Conferencia pronunciada el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10.XII.00.
Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La nueva evangelización”, Roma, 10.XII.2000″
interrogantes.net – Blog de Alfonso Aguiló
Blog personal de Alfonso Aguiló
Conferencia pronunciada el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10.XII.00.
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Tiene razón el maestro Campmany cuando afirma que el progreso científico es algo sencillamente imparable. Pero le faltó preguntarse si ese progreso científico persevera en su función originaria, de servicio a la Humanidad, o si, por el contrario, en su carrera alocada en pos de nuevos finisterres de espectacularidad, lo guían propósitos obscenamente mercantiles. Las proclamas sensacionalistas, los métodos poco escrupulosos, la utilización espuria de datos poco concluyentes que enseguida son divulgados por los medios de adoctrinamiento de masas han suplantado el tradicional cauce de exploración científica. Esta «aceleración» de la ciencia ha adquirido ribetes de descaro en el desciframiento del genoma humano, que una empresa llamada sin pudor «Celera» utilizó para su prosperidad bursátil. Antes, los descubrimientos científicos eran expuestos a un escrutinio ético; ahora, su comunicación es casi instantánea, de tal manera que el barullo o fanfarria mediática sustituye y aniquila las consideraciones morales, la decencia, la probidad, el rigor, en fin, esos requilorios del pasado.
Antes, quienes osaban infringir estos trámites, eran de inmediato desterrados al arrabal del descrédito; hoy, esos mismos apóstoles del guirigay mediático, esos ventajistas que aspiran a convertir la ciencia en una gran atracción de barraca con cotización en bolsa, reciben el tratamiento de héroes. El grato tintineo del dinero se antepone así a cualquier consideración ética; y mientras el dinero prosigue su incesante fluir, nos vamos convirtiendo en una sociedad aturdida, ensordecida por el mogollón, desarmada de principios morales. Sólo así se explica el genuflexo beneplácito con que se ha acogido el designio británico de modificar su legislación sobre clonación humana. La premiosidad de este designio delata sus propósitos puramente económicos; la biología celular, como el auge del Internet, asegura pelotazos bursátiles sin cuento, y la Gran Bretaña no puede quedarse al margen del gran banquete universal. Poco importa que nuestro precario conocimiento del genoma humano nos impida saber a ciencia cierta qué enfermedades pueden remediarse mediante la clonación; poco importa que esas células madre que, según se intuye, podrían remediar taras hoy incurables, puedan obtenerse sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos. Poco importa que los cimientos sean endebles; de lo que se trata es de levantar a la mayor velocidad posible un edificio, aunque sea de humo, aprovechando la revalorización del terreno genético. Lo de menos es que luego el edificio se derrumbe; para entonces, el negocio -o el timo- ya habrá rendido sus beneficios.
¿Qué más da si entretanto nos cargamos unos millares de embrioncitos de nada? Esta reducción de los embriones en los que alienta vida humana a meras empanadillas que aguardan en el frigorífico su inmolación sólo puede ser admitida por una sociedad que antes ha claudicado una y mil veces en exigencias éticas que atañen a su misma dignidad. No obstante, y por si todavía anidara algún residuo de escrúpulo en esa sociedad, los urdidores del pelotazo genético se han cuidado de especificar que jamás experimentarán con embriones de más de dos semanas; incluso, en su canallesca propensión al eufemismo, hablan ya de «pre-embriones», los muy cabritos. ¿Pero a quién se proponen engañar estos matarifes de la asepsia? ¿Qué más da que el embrión tenga catorce días o catorce semanas, si lo que se destruye es lo mismo, un organismo con combinación genética propia? ¿O es que lo que pretenden, cepillándoselo tan pronto, es que al embrión no le hayan crecido todavía ojos en el rostro, para no tener que arrostrar su mirada recriminatoria? La mala conciencia propicia estas hilarantes distinciones de plazos; y la sociedad gregaria las acepta como si fuesen dogmas de fe, sin atreverse siquiera a discutirlas. Antes, los plazos servían para pagar nuestras deudas con el banco; hoy, se han convertido en un cómodo sistema para soslayar nuestras deudas con la moral.
Jaromir Hladík, escritor de sangre judía, es aprehendido por la Gestapo y, tras un interrogatorio sumario, condenado a ser fusilado. «Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida», nos refiere Borges, en una frase que, desde niño, pensé que iba secretamente dirigida a mí. Hladík impetra a Dios que le permita concluir el drama que está escribiendo: «Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo». A la mañana siguiente, Hladík es conducido ante el piquete. Entonces el universo físico se detiene; la omnipotencia divina ha concedido a Hladík ese año solicitado. Sin otro sostén que la memoria, Hladík va agregando mentalmente los hexámetros que componen su drama; cuando el último epíteto es dirimido, suena la descarga que le borra la vida. «El milagro secreto», se titula el cuento de prosa cincelada y exacta que tan torpemente acabo de resumir.
Me he acordado de Jaromir Hladík después de leer las reacciones sarcásticas, burlonas o meramente ofensivas que han suscitado las declaraciones de Rouco, en las que animaba a los católicos a que emprendiesen «una campaña de oración», solicitando a Dios la abdicación del plomo y de la sangre. Enseguida han surgido folicularios de medio pelo que se descojonaban de Rouco y le ordenaban con chulería o matonismo que se dedicara a sus pejigueras diocesanas y dejase los asuntos serios a personas serias como ellos, que solucionan el mundo cada mañana, ensartando rutinarias condenas en sus artículos o repitiendo las mismas banalidades cada vez que les arriman un micrófono a los belfos. Ciertamente, no podemos esperar que la oración detenga el itinerario de las balas y suspenda el universo físico durante el tiempo necesario para acabar con el drama del terrorismo; los milagros, secretos o escandalosos, ya sólo acaecen en los cuentos de Borges. Pero pitorrearse tan obscenamente de la fuerza de la oración me parece una injuria contra la palabra, que curiosamente es el mismo recurso que emplean –tan devaluadamente, pobrecitos– esos plumillas que han arremetido contra Rouco. ¿Qué consuelo le queda a la víctima inerme, sino la palabra que conforta y ayuda a exorcizar el temor? ¿Acaso son más eficaces las manifestaciones de protesta o las expresiones archisabidas de condena? Si nos burlamos de la palabra musitada en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios, en el que el hombre emplea todas sus potencias intelectuales (la inmaginación y la memoria, la inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso deseo, ¿no deberíamos también carcajearnos de cualquier otra reacción pacífica? Dirá un incrédulo que la oración es inútil, porque no hay un destinatario que la escuche. Entonces lo mejor sería no ofrecer ningún tipo de resistencia a la barbarie, porque, si existe algún destinatario sordo, es el terrorista que empuña la pistola, a quien nuestras quejas e imprecaciones se la sudan. ¿Por qué ese regodeo en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz no usada que le infunda fortaleza y convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión de hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la voz, como un incienso votivo, para contrarrestar el olor de la pólvora. ¿Qué hay de chistoso en esta hermosa decisión? Comenzaba recordando a Borges y concluyo citando a Lucas, que a mí no se me caen los anillos revelando mis lecturas: «¿Y Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Os digo que hará justicia prontamente. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?».
«Lo he reconocido ya: culturalmente, soy cristiano. Habré rezado dos mil rosarios y no sé cuántas veces habré comulgado. Eso ha marcado mi vida. Comprendo la emoción religiosa y hay ciertas sensaciones de mi infancia que me gustaría volver a tener: la liturgia en mayo, las acacias floridas, la imagen de la Virgen rodeada de luces. Son experiencias inolvidables, profundas». De este modo tan elocuente y rotundo responde Buñuel a Tomás Pérez Torrent y José de la Colina cuando le inquieren por la naturaleza de su obsesión hacia la figura de Cristo. Luis Buñuel, insurrecto creador de poemas visuales, buceador en las alcantarillas del subconsciente, debelador de los códigos morales burgueses, heresiarca que hizo de la más radical libertad imaginativa una suerte de religión, no se recata en declararse, sentimental y culturalmente, católico. En esa añoranza de la emoción religiosa que palpita en los yacimientos sumergidos de su memoria, ¿no se adivina una búsqueda de la inocencia primigenia, similar a la que azuzaba la existencia del «Ciudadano Kane», cuando invocaba el nombre de «Rosebud»? Y, yendo todavía un poco más lejos, ¿no podría entenderse el cine de Buñuel, tan despiadadamente fustigador de la religión, tan socarronamente crítico con las cortapisas sociales que sojuzgan al hombre, tan indagador de patologías y monstruosidades, como una nostalgia de un tiempo en el que aún era posible aspirar el perfume de las acacias floridas? «Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado», declarará en otra ocasión Buñuel, tratando de expresar el meollo de su poética. ¿No se detecta también aquí una concepción religiosa del arte? En esa vindicación de la inocencia creativa, en esa felicidad que produce lo inesperado, en ese horror a comprender, ¿no se están enumerando las condiciones que hacen posible el milagro? Despachar la obsesión religiosa de Buñuel con el calificativo de «blasfema» constituye una banalidad intolerable. El cura quijotesco de Nazarín que, impulsado por una locura divina, trata de extender el evangelio y se topa con la incomprensión de pobres y ricos (los primeros, porque necesitan un consuelo más efectivo; los segundos, porque lo consideran un subversivo peligroso), no personifica tanto una burla de la religión como un sarcasmo desolado ante la inutilidad de una misión que se tropieza con la oposición del hombre. Algo parecido ocurre en Simón del desierto, donde el anacoreta que vive encaramado en una columna ejecuta con rutinaria normalidad el milagro de devolverle las manos a un amputado; lo primero que hará el beneficiario del milagro es propinarle un mojicón a su hijo. La ferocidad de Buñuel no cuestiona la intromisión de lo sobrenatural, sino la intrínseca maldad del hombre, que hace estéril el milagro y lo aprovecha para consolidar una relación de dominio.
Las irreverencias y ultrajes de la religión católica que recorren la filmografía buñueliana se engloban dentro de un proyecto sistemático de pisotear las convenciones sociales. En La edad de oro, Buñuel no desdeña el sacrilegio, pero tampoco la impiedad (un ciego es pateado por el protagonista) ni el pavoroso crimen: cuando el protagonista y la hija de un marqués alcanzan el orgasmo, mientras se chupetean los dedos de los pies y se clavan las uñas en los ojos hasta hacerse sangrar, gritan con exultación: «¡Qué alegría haber asesinado a nuestros hijos!». Todo este carrusel de atónita barbarie rechaza una lectura literal: Buñuel no profiere «un apasionado llamamiento al crimen» (otra de sus célebres boutades que tanto han contribuido a trivializar la comprensión de su obra), sino un desesperado grito de rebelión social. En La edad de oro, como en todo el cine de Buñuel, la irreverencia adquiere un sentido metafórico y liberatorio, una fuerza subversiva y catártica: el hombre tiene que desprenderse de atávicas hipocresías si desea conquistar su libertad plena, ese residuo indómito que sepultan las plurales formas de dominación instituidas por la sociedad.
Este ímpetu de catarsis y subversión que guía el proyecto estético de Buñuel se confabula con una suerte de despiadado escepticismo. Buñuel, en su descreimiento amargo y corrosivo, niega al hombre toda posibilidad de salvación y desdeña la misión redentora de Cristo, suplantando su figura por la de un ciego lujurioso y voraz, en aquella célebre secuencia de Viridiana donde se parodia la Última Cena de Leonardo. El sacrificio de la Cruz se perfila así como una quijotada baldía, tan baldía como los milagros de los anacoretas o la aparición providencial de los restos de un avión, en La muerte en el jardín; cuando el sacerdote que forma parte de la extenuada expedición agradece a Dios ese signo de misericordia que les permitirá abastecerse con los víveres que encuentren, otro de los miembros de la expedición le recordará, con apabullante brutalidad, que para lograr su salvación, antes Dios ha tenido que adjudicar la muerte al puñado de inocentes que viajaban en ese avión.
Este sarcasmo teológico tiene la fuerza de una increpación dirigida contra el mismo Dios. Una intención similar anima esa gran parábola religiosa que es La vía láctea. La cita que ilustra la película («No he venido a la Tierra para traer la paz, sino la espada») adquiere una resonancia ominosa a medida que se desgrana ante nosotros un rosario de episodios signados por la destrucción y el triunfo de la muerte. Pero aún en medio de tanto caos, Buñuel nos ofrece una última lección de perplejidad: los episodios que se refieren al peregrinaje de los mendigos protagonistas componen un repertorio de herejías y bacanales y heterodoxias; en cambio, los episodios dedicados a la vida de Jesús, lejos de participar de la mistificación, se revisten de una fidelidad casi documental a los Evangelios, dejándonos en el paladar un regusto ambiguo. El mismo que ese episodio final de la película, paradójico y socarrón, en que Jesús devuelve la vista a dos ciegos; cuando esos ciegos tienen que salvar una zanja que se interpone en su camino, uno de ellos lo hará limpiamente, mientras el otro tantea con el bastón, inseguro del terreno que pisa.
Buñuel, una vez más, no niega el misterio, pero cuestiona su eficacia y su capacidad redentora. El humor impío y burlón que clausura La vía láctea no logra anular la sospecha que, una vez más, emerge ante nosotros: quizá a ese ciego que libró el obstáculo de la zanja lo guiase el mismo perfume de acacias florecidas que a Buñuel le traía reminiscencias de la niñez. Llegados a este punto de desconcierto y estupor, sólo nos queda recordar aquellas palabras de reproche que Régis Debray le dirigió a Buñuel, mientras lo zarandeaba con despecho: «No lo soporto a usted, Buñuel. Gracias a usted la gente sigue hablando de la Santísima Trinidad y de la Inmaculada Concepción de María. Usted ha mantenido viva toda la cultura del catolicismo con sus malditas obsesiones. ¡Yo le detesto, Buñuel!». Nosotros, en cambio, lo amamos arrebatadamente.
Hace ya algunas semanas, los padres de alumnos matriculados en el cuarto curso de ESO en un instituto del madrileño Barrio del Pilar recibían una carta. En ella se especificaba que unos voluntarios de la Cruz Roja, con la connivencia del Ministerio de Sanidad, se disponían a impartir a sus vástagos unas clases en horario lectivo. Los discípulos de Florence Nightingale incluían en su ambicioso temario anzuelos tan convincentes como la bulimia y la anorexia, pero ya advertían que el grueso de sus enseñanzas atañían a la educación sexual. El desquiciamiento pedagógico que sufrimos hace posibles estas paradojas grotescas: nuestros jóvenes abandonan las aulas sin tener ni puñetera idea de su ubicación en el mundo, pero en cambio se les informa exhaustivamente sobre sus coordenadas genitales. Hasta hoy, una de las muestras más inequívocas de orfandad cultural era la propensión a contemplarse el propio ombligo; a partir de ahora, esa propensión descenderá hasta las partes pudendas. Como se ve, algo hemos progresado, aunque sea hacia abajo.
Acabo de escuchar en la radio un comentario radiofónico que no sé si calificar de calumnioso o felón. Alguien glosó el editorial que ABC dedicaba ayer a la RU-486, esa píldora que parece bautizada por Karel Capek; en ese editorial se lee que la píldora en cuestión «transmite la imagen de un aborto fácil y sin riesgos». El rudimentario escoliasta, después de calificar el editorial de «alucinado», profirió: «A lo que se ve, ABC prefiere un aborto difícil y con riesgos». Cualquiera que haya leído sin anteojeras la pieza citada sabe que lo que ABC defendía ayer era la necesidad de solucionar los conflictos que sufren las mujeres embarazadas mediante recursos menos retrógrados que el aborto. Lo que ABC defendía y vindicaba era la vida, principio rector de cualquier ordenamiento jurídico civilizado, y lo hacía con elocuencia diáfana. Pero ya se sabe que quienes esgrimen la bajeza moral como único argumento no reparan en transparencias y diafanidades: su hábitat natural es el agua revuelta del fango, donde siempre es más fácil recolectar algún pececillo confundido con el anzuelo de la demagogia. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000″
Más execrable que el crimen del aborto me resulta la anuencia sorda, la complicidad cetrina de una sociedad que lo acepta como un mal menor, o incluso como un remedio benéfico. Una sociedad capaz de convivir silenciosamente con su oprobio es una sociedad enferma; si, además, ese oprobio se erige en mercancía de chalaneo electoral, quizá debamos preguntarnos si esa sociedad no está demandando una autopsia urgente. Vuelvo a referirme al aborto, esa incalculable abyección moral, desoyendo los consejos de mis editores, agentes y demás promotores de mi carrera literaria, que me solicitan que calle y me lave las manos, para no crearme rencillas y animadversiones. Cuando me adjudicaron el premio Planeta, varias revistas culturales propagaron mi beligerancia contra el aborto y solicitaron a sus lectores que no compraran los libros de alguien que se atrevía a pronunciar tamaña inconveniencia. Al parecer, denunciar la condición criminal del aborto constituye un síntoma de adhesión a la «derecha ultramontana»; lo progresista es acatar la barbarie, bendecirla o al menos transigir pudorosamente con ella, como si la barbarie fuese algo que no nos atañe, como si el aire que respiramos no estuviese infectado con sus miasmas. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000″
«La religión es la frondosa catedral cultural y moral que nos cobija de la intemperie de los siglos». Publicaba ayer ABC, en su sección de «Cartas al director», una queja bastante razonable de Luis Riesgo Ménguez, en la que, ante la sucesiva displicencia (remolona u hostil, es lo de menos) con que nuestros Gobiernos abordan el problema de la enseñanza de la religión en las escuelas concluía: «Suprimir la clase de Religión es condenar a los jóvenes a una supina ignorancia del hecho más trascendental de la Historia, de nuestra cultura y nuestra idiosincrasia». Si por religión entendemos «un conjunto de dogmas o creencias acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales», según definición del mamotreto de la Real Academia, parece evidente que un Estado laico no tendría por qué incluir esta disciplina en sus planes educativos, salvo acaso en lo que se refiere a esas «normas morales» que la religión cristiana prestó a Occidente. Resultaría incongruente con la libertad de culto que acoge nuestra Constitución inculcar «dogmas o creencias acerca de la divinidad», «sentimientos de veneración» o «prácticas rituales». Pero la religión cristiana -hablar, en términos abstractos, de «Religión» se me antoja un eufemismo demasiado difuso- es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias. Constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura, nuestra moral. Impedir que ese venero incesante de conocimientos esté al alcance de los niños, de los alevines de hombre, equivale a condenarlos a la orfandad espiritual.
De nuevo nos tropezamos aquí con la bajeza y la mezquindad de nuestros politicastros, que se obstinan en confundir el rábano con las hojas, y que además no osan rozar ni las unas ni el otro, por temor a que los tachen de beatorros y vaticanistas, y se malogre su cruzada centrípeto-reformista. Por temor a que la oposición les salte a la yugular y los acuse de pasear bajo palio, han preferido dejar que ese infinito caudal formativo quede arrumbado en los arrabales del olvido, ignorantes o quizá no tan ignorantes, lo cual sería mucho más delictivo, porque a la negligencia se uniría la alevosía de que, al desterrar de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, se está condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Parece como si el moderno ideal educativo se redujese al aprendizaje de la cartilla y de Internet (pronto se suprimirá la primera, para evitar engorrosos trámites); lo que queda en medio, ese profuso y pavoroso vacío, es lo que a partir de ahora tendremos que resignamos a denominar «hombre», aunque sólo merezca la designación de pelele.
Convendría despiojar este asunto de toda la hojarasca demagógica que lo sepulta. Convendría aclarar que la enseñanza de la religión no consiste en inculcar doctrina ni en apedrear las mentes infantiles con los preceptos del padre Astete. La religión cristiana es el barro que nos construye por dentro, la sustancia de nuestros sueños, la argamasa sobre la que han crecido el pensamiento y el arte occidentales, también el fabuloso legado moral sin el cual serían incomprensibles conquistas como la abolición de la esclavitud o la condena de la pena de muerte. Privar interesadamente a un chaval de este continente de revelaciones es como privarlo de su filiación genética. La moral cristiana instituyó la piedad como regla de conducta, el respeto y el amor al prójimo como pilares indubitables de nuestra convivencia. Sustituyó una órbita de valores que gravitaba en tomo al concepto de castigo por otra que gravitaba en tomo al concepto de perdón. ¿Es legítimo ocultar este milagroso acontecimiento histórico que nos cambió para siempre? ¿Es admisible escamotear que hubo un hombre que, para los, además, participó de la sustancia divina que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana? Y, además de fundar una nueva moral, el cristianismo fundó una nueva cultura, refundiendo la heredada cultura pagana y metamorfoseándola en una nueva aleación que ha trascendido los siglos e inspirado las más altas creaciones, de Dante al Greco, de San Agustín a Unamuno. ¿Puede existir una enseñanza que niegue o arrincone el mundo (pues, sin duda, la religión cristiana es una sinécdoque del mundo? ¿No es sonrojante que nuestros niños visiten los museos, en «visitas programadas y con guía» (según el odioso gregarismo de la época), y no sepan interpretar los motivos bíblicos que guiaron los pinceles de Tintoreto o Caravaggio? ¿Qué monstruoso analfabetismo estamos instaurando entre todos? ¿Hasta dónde llegaremos en este proceso de degradación sin fondo? ¿O es que seguimos creyendo que una clase de religión debe consistir en cuatro alardes nemotécnicos con olor a sacristía? La religión es el hombre, la frondosa catedral cultural y moral que nos cobija de la intemperie de los siglos; si perseveramos en el papanatismo, quizá esa intemperie acabe por anularnos.
La secuencia que describo ya ha ingresado en la mitología del celuloide. Rutger Hauer interpreta a un replicante con fecha de caducidad que, en pleno delirio vesánico, se dispone a exterminar a Harrison Ford sobre las azoteas de una ciudad apocalíptica, arrasada por la lluvia ácida y la propaganda de neón. Rutger Hauer, que acaba de atrapar una aterida paloma y de cobijarla en su pecho, acaricia su plumaje mientras contempla con dilatada crueldad los esfuerzos desesperados de su enemigo; entonces, siente el frío hálito de la muerte infiltrándose en su respiración y se apiada de él. Luego, mientras se va quedando sin aliento, Rutger Hauer fija su mirada azul e hiperbórea en el gurruño de carne trémula en que ha quedado reducido Harrison Ford y le recita las bellezas irrepetibles que han desfilado ante sus retinas. «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir», concluye, con alivio e impotencia, y doblega el cuello, mientras la paloma que resguardaba entre sus inertes manos vuela hacia lo alto, como un alma ebria de luz. De este modo tan sintético y desaforadamente bello, el replicante Rutger Hauer proclama su humanidad y demuestra que la memoria -como la piedad- es una facultad del alma.
El símil que Rutger Hauer elige para designar la extinción de sus recuerdos no parece fortuito. Podría haberlos comparado a briznas de hierba o motas de polvo, pero al otorgarles el rango de lágrimas está, a la vez que reconociendo su precariedad, vinculándolos con las pasiones, con los anhelos, con toda esa argamasa de sentimientos contradictorios que anida en algún recodo del hombre, más allá de los genes y las neuronas. Ahora unos científicos de Massachussetts nos proponen justamente lo contrario: según ellos, la memoria es una mera cuestión de neurotransmisores instalados en el córtex y el hipotálamo. Una manipulación genética infligida a unos ratoncitos ha bastado para mejorar sus dotes nemotécnicas, y ya se especula con la posibilidad de aplicar este experimento a los humanos, para combatir las enfermedades degenerativas de la memoria.
No hace falta profesar el creacionismo para entender que la memoria meramente utilitaria de un animal en nada se parece a la memoria emocional de los hombres, cuyos recuerdos no son meros mecanismos que regulen nuestros hábitos o rutinas, sino también expresiones perennes de una capacidad que nos permite organizar nuestras percepciones según la intensidad con que rozaron nuestra alma (¿debo pedir perdón por emplear esta palabra?). El hombre, a diferencia de los ratones, no recuerda las rutinas que ejecutó hace apenas unas horas o unos días, pero en cambio recuerda el sabor efímero de unos labios, el arañazo lento de la soledad, el sol dorado de la infancia, el ardor repentino del odio. En Massachussetts han conseguido hacer más vívida la percepción que unos ratones poseen de sus rutinas, pero no veo en qué se parece esto a la memoria lírica del hombre, capaz de conservar en ámbar el rescoldo de un amor de adolescencia o el dolor con que nos vapulea la muerte de un ser querido. Esta memoria emocional no creo que pueda depender nunca de genes manipulados, pues es patrimonio del alma, y no sigo con la cita calderoniana porque mis lectores ateos se me rebotarían.
Quizá algún día consigan sintetizar en algún laboratorio de Massachussetts o Pernambuco una droga que estimule nuestra memoria utilitaria, de tal modo que los viejecitos enfermos de alzheimer, en lugar de zurrarse en la ropa, aprendan el camino del retrete, pero nunca conseguiremos rescatar esos continentes hermosos que, como lágrimas en la lluvia, se van disgregando lentamente, mientras viajamos hacia la eterna noche. Esa memoria lírica permanecerá impermeable a la química, y seguirá volando libre, ebria de luz, hacia regiones que no figuran en ningún atlas genético.
De unos años acá, se ha desatado un debate mediático (si el oxímoron es tolerable) sobre la salud del Papa Wojtyla. Aprovechando cada una de sus comparecencias públicas, nos obsequian con primerísimos planos de su rostro golpeado por el cansancio, de sus manos agitadas por el parkinson, de sus andares torpes y vacilantes. Se han filmado, con intachable obscenidad, sus desvanecimientos súbitos, sus incursiones en la somnolencia, sus dificultades para articular un discurso en voz recia y elocuente. Las cámaras pertrechadas de «zoom» y teleobjetivo se han dedicado a explorar con tesón topográfico el mapa pobladísimo de sus arrugas, la palidez exhausta que a veces asoma a su rostro, el vitíligo que infama su piel, el brillo herido de su mirada. En toda esa avalancha de imágenes uno no descubre sino pornografía y vileza, casi tanta como en las observaciones malévolas o jocosas que algunos exegetas de esas mismas imágenes deslizan, regodeándose en la endeble salud del Papa, en su ancianidad esquilmada y casi moribunda. Parece que, por debajo de toda esta avilantez chusca, se estuviese insinuando: ¿qué signos de vitalismo podemos esperar de una institución que confía su jefatura a un viejo chocho? Cada uno de sus viajes pastorales, se convierte en una excusa renovada para que esta legión de carroñeros lancen sus pullitas; el último tropezón del Papa en Polonia, saldado con una brecha que condecora su cráneo, ha desatado un nuevo cafarnaum de comentarios chistosos o mostrencos. Prescindiendo de adhesiones religiosas, quisiera hoy mostrar mi admiración por ese viejo que agota sus días en el cumplimiento de la misión que le ha sido asignada. Como el soldado que siente una y otra vez el beso cruento de la espada pero se niega a abandonar el campo de batalla, Wojtyla merece el aplauso y la reverencia que se profesa a los héroes, esa especie en peligro de extinción. Que, en pleno desprestigio de la vejez (una edad que la agresividad analfabeta de nuestras sociedades ha desterrado a un arrabal de piadosa desidia), un hombre decida exponer al escrutinio público las heridas minuciosas que los años le han ido dejando y se levante cada mañana, sobreponiéndose al reúma y a las cicatrices del alma y de la carne, para seguir pronunciando su verdad refractaria a las modas, me parece un espectáculo de incalculable belleza. Esa vejez fecunda que se inmola ante las multitudes constituye uno de los emblemas más esperanzadores de una civilización que ya agoniza. Quizá no creamos en el evangelio que propaga, ni en la jerarquía que lidera, ni en la raíz divina de su mandato, pero la valentía de un viejo que carga con la cruz de una existencia extenuadora, para seguir ejercitando su vocación, no puede ser despachada con una sonrisita sarcástica. Hay demasiada abnegación en su gesto, hay demasiado heroísmo en su figura desvencijada, hay demasiado entusiasmo en la actitud de un viejo que prefiere el polvo y los abrojos del camino a la molicie de su palacio vaticano.
Los griegos, que fueron los progenitores de nuestra cultura, cantaron la cólera de Aquiles, pero también la elocuencia de Néstor. Sin los discursos de Néstor, no hubiese sido posible la conquista de Troya, porque las palabras de aquel anciano inclinado sobre su bastón supieron templar las pasiones que agitaban los pechos aqueos. Hoy, cuando tantos politicastros y titiriteros de la demagogia se esfuerzan por preservar un aire juvenil, temerosos de que los sondeos de popularidad anuncien su declive, se agiganta la figura de Wojtyla, ese viejo fatigador del atlas. No se me ocurre imagen más enaltecedora y vitalista que la de un anciano queriendo morir con las sandalias puestas y los labios bautizados de palabras.