Rafael Navarro-Valls, “Laicidad no es indiferencia o animadversión a la religión”, Zenit, 14.I.04

Ante la celebración durante este año en España del XXV aniversario de la firma de los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979, el catedrático de Derecho de la Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Rafael Navarro Valls, analiza para Veritas dichos Acuerdos desde una perspectiva histórica y actual.

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Rafael Navarro-Valls, “Tengamos la boda en paz”, El Mundo, 5.XI.03

Un colega noruego, alta personalidad de la política y la vida cultural escandinava, me felicita por el compromiso nupcial del Príncipe Felipe y de Letizia Ortiz. Al tiempo, manifiesta cierta perplejidad por el hecho de que el futuro enlace sea por el rito católico, estando la próxima Reina divorciada de un previo matrimonio civil. Aprovecho la hospitalidad de EL MUNDO para intentar aclarar a sus lectores y a mi colega una cuestión jurídico-canónica de cierta entidad. Si me lo permiten, para entender el tratamiento jurídico que la Iglesia otorga al matrimonio civil contraído por la futura Reina de España, deberé remontarme varios siglos en la Historia. La aparición del matrimonio civil en Europa (ley de 1580 en los Países Bajos) es fruto de un fenómeno más religioso que civil: la Reforma protestante. Hasta entonces, la única forma de matrimonio existente en Europa era la religiosa: católica, judía o islámica. La tesis básica de los reformadores (Lutero, Calvino y otros) partía de la negación de la índole sacramental del matrimonio. De ahí concluyeron el carácter de «cuestión profana» , de «negocio puramente civil», cuya regulación correspondía al Estado. Naturalmente, en las esferas geográficas en que triunfaron los reformadores, el poder civil se apresuró a llenar el vacío legal que postulaba la Reforma, creando la forma civil del matrimonio. A este inicial impulso, posteriormente se sumaría el ambiente doctrinal de la Ilustración, cuyo desenlace sería la Revolución Francesa. Para sus protagonistas, la Iglesia carecía de competencia jurídica sobre el matrimonio y la única forma válida para celebrarlo sería la civil (artículo 7 de la Constitución de 1791). El resto de Europa ajeno a la Reforma o a la Revolución francesa creó una fórmula de compromiso: la existencia simultánea de dos clases de matrimonio, el civil y el canónico. El primero lo celebrarían los no católicos, el segundo los que profesaran la religión católica.

Prescindiendo de multitud de matices que haría farragosa esta explicación, diré que, en España, triunfó este sistema dualista, salvo alguna breve etapa de su historia (leyes de 1870 y 1932 de matrimonio civil obligatorio). De modo que, siempre prescindiendo de matices, cada matrimonio sería regulado por la correspondiente potestad: la Iglesia, en el caso del matrimonio canónico; el Estado, en el supuesto del matrimonio civil. Por otra parte, la suma de la tradición civil española y la existencia de acuerdos internacionales entre la Iglesia y el Estado haría que el matrimonio canónico -ahora también el judío, el protestante y el islámico- tuviera efectos civiles. Es decir, que si el matrimonio se celebra en forma religiosa, no es necesario celebrarlo, además, en forma civil.

Y así como el Estado establece unas normas propias para el matrimonio civil, que pueden contradecir las normas canónicas (por ejemplo, desde el lado estatal, un sacerdote puede contraer matrimonio civil, aunque lo tenga prohibido por la Iglesia), también la Iglesia establece las suyas propias. Así, para el Derecho canónico los católicos que no se han apartado por acto formal de la Iglesia, han de celebrar el matrimonio en forma religiosa católica, si quieren estar casados religiosamente. Si celebran solamente matrimonio civil, su unión no es válida. Lo cual no quiere decir que no sea respetable sino que no produce efectos religiosos, que es una simple unión de hecho. En este contexto, Iglesia y Estado tienden a que se eviten los conflictos jurídicos, aunque no pueden -por coherencia- adaptar sus normas en su totalidad a las leyes ajenas.

Letizia Ortiz, por las razones que fuera, contrajo matrimonio sólo civil con su primer esposo. Ante el Estado este matrimonio era perfectamente válido (eficaz), pero no ante la Iglesia, por las razones explicadas. Al contradecir sus normas, la Iglesia no lo acepta como válido, es decir, productor de efectos jurídicos.

Esto no puede extrañar si tenemos en cuenta que cada ordenamiento jurídico (ya sea estatal, ya sea religioso) dispone la eficacia de los actos jurídicos siempre que se observen, en su realización, sus normas. Y al igual que, por ejemplo, ningún derecho civil occidental concede efectos plenos al matrimonio polígamo de un ciudadano musulmán (aunque su religión se lo permita), o el derecho civil español tampoco entiende válido (salvo dispensa particular) el matrimonio contraído por un menor de 18 años (aunque existan Derechos religiosos que establezcan edades menores, como el canónico), tampoco el Derecho de la Iglesia católica reconoce, generalmente, el matrimonio de un católico cuando lo contrae civilmente. Es decir, contraviniendo la norma jurídica que le obliga, jurídicamente y en conciencia, a celebrarlo por la Iglesia.

Antes he dicho que, en España, el Estado y la Iglesia procuran evitar choques jurídicos, por su diversa conceptuación del matrimonio. Y hemos visto que, al ser el matrimonio civil de Letizia Ortiz inválido (inexistente) ante la Iglesia, nada le impediría celebrar matrimonio canónico con una tercera persona, incluso aunque no lo hubiera disuelto civilmente. Pero, en este último caso, nos encontraríamos con un caso de lo que los juristas llamamos «bigamia permitida»: es decir, habría dos matrimonios válidos en el contexto social y jurídico: uno ante la Iglesia y otro ante el Estado. Para evitar esta anomalía, la Iglesia, en estos supuestos, impide la celebración de un segundo matrimonio hasta que el primero no esté disuelto. Es el único supuesto que admite el divorcio civil, pero como un expediente puramente formal para lograr la igualdad de situaciones jurídicas en Derecho civil y en Derecho canónico. De este modo, el divorcio de Letizia Ortiz de su primer matrimonio no sería tal divorcio desde el punto de vista del Derecho canónico. Más bien sería un simple instrumento legal para permitir que Letizia acceda, en el futuro, a un matrimonio ante la Iglesia. Así que, en síntesis y siempre desde el punto de vista jurídico, el inicial matrimonio no sería tal para la Iglesia católica y el subsiguiente divorcio tampoco tendría la carga jurídica que le otorga el Estado.

Ya sé que estas elucubraciones jurídicas a más de uno pueden sonarle a chino. Pero no por eso dejan de ser verdaderas. A los agnósticos me figuro que la situación jurídico-matrimonial de Doña Letizia no debería preocuparles. A los católicos, siempre desde el punto de vista jurídico y por lo dicho, tampoco. Tengamos, pues, la fiesta -o mejor la boda- en paz.

Rafael Navarro Valls es catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

Rafael Navarro-Valls, “La polémica sobre las clases de religión”, El País, 3.XI.03

El tema de las clases de religión en la enseñanza pública viene levantando ampollas en los medios políticos y eclesiásticos desde hace tiempo. Primero fue la polvareda organizada por la no prolongación de contratos a profesores de religión, ante actividades privadas de algunos de ellos contrastantes con la moral católica. Después, la polémica se centró entre dirigentes del PSOE y de la Conferencia Episcopal ante discrepancias interpretativas acerca de los términos de un supuesto acuerdo verbal sobre la revisión de la asignatura de Religión en los planes de estudio. Ahora, se han puesto en marcha acciones judiciales orientadas a declarar inconstitucional el nuevo sistema de enseñanza de la religión. El problema tiene interés y conviene trascender la polémica doméstica para echar una ojeada a los últimos datos que muestra el Derecho comparado en la materia. Probablemente, si logramos aislar la cuestión de los apasionamientos de uno y otro signo metiéndola por veredas razonables, contribuiremos a desactivar una bomba ideológica que puede envenenar la convivencia en la comunidad educativa.

El primer dato a tener en cuenta es que la reciente regulación española no es una excepción en el contexto mundial. Como es sabido, el sistema establece que el área o asignatura de Sociedad, Cultura y Religión comprenderá dos opciones de desarrollo: una de carácter confesional, acorde con la confesión por la que opten los padres o, en su caso, los alumnos; otra de carácter no confesional. Ambas opciones serán de oferta obligatoria por los centros, debiendo elegir los alumnos una de ellas. Así las cosas, acaba de hacerse público (junio de 2003) un amplio estudio de la Oficina Internacional de Educación (OIE) de la Unesco sobre el tiempo de enseñanza previsto para la religión en los planes de estudio de 140 Estados. Según este estudio, durante los nueve primeros años de la escolaridad, la enseñanza de la religión figura como materia obligatoria (al menos una vez) en los planes de estudio de 73 de los países estudiados. En 54 de ellos, el promedio de tiempo dedicado a la instrucción religiosa en los seis primeros años de escolaridad asciende a 388,4 horas, lo que representa el 8,1 % del tiempo total de docencia. En algunos países el porcentaje es mucho mayor. Estas cifras -según la Unesco- representan un incremento sensible de la cantidad de tiempo dedicada a esta materia desde la publicación, hace diez años, del anterior trabajo sobre el tema. Asimismo, estas cifras indican una inversión de la tendencia al declive de la enseñanza de la religión que había caracterizado la mayor parte del pasado siglo XX.

En el estudio se examinan también los esquemas de la enseñanza de la religión a lo largo de los primeros nueve años de escuela, a fin de determinar si se le concede más importancia en las primeras etapas de la escolaridad o en las últimas. Trece de los 44 países que comunicaron datos sobre esta concreta cuestión asignan más horas a las materias religiosas en el séptimo, octavo y noveno grados, mientras que en dos de ellos se les dedica el mismo número de horas en todos los grados, y en los 29 restantes, los horarios de enseñanza de la religión son más prolongados en los seis primeros años de la escolaridad. Que la religión no figure en otros países como asignatura obligatoria ni optativa no quiere decir que no se imparta. De hecho, el estudio señala que de los 69 países donde la religión no es una de las materias comunes, en algunos como Alemania o Suiza, al estar descentralizadas las competencias, existen regiones que sí ofrecen obligatoriamente clases de religión. Por ejemplo, cinco convenios firmados con las iglesias luteranas entre 1994 y 1997 garantizan y subvencionan la enseñanza de la religión evangélica luterana en los lander alemanes de Mecklenburgo-Pomerania Anterior, Sajonia, Sajonia-Anhalt y Turingia. La religión evangélica se establece como ordinaria (obligatoria en las escuelas públicas para todos los alumnos) y el Estado corre con el abono del sueldo de los profesores.

La verdad es que el debate sobre la manera de tratar la religión en los sistemas educativos ha tomado nuevo vigor en Europa a raíz de los sucesos del 11-S. Según James Wimberley, del Consejo de Europa, este suceso se consideró un aviso para tomar conciencia de la precariedad de las relaciones intercomunitarias en Europa, donde la desconfianza mutua, la intolerancia, los incidentes racistas y la discriminación revisten principalmente una forma ética y a veces religiosa. De ahí que el diálogo intercultural e interconfesional que hay que fomentar en las clases de religión sea uno de los objetivos razonables a lograr. Pero como ha hecho notar el Daily Telegraph, esto no puede llevar a una especie de indigestión religiosa orientada a que todos deban estudiar intensivamente las seis o siete mayores religiones mundiales. Es mucho mejor, señala, enseñar la tolerancia y el respeto por las otras religiones en el contexto de un currículo centrado primordialmente en la enseñanza del cristianismo.

Analicemos ahora el otro gran problema que intermitentemente viene perturbando a la opinión pública. Me refiero a la polémica, no exenta de visceralidad, de la no renovación del contrato temporal a profesores cuya vida privada contrasta con el ideario de la religión católica.

Cuando Miriam Tey -directora del Instituto de la Mujer- permitió hace unas semanas, como copropietaria de la editorial El Cobre, la publicación del libro de relatos de Hernán Mingoya Todas putas, en el que un psicópata intenta justificar la violencia contra las mujeres, se organizó un escándalo de opinión en que se pidió el secuestro judicial del libro y la dimisión de Tey. Razones : 1) para desarrollar ciertos cometidos hay que tener una unidad de vida, una coherencia; 2) no es de recibo estar trabajando por una causa en un despacho y hacer algo en contra de eso en la vida privada (EL PAÍS, 21 de mayo de 2003). Como observó Ignacio Aréchaga, me parecía estar escuchando a los obispos cuando defendían el derecho de la Iglesia a prescindir de algunas profesoras de religión cuya vida privada no era coherente con la doctrina que debían exponer en clase. Pero, entonces, algunas de las voces que en el caso Tey pedían coherencia entre ejercicio del cargo público y vida privada, en el caso de los profesores de religión despedidos defendían lo contrario.

Lo enconado del debate y sus paradojas probablemente hará que el tema llegue al Tribunal de Estrasburgo. Desde mi punto de vista, la decisión será favorable a la autonomía de la autoridad eclesiástica para nombrar y despedir profesores de religión. Sobre todo si estamos a la doctrina sentada por el Tribunal de Derechos Humanos en los casos Serif contra Grecia (14-XII-1999) y Hasan y Chaush contra Bulgaria (26-X-2000) al defender la autonomía decisoria que corresponde a los grupos religiosos. Según el tribunal, el Estado no está legitimado para interferir en una cuestión meramente religiosa, decidida por una comunidad confesional, incluso aunque esa comunidad se encuentre dividida por opiniones opuestas sobre el tema y pueda producirse, en consecuencia, una cierta tensión social. Ésta es también la postura de la mayor parte de los Tribunales Constitucionales europeos. Por ejemplo, el italiano (21-XI-1991) entendió como causa legítima de despido de una escuela católica el haber contraído matrimonio civil una profesora del centro. El mismo tribunal, en sentencia posterior (16-VI-1994), reconoció que el despido ideológico de un profesor de religión es admisible en la medida en que su actuación pudiera lesionar derechos constitucionales, como son la libertad para autoorganizarse de las confesiones religiosas y la libertad de escuela. Doctrina jurídica que en términos casi idénticos extiende el Tribunal Constitucional alemán a los partidos políticos y sindicatos. De ahí la justificación del cese o suspensión en la militancia de los asociados por manifestaciones o actuaciones contrarias al programa del partido o del sindicato o incluso por actividades privadas que se entiendan incompatibles con él. El tema de los tránsfugas políticos de la Comunidad de Madrid ha dado nueva actualidad al tema de la coherencia en el choque entre obligaciones políticas asumidas por el ideario de un partido político e intereses o actuaciones privadas.

La verdad es que toda organización (incluida las Iglesias) tiene una cultura propia. Lo que llamó Italo Calvino “aquello que persiste como ruido de fondo, incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. Ese “ruido de fondo” en el tema de los profesores de religión es un conjunto de convicciones (doctrina) y de modos de obrar (moral) que puede chocar con actitudes que socialmente se imponen. El derecho a prevenirse frente a ellas es la natural reacción de un organismo vivo que quiere mantener su propia identidad.

Por lo demás, existe absoluta unanimidad en los medios políticos, culturales e ideológicos -con independencia de que unos prefieran que conste en la Constitución europea expresamente y otros piensen que basta la genérica referencia a las “raíces religiosas”- sobre la deuda que Europa tiene con las bases cristianas de sus fundamentos. Norberto Bobbio implícitamente ha vuelto a insistir en que los derechos humanos y su tutela no comienzan con la Revolución Francesa. Hunden sus raíces en esa mezcla de judaísmo y cristianismo que configura la faz económica y social de Europa. Al afirmar que “el gran cambio que supone reconocer a todo hombre como persona trae su causa en la concepción cristiana de la vida, según la cual todos los hombres son hermanos en cuanto hijos de Dios”, está apuntando al conocimiento de la religión cristiana como uno de los factores importantes de defensa de los derechos humanos.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia.

Rafael Navarro-Valls, “La referencia al cristianismo en la Constitución Europea”, Aceprensa, 22.X.03

La referencia al cristianismo en la Constitución Europea es compatible con la laicidad.
Una laicidad positiva no excluye el factor religioso.

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Rafael Navarro-Valls, “El «macarthysmo» religioso”, El Mundo, 28.V.97

Acabo de participar en un congreso internacional sobre justicia constitucional y libertad religiosa. Entre los asistentes se encontraban seis presidentes de Tribunales Constitucionales europeos y americanos, incluido el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Paralelamente a los trabajos del Congreso, se desarrollaba en España el affaire de Jesús Cardenal y su nombramiento como fiscal general del Estado. Sus vicisitudes -me refiero no a la vertiente política, sino a la religiosa- recordaban alguno de los cases law debatidos en las sesiones científicas.

Efectivamente, partiendo de la base de que una ola de intolerancia recorre el mundo, comienzan a detectarse los primeros síntomas de una guerra fría religiosa.

La quieren imponer los extremistas de la moralidad sin contemplaciones y los fanáticos del macarthysmo religioso.

Los intolerantes de la primera facción son ayatolás que necesitan lapidar un Salman Rushdie cada día. Los exaltados de la segunda, representan al clero de las nuevas ideocracias, especie de cuasi-religiones que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones. Unos pervierten la verdadera religión; los otros corrompen la verdadera laicidad.

Para aquéllos, la religión es una realidad dominada por los conflictos de poder y decidida, en todo caso, a imponerse a las fuerzas políticas. Para los segundos -representantes de lo que viene llamándose una «laicidad beata»-, el laicismo se convierte en puro nerviosismo ante velos islámicos de alumnas magrebíes, pacíficos objetores de conciencia, o declaraciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en alinearse en categorías morales insertas en el código genético de Occidente.

En uno y otro caso, ya sabemos a qué errores pueden conducir regímenes -autoritarios o no- que, afirmando en la Constitución la libertad religiosa, sin embargo la restringen con incriminaciones destinadas a reprimir lo subversivo o, simplemente, lo que no se inserte con claridad en lo políticamente correcto. Ambas formas de intolerancia han puesto en circulación una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad.

Esas formas recuerdan la definición que el escritor y pensador norteamericano Oliver Wendell Holmes hacía del fanático: «Su mente es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae».

Como se ha dicho con acierto, el fanático ve las cosas con tanta claridad, que su visión arrasa cualquier otro planteamiento. No se explica para qué vale la libertad. De ahí su temor frente a ella.

No es extraño que el Derecho esté tomando cartas en el asunto. Baste el ejemplo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En rápida sucesión -y después de décadas de silencio en la materia- ha comenzado a dictar sentencias directamente conectadas con la defensa de la libertad religiosa.

Primero fue la sentencia Kokkinakis, que protege el proselitismo religioso frente a las leyes griegas restrictivas.

Luego dictó Otto Preminger Institut contra Austria, en la que declaraba tutelables los sentimientos religiosos de un sector de la población del Tirol frente a manifestaciones ofensivas.

Antes, en Hoffman, prohibió que la atribución de los hijos en un proceso de divorcio se haga discriminando a un cónyuge por sus convicciones religiosas.

En fin, hace solamente unos días, la sentencia Wingrove contra Reino Unido reiteraba la legitimidad, en una sociedad democrática, de la protección de contenidos culturales de trasfondo sagrado frente agresiones de alto voltaje. Otras cinco cuestiones, conectadas con problemas de discriminación ideológica y religiosa, esperan turno en el mismo Tribunal.

Habría que buscar la causa de tantos litigios en materia de libertad religiosa, en que los problemas de libertad y no discriminación no suelen plantearse -por lo menos en Occidente- en términos de agresiones directas a las propias convicciones, sino en forma de agresiones indirectas.

Se trata de aislar al adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear anticuerpos que garanticen el fair play.

Es preciso un juego limpio que rescate los derechos humanos -incluido el de libertad religiosa- de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas.

Hace unos meses, centenares de millones de personas en todo el mundo fuimos testigos de cómo el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos pedía al reelegido presidente Bill Clinton que pusiera su mano sobre la Biblia familiar, y jurara fidelidad a la Constitución de los Estados Unidos. Así lo hizo, acabando con su «ayúdame Señor». Luego invitó al pastor Graham -allí presente- a que guiara a la nación con sus oraciones.

En algún momento de su discurso, como la gran mayoría de sus predecesores, mencionó a Dios, y antes de la inauguración comenzó su día en una iglesia metodista. Con esos antecedentes, Clinton lo hubiera tenido crudo en España para ser nombrado fiscal general del Estado. Su condición de ostentoso creyente lo habría puesto bajo sospecha por los representantes de la sociedad posmoralista.

No conozco al nuevo fiscal general. No tengo ni idea de cómo llevará los asuntos de su nuevo departamento. Probablemente se estrellará contra un muro, en una misión que, en España, comienza a ser imposible.

Me figuro también que Jesús Cardenal será más ponderado en sus expresiones. En todo caso no creo que la democracia se resquebraje por sus convicciones personales.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Lo que se pide a un político”, Diario 16, 8.IV.96

Cuando Kennedy concurrió a la Presidencia de EE.UU. contra Nixon no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una ominosa corriente de rencor subterráneo, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del “maccartismo religioso”, que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones.

La experiencia de Occidente demuestra, por el contrario, que las convicciones religiosas han sido muchas veces un estímulo poderoso para mantener en política posiciones de alto nivel ético. La Unión Europea probablemente continuaría siendo un sueño si en su origen no hubiera habido un puñado de hombres, entre ellos católicos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, que creían posible la unidad y la solidaridad entre europeos por encima de los enfrentamientos pasados. Nadie ha echado en cara a Martin Luther King o a Desmond Tutu sus convicciones religiosas, impulsoras en gran medida de su cruzada por los derechos civiles.

(…) Según una encuesta Gallup en EE.UU., un 83% de los americanos coinciden en señalar que la firmeza de las convicciones, entre ellas las religiosas, lejos de excluir el respeto a los demás, lo favorece. Y es natural, si se piensa -como no hace mucho manifestaba Václav Havel- que hay algo pérfido en las tentaciones del poder. Algo que a él mismo le llevaba a confesar: “Desde que lo tengo, sospecho permanentemente de mí”. Por una parte, el poder político ofrece estupendas posibilidades de autorrealización y de servicio a los demás. Por otra parte, su titular se convierte en un preso del cargo, de sus exigencias y… de sus ventajas materiales. Solamente una escala de valores clara, un auténtico sentido moral, permiten que el primer aspecto prime sobre la tentación del segundo. Si sepultamos en el Pantheon todo lo que implique valores, marcando con la sospecha a las personas que mantienen convicciones profundamente arraigadas, condenamos a un nuevo exilio a un sector de la clase política.

A un político no hay que pedirle que carezca de convicciones -religiosas, ideológicas, etcétera-, pues eso sería instaurar como pauta de acción el cinismo político, que es una forma de abuso de poder. Lo que se le pide es que al desempeñar un cargo público no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes ni los intereses propios a la búsqueda del bien común. Sería suicida poner en duda la aptitud de un creyente para ejercer una función pública por el simple hecho de que tenga unas convicciones sobre cuestiones que directa o indirectamente tengan que ver con su cargo. Si se admite esa sospecha, habría entonces que generalizarla. ¿Por qué aplicarla sólo a los que mantengan una determinada postura religiosa? Todos los candidatos a un puesto político tienen opiniones o creencias; muchos habrá que pertenezcan a grupos u organizaciones de diversos tipos. Si un creyente fuera por eso sospechoso de parcialidad, también todos los demás serían quintacolumnistas.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “En el estanque dorado”, El Mundo, 10.I.97

Para Jefferson, la Presidencia era «una espléndida miseria». Taff llamaba a la Casa Blanca «el lugar más solitario del mundo»; para Harding, era «una prisión». Clinton, que comienza ahora un nuevo mandato, no parece estar de acuerdo. Durante semanas se concentraron sobre su exultante figura los focos de los media, lanzando a las tinieblas exteriores al candidato derrotado. Es el momento de preguntarnos: ¿Cómo se sienten los perdedores en su estanque dorado? Me refiero a los que como Dole nunca se sentarán en el Despacho Oval, y a los presidentes prematuramente desalojados de la Casa Blanca. Los que nunca llegaron, es frecuente que entren en un estado cercano a la confusión cataléptica. La depresión ya rondaba a Bob Dole unos días antes de su derrota, aunque para ahuyentarla dijera: «No me arrojaré desde un rascacielos». Mondale, barrido por Reagan, sí que confesó sentirse como si lo hubieran lanzado desde un acantilado: «Mientras caía tuve el derecho de gritar, pero me estrellé contra el fondo».

Dewey, al día siguiente de perder frente a Truman, comparó su posición psicológica a la de un borracho aparentemente muerto: «Al despertarme dentro de un ataúd me dije: si estoy vivo, ¿qué demonios hago aquí? Si estoy muerto, ¿por qué tengo necesidad de ir al WC?». Stevenson, cuando Eisenhower lo derrotó en 1952, manifestó: «Soy demasiado viejo para llorar, pero reír cuesta mucho». Y Dukakis -«ese abogado de Harvard que hablaba como un predicador»- luchó durante meses contra una sombría depresión.

La situación es distinta para los que fueron presidentes. Limitándonos a los que sobrevivieron al cargo después de la posguerra, unos se presentaron a la reelección y no la lograron (Bush, Ford y Carter); otros renunciaron a un segundo mandato (Johnson); uno fue defenestrado (Nixon). Todos tuvieron algo en común: de pronto se encontraron en la situación de reyes exiliados a los que obsesionó el juicio de la Historia.

Johnson no resistió la presión y acabó derrumbándose. Retirado en su rancho de Texas, azotado por el insomnio y los fantasmas del Vietnam, trepaba a su cama de madrugada, se tapaba con la manta hasta el cuello y se acurrucaba como un niño asustado.

Otros perdieron transitoriamente el juicio político, como le sucedió a Ford al pensar seriamente en volver a la arena formando parte de la lista de candidatos de Reagan a la vicepresidencia en 1980. Nixon optó por «hacer historia», escribiéndola él mismo. Todos hicieron notar que les había faltado tiempo para hacer lo que querían. En eso aciertan. Según Richard Neustad, de los ocho años de mandato de un presidente, los dos primeros sirven de aprendizaje; el cuarto se emplea en la preparación de las elecciones para un nuevo mandato; los años séptimo y octavo dejan al presidente saliente con escaso poder y pocas iniciativas.

Quedan los años tercero, quinto y sexto. De los últimos presidentes, Kennedy, Bush y Carter sólo tuvieron el tercero y quinto. Sólo Reagan -y ahora Clinton, si llega al final de su mandato- dispuso de los tres años mágicos. Pero incluso él, cuando sus colaboradores le despidieron el último día en la Casa Blanca con un cordial «misión cumplida, señor presidente», Reagan contestó con tristeza: «Aún no, aún no».

Los que nunca llegaron a la presidencia y los que se fueron prematuramente, quedan como simples espectadores en la galería del tiempo. Todavía mantienen una cierta autoridad moral que les permite ser escuchados. Pero sólo ocupando la concha del apuntador en el gran teatro de la política americana.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Matrimonios a la carta”, El Mundo, 27.IX.97

Acaba de entrar en vigor el sistema de matrimonio a la carta, que hace unas semanas aprobó el Congreso del Estado de Luisiana. La ley americana permite elegir, antes de casarse, entre el matrimonio estándar, que admite el divorcio a petición, y un matrimonio-pactado. En este segundo caso, las parejas deben realizar una seria deliberación antes de contraer matrimonio, y ser plenamente conscientes de las características de la unión pactada que contraen. Además, por escrito, acuerdan intentar resolver los potenciales conflictos matrimoniales con ayuda de consejeros, y divorciarse sólo tras dos años de separación (en vez de los seis meses del matrimonio común), o bajo una limitada serie de circunstancias como el adulterio, malos tratos, sanción penal con cárcel o abandono del hogar. Como los ya unidos en matrimonio no tuvieron la posibilidad de elegir este matrimonio blindado, la nueva ley prevé que los casados antes de la fecha de su entrada en vigor, si lo desean, pueden acogerse a esta modalidad matrimonial (New Louisiana Covenant Marriage Law), haciendo la correspondiente declaración.

Probablemente, en la elección de este modelo legal, han influido recientes estudios norteamericanos que muestran que alrededor del 20% de las personas que reciben asesoramiento prematrimonial deciden no casarse, con lo que quizás se ahorran un mal matrimonio y un confuso divorcio. Al tiempo, se ha demostrado que son más sólidos los matrimonios precedidos de una seria deliberación y consejo. La nueva fórmula de Luisiana supone un giro legal de 180 grados. Hasta ahora, el Derecho europeo y norteamericano parecía entender que quienes por sus convicciones -religiosas o no- se ligaran jurídicamente (no simplemente en el plano de una idea moral, sino de una realidad legal) incurrirían en un error, frente al cual -por su falta de previsión- han de ser defendidos. Pero esta visión paternalista, comienza a ponerse en cuestión. Para los defensores del matrimonio opcional, la creación de un vínculo electivo y más sólido, sería una fuente de incentivos para que cada persona pondere con atención su decisión inicial de contraer matrimonio. Además, sería un estímulo para que los contrayentes realicen el máximo esfuerzo para lograr que su matrimonio funcione. Esta estrategia, que maximiza la probabilidad de éxito en el matrimonio, suele ilustrarse con la imagen clásica del pasaje griego de Ulises y las sirenas. Ulises conocía los riesgos de naufragio que podría sufrir si su tripulación se dejaba seducir por los cantos de las sirenas. Por eso optó por taponar los oídos de sus marineros. Ulises, sin embargo, manteniendo expedita la audición, ad cautelam, se ligó al mástil del barco. Del mismo modo, a sabiendas de que la llamada de las sirenas es algo que no siempre todos pueden resistirse a escuchar, el Derecho puede optar por establecer modalidades jurídicas que prevengan la posibilidad de consecuencias negativas. Es decir, estas personas eligirían libremente no tanto comprometerse con su cónyuge, cuanto atarse o vincularse a sí mismos lo más sólidamente posible con su cónyuge. ¿Por qué impedirles esta estrategia? La idea no es descabellada, sobre todo si se piensa que las legislaciones modernas -en otras esferas distintas al matrimonio- suelen ser contrarias al paternalismo. En esos sectores la argumentación es clara: «Debe dejarse libertad total a las personas a la hora de hacer sus elecciones». Si las consecuencias no son estrictamente positivas, será lamentable, pero esto no es decisivo -se afirma- para abandonar esa política y prohibir esas elecciones. Lo que es paternalista sería justamente la negativa legal a tolerar matrimonios jurídicamente estables.

Estas libres limitaciones al divorcio y la posibilidad de que la voluntad humana asuma una concepción jurídica y no sólo moralmente cercana a la indisolubilidad, no parece lesiva del juego de la libertad en el seno del matrimonio. En Europa, por ejemplo, el Tribunal de Derechos Humanos, en el caso Johnston, ha declarado no contraria a la Convención de Roma las legislaciones que mantengan el matrimonio como indisoluble o establezcan restricciones al divorcio. Si la propia ley civil puede establecerlo en todo caso, es evidente que la voluntad humana puede autodeterminarse caso a caso. Es decir, limitar los márgenes de autonomía en un contexto de divorcio al vapor o sin restricciones. Sobre todo si se piensa que en el Derecho moderno -por lo menos en vía de principio- se parte de la permanencia del vínculo matrimonial, para luego aceptar, en los casos establecidos por la ley, que las partes puedan disolverlo. De ahí que las limitaciones al divorcio no aparecen en el Derecho como limitaciones a la voluntad de las partes, sino como posibilidades que la ley abre a la voluntad de las partes.

En realidad, la fórmula matrimonial de Luisiana se alinea con la tendencia del Derecho de la familia de acuñar nuevas soluciones jurídicas a las continuas demandas sociales. Si, por ejemplo, el Derecho matrimonial tiende a reconocer la fórmula del divorcio por mutuo consentimiento, es lógico que, a través de pactos jurídicamente operativos, la voluntad pueda diseñar un matrimonio lo más estable posible. En definitiva, la cuestión es ésta: ¿hay que ofrecer a las parejas solamente un matrimonio de usar y tirar, o cabe también ofrecer una opción a la carta que les estimule a esforzarse más en mantener sus matrimonios? La respuesta es -como acaba de escribirse en el Herald Tribune- que permitir una elección es lo contrario a la coacción. En todo caso, no se penaliza a quien no elija el camino más difícil.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Tambores de guerra”, El Mundo, 5.II.98

La incesante actividad de la secretaria norteamericana de Estado, un 77% de americanos a favor de una acción militar contra Irak, y la necesidad de un definitivo asentamiento de Clinton, hacen resonar cada vez más cerca los tambores de guerra. En medio de este frenesí bélico, una de las voces más sensatas que se han dejado oír ha sido la del ministro francés Jean-Pierre Chevènement. Para él, la estrategia norteamericana es fruto de una «imbécil diabolización», iniciada hace siete años.

Efectivamente, la Guerra del Golfo alcanzó por entonces cotas de inaudita publicidad. Aquello fue una especie de matanza bajo los focos. Un espectáculo de luz y color, filmado desde todos los ángulos.

Pocos saben, sin embargo, que, antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobase la intervención militar, el testimonio televisado que conmovió las conciencias americanas (una joven madre contando las atrocidades iraquíes y describiendo la destrucción de incubadoras, con el resultado de bebés agonizando por los suelos), fue trucado por una de las principales agencias de comunicación estadounidenses.

Quien pagó fue Kuwait. Objetivo: encender a la opinión pública americana contra el monstruo iraquí.

La joven testigo era la propia hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos, que interpretó con talento su papel ante las cámaras. El Congreso, dudoso hasta entonces de la necesidad de una intervención bélica, finalmente, lamentando «la sangre de los inocentes», aprobó por una mayoría de cinco votos la operación Tormenta del Desierto.

Pocas voces se elevaron entonces contra la guerra. En España EL MUNDO, a través de una serie de inteligentes editoriales, se opuso a la intervención americana, distinguiendo lo que es guerra «legítima» de guerra «conveniente» o «imprescindible». Lo cual sólo sucede cuando las demás vías de solución del problema han sido agotadas.

Que la guerra no es la solución para casi nada la han visto clara, con el paso de los años, buena parte de sus protagonistas. Para De Gaulle, en la II Guerra Mundial, «todas las naciones de Europa perdieron y dos fueron derrotadas». Para Wilson, el objetivo de la I Guerra Mundial fue erradicar los absolutismos. Pero lo que en realidad engendró Versalles fueron las dictaduras de Hitler, Mussolini y Stalin. Las dos guerras mundiales ciertamente terminaron con las monarquías absolutas y con el colonialismo, pero no lograron extender la democracia en el mundo.

La verdad es que hasta 1989 sólo el 15% de la población mundial vivía bajo regímenes democráticos estables. Y cuando Truman se planteó un plan de recuperación económica para Europa, sus asesores económicos fijaron la suma de 17.000 millones de dólares. Al principio se asombró de la suma fabulosa que implicaba. Con tacto, le recordaron que comparada con el coste de la II Guerra Mundial era pequeña: sólo el 6% del capital que gastó Estados Unidos en derrotar al Eje bastaría para el restablecimiento de un nivel de vida decente en Europa. Algo similar podría decirse respecto a los gastos militares de la Guerra del Golfo.

Ciertamente la Historia humana, si estamos de acuerdo con Gibbon, es «una suma de crímenes, locuras y desdichas», pero probablemente ninguna supere a la guerra misma.

El siglo XX ha sido el más brutalmente cruento de la Humanidad. Cálculos fiables cifran en unos 125 millones el número de muertos en 135 guerras; dos de ellas mundiales. La suma supera al total de víctimas habidas en todas las contiendas bélicas hasta principios del siglo que ahora declina. Parece como si un refinado activismo humano hubiera desencadenado implacables resultados inhumanos.

Sadam Husein es, sin duda, un dictador sin escrúpulos. Pero el pueblo iraquí no. Una reedición de la Guerra del Golfo sumaría más cadáveres al millón de muertos que ha causado el embargo salvaje decretado hace años.

Tiene razón el ministro francés cuando observa que la amenaza militar alimentará las brasas del integrismo. Irán -el viejo enemigo de Irak- se ha apresurado a solidarizarse con Sadam Husein: el fundamentalismo vuelve por sus fueros. ¿Una guerra imprescindible? Aún no.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El chantaje de la duda”, El Mundo, 17.X.98

Cuando Lech Walesa terminó su discurso en el aula magna de la Universidad de Lublin, aplaudí por cortesía. En realidad, estuve distraído durante la intervención del presidente polaco. Mientras hablaba, recordé que, desde 1954, el profesor Karol Wojtyla había impartido clases de Etica en esa misma Universidad y, probablemente, en esa misma aula. Al concluir el acto, quise cerciorarme de si efectivamente -como había leído en algún sitio- el ambiente intelectual de los años 50 estuvo marcado en los claustros de Lublin por la insistencia en los derechos humanos y las relaciones entre fe y razón. Al salir, un colega polaco, asistente a la misma reunión científica, me lo confirmó.

La última encíclica de Juan Pablo II (Fides et Ratio), cuya publicación coincide con el XX aniversario de su elección, demuestra que las preocupaciones académicas del entonces profesor de Lublin siguen influyendo en las convicciones del Papa de hoy. Si La Repubblica lo ha denominado «portavoz planetario de los derechos humanos», Fides et Ratio es una llamada a liberar el entendimiento de las imágenes que lo idiotizan. El siglo XX ha convertido al sujeto racional en sujeto económico. La encíclica del Papa polaco intenta para el XXI recuperar la visión del hombre como sujeto pensante y moral. Frente al intento de ensalzar la debilidad de la razón, Juan Pablo II defiende su grandeza. Y lo hace con audacia. Incluso apoyando alguna de sus argumentaciones en citas de Galileo Galilei, la bestia negra de los pulsilánimes.

El relativismo está lanzando su larga sombra también sobre los derechos humanos. No hace mucho Le Monde se lo recordaba a Chirac cuando adoptaba, ante la visita de Li Peng a Francia, un cierto «relativismo cultural» en el respeto a los derechos humanos en China. El rotativo francés le advertía que, en esta materia, ni hay relativismo cultural ni cabe la transigencia: «La tortura sigue siendo tortura», sea cual sea la forma histórica o geográfica que adopte. Juan Pablo II entiende en Fides et Ratio que tampoco es intolerancia defender -frente al relativismo- la posibilidad de la razón de llegar a verdades absolutas.

El objetivo de Fides et Ratio es devolver al hombre de hoy la esperanza en la posibilidad de encontrar una respuesta segura a sus grandes inquietudes («¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué sentido tiene la presencia del mal, del sufrimiento, de la muerte?»). En medio de esas interrogantes, la fuerza para continuar su camino hacia la verdad radica, para Juan Pablo II, en la certeza «de que Dios lo ha creado como un explorador, cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda». Lo que hace el Papa es intentar recomponer los componentes de la religión, después de su «estallido al entrar en la modernidad» (A. Touraine). De ahí que, en realidad, Fides et Ratio no plantea tanto un problema de santidad cuanto de sensatez, saliendo al paso de esa forma de cinismo que intenta convencernos de que, como se ha dicho, cualquier creencia lleva en sí las raíces del fanatismo.

Tiene razón el cardenal Ratzinger cuando al presentar ayer la encíclica destacaba su actualidad. Precisamente porque demuestra que la fe no es una amenaza ni para la razón ni para la libertad.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.