José Luis Martín Descalzo, “Curas felices”

La semana pasada me ha ocurrido algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre. Lo decía con la misma naturalidad con que pude escribir que me gusta la música o que prefiero el sol a la tormenta.

Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tenga mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, estupefacto, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan simplemente elementales. En rigor, yo no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy. Continuar leyendo “José Luis Martín Descalzo, “Curas felices””

Enrique Monasterio, “Torturas políticamente correctas”, MC, 1.IV.06

-Se os acusa de practicar la autotortura física…

-No me digas…

Uno ya no se asombra de nada. Ni siquiera de que te acusen de extravagancias ni de que te lancen a la cara palabras-tabú, como “tortura”.

-que se nos acusa… ¿de qué? -Ya sabes. La llaman “mortificación corporal”.

-Ya, ¿y en qué consiste el delito? -Bueno…. está claro. Uno no puede obligar a nadie a torturarse. Eso es de sectas.

-Ya. O sea que además obligamos. Sí, realmente es grave…

Sirva este inicio de diálogo, surrealista pero real, para introducir unas melancólicas consideraciones, ahora que termina la Cuaresma y entramos en la Semana de Pasión.

Lo reconozco: torturar está feo: seguro que es anticonstitucional. Y si encima es “auto”, mucho peor. Pero lo que resulta definitivamente irritante es que quienes se sacrifican, aleguen motivos religiosos para tan tenebrosas prácticas.

Con lo fácil que sería sufrir lo mismo o incluso más, pero sin dar la nota. Bastaría con que los “autotorturados” se aplicaran alguno de los suplicios físicos y psíquicos admitidos, recomendados y aplaudidos por la moral dominante. Y es que hay torturas hedonistas, estéticas, políticas, deportivas y económicas la mar de correctas y urbanas, como las que paso a enumerar a continuación sin ánimo de ser exhaustivo.

1. Mortificaciones por razones de imagen: a) la depilación a la cera; b) la liposucción;, c) las perforaciones umbilicales, auriculares, labiales, nasales y linguales, o sea, el piercing. d) La automutilación de las partes adiposas del organismo y otras prácticas quirúrgicas salvajes: forjarse unos morritos-guardabarro a la silicona como los que lucen varias famosas requiere un espíritu de sacrificio cercano al heroísmo. e) Los tatuajes. f) La dietas de la alcachofa y de la sopa de apio. g) El footing mañanero con chándal de penitente. h) Los tacones de aguja. i) El ombligo y los riñones congelados. j) Y, por supuesto, el corsé, ya en desuso, que fue el cilicio de nuestras abuelas.

2. Mortificaciones políticas. a) La laringitis electoral, que nuestros amados líderes padecen después de cada campaña. b) Los insufribles viajes en autobús por el suelo patrio. El tormento se acentúa por el hecho de que muchos líderes no han tomado jamás un autobús. e) La llamada “sonrisa fósil” o rictus metálico: supongo que algunos se operan para aguantar la tirantez muscular del rostro sin desfallecimientos.

3. Mortificaciones hedonistas: a) El zurriagazo masoca y otras prácticas sexuales dolorosas. Antes se llamaban “perversiones” porque lo son; pero si a uno le gustan, se ofertan a buen precio en los periódicos más progres. b) Los atascos vacacionales de ida; e) los de vuelta. d) El tueste al sol con crema bronceadora a la zanahoria. e) El menú creativo de la cuñada. f) Las hormigas fritas. g) La nouvelle cousine. h) La cuenta.

4. Renuncio a enumerar por falta de espacio las mortificaciones olímpicas o deportivas, que están en la mente de todos. Y no digamos nada de las torturas económicas. Por un puñado de dólares, Clint Eastwood se hinchó a matar forajidos en el Oeste para cobrar la recompensa. Por un puñado de euros, nos sacrificamos hasta dejar chiquito al bueno de San Simón el Estilita, supuesto inventor del cilicio.

-Entonces, ¿por qué se escandalizan tanto de las mortificaciones corporales? -Elemental, mi querido Kloster. No se escandalizan del dolor sino de los motivos. Por ganar una pasta estarían dispuestos a dejarse apalear hasta perder el sentido, pero por amor de Dios les parece excesivo mover un dedo.

Cuentan que en cierta ocasión, alguien dijo a la Madre Teresa de Calcuta: “lo que ustedes hacen, yo no lo haría ni por un millón de dólares”. La monja sonrió antes de responder: -Nosotras tampoco, hijo mío.

José Antonio Marina, “El gran tabú”, Cuadernos de Pedagogía, IV.06

En todas las culturas hay palabras que no se pueden decir. En la nuestra, por ejemplo, la palabra “disciplina”. Hace años, un conspicuo personaje, dándoselas de progre, dijo: “La perfección es fascista”. Barthes había dicho antes: “La verdad es fascista”. Y ahora casi todo el mundo está dispuesto a rebuznar: “ La disciplina es fascista”. Padres y docentes somos rehenes de esta afirmación. Mal asunto. Cada palabra es un herramienta para hacer transitable le realidad, y cuando una palabra se pervierte, el camino se torna laberinto sin salida. A las faltas de disciplina las llamamos “conductas disruptivas”, para no ofender. Estamos todos contaminados por una pedagogía confitada, que al final provoca serias disfunciones sociales. El énfasis en la autoestima acaba produciendo una generación de narcisos. El énfasis en la motivación da paso a una generación que no puede hacer nada si no está motivada, es decir, si no tiene ganas de hacerlo. El énfasis en los derechos vuelve ofensivo hablar de los deberes. EL énfasis en la libertad impide hablar de ningún valor –por ejemplo, la justicia- que limite la libertad. Estamos atrapados en un red de equívocos y necesitamos comenzar una vigorosa deconstrucción de dogmas estúpidos.

La disciplina nos salva de las intermitencias del corazón. Nos permite alcanzar metas lejanas, que acaso sean contradictorias con las ganas presentes. La libertad propia puede chocar con la libertad ajena, por lo que es necesario promulgar un código de circulación. Necesitamos una poderosa pedagogía de la libertad. Nadie es libre si primero no se ha sometido a alguna disciplina, de la misma manera que nadie puede ser un gran escritor si antes no ha aprendido las reglas del idioma.

Recuperar la sensatez educativa es tarea que excede a cualquiera. Por eso necesitamos una movilización educativa de la sociedad. El discurso políticamente correcto nos mata. Padres, docentes, niños, adolescentes, la sociedad entera está sufriendo las consecuencias.

A mí se me ocurre empezar por ser honesto con los alumnos, dejar de hacernos pasar por los buenos a fuerza de hacer la vista gorda, decirles claramente cuándo se están equivocando y cuándo están haciendo el tonto, y desmontarles los argumentos de bebé con los que muchos van por la vida.

Robert Spaemann, “Ninguna ciencia puede dar razón última del mundo”

¿Qué dice el filósofo sobre la felicidad, el sufrimiento, la verdad, la sabiduría? Robert Spaemann conversa con Susanne Kummer, periodista del diario austríaco Die Presse Continuar leyendo “Robert Spaemann, “Ninguna ciencia puede dar razón última del mundo””

Robert Spaemann, ¿Libertad de investigación o protección del embrión?

La ministra federal de Justicia, Brigitte Zypries desearía suavizar las restricciones en la investigación con células-madre [embrionarias]. Afirma que el embrión fecundado in vitro no posee la dignidad humana. Sin embargo, su argumentación no convence.

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Robert Spaemann, “Política, ética y cristianismo”

Entrevista publicada en la revista Politische Studien, Hans Seidel Stiftung eV, Atwerb-Verlag KG, Heft 372, Jahrgang 51, Juli/August 2000, pp. 9-22. Las preguntas en nombre de Politische Studien las formuló Burkhard Haneke, Director del Departamento de Prensa y de Publicidad de la Fundación Hans-Seidel.
POLITISCHE STUDIEN: Prof. Spaemann. El tema de la “globalización” quizá es el asunto que más preocupa en el actual debate público, ya sea en política, economía o ciencia. Y realmente muchos rasgos de nuestra época hay que entenderlos en relación con la interacción y la mutua dependencia extendida a lo largo del mundo. ¿Qué significa esto para la filosofía, y en particular en relación con las cuestiones éticas? Precisando más: Quizás la época de la globalización, extendida por todas partes y anunciada a toque de campana, exija una ética económica o política completamente nueva. ¿Necesitamos una ética mundial de carácter global? ¿Son las exigencias morales que hoy tenemos ante nosotros de índole tal que resultan ya insuficientes los intentos de respuesta de toda la ética filosófica que se ha mantenido hasta hoy? Robert Spaemann: Vd habla de que quizás “necesitemos” una nueva ética. Ahora bien, me deja perplejo el solo planteamiento de que se necesite una nueva ética. Ética es precisamente la reflexión acerca de lo que realmente es necesario. Por ejemplo, se puede leer en Hans Küng que nosotros necesitaríamos un Weltethos, una “ética universal”.

Pero ¿cuál es el criterio para saber lo que necesitamos? Como he dicho, ética es la reflexión sobre lo que realmente necesitamos. Si no estamos satisfechos con los resultados de la reflexión que hemos hecho hasta ahora, esto puede obedecer a dos causas: o bien que tenemos alguna objeción respecto a las respuestas consideradas válidas hasta hoy a viejas preguntas, y ahora se las considera falsas por algún motivo. En ese caso, muchas de las cuestiones que hoy nos acucian son viejas preguntas que siguen pendientes de respuesta. O, en otro caso, nos encontramos ante nuevos interrogantes que hasta ahora no se planteaban y que por tanto no podían tener respuesta. Y la nueva ética significaría entonces la búsqueda de nuevas respuestas. Sin embargo, en el caso de que no se consideren falsas las respuestas existentes hasta ahora a las viejas preguntas, cabe esperar que pueda también deducirse respuestas a las nuevas cuestiones a partir de los mismos fundamentos de los que se derivaban aquellas antiguas respuestas. No se trata en este caso de una ética completamente nueva sino de un desarrollo continuado de la antigua. Considero que sólo es razonable esta segunda opción. Si queremos pensar otra cosa, en el fondo eso significa volver a la barbarie. El progreso solamente es posible como continuación del pensamiento procedente de lo que ya se sabe y ya se entiende.

Por lo demás, constituye una idea completamente absurda que uno pudiera imaginarse una ética de esa forma. Todo pensamiento ético procede precisamente de experiencias morales que ya hemos hecho. Para constituir una nueva ética desde luego haría falta ya una ética a partir de la cual pudiéramos representarnos la nueva. Y esa que nos guía según dichas representaciones es ya nuestra ética. Quien hace proyectos está orientado por un ethos. Pero el ethos mismo no es un proyecto. De ahí que el título “Proyecto de ética mundial” (Projekt Weltethos) carezca de sentido. Ethos es algo que surge en el contexto de la vida moral.

¿Y qué hay sobre la “globalización”? En la medida en que el mundo vaya hacia una unidad real, es decir, en la medida de la interdependencia creciente de todo lo que sucede sobre la tierra, naturalmente se desarrollará a largo plazo algo parecido a un ethos global. Lógicamente, la filosofía está especialmente predispuesta para esa reflexión, ya que hay que tener claramente en cuenta que la filosofía europea era, desde el principio, global. Se consolida como un pensar emancipado de la mera tradición, de inercias locales, etc. La lógica de Aristóteles no es la descripción de lo que el hombre griego había pensado en el siglo IV antes de Cristo, sino una declaración de reglas que debe seguir cualquier hombre razonable en el mundo si no quiere pensar un disparate. Eso quiere decir que la lógica aristotélica es global. Y eso vale para la filosofía en su conjunto. Tomemos la ética de los valores de Max Scheler en nuestro actual momento histórico. Scheler era completamente consciente de la limitación histórica y sociológica de cada ethos concreto y de su jerarquía axiológica. Scheler es uno de los creadores de la sociología del conocimiento, pero lo que él buscaba eran valores a priori cuyas relaciones y cuya validez son independientes tanto de esos hechos condicionados por los tiempos como de las relaciones numéricas. Existen tales estructuras apriorísticas de valor que son completamente independientes de las estimaciones de valor de cualquier civilización. Esas relaciones se descubren en cada reflexión que se interroga sobre el mundo, si consigue librarse de sus intereses fácticos, así como de las valoraciones que se dan dentro de su propio entorno.

A mí me parece, pues, que la tradición filosófica es más actual que nunca, precisamente porque tenemos que obrar ahora con arreglo a una situación global. En todo caso, no deberíamos hacernos ilusiones: tal sociedad mundial tendrá igualmente las estimaciones condicionadas por los tiempos y por la época, que sencillamente no coinciden con un orden jerárquico de valores, acaso como sucede también con las grandes religiones, o como se puede descubrir en cada persona que piensa, si lo hace libre de prejuicios.

POLITISCHE STUDIEN: Vd ha mencionado el nombre de Aristóteles. Su Ética gira en torno a la cuestión sobre el bien. Esa cuestión del bien, ¿no habrá quedado obsoleta a la vista del actual encuentro entre culturas y mentalidades completamente diversas? ¿O podríamos decir que precisamente esa cuestión sobre el bien constituye un verdadero interrogante en la llamada época de la globalización, tema que se plantea tanto más urgente y que hoy también presenta buenas perspectivas para una respuesta o para un debate razonable, como en la antigüedad? Spaemann: Ciertamente eso es lo que podría decirse. Las diferencias entre las diversas culturas son en verdad grandes, pero no tanto como se considera algunas veces. Cada vez me asombra más comprobar cómo en realidad los hombres están en el fondo tan vinculados. Tengo en mi círculo de amistades dos amigos chinos que están aquí desde hace un par de años. Las diferencias de costumbres, de sensibilidades, etc., son tan impresionantes que deseo que no desaparezcan, porque enriquecen la realidad. Y a pesar de esto, las similitudes también son imponentes.

Los juicios sobre lo que ha de ser tenido como bueno, malo, normal o admirable son casi idénticos. Y no es que tengamos la misma religión: ellos no son cristianos, y yo sí. La cuestión es que existe justamente una naturaleza en el hombre, y una razón, que hace legítimo hablar de una familia humana.

POLITISCHE STUDIEN: Tanto en la economía como en la sociedad, hoy se observa cada vez más una fuerte tendencia al individualismo. A menudo se escucha el lamento de que domina el pensamiento consumista, o las actitudes egoístas, y de ahí que encuentren un reconocimiento público muy escaso las posturas orientadas al bien común, a la solidaridad y a la ayuda al prójimo. Por otro lado, hoy como ayer se postula una actitud común que haga compatible la búsqueda de los intereses individuales con el mayor beneficio para todos. ¿Necesitamos más egoísmo bien entendido, o necesitamos una renovación de ideales altruistas acaso en el sentido del comunitarismo americano, o de aquellos movimientos que se produjeron entre nosotros en Alemania, y que responden a una nueva cultura social y cívica? Spaemann: La expresión “ideales altruístas” no es quizá tan feliz. En primer lugar, el altruismo no posee un sentido pleno, como el egoísmo. ¿Por qué el otro ha de ser para mí de antemano más importante que yo para mí mismo? La razón nos enseña, respecto a esto, que el otro es precisamente tan importante como yo mismo. Por lo demás, así también se expresa en el Evangelio. Ama a tu prójimo, no más que a ti mismo, sino como a ti mismo. Esto quiere decir que el otro es realmente tan importante como yo. Pero también yo soy tan importante como él. Y para expresar esto en la realidad de la conducta humana disponemos del término “justicia”.

Pero naturalmente cada uno es en primer lugar para sí mismo el prójimo, el más próximo, conjuntamente con las pocas personas que en concreto le están cercanas. La economía de mercado se basa en eso, en que cada uno trata de maximizar su propia ventaja. El bienestar de los Estados industriales modernos descansa, por así decirlo, en la irrupción del propio interés. Sin embargo, resulta también meridianamente claro que el interés personal deviene contraproducente si se transforma en el único principio social dominante. Si se basa en ese principio –“¿qué obtengo yo de esto?”– entonces periclita la relación entre padres e hijos, o de hijos con padres, o la relación de maestros y alumnos, o con los socialmente más débiles, o incluso la relación entre amigos, colegas y vecinos.

Así viviríamos en un mundo en el que no merecería la pena vivir. El mercado es un sector importante de la vida, el sector del intercambio de bienes. Pero existen otras relaciones de índole distinta, y hay realidades que no encajan en el principio mercantil. Configurar todas las relaciones desde el punto de vista económico significa renunciar a lo mejor. Por lo demás, el economista Schumpeter ha observado que la forma de producción capitalista vive ella misma de la disposición de los individuos a no entender su trabajo y sus obligaciones exclusivamente bajo el prisma de obtener la mayor ventaja aprovechando el menor riesgo. Si todos nos guiáramos por ese principio –maximizar la ventaja y minimizar el propio riesgo- entonces la forma de producción capitalista y la sociedad de mercado se rompería, y no funcionaría absolutamente nada.

El problema de la globalización reside a mi juicio en que las formas de configurar la vida política conocidas hasta ahora, y que hacen posible algo parecido a la solidaridad, pierden relevancia frente al mercado universal. Este no puede ser un destinatario del comportamiento ordinario porque en definitiva es invisible. Por ello se hace necesario exigir el refuerzo de las instituciones políticas particulares, porque de lo contrario la globalización destruiría algo así como una “vida buena”, y a la larga sólo conduciría a una lucha de todos contra todos.

POLITISCHE STUDIEN: ¿Cómo o dónde ve Vd posibilidades de motivar a las personas en orden a una nueva cultura social y cívica? ¿No habría que apelar aquí de nuevo a algo semejante a un egoísmo bien entendido, al interés personal, para aclarar que vale la pena comprometerse de alguna forma, aunque quizás no se consiguiera entrever un beneficio inmediato? Spaemann: No debería plantearse tal contraposición: aquí esto, de lo que yo obtengo algo, y allá aquello, que yo hago por otro. Naturalmente que yo siempre obtengo también algo de lo que hago por el otro. En este punto es importante la claridad. Piense Vd, por ejemplo, en los seguros de enfermedad, las grandes aseguradoras. Tratan de inducir un comportamiento en el que por un lado se intente ganar al máximo y por otro abonar lo mínimo. Cada uno desea en el fondo obtener más de lo que ha invertido.

En este caso no puede funcionar el principio del seguro, puesto que se basa precisamente en que a uno que se halla en una especial situación de necesidad se le debe ayudar también de una manera especial. ¿Cómo se puede resolver esto? Pienso que la única manera es fomentar una cultura de lo abarcable, de lo modesto. Si por ejemplo los seguros se articularan de una forma más austera, si en una industria o una empresa quedara claro que un tratamiento médico que alguien pretenda en un momento dado deberá ser pagado por colegas a los conoce, entonces ciertamente seguirá reclamando dicho tratamiento cuando lo necesite, pero ya no obrará con ligereza. Si las personas con las cuales yo debo ser solidario no son visibles para mí, es decir, si constituyen una masa anónima, en ese caso el comportamiento solidario no funcionará.

De acuerdo con esto, se trataría, según lo anterior, de fortalecer compañías pequeñas, pero primeramente habría que ensayar que resurja el sentido cívico. La falta de claridad, lo abstracto, destruye la conducta solidaria.

POLITISCHE STUDIEN: En una de sus más importantes obras filosóficas, Vd ha explicado que todos los hombres son personas, lo que significa que el reconocimiento del ser personal supone a la vez el reconocimiento de un derecho incondicional absoluto. ¿Qué significa esto en el contexto cada vez más acelerado de la investigación científica sobre el hombre? El ser personal del hombre parece que hoy se valora de forma muy diversa. Su dignidad como persona se pone en cuestión tanto al comienzo como al final de la vida. Apuntemos aquí tan sólo algunas de las cuestiones que hoy se discuten por doquier: el diagnóstico prenatal, la eutanasia activa, o el desciframiento del genoma humano. El debate sobre la tarjeta de identidad genética está sobre la mesa, y también la cuestión de si se puede regular jurídicamente un “chequeo de calidad” de la vida humana.

Spaemann: Creo que respecto a estas cosas nos encontramos realmente ante una terrible amenaza. La personalidad del hombre se ha desgajado frecuentemente –concretamente desde John Locke- de la naturaleza humana, de la especie humana. Es como si el hombre fuera por una parte un animal, y por otra, en tanto sujeto de conciencia, persona, y que lo uno no tuviera nada que ver con lo otro. Sin embargo lo cierto es que la índole natural humana es a la vez personalidad. Cuando comemos y bebemos estamos actuando como personas; las cosas más bonitas las acompañamos a veces con la comida y con la bebida: bodas, bautizos. La sexualidad humana es algo inmenso desde el punto de vista personal, o al menos así debería ser, y también cuando se llega a la madurez.

Si se manipulara la naturaleza humana para producir algo así como un hombre mejor desde el punto de vista genético, entonces se tocaría la estructura de nuestra personalidad. La idea de que somos, en tanto que personas, dueños, por así decirlo, también de nuestra naturaleza, es una idea muy peligrosa, ya que por el contrario nosotros somos lo que somos porque somos hombres, y porque pertenecemos a una familia humana; eso es lo único relevante. Si Alemania ha sido hasta ahora particularmente restrictiva en su legislación sobre tecnología genética y sobre investigación embrionaria, esto es algo que puede anotarse en honor de nuestro país. Y si continúan obrando aquí los fantasmas de nuestro pasado, quizás como advertencia, en ese caso yo sólo puedo decir: ¡Gracias a Dios! Hay países que, con plena conciencia, nunca han tenido nada que ver con el nacionalsocialismo, países que se han distinguido incluso por su oposición a él, y que ahora se han metido en un terrible agujero. Tal es el caso, por ejemplo, de nuestro vecino holandés, con su práctica eutanásica, merced a la cual son eliminadas cada año miles de personas contra su voluntad, pues la muerte a petición del paciente es sólo el primer estadio en el camino que conduce a darle muerte sin pedirle permiso. Esto es lo que sucedía con los nazis: la propaganda sobre la eutanasia fue introducida mediante una película sobre la muerte por compasión a petición del enfermo.

Si Vd me pregunta si los resultados científicos llegarán a cuestionar el status de la persona, yo le diría que no. La investigación nunca lo pondrá en duda. Que nos reconozcamos como sujetos no es algo que se vea afectado por la claridad que obtengamos acerca de las condiciones originarias de la subjetividad. Lo que es invisible nunca puede hacerse visible. La visión, por ejemplo, es invisible. Pero toda visibilidad depende de ese invisible ver. Ninguna investigación que nos aclare cómo funciona el sentido de la vista humana nos podrá explicar jamás qué sea el ver. Más bien eso sólo lo sabe alguien que ve. Y lo que sea el dolor lo sabe sólo quien lo padece, aunque se continúen estudiando los mecanismos del dolor. Los motivos que llevan a desposeer de su status personal a determinadas personas, por ejemplo a los no nacidos, a los niños pequeños, a los deficientes mentales agudos, nada tienen que ver con la ciencia. Se basan en supuestos que han sido argumentados en la historia del pensamiento y en los que no puedo entrar en este momento, pero que están claramente relacionados con el retroceso de la Religión.

Entre esas motivaciones que obran a favor de cuestionar la índole personal de determinados seres humanos se aducen las nuevas posibilidades técnicas, como por ejemplo el diagnóstico prenatal, que incitan a la tentación de eliminar a los individuos disminuidos ya en el estadio más prematuro, de modo que los inválidos que están por llegar al mundo, precisamente en este mundo del fitness se consideran como resultados lamentables de averías irresponsables que ocurren a veces. Es por tanto perfectamente comprensible que las asociaciones de inválidos se sitúen masivamente en contra de determinadas formas de diagnóstico prenatal, y sobre todo de las consecuencias que de él pudieran extraerse. Por su parte, la eutanasia es el resultado de una mentalidad en la cual la evitación del sufrimiento no es simplemente algo importante, sino el criterio superior por antonomasia. También es consecuencia de las modernas formas de prolongar artificialmente la vida que igualmente engañan a los hombres con la idea de una muerte humana digna. Hace 25 años escribí un artículo sobre esas formas artificiales de prolongar la vida más allá de toda medida razonable. En aquella ocasión decía: “Si se continúa con estas formas, la llamada a la eutanasia llegará inevitablemente”. Pues ya la tenemos aquí.

POLITISCHE STUDIEN: ¿Cómo superar hoy lo negativo? ¿Cómo gestionar lo imperfecto: el sufrimiento, la necesidad, el defecto físico, la muerte? ¿Estamos preparados para manejar inteligentemente estas realidades? ¿Qué supone para la vida humana el hecho de que cada vez nos sea más difícil integrar de forma inteligente y plena de sentido sus páginas más negativas? Spaemann: De nuevo estamos ante algo que tiene que ver con el retroceso de la Religión, pues ésta era la que en primer lugar suministraba a los hombres la posibilidad de tratar el tema del sufrimiento y de la muerte con todo su sentido. Los hombres siempre se preocupan por evitar el sufrimiento y aplazar la muerte. No podría ser de otra manera, y ello es razonable. Pero a cada vida humana real le corresponde manejarse con aquello que no se puede cambiar, de tal forma que se convierta en un aspecto lleno de sentido. Un verso de Bergengruen dice: “Cada dolor te hace más rico”. Cuando simplemente marginamos el hecho de que hemos de morir, lo así reprimido se somatiza al modo de un temor difuso que nos penetra y que intentamos liberar en el trabajo o por medio de la diversión. Digo diversión, no alegría, pues ésta no se basa en la represión. Hoy, sin embargo, algunos párrocos recomiendan incluso su misa porque de ese modo “uno se divierte”. Se puede asistir a la muerte y resurrección de Jesucristo con alegría, pero la diversión desde luego no es la categoría correcta que ahí se pueda aplicar.

El temor a la muerte como algo completamente desconocido también está relacionado con el hecho de que la mayoría de los hombres nunca han visto morir a nadie. Saben que se les viene encima algo por lo que han de pasar, pero a lo que a ningún otro hombre han visto dominar. Es esta una situación completamente extraordinaria. Médicos, enfermeras y clérigos han de facilitar que los parientes más cercanos estén junto a la persona que se está muriendo.

POLITISCHE STUDIEN: ¿Cómo valora Vd en este contexto el movimiento hospitalario, que ya constituye una gran corriente a la que se incorpora cada vez más gente que recibe una formación muy especializada para acompañar a las personas en la última fase de su vida? Spaemann: El movimiento hospitalario constituye uno de los fenómenos más satisfactorios de nuestro momento. Llena un vacío. Tradicionalmente la muerte, el morir, estaba rodeado de un ritual. Todo hombre está ciertamente desamparado en esa situación, lo mismo que sus familiares. Por de pronto se encuentra en una situación sin salida. No se puede hacer nada más, y si el hombre ya no puede hacer nada se encuentra en una gran confusión. Los ritos tradicionales que rodeaban el momento de la muerte, las oraciones que se pronuncian, los ritos del entierro, todo ello contribuye a sacar al hombre de esa sensación de desamparo. No obstante, las Iglesias cristianas deben desarrollar una cultura de cercanía con la muerte en la que se tengan en cuenta las formas rituales. Mas donde esto no sea posible y donde las personas no tengan acceso a ello, desde luego el movimiento hospitalario es la mejor opción.

POLITISCHE STUDIEN: Profesor Spaemann, Vd hizo unas manifestaciones muy significativas hace pocos años sobre el tema “Convicciones en una civilización hipotética”. En nuestra sociedad constituye casi un sacrilegio contra el sentido común algo así como tener convicciones firmes. Se piensa que la “falta de claridad”, la “complejidad”, la “multiplicidad de intereses” y las “plurales representaciones axiológicas” en el encuentro intercultural no hacen ya posible mantener la validez objetiva de los propios puntos de vista o juicios de valor. ¿Cabe considerar que hoy todo es hipotético, y no sólo en virtud de nuestro propio relativismo, sino también a causa de las pretensiones de otras culturas, y de sus correspondientes religiones? Spaemann: Como Vd sabe, en la ONU ha habido grandes debates sobre la cuestión de los derechos humanos. En ellos se intentó enfrentar los derechos humanos con los derechos de los pueblos afirmando: Los derechos humanos constituyen un asunto europeo, tienen determinados presupuestos culturales, mientras que también hay otras tradiciones culturales. Yo diría que ciertamente hay derechos de los pueblos y derechos de las culturas. Ahora bien, sin los derechos humanos los derechos de los pueblos son a lo sumo un pretexto de las facciones dominantes que desprecian a sus propios pueblos. Esto significa que los grupos dominantes en los respectivos países sólo pueden pretender representar a sus pueblos si se da la posibilidad de que el pueblo se articule, y esto sólo ocurre cuando se respetan en él los derechos humanos fundamentales.

No hay razón para pensar que el modelo euroamericano sea el único; no tiene por qué haber democracias parlamentarias en todas partes. Pero fijémonos en la prohibición de la tortura. Hay quienes frívolamente cuestionan la prohibición de la tortura diciendo que pretender imponerla en todo el mundo contradice tradiciones culturales no occidentales. En ese caso yo propondría preguntar alguna vez a los propios torturados si consideran que esto es algo relativo a la cultura, o si no se sentirían más bien agradecidos si se acudiera en su ayuda con métodos occidentales. Por otro lado, hay múltiples estilos de vida, y asimismo una gran pluralidad de preferencias de valor cultural. Con relación a esto no deberíamos considerarnos misioneros.

En todo caso quisiera añadir aquí que como europeos tenemos nuestro estilo de vida y nuestras preferencias de valor que debemos defender y cuidar. La palabra “multiculturalidad” posee un doble significado: puede apuntar a la riqueza del mundo que radica en que en él se dan muchas culturas. Pero para el mantenimiento o conservación de cada una de esas culturas existe por lo general un territorio al que está adscrita. Por ejemplo, existe la cultura del domingo solamente en tanto que el domingo no sea una pura cuestión privada. Sólo si se trata de algo público, entonces se desarrolla un determinado estilo de domingo. Multiculturalidad en uno y el mismo territorio quiere decir, a la larga, eliminación de todas las culturas que existen en ese territorio a favor de la unidad cultural.

Junto a la afirmación de la propia cultura, se dan ciertas convicciones para las que pretendemos una validez absoluta y para las que asimismo deberíamos tener un espíritu misionero. Herbert Schnädelbach ha escrito recientemente una invectiva contra el cristianismo diciendo que las “convicciones sobre la verdad absoluta” son “esencialmente violentas”. Esto es un auténtico disparate. Hay, por ejemplo, verdades pertenecientes a la fe cristiana, de cuyo carácter absoluto están convencidos los cristianos, pero en la forma de ser conscientes de que tan sólo pueden ser aceptadas libre, no forzadamente. Hay verdades con las que no cabe transigir, por ejemplo la dignidad inalienable de cada hombre. Justamente la exigencia de tolerancia descansa sobre esa verdad. Un relativista tendría también que ser tolerante con la intolerancia. ¿Por qué habría de tener aquí una convicción absoluta? Él practicará quizás incluso una intolerancia violenta, no en nombre de una verdad absoluta pero sí en razón de intereses de poder o de autoafirmación. Los nacionalsocialistas, por ejemplo, en absoluto estaban animados por una convicción de la verdad de carácter misionero, sino por la idea de que nuestro modo de vida debería mostrarse como el más fuerte frente a todos los demás, y de que nuestra raza debería dominar. Su intolerancia se fundaba en el relativismo, no en una convicción sobre la verdad de carácter absoluto.

Los grupos religiosos violentos casi nunca lo son en nombre de la verdad de su religión, sino en nombre de su propio particularismo. Quieren reafirmar su monopolio territorial y quieren establecer y defender su cuota proporcional, mientras que en esos mismos territorios frecuentemente hay personas rectas que intentan establecer la paz con una convicción absoluta y profunda, por encima de las fronteras levantadas por aquellos grupos religiosos violentos.

POLITISCHE STUDIEN: Profesor Spaemann, hemos abordado ya de forma muy variada las convicciones de la fe cristiana. ¿Mantiene todavía el cristianismo, las iglesias en general, influencia en las discusiones públicas, concretamente acerca de las decisiones en el campo económico y político? Hace tiempo, por ejemplo, de las Jornadas católicas (Katolikentag) salieron importantes impulsos para el Estado, la economía y la sociedad. ¿Cómo ve Vd hoy esto? ¿Juega todavía el cristianismo un papel importante en la sociedad? Spaemann: Las jornadas católicas constituyen un ejemplo muy interesante para el cambio. Hasta los años cincuenta, las jornadas católicas eran encuentros de aquella generación que tuvo una influencia determinante en la sociedad, es decir, de aquella que estaba entre los 35 y 65 años. Eran verdaderos núcleos de formación de la opinión política. Por ejemplo, la cogestión empresarial fue una de las propuestas de una jornada católica que hubo en Bochum en la época de la posguerra, y luego se impuso. El catolicismo social jugó en aquella ocasión un gran papel.

Hoy las jornadas católicas son sencillamente grandes fiestas en las que la gente se reúne y agita una vez al año, y en las que se hacen las peticiones más variadas dominadas por un ambiente fuertemente clerical. Antiguamente sólo aparecía el obispo del lugar en una jornada católica, y era para celebrar una Misa. Fundamentalmente eran asunto sólo de laicos. Hoy el clero juega en las jornadas católicas un papel mucho mayor que el que tenía antes. Incluso aparece el presidente de la Conferencia Episcopal. Pero de estas jornadas no sale un impulso mayor que antes. Se debate predominantemente lo mismo que en todas partes, temas de moda y muchas cuestiones internas de la Iglesia. Pero en ellas no se encuentra nada parecido a la formación de una conciencia o voluntad común.

El influjo de la religión permanece, pero en el oeste y el centro de Europa está en franca retirada. Esto en primer lugar es simplemente la consecuencia de la disminución del número de creyentes. Sin embargo, también es el resultado de una exagerada tendencia a la adaptación por parte de las iglesias, que dicen preferentemente cosas que ya han dicho otros, lo que les hace creer que les reportará el aplauso de al menos una parte importante de los no creyentes. Esto se puede comprender porque la pretensión de influir en economía y en política sólo tiene sentido si se puede contar con alguna probabilidad de éxito. Las elecciones políticas no son actos confesionales, sino actos políticos con los cuales se quiere conseguir algo.

Otra cuestión completamente distinta es el anuncio de la fe. Éste se sitúa bajo el lema “oportuna e inoportunamente”. Tiene que acoger el contenido completo de la fe, no una selección hecha “a la carta”. En efecto, con ese anuncio la Iglesia no pretende hacerse más simpática, sino seguir transmitiendo aquello que le fue confiado. Por lo demás, sólo así puede continuar siendo apreciada. “La fe a medias –me dijo una vez hace bastantes años, el antiguo Obispo de Maguncia, Cardenal Volk– es mucho más difícil de transmitir que la fe entera”, ya que aquella es mucho menos coherente, y al presentarse en forma fragmentaria pierde mucho en fuerza de persuasión. Recuerdo a este propósito una preciosa cita de Nicolás Gómez Dávila: “A una Iglesia que no vuelve la espalda al mundo, éste le da la espalda”.

POLITISCHE STUDIEN: Profesor Spaemann: “El mundo es mundano y la ‘C’ mayúscula [el cristianismo] está fuera del mundo”. Esta es una frase de un prominente político liberal poco después de celebrarse las elecciones al Parlamento federal en 1998. En todo caso, importantes políticos de la Unión [Cristiano Demócrata, CDU] precisamente intentaron recordar en aquel momento la “C” ante la opinión pública, y poner claramente de manifiesto lo importante que era para ellos la “C” en nombre de los partidos de la Unión. Yo le pregunto a Vd: ¿En qué posición está hoy la “C” en la política, y hasta qué punto pueden considerarse hoy políticamente relevantes los criterios cristianos? ¿Y qué es la “C” en política? ¿En el mejor de los casos una forma de brújula, un fundamento sobre el que se basa la política, o acaso un programa político? Spaemann: No se puede afirmar con seguridad que en las últimas elecciones al Parlamento federal la CDU perdió porque se aferró demasiado a la “C”. ¿Hay alguien que de verdad piense eso? Pero, ¿qué significa realmente para los cristianos actuar en política? ¿Y qué significa para un partido denominarse cristiano, aun cuando en él haya muchas personas que no son creyentes cristianos, pero que están ahí porque lo consideran razonable por motivos políticos? Pienso que los cristianos que están en la política hoy no intentan imponer a la sociedad la aceptación de la fe cristiana. De todos modos, piensan que hay determinadas obligaciones que son vinculantes para todo hombre y toda sociedad con independencia de la fe cristiana. Se trata de contenidos que en Europa también habían sido elucidados por el pensar filosófico. En relación con esto los católicos hablan del Derecho Natural y los protestantes del orden de la creación, lo que viene a ser lo mismo.

Quienes rechazan dichos contenidos y normas gustan de denunciar la imposición de los “valores cristianos”. Pienso que habría que reflexionar más sobre la conveniencia de adoptar ese uso idiomático. En efecto, si una gran parte de la sociedad no se compone de cristianos, entonces estas personas tendrían la impresión de que se les imponen los “valores cristianos”. Pero la cuestión realmente es que los cristianos opinan que hay una ordenación razonable y evidente de los asuntos humanos, por ejemplo, los derechos fundamentales del hombre, el que exista una dignidad humana y que la institución del matrimonio sea la forma más elevada y plena de sentido de organizar la vida en común de individuos de diferente sexo, ya que también es la base de la continuidad de la existencia del género humano, lo cual naturalmente la hace acreedora de una consideración especial entre todas las demás formas de convivencia. Todo esto no son cosas que los cristianos sacan de la Revelación. Por eso entiendo que no se debe abusar de la expresión “valores cristianos”. Realmente el cristianismo no tiene “valores” propios, sino determinadas convicciones de fe sobre la existencia de Dios y la creación del mundo, así como sobre la encarnación de Dios y la resurrección. En último término la cuestión quizá también estriba en que los cristianos están especialmente dispuestos a oponer resistencia a la liquidación subjetivista o hedonista de esos criterios.

Pero los cristianos argumentan sus exigencias políticas y sociales no en nombre del cristianismo sino en nombre de la razón. Y cuando defienden la presencia del crucifijo en las aulas no lo hacen en nombre de la fe, sino en nombre del Derecho, ya que piden respeto para los símbolos religiosos de nuestra cultura. Cuando hay muchos creyentes en un país que consideran la verdad como algo importante, entonces domina el sentido común para que sea respetada, y precisamente sucede también esto con aquellos que no comparten esas convicciones. Por otro lado, se produce esa defensa igualmente en nombre del derecho de los padres, que está previamente regulado en materia de educación por el Estado. Que el Estado haya asumido la ordenación de la escuela no significa, en último término, que le esté permitido privar de sus derechos a los padres.

Así pues, la “C” en la CDU y en la CSU [Unión Social Cristiana] no supone en primer lugar un programa, sino la expresión del concreto hecho social que hizo que después de la guerra existiera en esos partidos un predominio de cristianos con voluntad de configurar conjuntamente nuestras relaciones políticas. Los partidos de la “C”, los cristianos, podrían muy bien haberse llamado de otra forma, por ejemplo, partidos de la Justicia, o del Bien Común, o cualquier otra cosa que hubieran deseado.

POLITISCHE STUDIEN: Profesor Spaemann, a pesar de las tendencias en retroceso, la cifra de cristianos es todavía muy elevada en nuestra sociedad, incluso la de cristianos convencidos y practicantes. Las especiales relaciones en Alemania entre Estado e Iglesia tienen también que ver con el hecho de que las comunidades de fe cristianas, consideradas desde el punto de vista histórico, hayan sido columnas sustentadoras de la estructura social y del Estado.

Pero si la fe cristiana pierde su prestigio social, si representantes prominentes del gobierno están completamente decididos a renunciar desde su puesto oficial a la invocación a Dios, a aquello de “Si así lo cumplo, que Dios me ayude”, ¿no significará eso, entonces, que bien a medio o a corto plazo, la relación entre el Estado y la Iglesia cambiará y se removerá algo en nuestro país? Spaemann: En efecto, opino lo mismo. La estrecha vinculación entre Estado e Iglesia que tenemos en Alemania tiene naturalmente como presupuesto que la mayoría del pueblo sea cristiano y que pertenezca a una Iglesia cristiana con convicción. No hay nada más bello para un cristiano que un pueblo cristiano y una auténtica Iglesia popular. No se debe rivalizar entre el ideal de una Iglesia jerárquica y el de una Iglesia popular. Cristo ha venido para los débiles y los pobres. Los débiles son también aquellos que buscan arrimarse a algo y necesitan un entorno para poder reafirmar sus convicciones. Vituperar es fácil para gentes que disponen de suficientes bienes, suficiente formación, etc., para poder mantenerse firmes por sí mismos, pero eso no sucede con la mayoría de las personas.

Por otro lado, no hay nada peor que una Iglesia popular cuando se engaña a sí misma. Si la mayoría de las personas de un país no son cristianos, entonces no podemos hablar de una Iglesia popular. Si se obra como si la hubiera, en ese caso la Iglesia tiene que adaptarse cada vez más al mundo secular para poder afirmar su posición. Pero esto también supone el final de toda preocupación misionera que la podría conducir nuevamente a ser una auténtica Iglesia popular. La colaboración con el Estado no es para la Iglesia un fin en sí mismo, y sólo puede tener pleno sentido bajo determinadas circunstancias, siempre que no tenga que pagar para ello un precio que afecte a su identidad.

Se puede traer aquí a colación la renovación católica en Francia a finales del siglo XIX, cuando muchedumbres de intelectuales se hicieron católicos. ¿Qué tipo de Iglesia era aquella a la que estas gentes acudieron? Se trata de una Iglesia vituperada que más tarde quedó marginada en el “guetto”, una Iglesia completamente inadaptada a su tiempo. Era una Iglesia antimoderna en la que confluyeron los más grandes espíritus de Francia, y naturalmente también ellos la transformaron, le dieron mayor apertura al mundo y la sacaron del guetto. ¿Qué pasa entonces con la cuestión: guetto sí, o no? Es una cuestión completamente irrelevante para la Iglesia. Ella nunca elegirá voluntariamente el guetto, pero tampoco pagará –no debe hacerlo– precio alguno por evitarlo. La denominada Iglesia del guetto precisamente se manifestó con una tremenda vitalidad.

Aquella renovación católica de Francia se produjo no gracias a los seguidores de aquellos clérigos que prestaron el obligado juramento prescrito por la Constitución revolucionaria, sino gracias los que fueron asesinados por rehusar jurarla.

Nuestro sistema tributario eclesiástico, las Facultades de Teología en las Universidades, etc., todo ello presupone que las Iglesias cristianas representan una parte esencial de nuestro pueblo. Se trata pues de instituciones perfectamente justificadas. Las Facultades teológicas son la expresión natural de una sociedad en la que la fe posee una respetabilidad intelectual, lo que sigue siendo reconocido todavía por una gran parte del pueblo. Pero si en alguna ocasión no fuera éste el caso, entonces desasirse de esos vínculos podría ser un modo precisamente de salvar a la Iglesia.

POLITISCHE STUDIEN: Profesor Spaemann, le agradecemos mucho esta conversación.

Traducción del alemán: José María Barrio Maestre. Robert Spaemann nació en Berlín en 1927. Después de estudiar Filosofía, Historia, Teología y Filología Románica en Münster, München, Friburgo y París, hizo el doctorado en la Facultad de Filosofía de Münster bajo la dirección de Joachim Ritter. Siguieron cuatro años de actividad como lector editorial. Después de su habilitación como profesor en 1962, Spaemann se convirtió en profesor ordinario de Filosofía y Pedagogía en el TH de Stuttgart, y en 1969, catedrático de Filosofía en la Universidad de Heidelberg (como sucesor de Gadamer). Desde 1973 hasta 1992, año en que se jubiló y fue nombrado profesor emérito, ejerció la cátedra de Filosofía I en la Universidad Ludwig-Maximilian de München. Junto a numerosas distinciones, en 1990 recibió las insignias de “Oficial de la Orden de las Palmas Académicas” por su obra científica y sus méritos en relación con el intercambio científico germano-francés. La muy dilatada obra filosófica de Robert Spaemann abarca, entre otros, numerosos trabajos sobre Filosofía de la Naturaleza y Antropología, sobre Ética y Filosofía Política. Por ejemplo: “Crítica de las utopías políticas” (1977); “La pregunta para qué; historia y redescubrimiento del pensar teleológico” (1981); “Felicidad y benevolencia. Ensayo sobre ética” (1989); “Personas: ensayo sobre la distinción entre algo y alguien” (1996). En numerosas ocasiones Spaemann se ha pronunciado decididamente acerca de cuestiones controvertidas de carácter político en torno al aborto y la eutanasia, desde la investigación biomédica hasta la energía nuclear, así como sobre el medio ambiente. Además de todo esto, este renombrado filósofo es considerado también como uno de los más destacados pensadores cristianos del momento actual.

Robert Spaemann, “El doble sentido de felicidad: Tener suerte y ser feliz”

EL DOBLE SENTIDO DE LA FELICIDAD: Tener suerte y ser feliz Robert Spaemann (Traducción del alemán: José María Barrio Maestre) Continuar leyendo “Robert Spaemann, “El doble sentido de felicidad: Tener suerte y ser feliz””

Robert Spaemann, “Alegato a favor del respeto a la vida”

ALEGATO A FAVOR DEL RESPETO A LA VIDA Robert Spaemann (Traducción del alemán: José María Barrio Maestre) Continuar leyendo “Robert Spaemann, “Alegato a favor del respeto a la vida””

Rafael Navarro-Valls, “Globalizar la justicia y el amor”, El Mundo, 5.II.06

Frente al abuso de la religión hasta llegar a la «apoteosis del odio», la primera encíclica de Benedicto XVI («Deus caritas est») contrapone un Dios que crea por amor al ser humano y se inclina hacia él.

Esto explica que, recién elegido Papa, Ratzinger planteara como primer desafío de la humanidad la solidaridad entre las generaciones, la solidaridad entre los países y entre los continentes, «para una distribución cada vez más equitativa de las riquezas del planeta entre todos los hombres». Lo cual no es simple filantropía, sino un «impulso divino» que empuja a aliviar la miseria. Esta es la clave de la encíclica «Deus caritas est». Pocos comentarios han destacado que esta encíclica es claramente una encíclica «social». Un documento que se mueve en la estela de las grandes encíclicas sociales, iniciadas por la «Rerum Novarum» de León XIII.

Desde mediados del siglo XVIII, concretamente desde Benedicto XIV (1740), las encíclicas son cartas circulares impresas, dirigidas por el Papa a todo (o a parte) del episcopado, y a su través, a los fieles e incluso a todos los hombres de buena voluntad. Por lo común, suelen responder a cuestiones particulares de una época, y es una de las fuentes principales de la predicación de la Iglesia católica. La que acaba de publicar el Papa Ratzinger será la número 294 desde Benedicto XIV.

En el siglo XX, el Papa que más encíclicas publicó fue Pío XI (41) y el que menos, Juan XXIII (7). Catorce publicó Juan Pablo II. No parece que Benedicto XVI vaya a ser de los más prolíficos. Y no sólo por su edad. Piensa que los problemas de la Iglesia no se arreglan desde un escritorio. Insiste en que la Iglesia «habla demasiado de sí misma. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina». La primera encíclica de los papas del siglo XX tiende a ser programática. Marca el rumbo de fondo por el que desean conducir a la Iglesia. Así, Juan XXIII unió su primera encíclica («Ad Petri cathedram») a la finalidad que se había propuesto al anunciar la celebración del Concilio Vaticano II: promover el conocimiento de la verdad como camino para las restauración de la unidad y de la paz. Pablo VI igualmente conectó su primera encíclica («Ecclesiam suam») con el mismo Concilio, ya que su publicación coincidió con el final de su segunda sesión. En ella planteaba los tres caminos por los que se proponía conducir la Iglesia: conciencia, renovación y diálogo. En fin, Juan Pablo II en la «Redemptor hominis», también su primera encíclica, entiende que la cuestión del hombre no se puede separar de la cuestión de Dios. Por eso su objetivo -evidente en todo su largo pontificado- fue unir antropocentrismo con cristocentrismo. Es decir, resaltar que sólo es posible la comprensión del hombre mirando aquel de quien es imagen: Dios.

En sintonía con el programa de su antecesor, esta primera encíclica de Benedicto XVI comienza apuntando a la esencia de Dios: la caridad, el amor. Y, contra lo que viene afirmándose en los primeros comentarios que he leído, es también programática. Tan programática que, contra toda praxis, el propio Papa quiso explicar, dos días antes de su publicación, la finalidad que con ella se proponía. Y lo hizo tomando como punto de partida la «Divina Comedia». Al igual que Dante en su gira cósmica lleva al lector ante el rostro de Dios, que es «el amor que mueve a las estrellas», Ratzinger quiere enfrentar al hombre con un Dios que «asumió un rostro y un corazón humanos».

Cuando inició su pontificado, Benedicto XVI insistió en que su verdadero programa de gobierno no se centraría en seguir sus propias ideas, «sino en dejarme conducir por el Señor, de modo que sea él mismo quien guíe a la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Leyendo su primera encíclica se confirma ese propósito.No es una exposición de alguno de los temas favoritos del cardenal Ratzinger, por ejemplo el relativismo. Es, más bien, un texto en que el autor pasa a segundo plano concentrando su atención en la primera palabra con la que empieza la encíclica : «Dios».Su programa parece como si viniera impuesto por una fuerza externa al propio Benedicto XVI, una fuerza que le impulsa a gravitar sobre los grandes temas de la justicia y la caridad.

Ratzinger en sus escritos intenta, de uno u otro modo, reivindicar la razón en el cristianismo. Lo que él mismo ha llamado «la victoria de la inteligencia» en el mundo de las religiones. En esta encíclica parece dejarse llevar por un impulso diferente: la reivindicación de la justicia y el amor como signo distintivo de su programa de acción. No se olvide que desde que Ratzinger publicara en 1954 su primer libro, su producción científica ha sido abrumadora: miles de trabajos y más de 50 libros. La inteligencia y claridad de lo que escribe le hace ser uno de los autores más leídos del siglo XX. «Me siento menos sola cuando leo los libros de Ratzinger», decía Oriana Fallaci a «The Wall Street Journal». «Soy una atea, añadía, y si una atea y un Papa creen las mismas cosas, hay mucho de verdad allí». Efectivamente, nadie -creyente o no- puede discutir el mensaje de Benedicto XVI en «Deus caritas est».

Resumiendo, yo diría que su encíclica pretender «globalizar la justicia y el amor». De modo que en la gran familia humana -y también en esa familia que es la Iglesia- no haya ningún miembro «que sufra por falta de lo necesario». Naturalmente, antes de hablar de amor hay que reivindicar la justicia en las relaciones humanas. Por eso Benedicto XVI utiliza una dura frase de San Agustín para calificar «de gran banda de ladrones» a un Estado que no se rigiera por la justicia. Con ello está diciendo que la justicia es el objeto y la medida de toda política. La política no es simplemente «una técnica» es, antes, una forma de ética. Naturalmente, eso es misión del Estado, pero no sólo de él. Es, ante todo, una gran tarea humana. Por eso Benedicto XVI reivindica para la Iglesia el deber de ofrecer, «mediante la purificación de la razón y de la ética», una contribución específica que haga a la justicia comprensible y políticamente realizable. De ahí, por ejemplo, la absoluta necesidad de la libertad religiosa.

Pero si la justicia es imprescindible, Benedicto XVI reivindica para la caridad (el amor) un puesto importante. El sufrimiento no sólo reclama justicia. Reclama, además, la amorosa atención personal. Y aquí, las fuerzas sociales -incluida la Iglesia- son insustituibles en su cercanía a la indigencia, material o espiritual. Sorprende el vigoroso aliento que de toda la encíclica se desprende hacia las nuevas formas de voluntariado social, que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres y mujeres necesitados de auxilio. La contraposición que el Papa hace del deterioro que entre los jóvenes produce la «anticultura de la muerte» (por ejemplo la droga) y, por contraste, la dignidad que en ellos mismos se trasluce en la «cultura de la vida», que se entrega a los demás en el voluntariado, es ciertamente uno de los pasajes más entrañables de la encíclica. No se crea, sin embargo, que el mensaje de Benedicto XVI es una simple exhortación «al activismo social». Es mucho más que eso, pues al fijarse en Teresa de Calcuta (probablemente la activista social más destacada de todo el siglo XX) hace notar que su fecundidad fue debida a su vida interior, a su unión con Dios en la atención a los más abandonados de todos. De ahí que el Papa Ratzinger siente como conclusión: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo».

El centro de gravedad de la Iglesia pasó durante el siglo XX y XXI de Europa al Tercer Mundo, con un 62% de los católicos viviendo actualmente en Iberoamérica, África y Asia. Es en estas zonas donde la miseria tiende sus tentáculos con más fuerza. Benedicto XVI parece querer apuntar hacia esos lugares como uno de los desafíos de su pontificado. Por eso he dicho que «Deus caritas est» es , primordialmente, una encíclica social.

Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”

¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.

No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.

El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.

También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.

El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.

El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.

Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.

Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.

Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.

Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.

Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.

La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.

Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.

Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.

En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.

-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía -le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.

Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.

Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.

Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?