Juan Manuel de Prada, “Tan sólo una alubia”, ABC, 21.VII.2001

Así me lo ha descrito mi mujer, como una alubia que palpita en sus entrañas, como un corazón diminuto que crece noche y día, como un nudo de sangre que anhela el futuro vertiginoso, la vida incalculable que le aguarda tras nueve meses de gestación. Yo no he podido acompañarla al médico, porque me encontraba lejos de casa, pero la noticia -tan deseada, tan fervorosamente deseada- a través del teléfono me ha llenado de una alegría que tiene algo de ebriedad y también algo de espanto. Ebriedad porque el mundo vuelve a inaugurarse ante mis ojos, con un súbito fuego y un aleteo de aturdida paloma; espanto porque ese hijo que crece en el vientre de mi mujer, invulnerable y lento como una estrella, me convertirá en un hombre que ya no se agota en sí mismo, sino que se prolonga a través de ese rescoldo de carne que mañana sostendré en mis brazos, como una ofrenda a esa inteligencia suprema que rige la órbita de los planetas y el itinerario de la sangre. De repente, el calendario ha dejado de registrar un cómputo de días monótonos como la arena y ha empezado a acompasar su latido con el latido de ese corazón rudimentario que mi mujer atisbó a través de la ecografía. Ahora el tiempo es la música que acompaña ese recóndito sueño de espuma que es nuestro hijo; ahora el tiempo es el nido que cobija ese rumor de lejana caracola que es nuestro hijo, creciendo noche y día.

Tras recibir la noticia, he sentido un inédito asombro. Durante muchos años, pensé que mis libros serían los únicos testimonios de mi paso por la tierra, pero ahora que ya sé que voy a prolongarme en otra carne he creído inundarme de una luz nueva y he salido al monte, porque la habitación del hotel donde me hospedo no podía albergar ese tumultuoso alud de pasiones que me golpeaba. Allí, en la soledad del monte, convertido en un ser tan diminuto como esa vida que crece dentro de mi mujer, he oído el nombre de nuestro hijo repetido por el viento, he visto su rostro esculpido en cada piedra, he respirado el olor de su trémula carne en la sombra de cada árbol, he escuchado su primer sollozo en el sol rugiente que bautizaba la mañana. Luego, aplacada tanta exultación, he vuelto al hotel, para pensar a ese hijo que vendrá cuando la primavera ya se anuncie en el aire. ¿Cómo podré hacerme digno de él? ¿Cómo será el mundo que acoja su andadura? ¿Conseguiré que aprenda a amar las mismas cosas que yo he amado? ¿Crecerá en esa intemperie que anuncian algunos apocalípticos, sin religión y sin libros, o, por el contrario, encontrará alivio espiritual ante la imagen de Dios crucificado, ante el bosque de palabras que soñaron otros hombres, para espantar el fantasma de la muerte? ¿Estará poseído por el estigma del arte? ¿Llorará, como yo lloro, cada vez que lea la despedida de Héctor y Andrómaca en La Iliada, cada vez que contemple la agonía de Espartaco en la película de Kubrick? ¿Le gustará cazar mariposas en verano, escuchar viejas historias de los labios de su bisabuelo casi centenario, descifrar los sagrados parajes del latín? ¿Se enamorará desde niño de una compañera de clase que le dará calabazas, pero él seguirá insistiendo hasta casarse con ella, como yo he hecho con su madre? ¿Cómo serán nuestras broncas y peleas? ¿Tendrá una adolescencia hermética y taciturna? ¿Querrá matarme simbólicamente, como propugnan los discípulos de Freud? ¿Nos abandonará muy pronto, a su madre y a mí, para alzar su propio vuelo, dejándonos solos con nuestros recuerdos? Las preguntas se abalanzan sobre mí como un enjambre que me nubla la vista. Quizá sea demasiado pronto para darles respuesta. De momento, cuento los minutos que restan para reunirme con mi mujer y tenderme a su lado, pegar una oreja a su vientre y escuchar la germinación jubilosa de la carne, ese lentísimo desentumecimiento de una vida que crece, frágil como una lágrima pero ya dispuesta a respirar, ya dispuesta a levantarse para tomar el relevo y empezar a indagar la aurora. En esa aurora presentida, en esa respiración mínima pero creciente se contiene el inmenso tamaño de mi esperanza.

Juan Manuel de Prada, “Primera comunión”, ABC, 21.V.2001

Ayer, mientras mi ahijada Sara recibía su Primera Comunión, me acordaba de una sublime película (como casi todas las suyas) de Max Ophüls, «El placer», basada en relatos de Guy de Maupassant. En uno de los episodios, la madama de un concurrido burdel parisino cerraba su establecimiento para asistir a la Primera Comunión de su sobrina, hija de un jocundo campesino interpretado por el grandioso Jean Gabin, y se llevaba con ella a todas sus pupilas, un gineceo de muchachas bulliciosas a quienes su oficio no había logrado arrebatar la alegría. Cuando las putas, muy peripuestas y alborozadas, acuden a la misa en la que la sobrina de su jefa va a recibir a Dios, Ophüls nos acaricia la víscera de la emoción y nos remueve ese fondo de pureza que los hombres albergamos, allá al fondo de la memoria, bajo la maleza de los años. Las niñas comulgantes unen sus voces blancas para cantar el milagro de la Eucaristía, y la cámara se alza para captar la luz polinizada, casi comestible, que invade la iglesia rural; flotando en el aire, mecido por el ímpetu de esas gargantas que aún no conocen el pecado, Dios entra de puntillas, invisible y balsámico, en la iglesia, y se posa en el corazón de esas putas bondadosas, que por un momento, con los ojos arrasados de lágrimas, vuelven a ser niñas como antaño.

Una sensación similar me asaltaba ayer, mientras mi ahijada Sara se convertía en morada de Dios. La veía desfilar por el pasillo central de la iglesia, con su vestido blanco velado de organdí, con sus mitones blancos, con su alma blanca y su cuerpo blanco y su oración blanca en los labios, y me acordaba del niño que fui, del niño que habitaba dentro de mí, como un ángel que de pronto se desperezase, para lavarme de pecados y herirme con la herida de la nostalgia, que nunca cicatriza. Veía a mi ahijada Sara en el altar, flanqueada por otras niñas tan blancas como ella, embalsamadas de blanco, cuajadas de blanco, como una primavera unánime que espantase el acecho de las sombras, y me acordaba de mí mismo, cuando en un tiempo que ya creía enterrado (pero que, de pronto, se congregaba, pujante y vívido, en mi carne) formulaba con infinita veneración e infinito temblor aquellas palabras de la liturgia: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Veía a mi ahijada Sara unir su voz de luna a las voces de las otras niñas, en una hoguera blanca que se enroscaba en torno al sagrario, como una voluta de fuego purísimo, y me acordaba del niño que fui, encandilado de misterio, crédulo y fervoroso, aureolado de una pureza que ya creía reducida a cenizas, pero que de repente me ha calentado con su rescoldo, con una delgadísima reminiscencia que me ha atravesado, como una espada incruenta, ese rincón de la memoria donde se guarece lo mejor de nosotros. Veía a mi ahijada Sara alargar la lengua para recibir a Dios, y la veía cobijarlo hospitalariamente en su boca, pegadito al paladar, para que allí se fuera disolviendo lentamente, silenciosamente, con esa parsimoniosa beatitud que tiene la vida sostenida sobre el filo del milagro, y he recordado que un día ya muy lejano yo también fui por primera vez anfitrión de Dios, para mostrarle las estancias de mi castillo interior, que eran transparentes e inundadas por una luz cenital, limpias e inoxidables como una patena.

Hoy, en esas cámaras se aloja el polvo decrépito del pecado, las telarañas cansadas del desengaño, la mugre anciana que la vida va arrojando sobre nosotros, pero mientras veía a mi ahijada Sara reclinada en el altar, en diálogo mudo con su Huésped, he sentido, de repente, que un aire invisible entraba en mis estancias sin ventilar, para orear la ropa guardada en los armarios, para hacer restallar, otra vez blancas y otra vez orgullosas de su pureza, las sábanas de los recuerdos, en las que está estampada el alma de un niño que nunca muere. Yo también, junto a mi ahijada Sara, he vuelto a hacer la Primera Comunión.

Juan Manuel de Prada, “Adecuarse a los tiempos” (píldora), ABC, 8.V.2001

Escuchaba el otro día, por azar, un programa radiofónico en el que se ponderaban las virtudes de las pildorita llamada, con sintagma bastante inepto, del «día después». Uno siempre ha cultivado la creencia de que el lenguaje ha sido inventado para pronunciar verdades; cuando, por el contrario, el lenguaje se hunde en los atolladeros de la sintaxis forzada, es porque quien lo usa está preparando meticulosamente el advenimiento de la mentira. El programa discurría por estos atolladeros sin rebozo alguno; los contertulios, unánimes y apologéticos, no dudaban en comparar la comercialización de la pildorita con el descubrimiento de la penicilina. Para estímulo de mi hilaridad, se empleaban locuciones tan delirantes como «prevención del embarazo» y otros dislates lingüísticos de parecido jaez que fui apuntando en una libreta, para incorporarlos a mi antología del eufemismo cínico. Cuando se aproximaba el desenlace del programa, el locutor invitó a los contertulios a compendiar lapidariamente sus posiciones; uno de ellos soltó esta frase: «Yo recomendaría a la Iglesia que sepa adecuarse a los tiempos que corren, que no vaya siempre a la zaga de las demandas de la sociedad».

Esta recomendación me produjo cierta perplejidad, sobre todo porque había sido formulada en un tono ecuánime o, como diría un cursi, «conciliador». No parecía delatar ningún agrio anticlericalismo, sino más bien una invitación generosa al acomodo de los usos sociales. Y de inmediato pensé que esas palabras eran una expresión nítida de cierta estupidez contemporánea, muy propagada y admitida, según la cual las convicciones ideológicas y morales pueden amoldarse a la circunstancia concreta, como si fuesen tabletas de chicle que se estiran y encogen elásticamente, al gusto del consumidor. Hasta hace poco, la deslealtad a esas convicciones era tildada de oportunismo; hoy, a quienes la profesan se les tacha de intransigentes, inmovilistas, retrógrados y no sé cuántas lindezas más. El relativismo en que plácidamente nos hemos instalado propicia la confusión entre convicciones y meros usos sociales; así, se considera igualmente carca a quien se resiste a abdicar de prejuicios anacrónicos y a quien defiende valerosamente sus ideas. Este relativismo comodón se ha extendido a todos los ámbitos de la vida, aun a los más sagrados; lo que antes eran consideradas componendas innobles o veleidades de tontaina hoy se reputan como síntomas de «tolerancia», de «amplitud de miras», de «inteligencia práctica». Hay que empezar a reivindicar la intransigencia como virtud; porque la transigencia ha dejado de ser aquella capacidad para consentir en parte con lo que se cree justo, razonable y verdadero, y se ha convertido en sinónimo de tragaderas, de lasitud ideológica, de sincretismo moral, de mistificación y endeblez, de papanatismo y sumisión a las modas que convienen.

La figura del veleta, antaño tan execrada, se erige hoy en modelo de conducta. No importa que los comportamientos fácilmente mudables se apliquen a asuntos menores o a principios incontrovertibles; importa, ante todo, «adecuarse a los tiempos». Cada vez con mayor frecuencia me tropiezo con personas a las que creía amigas que, ante la defensa apasionada de una idea por mi parte, atribuyen ese apasionamiento a circunstancias de la edad: «Es que todavía eres muy joven —me dicen—. Ya cambiarás». No entienden que el cambio biológico en nada puede afectar a una serie de convicciones que justifican una vida; sobre su cimiento se asienta lo que uno es, para bien o para mal, y sobre ese cimiento crece el hombre que uno quiere ser. Todas estas reflexiones me vinieron a la cabeza, en indignado tropel, mientras escuchaba a aquel chisgarabís radiofónico que aconsejaba «adecuación a los tiempos», como si la pildorita llamada del «día después» fuese lo mismo que la minifalda o el top-less. Quizá los politicastros que autorizan o desautorizan su venta, después de «pulsar la demanda social», así lo crean; nosotros, los intransigentes, no.

Juan Manuel de Prada, “Ergástulo” (inmigración), ABC, 23.IV.2001

Así llamaban los romanos al cuchitril inmundo donde vivían hacinados los esclavos, rebozados en la mugre de sus propias defecaciones, como bestias que aguardan el alivio de la muerte. La gloria de Roma se levantó sobre el sometimiento de los pueblos conquistados, a cuyos pobladores ni siquiera se les reconocía el estatuto jurídico de persona; también hoy nuestro bienestar de países prósperos, ensimismados en la opulencia, se erige sobre una ciénaga similar. Acaban de descubrir, en la provincia de Huelva, unos ergástulos donde se apretujaban hasta cien hombres llegados desde los extrarradios del Imperio. He escrito cien hombres, pero quizá debiera haber escrito cien fantasmas sin existencia jurídica, condenados a extenuarse en un trabajo sin remuneración, para después recluirse en estos ergástulos sin aire ni agua corriente, como letrinas en las que lentamente se va pudriendo la carne, hasta quedar reducida a puro excremento. Quizá el descubrimiento de estos ergástulos carezca de novedad; pero el mayor peligro de la abyección es que, cuando se convierte en rutina, deja de repugnarnos. La abyección, que al principio nos perfora la inteligencia y el sentimiento con su fetidez, acaba conviviendo con nosotros, como un animal doméstico, y cuando queremos reaccionar contra ella ya es demasiado tarde, porque se ha enquistado en nuestros hábitos.

Los esclavos confinados en los ergástulos onubenses se dedicaban a la recolección de la fresa. Desde hacía semanas o meses habían dejado de cobrar el estipendio misérrimo que les había prometido su dueño, pero seguían doblegando la espalda ante la tierra, con la esperanza quizá de morir reventados, porque la muerte es la única recompensa que anhela el esclavo. Al anochecer, se recluían en sus ergástulos y se derrumbaban sobre unos jergones renegridos de llanto, sobre los que dormían, aletargados por los miasmas que desprendían sus cuerpos, hasta que el dueño de la finca aporreaba las paredes de chapa del ergástulo, advirtiéndoles que el sol ya bautizaba el suelo. Desde sus barracones de sombra, los esclavos regresaban a la vigilia, maldiciéndose por haber llegado a creer, mientras dormían, que no iban a despertar nunca, que sus almas habían emigrado al paraíso de los esclavos, dejando tras de sí unos cadáveres exhaustos. Pero ese sueño de beatitud se disipaba, mañana tras mañana, para devolverlos a una vida que no merecía la pena ser vivida, emparedada en un ergástulo.

Si la gloria de Roma, que abarcó por igual el esplendor arquitectónico, la invención del derecho y las más refinadas cúspides de la literatura, nos repugna porque se abasteció con el sudor y la sangre de hombres sojuzgados, ¿qué sentimiento debe convocarnos la existencia de estos ergástulos onubenses? En ellos se cobija la leprosería moral de una sociedad que respira el aire de su propia abyección, inmunizada ya contra la piedad, inmunizada también contra el espectáculo sórdido de la vida reducida a esclavitud. El problema de la inmigración, que tantas proclamas partidarias suscita, no puede solventarse sólo con regulaciones más o menos restrictivas, con una vigilancia más o menos relajada, con pronunciamientos más o menos altisonantes. Lo que se está dirimiendo es algo mucho más importante, nada más y nada menos que la esencial dignidad del hombre. Occidente no puede seguir fingiendo que los ergástulos son invisibles; la marea de los hambrientos se ha puesto en marcha, y contra ese movimiento arrasador es inútil interponer diques y aduanas. La solución de volver el rostro hacia otro lado sólo contribuirá a que la abyección se enquiste, pero los ergástulos siempre acabarán asomando, aquí y allá, como chancros que supuran podredumbre y desenmascaran nuestras falsas beaterías solidarias. Podremos urdir cientos de leyes, podremos idear miles de estrategias conjuntas con nuestros socios de la Unión Europea del Imperio Romano, pero a la postre, las razas del hambre sólo admitirán dos destinos: el ergástulo de la esclavitud o el reparto de nuestra riqueza. En la elección de ese destino se debate la vergüenza de Occidente.

Rafael Navarro-Valls, “Violencia sexual y cultura”, El Mundo, 23.III.2001

Según datos muy recientes del Foro contra la Violencia de la Mujer, el número de víctimas mortales de la violencia sexista en España se ha triplicado el último año. El informe publicado por el Foro de Población de la ONU anota que una de cada tres mujeres en el mundo sufre malos tratos o abusos sexuales. Un serio estudio sociológico promovido por CCOO concluye que una de cada seis trabajadoras españolas sufre acoso sexual. La publicidad sexista ha generado, en el último año en España, casi 400 quejas: un 12% más que el año anterior. El más reciente informe del INE en España detecta una subida alarmante de los delitos sexuales: entre otros datos se destaca que, desde 1992, al menos 26 jóvenes han sido asesinadas con abuso sexual previo. La última, esta misma semana, una niña de 14 años en Campo de Criptana, un caso todavía bajo secreto sumarial.

Según Manos Unidas, un millón de niños y adolescentes entran cada año en el negocio de la prostitución. El Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia acaba de calificar, por primera vez, los asaltos sexuales como crímenes contra la humanidad. En fin, hace unos días el delegado del Gobierno de la Comunidad de Madrid declaraba que, si durante el año 2000 en la región los delitos en general bajaron una media del 5,53%, el número de agresiones sexuales se han duplicado sobre el año 1999.

Pido perdón por el abusivo recurso a la estadística, pero me parece de interés corroborar con datos lo que la Sociología lleva un tiempo alertando: en el cuadro de mandos de la sociedad occidental se han encendido las luces rojas de alarma en la materia. Trasladar estadísticas sin indagar en las causas sería hacer una especie de sociologismo fotográfico que todo lo plasma, pero nada analiza. Hagamos un esfuerzo de análisis sobre ellas.

Lo primero que parece advertirse es que se está produciendo aquello que Octavio Paz denominaba «uno de los tiros por la culata de la modernidad». Según el poeta mexicano: «Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. La sociedad capitalista democrática ha aplicado las leyes impersonales del mercado y la técnica de la producción en masa a la vida erótica. Así la ha degradado, aunque el negocio ha sido inmenso». Tal vez por eso, Antonio Gala decía no hace mucho que, «en materia de sexo y dinero, ¿quién está limpio aquí?». Veamos.

Entre ocho y nueve millones de personas leen en España el periódico durante, aproximadamente, una hora al día. Treinta y un millones ven el televisor un mínimo de dos horas. El 60% de los niños en edad escolar y preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla. Según datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante minuciosidad.

En Italia, con datos muy parecidos a los españoles, un grupo de padres fueron invitados para visionar una antología de la tarde televisiva de sus hijos. Al terminar la sesión, algunos sufrieron trastornos circulatorios y los más manifestaron una dolorosa incredulidad. Habitualmente no veían la televisión con sus hijos. Según Ettore Bernabei, de la International Family Foundation, la patología televisiva a que puede dar lugar este bombardeo de imágenes sería peor que los efectos de un artefacto nuclear de la serie N. Este destruye los cuerpos, pero deja intactas las cosas inanimadas. Cuando la adicción televisiva se convierte en patología no es difícil la progresiva erosión del espíritu, aunque queden incólumes los cuerpos.

Algo parecido ocurre con parte de la industria del cine. El crítico de cine norteamericano Michael Medved provocó una polémica con su libro Hollywood contra América. Esta obra, que realiza un exhaustivo estudio acerca del tratamiento que Hollywood da a temas como la religión, el sexo, la familia o la violencia, sostiene que, con demasiada frecuencia, la industria cinematográfica difunde unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia: fidelidad, lealtad, pudor, etcétera. Su tesis ha suscitado comentarios dispares.

Algunos, como Peter Biskind en Premiere, la rechazaron y la calificaron de histérica. The Economist, sin embargo, coincide con la tesis de Medved. Si trasladamos estos resultados a España, puede provisionalmente concluirse que las pautas de comportamiento sexual difundidas por parte de los media, contienen una buena dosis de irresponsabilidad. De modo que se produce un curioso efecto: los mismos medios que braman contra la violencia sexual probablemente son cómplices indirectos de ella, al contribuir con sus mensajes a crear el caldo de cultivo propicio.

La propaganda mediática de la violencia y el sexo «surge de las pantallas, que hacen como si la contasen y la difundiesen pero, en realidad, la preceden y la solicitan» (Baudrillard). Un incidente ocurrido hace pocos años entre Grecia y Turquía puede ilustrar este fenómeno, que se agrava por la implacable lucha por los índices de audiencia. A raíz de las declaraciones belicosas de una emisora privada de televisión en relación con un minúsculo islote, las televisiones y las radios griegas -arropadas por la prensa- se lanzaron a una escalada de desvaríos nacionalistas. Las televisiones y los medios turcos, para no perder audiencia, entraron en la batalla. Soldados griegos desembarcaron en el islote, las respectivas flotas pusieron proa hacia esas aguas y la guerra se evitó por los pelos.

Es un ejemplo más de que el conocimiento del mundo a través de imágenes deformadas incapacita al sujeto para formas superiores de pensamiento y atrofia nuestra capacidad. Esta tormenta de imágenes hace que hoy se reflexione poco sobre el sexo. Se imagina, se sueña o se suspira con él. El sexo nos estimula o nos deprime. Pero esta tumultuosa actividad no es pensar. Como se ha dicho, «pensar en el sexo significa esforzarse en ver el sexo en su más íntima realidad y en la función a que está destinado». Desde luego es más divertido usar el sexo que pensar sobre él. Pero de vez en cuando conviene hacerlo. La historia del mundo humano ha sido la historia del dominio de la razón sobre los impulsos, sin excluir el sexo. Un descontrol masivo del mismo no parece estar dando resultados positivos.

Otra causa es la ingenua confianza en las medidas legales para erradicar el problema. El Derecho es un modesto instrumento de paz social. Pero echar sobre sus espaldas la ingente tarea de variar los comportamientos sociales una vez alterados, es olvidar que el Derecho tiene un influjo mayor mediante lo que podríamos denominar su actividad negativa. Esto es, puede contribuir a no erosionar el ecosistema familiar y social con más eficacia que a restaurarlo, una vez modificado por perturbaciones sociales. Desde luego, son necesarias las reacciones legales destinadas a reprimir los delitos contra la libertad sexual, proteger los derechos a la disposición del propio cuerpo, tutelar el consentimiento viciado en casos de abusos sexuales a menores o el derecho colectivo de exigir unas pautas morales de conducta en los delitos de exhibicionismo, prostitución, pornografía etcétera.

En Estados Unidos, se ha llegado a presentar en la Cámara de Representantes un proyecto de ley (Pornography Victims Compensation Act) en el que las víctimas de los delitos contra la libertad sexual podrían pedir indemnizaciones a la industria pornográfica. Bastaría demostrar que ella ha sido la causa que ha provocado, aunque sea indirectamente, el ataque sexual contra mujeres o niños. Justificación de los congresistas promotores: «La pornografía borra la humanidad de la víctima con mentiras tales como que las mujeres quieren ser violadas o que los niños desean sexo».

Pero estas medidas legales no llegan a la raíz del problema. El verdadero problema es, parece ser, el elevado coste que la población infantil y adolescente está pagando por los errores que los adultos hemos incorporado en el significado de la sexualidad. Esa deformación inicial (los niños tienden a imitar y desear lo que desean los adultos) se traspasa a los años de la juventud e incluso de madurez, creando el caldo de cultivo necesario para la violencia sexual. Al menos, esta es la opinión que comienza a abrirse paso en la Psicología y en la Sociología. Lo cual es compatible con que, en un amplio reportaje sobre la revolución sexual en EEUU, la revista Time acabe de dictaminar su declive. Efectivamente, la llamarada de los 60 acabaría apagándose con desencanto en los 90.

Muchas personas comienzan a descubrir los tradicionales valores de la fidelidad, el compromiso mutuo y el matrimonio. En las encuestas entre estudiantes crece el número de los que exigen que haya amor y una relación estable para justificar las relaciones sexuales. Por ejemplo, según un estudio sobre los valores de los universitarios realizado por la Universidad Complutense (marzo del 2000) el 65,3% de los universitarios considera «imprescindible» la fidelidad sexual a la pareja. Cifra que se eleva al 73,1% cuando se trata de universitarias.

Pero esta nueva actitud no significa, sin más, un retorno al equilibrio. La revolución sexual ha sido absorbida en buena parte por la cultura, y aunque, por eso mismo, ha dejado de ser algo nuevo y atrayente, lo cierto es que ha dejado una huella profunda que ha llevado de la exaltación del sexo a su trivialización y, de ahí, al desencanto. Existe todavía una hipertrofia de la afectividad en la que el fluir de los impulsos se convierte en la estrella polar que guía el comportamiento humano. Esta mezcla de inmadurez afectiva e hipersentimentalismo provoca un desequibrio anímico que desemboca en la tendencia a entablar relaciones interpersonales basadas tan sólo en el egoísmo. Quizá por ello todavía la necesidad de sexo duro, y en dosis cada vez mas altas, se ha convertido -en determinados sectores que aún viven la resaca de ese fenómeno- en una dependencia. Es muy sintomático que comiencen a proliferar, discretamente, tratamientos médicos de deshabituación sexual.

¿Cuál es el capital social del que disponemos para atajar estas causas de violencia sexual? Si estamos a los índices que propone Fukuyama para medirlo en las sociedades occidentales, el activo está disminuyendo de forma alarmante. Desde instancias diversas se sugiere un esfuerzo combinado de reconstrucción social en el que intervengan todas las fuerzas sociales: Estado, sociedad civil, religión y poder mediático. Tal vez debamos comenzar por la escuela y la familia en un esfuerzo de verdadera socialización de los valores.

Reducir el sexo a mera genitalidad es sembrar las semillas de la violencia sexual, y provocar a la larga actitudes de riesgo. No se trata de dramatizar más de la cuenta. Se trata de aplicar la sensatez. También en esta materia.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

Juan Manuel de Prada, “Tombolitis” (televisión basura), ABC, 3.III.2001

El gesto paladino de Francisco Giménez-Alemán, al retirar de la programación esa latosa cabalgata de aberraciones humanoides llamada «Tómbola», debería ser el detonante de una discusión profunda sobre los objetivos y los límites de cualquier medio de comunicación financiado con fondos públicos. También sobre su dudoso encaje en una economía de mercado, donde las televisiones y radios públicas son obligadas a disputar la audiencia a unas empresas privadas cuya finalidad inmediata es la obtención de beneficios. Se quejan, seguramente con razón, estas empresas privadas del trato favorable que reciben las televisiones públicas, puesto que juegan con dos barajas: por un lado, entran en la batalla por la audiencia, obteniendo a cambio la recompensa de los ingresos publicitarios; pero, por el otro, reciben dineros del erario que se destinan al patrocinio de programas sin utilidad pública. Y es que no debemos olvidar que la única finalidad legítima de un medio de comunicación sufragado con presupuestos públicos es el enaltecimiento espiritual de sus destinatarios. O instruir deleitando, que diría un clásico.

Pero esta función de utilidad pública ha sido perturbada por intereses espurios que aspiran al embrutecimiento de los ciudadanos, a su conversión en una masa gregaria que comulga las directrices del poder. Para que esa comunión sea plena y fructífera, quienes ostentan el poder, y sus correveidiles con mando en platós televisivos y estudios radiofónicos, no han vacilado en halagar los más turbios instintos de los ciudadanos, arrojando al pesebre de sus apetencias un batiburrillo de programas de incalculable grosería intelectual que corrompen sus neuronas. Así, atacada por una galopante encefalopatía espongiforme, la audiencia se refocila en el fango y suspira por nuevas remesas de podredumbre que abastezcan su adicción; a cambio, esa misma audiencia garantiza adhesiones lacayas. A este proceso de depauperación colectiva o tombolitis aguda debe ponerse freno con gestos como el que acaba de realizar Giménez-Alemán; pero, si esos gestos no se continúan con una metódica abolición de la morralla que aflige la programación, corremos el riesgo de que degeneren en aspavientos huecos.

Nuestros gobernantes no pueden seguir manteniendo ese doble juego sobre el que se asienta el funcionamiento actual de radios y televisiones públicas. Si se decide a favor de su mantenimiento, tendrán que abandonar la disputa por la audiencia; tendrán que establecer sin ambages una distancia con la programación que ofrecen las empresas privadas, descaradamente enderezada hacia el superávit. Una radio o una televisión públicas deben aspirar al ennoblecimiento intelectual de los ciudadanos, a la divulgación cultural y científica; deben, en definitiva, aspirar al arquetipo platónico de la perfección espiritual. En una televisión pública no pueden interferir el chismorreo de corrala, el espectáculo chabacano, el entretenimiento chusco, la bazofia cinematográfica, el empacho futbolero. A estos síntomas de tombolitis aguda debe oponerse un tratamiento de choque que desinfecte para siempre el entendimiento de unos espectadores habituados al regodeo en lo bajuno. Y quien no desee desinfectarse, que cambie de canal y aloje su vulgaridad en otros lodazales, que nunca faltarán en la programación diaria. Recuerdo que, en cierta ocasión, al jubilado Anguita le preguntaron en una entrevista cómo era la televisión pública que imaginaba; sin titubeo, contestó que era una televisión en la que se exhibiera el teatro de Chejov. Supongo que su respuesta fue acogida con ese mismo choteo con que las gentes de alma cetrina niegan la posibilidad de la utopía. Pero la obligación de nuestros gobernantes es aspirar a una televisión que exhiba el teatro de Chejov; si persevera en su afán de halagar los anhelos más mostrencos del público, acabará ofreciendo maratones de pornografía y concursos de pedos, o lo que demanden unos espectadores idiotizados que, a cambio de un voto dócil, exigen la satisfacción de sus apetitos más bajos. La función de una televisión pública no es amarrar los votos, sino enseñar a los hombres a votar.

Julio de la Vega-Hazas, “Las sectas en el siglo XXI”, ARVO, III.2001

Entrevista de Carlos Azarola a Julio de la Vega-Hazas. Continuar leyendo “Julio de la Vega-Hazas, “Las sectas en el siglo XXI”, ARVO, III.2001″

Juan Manuel de Prada, “Clonación a granel”, ABC, 29.I.2001

Se veía venir. Todas esas chorradas de la oveja Dolly y demás animalitos clonados no eran sino el circunloquio de lo que vendría después. Los apóstoles de la clonación sabían perfectamente adónde querían llegar; pero sabían también que la finalidad de sus investigaciones no podía desenmascararse abruptamente. Primero hubo que marear la perdiz con revelaciones parciales que mitigaran el revuelo y fomentaran el consumo de tinta y saliva en discusiones estériles; luego, en un alarde de avilantez, se sacaron de la manga el cuento chino de la llamada «clonación terapéutica». Nos presentaron la inmolación de embriones como la panacea médica del futuro y nos aseguraron que el alzheimer, el cáncer y hasta la encefalopatía espongiforme se convertirían en males tan fácilmente extirpables como una verruga. La regeneración de células que se vislumbraba tras la llamada «clonación terapéutica» auguraba unas ganancias apoteósicas, de ahí que Estado y Capital (dos personas distintas y un sólo dios verdadero) se apresuraran a sumar esfuerzos en una empresa que se adivinaba pingüe. ¿Se acuerdan de aquellas proclamas en que Blair y Clinton y demás mandatarios satélites, erigidos en paladines del progreso, invocaban pomposos fines humanitarios para justificar sus torpes manejos? Aquellas zarandajas demagógicas prendieron en el espíritu del pueblo sojuzgado, que llegó a creerse la milonga. Los apóstoles de la clonación se frotaban las manos: habían conseguido hacernos comulgar con la rueda de molino de su avaricia, servida bajo la apariencia de una eucaristía laica y altruista. Su estrategia de desgaste y confusión había rendido el resultado esperado: la llamada «opinión pública» (esa amalgama de opiniones gregarias que suplantan el desprestigiado sentido común), después de dispersarse en discusiones bizantinas, había adquirido el grado suficiente de docilidad para encajar la revelación definitiva. Por si acaso aún se tropezasen con algún resabio de resistencia, los apóstoles de la clonación han preferido lanzarnos una penúltima andanada envuelta en los afeites de la piedad. Resulta que el doctor Severino Artinori (repárese en la sonoridad sadiana de su nombre) ha anunciado su intención de clonar embriones humanos para implantarlos en la matriz de mujeres infecundas. Para mitigar el repudio que la clonación descarada y a granel promueve en los espíritus más sensibles, se comercia con el instinto de maternidad de las mujeres y con la compasión que la esterilidad despierta entre nosotros. (¡Ah, paradojas de las sociedades progresadas, que se apiadan de quienes han sido desposeídos por Natura de la capacidad para reproducirse, al tiempo que reprimen con saña esa misma capacidad en quienes la poseen!). Pero hasta las sensibilidades más escrupulosas acaban criando callo, a fuerza de recibir pisotones y descarnaduras. Otro de los esbirros del cotarro, el doctor Panayotis Zavos, recurre al tópico literario (demostrando, de paso, que su dominio de los tópicos literarios es bastante calamitoso), para comparar los avances de la clonación con «un genio que ya ha salido de la botella y que controlaremos». Si el doctor Zavos se hubiese molestado en frecuentar las bibliotecas sabría que, desde la caja de Pandora hasta la redoma de Stevenson, pasando por la lámpara de Aladino, los genios que abandonan la botella no se avienen de buen grado a encierros y controles.

Es, precisamente, la clonación descontrolada el finisterre que persiguen estos apóstoles de la ciencia degenerada en negocio. Los hábiles circunloquios que empleen, hasta que su aspiración se consume, no son sino los aspavientos más o menos hipnóticos con que los prestidigitadores disfrazan sus trucos, para que pasen desapercibidos ante el público. Y, hoy por hoy, el público, mareado de falsas artimañas altruistas, ya está suficientemente anestesiado y madurito para acatar la catástrofe. ¿A qué esperan, para quitarse la máscara?

Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001

En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia.

La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran.

Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.

Juan Manuel de Prada, “Dilemas éticos”, ABC, 11.XII.2000

En un esmerado reportaje aparecido en el suplemento de Salud de este periódico, Nuria Ramírez nos proponía una lista de los diez grandes dilemas éticos con que la medicina se tropezará a lo largo del siglo que ahora empieza. Algunos, como la eutanasia, son antiguos como el mundo; otros, surgidos con el auge vertiginoso de la genética, nos arrojan a un páramo de perplejidad que tardaremos mucho tiempo en dilucidar. ¿O no? La mera utilización defectuosa del término «dilema» como sinónimo de «debate» o «controversia» revela nuestra actitud derrotista ante los implacables avances de la ciencia. Dilema, según proclama el diccionario, es aquel argumento formado disyuntivamente por dos proposiciones contrarias con tal artificio que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar. Como las metamorfosis del lenguaje siempre arrastran consigo algún inconsciente desplazamiento social, podríamos interpretar que, al otorgar el rango de dilema a lo que formalmente se nos presenta como controversia, estamos claudicando tácitamente y negando la posibilidad de una solución distinta a la que dicta el llamado «Progreso». Creo que este, sin duda, constituye el signo más preocupante de nuestra época: el hombre parece haber dimitido de su capacidad para ponderar los beneficios que la ciencia le puede reportar; sus dotes polémicas y reflexivas han sido suplantadas por una suerte de resignación más o menos risueña o pesimista. ¿Para qué vamos a debatir sobre asuntos tan acuciantes si, a la postre, no importa cuál sea la proposición que elijamos, el dilema quedará demostrado? Este derrotismo social ha propiciado el advenimiento de dos fenómenos que desmienten nuestra genealogía ilustrada. El primero consiste en la transformación de la ciencia en una superstición incontestable, que rechazamos o asumimos bovinamente. Con la ciencia ocurre hoy lo que antaño ocurría con las disciplinas esotéricas: aunque su perfume o resonancia alcance a cualquier persona anónima —lo cual le proporciona una coartada democrática—, sólo unos pocos iniciados se reservan el derecho de juzgar su desarrollo. Aniquilado ese ámbito de discusión intelectual con que toda sociedad sana debería acoger sus avances científicos, las únicas reacciones posibles ante dichos avances son el rechazo intransigente o la aceptación sin ambages. Huelga añadir que la beatería laica imperante ha conseguido adoctrinar nuestro subconsciente de tal modo que el rechazo sea entendido como un signo de tenebroso reaccionarismo.

El otro fenómeno propiciado por este derrotismo social es un mero corolario del que acabo de exponer. Habiendo dimitido de sus posibilidades dialécticas, la sociedad que acata los designios de la ciencia como si de una superstición se tratase está ya madurita para convertirse en una gran cobaya, en eso que los holandeses, tan engreídos de su condición pionera o roedora, denominan un «laboratorio social». Puesto que las discusiones previas han sido anuladas, la idoneidad de los avances científicos se decide mediante su aplicación. Los defensores de esta práctica abrupta sostienen con cierto optimismo sarcástico que la sociedad posee suficientes «defensas» (léase sentido común) para rechazar aquellos avances que puedan perjudicarla como especie; pero esta es una afirmación perversa, porque el sentido común del hombre es, por desgracia, egoísta, y sólo anhela la preservación de sí mismo como individuo, sin importarle lo que venga después. Sin importarle, desde luego, los abismos de abyección moral que se abren a ambos lados de ese camino expedito que nos brinda la ciencia. Así, resignados a que las controversias éticas cristalicen en dilemas irresolubles, aceptamos por puro egoísmo lo que nos echen encima. El silencio risueño de los corderos clonados es nuestro horizonte.