Juan Manuel de Prada, “Tan lacayos y tan felices”, ABC, 7.VIII.2006

Hubo un tiempo en que juventud era sinónimo de inconformismo, irreverencia, rebeldía, heterodoxia y demás benditos síntomas de la vitalidad. Al calor de la revolución hormonal que se desataba en su organismo, el joven aspiraba a desmontar los andamios de un mundo heredado, a trastornar las convenciones instituidas por sus mayores, a revolverse contra el pensamiento dominante. Ciertamente, en muchos jóvenes estas tendencias ariscas y subversivas eran casi una actitud refleja, nacida del puro instinto de llevar la contraria; pero en ese instinto subsistía algún residuo de aquella sagrada insensatez que animó a Prometeo a robar el fuego a los dioses del Olimpo, que eran el gabinete ministerial de la época. De este modo, los jóvenes se convirtieron en la conciencia de la sociedad, en esa avanzadilla de «divinos locos» que mantenía encendida la antorcha de la rebelión, siquiera hasta que la revolución hormonal aplacaba sus furores; pero, para entonces, ya habían llegado otros a tomarles el relevo, y así se aseguraba la permanencia de un minoría dispuesta a impedir que las cosas siguiesen como estaban, dispuesta a prender la mecha del polvorín.

Pero ese tiempo ya quedó abolido. Según una encuesta divulgada por el Instituto Nacional de la Juventud, nueve de cada diez jóvenes se declaran satisfechos o muy satisfechos con su vida. Y, mientras retozan en el redil de su felicidad cautiva y gregaria, que los pobrecitos -acostumbrados a no mirar otro horizonte que el de su propio ombligo- confunden con un prado sin vallados, se adhieren con entusiasmo y fervor a los Principios del Movimiento: la experimentación con embriones les mola mazo, la eutanasia y el aborto también, aunque a renglón seguido se proclamen denodados defensores de la naturaleza y de los derechos humanos. A saber qué entenderán por naturaleza y por derechos humanos estos catecúmenos del Nuevo Régimen: en el primer concepto imagino que no incluirán los ciclos de la vida y la muerte; del segundo, por supuesto, excluirán el derecho a nacer, que es el único que verdaderamente deberían defender sin restricciones, ya que cuando se niega los demás se convierten en meros pronunciamientos retóricos y pomposidades hueras. Pero estos jóvenes reviejos y apoltronados han hecho del retoricismo vano una forma de placidez: aunque la encuesta no registra este dato, estoy seguro de que si les hubiesen preguntado por los derechos de los animales se habrían declarado también sus paladines más encendidos. Abortar no les provoca mayor reparo que explotarse un grano; en cambio, eso de que en la perreras maten a un perrito rabioso, aunque sea con una inyección indolora, se les antoja el colmo de la felonía y la inhumanidad.

Y eso que la encuesta no les pone en el brete de pronunciarse sobre asuntos de índole política; pero, de haber sido inquiridos, se habrían mostrado igualmente satisfechos con las iniciativas del Nuevo Régimen: la paparrucha de la memoria histórica, la búsqueda de la paz (aunque sea de rodillas), el buen rollito de la alianza de civilizaciones, el potaje plurinacional. ¡Pues claro que sí, faltaría más! La encuesta podría llevar cómo título ese lema coñón y lastimado que el maestro Burgos ha adoptado como diagnóstico sarcástico de nuestro tiempo: «No Passssa Nada». Ya ves, querido Burgos, que eres una voz que clama en el desierto. Tu percepción de la realidad no conecta con la sensibilidad de las nuevas generaciones; lo cual demuestra que, amén de bajito, eres un carca gruñón y aguafiestas. Aprende de estos jóvenes, orgullo del solar hispano, que en el colmo de la presunción optimista, se atreven a asegurar «que su vida mejorará en los próximos meses». Aprende de su conformismo, de su complacencia lamerona con el que manda, de su ortodoxia pacífica y risueña, de su vocación de acatamiento y sumisión. Míralos qué lacayos y qué felices son, míralos qué muertecitos están.

Ignacio Sánchez Cámara, “La ampliación de la razón”, La Razón, 25.IX.06

La lección impartida por Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona constituye una magistral indagación sobre las relaciones entre la fe y la razón. El Papa comienza su disertación con una breve referencia a la Universidad como comunidad que trabaja bajo la común responsabilidad por el recto uso de la razón. De ella forman parte las facultades de teología que se interrogan sobre la racionalidad de la fe y profundizan en ella. El cristianismo es, desde su mismo origen, religión del logos, de la razón. Así comienza el prólogo del Evangelio de san Juan: “En el principio era el logos (la palabra o razón) y el logos era Dios”. En este sentido, Dios es la respuesta al problema radical que se habían planteado los filósofos griegos: la cuestión del principio y del sentido. Dios es la razón, el origen y el sentido. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no fue una simple casualidad. No obstante, no cabe negar la existencia de una actitud negativa hacia la filosofía y, por tanto, hacia la razón, entre algunos de los primeros escritores cristianos, actitud que culmina en el voluntarismo teológico medieval, que hace de Dios pura voluntad inescrutable para la razón humana. Pero este voluntarismo puro e impenetrable no hace más divino a Dios, sino que, por el contrario, lo aleja del hombre. El Dios verdaderamente divino se nos ha mostrado como logos, y como tal actúa lleno de amor por nosotros. Este amor racional y divino constituye el fundamento de Europa. El Papa Benedicto XVI analiza, a continuación, el proceso de deshelenización del cristianismo, en el que distingue tres etapas. La primera se da en el contexto de la reforma del siglo XVI; la segunda, en la teología racional de los siglos XIX y XX; y la tercera se está produciendo en nuestro tiempo, a la luz de la experiencia del pluralismo cultural. “Sin embargo, las decisiones fundamentales sobre las relaciones entre la fe y el uso de la razón humana son parte de la fe misma, son desarrollos consecuentes con la naturaleza misma de la fe”. La conclusión del Pontífice no consiste en repudiar la ilustración ni rechazar las convicciones de la era moderna, sino en regocijarnos en las nuevas posibilidades abiertas por ella a la humanidad y ampliar nuestro concepto de razón y su aplicación. No se trata de una propuesta premoderna, sino post o transmoderna. En este sentido, aunque por otras razones, el texto del Papa coincide con la crítica de la racionalidad tecnológica realizada por la Escuela de Frankfurt y, desde luego, con la parte mejor de la filosofía contemporánea. El error estriba en encerrar a la razón dentro de los límites de lo empíricamente verificable y de la ciencia. El uso correcto de la razón no sólo no niega la validez de las verdades de fe sino que conduce hacia ellas, aunque no pueda por sí sola fundamentarlas ni verificarlas. Kant afirmó que tuvo que limitar la razón para hacer sitio a la fe. Cabe hoy afirmar, corrigiéndolo, que hay que ampliar la razón para llegar a la fe, para permitir que ambas caminen juntas. Es esta racionalidad de la fe la que permite el diálogo entre las religiones y las culturas. Nada opuesto a la razón y al bien puede proceder de Dios. La advertencia se dirige no sólo contra las interpretaciones de las religiones no cristianas que niegan el logos, sino principalmente contra un Occidente que olvida ese logos divino y filosófico, y reduce y amputa el ámbito de la genuina razón. La polémica suscitada por una cita ajena y descontextualizada referida al Islam, y que sólo reivindica el carácter opuesto a la razón de toda pretensión de imponer la fe mediante la violencia, sólo testimonia en contra de los fanáticos, de los iletrados que ni se molestan en leer el texto ni son capaces de entenderlo, y de la cobardía de un sector, desgraciadamente amplio, de las sociedades occidentales, que parece deplorar más la palabra serena y profunda del Papa que el asesinato de una monja en Somalia y que, despreciando lo que ignora, respeta y comprende los desmanes de los bárbaros, acaso porque ellos mismos viven desde hace tiempo instalados en la barbarie. Parece evidente que, como ha afirmado el cardenal Rouco Varela, hemos asistido a una manipulación con objetivos políticos. Por lo demás, la reacción furibunda y criminal no deja de entrañar la sutil paradoja de que, para protestar contra una presunta vinculación entre el Islam y la transmisión de la fe mediante la violencia, se recurra a una especie de perfecta e involuntaria corroboración de la tesis impugnada: asesinatos, amenazas de muerte, incendios de iglesias, “día de la ira”… Cabe extraer, al menos, dos consecuencias positivas: no todo el Islam está representado por esa facción fanática; y la Unión Europea ha prestado todo su apoyo a la Santa Sede. Lo peor es que el ruido y la furia dificulten la serena lectura de un texto luminoso y profundo que reivindica a la razón como amiga y aliada de la fe.

Rafael Navarro-Valls, “El futuro de la familia”, El Mundo, 4.VII.06

Un Papa preocupado por cuál será el futuro de la familia Continuar leyendo “Rafael Navarro-Valls, “El futuro de la familia”, El Mundo, 4.VII.06″

Rafael Navarro-Valls, “El islam no está contra el Papa”, El Mundo, 22.IX.06

Acaba de concluir en Kazajastán el II Congreso de líderes de las religiones tradicionales del mundo. A la cita han asistido altos cargos de todas las grandes religiones, incluidos dos cardenales de la Iglesia católica y varios líderes musulmanes -entre estos últimos, el secretario general de la Liga Mundial de Muslim (Arabia Saudí), el gran muftí de Kazajastán, el rector de la Universidad Internacional Islámica de Pakistán y el ministro de Asuntos Religiosos de Egipto-. Como conclusiones de la Declaración Final que fue aprobada por el conjunto de participantes destacan las que apoyan el diálogo interreligioso e intercultural, el esfuerzo colectivo por una cultura de la paz y la utilización de la autoridad espiritual de los líderes para rechazar toda violencia y terrorismo.

El discurso que el Papa pronunció recientemente en el paraninfo de la Universidad de Ratisbona -y que ha despertado tan grande polémica- se movía en esos parámetros. ¿Dónde está, pues, el problema? Es decir, ¿cuál es la causa de esa marejada levantada en algunas zonas islámicas? Los que trabajamos habitualmente en medios académicos sabemos que un texto, sacado de su contexto, pronto se convierte en pretexto. Pretexto para laminar al adversario científico, político o teológico. Descalificar un mensaje haciendo una relectura inexacta supone una falta de fidelidad a las fuentes, lo que produce -los universitarios lo sabemos bien- un caos dialéctico cuando se introduce un elemento ideológico extraño.

Como ha dicho Umberto Eco refiriéndose al incidente de Ratisbona, un pequeño episodio es deformado «para desencadenar movimientos de protesta por los radicales de turno». Según el propio Eco, «habría podido el Pontífice enunciar el teorema de Pitágoras y hubieran sido capaces de demostrar que era un ataque racista». De ahí la insistencia de la Santa Sede -de su portavoz, del Secretario de Estado y del propio Papa- en recomendar «una lectura atenta de todo el discuso pontificio». Y de ahí también que la Comisión Europea haya manifestado que hay que tener en cuenta el discurso del Papa «en su conjunto» y no reaccionar a «frases fuera de contexto y menos aún a frases sacadas deliberadamente de contexto». Las recientes intervenciones del presidente iraní y de Rodríguez Zapatero haciendo una llamada al diálogo inciden positivamente en un panorama en que los radicales comienzan a ser desplazados.

Es sintomático que los académicos de origen musulmán presentes en el paraninfo de Ratisbona no encontraran nada especialmente estridente en el discurso de Benedicto XVI. Sin embargo, la primera televisión que dio noticia de la famosa cita del Papa en esa universidad fue Al Jazira. (En ámbitos en los que suele leerse poco, esta cadena qatarí -de gran difusión en todos los países islámicos- llena el vacío.) Pero no hubo una exégesis, una aclaración del contexto, una citación completa. Esta falta de ética periodística rebotó a Occidente, a través de la BBC, y con la actual sensibilidad hacia el islam los ecos se amplificaron. Se abrió paso la idea de la existencia de una acerba confrontación. Es sorprendente que las manifestaciones comenzaran incluso antes de que el discurso fuera traducido a un idioma comprensible por las personas que salieron de manifestación.

Vistas las cosas con más calma, la realidad es que no son estrictamente correctos titulares de prensa como éste: «El islam contra el Papa». Todas las Televisiones del mundo han buscado -en vano- imágenes de grandes masas islámicas en marchas contra el Papa. Pero, ¿qué han podido reflejar? Dos docenas de manifestantes en Estambul; una manifestación ordenada y silenciosa en Teherán; poca cosa en Indonesia, primer país del mundo en demografía musulmana… No ha habido ninguna manifestación en Sudán -país duro del islam-. Tampoco en Senegal, con mayoría islámica, ni en Nigeria -con una región integrista como Kaduna-. Nada en Malasia. Dos botellas de gasolina contra los muros exteriores de dos iglesias cristianas no católicas en Palestina. Ciertamente, ha sido asesinada una religiosa con su guardaespaldas, pero eso es más bien un acto del radicalismo yidahista que algo conectado con el sentir popular. Aunque éste puede encenderse en el futuro, desde luego, si se le manipula adecuadamente.

En cuanto a las manifestaciones verbales, las más llamativas han sido las del presidente Erdogan en Turquía, el rey Mohamed VI en Marruecos, el ministro de Exteriores de Pakistán y algún otro dirigente político. Según los analistas, se trata de líderes con problemas internos que han aprovechado para intentar incorporar o recuperar a sus posiciones movimientos integristas nacionales. Lo mismo se puede decir de algunos líderes religiosos musulmanes: daba la impresión de que competían por el liderazgo en una religión sin clara jerarquía.

En contraste, el gran muftí de Damasco, Ahmad Al-Din Hasoun, ha manifestado noblemente: «Después de lo que el Papa dijo el domingo pasado en el Angelus, no necesito otra clarificación. Lo que es necesario es hablar para evitar que los extremistas aticen el odio. He leído la totalidad de su discurso y no he encontrado la voluntad de levantar el odio religioso». Igualmente, el gran imán de al Azhar, el jeque Mohamed Sayed Tantaui, acaba de hacer un llamamiento a favor del diálogo y en contra de los conflictos. Estas intervenciones avalan la tesis de que no es el islam quien se opone al Papa sino sólo los extremistas, que son un peligro también -y quizás, sobre todo- contra el islam mismo.

Dejando al margen el incidente de Ratisbona, ¿qué hay en el fondo de estas incomprensiones? Probablemente más que una confrontación de culturas, como diría Hutchison, lo que existe es un choque de epistelmologías. Es decir, del modo de concebir el propio sentido de la razón. En Occidente se cree -y esto se debe a sus raíces cristianas- que la razón puede plantear cualquier cuestión, también de exégesis histórica. La teología cristiana -tanto la católica como la protestante- hace radicar su fuerza en el juego combinado de fe y razón. Ésta puede responder a preguntas sobre Dios en su relación con los hombres. La parte más integrista del islam -no la moderada- renuncia (cuando no prohibe) a plantearse cuestiones que tengan que ver con la literalidad del Corán o con el Profeta. La simple mención de esos temas en una cita académica -aunque sea para argumentar en contra- se transmuta en una ofensa o en una blasfemia. De ahí el malentendido con el discurso del Papa.

Quedaría un último punto para la reflexión: ¿cuál es en realidad el pensamiento de Benedicto XVI sobre el islam y su relación con el cristianismo? Sobre eso sí que no hay ninguna duda: basta leer cuanto ha escrito en los últimos 30 años el cardenal Josef Ratzinger para obtener una respuesta. Naturalmente, el estudioso, el periodista o el teólogo pueden renunciar a la lectura de esas páginas. Pero en este caso, se pierde la autoridad para entrar en el debate de estos días.

Julio de la Vega-Hazas, “Información y Educación”, Arvo, XII.03

El asunto ya se planteó hace muchos siglos. En la antigua Grecia, Platón fue el primer filósofo que elaboró una teoría ética, con una idea central: la verdadera sabiduría, cuando se adquiere, propicia el buen obrar. Según esta manera de ver las cosas, la mala conducta se debía en último extremo a que la razón se engañaba al perseguir bienes aparentes, de forma que el conocimiento de los verdaderos bienes enderezaría cualquier mal obrar. La filosofía -literalmente, el amor a la sabiduría- se convertía en el garante de la moral. La educación moral se reducía a la enseñanza del bien.

Pronto fue contestado. Lo hizo su propio discípulo, Aristóteles, esgrimiendo un arma fácil de encontrar: la evidencia. Aristóteles constataba que sin duda la ignorancia es un obstáculo de primer orden para el buen obrar, pero a la vez se podían observar claras inmoralidades cometidas por personas conscientes de que obraban mal, y personas con una óptima formación, también en lo concerniente a la moral. De ahí que no bastara con la razón, y había que recurrir a un segundo factor: la voluntad. El buen obrar se conseguía con esfuerzo; era necesario el hábito conseguido por el arduo camino de la repetición de actos hasta reforzar la voluntad y acostumbrar a las pasiones y sentimientos a obedecerla: la virtud moral. La conclusión es que, a diferencia de Platón, para educar moralmente no basta la enseñanza del bien: hay que formar también la voluntad, lo que resulta más arduo que lo anterior.

No puede dudarse de la sinceridad y la buena intención de Platón. Pero, a la vez, tenía razón el renacentista Rafael cuando, al pintar su célebre cuadro que representaba la sabiduría antigua, situaba en el centro a un Platón apuntando hacia arriba junto a un Aristóteles señalando hacia el suelo. Era una manera de decir que el primero vivía un poco en las nubes, mientras el segundo pisaba terreno firme. No se debe negar mérito a la obra de Platón, pero su propia vida demostró que era un tanto ingenuo. En todo, caso, su visión ética en este aspecto quedó confinada a la vitrina de las antigüedades valiosas pero inútiles durante muchos siglos. Hasta hoy.

«Educadores» o «enseñantes» En nuestra actual sociedad se puede observar una progresiva tendencia a identificar «educar» con «enseñar». Hace unos años, incluso, se intentó -por fortuna, sin éxito de momento- sustituir de la terminología legal la palabra “educador” por “enseñante”. Pero, sea cual sea el vocablo, lo cierto es que el fenómeno se va consolidando. Lo más llamativo, por el objeto tratado, es la educación sexual. Aquí, un afán de información como único contenido se puede transformar fácilmente en una exhibición pornográfica. Pero, aunque no se quiera llegar a ese extremo, para quien quiera verlo es bastante obvio que los resultados de informar sin pretender educar la voluntad en este terreno son desastrosos: con una voluntad debilitada, no es la razón sino los impulsos irracionales los que se adueñan de la persona -especialmente en esa persona todavía sin consolidar que es el adolescente-, de forma que la información, en vez de servir como elemento de juicio, acaba sirviendo sólo para alimentar el instinto.

De todas formas, e independientemente del valor que le puedan dar a la sexualidad los promotores de ese tipo de “educación”, el fenómeno está generalizado. Cuando se detecta algún tipo de realidad alarmante en la juventud, sean drogas, alcohol, o incluso el llamado “fracaso escolar”, la reacción de las autoridades no suele ser la de abordar el problema en sus raíces, sino más bien la de desencadenar una campaña informativa. Pongamos como ejemplo la droga. Indudablemente, la información ayuda. Pero se demuestra bastante ineficaz frente a ciertos ambientes y amistades: casi todos los que se “enganchan” confiesan que se vieron empujados por la conducta del grupo en que se integraban. Para evitarlo, las medidas lógicas son cuidar las amistades y los lugares que se frecuentan. En la práctica, esto significa una vida más ordenada, recortando la vida nocturna y juntándose con amistades más responsables. Esto supone un esfuerzo, porque suele contradecir las apetencias, y hace por tanto necesario un apoyo que inculque unos valores -que permitan al joven comprender que vale la pena el esfuerzo- y ayude a tener un dominio de sí mismo que necesariamente conlleva un esfuerzo sostenido. En resumen, que se hace necesaria una educación. ¿Quién puede llevarla a cabo? Se pueden movilizar al efecto varias instancias, pero una de ellas es central, de forma que sin ella raramente fructifican los trabajos de las demás: la familia. Pero resulta que la familia no está en sus mejores tiempos: acusa una creciente inestabilidad, y las condiciones de vida actuales -unidas a la carencia de una adecuada política familiar- dificultan a los padres atender convenientemente a los hijos. Así, se llega pronto a una conclusión elemental, a la que puede llegarse con sólo un poco de sentido común: que cualquier remedio tiene necesariamente que fundarse en un refuerzo de los vínculos familiares y un estímulo a las familias para una correcta educación de los hijos.

Violencia doméstica y droga Pero ésa es precisamente la solución que nunca aparece. Ni siquiera ante problemas como el de la violencia doméstica, tan directamente vinculado con la institución familiar. Bastaría que aparecieran dos encuestas para abrir los ojos: la relación entre casos de violencia y la estabilidad -o sea, el porcentaje de casos en matrimonios y en parejas de hecho-; y, en casos de matrimonio, la proporción de casos de violencia cuyo detonante es la ruptura del mismo -o sea, el anuncio del abandono del hogar por una de las partes-. Pero nadie aparece muy interesado en publicar ese tipo de estudios, que señalarían por dónde tendría que ir una solución preventiva en vez de centrarse en castigar los hechos consumados. También aquí se quiere buscar la solución en una campaña informativa, que recuerda el mal de la violencia e intenta asustar recordando el castigo que el sistema legal depara al infractor.

Con todo, a primera vista puede parecer que esas campañas informativas por sí solas deben tener efectos significativos, pues a fin de cuentas es publicidad, y la publicidad consigue sus objetivos, al menos cuando está inteligentemente planteada. Si un buen anuncio de coches consigue aumentar sus ventas, ¿por qué un buen anuncio contra la droga no puede producir una significativa reducción de su consumo? Antes que nada, hay que constatar el hecho: no lo consigue. No deja de ser significativo que el balance de la última campaña anti-tabaco con visibles anuncios en las cajetillas, dé como resultado una insignificante variación en las ventas de tabaco, mientras que ha disparado las ventas de envoltorios para cajetillas. Dar una explicación es un poco más complejo que constatar los resultados. Pero pueden señalarse dos diferencias fundamentales con la publicidad comercial habitual.

La primera es que no es lo mismo una campaña a favor de algo que una campaña en contra de algo. Adquirir algo puede tener en sí mismo un atractivo, pero dejar algo no suele tenerlo. Está bastante comprobado, por ejemplo, que una campaña electoral centrada en descalificar al adversario en vez de promocionar el propio partido, fracasa siempre -salvo que ya preexistiera una fuerte indignación popular en contra del rival-, aunque en un primer momento la impresión sea la contraria. Los publicistas profesionales saben esto, e intentan “vender” una campaña dirigida contra algo convirtiéndola en una campaña a favor de algo que pueda ser atractivo. Pero resulta que esos mensajes suelen ser un tanto indeterminados o ambiguos. Siguiendo con el ejemplo anterior -el de la droga-, “engánchate a la vida” puede ser un slogan logrado, pero cada quien lo interpreta a su modo, y bien podría figurar en la puerta de una discoteca animando a entrar. Y más cuando se acompaña de unas imágenes de unos jóvenes en una actitud que los destinatarios del mensaje asocian fácilmente a la que tienen cuando se “animan” con un par de copas y quizás una pastilla. Todo esto significa que el mensaje positivo sólo puede consistir, si de verdad se quiere que penetre, en valores morales, y esto es algo que sólo en algunos aspectos se quiere hacer.

La segunda razón está emparentada con la primera. Consiste en que, por lo general, los anuncios encauzan una cierta apetencia o deseo preexistente hacia un producto concreto. Cuando eso no es tan claro, la publicidad intenta soslayar la parte ardua; así, por ejemplo, se anuncian cursos de idiomas en los que se aprende “sin esfuerzo” o “sin estudiar”, lo cual, así expresado, es un timo. Pero esto no sucede con un anuncio que invita a un no hacer, en donde la apetencia más bien conduce a lo opuesto de lo anunciado. Naturalmente, se puede anunciar cosas poco apetecibles, apelando a sentimientos o valores. Pero en ese caso estos últimos deben estar en las personas previamente, pues el anuncio por sí sólo no los suele suscitar. Pensar que la publicidad o la propaganda son todopoderosas si son bien manejadas es uno de tantos tópicos falsos en circulación.

¿Por qué la confianza en las campañas informativas? ¿Por qué, entonces, ante unos resultados tan limitados, esa confianza en las campañas informativas? Pues, básicamente, porque reduciendo educación a información se elude lo arduo. Por querer evitarlo, más que por fe en el progreso, nos hemos forjado la ilusión de que siempre se podrá encontrar una solución técnica para cualquier problema, con una ingeniería que permite evitar el esfuerzo. Y por eso, consciente o inconscientemente -de todo hay- se quita de la escena todo lo que no encaja en ese cuadro, por más que la realidad misma sea terca y se empeñe una y otra vez en poner de manifiesto que las cosas no son como se sueñan. O, por decirlo más concretamente, que todo lo que es humanamente valioso se consigue con esfuerzo sostenido; o sea, con la virtud. Hay por tanto una resistencia a aceptar la naturaleza misma de la persona y de la familia. Sobre esta última, esa tozuda realidad que no se somete al diseño señala que los sucedáneos de la familia no funcionan bien, y que para cumplir con su misión hay que entregarse a la ingrata tarea de educar a los hijos, en la que tiene un papel preponderante la formación de la voluntad. Guste o no, esto es lo que da resultados positivos.

La antropología cristiana confirma este diagnóstico. Evidentemente, no dice nada sobre campañas informativas, pero el Catecismo de la Iglesia Católica, hablando del pecado, alerta en el nº 387 sobre “la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.”. Para el tema aquí tratado, podemos fijarnos en el término “únicamente”. Por supuesto que hay errores e ignorancias. Pero no se pueden explicar satisfactoriamente los vicios sociales con sólo esas categorías. Y, correlativamente, por supuesto que una campaña informativa puede ayudar, pero si sólo se cuenta con ella tampoco el resultado es satisfactorio. Se responde con información donde lo que hacía falta era educación.

la cuestión problemática no está en aceptar la utilidad de la información para lograr una buena conducta. Está en considerar si con eso basta.

Enrique Monasterio, “El ombligo congelado y el Estado nodriza”, MC

Eran las 10 de la mañana y hacía un frío antártico en Madrid. Los termómetros habían comenzado su lenta remontada diurna, pero aún seguían bajo cero. Al abrir la puerta de la Capellanía, la pareja de pingüinos que anida bajo el escritorio salió huyendo hacia el pasillo. Encendí el aire caliente y me dispuse a colgar el abrigo en el perchero. En ese preciso momento oí una voz femenina: —Oye, ¿sabes si hay clase de Civil? Al capellán, ya se sabe, se le puede preguntar cualquier cosa por muy exótica que parezca.

Volví la cabeza, y no pude reprimir un escalofrío. Y es que, entre el jersey de cachemir azul y el pantalón vaquero de aquella chica, quedaba al descubierto un generoso espacio de epidermis congelada con el ombligo en el centro ensartado en un pendiente de plata.

Traté de responder que no sabía nada de las clases, pero la exhibición umbilical a semejante temperatura me heló momentáneamente la laringe. Al fin pregunté: —¿No tienes frío? —Bueno, sí. Normal… Empezaba bien la mañana. Fui a ver a Kloster: —No te preocupes –me dijo–, pronto prohibirán estas cosas.

—¿Prohibir…? Mi amigo estaba fumándose un puro en su despacho con gesto huraño.

—Mira, chico, es tal la fiebre prohibicionista que padecen los gobiernos en Occidente, que a este paso, acabarán multando también a quienes expongan su pellejo a las heladas invernales.

—A ti lo que te molesta es que no te dejen fumar en el pasillo.

—Lo que de verdad me preocupa, amigo mío, es la irrupción del Estado-Nodriza, última etapa evolutiva de eso que llamábamos Estado del Bienestar.

Cuando Kloster se saca de la manga una teoría, venga o no a cuento, lo mejor es dejarle hablar.

—El Estado del bienestar nos ofreció gratuitamente los servicios sanitarios básicos: médicos y medicinas, quirófanos e intervenciones quirúrgicas. Y estábamos todos tan contentos sin comprender que nuestras benéficas autoridades, además de procurarse un aumento de sus ingresos a base de impuestos, tratarían por todos los medios de gastar menos, protegiéndonos, como una madre posesiva y un poco cargante, contra nuestra nefasta manía de hacer lo que nos dé la gana.

—O sea, que, “niños, abrigaos bien, no me vayáis a coger un resfriado; y nada de fumar, que daña vuestros pulmones y luego nos sale carísimo; el móvil, apagado y el cinturón de seguridad bien ajustadito a vuestro frágil esqueleto. Os quitaremos los anuncios en las carreteras y autopistas para que no os distraigáis leyendo la publicidad de Ulloa Óptico y os rompáis la calavera contra un poste. Conformaos con mirar el toro de Osborne, pero sin texto explicativo. Y por supuesto, si salís del automóvil, hacedlo con chaleco antibalas homologado, y siempre con el maletero abarrotado de trastos: cadenas para la nieve, lámparas de repuesto, triángulos señalizadores y algunas otros artilugios que ya se nos irán ocurriendo”.

La fiebre reglamentista del Estado Nodriza va a más y no se vislumbra el final. En un par de años será obligatorio llevar suela de goma los días de lluvia con el dibujo bien marcado para no resbalar en las curvas. Y cuando salga el sol, sombrero homologado por el Ministerio de sanidad, para protegernos de los rayos ultravioletas… Lo dicho: no te preocupes. Las ostensiones umbilicales, con o sin piercings, estarán prohibidas en invierno.

Aquí hizo una pausa mi amigo y, por una vez, me permití discrepar: —Te equivocas, amigo Kloster. Esto no hay quien lo prohíba, porque no se trata de una moda sino de un hecho cultural de primera magnitud. En todas las épocas las mujeres han tratado de realzar lo más significativo de su personalidad: los ojos, el perfil del rostro, los labios, la sonrisa… Ahora hemos entrado en una nueva era autocomplaciente, ególatra y narcisista en la que lo importante ya no es amar entregándose, sino sentirse bien con el propio cuerpo. En una época así, ¿dónde crees que se sitúa el centro de gravedad? —¿En el ombligo? —Por supuesto.

Enrique Monasterio, “El sapo de Isabel”

No se llama Isabel la protagonista de esta anécdota, pero ella me ha pedido que la cuente con todo detalle.

Cuando llegó al colegio hace qué sé yo cuántos años, acababa de cumplir los trece y padecía un pavo en fase aguda. Larguirucha, con cinco o seis arandelas en cada oreja y cara de pasota, pronto descubrió que, en este cole, las profesoras y el capellán le hacían caso. Y tanto le gustó la novedad, que se convirtió en mi sombra, una sombra grata casi siempre y un poco pesada a veces.

La adolescencia es imprevisible y variada. Hay adolescentes eufóricos y depresivos, melancólicos y cínicos, tímidos y bocazas… A veces en un mismo chico o chica se dan características contradictorias; pero coinciden siempre en su inmensa desmesura. El pavo de Isabel, fue lánguido, pegajoso, cansino, de brazos caídos y pies de plomo, de largos silencios y mirada triste de cachorro desamparado.

No soy capaz de recordar qué enormes problemas le impulsaban a verme cada tres días. Muy graves no eran, ya que alguna vez la devolví a clase con cierta brusquedad.

—¡Qué fuerrrte…! –me reprochó un día haciendo tremolar la erre– Allá usted con su conciencia si no quiere hablar conmigo.

Pasaron los meses, terminó el curso, se fue a la Sierra, y de vuelta en septiembre, como tardaba en venir a saludarme, tomé yo la iniciativa.

—¿Qué tal, Isabel? ¿Cómo ha ido el verano! —Normal.

El tono, el gesto y la mirada eran secos y provocadores.

—¿Te ocurre algo? —Que paso de colegios, de misas y de curas: son unos comecocos. Y no pienso recibir la Confirmación… Demasiados mensajes para una sola frase. Este tipo de afirmaciones, a los 14 años, deben traducirse por “hoy tengo mal día. Mañana hablaremos”. Dos semanas más tarde, sin embargo, perseveraba en su actitud, y yo acudí a una de sus amigas: —A Isabel lo que le pasa es que es tonta. Yo creo que tiene un sapo… Ya lo soltará.

Sí, claro, el famoso sapo; eso debía de ser.

Dicen los expertos que, a los 14 años, la sinceridad cuesta más que en otras edades; pero los expertos, como casi siempre, se equivocan. La sinceridad es tan difícil a los 14 como a los 50. Lo que ocurre es que en cada etapa de la vida las razones que uno se da para tragarse el sapo son diferentes. A los 14 años, por regla general, se miente peor que a los 50, ya que la hipocresía requiere mucha práctica. De ahí que el sapo de una adolescente sea sencillo de diagnosticar.

Pero Isabel seguía hermética como una ostra. Sus labios se habían convertido en una línea recta y dura, sellados a cualquier intento de comunicación civilizada.

Hasta que una tarde… Venía hacia mí por la calle, acompañada por un chaval de unos quince años, alto y flaco, con ese aspecto de recién desenrollados que tienen algunos adolescentes. Ella hablaba y hablaba sin dejar de mirarlo. No me vio hasta que casi nos tropezamos en un semáforo.

—Ah, hola… Isabel reaccionó con insólita cortesía: —Le presento a Borja…, un amigo.

El chico me miró confuso. Le estreché la mano y me dirigí a Isabel: —Oye, ¿sabes que tienes muy buen gusto? Se puso roja, se le escapó una carcajada, y, oh, sorpresa, exhibió en los dientes un aparato metálico más espectacular que las arandelas de sus orejas. Trató de taparse la boca, pero ya era tarde… Al día siguiente, me explicó lo que yo ya sabía: que ése era su sapo. Que le daba cosa que la viera así; pero que seguiría siendo mi amiga y, por supuesto, recibiría la Confirmación. Yo le conté entonces lo que ahora me sirve como moraleja de este artículo.

Abrir el alma en la dirección espiritual se hace duro cuando hemos cometido uno de esos errores que humillan no por su importancia, sino porque afectan al centro de nuestra intimidad, al concepto que uno tiene de sí mismo o a la imagen que le gustaría proyectar al exterior. Así se forma el famoso sapo, que al enquistarse, produce un atasco en la conciencia y afecta a toda la vida moral.

Cuando, al fin, uno quita el tapón, vence al demonio mudo y achica sus miserias en el desaguadero de la Penitencia, el confesor apenas se fija en esos pecados, tan vulgares por otra parte. Lo que le conmueve de verdad son las virtudes que el penitente muestra sin querer. Y el sapo, cuando sale de su guarida, acaba por ser tan terrible como el de Isabel.

Lo que ella no sospechará jamás es que aquel día, roja como el semáforo donde nos encontramos y con la risa acorazada, estaba más guapa que nunca.

* Sapo: “algo malo que uno ha hecho, que se te queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores” (Definición de Elena, alumna de 6º de Primaria).

Enrique Monasterio, “Estrenar un cuaderno”

Ahora que empieza el curso, me viene a la pluma lo que decía Heráclito: que nadie se baña dos veces en el mismo río. El río en este caso se llama Aldeafuente y es mi Colegio: el mismo -siempre cambiante- de los últimos quince años. Tanto tiempo llevo ya aprendiendo a ser capellán.

Volveré a clase y las alumnas que encuentre se parecerán poco a las que se fueron de vacaciones en junio. Me pregunto si las de 2º de eso, que me demostraban un singular apego, seguirán siendo encantadoras o habrán adoptado ya el aire displicente y perdonavidas que preludia la llegada de la edad del pavo.

¿Y las de 1º de BUP, que parecían eternamente agotadas, con la barbilla pegada en el pupitre y los párpados a media asta?, ¿habrán recuperado la normalidad? No parece fácil: la adolescencia no se cura con sol de playa y bronceador.

¿Y las pequeñas? Para ellas cada curso es una eternidad, y las vacaciones, una especie de quitamanchas, que elimina, sin dejar rastro, los recuerdos desagradables del año anterior.

A mí, sin embargo, lo ocurrido en los últimos diez o quince años se me amontona y confunde en la memoria sin orden ni concierto. No distingo los cursos ni las promociones: los adultos somos como rocas siempre idénticas a sí mismas -si acaso algo más erosionadas cada día- en medio de la corriente de un río que se renueva implacable.

El colegio que encuentre a mi regreso habrá mejorado un poco: siempre mejoramos, gracias a Dios. Habrá ordenadores más potentes; las niñas estrenarán libros llenos de colorido, que -me temo- habrán subido de precio. Los bolis y los rotuladores cumplirán su cometido sin fallos ni intermitencias. Y los cuadernos aún no tendrán churretes.

¿No es fascinante ese breve rito anual de inaugurar un cuaderno recién comprado? Uno se frota las manos en el jersey para no mancharlo, y muy despacio, con especial mimo, ceremoniosamente, escribe su nombre y apellido en las tapas. Es un gesto viejo y lleno de sentido. Cuando veo con qué pausa y primor dejan su firma las alumnas, pienso que se están diciendo a sí mismas: “este año será diferente”. Será un año sin borrones ni tachaduras.

Y sin embargo estoy casi seguro de que dentro de pocos días el bolígrafo de Maica depositará un borrón azul en la primera hoja; María tachará con furia un error del que no conviene dejar la menor huella; y Pilar llenará su cuaderno de corazones -dibujados sin darse cuenta en un ataque de languidez-, o escribirá declaraciones de amor en inglés dirigidas a un tal Nacho.

¡Maldita experiencia de adulto, que siempre nos lleva a profetizar catástrofes! ¿Y si ocurriera lo contrario; si las tres consiguieran mantener limpios sus cuadernos? ¿Por qué no puede ser éste el curso en que Rocío demuestre lo que vale, el año del milagro que se propone lograr Elena cada septiembre? Hace algunos septiembres, Mercedes -que por entonces estaba en BUP- me contaba, llena de pasión, sus ambiciosos planes, las metas que iba a conseguir y de las que estaba supersegura.

-Se lo prometo -repetía una y otra vez-. Ya verá cómo cambio este curso…

Ella no se acordará, pero aquel día confundí la prudencia con la cautela o con el cinismo. Tendría que haberme solidarizado con su entusiasmo, para luego, en todo caso, matizarlo un poco. Sin embargo solté esa frase tópica de adulto resabiado: -Mira, Mercedes, no te hagas ilusiones…

¡Naturalmente que hay que hacerse ilusiones! ¿En qué estaría yo pensando? También los mayores deberíamos ser capaces de estrenar un cuaderno nuevo cada año, cada mes o cada día con la fe y con la amnesia envidiable de los niños. Lo que nos frena es la experiencia. Mejor dicho, las tristes experiencias de los viejos fracasos, que nos van cargando de tristeza la mochila y, si uno se descuida, acaban por aplastarnos o por inhabilitarnos para cualquier tarea original o creadora.

Pero la experiencia no debe ser un lastre, sino un motor. No un freno, sino un estímulo para recomenzar la pelea con más ímpetu y sabiduría. Hablo, por supuesto de todos los campos de la vida; pero especialmente del terreno espiritual, de la perenne batalla que hemos de sostener por ser santos y en la que siempre hay que estar recomenzando. Nuestro cuaderno será nuevo cada mañana si nos dejamos querer y limpiar por Dios.

Escribamos nuestro nombre y apellido en las tapas, que los borrones ya no están, y el día que hoy empieza es otra vez el primero.

Y a quien le venga la tentación de apelar a la experiencia como coartada para pactar con la mediocridad, puedo contarle lo que me dijo Heinz Kloster el día de su noventa cumpleaños: -Mira, hijo mío, la experiencia demuestra que no conviene fiarse de la experiencia. Al fin y al cabo, cuando uno tiene experiencia de verdad, ya no es capaz de recordar ni la experiencia que tiene.

Enrique Monasterio, “La fachada”

Los diez o doce lectores que aún me quedan quizá recuerden que el mes pasado comencé a escribir una moderada defensa de la “buena pinta”, es decir, de la fachada con que nos presentamos ante los demás. Todo vino a propósito de un chaval a quien cambié de nombre pero no de atuendo, que se presentó en mi despacho de la capellanía vestido de mendigo o de prisionero en Auschwitz. y salió camino de su casa a bordo de un imponente automóvil azul metalizado.

Ya me temía yo que estaba metiéndome en un peligroso jardín, sobre todo cuando hablé de “feísmo” y descalifiqué la moda del pantalón corto y las chancletas.

-Ni feísmo ni “guapismo” -me increpó Luis-. Lo que a usted le parece feo a mí me mola. Y sobre gustos no hay nada escrito.

-Te equivocas, amigo. Sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Y no todo es subjetivo si hablamos de belleza o fealdad. Lo que pasa, en mi opinión, es que la sociedad se nos ha vuelto del revés, y, en cuestiones de fachada, es decir, de indumentaria, de lenguaje, de trato social etc., los valores de la elegancia y la pulcritud han dejado su puesto a otros más mezquinos.

A ver si soy capaz de explicarme recurriendo a la historia.

Hace cincuenta años el nivel económico del personal se notaba al primer golpe de vista, de nariz y de oído: los pobres vestían de pobre, olían a pobre y hablaban como pobres. Los ricos, por el contrario, vestían de rico, es decir, con ropa de confección, zapatos importados y corbatas de seda. También olían a rico, y su lenguaje almidonado estaba en consonancia con la blancura de sus puñetas y el brillo de sus gemelos de oro.

Todo eso, gracias a Dios, desapareció hace varias décadas. El desarrollo económico y El Corte Inglés hicieron su benéfica tarea homogeneizadora, y el buen gusto dejó de ser patrimonio de los más privilegiados. Ya no era preciso tener una cuenta corriente poco corriente para vestir razonablemente bien.

Pero el vestido, más que para abrigarse, sirve para distinguirse, y como en cuestiones de estética las clases sociales se habían equiparado, los fabricantes de ropa y sus cómplices los clientes, dejaron a un lado la belleza y todas esas monsergas y cambiaron de estrategia. La elegancia ya no dependería del buen gusto del atuendo, sino del precio. Y el precio se reflejaría en una etiqueta, que no se ocultaba, sino todo lo contrario: aparecía bien visible, con logotipo incluido, como un anuncio gratuito de la marca en cuestión y un modo de prestigiar al comprador, con tal de que éste se lo creyera.

Qué éxito, chico. “Vestir de etiqueta” ya no significaba disfrazarse de pingüino, sino llevar el dibujo más prestigioso en el bolsillo trasero del pantalón. Equivalía, para entendernos, a enseñar la factura. Y eso que el famoso cocodrilo de Lacoste se vendía en el Metro de Madrid y te lo cosían en la prenda que eligieras sin aumento de precio.

El siguiente paso fue precisamente el culto de lo feo, de lo cutre, incluso de lo sucio. Eso sí, con etiqueta. Unos buenos tejanos descoloridos y desgarrados, unos zapatos de doscientos euros sin calcetines ni betún, una camisa sudadita y una barba de tres días visten cantidad a bordo de un Ferrari.

La pregunta es: Todo esto, ¿tiene algún significado, o nos hemos vuelto cretinos? No. La fachada que presentamos nunca es casual. En el fondo, toda fachada es un lenguaje, un modo de comunicar a los demás lo que uno piensa de sí mismo y del vecino que tiene enfrente. -Ya. O sea que el hortera adinerado que exhibe su roña… -El hortera en cuestión, probablemente no sea consciente de lo que hace, pero, en el fondo, está diciendo a su vecino que no le merece el menor respeto, que, para él, es irrelevante la sensibilidad ajena.

-Soy rico, muchacho -nos comunica-. Mi dignidad está en mi cartera. Valgo lo que tengo y ni un euro más… Soy sólo un tipo mugriento vestido de etiqueta.

Enrique Monasterio, “En un hospital de Madrid”

Tengo en el disco duro del portátil una carpeta que llamo “congelador”. Allí voy guardando desde hace años anécdotas verídicas, notas de prensa, sucesos más o menos relevantes, frases oídas al pasar y docenas de ocurrencias personales, con la esperanza de que, descongeladas y bien aderezadas, sirvan de algo en el futuro.

Pocas veces hasta ahora he recurrido al congelador; pero hoy, al enfrentarme con el artículo de mayo, he abierto esa carpeta en busca de alguna vieja anécdota. He aquí una que casi había olvidado.

En marzo de 1996 fui a un gran hospital de Madrid para visitar a un amigo al que iban a operar del corazón. Estuve unos minutos con él, y al salir -¡qué importante es vestir “de uniforme” en estos casos!- fui abordado por una señora mayor. Me dijo que su marido iba a entrar en el quirófano, y quería hablar antes con un sacerdote.

-Tenga en cuenta, padre, que tiene la cabeza un poco perdida…

Al cabo de diez años me resulta imposible recordar el rostro del enfermo. Tampoco anoté su nombre, creo que era Juan, pero no he olvidado su mirada entre tímida e irónica ni su piel reseca y traslúcida, como un envoltorio de papel arrugado, demasiado grande para tan poca carne.

Después de confesarse, me sujetó la mano con inopinada energía. Tenía el pulso acelerado y caliente. No quería que me marchara. Tampoco que llamase a su mujer.

Empezó a hablar despacio, buscando con esfuerzo el vocablo preciso y repitiéndolo cuando al fin lo encontraba, como para tatuárselo en la memoria. Me dijo que era navarro y que había trabajado como médico en un gran pueblo de La Mancha. Sus restantes palabras, tal como las apunté entonces en el congelador, son éstas: -“Todos los moribundos piensan en sus madres. Yo lo he visto muchas veces en los hospitales. Y ahora me estoy muriendo yo. Esta operación servirá sólo para la prórroga y para que tengan tiempo de ir grabando el epitafio. A lo mejor ni eso.

“Quiero mucho a mi mujer. Hemos estado juntos casi sesenta años, y sin ella no sabría dónde he puesto las gafas. Ya comprendo que es una pobre declaración de amor… De mi madre no tengo memoria. Murió cuando yo era muy chico. Sólo conservo una foto que no me dice nada. Está amarilla y fría como un cadáver.

“Le cuento esto porque no tiene lógica que todos los días sueñe con ella. Y cuando estoy despierto, a veces la sigo viendo. Si se lo explico a mi hijo, que también es médico, me dirá que ando mal de la cabeza y que hay que ajustar el litio. Este chico todo lo resuelve a base de litio. Pero el caso es que la veo, y, aunque no se parece en nada a la fotografía, sé que es mi madre porque ella me lo dice. Pero como es muy joven y sonríe, me estaba preguntando si no será la Virgen. ¿Qué piensa usted, padre?” No anoté mi respuesta, pero sí que hablamos casi una hora más. A Juan, en efecto, se le iba un poco la cabeza, pero era hombre reciamente cristiano que hablaba de la Virgen, de su mujer, de Dios, de las gafas, del santo patrón del pueblo y de las pastillas que debe tomar cada seis horas, sin salir de la misma oración subordinada. Todo era igualmente real y cercano.

Rezamos juntos un misterio del Rosario. Le hice notar que, en el avemaria, acudimos a nuestra Madre para que nos proteja en los dos únicos momentos importantes de la vida: ahora y la hora de la muerte. Al fin y al cabo, el pasado ya no existe y del futuro ni siquiera sabemos si llegará. El “ahora” es lo importante…

-…y la muerte.

-Sí. Cuando esos dos momentos coincidan, ¿qué madre no saldría al encuentro de su hijo? San Alfonso María de Ligorio escribió en el siglo XVIII un librito titulado Las glorias de María en el que recoge docenas de tradiciones y leyendas marianas, a cual más ingenua y milagrosa.

La mía es menos pintoresca, pero tal vez sirva para este mes de mayo que dedicamos a la Señora.

Y conste que, en mi opinión, el problema del litio es irrelevante en esta historia.