Discurso del Presidente Federal, Johannes Rau, 18 de mayo de 2001.
Salón de Actos Otto Braun de la Biblioteca Nacional de Berlín.
Categoría: Otros temas de bioética
Antonio María Rouco, “Los derechos de Dios, garantía de los derechos del hombre”, 29.V.01
Discurso de ingreso del Cardenal Antonio Mª Rouco en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
El cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, pronunció anteayer su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas con el título Los fundamentos de los derechos humanos: una cuestión urgente. Después de analizar la utilidad de la fundamentación de los derechos humanos, afirmó que a la altura del año Dos Mil, la implantación real de todos los derechos humanos, desde los más primarios —los derechos civiles y políticos— hasta los más sociales, económicos y culturales, atraviesa un momento innegablemente crítico. Diría más, crucial. Más adelante señaló que el análisis de los múltiples y complejos factores que están interviniendo en la situación por la que atraviesan los derechos humanos, en el presente panorama político y social del mundo, tan delicada y dramática, apunta directamente a una carencia ética fundamental: a una verdadera crisis moral de la Humanidad. El diagnóstico podría resumirse en una doble constatación: está en juego el futuro mismo de la Humanidad en paz, justicia y libertad. Está en juego el hombre mismo. He aquí una síntesis del discurso: La crisis político-jurídica de los derechos humanos va acompañada y está envuelta en una crisis social que se manifiesta en la aparición generalizada de fenómenos de violaciones sistemáticas de los mismos y del apoyo que encuentran, explícita o implícitamente, en sectores de la sociedad, de amplitud y arraigo notorios, aunque siempre, poderosos. Citemos algunos casos especialmente flagrantes y dolorosos: el terrorismo, el tráfico con las personas —"la trata de blancas", la venta y explotación de niños para los más variados fines, "el comercio" con los emigrantes ilegales, el tráfico de armas y el narcotráfico—. Todos ellos alcanzan una dimensión mundial. Todos estos fenómenos delatan una radical inmoralidad e inhumanidad: la del desprecio al hombre mismo y la de la brutal negación de la dignidad de las personas, que encuentra en los atentados terroristas su más perversa y odiosa expresión. El olvido de Dios e, incluso, su desprecio, que se esconde objetivamente en estas actitudes, es igualmente radical y no tiene paliativos. Lo más preocupante, con todo, reside en ese insidioso efecto secundario de un debilitamiento progresivo del fondo de la verdad de la conciencia moral colectiva: de que el miedo se acostumbre a vivir con el crimen, primero; para pasar, luego, a comprenderlo; y, finalmente, quizá, a justificarlo. La crisis política y social de los derechos humanos se manifiesta en toda su hondura moral y en su transcendencia crucial para el futuro del hombre, a través del nuevo planteamiento del derecho a la vida, que ha precedido, acompañado y seguido a los cambios legislativos en torno al aborto. A lo largo de las tres últimas décadas, en la práctica totalidad de los ordenamientos jurídicos, tanto de los países no democráticos —por ejemplo, de los Estados comunistas de la Europa Central y Oriental hasta la caída del Muro de Berlín, y posteriormente—, como de los democráticos de todo el hemisferio Norte, se ha generalizado una nueva valoración jurídica del derecho a la vida, que equivale, en el fondo, a un cuestionamiento de sus bases antropológicas. Un papel pionero lo jugó, sin duda alguna, la nueva interpretación constitucional de tal derecho en los Estados Unidos de América, que abrió el camino de lo que se denominará la despenalización del aborto o, en términos de un aséptico eufemismo, la interrupción voluntaria del embarazo. Pronto se simultaneó, para captar jurídicamente el mismo supuesto de hecho en fórmula más positiva y, por ello, menos odiosa, con la expresión o categoría de legalización del aborto, que se sirve del apoyo teórico de un supuesto ético-jurídico —el derecho de la mujer a disponer libremente de su propio cuerpo— y de un pre-supuesto biológico-antropológico de que el ser concebido en sus entrañas es una parte del organismo materno. EL DERECHO A LA VIDA ¿La debilidad formal-jurídica con la que nace, al final de la segunda guerra mundial, el sistema de protección de los derechos humanos en el seno de la entonces recién creada Organización de las Naciones Unidas, no esconderá, además de una manifiesta debilidad política, una debilidad ética inicial, no superada hasta el día de hoy? ¿Incluso, no adolecerá de una deficiente base antropológica en el orden del pensamiento y en el orden de la vida? El hecho sorprende tanto más llamativamente cuanto que, en la memoria de muchos contemporáneos, se encuentran todavía vivos los recuerdos de la terrible experiencia histórica, que está en el origen inmediato de la iniciativa de las Naciones Unidas, de su Carta fundacional y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: la experiencia de la segunda guerra mundial de la que surgió una toma de conciencia universal respecto a la urgente necesidad de buscar los cauces adecuados que impidiesen para siempre el estallido de una nueva conflagración bélica que, a la vista del potencial destructivo del armamento atómico disponible, devendría inevitablemente apocalíptica. A nadie se le ocultaba que en el Estado y en la doctrina política del nacionalsocialismo no había cabida para los derechos humanos. (…) Así se explica la esterilización forzosa por indicación eugenésica de personas en un número total aproximado de 350.000 individuos, en aplicación inmediata de "la ley para la prevención de descendencia enferma hereditaria" de 14 de julio de 1933; y los más de 200.000 enfermos —especialmente los pacientes de sanatorios psiquiátricos— que fueron eliminados en las clínicas alemanas entre 1939/1940 y 1945. Y, luego, la tremenda tragedia de la Soah, del holocausto judío, acompañada de eliminaciones masivas de otros sectores de la población en los territorios ocupados por conquista de guerra, con una incidencia singularmente grave y cruel en los países del Este de Europa. Teoría y praxis del nacionalsocialismo habían demostrado, en férrea sintonía histórica, cómo la negación sistemática de los derechos del hombre conducen a la Humanidad —al hombre mismo— hacia un abismo sin retorno. La crisis del positivismo jurídico y la apuesta por el Derecho natural se vio reforzada por el fenómeno histórico-espiritualmente y políticamente paralelo del marxismo-leninismo estalinista, que después de la victoria sobre las potencias del eje impone, en toda la Europa ocupada por las tropas soviéticas, un férreo sistema político articulado con una implacable consecuencia en torno al principio de la dictadura del proletariado o, más exactamente, de la dictadura del Partido Comunista y de su Secretario General. En las Constituciones de la Unión Soviética y de sus Estados satélites no había lugar para una verdadera teoría de los derechos humanos y, mucho menos, para una praxis política respetuosa de los mismos. En los primeros años de la postguerra se presenta la doctrina del Derecho natural como un instrumento, extraordinariamente valioso y fecundo, por no decir imprescindible, para la renovación moral y espiritual de las sociedades convulsionadas por la guerra y para una reconstrucción democrática del Estado, basada en el reconocimiento y garantía de los derechos humanos y en lo que se viene a designar pronto como el principio del Estado social de Derecho. Su aceptación se va a generalizar, más allá de los límites de los círculos académicos y profesionales del Derecho y de la política, forzosamente minoritarios, en el ancho campo de la cultura popular y de la opinión pública. Su influencia es innegable en la naciente República Federal de Alemania; pero también en los países del llamado mundo libre occidental, sin excluir a España y Portugal, con sus conocidas peculiaridades. EL DERECHO NATURAL En el panorama de las causas que han incidido en una deficiente concepción de los derechos humanos está el liberacionismo de los años setenta, que consideraba el derecho natural como instrumento ideológico de dominio. Esta propuesta enlaza con el propósito de desarrollar una doctrina teológica eficaz en la lucha por la liberación de la pobreza, en la que yacía inmersa una gran parte de la Humanidad, como fruto del Evangelio del Reino, ya operante en la Historia y que camina a su revelación y realización plenas, llevó a algunos de los cultivadores de estas corrientes teológicas al reconocimiento del valor hermenéutico de la metodología marxista para el análisis de la realidad social y de sus estructuras injustas, y a su uso científico y político. La consecuencia en relación con la concepción de la Iglesia fue definirla y organizarla como una institución crítica de la sociedad, y, también, precisar y cualificar el ejercicio de su misión como específicamente social e histórico. Entre los efectos teóricos y prácticos que de ahí se derivaron, es obligado señalar el de la minusvaloración de la doctrina social de la Iglesia (sobre todo en orden a la praxis), el cuestionamiento radical del Derecho natural, al que se declara incapaz de encauzar el proceso liberador, iluminándolo, discerniéndolo e impulsándolo, así como un inevitable relativismo axiológico de la doctrina socio-política y jurídica de los derechos humanos a modo de marco de referencia éticamente indispensable para la realización de la justicia. Quien ciertamente parece haber salido indemne de la crisis global de 1989 es el progresismo liberal y su humanismo relativista. Lo más preocupante, sin embargo, diez años después, es el panorama de una Humanidad herida por una violación de los derechos humanos más elementales, que no cesa, ni retrocede. Frente a esta nueva versión del materialismo antropológico, radical como pocas en la historia de la filosofía, pero tan fascinante por el ropaje científico y por la alianza con el supuesto progreso de la Humanidad con la que se presenta, se ha vuelto a insistir y a profundizar en el carácter personal de lo humano: en la persona como la categoría de su definición específica. El hombre es cualitativamente más que una simple unidad biológica de interacción, con capacidad para interactuar con otros seres; es infinitamente más que una cosa. El hombre es alguien, un ser libre, libre de todo determinismo: biológico, psíquico, social, económico y cultural. El hombre es constitutiva innovación libre. Dotado de conciencia, y de conciencia responsable, es capaz de conocer la verdad y de discernir el bien. El hombre —cada hombre— es un ser irrepetible y único. CUATRO VÍAS Hay cuatro irrenuciables vías de acceso a la fundamentación de los derechos humanos: la vía jurídica, la sociológica, la filosófica y la teológica. Es evidente que una cultura y praxis mínimamente asegurada de respeto a los derechos humanos exige que, por su lugar en la jerarquía normativa de los ordenamientos jurídicos de los Estados, se garantice su observancia y cumplimiento eficaz. Que sean incluidos en las leyes constitucionales o fundamentales como norma normans de todo el sistema constitucional, que habrá de salvaguardarlos con medios procesales y orgánicos adecuados: los propios de lo que se configura institucionalmente como Estado de Derecho. Es más, la experiencia histórica más reciente enseña que no basta ya para una garantía eficaz de los derechos humanos, como propios y personales de cada hombre, las medidas previstas en los ordenamientos constitucionales internos de los Estados, sino que se ha hecho cada vez más urgente y apremiante el que intervengan con los instrumentos normativos y de procedimiento más oportunos el derecho internacional y los organismos internacionales. La vía sociológica aporta la necesaria efectividad en el orden práctico de cara a la salvaguarda de los derechos. La vía filosófica nos recuerda que en el desarrollo de su vida, en el proceso de su existencia, el hombre se debe de tratar a sí mismo, y los hombres se deben de tratar entre sí —y se les debe de tratar por cualquier instancia social—, como persona, a la que le son inherentes unos bienes y valores esenciales para su realización: la vida, la verdad, la libertad, la asignación de los productos y medios materiales necesarios para su subsistencia, la posibilidad del matrimonio y de la familia, la capacidad de la relación y participación social y política, la posibilidad de formación y acción cultural, la salud y la capacidad de realizarse religiosamente. Y la vía teológica nos permite dar cuenta del fundamento preciso de la dignidad personal de cada hombre al saber teológicamente que cada ser humano ha sido querido y creado directa e inmediatamente por Dios, con su propio nombre; mostrar realmente la capacidad de su libertad —de su voluntad libre— para respetar y cumplir lo que unos deben a los otros como personas igualmente queridas por Dios, en virtud de su gracia que redime, sana y eleva a todo hombre para un proyecto de existencia marcado por el don y la exigencia del amor y del servicio; y perfilar los contenidos y la forma de cada uno de los derechos humanos y su intrínseca interdependencia como expresiones de una superior justicia al servicio de una realización plena de la persona humana, vista en la perspectiva integral de su último destino. Lo que podría estimarse como la aportación más valiosa, y de algún modo exclusiva, de la vía teológica a la fundamentación de los derechos humanos, es la de introducir intelectualmente a la persona en una experiencia humana de lo que significa, para la teoría y para una praxis de la vida completa en sus dimensiones objetivas y subjetivas, la experiencia espiritual, efectuada en la luz y en la fuerza del Espíritu. Los "derechos superiores de Dios", en frase del Vaticano II y que el Papa Juan Pablo II ha glosado tan bellamente en señaladas ocasiones, representan el apoyo primero y último, a la vez que la garantía inquebrantable, de los derechos del hombre.
Conferencia Episcopal Española, “100 cuestiones y respuestas sobre el SIDA”, II.2002
EL SIDA 100 CUESTIONES Y RESPUESTAS SOBRE EL “SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA ADQUIRIDA” Y LA ACTITUD DE LOS CATÓLICOS febrero de 2002
PRÓLOGO
¿Por qué la enfermedad? ¿Por qué a mí o a uno de mis seres queridos? Son interrogantes que sacuden la conciencia del hombre en cualquier época y lo sitúan irremediablemente ante el misterio dramático de su existencia.
Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001
En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia. La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran. Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.