Juan Manuel de Prada, “Destruirse desde dentro”, ABC, 20.I.2007

Ha declarado Mel Gibson que su película Apocalypto, en la que se recrean las postrimerías de la civilización maya, constituye en realidad una alegoría sobre la decadencia de las sociedades occidentales. Apocalypto se abre con una cita de Will Durant que basta para advertirnos de sus intenciones: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro». La frase, de una lucidez que espanta, sirve de diagnóstico para nuestra época. Mucha gente me pregunta si considero que el islam es un enemigo para Occidente; mi respuesta es siempre la misma: «En absoluto. El enemigo está dentro, el enemigo somos nosotros mismos».

¿Qué peligro podría significar el islam si Occidente estuviese orgulloso de defender los valores que conforman su idiosincrasia? Los musulmanes residentes en nuestros países tendrían que acatar estos valores si desearan disfrutar de las ventajas que les reportan; desde el primer instante en que se atrevieran a infringirlos, serían despachados con viento fresco, o castigados por la Ley, como cada hijo de vecino. El problema no está en los musulmanes, por mucho que profesen una fe que a la vez postula un ordenamiento sociopolítico a cuyo rebufo se cobijan las más sórdidas dictaduras; bastaría con que los musulmanes tuviesen claro que jamás podrían ver realizados, en Occidente, sus anhelos expansionistas.

El problema para Occidente comienza cuando se muestra incapaz de defender los valores que fundan su ordenamiento jurídico, cuando descree de los hitos que han propiciado su progreso, cuando reniega de la moral que ha humanizado su convivencia; cuando, en definitiva, se niega a sostener la supremacía de su orden social y, a cambio, se abandona a un aguachirle de necedades merengosas que, bajo el marbete de Alianza de Civilizaciones o de cualquier otra majadería limítrofe, prefiguran la rendición.

Todavía quedan algunos ilusos que, a la hora de imaginarse el fin de nuestra civilización, se dedican a otear el horizonte, en busca de enemigos externos. Olvidan que, cuando entraron en Roma, los bárbaros no tuvieron que librar ninguna encarnizada batalla con un ejército defensor, ni vencer la resistencia de sus vecinos; entraron como Pedro por su casa, sin asestar un mandoble, enseñoreándose de una posesión que les pertenecía desde mucho tiempo atrás, desde que los gobernantes del otrora amedrentador imperio se convirtieron en una patulea de pacifistas claudicantes, desde que sus ciudadanos se entregaron con regocijo a las ventajas de la vida muelle y al disfrute de su opulencia.

Así perecen las civilizaciones, así las potencias más poderosas devienen naciones de opereta: destruidas desde dentro, inmoladas por los botarates que rigen sus destinos y por la chusma que los encumbró al poder. Porque no debemos pensar que los gobernantes irresponsables que rigen los destinos de los países en decadencia son meteoritos que abruptamente irrumpen en la vida política, venidos del espacio exterior, surgidos de la nada; por el contrario, son el fruto natural de una sociedad podrida y dimisionaria, son la expresión quintaesenciada de un clima moral decrépito, que es el de los pueblos dispuestos a mirar siempre hacia otro lado, dispuestos a entregar su primogenitura por un plato de lentejas, dispuestos a ceder a la extorsión, a renunciar a los principios que fundan su existencia, a ponerse de rodillas ante quien los quiere genuflexos, con tal de diferir un problema que se les viene encima, no importa que esté enturbantado o cubierto por la capucha macabra del terrorismo.

En estos días en que la dulce paz de los esclavos vuelve a asomar a los labios de nuestros gobernantes, amortizados ya aquellos dos muertecitos accidentales del aeropuerto; en estos días en que vuelve a iniciarse ese «proceso» indecoroso que tanto regocija a los enemigos de España, ya sabemos, con insobornable certeza, que la destrucción vendrá desde dentro.

Ignacio Sánchez Cámara, “Turismo abortivo”, La Gaceta, 26.XI.2006

España, como casi todo, cambia. Y no siempre para mejorar, pues no todo cambio entraña progreso. Antes éramos un país de emigrantes; ahora lo somos de acogida de inmigrantes. Antes, algunas españolas viajaban a países extranjeros para abortar. Ahora, algunas extranjeras viajan a España, para «interrumpir sus embarazos», es decir, para matar a sus hijos embrionarios. Nada nuevo bajo el sol; sólo cambia la dirección del itinerario abortivo. Aún habrá quien diga que hoy somos más libres; al parecer, más libres también para el crimen.

Según la información disponible, se ofrece un pack (añadamos el mal gramatical al moral) que incluye vuelo, alojamiento y aborto, a precios adecuados para que el negocio no decaiga. Incluso se practica en casos de embarazos muy avanzados, en los que el embrión se debate y defiende para eludir la agresión mortal: puro asesinato.

La valoración moral no me ofrece dudas. La inmoralidad del aborto voluntario deriva del imperativo de no matar. Si se prefiere una visión de la moral más positiva y menos prohibitiva, y apelando a la fértil idea de «lo mejor», siempre será preferible y mejor conservar la vida del embrión que acabar con ella. A menos que, en contra de toda evidencia, la vida sea considerada como un mal del que debe huirse o como un bien de libre disposición por parte de la madre, con lo que el supremo acto moral sería el suicidio. Como no es lo mismo la moral que el derecho, aunque no sean absolutamente independientes, pasemos ahora a este último. Si la práctica del aborto fuera un puro ejercicio de autonomía de la voluntad que no afectara a un bien jurídicamente protegible (y protegido en nuestro ordenamiento jurídico), no cabría penalizarlo, aunque se tratara de una conducta inmoral, pues el derecho no existe para producir el perfeccionamiento moral de las personas, aunque tampoco deba ser un obstáculo para él. El problema es que sólo una sanción penal, por benévola que pueda ser, e incluso excluyéndola en algunos casos, permite proteger jurídicamente la vida de las personas, nacidas o no. Es lo que hace nuestra legislación actual, que considera que el aborto voluntario es un delito, y sólo excluye la aplicación de la pena en tres casos tasados: violación, malformaciones del feto y peligro para la salud física y psíquica de la madre. No existe, por lo tanto, algo así como un derecho a abortar en esos tres casos, sino que se trata de un acto ilícito, al que se excluye la pena por razones fundadas. Ciertamente, entonces puede practicarse en esos casos, lo que no quiere decirse que se deba, sin estar sometido a la amenaza de la sanción penal. Pero en España no existe un derecho al aborto nunca, ni siquiera en esos tres casos citados. El problema es que una legislación como la nuestra, acaso bienintencionada e incluso correcta, resulta muy vulnerable al fraude de ley. Y es lo que sucede. El problema no estriba tanto en la ley, quizá discutible, como en su mala aplicación o en la falta de ella. El cajón de sastre criminal viene por la vía de la salud psíquica de la madre, si basta con que un facultativo con pocos escrúpulos certifique que, en el caso de continuar el embarazo, corre grave peligro. ¿Es nítido el concepto de la salud psíquica? ¿No puede extenderse abusivamente hasta incluir una leve depresión? ¿No podría entonces interrumpirse cualquier embarazo, es decir, asesinar a la persona no nacida, previa petición de la madre? Me temo que esto es lo que sucede en este turismo aberrante y criminal en fraude de ley. Nacionales y extranjeras se acogen a este fraude para eliminar la vida humana que portan en sus entrañas. El problema es que la mayoría de las veces la salud psíquica no hace sino empeorar, a menos que la conciencia moral se haya debilitado hasta casi desaparecer, pues no es fácil imaginar un crimen que entrañe una más pesada carga moral para su autor que la muerte que una madre inflige a su propio hijo. Y lo terrible aumenta si se considera que además existe una fácil solución, pues abundan las parejas que desean adoptar hijos y que viajan a lejanos países para satisfacer su ansia frustrada de paternidad. ¿No sería mejor que esos hijos, en lugar de ser muertos, nacieran y fueran entregados en adopción?

El añorado Julián Marías afirmó que los peores errores morales de nuestro tiempo eran la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas. Tenía, y tiene, razón, pues se trata de males profundos que revelan la inversión del orden natural de los valores y la inmoralidad de un tiempo, que se manifiestan en otros males terribles y derivados de esa anomia moral. Si se considera bueno lo que es malo en algo tan básico como la transmisión y protección de la vida; si es lícito que una madre acabe con la vida de su hijo, entonces, parafraseando al personaje de Dostoievski, todo está permitido. No deseo que ninguna mujer que aborte vaya a la cárcel; sólo reclamo que ninguna lo haga, y que la sociedad y su derecho protejan el valor de la vida humana.

Juan Manuel de Prada, “Mataderos infantiles”, ABC, 7.XI.2006

Un programa emitido recientemente por la televisión pública danesa demuestra que en un matadero infantil barcelonés se están perpetrando abortos a mansalva. El abortero que regenta este pingüe negocio declaraba sin empacho a la periodista danesa utilizada como cebo en el reportaje, encinta de siete meses: «Lo primero que haremos será provocar un ataque al corazón del feto, que así nacerá muerto. No hay problema». Dos años atrás, ya el dominical británico «The Sunday Telegraph» publicaba un reportaje donde se denunciaba que en el citado matadero se estaban perpetrando abortos a granel, so pretexto de «evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada». Tanto el programa danés como el reportaje del semanario británico demostraban que las clientes del matadero no están expuestas a ningún grave peligro; son, simplemente, mujeres que abortan por irreflexión, por pura inhumanidad, algunas veces incitadas por motivos irracionales, por una enajenación de la voluntad que los aborteros barceloneses incitan y estimulan. Como María, una valenciana de cuarenta años que en el año 2000 acudió a este matadero, solicitando que le fuese practicado un aborto, porque el hijo que esperaba era varón, y ella deseaba tener una niña. No importó que tanto ella como el niño gestante estuviesen completamente sanos; en lugar de disuadirla de tan aberrante capricho, el abortero consumó el crimen, aprovechándose de la ofuscación de María, quien tras despertar de la anestesia cobró conciencia de la bestialidad que acababa de perpetrarse.

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Juan Manuel de Prada, “La libertad de la Iglesia”, ABC, 25.IX.2006

Siempre se me había antojado un asunto sobredimensionado. El complemento presupuestario a la asignación tributaria que el Estado aporta al sostenimiento de la Iglesia es una cantidad ínfima -apenas unos millones de euros- en comparación con la cantidad mucho más abultada que la Iglesia revierte sobre la sociedad. Pero ese complemento se había convertido, muy especialmente en los últimos años, en excusa para las más burdas demagogias, que prenden como la yesca entre la gente incauta, y hasta para muy patibularias amenazas. Algún ministro llegó, incluso, a recordar a la Iglesia que ese grifo se podía cerrar si perseveraba en defender posturas contrarias a las que mantenía el gobierno de turno. Pero la libertad de la Iglesia ni se compra ni se vende: ha recibido una encomienda divina que seguirá cumpliendo, en cualquier circunstancia, no importa que sus arcas estén vacías, que es como, por cierto, siempre están, porque el dinero que la Iglesia percibe de inmediato lo emplea en el cumplimiento de su encomienda. Esta libertad que concede la pobreza no es incompatible, sin embargo, con la autonomía financiera; desde que ese complemento presupuestario fuese instituido, la Iglesia española ha mostrado su deseo de que le fuera retirado, siempre que el porcentaje de la asignación tributaria fuese realista y no fundado sobre la ficción absurda de que todos los contribuyentes la ayudarían en sus necesidades.

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Juan Manuel de Prada, “El Papa de la razón”, ABC, 18.IX.2006

Produce consternación que un discurso tan bellamente argumentado, tan límpido y sutil, tan luminoso y benéfico como el que Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona haya sido empleado por los fanáticos islamistas para desatar una ola de violencia vesánica. Pero la consternación, y la repulsión, y la náusea, alcanzan cúspides difícilmente superables ante el silencio cetrino, acobardado o lacayuno con que los gobernantes occidentales han acogido tales muestras de violencia; silencio que no es sino la expresión claudicante de una Europa que ha renunciado a defender los principios que se asientan sobre la razón, los principios que fundan su genealogía espiritual, para inclinar dócilmente la testuz ante el hacha que blande el verdugo. Espectáculo de vileza infinita, de cobardía blandengue, de rendición monstruosa de la razón ante el acoso de la barbarie, merecedor por sí solo de ocupar un voluminoso volumen en la historia universal de la infamia. En cierta ocasión, escribí que no acepto otra autoridad que la que viene de Roma; hoy, ante este denigrante episodio de ignominia, en el que un hombre vestido de blanco hace frente en soledad a las hordas del fanatismo, mientras los mandatarios del mundo occidental le vuelven la espalda, me ratifico en esta impresión. No hay otra esperanza para el mundo que hemos heredado, el mundo que esa patulea de dimisionarios abyectos está vendiendo en pública almoneda, que la fuerza espiritual que irradia Roma.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Pensar a cuatro patas”, La Gaceta, 30.VIII.2006

Comprendo, pero no comparto, el regocijo que a algunos congéneres les produce asemejarse a los chimpancés o a los gorilas. Parecen contemplar en la hipótesis animalista la cima de la dignidad humana. Son evolucionistas al revés, y piensan que el principio de la evolución es la selección de los menos aptos: el hombre es peor que la anguila, y ésta peor que la madreselva. La excelencia pertenecería así al reino mineral. Cuanto menos nos diferencie del resto de los animales, mayor orgullo sienten.

Esta nostalgia del homínido se antoja genuina confesión de parte y latente declaración de intenciones. Animales al cabo, alardean de lo que pueden. Muchos de ellos exhiben los síntomas de una antigua y honda patología: el resentimiento antibíblico. Como la religiosidad les parece el colmo de la indigencia intelectual -al fin y al cabo, ningún otro animal es religioso- todo lo que, a su juicio rastrero, parezca desmentir a la Biblia lo reciben con simiesco alborozo. Nada les repugna tanto como la idea de que el hombre pueda ser imagen de Dios, es decir, de un Ser Perfecto, y de que se encuentre radicalmente separado del resto de los animales por su espíritu e inteligencia.

En el nombre de la dignidad del hombre, se trata de negarle cualquier indicio de dignidad y de realidad personal. Niegan a Dios, pero adoran a Copérnico, a Darwin, a Marx y a Freud, y a todos aquellos que, según sus instintos -cabe suponer que renuncien a la razón, no vaya a ser que no sea fácil encontrarla en otros de sus semejantes-, han infringido un varapalo a la creencia en la suprema dignidad del hombre o, lo que es lo mismo, a la pretensión de ocupar un lugar privilegiado en el conjunto de la creación (término este último que les produce atroces urticarias). Les reconforta ser producto de un ciego azar evolutivo y les repugna la posibilidad de ser hijos de Dios. Al fin y al cabo, se trata de matar al padre.

Se les reconoce con facilidad. Saludan con indisimulado alborozo cualquier anuncio, más o menos científico, que abone sus animalescas pretensiones. Son especialmente sensibles a la genética. Su mayor deleite consiste en enterarse de que el hombre comparte el 99% del material genético con el chimpancé, y aún les produce incomodidad ese exiguo 1% diferencial. Y todavía les reconforta más asemejarse genéticamente al cerdo o a la mosca. Debe de tratarse de extrañas afinidades electivas.

Eso sí, progresistas al cabo, rechazan el determinismo genético por sus posibles consecuencias racistas o neodarwinistas (en este caso, el "neo" resulta nefando). Por lo demás, desprecian ese 1%, acaso decisivo. Porque lo evidente, e independiente de toda creencia religiosa, es la radical y abismal diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos. Acuden, no sin cierta angustia, a la biología del cerebro humano para intentar, sin éxito, obtener confirmación de sus hipótesis. Naturalmente, una ciencia experimental no puede dar cuenta del alma ni de ninguna realidad espiritual.

Ellos, siempre a lo suyo, se empeñan en que si existiera el alma, ya la habrían encontrado los fisiólogos y los neurólogos. Si hubiera espíritu, parecen decirse, ya lo habríamos visto. Y, sin embargo, la neurofisiología no deja de aguarles la fiesta, ya que el cerebro humano constituye un misterio, hasta ahora insondable, para la ciencia. En dos o tres millones de años, el ser humano ha aumentado el peso de su cerebro en un kilogramo. El hombre en la actualidad posee unas siete veces más peso de cerebro que el que le correspondería por el peso de su cuerpo. Casi los mismos genes, pero un cerebro desmesurado.

Es probable que semejante revelación les cause tantos trastornos que su deseo sea, acérrimos enemigos de las neuronas, no utilizar su cerebro con la secreta intención de que se atrofie y se reduzca, por tanto, a los límites del de los gorilas o, si cabe la posibilidad, del de las moscas. Entonces, así se sentirían orgullosos. Cada uno piensa cómo vive, y si incómodo es para el hombre andar a cuatro patas, mala e imprudente cosa, y de consecuencias intelectuales y morales irreparables, es pensar a cuatro patas.

Juan Manuel de Prada, “El corazón de las tinieblas”, ABC, 14.VIII.2006

Cuando ya está a punto de cumplir los ochenta años -¡a buenas horas, mangas verdes!-, el escritor alemán Günter Grass reconoce que militó en las Waffen-SS, auténtico ejército paralelo surgido en el seno de la organización nazi, fundado por el propio Heinrich Himmler, líder de las SS, la guardia pretoriana de Hitler. Conviene especificar que las Waffen-SS, que llegaron a aglutinar una fuerza de más de novecientos mil hombres, agrupados en treinta y ocho divisiones de combate, fueron condenadas, durante el proceso de Nuremberg, como integrantes de una organización criminal, por su vinculación directa con el Partido Nacional-Socialista. En las actas de dicho proceso, podemos leer que «las SS fueron usadas para propósitos criminales, incluyendo la persecución y el exterminio de judíos, brutalidades y asesinatos en campos de concentración, excesos en la administración de los territorios ocupados y el maltrato y asesinato de prisioneros de guerra». De dicha condena colectiva sólo se salvaron los soldados rasos.

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Juan Manuel de Prada, “Dios andaba por medio”, ABC, 5.VIII.2006

Seguramente las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan hayan tenido ocasión, como yo mismo, de empacharse con la caterva de libracos que, como buitres al hedor de la carroña, han vituperado las imprentas durante los últimos meses, al rebufo de la malversación de la memoria histórica orquestada por el Gobierno. Es cierto que se han publicado algunos volúmenes valiosos, pero la avalancha de cochambre panfletaria ha sido tan copiosa y jaleada que han pasado casi inadvertidos. Ahora quisiera llamarles la atención sobre uno de esos pocos libros valiosos; un libro enjuto y conmovedor que no merecería quedar sepultado entre la morralla mejor promocionada. Se titula «Un adolescente en la retaguardia» (Ediciones Encuentro) y lo firma un octogenario, el Padre Plácido María Gil Imirizaldu, a quien el estallido de la contienda pillaría, con apenas quince años, en el monasterio benedictino de El Pueyo (Barbastro), donde a la sazón cursaba estudios. Se trata de uno de los libros más hermosos que he leído en mucho tiempo, de una belleza frugal y reparadora que ensancha el espíritu.

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Juan Manuel de Prada, “Educación para la esclavitud”, ABC, 17.VII.2006

Recordemos la célebre frase de Jean-François Revel: «La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano». Todas las ideologías totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear, bajo esa máscara de bondad, un «hombre nuevo» que se amolde a sus postulados. El ser humano, cada ser humano, posee unos rasgos, querencias y convicciones de índole moral que dificultan la consecución de ese modelo; las ideologías totalitarias, lejos de admitir la pluralidad de sensibilidades que componen la sociedad, tratan de modificarlas mediante la «reeducación», hasta convertirlas en engranajes del sistema. Si algo hermanó al nazismo y al comunismo fue precisamente este propósito de fabricar un «hombre nuevo», en el que el valor intrínseco de la persona era negado en pro de la comunidad. Esta labor de «reeducación» social se presentó, paradójicamente, como una empresa filantrópica. Y esa «máscara del demonio del Bien» fue a la postre la que amparó el derecho de desterrar a los arrabales de la sociedad a categorías enteras de hombres, incluso el derecho a aniquilarlos sin dubitación.

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Julio de la Vega-Hazas, “La veta gnóstica”, Arvo, V.2006

Una conocida fábula de Hans Christian Andersen es la del emperador y el traje invisible. En el reino de un emperador aficionado a los trajes refinados, llegaron un día dos sastres extranjeros, precedidos de gran fama. “El emperador -cuenta Andersen- les concedió una audiencia de inmediato.

– Quiero ver esa famosa tela de la que tanto hablan -exigió el emperador.

– Aún no la hemos tejido. Pero si su majestad nos proporciona una habitación espaciosa, unos telares y ciertos materiales, confeccionaremos para su excelencia esta magnífica tela -dijo uno de los sastres.

– Y nosotros, por supuesto, como regalo, añadiremos la magia -añadió el otro sastre.

– ¿Qué magia? -preguntó el emperador, entusiasmado.

– Nadie que sea perverso o estúpido, que esté en un cargo para el que no sirve o que ocupe un lugar inmerecido en la corte, podrá ver la tela ni el vestido que haremos -comentaron los sastres con ademán de estar contando un secreto importante.

– ¿Es eso cierto? -exclamó el emperador-. ¡Asombroso! ¡Estupendo! Comiencen ya, y, por favor, no escatimen nada. De inmediato haré que les proporcionen los materiales necesarios para elaborar esa tela”.

Los sastres recopilaron así gran cantidad de hilo de oro y piedras preciosas, mientras simulaban estar tejiendo. Los ministros que supervisaban el trabajo no podían ver nada, pero nadie estaba dispuesto a pasar por tonto o por inepto, por lo que daban todo por bueno y así siguió la farsa.

Cuando fue presentada en la corte, nadie veía nada. Pero… “hicieron cara de asombro, no por ver la tela, sino por no verla y, en su confusión, exclamaron: – ¡Magnífica! ¡Realmente magnífica! – Observe su majestad qué espléndidos estampados ¡y qué colores! -decían los cortesanos señalando los telares, creyendo en verdad que los otros veían lo que no podían ver.

¿Qué absurdo es éste?, pensó el emperador. No puedo ver nada. ¡Esto es horrible! ¿Soy un estúpido? ¡Esto es lo peor que me ha ocurrido! Nadie lo debe saber. Aprobaré la tela como sea.

– ¡Oh, es deliciosa, de verdad majestuosa! -dijo el emperador en voz alta, con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja.- ¡Cuenta con mi aprobación!” Así llegamos al gran día de la presentación oficial a todo el reino. Todo el mundo fingía admiración, pues nadie quería pasar por tonto. Hasta que, por fin, un niño de entre la multitud gritó: “¡Pero si está desnudo!”. Al principio, hubo desconcierto, hasta que el sentido común consiguió abrirse paso, y la multitud acabó burlándose del emperador. Quedó en ridículo y se descubrió el timo; tarde, pues los sastres estafadores habían huido con el rico botín.

La fábula es aún más vieja: se recoge en el cuento nº 14 de El Conde Lucanor, escrito en el siglo XIV (con la diferencia de que quienes no lo veían no eran aquí los tontos, sino los hijos ilegítimos). Pone de manifiesto, en todo caso, que la vanidad humana es capaz de pasar por encima del sentido común y aceptar las cosas más descabelladas.

Esto viene a cuento de que, dentro del ámbito de la religión, es una de las claves para entender una constante histórica que ha recibido el nombre de “gnosticismo”. El nombre viene del griego gnosis, que significa “conocimiento” (no se debe confundir con el agnosticismo, pues la “a” como prefijo significa negación: el “no-conocimiento”). Reúne una miriada de círculos esotéricos o sectas que tienen en común afirmar una visión de la auténtica realidad que escapa al conocimiento del vulgo y se reserva para un restringido grupo de privilegiados que puede alcanzar la iluminación necesaria para alcanzar la “gnosis”.

El gnosticismo ha sido una constante histórica: siempre ha habido sectas gnósticas, y siempre han sido religiones minoritarias. Entre sus seguidores han predominado, en contra de lo que pudiera suponerse a primera vista, personas de buena posición social y cultural, como sucedía con los cortesanos de la fábula. Y no puede decirse que haya un origen determinado de este tipo de grupos. Por el contrario, se puede decir que ninguna religión bien establecida se ha librado de algún parasitismo gnóstico. El cristianismo, por supuesto, tampoco. Aparecieron gnósticos tan al principio, que ya hay en el Nuevo Testamento alguna alusión a embaucadores que vienen con extrañas fábulas. Es posible que el descubrimiento reciente de un manuscrito del llamado Evangelio de Judas tenga valor arqueológico, pero desde luego no constituye un hallazgo sorprendente. Ya está mencionado en las obras de San Ireneo, en el siglo III. Es uno más de una larga lista de escritos gnósticos, como el Evangelio de Matías, el Evangelio de Felipe, los Hechos de Pedro, los Hechos de Tomás, el Apocalipsis de Adán, el Evangelio de la verdad, el Tratado de las tres naturalezas y un largo etcétera. Alguno enlaza con gnosticismos judíos anteriores a Cristo. Los argumentos varían, pero siempre hay un denominador común: la Biblia está dirigida al vulgo ignorante, mientras que estos documentos revelan la auténtica verdad, asequible tan sólo a unos privilegiados.

Si nos ceñimos a los gnosticismos de raíz cristiana y a la actualidad, encontramos dos filones de procedencia de sectas gnósticas: Sudamérica (sobre todo Colombia, Venezuela y Brasil) y Europa occidental; a diferencia de lo que sucede con sectas de otros tipos, los Estados Unidos no son aquí muy significativos. De América del Sur -el filón más reciente- vienen cosas como el llamado Movimiento Gnóstico Cristiano Universal, con alguna implantación en España. Lo fundó en 1954 el colombiano Víctor Manuel Gómez, que aseguró ser la última reencarnación de antiguos sabios y se hizo llamar “Venerable Maestro Aun Weor”. Sostenía lo que denominaba “gnosis del Cristo cósmico”: Cristo, que había estudiado en la pirámide de Kefrén y viajado al Tíbet, legó una “liturgia solar” para que quienes tuvieran acceso a ella pudieran pasar del “cuerpo lunar” o molecular al “cuerpo solar” o astral. No falta, como en la fábula, un toque de magia -de dudoso gusto-, que proporciona además la clave oculta para poder entender lo que esconde la narración de los Evangelios. Un típico producto gnóstico.

En el mundo occidental encontramos un mosaico de grupos, que tienen antecedentes en otros similares, en una cadena que se remonta siglos. Esto permite hablar de diversas tradiciones. Entre ellas, destacan dos. La primera es la rosacruciana, nombre que hace alusión al legendario viajero alemán del siglo XIII Christian Rosenkreutz. En la actualidad, la secta de este grupo mejor implantada -España incluida- es AMORC (Antigua y Mística Orden de la Rosa Cruz), fundada en 1915 por el norteamericano -algo poco común- Harvey Spencer Lewis. Presenta una mezcla de contenidos orientales -hinduistas sobre todo-, símbolos del antiguo Egipto y algún elemento de origen cristiano. Su gnosis debe llegar a la Gran Alma Universal, y no falta el elemento mágico, que aquí se llama alquimia espiritual. Como suele ser común, reivindica que fueron rosacrucianos personajes como Leonardo o Newton.

La otra tradición destacable es la templaria, radicada sobre todo en Francia. Sus exponentes tienen en común la pretensión de ser continuadores de los secretos de la antigua Orden Templaria, suprimida en el siglo XIV, cuando su último Gran Maestre, Jacques de Molay, fue injustamente ajusticiado en la hoguera en 1314. Los “secretos” en realidad no tienen nada que ver con los auténticos templarios. En este gran saco, y dependiendo de la miriada de sectas de esta línea -más de quinientas identificadas en Francia en los últimos dos siglos- se pueden encontrar todo tipo de santos griales, tesoros ocultos y revelaciones gnósticas supuestamente conservadas por una minoría iluminada a través de los siglos, sobre Jesús y sus primeros discípulos. Y, por supuesto, también aquí es moneda común decir que Leonardo, Descartes o Newton pertenecían a esa secreta minoría. El análisis de las doctrinas de cada grupo, así como las influencias y trasvases entre ellas o con otras tradiciones, la masonería, etc., nos introduciría en un enrevesado laberinto tan complicado como inútil.

En momentos de escasa libertad religiosa, las sectas gnósticas se encierran en un hermetismo estricto. Pero cuando pueden expresar con más libertad sus ideas, la tentación de mostrarse como seres de conocimiento privilegiado es difícil de resistir. Hay también en este aspecto un paralelismo con la fábula: el emperador tenía ganas de mostrar su maravilloso traje al pueblo. Si el deseo va aderezado con el encanto del misterio y de lo mágico, se convierte fácilmente en un producto comercial. Puede dar lugar a una erudita exposición gnóstica, como ocurrió con el best-seller El retorno de los brujos (de Louis Pauwels y Jacques Bergier) hace cuarenta años; a tratar la fantasía como tal y convertirla en un cómic filmado como es el caso del grial de Indiana Jones; o a una novela aderezada de morbo y con peor idea, como sucede con El Código da Vinci. En un sentido u otro, el gnosticismo siempre ha sido una veta para los buscadores de fantasías.

¿Qué sucede al final con toda esta ilusión gnóstica? Si no se toma en serio, simplemente entretiene, y nada más. Si se toma en serio, la fábula vuelve a ser ilustrativa. Parece que hay un primer momento de mezcla de incertidumbre -¿y si es verdad?-, curiosidad y fascinación. Después acaba por imponerse el sentido común, más propicio a salir de la gente sencilla que de los pretendidamente cultos e inteligentes, más propensos a mantener actitudes postizas por vanidad o miedo a quedar en mala posición. En la Roma del año 150 debía sonar muy moderna la doctrina de Marción -un conocido gnóstico, al que Tertuliano dedica una obra-, según la cual Jesucristo era un “eón” que rescató el mundo del orgulloso Gran Arkhón que adoraban los judíos, pero tardó poco en ser considerada una ridícula fantasía, y hoy nos cuesta entender que todo un Tertuliano le dedicara tanta atención. Hoy ocurrirá lo mismo. Pero hay una última enseñanza extraída de la fábula de Andersen. Cuando todos recuperaron la sensatez, los mágicos sastres causantes de la estafa ya estaban fuera de escena, disfrutando de sus pingües ganancias a costa de los ingenuos que deseaban ser inteligentes a toda costa.