Freud para bautizar con el nombre de Edipo dicho trastorno psíquico.

Edipo era hijo de los reyes de Tebas, Layo y Yocasta. El augurio predijo a Layo que un hijo suyo lo mataría, casándose con su madre. Por eso Layo lo llevó al monte Citerón y lo abandonó colgado de un árbol por los pies para librase de él. Sin embargo Edipo fue recogido por un pastor y cedido al rey Polibo, de Corinto, que no tenía hijos y lo adoptó. Ya adulto, Edipo comenzó a dudar de su verdadera identidad y acudió al oráculo de Delfos – ¡otra vez el oráculo! – para aclarar el misterio. La Pitia no le reveló el nombre de sus padres, tan sólo le advirtió que no volviese a su patria, pues su futuro estaba determinado a matar a su padre y casarse con su madre. Muy asustado, Edipo abandonó Corinto y se dirigía a Tebas, cuando en el camino fue atropellado por un carro muy veloz. Lleno de furor, Edipo entabló una pelea, en la que mató al conductor, un lacayo y al dueño, que no era otro que su verdadero padre, Layo – desconocido para Edipo.

Continuando Edipo su camino, encontró a la Esfinge, un monstruo con cuerpo de león y rostro de mujer, que tenía aterrorizada a la población de Tebas. La venció con su lógica, descifrando una adivinanza del malvado ser, y fue recibido triunfalmente en la ciudad, donde recibió el premio de su hazaña y se casó con Yocasta, su madre, pasando a ser rey. Los dos vivieron felices, ajenos al conocimiento de su relación natural y tuvieron cuatro hijos. Hasta que la fatalidad asoló la ciudad y Edipo recurrió de nuevo al oráculo, que acusó al asesino de Layo como culpable de la ira de los dioses contra Tebas. Un anciano servidor del palacio le reveló su verdadera identidad y Yocasta se ahorcó al conocer la verdad, a la vez que él mismo se arrancó los ojos y los tebanos le obligaron a abandonar la ciudad.

En esta leyenda tan dramática hay mucho prejuicio, facilitado por tanto oráculo. Quizá las cosas han cambiado y la perspectiva actual no es la misma que la del mundo griego, dominado por la idea determinista de la fatalidad, los tiempos cíclicos y, sobre todo, de los aconteceres ya prederterminados por los vaticinadores. Pero no hay que olvidar que las enseñanzas de la mitología tienen una validez perenne y, por lo tanto, deben interpretarse con los matices que pueda darle el tiempo en que se recrean. Así, ahora, me parece que en esta historia hay aprensiones, adquiridas por la creencia en lo que dicen los adivinos. Y son, precisamente estos temores concebidos de antemano, los que alteran la libertad, los que conducen por derroteros equivocados la conducta hasta el sarcasmo, hasta el drama…Como Edipo y Layo que, sin complejos, llevaron hasta la exasperación la fatalidad de sus prejuicios.

Jesús Sanz, “Pasarelas y pudores de repuesto”, PUP, 18.IX.02

En su ensayo más conocido, Jacinto Choza hablaba de “la supresión del pudor” como uno de los signos definitorios de nuestro tiempo. Si queremos una prueba de ello, basta seguir el mundo de la moda, sobre todo de esa moda que sirve para que los diseñadores den el salto a los titulares y que los telediarios de la tele pública recogen con puntual fidelidad. Esa moda que nadie sabe por qué se llama así, puesto que nadie exhibe en la calle los increíbles trapos que se pasean en Cibeles, Gaudí y demás. El pudor ahí es un concepto extraño, un “flatus vocis” del que tal vez puedan dar razón los arqueólogos. A diario se muestran en aquellas pasarelas elementos del “hardware” femenino cuya visión se reservaba antes a los médicos, sin que nadie ose romper una lanza por esa “parte de la templanza que preserva la intimidad de la persona” y “designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado”.

Y sin embargo ha saltado el escándalo. Sí, señor: escándalo en la pasarela. ¿Qué puede escandalizar en una pasarela? Pues que, al parecer, a uno de estos creadores se le ha ocurrido ataviar a las modelos con un embalaje de capuchones, vendas y otros tapujos y que a algunos publicadores y a otros tantos políticos les ha parecido un atentado contra la dignidad de la mujer. Así, tal como lo acabo de escribir y lo han leído esos ojitos suyos.

¿Supresión del pudor? A la vista de estas cosas, creo que el fenómeno es más bien de sustitución. Han intentado liquidar eso que unos llamaban decencia, modestia, pudor, y otros llamaban tabúes sexuales, y lo han conseguido; pero parece que no hay modo de que la criatura humana deje de pensar que hay cosas intocables. Antes te empapelaban por quitarte demasiada ropa, ahora por llevar un velo. El pudor ha dejado de guardar la castidad para custodiar la autoestima, pero ya ve, amigo diseñador, uno no puede sacar a la luz pública todo lo que se le ocurra. A usted y a mí nos han machacado los oídos con todo eso de la autonomía del arte y la libertad del creador, y ahora nos salen con estas. Creo que estos asesinos del pudor empiezan a sentir lo que Adán en el paraíso: estamos desnudos. Desnudos de principios. Y se tapan con malas hojas de parra que a duras penas encubren su inopia.

Tomado de www.PiensaUnPoco.com

Jesús Sanz, “Los hermanos arameos y la non sancta desvergüenza”, PUP, 25.X.02

El problema es arqueológico: se trata de saber si el osario descubierto es realmente el sepulcro de Santiago el Menor, uno de los Doce, hijo de María, prima de la Virgen, primer obispo de Jerusalén. El estado de la cuestión es este: el descubridor de la inscripción, que compró la urna a un coleccionista israelí, lo considera sin duda auténtico; otros estiman que hay razones para ser cautos. Punto redondo.

Toda otra consideración, pues, acerca de la existencia de “hermanos” de Jesús y las supuestas convulsiones que esto podría causar en la Iglesia católica, sirven, en el mejor de los casos, para cubrir huecos en la sección de sociedad del periódico, habida cuenta de que dicha controversia ha dejado de serlo desde hace tanto tiempo que da vergüenza recordarlo. Sólo quien carezca de este sentimiento será capaz de reabrir la polémica: tal vez aquel tipo que se cubrió de gloria descubriendo como “mentiras fundamentales de la Iglesia católica” cuestiones que han sido explicadas cientos de veces con datos incontrovertibles.

Menudo descubrimiento a estas alturas, que Jesús tenía hermanos. Lo dicen los evangelios que se leen todos los días en los ambones. Abraham tenía dos hermanos: uno, Aram, hijo de su madre; otro, Lot, hijo de Aram. Hermano tenía Jacob: Labán, su tío. ¿Qué obliga al arameo a distinguir entre hermanos, primos, tíos y sobrinos? ¿Qué obliga al español a distinguir entre “afternoon” y “evening”, entre “pomeriggio” y “sera”? Otros sí tienen obligación de ser serios. Y de aparentar, al menos, un poco de vergüenza.

Julio de la Vega-Hazas, “Violencia real, violencia virtual”, ARVO, IV.03

Desde hace unos años, la opinión pública está recibiendo cada vez con más frecuencia un mensaje de alarma sobre la violencia visual que están recibiendo los niños y jóvenes. Se ha referido particularmente a la televisión, frente a la cual pasan los más jóvenes un buen número de horas. Allí, un número creciente de programas mostraban muertes violentas de algún género, y en países como Estados Unidos, con un fuerte incremento de violencia juvenil, se empezó a estudiar la posible conexión entre los dos fenómenos. Los estudios tendían a concluir que la relación existía. Como afirma un manifiesto fechado en 2000 y firmado entre otros por el Director Ejecutivo Adjunto de la Asociación Americana de Psicología (una especie de colegio profesional, aunque con más atribuciones), “a estas alturas, más de mil estudios, incluyendo informes de la oficina del Ministerio de Salud y el Instituto Nacional de Salud Mental, y numerosos trabajos realizados por relevantes figuras de las organizaciones de salud médica y pública –nuestros propios miembros-, apuntan de manera decisiva hacia una conexión causal entre la violencia de los medios y el comportamiento agresivo en algunos niños”. En los últimos años, a la televisión y el cine hay que añadir los videojuegos. Éstos, cuando incluyen acciones violentas, se consideran aún peores: hay mayor densidad de muertes, y, sobre todo, aquí el niño o el joven se convierten en los ejecutores: ya no son meros espectadores, sino protagonistas. Estos mensajes crean una lógica inquietud en las familias, donde un creciente número de padres se preguntan si dejando que el chico juegue a videojuegos “de acción” no estarán contribuyendo a que su hijo se convierta en un ser violento, agresivo y asocial.

Los estudios sociales son más difíciles de lo que puede parecer a primera vista. La complejidad de nuestra sociedad y del ser humano mismo hacen que se pongan en juego muchos factores, de forma que aislar uno solo no es nada fácil. La coincidencia no puede transformarse en relación causal sin más. Los profesionales, cuando son honrados y no están dominados por alguna ideología, lo saben, y matizan mucho sus estudios. Un manifiesto extraído de sus estudios, como el citado arriba, ya tiene un componente de opinión sobre la conclusión científica, aunque conserva algunas reservas –“apuntan”… sobre “algunos niños”-. La prensa no especializada ya tiende a simplificar, con una sustancial pérdida de rigor, y emite el siguiente mensaje: los niños tienden a imitar lo que ven, y si ven mucha violencia se debe concluir que se hacen violentos. ¿Es así? Dicho de otro modo: ¿la violencia fantástica o virtual produce violencia real? Y hay que contestar que responder con un sí o un no a secas resulta insatisfactorio, o, si se prefiere, falso. El planteamiento, de puro simple, se ha convertido en equívoco.

Hagamos memoria. Volvamos atrás, a los años inmediatamente anteriores a la entrada en escena de la televisión. Encontramos a un niño que, pongamos, a los cinco años se divierte en el guiñol del parque; el argumento era repetitivo, y el final siempre el mismo: el bueno se despachaba a estacazos con la bruja de turno, mientras el coro infantil gritaba con todas sus fuerzas “¡¡¡bieeennnn!!!”. El mismo niño, a los diez años, pedía para Reyes un disfraz de guerrero –romano, vikingo, indio, etc.-, armamento incluido. A los doce, devoraba comics del Capitán Trueno, el Jabato o Hazañas Bélicas, con protagonistas nobles pero desde luego nada pacíficos; si le gustaba leer, es probable que entre sus favoritos figurara Salgari, en cuyas novelas rara vez se llegaba a la quinta página sin que hubiera ya algún cadáver con una muerte nada natural. Si iba al cine, la mayor parte de las películas que veía también abundaban en puñetazos, tiros –o flechas y espadas, según el caso- y muertos. Su imaginación también se llenaba de escenas con buenas dosis de violencia. ¿Ha creado todo esto una civilización especialmente violenta? No parece, al menos en lo que a España se refiere. En cualquier caso, es una constante universal. La misma literatura épica, que llenaba la imaginación de los jóvenes, ha sido bélica, desde la Iliada y la Odisea hasta los libros de caballerías. Y los cuentos de los hermanos Grimm solían tener asimismo un final nada pacífico.

Ahora bien, se trataba en todos estos casos de una violencia que se ajustaba a unos patrones: no era gratuita, respondía a algún tipo de necesidad –o sea, no se buscaba por sí misma- y, sobre todo, estaba asociada a la justicia. Lo primero significa que lo que esencialmente se ofrecía no era la violencia, sino la hazaña, la gesta heroica, siendo la violencia un medio que, a la vista de la situación, resultaba necesario, y servía para realzar el mérito de los protagonistas. Lo segundo rompe un cierto tópico contemporáneo, que ve a la violencia como un mal intrínseco –por tanto, mala sin excepción-, al poner de relieve que la restauración de un orden social violentamente roto exige emplear la violencia. Una violencia que debe ser proporcionada y no ir más allá de lo estrictamente requerido para ello, pero violencia al fin y al cabo. Pensar lo contrario entra en el terreno de lo utópico, de una visión roussoniana que desconoce la realidad humana, pecado original incluido. Es cierto que en buena parte de las historias que se ofrecían se iba más allá de esa justicia y se entraba en el terreno de la venganza –aquí se notaba bastante si la historia procedía de ambientes católicos o tenía otros orígenes-, sin espacio para el perdón; aunque también es cierto que en bastantes ocasiones, por el deber de proteger a terceros o a la sociedad en su conjunto, el perdón sólo puede otorgarse después de la victoria, lo que también quedaba reflejado en unos cuantos relatos. Para los niños, además, había alguna ventaja en todo este entorno, ya que estimulaba una cierta dosis de agresividad que temperamentalmente es necesaria para vencer las dificultades; o, dicho en términos más convencionales, de alguna manera enseñaba que la vida requiere luchar. Ciertamente, no a bofetadas, salvo casos muy extraordinarios, lo que significa que esa agresividad necesitaba ser educada, pero había quien se encargaba de ello, y los resultados eran casi siempre satisfactorios. En España concretamente, la violencia no llegó a las calles –incluso los delitos solían ser de “guante blanco”- por la profusión de escenas o relatos violentos. Llegó sobre todo por la droga.

En los años 70 empezó a cambiar la situación. Entraron en escena historias que difuminaban la clara distinción entre buenos y malos. En ellas, el malo seguía siendo malo, pero el “bueno” a veces era igual de malo, o casi, o de una rara bondad mezclada con cinismo, o por lo menos de un talante desalmado. Por otra parte, comenzó a verse en más de una película una recreación en la violencia misma –escenas particularmente crueles, muertes a cámara lenta, etc.-, que pasó así a convertirse en espectáculo ella misma. Junto con historias a la vieja usanza, entró, en otras, no ya la violencia, sino el sadismo. Y no es lo mismo. El mensaje es distinto, y así lo percibía el público, el infantil incluido. Aquí hay que deshacer un segundo tópico. Pensar que el hecho de ver violencia provoca una especie de mímesis en el niño, que tiende a imitar lo que ve, parece una afirmación muy razonable, pero en realidad tiene bastante de conductista, que no diferencia el aprendizaje humano del animal. El niño lo que percibe no son unos hechos físicos, sino unas conductas con significado, y entiende claramente la diferencia entre el vengador justiciero y el sádico, aunque en una escena determinada lo que hagan los dos sea lo mismo.

Lo verdaderamente decisivo es por tanto lo moral, no tanto lo material. No es tanto “ver muertos”, sino qué sentido tienen esas muertes. Se tratará de dilucidar primariamente si lo que se ofrece es una épica con buen fin y buenos personajes que tienen que acabar con el mal para conseguir un noble propósito, o si son el reflejo de un desprecio por el ser humano. Las mismas escenas muestran si el producto ofrecido es la aventura o el morbo que se estimula al recrearse en lo desagradable y lo violento. Si se trata de lo primero, la incidencia en la posible violencia de la vida real es verdaderamente escasa; si es lo segundo, la cosa empieza a ser más preocupante, pues sí produce efectos negativos; al menos, de una imaginación malsana, y en algunos casos de comportamientos antisociales y violentos. De ahí que en estas distinciones deben buscar los padres y educadores el criterio a la hora de elegir lo que los hijos puedan ver sin que sea contraproducente para ellos.

Lo mismo vale para los videojuegos. Es evidente que hay una gran diferencia entre un juego consistente en conquistar un espacio eliminando a todos los monstruos galácticos que salen al paso con actitud muy poco amistosa; y otro en el que el jugador se convierte en un conductor que se dedica a atropellar a todo el que puede, obteniendo desde un punto por anciana arrollada –la presa más fácil- hasta cien por un motorista de la policía, todo ello en medio de un baño de sangre (los ejemplos son reales). El primero puede ser una soberana pérdida de tiempo, y conllevar el peligro generalizado de los videojuegos que es la adicción a los mismos, pero en cuanto a generar conductas violentas resulta bastante intrascendente. El segundo, en cambio, no lo es. En cualquier caso, si no llega a producir una agresividad física, por lo menos invita a adoptar una actitud despectiva hacia el prójimo y potencia uno de los más bajos instintos del ser humano: la crueldad hacia el débil.

¿Cuál es por tanto la actitud correcta ante todo este mundo virtual violento? En primer lugar, hay que intentar suprimir lo inmoral: protagonistas sádicos, crueldad gratuita, cinismo violento, complacencia en el sufrimiento, modelos de conducta que hacen el mal. Y en segundo lugar, se trata de poner los medios para evitar lo que le sucedió al Quijote: dejarse absorber por un mundo fantástico de acción –en su caso, movido por las llamadas “libros de caballería”-, que desvincule al joven del mundo real, para lo cual hay que medir cuidadosamente lo que dedica a actividades que puedan desembocar en esa situación.

Ahora bien, al mismo tiempo hay que poner cada cosa en su sitio. Una cosa es evitar lo que pueda resultar perjudicial, y otra muy distinta es echarle la culpa a todo ese mundo virtual o fantástico de lo que sucede en el mundo real. Incidir en ello como factor primordial de la violencia juvenil es una ingenuidad, o un bote de humo que lanzan quienes no quieren enfrentarse a las causas reales de ese mal. ¿Cuáles son? Señalamos a continuación unas cuantas, al lado de las cuales los videojuegos o películas no pasan de ser un factor muy secundario (se debe tener en cuenta que suelen ser factores ambivalentes: en unos casos disparan la agresividad, en otros la anulan casi por completo, lo cual también es un daño a la personalidad): 1.- Sufrir la violencia. No hace falta vivir en un país en guerra: basta con un padre desquiciado o un colegio sin disciplina.

2.- La droga. Es más que evidente que allí donde entra la droga se dispara la violencia.

3.- La proliferación del alcohol y el mercado del sexo. Cuando se vive dejándose arrastrar por lo que apasiona o apetece, la voluntad se debilita y no sujeta a las pasiones. Una de éstas es la ira. Además, en particular, el sexo convertido en mercancía hace ver al prójimo sólo como objeto y dispara el afán de dominarlo, con lo que están servidas unas condiciones para que se prodiguen comportamientos violentos, que pueden llegar a lo patológico.

4.- Las rupturas familiares. Ya de por sí generan con frecuencia actitudes violentas como reacción a la desprotección que suponen para los hijos. A lo que hay que añadir que, a falta de un ambiente acogedor en casa, el chico puede buscar refugio en pandillas callejeras donde imperan comportamientos violentos.

5.- La construcción de la sociedad sobre la competitividad sin el contrapeso de la solidaridad. La competitividad es necesaria, porque estimula. Pero tan necesaria como ella es la integración que proporciona aceptación, confianza y seguridad. Si ésta falla, por una parte la agresividad se convierte en norma para salir adelante. Por otra parte, ese género de vida provoca no pocos resentimientos, cuya válvula de escape suele encontrarse en la violencia.

Joseph Ratzinger, “El Catecismo, manual de instrucciones de la felicidad”, Zenit, 9.X.02

Congreso internacional con motivo de los 10 años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.

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