Conferencia Episcopal Española, “100 cuestiones y respuestas sobre el SIDA”, II.2002

EL SIDA 100 CUESTIONES Y RESPUESTAS SOBRE EL “SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA ADQUIRIDA” Y LA ACTITUD DE LOS CATÓLICOS febrero de 2002

PRÓLOGO

¿Por qué la enfermedad? ¿Por qué a mí o a uno de mis seres queridos? Son interrogantes que sacuden la conciencia del hombre en cualquier época y lo sitúan irremediablemente ante el misterio dramático de su existencia.

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Manuel Ordeig Corsini, “La castidad matrimonial”, Palabra, IV.2001

El amor conyugal puede considerarse como la cúspide del amor de amistad. En él, la entrega del amante es total, sin reservas: encuentra la propia felicidad en hacer feliz al otro con el don de sí mismo (cfr. Humanae vitae, 9). «De ahí la absoluta necesidad de la virtud de la castidad…, energía espiritual que sabe defender al amor de los peligros del egoísmo y promoverlo hacia su plena realización» (Familiaris consortio, 33).

El matrimonio, cauce para expresar la donación total La institución natural que garantiza la estabilidad necesaria para el amor, protegiendo sus derechos y deberes, es la familia basada en el matrimonio: un acuerdo entre hombre y mujer para compartir en exclusiva la vida entera. Aun con diferentes fórmulas jurídicas, todos los pueblos han reconocido la familia y el matrimonio como elementos básicos de su cultura.

El matrimonio es el ámbito donde las relaciones sexuales resultan lícitas y honestas (cfr. Gaudium et Spes, 49). Fuera de él, la moral cristiana desaprueba tales relaciones, aunque exista un cariño sincero y una intención futura de contraer matrimonio.

Dentro del matrimonio, las relaciones íntimas son fuente y manifestación del amor: «significan y fomentan la recíproca donación con la que (los esposos) se enriquecen mutuamente» (Ibid., 9). Llevadas a cabo con rectitud, favorecen las virtudes básicas de la vida cristiana e impulsan la madurez humana y espiritual de la persona. Esta rectitud interior, sin embargo, marca también unos límites a la propia conciencia: como en tantos otros ámbitos de la vida, no todo lo que se puede hacer, se debe hacer. La castidad, en su aspecto conyugal, ayuda a delimitar lo que es propiamente acto virtuoso de lo que no lo es.

Los actos conyugales, como expresión de donación y amor generoso, deben anteponer siempre el bien y la voluntad ajena a la propia (cfr. HV, 9). En este sentido, cada cónyuge tiene la obligación en justicia de acceder a la petición razonable del otro. Negarse sistemáticamente, o hacer muy difícil la relación, es un pecado contra la justicia debida a quien tiene el derecho –por contrato conyugal– sobre el propio cuerpo.

Dios está presente en todas las relaciones humanas, también en las conyugales. Quiere esto decir que no será lícito aquello que ofenda a Dios por atentar contra su voluntad, que en este caso se manifiesta a través de la naturaleza propia de la sexualidad humana y de sus condiciones anatómicas y fisiológicas. Contradice la ley de Dios, por tanto, todo acto hecho contra-natura: de forma no adecuada al modo natural de ejercitar la sexualidad. La razón estriba en que ese acto no estaría guiado por el amor, sino por un egoísmo capaz de anteponer el capricho personal al bien natural establecido por Dios. Por eso iría contra la virtud de la castidad.

Vida familiar y relaciones conyugales La vida familiar es compleja. El amor esponsal no se reduce a las relaciones íntimas entre cónyuges. El día a día de la convivencia familiar está hecho de pequeños detalles que pueden acrecentar o consumir el amor. El trato delicado, el respeto hacia el otro, la memoria de sus gustos, evitar lo molesto…, contribuye a que el amor discurra por cauces pacíficos y saludables. Por el contrario, las intemperancias, los desprecios y, en casos extremos, la violencia verbal o física, hacen difícil la continuidad del amor.

¿Tienen algo que ver estas actitudes con la virtud de la castidad? Un refrán castellano dice: «en la mesa y en el juego se conoce al caballero». Puede aplicarse en mayor medida a las relaciones conyugales. No se trata aquí ya de una moral minimalista –de lo que es pecado o no–, sino de ver cómo esas relaciones pueden enriquecer el amor matrimonial. Por principio, el amor se expresa y crece en la mutua relación y donación; pero si ésta reúne determinadas condiciones, el progreso será señaladamente mayor.

Hay que tener en cuenta que en cualquier acto conyugal intervienen dos personas, con las diferencias psíquicas y caracteriológicas correspondientes. Será imprescindible, pues, articular la relación sobre la generosidad: no buscar tanto la propia satisfacción, sino la de la persona que se ama. Y decir “satisfacción” no se refiere sólo al placer físico, sino a un conjunto numeroso de condiciones que contribuyen a la felicidad ajena: la delicadeza, el respeto por su libertad, el conocimiento de sus gustos, la perspicacia para captar su estado de ánimo, etcétera.

Unas relaciones conyugales así vividas no sólo unen más a los esposos, sino que influyen positivamente en toda la vida familiar. La comprensión mutua, el deseo de ayudarse unos a otros, el esfuerzo por superar el propio egoísmo, etcétera, mejorarán paralelamente al progreso de la generosidad en las relaciones íntimas del matrimonio.

La castidad, por tanto, no atañe sólo a las cuestiones relativas al uso de la sexualidad, sino, antes, a tantos detalles menores que conducen «al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y ternura de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica (CCE), 2.346). Caridad y castidad crecen siempre de la mano.

Un camino de santidad El matrimonio –con todo lo que incluye– es un camino cierto de santidad cristiana. El sacrificio es uno de los ingredientes del seguimiento de Cristo, y se da en el matrimonio cada vez que uno de los cónyuges se olvida de sí mismo (sus gustos, sus intereses) para atender las necesidades del otro o de los hijos.

En las relaciones matrimoniales se encontrarán no pocas ocasiones de mortificar las propias apetencias para preocuparse del otro. Serán sacrificios habitualmente menudos, ordinarios, pero no por ello menos importantes en orden a la santidad de los fieles cristianos corrientes.

Esto incide en una cualidad fundamental de la castidad cristiana: no se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del matrimonio (cfr. CCE, 2.345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde para pedir a Dios la virtud de la castidad (cfr. Juan Pablo II, Enchiridion familiae, V, 4197).

Los hijos, fruto de la donación total Cuando el amor y sus manifestaciones son rectos, el fruto natural son los hijos. La apertura a los hijos es la garantía de licitud de todo acto conyugal. Lo cual no quiere decir lógicamente que cada acto sea generador, sino que no se deben poner obstáculos intencionados para evitarlo.

Así planteado, surge la cuestión acerca del número de hijos que debe aceptar un matrimonio. En recuadro anexo se habla con detalle de la paternidad responsable. Aquí recordamos que los hijos son un don de Dios: premio a la generosidad del amor de los padres y vehículo para que éstos reflejen la paternidad divina (cfr. FC, 14).

Criar y educar a los hijos tiene sus dificultades, como cualquier cometido; pero también sus grandes satisfacciones. No es cierto que sea más fácil educar a un hijo que a muchos; ni que se le haga más feliz al proporcionarle más juguetes que hermanos. Las familias numerosas suelen ser, con mucho, las más alegres –aunque quizá dispongan de menos cosas materiales–; de tal manera que es bastante habitual que una casa con muchos hijos sea centro de atracción de numerosos amigos y amigas, que encuentran allí ese algo especial que tienen las familias numerosas.

Las dificultades Las particularidades del mundo actual fomentan el egoísmo: hedonismo, consumismo, etcétera. Alcanzar en este contexto un amor generoso que lleve a dar y a darse sin buscar recompensa, presenta ciertamente obstáculos nada despreciables.

Vivir la castidad en las relaciones conyugales entre las constantes incitaciones actuales al erotismo (películas, conversaciones, relaciones sociales), siendo fiel al propio cónyuge sin dar cabida –ni de pensamiento– a la infidelidad matrimonial, tampoco es fácil. Lo mismo que no lo es resistir las fuertes campañas oficiales organizadas –con excusas sanitarias engañosas– a favor de sistemas contraconceptivos de diverso tipo.

En todos estos casos, vivir la castidad –fuera y dentro del matrimonio– supone caminar contra-corriente de las modas y estilos imperantes. El entorno social es, en muchas ocasiones, la primera fuente de prejuicios o escarnios; por ejemplo, ante un número elevado de hijos. Lo cual se suma a las dificultades económicas que frecuentemente conlleva una familia numerosa.

Los obstáculos existen, pues, y sería una ingenuidad ignorarlos. Ante ellos la solución es aumentar la confianza en Dios y pedir con constancia la ayuda de su gracia. En el terreno práctico, esta actitud conduce a reforzar la vida cristiana (oración y sacramentos); a mejorar la propia formación en la fe (estudio y dirección espiritual); a luchar en los pequeños detalles (imaginación, curiosidad, pudor) que, sin llegar quizá a pecado, fomentan la sensualidad desordenada; a buscar un ámbito o comunidad de referencia –parroquia, instituciones– que ayuden a la familia a sentirse acompañada y apoyada por quienes participan del mismo ideal de santidad, etcétera.

Toda virtud se fortalece ante las dificultades. La castidad también. Con la ayuda de Dios, esos obstáculos se convierten en ocasión de acrisolar la santidad personal a la que estamos llamados por cristianos. n EL SIGNIFICADO DE LA SEXUALIDAD HUMANA El hombre es espíritu encarnado: no se da en abstracto, sino en forma masculina o femenina. La sexualidad es una característica esencial: sólo se es persona siendo varón o mujer. Por ello, en cierto sentido, cada persona está creada para ser en comunión con otra de sexo diferente. Esto no significa que los solteros o célibes sean incompletos como persona, sino que la plenitud de la unidad humana se alcanza en el darse y recibir del amor. Ahora bien, al no ser sólo cuerpo, el don de sí es don de la entera persona, no sólo de su dimensión sexuada.

La consumación de la sexualidad, por sí misma, se abre al hijo, que no es tanto el solo resultado de un acto físico, sino «sacramento –fruto visible– del don del amor» (Livio Medina, en Amor conyugal y santidad). La fecundidad, al no ser debida, es un don: la bendición de Dios a la entrega plena de los cónyuges. El amor alcanza así la cualidad oblativa propia del amor más noble.

La entrega sexual entre hombre y mujer sólo debe tener lugar en el ámbito del matrimonio, único y para siempre. «Dejará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gen 2,24). Se trata de una entrega tan completa que debe verse amparada por una institución natural que la proteja. Lo contrario dejaría desguarnecido ese amor que, por su misma naturaleza, es definitivo: no cabe amar de verdad por una temporada, ni compartir tal amor con otros; esto desvirtuaría las relaciones conyugales, reduciéndolas a un mero pasatiempo corporal.

La unidad de cuerpo y espíritu conduce a que el amor entre varón y mujer se exprese corporalmente. Esto tiene una contrapartida importante: no es posible hacer un uso frívolo de la sexualidad sin comprometer la parte superior y trascendente del hombre (cfr. FC, 11).

Quien plantea el sexo como un juego, acaba esterilizando las fuentes más hondas del amor. Si no se corrige, su capacidad de amor de amistad y de benevolencia irá progresivamente agostándose. Sólo desarrollará el amor de concupiscencia; y el egoísmo que éste multiplica le impedirá alcanzar la felicidad que busca al fomentar el solo placer.

La virtud de la castidad, al integrar la sexualidad en el conjunto de la persona, defiende la unidad interior del hombre (cfr. CCE, 2.337) y se muestra como una escuela de crecimiento en la caridad, resumen de todo deber del hombre con Dios y con su prójimo.

A PROPÓSITO DE LA PATERNIDAD RESPONSABLE En no pocos matrimonios la cuestión de la castidad conyugal se vincula subjetivamente al número de hijos que están dispuestos a tener. La licitud en la limitación de los hijos, primeramente, y los métodos para conseguirlo, en segundo lugar, provocan los mayores interrogantes morales a los esposos católicos. También las discordantes respuestas que encuentran a veces en algunos teólogos y sacerdotes, les producen no pequeño desconcierto.

Enseña el Magisterio de la Iglesia: «La paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» (Humanae vitae, 10).

Paternidad responsable no coincide, pues, con paternidad reducida o escasa. Puede ser igualmente responsable la paternidad numerosa: depende de las circunstancias. No obstante, es frecuente que un matrimonio se pregunte: ¿podemos limitar –de acuerdo con la moral católica– el número de hijos a uno, dos, tres? La constante advertencia de la Iglesia es que el amor auténtico es siempre generoso y que «todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV, 11), que «es siempre un don espléndido del Dios de la bondad» (FC, 30). «Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador» (HV, 12).

La decisión sobre el número de hijos La Iglesia, como madre que es, hace suyas las dificultades de algunos esposos para criar y educar un número elevado de hijos (cfr. Carta a las Familias, 12). En los casos difíciles es legítima una paternidad restrictiva, si se encauza respetando lo indicado sobre la inseparabilidad entre la dimensión unitiva y procreativa del acto conyugal.

La decisión de limitar el número de hijos es algo que sólo compete a los mismos esposos, con una elección que deberá ser recta –sin egoísmos que la desfiguren–, conforme a los criterios morales, y valore con justicia las razones que les mueven a esa limitación.

Tales razones no pueden ser banales. Deben existir «graves motivos» (HV, 10), o «razones justificadas» (CCE, 2.368), que aconsejen el retraso de un nuevo nacimiento. Además de la autenticidad del amor conyugal, está en juego la vida de una persona humana, y eso es algo muy serio: «sólo la persona es y debe ser el fin de todo acto» (Carta a las Familias, 12). No es suficiente, por tanto, un superficial convencimiento subjetivo; los padres «deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad» (CCE, 2.368); y esto requerirá habitualmente el consejo experimentado de alguien conocedor de las circunstancias y de la alta vocación a la santidad a que son llamados los fieles cristianos y sus familias.

Por otra parte, los motivos pueden variar con el tiempo, lo que ha de llevar a los esposos a replantearse la validez de su decisión, tomada en circunstancias diferentes.

Los medios a emplear En el caso de que una responsable paternidad oriente a un matrimonio a limitar el número de hijos, los esposos se plantean inmediatamente qué medios pueden emplear con tal fin. Sobre ello la doctrina de la Iglesia es clara y unánime. Tanto la decisión sobre el número de hijos como los medios para llevarla a cabo están definidos por la moral católica.

«Toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» es intrínsecamente deshonesta (HV, 14).

Es pecaminosa, por tanto: toda interrupción voluntaria del acto conyugal; la esterilización –quirúrgica o farmacológica– de la mujer o del varón; y el uso de instrumentos –diafragmas, preservativos– o de substancias químicas que impiden el natural desarrollo del acto.

También es deshonesta toda acción dirigida, no al acto en sí, sino contra la vida que pudiera concebirse después del mismo: tanto el uso del DIU y la «píldora del día siguiente» (cuyos efectos «pueden» ser abortivos, aunque sean microabortos), como la píldora RU-486 y el llamado «aborto terapéutico» (que pretenden directamente el aborto). Cualquier aborto voluntario conculca el quinto mandamiento aún más gravemente que los pecados contra la sola castidad.

«En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a periodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como ministros del designio de Dios y se sirven de la sexualidad sin manipulaciones ni alteraciones» (FC, 32).

Este recurso a la infertilidad natural periódica es lícito en sí mismo y «conforme a los criterios objetivos de la moralidad» (CCE, 2.370), cuando se dan las razones serias que hemos citado. En la actualidad se ha progresado en el conocimiento y detección de esos periodos infecundos, de modo que los matrimonios pueden recurrir a ellos –sea de modo temporal o permanente– con gran certidumbre.

Una aclaración capital La neta divergencia de licitud entre la contracepción y el recurso a los ritmos temporales de infecundidad, no deriva de que sean dos modos distintos –artificial y natural– de alcanzar un mismo fin. Se basa en la «diferencia antropológica y al mismo tiempo moral» existente entre ambos sistemas; diferencia «que implica dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí» (FC, 32).

Lo que señala la diferencia es la intencionalidad, en tanto que define el objeto del acto. Una esterilización artificial puede ser lícita cuando es necesario realizarla, por ejemplo, para curar un proceso canceroso. En cambio, una decisión tan «natural» como el coitus interruptus es ilícita por el objetivo que persigue.

El amor conyugal no es casto cuando pretende romper la unidad de los dos significados fundamentales –unitivo y procreador– del acto matrimonial. En cambio, puede ser casto si simplemente se abstiene del uso de las relaciones íntimas en determinados periodos de la fisiología femenina. Si hay razones suficientes, esta continencia es un modo de vivir la responsabilidad que Dios pide a algunos cónyuges.

La continencia periódica en el uso del derecho matrimonial, realizada con sentido cristiano, lejos de enfriar el amor entre los esposos, contribuye a acrecentarlo al compartir gozos y sufrimientos; y fomenta un diálogo personal y esponsal que acrisola su amor, purgándolo de egoísmos particulares.

La invitación de Dios a la santidad en el matrimonio comunica a los esposos la gracia necesaria para afrontar con paz y alegría las dificultades de la vida –también el esfuerzo por vivir la castidad–, y para convertirlas en ocasión de progreso espiritual y de perfeccionamiento humano.

Manuel Ordeig Corsini Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001

Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001

En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia. La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran. Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.

Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000

Acabo de escuchar en la radio un comentario radiofónico que no sé si calificar de calumnioso o felón. Alguien glosó el editorial que ABC dedicaba ayer a la RU-486, esa píldora que parece bautizada por Karel Capek; en ese editorial se lee que la píldora en cuestión «transmite la imagen de un aborto fácil y sin riesgos». El rudimentario escoliasta, después de calificar el editorial de «alucinado», profirió: «A lo que se ve, ABC prefiere un aborto difícil y con riesgos». Cualquiera que haya leído sin anteojeras la pieza citada sabe que lo que ABC defendía ayer era la necesidad de solucionar los conflictos que sufren las mujeres embarazadas mediante recursos menos retrógrados que el aborto. Lo que ABC defendía y vindicaba era la vida, principio rector de cualquier ordenamiento jurídico civilizado, y lo hacía con elocuencia diáfana. Pero ya se sabe que quienes esgrimen la bajeza moral como único argumento no reparan en transparencias y diafanidades: su hábitat natural es el agua revuelta del fango, donde siempre es más fácil recolectar algún pececillo confundido con el anzuelo de la demagogia. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000″

Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000

Más execrable que el crimen del aborto me resulta la anuencia sorda, la complicidad cetrina de una sociedad que lo acepta como un mal menor, o incluso como un remedio benéfico. Una sociedad capaz de convivir silenciosamente con su oprobio es una sociedad enferma; si, además, ese oprobio se erige en mercancía de chalaneo electoral, quizá debamos preguntarnos si esa sociedad no está demandando una autopsia urgente. Vuelvo a referirme al aborto, esa incalculable abyección moral, desoyendo los consejos de mis editores, agentes y demás promotores de mi carrera literaria, que me solicitan que calle y me lave las manos, para no crearme rencillas y animadversiones. Cuando me adjudicaron el premio Planeta, varias revistas culturales propagaron mi beligerancia contra el aborto y solicitaron a sus lectores que no compraran los libros de alguien que se atrevía a pronunciar tamaña inconveniencia. Al parecer, denunciar la condición criminal del aborto constituye un síntoma de adhesión a la «derecha ultramontana»; lo progresista es acatar la barbarie, bendecirla o al menos transigir pudorosamente con ella, como si la barbarie fuese algo que no nos atañe, como si el aire que respiramos no estuviese infectado con sus miasmas. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000″

Jérôme Lejeune, “Un mensaje que está en la vida y es la vida”

Este texto fue escrito por Jérôme Lejeune en 1973. Resume toda la fuerza de certeza científica de uno de los padres de la genética moderna, gran médico y gran científico, descubridor de numerosas enfermedades de origen genético, de las que la trisomia es la mas conocida.

“La genética moderna se resume en un credo elemental que es éste: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida”. Este credo, verdadera paráfrasis del inicio de un viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque sabemos con certeza que toda la información que definirá a un individuo, que le dictará no sólo su desarrollo, sino también su conducta ulterior, sabemos que todas esas características están escritas en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza que va más allá de toda duda razonable, porque si esta información no estuviera ya completa desde el principio, no podría tener lugar; porque ningún tipo de información entra en un huevo después de su fecundación. (…). Continuar leyendo “Jérôme Lejeune, “Un mensaje que está en la vida y es la vida””