Una de las ventajas de la filosofía es que, al ser un saber que tiene un método propio, bien distinto del de las ciencias positivas o del de aquellas que pretenden pasar por tales, queda para el filósofo siempre un margen para jugar con el lenguaje, para buscar esa sorpresa capaz de despertar en sus oyentes (cuando existen) o en sus lectores (todavía más presuntos) el deseo de pensar. El filósofo tiene licencia para jugar con conjeturas, o con aparentes contradicciones significativas, que llamen la atención y nos sean útiles para trazar un mapa del mundo personal que sirva como coordenadas de la trayectoria que dibuja cada uno con su vida, para la que parece que no contamos con instrucciones de uso.
Movido por esa licencia, el primer título que se me ocurría para mi intervención era el de “Estatuto antropológico del estudiante”. Con ese enunciado pretendía hacer ver que nuestros alumnos son muy diferentes del material o clientela que se puede encontrar en cualquier empresa o labor que no sea directamente educativa. En estas jornadas en las que se quiere tratar sobre el binomio “motivación–esfuerzo” parece conveniente que nos planteemos como asunto de arranque, de qué idea de ser humano podemos partir en la formación de los que son parte de nuestros centros educativos, y en qué medida nuestra acción dentro de ese proceso puede tener sentido. Si llevamos entre manos un proyecto educativo, y por lo tanto metas y medios que nos permitan alcanzar el ideal planteado, debemos ser bien conscientes de qué o quiénes son aquellos a los que tratamos de motivar, cómo son las personas que constituyen tanto la materia como el fin de nuestro trabajo. Por eso decidí, finalmente, centrar mi exposición en la idea de formación, y en la diversidad de modos en que se puede entender esa expresión 1– Formación natural Todo proyecto educativo no busca otra cosa que formar a un grupo de personas. ¿Qué es propiamente formar? La primera acepción, la más básica y también la que menos relación guarda con nuestro cometido, sería la de formación natural. En ella asistimos al milagro cotidiano del desarrollo: el embrión que al cabo de pocos meses tiene manos y pies, y un complejísimo sistema nervioso; una expresión genética que de modo natural se va implementando, formando ese equilibrio maravilloso que es cada individuo de una especie. Esa formación natural no termina nunca: Aristóteles señalaba que «la vida está en el movimiento», en la continua plasmación de potencialidades. Así, el hombre pasa de la infancia a la adolescencia y de ésta a la madurez.
Esas diversas etapas van acompañadas por cambios corporales, por desarrollos psicológicos que antes no estaban, por pérdidas de otras virtualidades que se quedan formando parte del pasado. La psicología evolutiva tiene como campo de estudio ese proceso. Es evidente, especialmente en el caso del ser humano, que el desarrollo psicológico no es debido únicamente a nuestra biología: en el hombre lo natural interactúa con la cultura, la biología se acompasa con el elemento biográfico. Un ejemplo: probablemente a un percebe le baste con nacer y pegarse a una roca para ser todo lo que puede ser. A una persona no: necesita de un hogar, adquirir un lenguaje, tener un ambiente afectivo en el que descubra su propia identidad y vaya adquiriendo seguridades. La infancia del hombre es muy larga: su desarrollo físico va de la mano de su formación y capacitación social e intelectual.
La primera acepción de formación (el desarrollo natural de la formación de un cuerpo o de un individuo) no puede entenderse de un modo completamente aislado de los otros significados de la palabra. De todos modos tampoco podemos hacer mucho en algunas dimensiones de este desarrollo: la fisonomía de nuestro cuerpo o de nuestro rostro (siempre que la alimentación sea adecuada, y eso ya es un factor cultural) nos viene dada: «nadie puede añadir un solo codo a su estatura».
2– Formación humana: “paideia”, neutralidad y virtudes Se abre así un nuevo sentido de la palabra, al que podemos dar el nombre de formación humana. Aquí las posibilidades se enriquecen en la medida en que en esta dimensión entra siempre en juego la libertad. Los primeros que dejan constancia de esa preocupación son los griegos. Le dan el nombre de paideia. Bajo esa palabra (tal y como muestra el estudio ya clásico de Jaeger (1)) plantean sobre todo un ideal educativo. ¿Cuál es la pretensión de ese ideal? Fundamentalmente “formar ciudadanos” (2), esto es, hombres aptos para el gobierno de la “polis”, de la vida en la ciudad. Y para lograr esta aptitud –como recuerda Platón en “La República”- lo primero que necesitan es que esos hombres sepan gobernar ese microcosmos que es cada uno de ellos: la sociedad es la expresión comunitaria del individuo; política y ética guardan entre sí una relación de analogía.
Surge aquí un primer tema de reflexión: el concepto de “paideia” responde a un ideal, ¿se puede educar sin proyecto? No parece posible. En la acción práctica –y la educación es una tarea eminentemente práctica, más aún en la edad escolar– «el fin es el principio de la acción». Si alguien no sabe hacia dónde se dirige, si sólo pretende dejar en la cabeza de sus alumnos unos contenidos «neutrales», parece conveniente animarle a que cambie de profesión pues carecería justamente de lo definitorio de su tarea, que es el sentido teleológico.
Toda educación tiene que partir de un proyecto. Incluso la pretensión de «educación neutral» responde a un proyecto o a una tradición determinada –la ilustrada- que se considera a sí misma la correcta. Esto viene pasando desde siempre: se suele decir que los indios comanches se llamaban entre sí «seres humanos» pues ellos eran los que cumplían las condiciones que pensaban imprescindibles –ser comanche y comportarse como tal– para que les correspondiera ese atributo. De manera análoga los griegos califican de bárbaros a los que no hablan su lengua, es decir, a quienes no pertenecen a su tradición.
Con la “paideia” los griegos pretenden formar ciudadanos capaces de gobernar la polis. ¿Qué tipo de ciudadano es ése? Se trata de un hombre con un amplio elenco de habilidades y procedimientos, ducho en geometría, álgebra, Homero, gimnasia, retórica y filosofía. Pero no basta nombrar materias o destrezas. En Grecia no se pretenden eruditos. La sofística –en todo lo que tiene de descubrimiento del valor educativo– aspira a una cosa mucho más ambiciosa: que sus estudiantes sean hombres libres, que sepan gobernarse a sí mismos dominando sus pasiones y llevando la razón hasta sus más elevadas capacidades. Es decir, su proyecto se traduce en el deseo de formar “aristós” (de donde deriva la palabra aristócrata), hombres llenos de “areté”, término que nosotros solemos traducir por virtud, fuerza, capacidad.
Un buen alumno no se identifica necesariamente con el que adquiere montañas de conocimientos (la caricatura del empollón, o del chico dotado pero sin ilusiones que con frecuencia habita las aulas y a menudo se lleva incluso los premios o los aplausos), sino con el que optimiza sus capacidades sacándoles el mayor partido posible. Quien consigue esa excelencia (hermosa palabra) recibe el nombre de “megalopsikos”, esto es, magnánimo (3). Aristóteles caracteriza al hombre de ánimo grande como alguien dedicado a tareas importantes y capaz de funcionar por sí mismo (independiente, autárquico). Esas son las cualidades del liderazgo. ¿Por qué parece a veces que el líder tiene que ser cretino, engreído o egoísta? En Grecia -por el contrario- ser líder significa ser virtuoso, excelente, aquel que vive la vida del modo más propiamente humano, es decir, que es –o lucha por ser– prudente, justo, fuerte y templado. «Amigos así yo los quisiera», porque evidentemente con un buen grupo de personas poseedoras de esas características funcionarían mejor las cosas.
«Motivación y esfuerzo». Quizás el problema radique en la pequeñez de miras que encuentran los estudiantes en su propio entorno escolar o familiar. Tal vez nos resulte fácil identificar estos problemas con las faltas de virtud (especialmente las de la fortaleza –atreverse a decir ‘no’– y templanza –por el consumismo y la falta de sobriedad, por la pasividad con que se deja que lo sensual protagonice las sesiones televisivas o las lecturas que quedan sobre la mesa del salón–). La cortez de miras suele ser proporcional a la debilidad de los proyectos, a la desaparición de la magnanimidad en manos de un aburguesado abandono en el bienestar.
* * * Un apunte al margen. Habitualmente las virtudes cardinales se presentan en el orden que ya se ha expuesto: primero prudencia, segundo justicia, después fortaleza y por último templanza. A la hora de educar en las virtudes quizás el camino adecuado sea el contrario: empezar con la templanza, que fortalece la voluntad y relativiza el afán materialista que marca a la generación presente, haciendo con frecuencia que permanezca en la infancia, capturada por la inflación de caprichos propia de esa edad. Después la fortaleza, virtud de juventud, esa etapa de la vida en la que el enfrentamiento con la realidad (los padres, las salidas, el estudio, problemas psicológicos o de afectividad, etc.) se convierte con frecuencia en choque. En tercer lugar la justicia, virtud en la que la madurez hace presencia con su capacidad de dar a cada uno lo suyo. Por último la prudencia, tanto porque parece una virtud muy relacionada con la experiencia –y por eso suele ir acompañada de la edad, aunque ni se adquiere necesariamente sólo en la vejez, ni se adquiere siempre–, como porque sólo si se es templado, fuerte y justo se podrá tener la mirada suficientemente despierta como para caer en la cuenta del verdadero ser de personas y cosas (4). En nuestro caso, dedicados como estamos a la formación de niños y jóvenes, parece claro que deberíamos iniciar el edificio exigiendo –a padres y después a alumnos– en la virtud de la sobriedad, compañera íntima de la templanza.
3– Formación humana: la modernidad y la “bildung” Inicia Gadamer su monumental obra “Verdad y Método” con un estudio sobre la noción moderna de formación, palabra que en el contexto alemán se traduce como “bildung”, y que es uno de los conceptos básicos del humanismo (5). Desde la perspectiva de la Ilustración la formación «designa el modo específicamente humano de dar forma a las disposiciones y capacidades naturales del hombre». ¿Qué es lo más específicamente humano? Lo que nos haga lo más humanos posibles, esto es, aquellos aprendizajes a los que les acompaña la capacidad de potenciar la acción del sujeto, la libertad. Por eso señala Kant que existe la obligación de «no dejar oxidar los propios talentos», y si eso es una obligación quiere decir que realmente los talentos pueden echarse a perder. El hombre -el alumno-, ser libre, está en sus propias manos tanto de cara al triunfo como ante la posibilidad del fracaso.
En la mística del XVII se señala cómo «el hombre lleva en su alma la imagen de Dios según la cual fue creado, y debe reconstruirla dentro de sí». Ésa es la tarea, el proyecto, de la formación: reconstruir en cada persona la imagen de lo divino que lleva dentro de sí. ¿Y cómo es Dios? Inteligencia, amor, relación interpersonal, convivencia (coexistencia) entre las Personas trinitarias. El proyecto humano de formación, la tarea educativa, debe ir dirigida a la convivencia, al fomento de una actitud de donación, a elaborar una sociedad en la que los vínculos no sean el miedo a la amenaza externa o interna, sino el íntimo convencimiento de que la relación solidaria es la más enriquecedora.
Si formamos alumnos altamente eficientes pero aislados, encerrados en la torre de marfil del propio yo, del egoísmo o del triunfo a cualquier precio, el fondo de la tarea se habrá venido abajo: estaremos ofreciendo a nuestros discípulos vivir según una mentira, y por lo tanto oxidarán sus propios talentos al no darles forma según las disposiciones y capacidades naturales que como hombres poseían.
Hegel, siempre profundo, expresa la tarea de la formación del siguiente modo: «formar es reconocer en lo extraño lo propio, distanciarse de la inmediatez del deseo, de la necesidad personal y del interés privado». La noción hegeliana de formación se enfrenta al localismo, actitud desarrollada de manera casi escandalosa en esta España democrática, en la que cada ciudad levanta una universidad y cada pueblo quiere introducir la pequeña historia ocurrida dentro de sus muros como asignatura optativa. Frente al localismo, la formación ilustrada pide «reconocer lo extraño como propio», propuesta que quizás se convierta en el mejor modo de entender también lo propio.
De todos modos no es ese el tema que ahora me interesa. Más bien quiero subrayar lo significativa que resulta la palabra «distanciarse», porque me parece que refleja una clave: el hombre necesita trascender la inmediatez del deseo. Si una recompensa es demasiado instantánea impide el desarrollo de la inteligencia y el ejercicio de la propia libertad (6). El placer siempre presente, la recompensa apresurada, impide que la gente se atreva a afrontar proyectos ambiciosos, evita que abra sus horizontes. Una generación del “yo” que es también generación del “ya”, queda impedida para los grandes proyectos. Como se ve, es probable que Hegel también nos recomendara empezar por el ejercicio de la virtud de la sobriedad: el único modo de distanciarse es no estar tan pendiente.
* * * De los textos que recoge Gadamer, quizás el más atractivo sea el siguiente de Gracián, hablando de cómo el buen gusto supone la primera espiritualización de la animalidad (7). Señala el pensador español que el hombre culto (discreto, formado, de criterio) es «el hombre en su punto, aquel que alcanza en todas las cosas de la vida y de la sociedad la justa libertad de la distancia, de modo que sepa distinguir y elegir con superioridad y conciencia».
Vuelve a aparecer la idea de tomar distancia. Yo prefiero servirme de otra palabra, acuñada por Plessner: excentricidad (8). Decir que el hombre es excéntrico es lo mismo que señalar que no se encuentra necesariamente encerrado por la perspectiva utilitaria o interesada del instinto, sino que es capaz de trascender a ésta para hacerse con las cosas, con la realidad, tal y como son. Ahora bien, si no hay distancia no es posible la objetividad: el iracundo, el irascible, está incapacitado para ejercer la justicia porque casi siempre caerá en la precipitación en sus juicios y acciones. Distancia, excentricidad, son palabras relacionadas con virtud, pues el único modo de superar la dictadura interesada del yo tiene que ver con el ejercicio de la prudencia y de las demás virtudes. En el buen gusto se da la capacidad de distanciarse respecto a uno mismo y a las preferencias privadas.
Pero antes de explicar esto, permítaseme ofrecer un nuevo punto que quizás nos sirva para pensar un poco. Gracián ofrece su reflexión cuando habla de la formación del gusto, la cual es calificada como primer paso del proceso de humanización. En nuestros días esto resulta quizás difícil de entender, especialmente en los últimos años de la educación en los que el dominio de las materias técnicas, con salidas profesionales, útiles y productivas, han arrinconado las humanidades, hermanas pobres del saber que –como Cenicienta- son encerradas en las últimas esquinas de los planes de estudio. Parece que la eficacia, el utilitarismo, dominan el sistema educativo. ¿Deben dominar también nuestro propio proyecto? Hace unos días me preguntaba un universitario cuál era la utilidad de la filosofía, y si su fracaso no sería una señal definitiva de que es un saber del que por fin podemos prescindir. Pensando en qué decirle se me ocurría que el planteamiento debería ser justo el contrario: la filosofía –las humanidades, las artes plásticas– tienen una mala salud de hierro justamente por poseer la virtualidad de distanciarnos (nos obligan a ser reflexivos, a desarrollar el espíritu crítico e invitan a la contemplación deteniendo así la ansiedad y la prisa), y por lo tanto son ellas las que en último extremo nos enseñan a ser libres.
El éxito exige inmediatez, impide la reflexión: la gente se esclaviza por conseguir posiciones y realizar gastos que al final no están seguros de qué pueden aportarles. Por ese motivo –me atreví a señalar– la crisis de la filosofía –de las humanidades o de las artes plásticas– no es sino un factor más que señala una ruptura en el corazón del hombre, y por tanto el problema no radicaría en los saberes humanísticos sino en la antropología que estamos manejando en nuestros días, que reduce el ser humano a productor económico y a consumidor voraz de entretenimiento. Anorexia cultural y bulimia consumista (A. Llano) que hacen que alumnos y padres no busquen formación sino buenos sueldos. Viejos prematuros, fracasos del sistema educativo, hijos de una sociedad encerrada en el gasto e incapaz para lo humano.
El buen gusto nos obliga a desechar el afán de éxito a cualquier precio. Reivindica el señorío y el estilo; detesta la ansiedad. Por eso el hombre cultivado rechaza la prisa, no se le iluminan los ojos cuando aparece la comida aunque agradece los buenos platos, y habla de pocas cosas pero importantes. En esta línea, un factor central de cualquier proyecto educativo debería ser el de enseñar a hablar: en el aula, pero también en el pasillo. Superar los lenguajes monosilábicos o reducidos al código de mensajes del móvil, provocar en ellos la curiosidad, la capacidad de escuchar, el tono humano (que, y no por casualidad, recibe en nuestra lengua el nombre de buena educación).
Educar utilitariamente, además de una falta de buen gusto -lo que antes se llamaba una horterada- significa quedarse corto: el hombre no debe aspirar sólo a desenvolverse en el entramado social, sino que tiene que ser capaz de estar por encima de él, de mirarlo con cierta indulgencia o con suave ironía algo burlona. La palabra virtud en griego se dice “areté”, y está estrechamente vinculada a la noción de “aristós”, aristócrata, el hombre que es excelente, el magnánimo que se niega a verse arrastrado por acciones vulgares. ¿No sería eso también nuestro proyecto? A mi al menos me parece una idea atractiva, en buena parte también porque supone alejarse de las corrientes más comunes, de la mediocridad zafia que ahora recibe el espantoso nombre de «corrección política».
* * * Volvamos al hilo de nuestras reflexiones. Tener buen gusto, ser un hombre en su punto, significa guardar una distancia. ¿Qué es lo que implica esa distancia? Saber lo que uno es, no sólo saber hacer cosas. La formación no puede quedar reducida a procedimientos y técnicas. El educador no fabrica piezas, trabaja con personas. Su oficio no consiste ni en controlarlas ni en moldearlas de una manera prefijada, sino en fomentar y promover su condición personal: su capacidad de elegir, su capacidad de ser.
Socráticamente el ideal de educación se refleja con el dicho de Delfos: “conócete a ti mismo”. Tal lema implica una ganancia de libertad: sé de dónde parto, sé a dónde puedo ir, conozco las armas (los medios, las virtudes) con las que cuento para realizar ese viaje. Y esas armas, como ocurre con las humanidades, tienen relación tanto con la capacidad de pararse a pensar como con la de establecer un diálogo.
Pensamiento y amistad. ¿Se dan esos dos factores en una sociedad en la que se premia la prisa, el ruido, el éxito?, ¿se dan en una sociedad que insiste de un modo machacón en el valor del individualismo –«hazlo por ti mismo, nadie lo hará por ti»–, en un mundo en el que ya casi nadie entre los adultos sabe cultivar la verdadera amistad? Resulta curioso encontrar tantas personas solas, sin nadie a quien plantear una confidencia con la confianza de no ser traicionadas, en esa misma vida en la que la cultura del ocio y el aumento exponencial de salas de cine, bares y restaurantes nos tratan de hacer suponer que nunca habíamos tenido una existencia comunitaria tan intensa. Es probable que tal comunidad no exista: sí hay una muchedumbre solitaria, pero ¿con quién hablar?, ¿de qué? «Conócete a ti mismo», fomenta el buen gusto, la conversación grata, la afición hacia las cosas bellas, la lectura de los libros importantes, el silencio acompañado de la presencia de alguien que te importe. Eso es formar hombres cabales. La tradición humanista habla con frecuencia del “sensus communis”, el ‘sentido común’, dentro del cual incluye el arte de la “eloquentia”, hablar bien. No se trata de un mero ideal retórico. No es una reedición del sofístico arte de convencer, que a menudo se presenta como el sustituto entretenido y banal de la verdad (véase el prototipo de tantos debates, tanto televisivos como en las aulas). La elocuencia significa decir –y enseñar– lo correcto, lo verdadero, y en ella siempre se distingue al erudito del sabio, al trasmisor de información del que tiene conocimiento, y a éste del poseedor de sabiduría (quien sabe pocas cosas, pero sólo y todas las importantes). ¿En qué dirección, en qué sentido, formamos a nuestros alumnos?, ¿los dejamos desorientados en el mar de la arbitrariedad y faltos de puntos de referencia, o les proporcionamos un suelo firme desde el que plantarle cara la vida? Tienen internet, pero ¿ayudamos a su pensamiento?, ¿logramos que cultiven la voluntad y la inteligencia? 4– Personas y la misión mayéutica La idea de formación no se refiere por tanto a una cierta cantidad elevada de contenidos, ni siquiera a las destrezas técnicas que alguien sea capaz de adquirir, sino al fomento de las disposiciones y capacidades naturales de una persona, al cultivo de sus talentos, de esas posibilidades que el alumno lleva en su alma.
Al hablar de formación siempre hacemos referencia a cosas recibidas, a realidades que le pertenecen a él –al alumno–, y que nosotros debemos ayudarle a descubrir. Nunca tenemos que pensar que empezamos de cero, sino que él está lleno de unas virtualidades que tal vez desconozca, y que nuestra tarea “sólo” consiste en ir devastando la pieza de mármol para encontrar la escultura perfecta que subyace en ella. Sócrates hablaría de mayéutica, nosotros podemos seguir haciéndolo con él.
¿Qué encontramos en el “haber” de los estudiantes? Expresado con otra pregunta, ¿qué es el hombre? El filósofo diría: persona. ¿Y qué es lo propio de la persona? Hace tiempo que me gusta decirlo con palabras de Hanna Arendt (9): los seres humanos somos «la paradójica pluralidad de seres únicos». La expresión misma es paradójica, pero por su empeño en señalar una intuición que conduce a lo innegable: los hombres pertenecemos a una especie común, somos sujetos de derechos y deberes similares, llevamos un nombre común que nos hace reconocernos como semejantes. Pero al mismo tiempo cada uno de nosotros guarda en sí la conciencia de ser un yo, una identidad irrepetible, un ser que es único. Muchos, pero todos diferentes. Como indicaba un amigo, profesor de colegio, tenemos la ventaja –y el problema– de no trabajar con tornillos, sino con casos de individuos cada uno de los cuales en cierto modo agota su propia especie. Y eso exige un cuidado, un equilibrio y un sentido de la justicia –dar a cada uno lo suyo- realmente difícil de lograr.
La persona es alguien, y no algo; cada uno es un quién y no tan sólo un qué; la persona detenta un nombre propio que está más allá del nombre con el que se le llama (no es Javier, ni Manuela, sino ese quién que tiene una experiencia y visión del mundo estrictamente novedosa, nunca antes acaecida, que no se repetirá jamás); cada persona es la imagen de Dios, y por lo tanto llamada –referencia– hacia Él, el mismo que le otorga el nombre por el que le requiere. Tal es la materia prima de nuestro trabajo. Quizás ese mismo trabajo en último extremo consista en lograr que los alumnos, de un modo profundo, real, caigan en la cuenta de su valor único, esto es, que se descubran y alcancen la determinación de no conformarse con ser menos de lo que son. «Motivación y esfuerzo», a fin de cuentas, es un binomio que podría reconvertirse con el mandato imperativo de Delfos («¡conócete a ti mismo!»), o con una orden quizás de resonancias más bíblicas: «¡Se quien eres!», esto es, «atrévete a ser tú mismo, no te detengas antes, no te detengas nunca» (10).
Cada hombre, cada alumno, significa la aparición de una esperanza (¿será él quien elimine una plaga que azota a la humanidad?, ¿escribirá la novela que hará reír o llorar a tantos?, ¿se va a atrever a pedir perdón por todo el dolor que cause?, ¿sus hijos le mirarán como a un buen padre, recordándole gozosos también cuando acudan a despedir su cuerpo en el atestado cementerio?). Nuestra responsabilidad, al inicio del largo periplo de su existencia, es grande, incluso excesiva: quien tiene la posibilidad de lograr el éxito también lleva consigo el germen del fracaso. El hombre está abierto, por determinar. Una pequeña desviación en el inicio puede llevarle a un puerto bien distinto del deseado. En él está implícita la posibilidad de malograrse.
¿Qué es, en esta perspectiva, educar? Ayudarle -no sustituirle- a que quiera hacer de sí lo mejor posible. Por eso la motivación es plausible, pero siempre que sea capaz de apuntar a lo esencial: haz las cosas no por la recompensa externa (semanas de esquí, vehículos más o menos motorizados, horarios de salidas), sino por la recompensa interna, porque llegan a ver que son ellos los principales beneficiarios de la bondad de su acción. ¿En qué consiste esta recompensa interna? Será la retroalimentación constructiva del mismo agente o, con otras palabras, la conversión de ese estudiante en alguien más capaz, porque se ha enfrentado a sí mismo –a su dejadez, pasión, comodidad, falta de metas, aburrimiento– y ha terminado siendo un yo más allá de las cosas que tiene, un yo que posee su mundo circundante en vez de ser tenido por él (por el capricho, por la necesidad de diversión, la bebida, la duda o el desaliento). El profesor ejerce la mayéutica: debemos ser matronas que provoquen que el alumno se atreva a vivir a la altura de sus posibilidades, que no acepte la mediocre posibilidad de conformarse con menos.
5– Consecuencias a) Profesores o maestros Al tratar acerca del tema de la formación San Josemaría Escrivá solía servirse de la imagen del monje medieval que dedicaba horas a miniar un códice: cada página exigía un cuidado exquisito, de modo que las letras y los dibujos se sucedieran armónicamente, pero siendo cada uno de ellos algo único que había requerido todos los cuidados del artista. Algo similar ocurre en nuestro caso: servimos a todos de un mismo puchero (probablemente ninguno desearía más horas de clase, menos aún si eso supone seguir repitiendo la misma explicación todavía a más grupos), queremos que todos logren una cierta excelencia, pero a la vez, dando a cada uno según sus posibilidades.
La educación –por lo menos en su etapa escolar, que no quiere tanto contenidos como destrezas– no puede ir dirigida primordialmente a lo general. No podemos confundir educación e ingeniería. La capacitación técnica sí es genérica: cualquier obrero debe ser capaz de poner determinada pieza siempre y sólo de la forma correcta. Pero lo nuestro no es una educación técnica, o no debería serlo. Con frecuencia se escucha que la evaluación debe trascender las pruebas escritas u orales, que debe ir más allá del aula, y que dentro del recinto escolar hay que dar con una dinámica en la que se sucedan ininterrumpidamente los actos educativos: en la cola del comedor; en el modo de caminar o de llevar puesto el uniforme; en la evitación de las peleas, matoneos, críticas despiadadas de los ausentes; al dirigirse ellos a un profesor o un profesor a ellos: respeto, pero también simpatía, de modo que se evite cualquier asomo de relación funcionarial o de indiferencia (11).
Cuando se oferta determinado ideal educativo (no llegar a los técnicos o a los sabiondos, sino a las personas) el modelo inspirador del educador no es el del profesor (un pulcro cumplidor de deberes académicos), sino el del maestro, aquella persona capaz de ofrecer, junto con los contenidos, una manera de entender el mundo, la virtud que invite al entusiasmo por conocer o por ser una persona llena de honor, simpatía, solidaridad o cuidado. La estructura de la existencia humana es narrativa: nos atrae el cine o la novela porque necesitamos historias con las que identificarnos. Por eso lo que resulta verdaderamente educativo acaba siendo el ejemplo, la conversación, la convivencia (12), y no sólo la teoría, la lección o el libro.
El alumno necesita modelos a los que imitar, en los que reflejarse. El primero debería ser el que le ofrezcan los padres, aunque no cabe duda -y todos tenemos experiencia de ello- de que con frecuencia encuentran la imagen que les hace despertar en alguien distinto a su familia, a quien admiran por su conocimiento, fidelidad, interés hacia realidades insospechadas (la poesía, la historia, el álgebra), quizás bien distintas de lo que conocen en su casa, pero realidades que abren la mente hacia un mundo de ideas, contenidos, ideales y conceptos en el que el ser humano siente que descubre sus virtualidades más profundas.
Ser maestro es una meta cuyo logro afecta al profesor más que al alumno. Cuenta con dos riesgos: en primer lugar, que ellos no hagan caso Si se trabaja en razón de la recompensa, la amargura está asegurada, más aún entre adolescentes; trabajar por ese motivo parece contrario a la ética profesional: quien busque sobre todo el aplauso se tornará en un sofista capaz de acomodar la verdad o la exigencia a cambio de conseguir popularidad, y eso los alumnos lo notan, y no genera aprecio. El segundo riesgo está en lo que García Morente llamaba la tragedia del pedagogo: cada vez que consigue un avance –la pasión del alumno por su materia, un trato amistoso profundo, el ambiente adecuado para desarrollar a gusto la tarea que el grupo de alumnos y el profesor llevan entre manos– se cumple el plazo del curso, la generación cambia, los amigos se van y el aula se vuelve a poblar de desconocidos completamente por devastar. En educación los avances duran diez meses, tras los cuales –en septiembre– se vuelve a estar como al principio, ellos igual de jóvenes, tú un año mayor. Por eso el docente debe mantener un interior joven. Al profesor eso no le importa: él está siempre ante lo mismo; al maestro sí: la empatía que ha logrado con un determinado alumno, o con tal grupo, no es genérica, sino la adecuada para esas personas concretas. Y eso resulta cansado, aunque al mismo tiempo es el asunto más gratificante de la tarea de educar.
«¿No te aburres de explicar siempre lo mismo a jóvenes maleducados y carentes de motivación?, ¿no prefieres la universidad?». Son dos de las preguntas que me han hecho con más frecuencia el último año. Cualquiera que dedique su vida a la labor educativa conoce la respuesta: es evidente que si lo nuestro se limitara a transmitir unos contenidos, la educación sería una tarea imposible, lo más cercano a un castigo inmerecido: ¿qué licenciado puede apasionarse por las sociales de 2º de ESO o por cualquier otra materia? Pero es que no es eso lo que se quiere enseñar: a través de las sociales, o de lo que fuera, lo que se trata es de establecer unos vínculos, y que el alumno adquiera capacidades y modos de ver y actuar que hacen que los educadores nos hallemos a la cabeza de quienes transforman y mejoran el mundo. Por eso necesitamos maestros, no profesores; por eso el profesional de este medio debe sentirse orgulloso: no gana lo que un promotor, ni lo que muchos abogados, pero trata con personas, y además no como clientes, sino como compañeros de viaje que se encuentran todavía altamente desprotegidos, y a los que les va enseñando motivos y tareas, a los que va ofreciendo razones para el esfuerzo.
b) Todo por hacer Otro asunto que subraya la ambigüedad de nuestra ocupación es su mezcla de rutina y novedad. Este aspecto también nos sirve para caer en la cuenta de que la razón de ser de la enseñanza no está en los planes de estudio. Los programas se repiten, pero los alumnos no. Si sólo fuéramos profesores se nos podría sustituir por una máquina programada con las habilidades que tuviéramos que transmitir en el aula. En ese sentido, la tarea educativa ya se podría dar por terminada: un año más, los mismos contenidos, problemas y quejas. Pero tal ideal sería muy empobrecedor…, y falso. Si en sólo unos pocos años –pongamos, los que lleve en marcha el centro educativo en el que trabajas– ya estuviera todo hecho, de pobre ideal estaríamos tratando. Es verdad que habrá tradiciones, que habrá empezado con unos profesionales míticos que supieron dotar al colegio de una personalidad especial en los difíciles momentos del arranque, pero al tiempo en que todo está ya hecho, todo se encuentra por hacer.
Y es que el colegio –y las razones de la motivación, y la lucha por lograr en ellos el esfuerzo– comienza de nuevo en cada padre, en cada profesor y en cada alumno. Es una consecuencia lógica del ya citado carácter de novedad de la persona: cada uno es otra vez, y en cada uno tiene lugar un proyecto que antes estaba pero todavía no estaba. Con frecuencia una madre se indigna porque siente que su hijo ha sido clasificado bajo determinada categoría, cuando para ella siempre –y con razón– será simplemente su hijo. Por eso –y en el resto de empresas civiles ocurre lo mismo–, aunque la admiración y referencia hacia la tradición sea algo hermoso y forme parte de la virtud de la piedad, hay que mantener los ojos puestos en el proyecto, en lo futuro, en lo vivo.
El hombre es un ser histórico, por eso no puede pretender congelar el tiempo, «hacer las cosas como siempre se han hecho». La vida está en el movimiento, y los protagonistas de esa vida son los que deben en ese momento vivirla. Cada uno a su tiempo, nosotros, es siempre quien empieza.
c) Conjunción de libertades Y se empieza otra vez con cada alumno. Y cada chico debe saber que es él quien está empezando. Y así nos enfrentamos a una nueva dimensión –quizás la más desconcertante– de la compleja tarea educativa: la conjunción de libertades. ¿De qué libertades estamos hablado? De la de los sujetos activos de la educación: el alumno, los padres y los profesores.
c1– Los alumnos.
A ellos van dirigidas en principio las reflexiones de estas jornadas sobre «Motivación y esfuerzo». Con los pequeños parece que es fácil, ya que el ejercicio de su libertad está todavía en fase de descubrimiento, y con frecuencia le basta con tomar como modelo o líder tanto a los educadores como a los padres.
Con el adolescente la cosa cambia. Ha ido tomando conciencia de sí mismo, y esa conciencia se combina con un enorme deseo de autoafirmación que suele expresar por medio de elecciones a menudo marcadas por su carácter retador (es el momento de la melena, del estudiado desarreglo sistemático, de la lucha por la conquista de la hora de vuelta a casa, de poner a prueba la paciencia y capacidad del profesor novato). Pero su principal problema no es ese: le gusta elegir pero, ¿sabe lo que quiere? La inseguridad, hija de la inexperiencia y de la decepción, acompaña estrechamente a esta edad. ¿Encuentra comprensión, exigencia, respeto? Me parece que son tres palabras centrales para tratar con estas personas: 1-Tratar de ponerse en su lugar; comprender su inseguridad, sus gustos, lo que en el fondo está apuntando; eso es amor de benevolcencia: “delectatio in bene altrui” (Leibnitz) 2-Revestirle con la pesada armadura de la responsabilidad: hay que luchar contra el complejo de “Peter Pan”, la libertad sin consecuencias, y no fomentar unilateralmente la cultura de la recompensa, sino también la del deber cumplido (no tiene sentido idiotizarles con las manos llenas de regalos porque sacaron un seis en la prueba corta de sociales) y la del castigo, de modo que llegue a la consecuencia de que es él quien hace las cosas, y que sus decisiones son el peso desde el que aquilata su vida; 3-Y respetar el hecho de que él –ya desde la primera juventud– es una fuente original de elecciones que merece ser fomentada y cuidada, no solo controlada y reprimida.
Es verdad que todavía no es muy libre, que le falta carácter, personalidad –van en grupo, son las víctimas favoritas de la publicidad y del reclamo del tabaco–, que con frecuencia les puede la pasión –la ira, el deseo sexual, pero también la justicia o la amistad–, pero es precisamente por eso por lo que necesitan ayuda y formación: la tarea con ellos consiste en llegar a tiempo, no en suponer que la crisis no existe, dejarla estar y al final esperar que con un poco de suerte alguno de ellos «vuelva». Formar a un joven significa enseñarle a ser administrador de su propia libertad, en darle razones para actuar del modo que consideramos correcto y, desde luego, dejarle ser.
Aceptar la tarea de formar a una persona pasa por la asunción del riesgo de la libertad. El paternalismo es contraproducente, porque es injusto con las características ontológicas más profundas del ser personal –novedad, libertad, absoluto–. Quizás el amor a la libertad implique que no se vean los frutos, que no agradezcan nuestro desvelo. ¿Qué importa? Si las cosas se hacen mal todo agradecimiento será aparente (¡con qué frecuencia más adelante la hiper–protección acaba tornándose en recriminaciones amargas!), y además un pedagogo nunca trabaja por la recompensa inmediata, sino por la huella futura que su labor haya dejado en el educando, huella que quizás pase oculta para su beneficiario y de la que el educador recibirá noticia sólo en contadas ocasiones.
c2– Los padres El problema –y la ventaja– del adolescente es que no se encuentra solo. Tiene a sus padres. Lamentablemente no siempre es así, y cada vez con más frecuencia se nos presentan alumnos que en la práctica sufren el abandono de uno de los dos –o de los dos– progenitores. En ese caso el problema será realmente serio, pues los conflictos y ausencias afectivas en esas edades de maduración suelen producir consecuencias difícilmente reparables (13), o el alumno puede tratar de realizar una traslación de la fuente de amor de los padres a alguno de sus profesores o, con más frecuencia, al grupo de amigos que a esa edad adquieren a sus ojos un valor idealizado que acabará conduciendo con gran probabilidad a la decepción.
Una idea clave: colaboramos con los padres en la educación de los hijos, pero los principales educadores son ellos. A veces, por comodidad, por inconsciencia, «porque son los que pagan», delegan demasiado. La tarea es compartida, pero el colegio sólo tiene una responsabilidad subsidiaria. Hace unos meses un partido político hacía la propuesta de mantener los centros educativos abiertos siete días a la semana, durante doce horas al día los doce meses del año. Otros parecen preferir la cercanía de la guardería al centro de trabajo de los padres (o de la madre). No se trata tan sólo de una cuestión de perspectiva: lo primero es sencillamente un error que deja al hijo en manos de una abstracción (el “estado escuela”, los profesionales de la educación), mientras que lo que necesita como persona es de un ser concreto (la mirada de la madre, la voz exigente y cariñosa del padre).
Con los padres podemos repetir la pregunta planteada al adolescente: quieren cosas pero, ¿saben lo que quieren? A veces parece que les basta con que no haya conflictos en casa, sin importar que el hijo alcance o no la excelencia: prefieren a alguien que no dé problemas antes que un hijo con personalidad o arrastre. O le cubren de bienes y caprichos pensando que así lograrán un afecto, sin saber que su hijo se puede acabar convirtiendo en un tirano, en un ser que vive en la irreal imagen de un mundo fácil o que acaba recriminándoles porque interpreta esa abundancia de regalos o de dinero como una poco sutil forma de chantaje emocional, y no le faltará razón.
Vayamos al núcleo del problema: al hablar de motivación y esfuerzo la cuestión no puede ir dirigida sólo a los alumnos, sino en primer lugar a los padres. O se convierten en cómplices de la educación o casi todo lo que emprenda la escuela se dirigirá hacia el fracaso. ¡Con qué frecuencia somos conscientes de que toda la labor de un año se echa a perder con un veraneo vacío de cualquier contenido distinto del puro bienestar, con los fines de semana más allá de las reglas o de los límites, con la compra de la dichosa moto, o la “inocente” presencia del ordenador, la red de redes y la tele en la acomodada habitación del “estudiante”! Es verdad que a menudo trabajan, que llegan a casa cansados de luchar, sobre todo que no saben cómo hacer las cosas: nosotros llevamos años dedicados a la tarea de educar y nos sorprende lo difícil que resulta este trabajo. ¡Qué será en su caso, en el que siempre son novatos, y en el que las oportunidades se pasan sin poder corregir los errores cometidos, cosa que nosotros sí que vamos logrando hacer al enseñar a las siguientes promociones! Además, en nuestro caso los fracasos son contingentes: un mal alumno nos deja al cabo de los meses y lo olvidamos; por el contrario, la conciencia de haber fracasado en la formación del propio hijo, en la medida en que éste es insustituible por definición, les acompañará toda la vida. Los padres necesitan orientación y exigencia, en mayor medida que sus hijos.
Por este motivo quizás, ya lo he señalado, esta jornada debería haber estado dirigida sobre todo a ellos. Y todos coincidiremos en decir en que si motivar y exigir a un alumno es difícil, hacerlo con unos padres resulta todavía más complicado. En unos casos porque miran al educador por encima del hombro (se sienten socialmente superiores), o porque nosotros mismos nos dejamos influir por cierto complejo de inferioridad pues tienen mejor coche, sueldo, pinta o casa que el sufrido maestro. En otros porque se les cita y aparece sólo uno de ellos, «es que en casa me encargo yo», «es que está en el trabajo o de viaje», como si los hijos fuera una tarea equiparable al cuidado de los coches o a la elección del restaurante al que irán el viernes con el tradicional grupo de amigos.
Pero, también lo hemos dicho, las dificultades son las que hacen de nuestra tarea algo hermoso, y así la pregunta sobre la «motivación y esfuerzo» podemos –debemos– trasladarla de los padres hacia el educador: ¿nos implicamos con ellos?, ¿somos capaces de citarles para abrirles horizontes de exigencia o nos pueden los respetos humanos, el miedo a contristar o el pensamiento de que no deberíamos meternos donde no nos llaman aunque precisamente por la implícita confianza que han puesto en nosotros –o en la institución que representamos– tenemos el deber profesional y moral de a veces llegar a fondo en la intimidad que es una familia? A un técnico, a un profesor, esto es algo que no le hace falta: «yo cumplo mi tarea, y ellos salen del aula sabiendo cinemática, lo que dijo Descartes, la perspectiva caballera o la versificación de una redondilla». A un maestro sí. La pregunta es evidente, y va dirigida no al alumno ni al padre, sino al educador: ¿cuál es tu aspiración profesional?, ¿hasta qué punto te identificas con los fines de la tarea que has emprendido? La educación -quizás con la medicina- es una orientación profesional altamente vocacional: quien no esté en disposiciones de invertir tiempo, cabeza e ilusión en ella –más allá de convenios, de sueldos o de posibilidades de adquirir determinados modelos de automóvil– debe replantearse su actitud o bien su trabajo. De ese afán de servicio –y más tarde de la colaboración de los padres, ante la que lamentablemente bastantes veces constataremos nuestra impotencia– depende lo que alcancemos.
c3– Los profesores Con lo dicho podemos caer en la cuenta de la tercera clave en la tarea formativa: la libertad del docente. Externamente uno puede estar cumpliendo los términos de su contrato de una manera escrupulosa, y es bueno que ese contrato resulte adecuado a las condiciones en las que se pueda desarrollar una tarea ilusionante y eficaz. Lamentablemente el asunto económico vuelve a ser central (14) . Con demasiada frecuencia la docencia nos lleva muchas horas, la corrección otras tantas y el estrés por mantener la disciplina y la custodia de la cola del comedor pertenecen inexorablemente a nuestra jornada. Del mismo modo podemos tener que atender a un número tan elevado de alumnos que no nos quede la posibilidad de personalizarlos. O nos falta tiempo para dedicarnos a cuidarles, para la preceptuación (que en algunos casos supera a las 20 personas, desdibujándose también así la eficacia de ese medio supremo de educación), o para quedar con unos padres con el fin de mantener una reunión sosegada a la que podamos acudir bien preparados, con elementos de juicio y consejos pertinentes para colaborar en su tarea educativa.
El profesor es la clave. ¿Cómo puede formar quien no cuida su propia formación? Tanto en el campo de la pedagogía y la innovación en el aula, como en la materia de la que imparte lecciones o en la que tiene su enclave intelectual. Hay que formarse para dar clases, y para tener algo que decir a los padres. «Motivación y exigencia» es un binomio que en primer lugar debería ir dirigido a cada uno de nosotros, evitando el conformismo, guardando la actitud rebelde –del que no acepta quedarse detenido, del que siempre quiere crecer– que hace de nuestra tarea algo atractivo para el joven, algo joven en sí mismo, y que nos cambia a nosotros de profesores en maestros, de aburridos “dictadores” (de voz cansina, diciendo «lo de siempre», con los folios amarillentos temblando en nuestras manos) en fuentes de luz dentro de un mundo de sombras.
Podemos dedicarnos a cada uno, tratar a personas, o conformarnos con tener alumnos («Los de 1º A», que cambian cada año, que no dejan huella alguna en el aula anónima ni en nuestros corazones). Lo segundo es más cómodo, menos comprometedor. Pero no responde al fin de ciertos ideales educativos propios de nuestros centros, y tampoco a la tarea del pedagogo que busca audazmente la “paideia”.
c4– Dios No le había nombrado, pero –como creyente, y supongo que aunque no lo fuera– Dios me parece un término fundamental a tener en cuenta en la conjunción de libertades que acompañan a la educación.
Primero una breve consideración teórica: la libertad en Dios no se dice en el sentido de que pueda triunfar o fracasar, o de que se le plantee a inquietante disyuntiva de tener que elegir entre el bien y el mal. Dios refleja la tranquilidad de quien es en sí mismo cumplimiento puro. ¿En qué sentido es entonces Dios libre? En el sentido en que se entiende a Dios como amor. Nos ha creado no con fines pragmáticos, sino porque ha querido. No somos necesarios, sino amados de forma gratuita, libremente.
Eso da lugar a una fuente de tranquilidad: no hay que inquietarse si parece que las cosas (o tal expectativa con esa familia o con ese alumno) no sale adelante, si no responden, porque el hecho de que cada persona sea «imagen de Dios», y el de que Dios cuide de sus hijos los hombres, nos lleva a evitar el pensamiento de que en algún momento nos encontramos abandonados en la inmensidad de los espacios infinitos. «Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (15) . La frase agustiniana se puede tomar superficialmente como una consideración piadosa para hombres de fe profunda. También se puede entender como lo que es: la descripción breve de un hecho en torno al cual se constituye la tensión dramática de cualquier existencia humana, tensión que provoca las preguntas y la búsqueda que cualquiera –siempre que no haya estropeado definitivamente las condiciones antropológicas del preguntar– lleva a cabo.
El cristiano –y por tanto el educador de convicciones cristianas– juega con la ventaja de la verdad: él cuenta con una respuesta real a las grandes cuestiones, respuesta que además se dice de modo alegre y afirmativo –la Redención–. Pero, por eso mismo, el educador cristiano en primer lugar será un gran defensor de la libertad (del alumno, del padre, del colega), pues parte del contenido de esa verdad, en la medida en que se relaciona con la dignidad de la persona humana, consiste en la obligación de no imponerla, en el respeto a la libertad de las conciencias.
El cristiano no impone la verdad (eso sería fanatismo), sino que procura mostrarla de forma que la belleza de esa verdad deslumbre. Su convicción es que el mensaje que porta resulta atractivo para cualquier corazón que no se conforme con quedarse dormido o atenazado en la casa semivacía del placer o del escepticismo. La verdad produce deslumbramiento, pero por eso mismo no basta presentarla en el discurso teórico, precisa la narración de la propia vida, la encarnación de la verdad en la existencia, la honradez, la paciencia, la alegría, del maestro. La verdad no es rutina y bostezo, sino fuente de creatividad y audacia.
6– Conclusión Educar en la verdad. ¿Existe una verdad de la plástica, del dibujo técnico, de las ecuaciones diferenciales o del deporte? No lo sé. Existe un estilo de vida que acompaña a todo procedimiento; existe la posibilidad de «educar en la búsqueda». ¿Es el fruto de nuestra educación un conjunto de conformistas pasivos, o somos capaces de sembrar inquietudes? Dicho de otro modo, ¿aportamos horizontes de sentido y contenidos a su vocación profesional e intelectual, o sólo esperan salidas profesionales? La persona es algo más que un profesional de cualquier campo. Es profesional, pero también marido, padre, amigo, pagador de impuestos, enfermo, parado, huérfano o hijo de padres que están enfermos o que ya son ancianos. La formación va más allá de la facultad universitaria, del aula de bachillerato o del ciclo formativo. Va más allá del éxito inmediato. Por eso mismo, la tarea del educador trasciende (y mucho) las paredes del aula.
Motivación y esfuerzo: lo primero es un reto, lo segundo una necesidad. O quizás sea a la inversa. O quizás resultan retadoras y necesarias ambas cosas. O además de todo eso necesitemos mucho más: ¿qué? No sé, es posible que la existencia de un proyecto como Attendis signifique ya por sí misma la realización de ese milagro que es la educación: en ella no se puede avanzar sólo. Los alumnos, los padres, los profesores, forman un todo; y a la vez deben integrarse en un proyecto más amplio. Probablemente Attendis signifique una respuesta eficaz a tal inquietud. Aunque, evidentemente, se trata de una respuesta que nunca va a estar del todo dada, que siempre estarán formulando los padres, los profesores y, en media proporcional, los alumnos que sean parte de estos colegios.
(1) W. Jaeger, Paideia. Los ideales de la formación clásica, FCE, México 1973. (2) C. Naval, Educar ciudadanos. La polémica liberal–comunitarista en educación, Eunsa, Pamplona 1995. (3) Cf. J. Aranguren, Resistir en el bien. Razones de la virtud de la fortaleza en Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 228-231. (4) Tomo estas ideas de Francisco Altarejos. Cf. R. Guardini, Las etapas de la vida, Palabra, Madrid 1998. (5) H. G. Gadamer, Verdad y Método I, Sígueme, Salamanca 1997, pp. 38–48. Los entrecomillados que siguen los saco de esas páginas. (6) J. A. Marina, El laberinto sentimental, Anagrama, Madrid 1999, p. 46. (7) Cf. H. G. Gadamer, o.c., pp. 66-68. (8) Cf. J. Aranguren, Antropología filosófica. Una reflexión sobre el carácter excéntrico de lo humano, McGraw-Hill, Madrid 2003, capítulo 3, en prensa. (9) H. Arendt, La condición humana, Paidos, Barcelona 1994, p. 202. (10) Cf. S. Agustín, Sermón 169. (11) Cf. R. Pomar, Gaztelueta, un estilo educativo, Fundación Gaztelueta, Bilbao 1998.
Por ejemplo, en la preparación de actividades extracurriculares: teatro, festivales, visitas culturales o conversaciones más allá del estadillo de preceptuaciones. (12) Algo así muestran los estudios de H. Harlow, tal y como cuenta S. Zeki, Una visión del cerebro, Ariel, Barcelona, 1997, pp. 245 ss. (14) Quizás también lo sean el desarrollo de la carrera profesional y la posibilidad de contabilizar méritos y cobrar algo en variable. Aunque, ¿cómo medir eso sin convertir los centros educativos en nuevas jaulas de competencia? (15) San Agustín, Confesiones, 1, 1.