Rafael Navarro-Valls, “¡Ya no es sólo la economía!”, El Mundo, 15.XI.05

Si prospera el nombramiento de Samuel Alito para el Tribunal Supremo de EEUU, la mayoría de magistrados serán de confesión católica: Antonin Scalia, Clarence Thomas, Anthony Kennedy, John Roberts y el propio Alito. Como anota James Davidson, los protestantes habían sido hasta ahora tan dominantes en el Tribunal que la mitad de los jueces han procedido de tres denominaciones distintas: episcopalianos, presbiterianos y congregacionales . En el otro lado del Atlántico, Francia se prepara para celebrar dentro de unos días el centenario de la famosa ley de 1905, aún vigente, en la que se estableció un sistema de relaciones Iglesias-Estado con un «núcleo duro» de laicismo puro, posteriormente dulcificado por el buen sentido común y jurídico. Las constituciones pasan por fases en que mantienen a los ciudadanos en una especie de letargo y otras en que los entregan a una agitación febril. En España una época de paz jurídica constitucional está siendo sustituida por otra de inquietud jurídica. En ella se detecta el resurgir de una cierta guerra fría religiosa. Por un lado están los fundamentalistas de nuevo cuño, variantes de ayatolás que necesitan comerse crudo un Salman Rusdhie un día sí y otro también. Por otro, exaltados ideócratas, representantes del nuevo clero laicista, que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones y consideran intolerable cualquier colaboración entre el poder político y las Iglesias.

¿Qué hilo anuda estas tres situaciones? Veamos.

El modelo francés de relaciones Iglesias-Estado diseñado por la ley de 1905 aparece agotado y desde Régis Debray hasta Nicolás Sarkozy, pasando por Le Monde y Liberation buscan en el debate nuevas vías que den vigor «al bello cadáver».

España comienza a ser consciente de que lo último que le interesa es una nueva guerra de religión, ya que si no queremos elegir la vía del conflicto como norma hemos de escoger la vía de la colaboración como sistema. Conclusión: el hilo conductor de situaciones lejanas cultural y geográficamente es el alumbramiento de un nuevo concepto de laicismo. Un concepto que equilibre la necesaria independencia entre poderes con su inevitable colaboración. Al primer aspecto apuntaba Tocqueville con estas palabras: «Me pregunté cómo podía ser que, al disminuir la fuerza aparente de una religión, llegara a aumentar su poder real. Cuando se alía a un poder político, la religión aumenta su poder sobre unos cuantos, pero pierde la esperanza de reinar sobre todos». El segundo late en el art.9.2 de la Constitución Española cuando habla de «facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». El verdadero laicismo huye como de la peste de ese «despotismo blando» del Estado que encierra a los ciudadanos en el gueto de sus corazones, discriminándolos por sus convicciones religiosas y mirando con desafecto a los que discrepan de lo políticamente correcto.

El laicismo positivo crea espacios de libre mercado de las ideas, respetando y estimulando todas: también las de los ciudadanos con fuertes convicciones religiosas. De ahí que el propósito de la separación entre las Iglesias y el Estado, a que apunta el laicismo, no es el de hacernos libres de la religión, sino el de hacernos oficialmente libres para la práctica de la religión (William McLoughlin).

España no es Estados Unidos, pero también aquí se detecta el resurgir de los valores (incluidos los religiosos) en la vida política. Todavía no ocurre lo que sucedió en Norteamérica a partir de 1996, donde la preocupación por la moral convirtió la religión en uno de los prioritarios focos de atención, como demuestran los sondeos realizados inmediatamente después de las elecciones presidenciales de 2000 (extrapolables a las del 2004).En esa ocasión, los norteamericanos concluyeron que «una mayor presencia de la religión era el mejor modo de fortalecer los valores familiares y la conducta moral» y el 70% declaró que querían que aumentara la influencia de la religión en ese país (The Public Interest, primavera de 2001). Pero también en España, por ejemplo, dos de las manifestaciones populares más numerosas desde la Transición han tenido como trasfondo problemas morales y religiosos: familia, matrimonio y educación. Millones de personas toman las calles no para pedir nuevas carreteras o la creación de puestos de trabajo, sino tutela de la familia, libertad de educación o una legislación que contribuya a la solidez de los matrimonios. Esto hace pensar que también aquí podría decirse lo que comienza a concluirse en otras zonas políticas: «¡Ya no es sólo la economía, estúpido!», que sustituye el memorable graffiti colocado por James Carville («It”s the economy, stupid!») en la puerta de la oficina electoral durante la campaña presidencial de Clinton en 1992. Efectivamente, las campañas electorales hoy ya no se ganan solamente con parámetros económicos, sino también planteando soluciones coherentes a los problemas sociales, muchos de ellos desde perspectivas de valores.

Antes he apuntado la conveniencia de elaborar un nuevo concepto de laicismo. Esta necesidad se acentúa cuando se observa de cerca el tipo de laicismo que subyace en la aludida ley francesa de 1905 y que tanta influencia sigue teniendo en alguna intelligentsia española. En realidad, lo que se descubre en ella es un proceso de mitificación del concepto, que oculta más sombras que claros. La moderna concepción francesa de laicismo se desarrolló principalmente durante dos períodos: los años siguientes a la revolución de 1789 y los años de la III República (particularmente desde 1870 hasta 1905). En estos dos periodos se identifican una serie de acontecimientos que ilustran que el laicismo no emerge de las nociones de tolerancia, neutralidad o separación, sino, como han demostrado desde enfoques distintos Jeremy Gunn y Michael Burleigh, del conflicto y de la hostilidad, casi siempre dirigida contra la Iglesia católica. Basten los ejemplos siguientes.

El 12 de julio de 1790, la Asamblea Constituyente adoptó la Constitución Civil del clero, que los historiadores han descrito como el principio de una «guerra santa» (Schama) y casi una «guerra civil» (McManners).

Durante los dos años posteriores a 1792, miles de clérigos y monjas fueron asesinados en París y otras partes de Francia . Al menos unos 20.000 fueron forzados a renunciar a sus votos.

En los tres años siguientes a la adopción de la Ley sobre asociaciones de 1901, el Estado francés rehusó reconocer personalidad jurídica a las congregaciones, miles de escuelas religiosas fueron cerradas y varios miles de monjes y monjas se vieron forzados al exilio. En fin, la propia ley de 1905 sobre la separación de la Iglesia y del Estado expropió masivamente los edificios de la Iglesia construidos antes de 1905. El nuevo laicismo, reclamada desde sectores diversos del pensamiento político y jurídico español, abandona sus resabios arqueológicos para reconocer en la dimensión religiosa de la persona puntos de encuentro en un contexto cada vez más multiétnico y pluricultural.Cuando Régis Debray, nada sospechoso de clericalismo, preconiza el paso de un laicismo de incompetencia o de combate a un laicismo de inteligencia en materia de educación religiosa apunta a un problema no sólo de Francia sino también de España. No se entiende bien la reticencia del Gobierno de Zapatero a conceder un puesto digno a la enseñanza de iniciativa social y a la enseñanza de la religión en un contexto europeo en el que hasta el laborista Blair en Inglaterra acaba de anunciar una reforma crucial de la enseñanza secundaria basada en la libertad: variedad de escuelas, libertad de elección, autonomía escolar, más poder para los padres y apertura a instituciones como iglesias, fundaciones, etcétera para que puedan hacerse cargo de colegios financiados por el Estado.

En fin, no puede ser obstáculo para este nuevo concepto de laicismo positivo la confusa idea (presente, por ejemplo, en la última película de Ridley Scott El reino de los cielos) de que la firmeza de convicciones religiosas lleva en sí el germen del fanatismo y la intolerancia. Robert A. Pape, de la Universidad de Chicago, acaba de compilar datos sobre los 315 ataques suicidas ocurridos en el mundo entre 1980 y 2003. Los números revelan que hay menos relación de lo que se cree entre terrorismo suicida y fundamentalismo religioso. La conclusión de Pape es que «lo que tienen en común casi todos los ataques suicidas es un objetivo estratégico y no religioso». En otras palabras, «si israelíes y palestinos, por ejemplo, llevan décadas combatiendo no es porque unos crean que Alá es mejor que Yahvé, sino porque se disputan una misma tierra». Y no pocas veces los que combaten son sionistas laicos contra palestinos no religiosos.

En síntesis: el Estado debe ser consciente de que necesita de las energías morales que él no puede aportar. Es decir, que uno de los núcleos de la cultura es precisamente «el culto» (de donde proviene la propia palabra), aquello que el ser humano aprecia y venera. Si lo intentamos arrumbar al desván de los recuerdos, nos quedamos entre las manos con lo que Weigel llama «un esqueleto sin vida». Y es que cuando el hombre huye de la trascendencia le persiguen otros dioses (la ambición, el orgullo, la insolidaridad, la discriminación y el lucro salvaje) que acaban alcanzándole.

Joseph Ratzinger, “Sin Dios, nada se construye”, Alfa y Omega nº 458, 7.VII.05

L´Europa di Benedetto nella crisi della cultura: nuevo libro del Papa Benedicto XVI. Ofrecemos un fragmento publicado por el diario Corriere della Sera y por el semanario Alfa y Omega. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Sin Dios, nada se construye”, Alfa y Omega nº 458, 7.VII.05″

Rafael Navarro-Valls, “Un papa post-ideológico”, Veritas, 1.IX.05

Doscientos cincuenta millones de personas han seguido por televisión el viaje de Benedicto XVI a Colonia. Si a ellos se unen los casi 300 millones que lo han acompañado a través de la prensa y la red, resulta una cifra cercana a los 500 millones de ciudadanos del mundo interesados por el periplo alemán. Un hecho histórico, si se tiene en cuenta que tras el Papa de Polonia, que fue el primer país invadido por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, fue elegido como sucesor de Pedro un alemán que, como dijo el presidente Köhler al recibirle, forma parte de la generación “de los niños de la defensa antiaérea”. Eso ha permitido que el Papa alemán estrechara, de entrada, los lazos con su patria. La acogida en el aeropuerto, con una Alemania volcada y orgullosa, así como la visita a la sinagoga destruida la “noche nazi de los cristales rotos”, permitió a Benedicto XVI pasar simbólicamente “una página oscura y dramática de la conciencia colectiva de Alemania” (Guènois). En fin, el encuentro con los obispos alemanes, a los que invitó “a capitalizar” las energías liberadas por ese millón de jóvenes, pacíficamente “invasores” del centro de la vieja Europa, fue el prólogo de la visita al corazón de un país que prácticamente inventó todas las modernas herejías anticristianas.

Probablemente dos frases audaces sintetizan el mensaje de Benedicto XVI. La primera, lanzada como un desafío a los jóvenes, venía a decir “que sólo una gran explosión de bien puede vencer al mal” , produciendo la transformación necesaria para cambiar al mundo. La segunda, que la “fisión nuclear” en el corazón más escondido del ser, se produce en el misterio de la Eucaristía, liberando la energía necesaria para cambiar al Hombre. He aquí la gran revolución : “sólo Dios transforma al mundo” . Parece que esas palabras no han caído en saco roto. Sobre todo si se piensa que el domingo tuvo lugar en Bonn un Encuentro Mundial de jóvenes neocatecumenales , en el que cerca de 2.000 se ofrecieron como sacerdotes y consagradas. Y ayer mismo el Papa vaticinaba desde Roma que la semilla sembrada en el corazón del millón de jóvenes, acabaría transformándose en “una nueva primavera de esperanza para Alemania, Europa y todo el mundo”.

Las Jornadas de la Juventud duran ya veinte años. La intuición de Juan Pablo II era acertada : tres millones de jóvenes lo acompañaron en Manila, dos millones en Roma , un millón en Paris. Otro millón ha estado con Benedicto XVI en Colonia. Las generaciones- como los Papas -cambian, pero esas Jornadas parecen sobrevivirlos.

Pero para entender los primeros pasos de Benedicto XVI por la Historia, no hay que perder de vista su propia psicología. Ratzinger era, cuando fue elegido Papa, uno de los 4 o 5 primeros intelectuales del mundo actual. No me refiero sólo a un “intelectual teólogo”: su obra se abría a todos los temas de hoy, con una excepcional capacidad diagnóstica sobre la modernidad. Eso explica que el primer filósofo actual –Jürgen Habermas, agnóstico, por cierto- quiso tener con Ratzinger un largo coloquio, recientemente publicado, que es una obra maestra de la post-modernidad, una verdadera delicia intelectual. El desafío de Benedicto XVI radica ahora en pasar de la “dimensión diagnóstica” a la “dimensión operativa y terapéutica”. Tránsito que deberá hacer con su propio estilo, que es más de argumentación que de imposición. Sus discursos en Colonia y sus actuaciones muestran un Papa que “ha tenido el coraje de ser él mismo” (Messori) .

Ciertamente hay una continuidad –que también es discontinuidad- con Juan Pablo II. Ninguno de los dos procedían de la “estructura burocrática”. Juan Pablo II, porque venía “de fuera” geográficamente. En el caso de Benedicto XVI, porque su pensamiento, plasmado en una extraordinaria producción científica, giraba “fuera”, es decir, en los temas del mundo y no en los temas del “burocratese” eclesiástico. Por eso había sido invitado a una memorable intervención en Oxford, era miembro del Instituto de Francia y las principales Universidades americanas habían tenido el honor de escucharle. Este pontificado -se ha dicho- será “de conceptos y de palabras”. Y en Roma se apostilla –para explicar las diferencias entre Juan Pablo II y Benedicto XVI- que “cada uno de los doce apóstoles eran diferentes, pero todos eran servidores de Cristo”.

Benedicto XVI tiene el convencimiento de que el cristianismo no se puede construir a base de fórmulas elaboradas sobre la mesa de un escritorio. Para el nuevo Papa, es un error “preocuparnos demasiado de nosotros mismos”, ya sea dándole vueltas al celibato de los sacerdotes, la ordenación de mujeres o diseñando nuevos organismos eclesiales. Entiende que la Iglesia “habla demasiado de sí misma”, preocupada por su propia estructura. La verdadera reforma no puede reducirse “a un celoso activismo para erigir nuevas y sofisticadas estructuras”. Para Benedicto XVI, lo que necesita la Iglesia para responder en todo tiempo a las necesidades del hombre “es santidad, no management”.

Desde luego, todo Papa es previsible –incluido Benedicto XVI-, pues no inventa el contenido de la identidad cristiana. Pero es cierto que también es imprevisible, ya que es el resultado de esa delicada dialéctica entre persona e institución. Con Benedicto XVI esa relación será -es ya, como se ha visto en Colonia- de una creatividad extraordinaria. No siendo la menor novedad su intento de librar a la Humanidad de la esclavitud de las ideologías . Un Papa “post-ideológico”: así se le ha comenzado a llamar. Puede permitírselo, pues es consciente de pertenecer, en sus propias palabras, “a una familia grande como el mundo, que comprende cielo y tierra, el pasado, el presente y el futuro”.

Joseph Ratzinger, “Una confusa ideología de la libertad”, Subiaco, 1.IV.05

La tarde del 1 de abril le fue entregado al entonces cardenal Joseph Ratzinger, en el monasterio de Subiaco, cuna de los benedictinos y de Europa, el Premio San Benito «por su labor excepcional a favor de la promoción de la vida y de la familia en Europa». Nadie podía imaginar, aquella tarde, que, pocos días después, el premiado sería elegido Papa y adoptaría el nombre del Patrono de Europa. En aquella ocasión, el cardenal Ratzinger pronunció un importante discurso, en el que, bajo el título Europa en la crisis de las culturas, reflexionó sobre culturas que hoy se contraponen. De este significativo discurso ofrecemos lo publicado en Alfa y Omega Nº 448 el 28.IV.2005 Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Una confusa ideología de la libertad”, Subiaco, 1.IV.05″

Joseph Ratzinger, “Por qué pertenezco a la Iglesia”, 1971

Podemos pensar en la iglesia católica comparándola con la luna: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería oscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro. La sonda lunar y los astronautas descubrieron que la luna es solo una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, vieron una realidad distinta a la de la antigüedad: no como luz. Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma lo desierto, arena y rocas. Sin embargo, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales.

¿No es ésta una imagen exacta de la Iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor.

Yo estoy en la iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de nuestra iglesia vive su iglesia y no puedo estar cerca de Él si no es permaneciendo en su iglesia. Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino suya.

La Iglesia es la que, no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella, nos da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una realidad viva y poderosa, aquí y ahora. Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula. ¿Y qué sería la humanidad privada de Cristo? Si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano. No se puede creer en solitario. La fe es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Esta fe o es eclesial o no es tal fe. Además así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención.

Yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo.

Yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la iglesia salva al hombre. El gran ideal de nuestra generación es uno, sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia. En este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en el poder. Se nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.

En realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están destinadas al fracaso.

El amor no es estético ni carente de crítica. La única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo, trasformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucedería de distinto modo en la Iglesia? Conferencia-Testimonio, Alemania (1971)

Joseph Ratzinger, “El fundamentalismo islámico”, Rialp, 1993

Reflexión sobre «El fundamentalismo islámico» tomada de «Una mirada a Europa», libro del cardenal Joseph Ratzinger publicado por la editorial Rialp (www.rialp.com), 1993.

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Joseph Ratzinger, “Las catorce encíclicas de Juan Pablo II”, 9.V.03

Conferencia en el congreso organizado por la Universidad Pontificia Lateranense de Roma dedicado a los 25 años del precedente pontificado, el 9 de mayo de 2003.

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Joseph Ratzinger, “Sobre el 11-S”, 2001

Entrevista de Antonella Palermo al cardenal Ratzinger después del 11-S, difundida en «Radio Vaticana» en 2001. En el momento de la entrevista, la guerra de los Estados Unidos contra el terrorismo en Afganistán había entrado en su segundo mes.

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Ignacio Sánchez Cámara, “La vida humana como medio”, ABC, 25.V.05

La clonación humana nunca es lícita; ni siquiera la que se practica con fines terapéuticos o al servicio de la experimentación científica. ¿Y por qué no también la eugenésica? La vida embrionaria es ya un proyecto de ser humano, es decir, de persona. Y la dignidad de la persona obliga a tratarla siempre como un fin en sí y nunca como medio.

No es lícito producir vida humana con el fin de destruirla, aunque sirva a la experimentación médica o a la curación de otras personas. No faltan discusiones sutiles sobre el origen de la vida, pero, por más vueltas que se le dé, la vida comienza desde el momento de la concepción, desde la formación del embrión.

La ley no debe vulnerar la dignidad de la vida, ni condicionarla a la autonomía de los padres.Por ello, al proyecto de ley que prepara el Gobierno socialista sobre clonación terapéutica hay que oponerle graves objeciones morales y jurídicas. No basta invocar a la ciencia. La ciencia no posee licencia para matar ni tampoco para manipular y reducir la vida a puro medio. También el doctor Mengele invocaba, en vano, a la ciencia. (Nota para manipuladores: no estoy equiparando nada).

Ignacio Sánchez Cámara, “Si no es cristiana, no es Europa”, ABC, 9.XII.04

El cristianismo es una religión, un mensaje de salvación dirigido a todos los hombres. Ningún continente, región, pueblo, ideología o partido político, nadie en suma, puede apropiárselo sin injusticia. La vigencia del cristianismo, como la de toda religión, depende de la existencia de auténticos cristianos y, como consecuencia de ella, de su capacidad para impregnar las vidas personales y la vida colectiva. No hay una cultura cristiana sin cristianos, aunque pueda haber cultura cristiana sin que muchos de sus miembros lo sean. Quiero decir que existe una cultura cristiana, pero el cristianismo no es una mera cultura.

Quienes se atienen a lo más visible de la historia, a lo superficial, tienden a pensar que la clave de la difusión del cristianismo y, para quienes tienen fe, la obra de la Providencia, residió en su nacimiento en el ámbito universalista del Imperio Romano. Por mi parte, me permito apuntar otra clave, y otra interpretación de la Providencia. Europa es la síntesis entre la filosofía griega y la religión cristiana. Europa, es decir la Cristiandad, es imposible sin ambas. No soy, en absoluto, original al adherirme a esta primacía griega. Husserl, por ejemplo, afirma que Europa tiene lugar y fecha de nacimiento: Grecia y los siglos VII y VI antes de Cristo. Éste es su origen remoto. Pero, sin el ingrediente cristiano, no habría surgido propiamente Europa sino sólo la Hélade. Nuestra civilización es el resultado de la síntesis entre Atenas y Jerusalén, y su misión, dar razón de lo Absoluto. Sea esto dicho sin demérito para el Derecho romano ni para la ciencia moderna, hija al cabo del pensar griego. La esencia de Europa se encuentra en la filosofía y el cristianismo. La muerte de la filosofía o del cristianismo sería la muerte de Europa.

Lo que me gustaría sugerir es que, si esto es cierto, y pienso que lo es, el cristianismo no constituye sólo una de las raíces espirituales de Europa, sino que es también parte de su esencia. Entonces, la posibilidad misma de una Europa no cristiana sería una contradicción en los términos. «Europa cristiana» vendría a ser una expresión tan obvia como «círculo redondo». Todo lo que nuestra civilización es y ha hecho en la historia es sencillamente ininteligible sin el cristianismo. Para bien y para mal, y creo que, en justo balance, más para bien. Podemos elegir el ámbito que queramos: político, social, cultural, incluso económico. Pensemos en lo más superficial y, por ello, fundamental para los superficiales: la política. Allí donde no anidó la semilla del cristianismo germina con dificultad, próxima a la imposibilidad, la democracia. Sin la idea de Dios y la creación del hombre a su imagen, la dignidad de éste se resquebraja y se reduce a la animalidad. Sin la común paternidad divina, la fraternidad entre los hombres es pura quimera. Y, sin fraternidad no son posibles la igualdad ni la solidaridad. Incluso la Ilustración no es sino un fruto tardío y extraviado de la idea de Dios. Suprimido el cristianismo, la cultura europea quedaría reducida casi a la nada.

La incultura y la ignorancia, es decir la barbarie, entienden otra cosa: que Europa sólo llega a ser lo que es cuando logra despojarse del cristianismo. Su desconocimiento de la Edad Media carece de límites. No les importa que todo lo que defienden como laicistas conversos se tambalee en cuanto se prescinde del cristianismo. En este sentido, Nietzsche fue un genial vidente. La muerte de Dios vuelve todo del revés. No queda en pie ni la moral cristiana, ni la dignidad del hombre, ni los derechos humanos, la democracia, el socialismo, el liberalismo y el anarquismo. Sólo quedan los valores vitales propios del superhombre, su jerarquía y su autoridad. Vano es el intento de quienes suprimen a Dios y pretenden apuntalar todo el edificio con sucedáneos como la razón o la justicia. El edificio, inexorablemente, se desmorona. Por eso, quizá Nietzsche sea la única alternativa seria al cristianismo. San Pablo afirmó que si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres. O Dios o el nihilismo. No hay alternativa. Otra cosa es que, como Max Scheler magistralmente demostró en El resentimiento en la moral, la crítica nietzscheana a la genealogía de la moral cristiana resulte equivocada.

Quienes se empeñan en esta tarea imposible de sustentar sus convicciones en el aire, sin su único fundamento posible, al menos deberían reconocer la inmensa labor social de la Iglesia en beneficio de los pobres y marginados. Pero nadie puede ver lo que no quiere ver. Sólo se fijan en los errores, y apenas les importa que sea precisamente la Iglesia la institución que más se ha empeñado en reconocerlos y pedir perdón por ellos, a pesar de que no se le reconozcan los muchos bienes que ha producido. Las mezquindades, agresiones e injusticias actuales no son sino síntomas de un mal mucho más hondo. Éste es el que debe ser tratado, más que aquellas. En España, cualquier estupidez compartida con otros pueblos adquiere proporciones ciclópeas. Toda politización del cristianismo fracasa necesariamente, tanto la de unos como la de los otros. Acaso el pasaje evangélico de la adúltera perdonada muestre el camino. Unos se obstinan en la lapidación; otros, se quedan con el perdón. Aquellos suelen olvidar la distinción entre la moral y el Derecho y propugnan una especie de «juridificación» de la moral. Éstos olvidan que Cristo, después de renunciar a condenar a la adúltera, le dijo: «Vete y no peques más». No declara, pues, abolidos el mal y el pecado. Por lo demás, sin la falta es imposible el perdón. También manipulan algunos su presencia entre prostitutas, publicanos y pecadores, pues no se trata de adhesión a su forma de vida ni de complacencia en su compañía, sino, por el contrario, de cumplir su misión de salvar a los pecadores. La Iglesia cumple su tarea, si no me equivoco, cuando condena el pecado y perdona al pecador arrepentido, no si insiste sobre todo en condenar jurídicamente al pecador ni si declara abolido el pecado.

La tragicomedia que vivimos es más obra de la ignorancia que de la maldad, aunque acaso ambas caminen, como enseñó Sócrates, de la mano. Lo que resulta más difícil de entender es el empeño, deliberado o no, de suscitar un problema donde no lo había. No hay en España una cuestión religiosa. La aconfesionalidad del Estado, que no el laicismo, está reconocida y garantizada por la Constitución y nunca ha sido puesta en entredicho, ni con los gobiernos de la UCD, ni con los del PSOE, ni con los del PP. La libertad de expresión de la Iglesia no se encuentra limitada por la conformidad forzosa con las propuestas legislativas del Gobierno. Criticar a la mayoría nunca es antidemocrático. Silenciar a las minorías sí que lo es. Es sólo cierto ingenuo y fatal adanismo, que parece haber invadido a los actuales gobernantes, el que les sugiere que todo está por estrenar: la democracia, la libertad y la aconfesionalidad del Estado. Incluso se diría que aspiran a estrenar una nueva Constitución. Sólo cabe esperar que lo que el Gobierno no rectifique por convicción, al menos lo haga por propio interés. España forma parte de Europa. Y ésta, si no es cristiana, no es Europa, sino que queda reducida a la condición geográfica de continente o a mero espacio para el libre comercio.