Juan Manuel de Prada, “El manotazo del Papa”, ABC, 7.VI.2004

En su más reciente libro, ¡Levantaos! ¡Vamos! (Plaza y Janés), Juan Pablo II narra las circunstancias en que fue nombrado obispo auxiliar. Se hallaba a la sazón con un puñado de amigos en la montaña, preparado para descender en canoa por un río; cuando recibe la citación de Cracovia, no tiene empacho en subirse al remolque de un camión, para abreviar el viaje de vuelta. El hombre que comparece en esas páginas es un cuarentón fornido, brioso, atezado por el sol, que gusta de las caminatas campestres; casi cuatro décadas después, ese mismo hombre es un viejo tullido, azotado por el párkinson, que habla con una voz feble y respira dificultosamente. En su estampa demolida, como en las líneas concéntricas de un árbol recién talado, se adivinan las vicisitudes traumáticas de su biografía. Pero hay algo en ese anciano decrépito que se mantiene inmune a los estragos de la edad desde que, allá en la Polonia sometida por los nazis, decidiera hacerse sacerdote. De ese fuego que no declina su llama nos habla en su último libro, ya desde el mismo título que reproduce las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos en el huerto de Getsemaní: me refiero a la vocación de servicio, a esa capacidad para inmolarse en el desempeño de la misión que le ha sido encomendada, sacrificando hasta el último resuello.

Hemos vuelto a presenciar una muestra de esa obcecada vocación de servicio. En Suiza, el Papa leía ante diez mil jóvenes una exhortación en francés, alemán e italiano: su voz, adelgazada hasta la consunción, era apenas audible; sus manos temblorosas casi no le permitían sostener los papeles; en su rostro macilento se adivinaban los síntomas de una lipotimia. Uno de los eclesiásticos que figuraban en su séquito acudió en su auxilio, dispuesto a tomarle el relevo. Entonces el Papa, encorajinado, soltó un manotazo brusco y disuasorio sobre los papeles, mostrando así su deseo de apurar hasta las heces el cáliz del dolor; su gesto fue acogido con una ovación por los jóvenes que lo escuchaban. En esa vibración unánime de diez mil gargantas que coreaban su nombre, el viejo Wojtyla creyó escuchar la voz que tantas veces lo ha inmunizado contra el desistimiento: “¡Levántate! ¡Vamos!”; y el viejo Wojtyla sonrió, espantando los fantasmas del desaliento, y concluyó su exhortación. Luego, inflamado por esa gasolina espiritual que lo empuja a acometer tantas empresas para las que su naturaleza malherida no parece preparada, lo vimos incluso enarbolar los brazos, siguiendo el ritmo de las danzas que se ejecutaban en su honor.

Con aquel manotazo abrupto, el Papa respondió tácitamente a quienes cuestionan su idoneidad como sucesor de Pedro. El viejo Wojtyla ya ha decidido que seguirá siendo Papa mientras la sangre circule por sus venas; lo que mucha gente no entiende es que dicha decisión no es suya, sino inspirada por una fuerza interior de la que el viejo Wojtyla no es sino mero depositario. Horacio, para referirse a la inspiración poética, mencionó un “algo divino” que convierte al poeta en intermediario entre las musas y los mortales; el poeta no puede sustraerse a ese aliento que lo enaltece, tampoco puede fingirse inspirado cuando ese aliento lo ha dejado huérfano. Como el poeta, el Papa no puede renegar de su misión, ni alargarla obcecadamente cuando ese “algo divino” deje de visitarlo; mientras siga escuchando esa voz que lo incita a seguir apurando el cáliz del dolor, al viejo Wojtyla no le queda otro remedio que obedecerla. “¡Levántate! ¡Vamos!”, exclama esa voz. Y el viejo Wojtyla suelta un manotazo brusco, con la misma prontitud con la que hace cuarenta años, fornido y brioso, abandonó su canoa entre los carrizos de un río, para acudir a Cracovia.

Rafael Navarro-Valls, “La asignatura de religión”, Veritas, 10.V.2004

El profesor Rafael Navarro Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho, de la Universidad Complutense de Madrid y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación repasa en esta entrevista concedida a la agencia Veritas algunas de las medidas anunciadas por el nuevo gobierno del Partido Socialista Español, que afectan temas tan importantes como la situación de la enseñanza religiosa en la escuela pública, el estatuto de los profesores de religión, la financiación de la Iglesia o el control de actividades de tipo religioso.

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Juan Manuel de Prada, “La Pasión de Cristo”, ABC, 2.IV.2004

La «cristofobia» imperante ha querido disfrazar la tirria que le produce la película de Mel Gibson caracterizándola de panfleto antisemita y execrando su exaltación del sufrimiento. Sorprende que una época que aplaude patochadas del calibre de Kill Bill, la última regurgitación de Tarantino, donde la violencia desatada adquiere un tratamiento coreográfico e incluso humorístico, se escandalice de algunas secuencias contenidas en La Pasión de Cristo. A la postre, se demuestra que la razón de dicho escándalo nace de la banalidad contemporánea, que acepta la representación de la violencia cuando se erige en un ejercicio ornamental pero se rasga las vestiduras (Caifás sigue entre nosotros) cuando interpela al espectador, cuando estimula su horror o su piedad, cuando remueve los plácidos cimientos sobre los que se asienta su existencia y lo obliga a enfrentarse al problema del mal, a esa letrina de atávicas crueldades que anida en el corazón del hombre. Por si esto fuera poco, La Pasión de Cristo postula sin ambages la existencia de un hombre entreverado de Dios que se inmola voluntariamente, que se abraza a la Cruz para que sus padecimientos limpien dicha letrina; la magnitud de su sacrificio resulta demasiado indigesta para ciertos estómagos, que antes que aceptar su naturaleza redentora prefieren no molestarse en comprenderla. Sólo así se explica que una película que recoge en sus fotogramas pasajes tan reveladores y esenciales en la vida de Jesús como la predicación del amor sin condiciones (Mt, 5, 43-48) haya sido tachada de antisemita. Las anteojeras y apriorismos con que algunos han contemplado La Pasión de Cristo les impide reconocer que en ella se nos habla de amor (de un amor extremo que alcanza la donación de la propia vida), nunca de odio.

Habría que anticipar, antes de referirnos a otros aspectos más concretos, que Mel Gibson ha querido completar una obra declaradamente católica. Aunque en Estados Unidos hayan sido las comunidades evangélicas quienes con más ahínco la han defendido, la película aborda algunos asuntos medulares de la fe católica -así, el vínculo existente entre el sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la misa- que un protestante no puede llegar a comprender plenamente. Su catolicismo militante se trasluce, sobre todo, en el tratamiento de la figura de María, a quien en todo momento se muestra sabedora y consciente de la misión salvífica de su Hijo. El sufrimiento sereno de la Virgen, que asiste a la inmolación de Jesús con un estoicismo que rehuye la efusión plañidera, depara algunos de los momentos más memorables de la película, también los más originales; pues, aunque Gibson sigue casi al dedillo los Evangelios y las visiones de la monja agustina Ana Catalina Emmerich (1774-1824), se permite algunas licencias creativas que enriquecen y vigorizan el papel desempeñado por María en aquellas horas pavorosas. Pienso, por ejemplo, en esa secuencia en que el Demonio (caracterizado como un ser antropomorfo y andrógino) y la Virgen intercambian, en medio del tumulto que acompaña a Jesús en su vía crucis, una mirada de tenso dramatismo; enseguida comprendemos que el poder de Satanás se detiene ante esta nueva Eva que ha venido para aplastarle la cabeza (Gn 3, 15). Pienso, también, en uno de los momentos más sublimes de la película, en el que María pega el rostro al suelo; un pudoroso movimiento de cámara nos descubre que, justamente debajo de ese lugar, se halla Jesús, aherrojado en una mazmorra: la empatía entre madre e hijo que se transmite en estos fotogramas es de una delicadeza conmovedora. Como lo es, en fin, la escena en la que, a mi juicio, La Pasión de Cristo alcanza la cúspide de la emoción: María, «pálida como un cadáver con los labios casi azules» -así la describe Ana Catalina Emmerich-, presencia una de las caídas de su Hijo, aplastado por el peso de la cruz; entonces Gibson intercala un flash-back en el que Jesús, todavía niño, se pega un morrón mientras corretea, lo que obliga a María a correr a su lado, para consolar su llanto. Ese mismo movimiento instintivo y protector la impulsa a socorrer, tantos años después, al Hijo que va a ser sacrificado; y la transposición de planos temporales logra crear un clima de un patetismo limpio que se nos queda anudado en la garganta.

Otras intervenciones de la Virgen, como aquella en la que se agacha sobre el suelo del pretorio, para limpiar con unos paños -ayudada por María Magdalena- la sangre vertida por Jesús durante la flagelación, poseen una hondura mística que ya encontramos en las visiones de Ana Catalina Emmerich. Este documento, indispensable para la plena comprensión de la película, inspira a Gibson algunos episodios consagrados por la tradición piadosa, pero ausentes en los Evangelios (v. gr., la intervención de la Verónica, la presencia del Demonio en el huerto de Getsemaní, etc.), así como el desarrollo de algunos personajes, como Simón de Cirene, los ladrones Dimas y Gestas y, muy principalmente, Poncio Pilato y su esposa Claudia. La intervención de esta última cobra en la película un protagonismo insólito, influyendo con determinación en el ánimo del titubeante procurador, cuyos conflictos de conciencia adquieren así una dimensión agónica. La conversación que Pilato mantiene con su esposa sobre la naturaleza de la verdad constituye otra de las cumbres de la película, pues acierta a penetrar en la angustia de un hombre que se debate entre la convicción de la inocencia de Cristo y el miedo -nacido del interés- a un veredicto absolutorio.

No podemos dejar de referirnos a las escenas de La Pasión de Cristo que, por su crudeza, han desatado mayor alboroto entre sus detractores, e incluso algunas reticencias entre sus partidarios. Gibson, en efecto, no se recata en la exposición de las sevicias que le fueron infligidas a Jesús; la elipsis no figura entre sus recursos retóricos. Pero esta elección artística no obedece a un propósito de truculenta gratuidad, salvo en un momento concreto y particularmente desafortunado en que se nos muestra cómo un cuervo vacía un ojo al ladrón Gestas. Hemos de partir de una premisa: a las nuevas generaciones, educadas en la explicitud y en el desdén de lo religioso, un tratamiento sugerido o elíptico de la tragedia del Gólgota las hubiese dejado risueñamente indiferentes. Gibson entiende la Pasión en el sentido etimológico de la palabra, como sufrimiento que aflige al espectador; esta vindicación del pathos como instrumento de convicción estética y moral, que hallamos ya en los trágicos griegos, ha estado siempre muy presente en la iconografía cristiana (pensemos, por ejemplo, en la imaginería barroca española). Por supuesto, a quienes prefieran atrincherarse en el descreimiento, estas imágenes les resultarán obscenas; al cristiano, en cambio, le transmitirán -aparte de algún mal trago- un efecto purificador y, a la postre, reconfortante.

La Pasión de Cristo consigue penetrar el misterio de aquel episodio que refundó la Historia y el destino del hombre. Que este logro espiritual se acompañe, además, de unos resultados estéticos más que notables, agiganta el tamaño de la empresa. Prueba irrefutable de este éxito doble la constituyen las invectivas y espumarajos con que la «cristofobia» imperante ha distinguido la película. Para los cristianos, cada vez más vilipendiados en la sociedad contemporánea (como Jesús nos anticipó que ocurriría), la película de Gibson es una invitación a la perseverancia y un refresco de aquellas palabras consoladoras que leemos en el Evangelio de San Mateo: «No tengáis miedo, pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que os digo al oído, predicadlo sobre los terrados». La película de Gibson es una incitación a salir de las catacumbas, una apuesta por la fortaleza y el coraje; nada más lógico, pues, que soliviante y exaspere a quienes nos desean ver cohibidos y cobardones, negando o siquiera ocultando una fe que nos dignifica.

Juan Manuel de Prada, “La vida más inerme”, ABC, 29.III.2004

Leo con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación de artículos, Pegar la hebra (Destino, 1990), que me permito citar: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente socialmente avanzada con el culo al aire. Antaño el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. (…) Para el progresista, eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, el aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto y, políticamente, era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada».

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Juan Manuel de Prada, “Hermanos de sangre”, ABC, 13.III.2004

«El que no ama permanece en la muerte. Quien aborrece a su hermano es un homicida, y ya sabéis que todo homicida no tiene en sí la vida eterna. En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos». Las palabras de San Juan, pronunciadas desde el púlpito, resuenan en mi memoria y me ayudan a mantener la entereza en estas horas aciagas. Hacía mucho tiempo que la religión no me proporcionaba un consuelo tan vigoroso como el que me brindó en la tarde del jueves, en la misa que se ofició en La Almudena, en sufragio por las víctimas de la vesania terrorista. Luego, al comulgar, sentí que por primera vez en mi vida entendía plenamente el misterio de la Eucaristía: en aquel diminuto fragmento de pan ácimo estaba Dios, y también los doscientos hermanos que acababan de ser inmolados. Fue una experiencia mística, íntima y a la vez solidaria, que me descubría el verdadero sentido de la caridad fraterna y me aliviaba la infinita tribulación de aquellas horas.

Quizá las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan hallen impertinente esta confidencia, por introducir consideraciones de tipo religioso en una tragedia de naturaleza humana. Pero la religión consiste, sobre todo, en descubrir a Dios en el rostro de cada hombre que sufre (Mt, 25, 31-46); y creo que las muestras de espontánea efusión que los madrileños están protagonizando en estos días trágicos constituyen otras tantas manifestaciones religiosas, en el sentido más primigenio de la palabra. A fin de cuentas, como escribió el mismo San Juan, «a Dios nunca le vio nadie; pero si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros, y su amor es en nosotros perfecto». Esas colas de hermosos madrileños que esperaban turno para regalar su sangre; esos voluntariosos vecinos de Atocha y Santa Eugenia y El Pozo del Tío Raimundo que salieron a la calle con mantas, para socorrer a las víctimas aprisionadas entre un amasijo de hierros; esos taxistas que ofrecieron sus coches para transportar a los heridos hasta los hospitales; esos médicos, enfermeras, asistentes sanitarios, policías, bomberos que trabajaron hasta la extenuación en las labores de rescate y salvamento; esos psicólogos y sacerdotes que se juntaron en la improvisada morgue de Ifema, para reconfortar a los familiares de los asesinados… ¿no han confirmado acaso que son capaces de ofrecer la vida por sus hermanos? En cada uno de sus gestos abnegados -muestras de perfecto amor- se cobija un sacramento, una renovada eucaristía. Dios permanece en nosotros, gracias a ellos.

Seguramente, muchos de estos madrileños que han entregado lo mejor de sí mismos ni siquiera sean conscientes de su hazaña. Esta nueva hermandad que han fundado seguramente haya nacido dentro de ellos de un impulso espontáneo, ingobernable, necesario como el aire que se renueva en sus pulmones. Pero, aunque sean inconscientes del tamaño de su generosidad, aunque crean que se han limitado a cumplir con una obligación, todos ellos han demostrado que poseen una reserva de gasolina espiritual que permanecía escondida en algún secreto depósito, esperando la chispa que la incendiase. El dolor del prójimo ha sido esa chispa; por eso escribía antes que en su donación existe un impulso de naturaleza religiosa, un deseo de religarse con el sufrimiento ajeno y hacerlo propio, de amar más estrechamente, más ensimismadamente. Las alimañas que sembraron el horror en Madrid jamás podrán extirparnos ese amor, jamás podrán arrastrarnos a su bando, donde «permanece la muerte». Por eso, hoy más que nunca, saborean la derrota: porque, al matarnos, nos han dado más vida, nacida de una hermandad de la sangre.

Juan Manuel de Prada, “La pasión de Mel Gibson”, ABC, 28.II.2004

Dos sambenitos se han arrojado sobre La Pasión de Cristo, la película de Mel Gibson, antes incluso de que fuera estrenada: su presunto antisemitismo y su regodeo en la crueldad. Ambos reproches, por supuesto, se han aderezado de muy virulentas invectivas contra el realizador, en las que se caricaturizan sus creencias religiosas. Cuando para denostar una obra artística se recurre a argumentos tan cochambrosos, debemos desconfiar de las intenciones del denostador. La animadversión o simpatía que puedan suscitarnos un creador no deben contaminar el juicio que nos merece su obra; quien recurre a una mistificación tan tosca, no consigue sino descalificarse a sí mismo. Por lo demás, estoy completamente seguro de que si Mel Gibson mostrara a Cristo amancebado con María Magdalena, o renegando de su misión redentora, quienes lo han tachado de antisemita y tremendista aplaudirían con fruición su película. Pues lo que solivianta a estos nuevos inquisidores disfrazados con los ropajes de la beatería laica es que un artista emplee su dinero y su talento en la proclamación de su fe; lo que fastidia es que esta película, condenada al éxito, vaya a fortificar a muchos en sus convicciones, y seguramente también a remover el escepticismo de otros tantos. ¡Con lo que nos ha costado -bramarán los inquisidores- que la gente se olvide de Cristo, para que ahora llegue este sujeto y nos desmonte el quiosco! La película de Gibson jode mogollón; así que habrá que arremeter contra ella, empleando las coartadas más burdas y torticeras. La acusación de antisemitismo proferida contra Gibson, por ejemplo, no se sostiene en pie. Un deber de verosimilitud histórica obliga al director australiano a mostrar, en efecto, a Jesús ajusticiado por la autoridad romana, con la anuencia del pueblo judío, que vocifera: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Pero en el mismo Evangelio de San Mateo en el que se recogen estas palabras hemos leído antes que Jesús derramará su sangre «por todos los hombres para remisión de sus pecados». El pueblo judío, sin saberlo, ratifica con sus palabras el misterio de la Redención: la sangre que cae sobre ellos y sobre sus hijos (sobre la humanidad entera, sin distinción de credos o razas) no clama venganza, sino que salva y purifica. Comprendo que este misterio resulte impenetrable para quienes no profesen la fe cristiana; pero al menos podrían abstenerse de interpretarlo de forma reduccionista. El sacrificio de Jesús, voluntariamente asumido, es de naturaleza expiatoria.

El otro reproche lanzado contra Gibson resulta de una mentecatez aplastante. Las imágenes de su película muestran sin tapujos las sevicias que Jesucristo padeció durante su suplicio; son, al parecer, imágenes de extrema explicitud. Paradójicamente, su contemplación provoca incomodidades en una época que ha encumbrado la exhibición gratuita de violencia a un rango artístico. Dudo mucho que Gibson exceda en truculencias a Tarantino o Kitano, tan idolatrados por el gusto contemporáneo. ¿Por qué la violencia enfática, hiperbólica, de esos cineastas fascina, mientras que la de Gibson provoca rasgamientos de vestiduras? Por una razón evidente: porque no es gratuita, porque interpela al espectador, porque lo obliga a enfrentarse al dolor en estado puro. Nos hemos acostumbrado a una violencia banal, coreográfica, meramente esteticista, que hace del hiperrealismo una forma sublimada de irrealidad; no podemos soportar, en cambio, la violencia catártica que estimula nuestro horror y nuestra piedad, que nos hace partícipes de un sufrimiento sobrehumano y nos ayuda a entender en toda su magnitud un sacrificio que remueve nuestra capacidad de comprensión.

Quizá la película de Gibson sea, a la postre, un bodrio. Pero los argumentos hasta ahora empleados en su demolición dan grima.

Juan Manuel de Prada, “Viejos desechables”, ABC, 19.I.2004

He detectado un cierto tufillo farisaico en la conmoción social causada por esa sentencia judicial que impone a los familiares de una viejecita que había sido abandonada en la vía pública una multa ínfima. Y esa hipocresía ha alcanzado su clímax cuando se ha comparado la citada sentencia con otra que castigaba más severamente a los dueños de un perro por dejarlo tirado en similares circunstancias. Pues, no nos engañemos, hoy por hoy un perro es mucho más digno de protección que un anciano. Cierto progresismo ambiental ha enarbolado como vindicación prioritaria los llamados «derechos de los animales»; en cambio, se acepta que la vejez sea una edad excedente, una prolongación ignominiosa de la vida que conviene recluir y esconder, para que no nos recuerde la inminencia de la muerte. Quienes defienden la eutanasia activa (con frecuencia, los mismos que vindican los «derechos de los animales») habrían considerado a esa viejecita octogenaria y aquejada de Alzheimer una víctima (perdón, una beneficiaria) idónea de la muerte dulce que predican, pues, según sus presupuestos, una vida humana de la que emigrado la consciencia no merece la pena ser vivida; no así una vida animal, que merece prolongarse aunque nunca haya sido consciente. La viejecita de la sentencia, náufraga en las nieblas de la desmemoria, se había convertido ya en un cachivache desechable. El novio de una de sus nietas lo ha expresado expeditivamente: «Si no participamos en la herencia, ¿por qué teníamos que limpiarle el culo?».

Y al chavalote, de retórica tan abrupta como menesterosa, le ha faltado añadir que, a fin de cuentas, no hicieron con la abuela nada más de lo que nuestra época les ha enseñado. La vejez se ha convertido en la lepra más abominable: nos esforzamos patéticamente en rehuir su imperio recurriendo a disfraces indumentarios bochornosos, aferrándonos al cultivo de aficiones juveniles, incluso rectificando nuestras arrugas en un quirófano. Vanos y desesperados intentos de interrumpir el curso de la mera biología, que sin embargo se explican si consideramos que la vejez constituye un baldón social. No sólo la desdeñamos como depositaria de una sabiduría ancestral, también nos esforzamos por segregarla de nuestra vida: así, encerramos a los viejos en lazaretos apartados de las ciudades, para no presenciar su decrepitud; nuestras empresas se desprenden de sus trabajadores más veteranos mediante el oprobioso recurso de la «prejubilación»; en el cine y la televisión está completamente prohibido otorgar el protagonismo a actores que sobrepasen los sesenta años (algunos menos si son actrices), para los que en todo caso se reservan papeles de relleno, pintorescos o atrabiliarios. Si algún viejo se atreve a rebelarse contra esta dictadura de la juventud, negándose al ostracismo y exponiendo sus achaques a los reflectores de la atención pública, como hace el Papa, apenas logramos reprimir nuestro disgusto, pues consideramos que en ese gesto, amén de un rasgo de rebeldía, subyace un obsceno desafío que nos amedrenta.

Pero este menosprecio de la vejez no habría calado tan hondo si previamente no nos hubiésemos ocupado de arrasar los vínculos que sostienen la familia. Pues es en la familia donde adquirimos una noción verdadera de lo que significa el paso de las generaciones como vehículo transmisor de valores, afectos, cultura, creencias y sufrimientos; una vez aprendida esa enseñanza vital, resulta imposible contemplar a un viejo como un mero armatoste desechable, menos valioso que un perro. Pero cada época lega a la posteridad los frutos de su clima moral; y esa sentencia que impone a los familiares de una vieja abandonada el pago de una multa ínfima se me antoja una expresión cabal, definitoria y coherente de la época que vivimos.

Juan Manuel de Prada, “Pasiones cinematográficas”, ABC, 20.XII.2003

La Pasión de Jesús ha excitado la imaginación de los más altos creadores cinematográficos: David W. Griffith, Cecil B. De Mille, Nicholas Ray o Martin Scorsese. También la de artesanos bienintencionados o merengosos, como George Stevens o Franco Zeffirelli. Sin embargo, casi todos los intentos de plasmar en imágenes este acontecimiento que cambiaría el curso de la Humanidad han sucumbido a las tentaciones del acartonamiento, el edulcoramiento pazguato o el revisionismo de pretensiones escandalosas. Intolerancia, de Griffith, sigue siendo, casi noventa años después de su estreno, la mejor y más compleja aproximación al asunto; pero mucho me temo que las generaciones recientes no la hayan visto jamás, pues ya se sabe que la banalidad contemporánea ha arrumbado las joyas del cine mudo en los desvanes de la arqueología. Algo similar ocurrirá con el Rey de reyes de Cecil B. De Mille, un cineasta condenado al ostracismo por esos dispensadores de bulas que juzgan el arte con anteojeras ideológicas. Y el remake posterior de Nicholas Ray, que las televisiones han divulgado machaconamente, adolece de tedio y desgana, quizá porque su director nunca creyó en el encargo de Samuel Bronston, que aceptó por razones meramente alimenticias. Scorsese, en La última tentación de Cristo, logró el éxito, impulsado por los anatemas de la Iglesia; vista hoy sin enconamiento, su película se nos antoja una empanada mental bastante considerable, indigna del autor de Malas calles.

¿Por qué un asunto tan universal, tan ferozmente humano, tan arraigado en nuestro subconsciente iconográfico, ha deparado versiones tan insatisfactorias? Quizá porque quienes lo eligieron como argumento pretendieron endilgarnos una interpretación pretenciosa o doctrinaria, como si la desnuda elocuencia de la historia elegida no se bastase por sí misma; quizá porque la abordaron con un propósito colosalista que desvirtúa su esencia y su misterio. Ahora el actor australiano Mel Gibson, que ya demostrase condiciones nada nimias como director en Braveheart, se dispone a estrenar una nueva versión que procura soslayar los errores en que incurrieron la mayoría de sus predecesores: para ello, se propone contarnos desnudamente los episodios de la Pasión, ateniéndose a la narración evangélica. En un afán de verosimilitud y naturalismo, Gibson ha querido que sus actores reciten sus diálogos en latín, hebreo y arameo, lo que quizá constituya un rasgo de engreimiento que la taquilla no le perdone. Pero a Gibson no parece importarle esta menudencia; pues, según ha confesado, su intención primordial al desembolsar los veinticinco millones de dólares que ha costado la producción era propagar su fe, antes que hacer negocio.

Y, claro está, a Gibson no le van a perdonar esta osadía. El actor australiano se ha declarado en repetidas ocasiones católico, sin ambages ni cohibidos circunloquios. Tamaña enormidad la ha granjeado la inquina de los repartidores de bulas, que pueden aceptar (incluso encomiar, con solidaria simpatía) que un creador sea pederasta o estalinista recalcitrante, pero… ¡católico!, eso ni de coña. Puedo anticipar las recensiones que los dispensadores de bulas dedicarán a la película de Gibson, sin temor a equivocarme: se la tachará de ñoña y proselitista, de tendenciosa y antisemita, de tergiversadora y sonrojante. Lo que ignoran los dispensadores de bulas, pobrecitos, es que por cada recensión que evacuen, salpicada de espumarajos, el público de la película se multiplicará en progresión geométrica. Y es que la mala baba de los repartidores de bulas es la propaganda más eficaz e infalible. Quien lo probó lo sabe.

Juan Manuel de Prada, “Religión y signos ostentosos”, ABC, 13.XII.2003

Detecto una hipocresía de fondo en ese informe encargado por Chirac a una comisión de expertos, con la pretensión de impedir que las niñas musulmanas se presentasen en clase con el característico velo que les impone su religión. Para que dicho propósito quedase enmascarado y satisficiera las exigencias de la corrección política, los redactores del informe han extendido la prohibición a «otros signos ostentosos» característicos de las demás religiones. ¿Será que los niños franceses de familia cristiana acuden a clase coronados de espinas, o enfajados de cilicios, o disfrazados de penitentes, o cargando con cruces de tamaño natural, cual Cirineos redivivos? Si así fuera, me apresuraría a dictaminar la bondad del informe; aunque, sinceramente, sospecho que los niños franceses no son propensos a tales mortificaciones. Entonces, ¿a qué demonios de signos cristianos ostentosos se refiere dicho informe? ¿A las estampitas de San Antonio de Padua? ¿Al almanaque del Sagrado Corazón? ¿Quizá a las medallitas con la efigie de la Virgen? Por favor…

Pero la hipocresía máxima del informe consiste en designar como «signo ostentoso» el velo islámico, cuando sin duda representa algo más, mucho más. Prueba de ello la representa que Shirin Ebadi, reciente Premio Nobel de la Paz, decidiera recoger dicho galardón con la cabeza desnuda, suscitando la furia de las autoridades iraníes. Evidentemente, si Shirin Ebadi acudió a la ceremonia sueca sin velo no fue como señal de apostasía, sino de rebelión contra la discriminación de raíz religiosa que las mujeres sufren en los países islámicos. Mediante el velo, el burka y demás prendas ignominiosas, las mujeres musulmanas no hacen profesión de fe, sino que ocultan su «impureza» y acatan su sometimiento al hombre. Que yo sepa, ninguno de los «signos ostentosos» cristianos que el informe se propone nebulosamente suprimir en las escuelas incorpora este matiz peyorativo o misógino; que yo sepa, a las niñas cristianas no se les obliga a portar sambenitos, ni capirotes, ni otros apósitos que disimulen su feminidad. Así, los gabachos, en lugar de limitarse a reprimir costumbres ofensivas de la dignidad humana, aprovechan para lanzar indiscriminadamente sobre las religiones -especialmente contra la cristiana, que es la que más jode- una sombra de sospecha.

Pero, al trivializar el significado verdadero del velo islámico, los asesores de Chirac caen en su propia trampa. Pues, ¿desde cuándo ha de prohibirse a un chaval que luzca «signos» de identidad, mientras no avasalle al prójimo? ¿Por qué, si en verdad el velo de marras fuese tan sólo una prenda ostentosa, habría de prohibirse, si admitimos que se luzcan otros marchamos más llamativos? ¿Por qué permitir que los chavales se tatúen con motivos tabernarios, o que se perforen las ternillas con piercings, o que se dejen una cresta punkie coloreada con un tinte fosforescente, o que vistan pantalones que dejan asomar la raja del culo, o que se embutan en minifaldas que apenas les cubren el ombligo? Lo permitimos, simplemente, porque tatuajes, y piercings, y peinados, y pantalones, y minifaldas, son efusiones de un sarampión juvenil, aspavientos de rebeldía, gestos de sumisión a la moda… Signos ostentosos, en definitiva, y nada más. El velo islámico, en cambio, significa otra cosa más grave y pavorosa. Pero, ¡ah!, para no herir susceptibilidades, conviene cargarse de paso los crucifijos.

Frente a estos hipocritones que disfrazan su odio anticristiano con cataplasmas de corrección política, siempre nos quedará el poema de León Felipe: «Hazme una cruz sencilla, carpintero».

Juan Manuel de Prada, “La monja de Calcuta”, ABC, 20.X.2003

Escribió Borges que todo destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. El destino de aquella monja albanesa llamada Teresa se dirimió el día en que abandonó el convento y se arrojó a las calles de Calcuta. La guiaba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa: quería prestar su alimento a los hambrientos, su salud a los enfermos, su aliento a los moribundos. Calcuta era un hormiguero de moribundos, de enfermos, de hambrientos; un temperamento menos acérrimo que el de aquella monja hubiese sucumbido, antes incluso de haber iniciado su misión, antes incluso de haberla calculado, al vértigo de la angustia. Nunca aquella frase evangélica que pondera la abundancia de la mies y la escasez de obreros había encontrado un refrendo más lacerante que en las calles de Calcuta: allá donde posase la vista, la monja Teresa se tropezaba con jirones de humanidad mendicante o leprosa, una legión de parias de toda tribu y nación, incontables como las estrellas del firmamento. Pero Teresa no se amilanó: había leído que Jesucristo esconde su rostro en las facciones injuriadas por el sufrimiento; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Era menuda y enteca, de una fragilidad de búcaro; pero el fuego que incendiaba su tesón era inextinguible y le infundía la fuerza de una roca.

(…) La soledad no intimidó a Teresa; a falta de un hábito, se envolvió en un túnica blanca ribeteada de azul. Vestida de esta guisa, como una paria más entre las parias, inició una misión cuyo final no podía ni siquiera vislumbrar. La primera estación de su epopeya la condujo a un hospital de moribundos; allí, entre cuerpos famélicos o corrompidos por la lepra descubrió que la misericordia puede ser una forma de exultación. Mientras retiraba una venda purulenta, mientras limpiaba una pústula, mientras posaba la mirada en unos ojos febriles, esmaltados de agonía, veía camuflado el rostro de Jesucristo; y la certeza de que su Esposo vigilaba su labor y la aprobaba le infundía una trepidación gozosa, una suerte de entusiasmo que no admitía desmayo ni claudicación. Con perplejidad, descubrió que ese entusiasmo era insomne, que no se agotaba nunca, que día tras día se renovaba como el ave fénix; con alborozo descubrió que era, además, contagioso: pronto, las muchachas que oficiaban de enfermeras en aquel hospital cochambroso, asombradas de que una mujer de aspecto tan quebradizo escondiera tales yacimientos de energía, le rogaron que les hablara de aquel Dios crucificado que le prestaba su ímpetu. Teresa accedió gustosa a su solicitud, pero sin descuidar ni un instante el cuidado de los enfermos: «No sólo murió en la cruz; ahora está muriendo en cada uno de estos jergones», les dijo, como primera lección de una catequesis sucinta, señalando con un ademán abarcador los cuerpos quejumbrosos que se hacinaban en el pabellón. Y las enfermeras, al proseguir su trabajo, se sintieron invadidas de un júbilo que no admitía una explicación terrenal, un júbilo que llenaba sus días y alumbraba sus noches y les susurraba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa.

Era el júbilo que contagia la santidad.