En la polémica sobre la «excepción cultural» se mezclan principios teóricos e intereses, más o menos confesados. Acaso convenga discernir entre unos y otros. El argumento principal de los partidarios de la llamada «excepción cultural» puede resumirse así: la cultura no debe ser tratada como una mercancía y debe ser excluida de la aplicación del principio de la libre circulación de bienes. Este argumento viene apoyado por otro, complementario: los productos culturales deben ser objeto de una protección especial por parte de los Estados, ya que entrañan la expresión del alma y la identidad de los pueblos. Los dos ofrecen deficiencias y, por otra parte, es posible defender lo segundo sin adherirse necesariamente a lo primero.
Una vez más, parece que nos encontramos ante un debate nominalista: ¿es o no la cultura una mercancía? La respuesta es: depende. Omitamos, a efectos de no complicar la discusión con la introducción de la cuestión elitista, el problema de la jerarquía. No toda obra cultural lo es del mismo rango, ni expresa igualmente al espíritu. Hay obras cuyo valor no rebasa la condición de servir de entretenimiento a las masas. Obra piadosa, sin duda, pero que nada tiene que ver con el espíritu, ni universal ni local. Seamos, aunque transitoriamente, un poco injustos y hablemos de todas ellas por igual. Una obra cultural, en cuanto expresión del espíritu o del ingenio, no es, en principio, una mercancía. Aclaremos que se entiende por mercancía, según la tradición liberal y también según la marxista, todo aquello que se produce con vistas a su venta, destinado a ponerlo en el mercado. La cosa, entonces, resulta bastante clara. Un texto literario, un cuadro, una obra musical, una película, no son, de suyo, mercancías. Si su autor se limita a producirlas o a exhibirlas ante un grupo de amigos o afines, no cabe hablar de mercancía. El texto del Ulises de Joyce o la Segunda Sinfonía de Mahler u Ordet de Dreyer no son, en principio, mercancías. Son grandes creaciones del espíritu humano. Pero cuando se ponen a la venta ejemplares del libro, o se interpreta en una sala de conciertos la composición musical, o cuando se exhibe la película en salas cinematográficas comerciales, sin dejar de ser producciones del espíritu humano, se convierten en mercancías. Y ahí comienzan, al parecer, las maldiciones y los problemas. Marx habló de la existencia de un «fetichismo de la mercancía» en las sociedades capitalistas. Cabría hablar de un fetichismo de signo opuesto por parte de los herederos, sepan o no que lo son, del marxismo. En Marx, la cosa estaba bastante clara. La esencia del hombre consiste en su capacidad de transformar la naturaleza para satisfacer sus necesidades, es decir, en el trabajo. La esencia del hombre es su trabajo. Pero, en el sistema capitalista, el trabajo humano funciona como una mercancía que se compra y se vende, es decir, se cosifica. En eso consiste la alienación. La esencia humana se convierte en mercancía que se compra y se vende. Si a esto se añade la teoría de la plusvalía, que pretende que el valor que recibe el trabajador por su trabajo es inferior a su valor real, quedaría demostrado que la renta del capital es el producto de la explotación, del robo. No es extraño que quienes se adhieren al marxismo asuman una concepción negativa, peyorativa, de la mercancía. Pero no son muy coherentes con su marxismo, expreso o tácito, quienes comprenden la explotación y la reducción del trabajo humano a mercancía cuando se trata de botas o de maquinaria, pero no cuando hablamos de libros o películas. Se desliza aquí subrepticiamente un elitismo latente y no deseado que acaso olvida la dignidad inherente a todo trabajo humano. Quien produce coches produce mercancías, pero quien produce películas o canciones realiza la obra del espíritu. La mercancía es para ellos cosa mala, pero habría que recordar que para Marx lo malo consistía en reducir el trabajo a mercancía y en cosificar al hombre, arrebatándole su propia esencia. Pero abundan más los herederos, acaso no queridos, de Marx que sus atentos lectores. En suma, guste o no a los defensores de la «excepción cultural», un libro puesto a la venta, una película exhibida o una audición musical en una sala a cambio del precio de la entrada son mercancías, del más alto rango espiritual, si se quiere o, al menos, en algunos casos excepcionales, pero mercancías.
Una vez solventada la cuestión nominalista o semántica, pasemos a la económica, pues a poco más se reduce el debate. El problema no consiste entonces en determinar si la cultura es o no una mercancía, sino en decidir si las mercancías culturales merecen o no un trato discriminatorio favorable por su condición espiritual o por ser expresión de las identidades o del alma de los pueblos, o en si hay que poner trabas a la obra foránea del espíritu para defender la propia. La verdad es que todo esto tiene un tufillo reaccionario, más bien poco ilustrado. Cervantes o Velázquez honran a la cultura española, pero, si no me equivoco, no tanto por ser expresión del alma española como por albergar a la universalidad del espíritu. Casi todo, y mantengo el «casi» por pura prudencia, lo que de grande hay en la obra de la cultura es universal. Vamos, que para el espíritu es apenas relevante el lugar de nacimiento. Si el Prado habla en favor de España, lo hace por su dimensión universal. Quiero decir que, si es necesario proteger a la cultura, que no lo sé, no será por su condición de producto nacional ni por su capacidad para expresar el alma de un pueblo. El espíritu es la obra de la humanidad, no de la nacionalidad.
Admitamos, no obstante, que sea misión del Estado proteger a la industria cultural de la nación. El problema es cómo y con arreglo a qué criterios. Porque acaso acabaríamos por desarreglar aún más lo que queríamos arreglar. ¿No tenderá el Gobierno a favorecer y proteger a aquel sector del «mundo de la cultura» más afín con sus ideas e intereses, es decir, más manso y menos crítico? ¿Qué garantiza que el poder político se vaya a decantar por el valor estético y no por la rentabilidad política? ¿Qué mecanismos garantizarán que no derivará, por un camino seguro, hacia el amiguismo y el partidismo? Y si ha de proteger a todos por igual, ¿habrá recursos en los Presupuestos del Estado para financiar al artista latente que casi todo ciudadano lleva dentro de su alma? En suma, el proteccionismo tenderá inexorablemente hacia el aldeanismo, el provincianismo, el nacionalismo, cuando no hacia el sectarismo rampante. No acabo de ver cómo la decisión de la Administración pueda convertirse en criterio de calidad estética. Acaso se trate de determinar qué tipo de ayudas deba otorgar el Estado y en qué ámbitos. Por lo demás, no deja de ser paradójico el espectáculo de cierta cultura que pretende ser de masas y a la que el mercado condena al fracaso o a la condición minoritaria. Porque lo mejor suele ser minoritario, pero lo peor, a veces, también. Por eso, la condición de minoritario no puede exhibirse como criterio de calidad. En definitiva, quien tenga aversión al mercado y aborrezca las mercancías tiene un recurso muy fácil: no poner sus obras egregias en el mercado, no convertirlas en tan odiosa condición como la que ostenta toda mercancía. Pues, si el mercado se equivoca, el juicio de la posteridad es inapelable. No es fácil servir a dos señores, al espíritu y a las masas. Al final, la verdad del espíritu resplandece.