Problema crucial al cual muchos padres, ciegos, no dan demasiada importancia. Es necesario evitar dos excesos: negarse a plantear el problema o dramatizar la cuestión.
¿De qué se trata? Se trata de formar niños con visión clara; almas sanas en cuerpos sanos; muchachos y muchachas que se respeten y se hagan respetar; advertidos, mas no hipnotizados, de los peligros y tentaciones posibles, conscientes del plan del amor de Dios sobre ellos y de las exigencias que reclama la colaboración a ese plan.
En todo lo que concierne al origen de la vida, tiene el niño derecho a la verdad, al menos de una manera progresiva adaptada a su edad, a su inteligencia, a su temperamento.
La táctica del silencio, erigida en sistema o tomada como principio, es una táctica peligrosa y claramente nociva al interés del niño y al de la sociedad.
Las iniciaciones claras, hechas con el tacto preciso, deben ser consideradas como una obligación grave que se puede imponer en nombre de la caridad y aun de la justicia.
El silencio de los padres, el misterio que se crea alrededor de esos problemas, son causa importante de muchas deformaciones de conciencia.
El niño a quien nadie quiere ilustrar con precisión tiene el peligro de ver el mal donde no lo hay y de no verlo donde está.
Todo niño normal se plantea un día y otro, y con frecuencia más pronto de lo que los padres creen, la cuestión sencillamente: «¿Cómo he venido yo a la tierra?» Lejos de ser una curiosidad malsana, es eso una prueba de inteligencia.
Lo más, frecuente, por otra parte, es que el niño plantee esa cuestión a su mamá. Si ésta, en vez de tratar el asunto corno la cosa más natural del mundo, parece escandalizarse o turbarse por semejante pregunta y lo manda bruscamente a sus juegos, el niño se planteará todavía con más agudeza el problema o intentará saberlo por todos los medios, guardándose en adelante de hablar de ello a sus padres.
Si la madre da una explicación embustera -cigüeñas, París, bazar, etc.-, el niño creerá sus palabras -lo que dice mamá es siempre verdad-; pero el día, y ese día llegará infaliblemente, en que aprenda de manera más o menos deformada la verdad, habrá perdido para siempre la confianza en sus padres.
Cuando los niños no obtienen de sus padres o de persona autorizada la solución a las preguntas que plantean, la buscarán o la recibirán, aun sin buscarla, sea en conjunto o en parte, de manera incompleta, deshonesta, a veces brutal y degradante.
Es un deber de los padres velar por la educación de la castidad de sus hijos. Esta educación supone no sólo la respuesta leal y progresiva a los problemas del origen de la vida, el advertir a tiempo las transformaciones de alrededor de los trece años, sino también, en un ambiente de confianza y amor, la educación de la valentía, del valor, para asegurar sin peligro el sostenimiento del equilibrio y el dominio de sí mismo en este período de crisis que caracteriza la adolescencia.
Los padres no tienen derecho, en una materia que puede tener repercusiones tan serias, a dejar que esta educación se haga «a la buena de Dios», y con frecuencia, «a la gran desgracia» de los niños, que tanta necesidad tienen de ser instruidos afectuosamente, guiados, ayudados por aquellos que tienen el derecho de decirlo todo, y de quien ellos tienen la obligación de oírlo todo.
No porque sea un deber delicado y difícil hay derecho a eludirlo.
La revelación por los padres mismos del hermoso plan de amor de Dios, lejos de disminuir el respeto, la confianza y el afecto hacia el papá o la mamá, despertará en el espíritu de sus hijos el sentimiento de la grandeza y dignidad del matrimonio y avivará en su corazón -porque son más razonados- ternura y reconocimiento hacia aquellos a quienes deben, después de Dios, el ser y la vida.
No hay por qué crearse una montaña para decir la verdad de manera delicada.
Gran número de libros se han editado a propósito de esto, con fórmulas concretas de conversaciones para chicos y chicas, como respuesta a las distintas preguntas que suelen hacer y para las diferentes edades de la infancia y de la adolescencia. Os será fácil inspiraros en ellos leyendo el texto y añadiendo los comentarios que vuestro corazón os dicte. Lo que es menester es decir las cosas con la mayor naturalidad, insistiendo sobre la grandeza del amor que ha inspirado el plan divino hasta en los detalles y pidiendo a os niños que no hablen de ellos a los otros a fin de dejar a sus propios padres tomar la iniciativa, instruirlos y guiarlos.
Si por casualidad se juzga que el niño puede aprovechar la lectura de tal o cual página, que sea, al menos, como una conversación comenzada o continuada, y, por consecuencia, que acaba en conversación. La voz, con el tono, los matices, los acentos, crea alrededor de la letra muerta una armorúa viva de pensamientos y de sentimientos que la coloca en su justo punto y la hace buena y bella.
¡Cuántos atenuantes, sugestiones, repeticiones, correctivos, dulzuras y vivacidades son necesarios para comunicar a pensamientos tan delicados la pureza de forma, la veracidad exacta del sentido, el ritmo bienhechor de la paz! Al libro el niño no responde, no se abre, permanece mudo, y la más segura protección del niño está en hablar a sus padres. El libro es apresurado, no espera, trastorna el orden interior, las imágenes asaltan la sensibilidad. La conversación, al contrario, es paciente; va y vuelve; avanza y retrocede; vuelve a comenzar si hay necesidad; se pliega de manera muy sutil a la sinuosidad y elasticidad del alma infantil. Una madre llena de experiencia y muy inteligente -sólo esta frase lo demostraría- decía con finura: «Es necesario adaptar los consejos al estilo de la familia».
Si el niño no pregunta, no hay que dudar en plantearle una cuestión como ésta: «¿Te has preguntado cómo vienen al mundo los niños?» Hay a veces niños tímidos, o bien niños que no se atreven a interesarse por esos problemas porque han oído alrededor de este asunto ciertas reticencias y se imaginan que son cosas en las cuales no hay que pensar. Pero eso no sería sin gran inconveniente para el porvenir. Dadles confianza, pues, y no adoptéis nunca un aspecto solemne ni cohibido para hablar de estos asuntos.
Después de una conversación de este género no dudéis en decir a vuestros hijos que recurran a vosotros de nuevo si en adelante alguna otra cuestión se plantea a su espíritu. Mantendréis así entre vuestros hijos y vosotros una puerta abierta a la confianza total, tan necesaria en este terreno.
En materia de pureza no son las costumbres o las convenciones las que determinan lo que está bien y lo que está mal- Hay un orden en la creación, y es este orden, o en otros términos: ese plan de amor que Dios ha establecido, lo que es necesario respetar.
No se trata de ver el mal en todas partes. Ni tampoco de ser ingenuos e imaginar que nuestros riños están fuera de todo peligro. En este mundo moderno, que Bergson calificaba de afrodisíaco, se encuentran desequilibrados, obsesionados, gentes más o menos morbosas, y nuestros niños pueden ser uno u otro día, cuando menos lo sospechemos, víctimas de un camarada perverso o de un adulto impúdico.
Es necesario que la mamá haya podido decir un día muy naturalmente a su hijo: «Estate con cuidado: encontrarás a veces compañeros o gentes mal educadas que se portan mal. Si alguno, por ejemplo, quisiera jugar contigo a juegos indecentes, intenta hacerte cosquillas entre las piernas, no te dejes y ven a hablar conmigo». La experiencia prueba que un 60% de los niños, por lo menos, niñas o niños, han sido uno u otro día objeto de tentaciones de ese género sin que los padres lo sospecharan siquiera. Un niño prevenido vendrá más fácilmente a sincerarse con vosotros en caso de peligro.
Ante los inconvenientes del silencio en estas materias, varios países han preconizado la educación colectiva en la escuela. Es ésta una medida en extremo peligrosa, y varios países que la habían adoptado han renunciado finalmente a ella. En materia tan delicada, dirigiéndose a espíritus y, a temperamentos tan diversos como los que puede ofrecer una clase con una enseñ-,inza uniforme en la que falta totalmente la gradación necesaria según las circunstancias tan variadas del auditorio, existe el peligro de convertirse en seguida en objeto de conversaciones malsanas y de crear en algunos la obsesión de la sexualidad.
Nada es mejor que la iniciación individual adaptada al desarrollo físico y moral e intelectual del niño.
Se mutila la verdad mostrando sólo el aspecto fisiológico de estos problemas. Es muy importante exponerlos en una síntesis donde no se olvide el aspecto sentimental, el aspecto social y el aspecto religioso.
Nuestras respuestas deben estar impregnadas de espíritu de fe y descubrir al iniciado el plan providencial de Dios en relación con el dominio de lo sexual. Sin duda alguna, ciertos detalles son muy delicados para explicarlos; pero, por otra parte, y si bien el hombre puede corromper el plan divino en esta materia, es necesario no perder de vista que la estructura del corazón del hombre o de la mujer, su madurez fisiológica, los actos fundamentales de la unión conyugal, de la paternidad, de la maternidad y del nacimiento de los hijos, son obra directa de Dios.
Es preciso no perder tampoco de vista que el Señor ha hecho del matrimonio un sacramento y que los actos conyugales, rcalizados en estado de gracia y según la rectitud de su naturaleza, llegan a ser para los cónyuges fuente de gracia y de méritos para el cielo.
Es necesario, pues, enfocar el problema de la sexualidad con mirada límpida, bajo su aspecto providencial noble y puro. Con esta rectitud, con esta nobleza, debemos hablar de él a nuestros niños.
Importa que la niña sea prevenida por su mamá antes que se produzca el acontecimiento que la consagrará como mujer.
Le explicará ésta primero el papel de la madre. Con la pubertad de la mujer, especialmente con ocasión de los nuevos cuidados de higiene que deberá tener, y al corriente de los cuales es necesario ponerla, podrá la madre volver sobre el asunto para precisar lo que haya dicho unos años antes relativo al «papel de la madre» en la vida del niño pequeño. Como las circunstancias se prestan, podrá darle de manera técnica los detalles físicos y fisiológicos necesarios. El tema será el siguiente: la adolescente deja de ser una niña para convertirse en mujer; su cuerpo está dispuesto a prepararse poco a poco para su hermoso papel de madre. Y precisamente porque es obra importante y delicada, un trabajo de colaboración con Dios, la preparación se hace lentamente. Y puesto que su cuerpo será algún día la primera cuna de un niño pequeñin, debe ella, a la vez, cuidarlo y respetarlo.
Es importante, asimismo, que el chico sea prevenido por su papá -y, en defecto de él, por su mamá- de las transformaciones que van a operarse en él, de las reglas higiénicas que debe observar. Convendrá prevenirlo, para que no se inquiete por las perturbaciones fisiológicas que pueden sobrevenirle durante el sueño independientemente de su voluntad.
Una recomendación que tal vez sorprenda a algunos padres, a la cual, sin embargo, conceden una gran importancia quienes profesionalmente reciben numerosas confidencias: el niño no debe, en manera alguna, compartir el dormitorio de sus padres. Con frecuencia, las condiciones económicas impiden a los padres conformarse a esta exigencia esencial, pero cuantas veces sea posible, es necesario hacerlo.
Ignoramos todavía el grado de impresionabilidad del cerebro infantil. Es, no obstante, verosímil que el cerebro del niño, muy sensible, reciba ciertas impresiones, como la placa de cera de un aparato registrador, aunque no las asimile hasta mucho más tarde.
A los padres -a la mamá, principalmente- incumbe formar al niño en lo relativo a pudor, de modo que, de una parte, evite las fobias, los temores exagerados, que le harían ver el mal en todo; pero, por otra, tenga el sentido de cierta reserva, tanto más indispensable cuanto que el ambiente actual se empeña en destruirla.
¿Qué hacer si os dais cuenta de que vuestros hijos han adquirido malos hábitos solitarios? 1. Nada de dramatizar, no amedrentar al chico ni hipnotizarlo con este motivo; tendréis el peligro de formar en él una obsesión y de impedirle salir de ella.
2. Enseñar al niño a lavarse como es preciso y completamente. Con frecuencia, estos hábitos provienen de falta de higiene y de limpieza.
3. Plantear el problema en el aspecto de la buena educación y del respeto a sí mismo: un niño bien educado no juega con su cuerpo, como no se rasca la nariz ni se frota los ojos.
4. Animar al niño a reforzar su voluntad haciéndola trabajar en otros dominios.
5. Asegurarle que no hay por qué extrañarse de las tentaciones en ese sentido: son propias de la edad; pero es también propio de su edad ejercitarse en el dominio de sí mismo con la gracia de Dios, que nunca se le niega al hombre de buena voluntad. Proporcionarle una vida equilibrada; enseñarle a elegir lecturas, a evitar cualquier causa de excitación y orientarlo en la técnica de la diversión en algo que le interese.
6. En esta materia es necesario insistir más sobre el aspecto positivo de la alegría de elevarse, de vencer, que sobre el aspecto negativo de la falta moral. Este punto, preciso es dejarlo al juicio del confesor, que para eso tiene gracia de estado.
Instruir a la juventud en las realidades de la vida no es, como pretenden algunos higienistas, prevenir contra los peligros de las enfermedades venéreas, sino preservar de desviaciones morales que resultan de la mala conducta. El hombre no es un simple animal a quien hay que proteger de los contagios microbianos; es un ser que debe por sí mismo dominar sus apetitos.
La juventud debe saber que si es depositaria del poder creador, eso no es para que se envilezca y lo convierta en instrumento de placer. La impureza es a la vez una falta contra el respeto que el hombre se debe a sí mismo; una falta contra la que algún día será su esposa, una falta contra los hijos, herederos de sus potencias físicas y morales.
Un joven se prepara, pues, a la fidelidad en la medida que se respeta a sí mismo y en la que respeta a la mujer en general.
Tomado de Gaston Courtois, “El arte de educar a los niños de hoy”, Atenas, 1982, en www.edufam.net