Jaime Nubiola, “El trabajo de sonreír”, La Gaceta de los Negocios, 20.II.06

¡Cuánto apreciamos todos, la sonrisa amable de las personas y cuántas veces nos resistimos a sonreír! Resulta un tanto enigmático que gustándonos tanto a todos el que nos atiendan con una sonrisa seamos tan roñosos a veces para sonreír a quienes solicitan nuestra atención. Los medios de comunicación presentan de ordinario rostros violentos, airados o doloridos que nos conmueven, y cuando ponen ante nuestros ojos caras sonrientes tendemos a menudo a considerarlas falsas y forzadas —”de circunstancias”, decimos— porque pensamos que con su talante amable buscan el propio interés o simplemente la eficacia. De modo semejante, nos parece increíble que alguien pueda acogernos con una sonrisa afectuosa aun sin conocernos y, sin embargo, todos tenemos la maravillosa experiencia de aquella sonrisa a primera hora de la mañana que logró cambiar nuestro día.

Es una pena minusvalorar la sonrisa, pues es uno de los rasgos más típicos del ser humano. Ludwig Wittgenstein —para muchos el filósofo más profundo del siglo XX— anotaba incidentalmente en un oscuro pasaje de las Philosophical Investigations que “una boca sonriente sonríe sólo en un rostro humano”. Con estas palabras Wittgenstein afirma que para sonreír hace falta un rostro humano que otorgue significado a la sonrisa, pero quizá sugiere también que un rostro es plenamente humano cuando sonríe. Ya los escolásticos medievales advirtieron que la capacidad de sonreír era un accidente propio de los seres humanos, era una propiedad derivada necesariamente de su esencia. Omnis homo risibilis est, decían; todo hombre es capaz de reír. Tomarse el trabajo de sonreír es un modo aparentemente sencillo en el que cada uno puede hacer un poco más humano este mundo nuestro y hacer así también más humana su propia vida.

Para entender esto un poco mejor viene bien recordar la ontogenia de la sonrisa, su manera originaria de desarrollarse en el niño. Según dicen los expertos en desarrollo infantil, el reflejo espontáneo en el arco bucal del bebé satisfecho induce a la madre a pensar que su hijo le está sonriendo. La madre, emocionada al descubrir aquella aparente sonrisa de su bebé, le premia con achuchones afectuosos. El niño, entusiasmado a su vez ante esas oleadas de ternura efusiva, le corresponde imitando la expresión del rostro materno con una sonrisa cada vez más franca y abierta. Este singular proceso educativo muestra que la sonrisa no es un mero reflejo espontáneo del placer, sino que, sobre todo, es una valiosa conducta comunicativa.

Esta semana pasó a visitarme una doctoranda con su hija Carmen de poco más de un año. Le dimos a la niña un juguete sencillo para que se entretuviera mientras su madre y yo hablábamos de filosofía. En un momento de la conversación en el que nos reíamos abiertamente de una broma filosófica, Carmen se unió entusiasmada a nuestra risa como si hubiera entendido algo. Con aquella risa espontánea nos dio una verdadera lección de filosofía: reír juntos, sonreírnos unos a otros, crea unos formidables espacios de comunicación.

Sonreír es reconocer al otro como persona: sonrío al bedel al entrar en el edificio en el que trabajo, pero no a la fotocopiadora que está en el pasillo. Hay personas a las que la sonrisa parece serles natural. Me viene a la memoria aquella sonrisa maravillosa de Juan Pablo I que en los breves días de su pontificado llenó de esperanza al mundo. Pero puede leerse en el libro suyo Ilustrísimos Señores, escrito unos pocos años antes: “Desgraciadamente sólo puedo vivir y repartir amor en la calderilla de la vida cotidiana. Jamás he tenido que salir huyendo de alguien que quisiera matarme. Pero sí existe quien pone el televisor demasiado alto, quien hace ruido o simplemente es un maleducado. En cualquiera de esos casos es preciso comprenderlo, mantener la calma y sonreír. En ello consistirá el verdadero amor sin retórica”. Todo hace pensar que aquella sonrisa que tan natural parecía era fruto de un prolongado esfuerzo de muchos años. Algo parecido me contaba un colega de su experiencia: “Hay temporadas, días, en que es una heroicidad sonreír por lo menos para mí: días en los que no has dormido, en los que no te encuentras física o psicológicamente bien, que tienes preocupaciones u otras ocupaciones en la cabeza que te impiden ponerla en las personas que tienes a tu lado. Si te lo propones consigues dar el pego: “tú siempre tan sonriente, qué bien te va la vida” te dicen. ¡Y cada sonrisa te cuesta un mundo!”.

La sonrisa es siempre muy agradecida. Como la madre con el bebé lactante, quien sonríe cosecha muchas veces la sonrisa y el afecto de los demás. Es muy conocida aquella afirmación de William James, uno de los fundadores de la psicología contemporánea, de que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Me parece que algo semejante puede decirse de la sonrisa. De hecho, cuando me encuentro con personas que sufren por su aislamiento, por sus dificultades de comunicación con los demás, suelo invitarles a que se empeñen en sonreír a quienes tienen a su alrededor porque —les digo— no sonreímos porque estamos contentos, sino que más bien estamos contentos porque sonreímos. No importa que en un primer momento la sonrisa sea forzada o parezca artificiosa, pues con su repetida práctica va calando por dentro hasta que alegra el corazón.

Hay quienes piensan que la guerra es el motor de la historia humana, que el conflicto y la confrontación son el motor del progreso social y científico. Lo que Benedicto XVI viene a recordarnos con su encíclica es precisamente que el motor de la historia —si es que la historia tiene motor— es el amor, el diálogo y la comunicación entre las personas y los pueblos. Lo que nos enseña es que cambiaremos el mundo a base de cariño. En este sentido, ponerse a sonreír es comenzar a cambiar el mundo, porque significa poner el amor —y no el egoísmo o el propio interés— en el centro de la vida humana. Por eso para comenzar a cambiar el mundo merece la pena tomarse en serio el trabajo de sonreír.

Gonzalo Herranz, “Ética médica y píldora del día después”, Diario Médico, 4.IV.01

El autor se refiere al mecanismo de acción de la llamada píldora del día después y se asombra de la nube de ignorancia que rodea a su efecto antinidatorio, precisamente en el tiempo de la medicina basada en la evidencia. En otro artículo que se publicará mañana en la sección de Normativa el profesor Gonzalo Herranz analizará el consentimiento informado en la prescripción de este producto. La reciente aprobación por la Agencia Española del Medicamento de la comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica de píldora del día después (pdd) es un asunto que plantea problemas ético-médicos y deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.

El mecanismo de acción de la pdd incluye un componente de significado ético fuerte: impide la anidación y, con ello, el desarrollo del embrión hu-mano. Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuántas veces los hace. En consecuencia, recetar el médico o tomar la mujer la pdd son acciones con fuerte carga de responsabilidad, en las que juegan un papel muy relevante factores de dos órdenes: uno que podríamos asignar al área de la ética biológica; el otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico consiste en saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando hace uso de la pdd: sólo sabiéndolo no daremos palos de ciego y será posible actuar con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en analizar, a la luz de los principios de la deontología médica, qué requisitos -de información no sesgada, de respeto por las personas y sus convicciones morales- habrían de exigirse para que un médico pueda prescribir la pdd.

Mecanismo de acción en la penumbra ¿Qué sabemos de la pdd? Aquí, la pregunta no se refiere primariamente a su eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso sabemos suficiente. Se refiere a su mecanismo de acción, del que necesitamos saber y hablar más.

Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto diverso y multifactorial, que depende de la relación temporal que se dé entre el momento de la ingestión del producto y el día del ciclo menstrual o el tiempo transcurrido desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se dice que la pdd puede inhibir la ovulación o, a través de sutiles perturbaciones de la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el transporte de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y del ovocito y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar el endometrio y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del huevo fecundado. Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la fecundación; otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos como interceptivos o abortivos muy precoces.

Qué parte juega cada uno de esos factores, y particularmente ese último y decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el resultado neto final de que nazcan menos niños, nadie se ha propuesto dilucidarlo. La cosa, importante como es, permanece envuelta en una tenaz nube de ignorancia. Sorprende que una cosa así ocurra en el tiempo de la medicina basada en pruebas, tiempo en que, en farmacología clínica, se hila muy fino y no están bien vistas ni la ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de estimaciones indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir que, aun dada a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de los cambios que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios pasen en cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en la eficacia del tratamiento.

Claridades y ambages Una situación así obliga a actuar en la duda, con menos datos de los necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes profesan un respeto profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman que jamás uno de ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido, aunque ese riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz de privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que sea condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema ético valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el nombre de las acciones transmuta su moralidad. Afirma un editorial del New England Journal of Medicine: “…aun cuando la contracepción de emergencia actuara exclusivamente impidiendo la implantación del zigoto, no sería abortiva”. Pero no se nos dice qué es. Quebrar la vida de un ser humano, por minúscula que sea la víctima, es algo que merece ser llamado de alguna manera. Impedir la implantación del embrión humano es un hecho de notable importancia ética que no se puede volatilizar por el fácil expediente de dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no desaparece aunque se recurra a la redefinición de gestación y concepción que hace años pactaron la OMS, la ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de la natalidad. Pero la tal redefinición no es de recibo: a ella se vienen resistiendo año tras año, con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de buena voluntad, las sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos, y los libros de embriología humana.

De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la indeterminación, no faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto y la contracepción dura, se manifiestan con sincera franqueza. Un par de muestras: en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la página del Population Council en internet, se lee: “Lo que hacen las píldoras anticonceptivas de emergencia y las minipíldoras de emergencia es, principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el útero), para así inhibir la implantación de un huevo fecundado”. Y Emile Etienne Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la RU-486 (la píldora abortiva que él había diseñado) los métodos de control de la fertilidad que son abortivos muy precoces, como los dispositivos in-trauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y la contracepción postcoital. “De hecho -afirmó en su discurso al recibir la Medalla Lasker- la interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva, es algo que está a la orden del día […] Por esa razón, hemos propuesto el término contragestión, una contracción de contra-gestación, para incluir en él la mayoría de los métodos de control de la fertilidad”.

Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución histórica de la contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la anovulación a la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la fecundación a después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido cambiando en los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de contracepción, como si nada hubiese ocurrido.

El médico que profesa un profundo respeto a la vida y que no ignora el efecto antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo que no necesita, a la vista de los términos que constan en la reciente autorización del levonorgestrel, recurrir a la objeción de conciencia. Pero, si un día se incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o del Sistema Nacional de Salud, el médico podría presentar objeción de conciencia a su prescripción, al igual que lo hace ante el aborto de embriones y fetos de mayor edad.

Etica médica y píldora del día después (II) El profesor D. Gonzalo Herranz comentaba ayer en DIARIO MEDICO la nube de ignorancia que rodea al efecto anidatorio de la llamada píldora del día después. En este segundo artículo, el autor destaca la importancia de una información completa en la prescripción de este producto y la obligación deontológica del médico de respetar las convicciones de la paciente, a quien no puede imponer su opinión.

Aunque es altamente cuestionable que la píldora del día después (pdd) pueda considerarse como un medicamento convencional, de momento en España ha de prescribirse y dispensarse como si de un medicamento genuino se tratara. El farmacéutico sólo podrá dispensarla cuando la haya recetado un médico.

Conviene, pues, preguntarse qué normas deontológicas son especialmente pertinentes al caso. Son dos los artículos del vigente Código de Etica y Deontología Médica que, a mi parecer, las contienen.

El artículo 25 del Código de Etica y Deontología Médica dice que “el médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad”. El código declara que la información sobre la reproducción humana es un área privilegiada, especial. En nuestro caso, impone al médico, en especial al ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd no de modo rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes le preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser objetiva, inteligible, adecuada.

Información éticamente significativa Con datos parciales, oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones responsables. Es criterio general que el consentimiento del paciente no sería genuino, esto es, ni libre ni informado, si el médico le ocultara información que el paciente tuviera por éticamente significativa. Con respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia mujer. El artículo 25 reconoce la especial e intransferible responsabilidad de cada uno en materia de reproducción humana que, en el pluralismo ético de hoy, admite diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal; para otros, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo, a través del material genético, la imagen de la propia identidad.

El médico ha de reconocer que quienes creen que la vida del ser humano comienza con la fecundación actúan con plena racionalidad cuando rechazan un tratamiento que pueda destruir una vida humana naciente, aun cuando la frecuencia absoluta de tal evento fuera baja. Es cierto que, en el proceso de consentimiento informado, el médico no está obligado a referir riesgos muy raros, pero esa norma decae cuando se tengan indicios razonables de que esa rara posibilidad es tenida por el paciente como importante, muy importante. Esos indicios se obtienen informando y preguntando. No hacerlo equivaldría a viciar el consentimiento, que ya no sería informado. Se sabe que se dan efectos psicológicos negativos, sentimientos de engaño, culpabilidad o tristeza, reacciones de rabia o depresión en mujeres que creen que la vida humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que la pdd pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado y dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un caso así puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y judiciales.

Manifestar opiniones, no imponerlas El artículo 8 del código dice que “en el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”. Respetar a las personas es respetar sus convicciones. Como es lógico, las convicciones que el médico no puede imponer no son sólo las políticas, ideológicas o religiosas. Son también las técnicas y científicas. El médico ha de manifestar sus opiniones y recomendaciones que hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición de poder. Si piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después de haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia humana. No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables aquellas formas de regulación de la reproducción que permiten la fecundación y provocan luego la pérdida del embrión.

En su relación con el paciente singular, el médico no puede aplicar los criterios asignados por las encuestas sociológicas a las mayorías. Los sondeos de opinión pueden decir que la opinión prevalente es que el embarazo indeseado o inesperado tiene su destino más apropiado en el aborto, o que la pdd es la opción que ha de ofrecerse sin más averiguación a quien solicita contracepción urgente. Pero ésa bien puede no ser la opinión de muchos otros. Incluso puede estar en contradicción con otras estadísticas.

Así, por ejemplo, entre las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más vulnerable, las circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares) que intervienen en la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy complejas e impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención individual y libre de prejuicios. En todo caso, el más justificado sería el prejuicio a favor de la vida. En efecto, los datos relativos al millón aproximado de adolescentes que anualmente quedan embarazadas en los Estados Unidos suelen mostar con notable constancia que deciden abortar sólo un tercio de ellas (35 por ciento), mientras que los otros dos tercios (65 por ciento) lo continúan, aunque una séptima parte del total (14 por ciento) termina en un aborto espontáneo.

El médico no puede prejuzgar que la persona que tiene delante participa de las mismas convicciones éticas que él. Y menos todavía puede dar por supuesto que esa persona prefiere ignorar o no dar importancia a las implicaciones morales o religiosas del uso de la pdd. Y, dado que hay pruebas que sostienen que la pdd ejerce un efecto antinidatorio y siendo imposible que el médico sepa de antemano si la mujer que le consulta objetará o no a su empleo, no se puede sostener que sea buena práctica médica privar a la mujer de la información imprescindible para que ella preste su autorización. No dar esa información sería a la vez un engaño y un abuso, que expropiaría a la mujer de su autonomía.

La situación definida como contracepción de urgencia no exime de ese diálogo singular y libre de prejuicios entre el médico y la mujer. No pertenece la prescripción de pdd al pequeño número de situaciones de urgencia extremada en las que puede prescindirse del consentimiento informado. En el caso de la presunta prescripción de la pdd no puede prescindirse de entablar con la mujer una relación inteligente, informativa, éticamente respetuosa, que tenga en cuenta sus creencias y valores. La autorización para comercializar la pdd trae a primer plano esos dos aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el respeto a las convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden los que no han sido tratados aquí para otra ocasión.

Ética médica y píldora del día después (III) D. Gonzalo Herranz, miembro del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra,se pregunta por el silencio de gran parte de la profesión médica ante un tema con fuerte repercusión en la opinión pública y explica la nueva significación del término concepción,a la que se resisten los libros de embriología y los diccionarios. Concluye que la información que se da a las mujeres es paternalista porque las considera incapaces de asumir sus responsabilidades.

Hace poco más de un mes envié a DM un par de Tribunas sobre la píldora del día después (pdd), convencido de que iban a provocar un debate necesario y, así lo deseaba, clarificador. Pero ese debate no se ha producido: han ido pasando los días y nadie del campo profesional ha dicho en las páginas de DM esta boca es mía.

Lo curioso es que se trata de un silencio selectivo, intraprofesional. En la calle, los medios de comunicación, con la colaboración de muchos médicos, no han parado de hablar sobre la pdd con ocasión de los diferentes pasos de su camino hacia las farmacias. Y DM mismo se ha hecho eco de una nota, breve y clara, de la Conferencia Episcopal Española.

¿Qué podrá significar ese silencio dentro de la profesión? Podría, en principio, ser expresión de varias actitudes: del aburrimiento de unos por un asunto mil veces tratado y del que decir algo nuevo parece imposible; del desinterés de otros por un problema moral que juzgan superado; del desdén de muchos ante la naturaleza insoluble de un conflicto ético más; de la fatiga de los que empiezan a cansarse de pugnar por unos valores que ya no son compartidos. Pero la cosa no se puede quedar ahí. Es necesario traerla de nuevo a colación: no es bueno que los médicos respondamos con el silencio o la indiferencia a una cuestión que tanto interesa a la gente y que nos implica de lleno.

Jugando con las palabras Quiero tratar aquí de un punto que está en el fondo del problema y que dejé sólo esbozado en una Tribuna de comienzos de abril: me refiero al cambio léxico que permite a los promotores de la pdd afirmar que ésta no es abortiva. Porque no se trata sólo de un cambio léxico: viene a ser la imposición de una ideología.

Refería, en una de las Tribunas de abril, que se había recurrido a cambiar el significado de algunas palabras para hacer más convincente la idea de que la pdd no es abortiva. Creo que es clarificador conocer la historia y la intención de esos cambios.

La transición a una sociedad dominada por el ethos contraceptivo exigía un cambio de pensamiento y de actitudes sobre lo que haya de entenderse por concepción: sólo cambiando el sentido de la palabra podrían cambiar las costumbres sociales. La cosa resultó bastante sencilla: consistió en disociar concepción de fecundación e identificar concepción con implantación terminada.

Veámoslo con algo de detalle. Concepción, en su acepción original, genuina, de uso general no manipulado, es y ha sido siempre equivalente de fecundación: la concepción es la unión del espermatozoide y el óvulo, es el comienzo del nuevo ser, marca el inicio del embarazo. Eso es lo que en mayoría masiva dicen los diccionarios generales de las diferentes lenguas y lo que repiten en mayoría masiva los diccionarios médicos. Pero en el nuevo orden de cosas las cosas son distintas. En el nuevo lenguaje, concepción ya no es ni fecundación ni comienzo del nuevo ser, sino, como antes, el inicio del embarazo, pero marcado por la culminación de la implantación del blastocisto en el endometrio.

Un significado auténtico El cambio no es un mero ejercicio de precisión académica: supone una revolución ideológica. Pero el significado genuino de las palabras -como en Galicia dicen d’os amoriños primeiros- aguanta impertérrito. Los libros de embriología y los diccionarios se han resistido al cambio. Es un ejercicio a la vez absorbente y divertido examinar lo que unos y otros dicen de concepción y fecundación, de embrión y pre-embrión, de cigoto y mórula, de blastocisto y gástrula, de embarazo y aborto, de contraceptivo y abortifaciente.

La incorporación de la nueva ideología ha sido parcial y errática: se adaptan unos conceptos, pero se dejan sin enmendar otros. Todo parece artificial y fabricado. Baste un botón de muestra: el autoritativo Dorland’s. En la entrada “concepción” sigue la redefinición moderna: “concepción, el comienzo del embarazo, marcado por la implantación del blastocisto en el endometrio”. Pero, curiosamente, los revisores se olvidaron de modificar la entrada “embarazo”, que sigue anclada en la vieja tradición: “embarazo, la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un ovocito y un espermatozoide”. Unas veces el comienzo del embarazo es la implantación; otras veces, la fecundación.

Fascinante.

Las cosas no casan ni pueden casar cuando el lenguaje es torturado y se vuelve loco. Los genetistas que colaboran con los embriólogos clínicos han desarrollado técnicas de diagnóstico génético preconcepcional y preimplantatorio, que le dan la espalda a la nueva nomenclatura. Y se la dan en la práctica profesional también los mismos ginecólogos: en un estudio hecho en 1998, en Estados Unidos, en que se les preguntaba en relación con la información que dan a las mujeres en el proceso de obtener el consentimiento informado, el 73 por ciento respondió que concepción es sinónimo de fecundación y sólo el 24 por ciento indicó que concepción era sinónimo de implantación.

Con la nueva definición de concepción, una cosa queda asegurada: la contracepción no es sólo impedir la concepción, no abarca sólo el conjunto clásico de procedimientos, dispositivos, o sustancias que impiden la reunión del espermatozoide y el oocito y su fertilización. Incluye ahora, y trata de cobijar bajo la calificación ética de contracepción, los procedimientos, dispositivos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión en el tiempo que va de la fecundación al final de la implantación. Lo que hasta ahora era abortivo precoz, conforme al nuevo lenguaje ya no lo es. Sólo merecen el nombre de abortivos o abortifacientes los procedimientos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión ya implantado. Antes de terminada la implantación no se puede hablar de aborto, es incorrecto referirse a una interrupción del embarazo, porque, por la magia de la nueva palabra, el embarazo sólo puede ser interrumpido una vez que ha empezado, y ahora no empieza el día 1, sino un par de semanas más tarde. En el nuevo lenguaje, hablar de abortos de embriones de menos de 14 días es un contrasentido. Eso es lo que nos están diciendo acerca de la pdd algunos representantes de la industria farmacéutica, ciertos agentes sociales y de la Administración, y un sector de médicos.

Ocultar una realidad científica Pero todos sabemos que no estamos ante un juego de palabras, sino ante la cuestión, infinitamente más seria, de nuestras relaciones con los seres humanos más pequeños. Estos, en su inocencia, son destruidos por la pdd.

La manipulación léxica nos dice que no hablemos entonces de abortos, pero no nos dice de qué hemos de hablar. De algún modo habrá que llamar al hecho de privar de la vida a los embriones a los que se impide implantarse en el útero. Los neologismos técnicos de contracepción endometrial, de intercepción postcoital, de efecto antinidatorio sólo describen una parte de la realidad. Ocultan el hecho de que, en muchas ocasiones, según sea el momento del ciclo en que la mujer haya realizado el acto sexual, se impide la supervivencia de un número considerable de embriones humanos.

Eso es lo relevante. Llamarle o no aborto es, en cierta medida, indiferente para la realidad ética subyacente, pero con alguna palabra hay que denominar la acción de eliminar vidas humanas inocentes. Ofuscar a las mujeres diciéndoles que con la pdd nunca pasa nada, en lo biológico y lo ético, es un condenable paternalismo, es tenerlas por incapaces de asumir la responsabilidad de sus acciones, escamotearles la oportunidad de escoger. Deben saber que por efecto de la pdd una vida humana puede ser cercenada, un destino humano cancelado, la promesa de una vida personal anulada. Y esa es una tragedia que no es justo trivializar con juegos de palabras por sugerentes que sean, por inteligentes que parezcan, aunque hayan recibido las bendiciones del ACOG y la FIGO, la OMS o la SEC.

Gonzalo Herranz Departamento de Humanidades Biomédicas Universidad de Navarra

“Promover anticonceptivos no reduce embarazos de adolescentes”, Aceprensa, 12.III.02

El gobierno se propuso reducirla a la mitad para el año 2010. Con este fin facilita el acceso de las jóvenes a anticonceptivos, principalmente mediante los centros de planificación familiar. Tal método es “completamente erróneo y descaminado”, según concluye un estudio publicado en la revista Journal of Health Economics (4-III-2002). Los investigadores han descubierto que hay más embarazos de adolescentes donde más se difunden los anticonceptivos.

Pocos días antes, el gobierno publicó la estadística nacional de embarazos precoces correspondiente al año 2000. La tasa total ha bajado de 44,7 embarazos por mil menores de 18 años en 1999 a 43,6 por mil el año siguiente. Pero entre las más jóvenes (menos de 16 años) ha habido una subida del 8,2 al 8,3 por mil.

El estudio anteriormente citado aporta otros matices de interés sobre la cuestión. Realizado durante 14 años en 16 regiones del país, compara la tasa de embarazos y la promoción de anticonceptivos entre las jóvenes. Resulta que entre una y otra cosa hay proporción directa. Por ejemplo, en el noreste el índice anual de visitas a los centros de planificación familiar entre las chicas de 13-15 años es elevado: 45 por mil. Allí, la tasa de embarazos entre las jóvenes de las mismas edades es del 11 por mil, notablemente superior a la media nacional. En cambio, en Oxford las visitas a los centros de planificación están en el 26 por mil anual, y los embarazos, en el 6 por mil.

El profesor David Paton (Nottingham University Business School), coordinador del estudio, ofrece una explicación: “Aunque es posible que la planificación familiar consiga que las adolescentes sexualmente activas tengan menor probabilidad de quedar embarazadas, parece que a la vez favorece un aumento del número de chicas que inician relaciones sexuales” (Daily Telegraph, 4-III-2002). Esto, concluye, arroja serias dudas sobre la eficacia de la política oficial.

José López Guzmán, “La objeción de conciencia de los farmacéuticos”, Diario Médico, 20.VI.01

En las últimas semanas se ha suscitado un amplio debate social con respecto a la comercialización de la píldora del día después (ppd). Uno de los focos de discusión gira en torno a la posibilidad de que ciertos farmacéuticos se nieguen a facilitar esta especialidad. Sobre este asunto me gustaría aportar algunos puntos de reflexión.

Primero. Resulta muy lógico que a un profesional que se ha formado en el respeto a la vida y a la promoción de la salud le provoque un daño a su conciencia el tener que participar en la eliminación de un embrión humano. No obstante, desde ciertos sectores se está intentando cercenar la posibilidad de que el farmacéutico pueda acogerse a la objeción de conciencia.

Segundo. Se ha producido una situación de desigualdad de los farmacéuticos de distintas comunidades autónomas. Ciertamente, varios colegios oficiales de farmacéuticos se han declarado a favor de la defensa de sus colegiados, mientras que otros se han abstenido de pronunciarse o han manifestado su decisión de dejar desamparados a los posibles objetores. Y esto, aunque el Código Deontológico de la profesión farmacéutica, de reciente aprobación, dice textualmente en su punto 33 que “el farmacéutico podrá comunicar al colegio de farmacéuticos su condición de objetor de conciencia a los efectos que considere pertinentes. El colegio prestará el asesoramiento y la ayuda necesaria”.

Tercero. Tras la pretensión de limitar la capacidad de decisión de¡ farmacéutico por parte de algunos colegios profesionales subyace una postura muy clara: la profesión, que debe cuidar y promocionar, no tiene más horizonte que el cumplimiento de la prescripción de un médico sin atender a otras razones directamente relacionadas con su formación y capacitación. Frente a esta actitud cabría responder que el farmacéutico, como cualquier otro sanitario, posee una formación y capacitación específica que le permite tomar decisiones, en ciencia y en conciencia, y ser responsable de ellas. Impedir esta capacidad es negarle no sólo su lugar como profesional en el ámbito de la sanidad, sino también un derecho humano básico: el de actuar según su conciencia.

Cuarto. La actitud contraria al reconocimiento de la objeción de conciencia parece ir en contra de uno de los mayores logros de nuestra sociedad: el reconocimiento de la libertad de conciencia. En la base a todos los supuestos que se acogen a la objeción de conciencia (Mozos al servicio militar, médicos al aborto, etcétera) encontramos un mismo presupuesto: el poder (10 detente quien lo detente) no puede ordenar cualquier cosa, especialmente si ello agrede gravemente la conciencia de los ciudadanos.

De este modo, la objeción de conciencia implica siempre el incumplimiento de una obligación de naturaleza jurídica, cuya realización producida en el individuo una agresión grave a la propia conciencia. Lo cierto es que desde los orígenes del Estado de Derecho se ha entendido que el respeto a la conciencia es uno de los límites más importantes del poder, ya que la dignidad y la libertad humana se encuentran por encima del propio Estado. Por el contrario, el rechazo del derecho a la libertad de conciencia se encuentra, entre otros rasgos, en la base de todos los autoritarismos. Una de la características más frecuentes de los Estados autoritarios es que pretenden invadir y dirigir la conciencia ciudadana.

Quinto. La postura del profesional sanitario es, en este caso, de máximo respeto al prójimo. Lo que se solicita no es una prohibición de distribución del preparado, sino que se permita no participar en el proceso, ya que la colaboración activa en un aborto le producirla una grave lesión moral.

Por otra parte, para acceder a la pretensión del farmacéutico objetor no hay que crear ninguna figura legal. En este sentido, es importante recordar el contenido del articulo 16 de nuestra Carta Magna: ‘Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. También deben tenerse en cuenta las sentencias del Tribunal Constitucional que han ido perfilando la objeción de conciencia.

La conclusión que se desprende de los puntos anteriores es que impedir al farmacéutico la capacidad de objetar en conciencia a la dispensaci6n de la ppd es negarle no sólo su lugar como profesional en el ámbito de la sanidad, sino también un derecho humano básico: el de actuar según su conciencia. No se trata de un asunto baladí por cuanto que la dispensación de la ppd es algo que afecta al bien jurídico más importante de nuestro ordenamiento e incluso de nuestra sociedad: la vida humana.

José López Guzmán Profesor de Deontología Farmacéutica de la Universidad de Navarra Diario Médico, 20.VI.01

Lynette Burrows, “El sexo irresponsable nunca es seguro”, The Daily Telegraph, 26.II.02

Las estadísticas sobre enfermedades de transmisión sexual (ETS) en Gran Bretaña son alarmantes, dice la autora. Por eso el gobierno pretende lanzar una nueva campaña de educación sexual. “Pero los anteriores intentos de educar a los jóvenes para que se aparten de las conductas peligrosas han sido contraproducentes. (…) Tenemos la mayor tasa de Europa de nacimientos extramatrimoniales, los abortos de chicas jóvenes se cuentan por millares y ahora, como en cumplimiento de un mal augurio, hay una epidemia de ETS”.

En efecto, hay un millón y medio de británicos –jóvenes en gran parte– infectados. La ETS que más deprisa se ha extendido es la clamidia, que puede causar infertilidad: desde 1995, los casos nuevos diagnosticados en chicas jóvenes han pasado de 30.000 a 64.000 al año.

“Ante la magnitud del problema, los comentaristas, en su mayoría, rehuyen hacer juicios de valor: no quieren ‘moralizar’. Es una reacción perfectamente respetable y ciertamente bondadosa, pero más bien errada: olvida que la ley moral se basa en las leyes de la naturaleza. Lo que ahora vemos es la respuesta implacable de la naturaleza a la promiscuidad. (…) Los jóvenes son perfectamente capaces de entender esto, y tienen gran simpatía por lo ‘natural’, como opuesto a lo sintético. Al presente, su mayor problema es que desconocen casi por completo los riesgos del sexo irresponsable, pues desde la escuela primaria les han hecho creer que la ciencia puede hacerlo seguro”.

Así, pocos jóvenes saben –dice Burrows– que el preservativo presenta una tasa de fallos –como anticonceptivo– del 15%, según los propios fabricantes. “Por desgracia, no se facilita esta información a la gente joven. Ahora mismo, las autoridades sanitarias distribuyen un folleto a todos los chicos de 13 años. En él hay un recuadro que dice: ‘Solo los preservativos protegen a la vez contra el embarazo y las infecciones de transmisión sexual, incluido el SIDA’.

“La mala información se completa en otro recuadro que advierte a los jóvenes: ‘Hasta 1 de cada 14 jóvenes tiene una ETS llamada clamidia. A menudo no presenta síntomas; pero, si no se trata, puede causar infertilidad al 10-15% de los infectados. Usa siempre el preservativo’. Es un ejemplo más de uso desleal del lenguaje contra jóvenes inexpertos: creerán que no pueden contraer clamidia si usan preservativo. Las cifras ‘10-15%’ no les alarman: parecen muy pequeñas. Solo si se les advirtiera que hay decenas de miles de casos de clamidia, empezarían a captar el peligro que entraña lo que la propaganda les ha hecho creer que es solo un pasatiempo”.

El riesgo está comprobado. Burrows menciona un informe del Medical Institute (Estados Unidos) publicado en julio del año pasado. Este informe (Condom Effectiveness for STD Prevention) se elaboró con datos de los National Institutes of Health y tras revisar la literatura científica de los últimos veinte años acerca de las 25 principales ETS. Concluye que el uso sistemático del preservativo reduce el riesgo de contraer el virus del SIDA y también la tasa de transmisión de la gonorrea de mujer a hombre. Pero no hay pruebas de que el preservativo reduzca la probabilidad de contraer otras ETS, entre ellas la gonorrea y la clamidia para las mujeres. Además, tampoco se han encontrado indicios de que el preservativo proteja contra el virus del papiloma humano, causante de la ETS más común; algunos tipos de este virus provocan cáncer de cuello uterino.

“Así se explica por qué se extienden las ETS y se demuestra que los folletos que las autoridades reparten a los jóvenes son inexactos desde el punto de vista médico. Lo que falta por explicar es por qué en los folletos no hay rastro de ese informe. Quizás la respuesta sea que mucha gente tiene interés económico en promover la anticoncepción, o adhesión ideológica a la libertad sexual. Estos dos motivos se apoyan mutuamente y han silenciado el debate público sobre los peligros del sexo irresponsable”.

Ignacio Sánchez Cámara, “Clonación y dignidad”, ABC, 1.XII.2001

Las reacciones ante la clonación de un embrión humano parecen confirmar el carácter anómalo del debate moral contemporáneo. Especialmente, quizá, en el ámbito de la bioética. Toda discusión moral es estéril si no se remonta a los fundamentos, es decir, a las diferentes concepciones filosóficas de la ética. En caso contrario, todo queda reducido a repetición de tópicos, charla de café o diálogo de sordos. Tampoco cabe encontrar la respuesta en la ciencia, que suministra más los términos del problema que la solución. Y no se trata sólo de que no lleguemos a un acuerdo, cosa tal vez imposible; es que ni siquiera discutimos sobre los mismos presupuestos. De este modo, con exigua sutileza, unos perciben en los partidarios de la clonación terapéutica a una especie de asesinos en serie, y los otros convierten a sus detractores en entusiastas fundamentalistas de la muerte que se oponen con crueldad a un simple tratamiento médico. Pero algunos defensores de la clonación, y de otras causas semejantes, esgrimen un argumento falaz, que consiste en la atribución a sus oponentes de un planteamiento religioso o confesional, identificando el suyo con la racionalidad y el buen sentido, y les exigen la tolerancia y la exclusión del dogmatismo. Naturalmente, aceptar ese planteamiento es otorgarles de antemano la razón y escamotear el debate. Si no estoy equivocado, todo depende de la concepción que se defienda sobre la vida humana, sobre su origen, fundamento y dignidad. No pueden pensar lo mismo sobre, por ejemplo, el aborto, la eutanasia o la clonación quienes consideran que la vida es un don de Dios o una realidad misteriosa o trascendente que quienes la entienden como una mera propiedad inmanente de ciertos seres autónomos que pueden disponer libremente de ella, o quienes limitan la existencia de la persona a un cierto estado de madurez, o reducen el deber moral al principio de no causar daño a un ser sensible o consciente. Tampoco pueden pensar lo mismo quienes postulan la existencia de deberes absolutos e incondicionados que quienes limitan el deber a la producción del placer y a la evitación del dolor. Sin acudir a este ámbito de los fundamentos filosóficos y de la concepción radical del mundo y de la vida, las disputas morales constituyen una pérdida de tiempo y una irresponsabilidad. Si asumimos la primera tesis, es claro que la clonación, incluida la terapéutica, atenta contra el deber moral y contra la dignidad de la vida. Si nos adherimos a la segunda, la conclusión será su licitud en la medida en que puede paliar el sufrimiento de seres conscientes y maduros, aunque sea al precio de manipular y destruir embriones, carentes de toda dignidad. Por eso, no espero nada relevante de un debate sobre la clonación, y, en general, sobre bioética. Poco más que parloteo e incomprensión. Por mi parte, como creo en el sentido trascendente de la vida, considero que la clonación, incluida la terapéutica, es ilícita moralmente. Aliviar el sufrimiento y curar una enfermedad pueden constituir un deber, pero no un deber absoluto e incondicionado. Hay deberes más elevados. Pero también entiendo la posición de los partidarios, aunque creo que parten de una concepción equivocada de vida humana. Lo que no estoy dispuesto a aceptar es que la suya sea la única posición ilustrada y racional. Si es la única moderna y progresista, me importa muy poco. En cualquier caso, no albergo dudas acerca de cuál de las dos concepciones es más favorable a la dignidad de la vida y de la persona. Si no va a haber auténtico debate, lo mejor es guardar silencio, respetar al discrepante, mas no necesariamente sus argumentos, y confiar en que la verdad moral, que no depende del sufragio universal, termine por imponerse.

Angela Aparisi, “Objeción de conciencia en la píldora del día siguiente”, PUP 18.VI.01

En la historia de los derechos humanos ocupa un lugar preliminar el reconocimiento de la libertad de conciencia. Quizás una de sus manifestaciones más claras sea el derecho a la objeción de conciencia. Las demandas que, históricamente, se han ido acogiendo a la objeción de conciencia han sido muy variadas. Podemos citar, en el pensamiento griego, el caso de Antígona, que se negó a obedecer las órdenes del rey por respetar los dictados de su conciencia. Otro ejemplo podemos encontrarlo en Tomás Moro, ejecutado por orden de Enrique VIII en la Inglaterra del siglo XVI. Su negativa a acatar una decisión del monarca se fundamentó en que ésta agredía profundamente su conciencia. Decía: “En mi conciencia, este es uno de los puntos en que no me veo constreñido a obedecer a mi príncipe… Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo”.

También merecen destacarse, en el siglo XVII, las reclamaciones de los cuáqueros, al negarse a empuñar las armas por razones de conciencia. En nuestros días quizás las demandas más frecuentes han sido las referentes a exención de la prestación del servicio militar y la objeción de conciencia a la práctica del aborto.

La libertad está por encima de los Estados, salvo en los autoritarios A pesar de la diversidad de supuestos que, históricamente, se han acogido a la objeción de conciencia, en la base de todos ellos encontramos un mismo presupuesto: el poder (lo detente quien lo detente) no puede ordenar cualquier cosa, sobre todo, si ello agrede gravemente la conciencia de los ciudadanos. De este modo, la objeción de conciencia implica siempre el incumplimiento de una obligación de naturaleza jurídica cuya realización produciría en el individuo una agresión grave a la propia conciencia. Lo bien cierto es que desde los orígenes del Estado de Derecho se ha entendido que el respeto a la conciencia es uno de los límites más importantes del poder, ya que la dignidad y la libertad humanas se encuentran por encima del propio Estado. Por el contrario, el rechazo del derecho a la libertad de conciencia se encuentra, entre otros rasgos, en la base de todos los autoritarismos. Ciertamente, una de las características más frecuentes de los Estados autoritarios es que pretenden invadir y dirigir la conciencia de los ciudadanos.

Esta realidad, la importancia que en un sistema democrático tienen la libertad ideológica y de conciencia de las personas, pretende ser negada en la actualidad a ciertos sectores de la población. Al menos, ello es lo que se deduce del debate actual sobre la dispensación por los farmacéuticos de la píldora del día siguiente.

Por un lado, resulta muy lógico que a un profesional, formado en el respeto a la vida y la promoción de la salud, le provoque un grave daño a su conciencia tener que participar en la eliminación de un embrión humano. No obstante, desde ciertos sectores se está intentando presionar para negar la posibilidad de que el farmacéutico pueda acogerse a la objeción de conciencia. Frente a ello, es evidente que el farmacéutico, como cualquier otro sanitario, posee una formación y capacitación específica que le permite tomar decisiones, en ciencia y en conciencia, y ser responsable de ellas. Impedir esta capacidad es negarle, no sólo su lugar como profesional del ámbito de la sanidad, sino también un derecho humano básico, el de actuar según su conciencia. No se trata de un asunto baladí, por cuanto que la dispensación de la píldora del día siguiente afecta al bien jurídico más importante de nuestro ordenamiento e incluso de nuestra sociedad, la vida humana.

Angela Aparisi, Directora del Instituto de Derechos Humanos Universidad de Navarra.

Johannes Rau, “¿Irá todo bien? Por un progreso a medida humana”, Berlín, 18.V.2001

Discurso del Presidente Federal, Johannes Rau, 18 de mayo de 2001.
Salón de Actos Otto Braun de la Biblioteca Nacional de Berlín.

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Antonio María Rouco, “Los derechos de Dios, garantía de los derechos del hombre”, 29.V.01

Discurso de ingreso del Cardenal Antonio Mª Rouco en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

El cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, pronunció anteayer su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas con el título Los fundamentos de los derechos humanos: una cuestión urgente. Después de analizar la utilidad de la fundamentación de los derechos humanos, afirmó que a la altura del año Dos Mil, la implantación real de todos los derechos humanos, desde los más primarios —los derechos civiles y políticos— hasta los más sociales, económicos y culturales, atraviesa un momento innegablemente crítico. Diría más, crucial. Más adelante señaló que el análisis de los múltiples y complejos factores que están interviniendo en la situación por la que atraviesan los derechos humanos, en el presente panorama político y social del mundo, tan delicada y dramática, apunta directamente a una carencia ética fundamental: a una verdadera crisis moral de la Humanidad. El diagnóstico podría resumirse en una doble constatación: está en juego el futuro mismo de la Humanidad en paz, justicia y libertad. Está en juego el hombre mismo. He aquí una síntesis del discurso: La crisis político-jurídica de los derechos humanos va acompañada y está envuelta en una crisis social que se manifiesta en la aparición generalizada de fenómenos de violaciones sistemáticas de los mismos y del apoyo que encuentran, explícita o implícitamente, en sectores de la sociedad, de amplitud y arraigo notorios, aunque siempre, poderosos. Citemos algunos casos especialmente flagrantes y dolorosos: el terrorismo, el tráfico con las personas —"la trata de blancas", la venta y explotación de niños para los más variados fines, "el comercio" con los emigrantes ilegales, el tráfico de armas y el narcotráfico—. Todos ellos alcanzan una dimensión mundial. Todos estos fenómenos delatan una radical inmoralidad e inhumanidad: la del desprecio al hombre mismo y la de la brutal negación de la dignidad de las personas, que encuentra en los atentados terroristas su más perversa y odiosa expresión. El olvido de Dios e, incluso, su desprecio, que se esconde objetivamente en estas actitudes, es igualmente radical y no tiene paliativos. Lo más preocupante, con todo, reside en ese insidioso efecto secundario de un debilitamiento progresivo del fondo de la verdad de la conciencia moral colectiva: de que el miedo se acostumbre a vivir con el crimen, primero; para pasar, luego, a comprenderlo; y, finalmente, quizá, a justificarlo. La crisis política y social de los derechos humanos se manifiesta en toda su hondura moral y en su transcendencia crucial para el futuro del hombre, a través del nuevo planteamiento del derecho a la vida, que ha precedido, acompañado y seguido a los cambios legislativos en torno al aborto. A lo largo de las tres últimas décadas, en la práctica totalidad de los ordenamientos jurídicos, tanto de los países no democráticos —por ejemplo, de los Estados comunistas de la Europa Central y Oriental hasta la caída del Muro de Berlín, y posteriormente—, como de los democráticos de todo el hemisferio Norte, se ha generalizado una nueva valoración jurídica del derecho a la vida, que equivale, en el fondo, a un cuestionamiento de sus bases antropológicas. Un papel pionero lo jugó, sin duda alguna, la nueva interpretación constitucional de tal derecho en los Estados Unidos de América, que abrió el camino de lo que se denominará la despenalización del aborto o, en términos de un aséptico eufemismo, la interrupción voluntaria del embarazo. Pronto se simultaneó, para captar jurídicamente el mismo supuesto de hecho en fórmula más positiva y, por ello, menos odiosa, con la expresión o categoría de legalización del aborto, que se sirve del apoyo teórico de un supuesto ético-jurídico —el derecho de la mujer a disponer libremente de su propio cuerpo— y de un pre-supuesto biológico-antropológico de que el ser concebido en sus entrañas es una parte del organismo materno. EL DERECHO A LA VIDA ¿La debilidad formal-jurídica con la que nace, al final de la segunda guerra mundial, el sistema de protección de los derechos humanos en el seno de la entonces recién creada Organización de las Naciones Unidas, no esconderá, además de una manifiesta debilidad política, una debilidad ética inicial, no superada hasta el día de hoy? ¿Incluso, no adolecerá de una deficiente base antropológica en el orden del pensamiento y en el orden de la vida? El hecho sorprende tanto más llamativamente cuanto que, en la memoria de muchos contemporáneos, se encuentran todavía vivos los recuerdos de la terrible experiencia histórica, que está en el origen inmediato de la iniciativa de las Naciones Unidas, de su Carta fundacional y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: la experiencia de la segunda guerra mundial de la que surgió una toma de conciencia universal respecto a la urgente necesidad de buscar los cauces adecuados que impidiesen para siempre el estallido de una nueva conflagración bélica que, a la vista del potencial destructivo del armamento atómico disponible, devendría inevitablemente apocalíptica. A nadie se le ocultaba que en el Estado y en la doctrina política del nacionalsocialismo no había cabida para los derechos humanos. (…) Así se explica la esterilización forzosa por indicación eugenésica de personas en un número total aproximado de 350.000 individuos, en aplicación inmediata de "la ley para la prevención de descendencia enferma hereditaria" de 14 de julio de 1933; y los más de 200.000 enfermos —especialmente los pacientes de sanatorios psiquiátricos— que fueron eliminados en las clínicas alemanas entre 1939/1940 y 1945. Y, luego, la tremenda tragedia de la Soah, del holocausto judío, acompañada de eliminaciones masivas de otros sectores de la población en los territorios ocupados por conquista de guerra, con una incidencia singularmente grave y cruel en los países del Este de Europa. Teoría y praxis del nacionalsocialismo habían demostrado, en férrea sintonía histórica, cómo la negación sistemática de los derechos del hombre conducen a la Humanidad —al hombre mismo— hacia un abismo sin retorno. La crisis del positivismo jurídico y la apuesta por el Derecho natural se vio reforzada por el fenómeno histórico-espiritualmente y políticamente paralelo del marxismo-leninismo estalinista, que después de la victoria sobre las potencias del eje impone, en toda la Europa ocupada por las tropas soviéticas, un férreo sistema político articulado con una implacable consecuencia en torno al principio de la dictadura del proletariado o, más exactamente, de la dictadura del Partido Comunista y de su Secretario General. En las Constituciones de la Unión Soviética y de sus Estados satélites no había lugar para una verdadera teoría de los derechos humanos y, mucho menos, para una praxis política respetuosa de los mismos. En los primeros años de la postguerra se presenta la doctrina del Derecho natural como un instrumento, extraordinariamente valioso y fecundo, por no decir imprescindible, para la renovación moral y espiritual de las sociedades convulsionadas por la guerra y para una reconstrucción democrática del Estado, basada en el reconocimiento y garantía de los derechos humanos y en lo que se viene a designar pronto como el principio del Estado social de Derecho. Su aceptación se va a generalizar, más allá de los límites de los círculos académicos y profesionales del Derecho y de la política, forzosamente minoritarios, en el ancho campo de la cultura popular y de la opinión pública. Su influencia es innegable en la naciente República Federal de Alemania; pero también en los países del llamado mundo libre occidental, sin excluir a España y Portugal, con sus conocidas peculiaridades. EL DERECHO NATURAL En el panorama de las causas que han incidido en una deficiente concepción de los derechos humanos está el liberacionismo de los años setenta, que consideraba el derecho natural como instrumento ideológico de dominio. Esta propuesta enlaza con el propósito de desarrollar una doctrina teológica eficaz en la lucha por la liberación de la pobreza, en la que yacía inmersa una gran parte de la Humanidad, como fruto del Evangelio del Reino, ya operante en la Historia y que camina a su revelación y realización plenas, llevó a algunos de los cultivadores de estas corrientes teológicas al reconocimiento del valor hermenéutico de la metodología marxista para el análisis de la realidad social y de sus estructuras injustas, y a su uso científico y político. La consecuencia en relación con la concepción de la Iglesia fue definirla y organizarla como una institución crítica de la sociedad, y, también, precisar y cualificar el ejercicio de su misión como específicamente social e histórico. Entre los efectos teóricos y prácticos que de ahí se derivaron, es obligado señalar el de la minusvaloración de la doctrina social de la Iglesia (sobre todo en orden a la praxis), el cuestionamiento radical del Derecho natural, al que se declara incapaz de encauzar el proceso liberador, iluminándolo, discerniéndolo e impulsándolo, así como un inevitable relativismo axiológico de la doctrina socio-política y jurídica de los derechos humanos a modo de marco de referencia éticamente indispensable para la realización de la justicia. Quien ciertamente parece haber salido indemne de la crisis global de 1989 es el progresismo liberal y su humanismo relativista. Lo más preocupante, sin embargo, diez años después, es el panorama de una Humanidad herida por una violación de los derechos humanos más elementales, que no cesa, ni retrocede. Frente a esta nueva versión del materialismo antropológico, radical como pocas en la historia de la filosofía, pero tan fascinante por el ropaje científico y por la alianza con el supuesto progreso de la Humanidad con la que se presenta, se ha vuelto a insistir y a profundizar en el carácter personal de lo humano: en la persona como la categoría de su definición específica. El hombre es cualitativamente más que una simple unidad biológica de interacción, con capacidad para interactuar con otros seres; es infinitamente más que una cosa. El hombre es alguien, un ser libre, libre de todo determinismo: biológico, psíquico, social, económico y cultural. El hombre es constitutiva innovación libre. Dotado de conciencia, y de conciencia responsable, es capaz de conocer la verdad y de discernir el bien. El hombre —cada hombre— es un ser irrepetible y único. CUATRO VÍAS Hay cuatro irrenuciables vías de acceso a la fundamentación de los derechos humanos: la vía jurídica, la sociológica, la filosófica y la teológica. Es evidente que una cultura y praxis mínimamente asegurada de respeto a los derechos humanos exige que, por su lugar en la jerarquía normativa de los ordenamientos jurídicos de los Estados, se garantice su observancia y cumplimiento eficaz. Que sean incluidos en las leyes constitucionales o fundamentales como norma normans de todo el sistema constitucional, que habrá de salvaguardarlos con medios procesales y orgánicos adecuados: los propios de lo que se configura institucionalmente como Estado de Derecho. Es más, la experiencia histórica más reciente enseña que no basta ya para una garantía eficaz de los derechos humanos, como propios y personales de cada hombre, las medidas previstas en los ordenamientos constitucionales internos de los Estados, sino que se ha hecho cada vez más urgente y apremiante el que intervengan con los instrumentos normativos y de procedimiento más oportunos el derecho internacional y los organismos internacionales. La vía sociológica aporta la necesaria efectividad en el orden práctico de cara a la salvaguarda de los derechos. La vía filosófica nos recuerda que en el desarrollo de su vida, en el proceso de su existencia, el hombre se debe de tratar a sí mismo, y los hombres se deben de tratar entre sí —y se les debe de tratar por cualquier instancia social—, como persona, a la que le son inherentes unos bienes y valores esenciales para su realización: la vida, la verdad, la libertad, la asignación de los productos y medios materiales necesarios para su subsistencia, la posibilidad del matrimonio y de la familia, la capacidad de la relación y participación social y política, la posibilidad de formación y acción cultural, la salud y la capacidad de realizarse religiosamente. Y la vía teológica nos permite dar cuenta del fundamento preciso de la dignidad personal de cada hombre al saber teológicamente que cada ser humano ha sido querido y creado directa e inmediatamente por Dios, con su propio nombre; mostrar realmente la capacidad de su libertad —de su voluntad libre— para respetar y cumplir lo que unos deben a los otros como personas igualmente queridas por Dios, en virtud de su gracia que redime, sana y eleva a todo hombre para un proyecto de existencia marcado por el don y la exigencia del amor y del servicio; y perfilar los contenidos y la forma de cada uno de los derechos humanos y su intrínseca interdependencia como expresiones de una superior justicia al servicio de una realización plena de la persona humana, vista en la perspectiva integral de su último destino. Lo que podría estimarse como la aportación más valiosa, y de algún modo exclusiva, de la vía teológica a la fundamentación de los derechos humanos, es la de introducir intelectualmente a la persona en una experiencia humana de lo que significa, para la teoría y para una praxis de la vida completa en sus dimensiones objetivas y subjetivas, la experiencia espiritual, efectuada en la luz y en la fuerza del Espíritu. Los "derechos superiores de Dios", en frase del Vaticano II y que el Papa Juan Pablo II ha glosado tan bellamente en señaladas ocasiones, representan el apoyo primero y último, a la vez que la garantía inquebrantable, de los derechos del hombre.

Gaston Courtois, “Educación de la castidad”

Problema crucial al cual muchos padres, ciegos, no dan demasiada importancia. Es necesario evitar dos excesos: negarse a plantear el problema o dramatizar la cuestión.

¿De qué se trata? Se trata de formar niños con visión clara; almas sanas en cuerpos sanos; muchachos y muchachas que se respeten y se hagan respetar; advertidos, mas no hipnotizados, de los peligros y tentaciones posibles, conscientes del plan del amor de Dios sobre ellos y de las exigencias que reclama la colaboración a ese plan.

En todo lo que concierne al origen de la vida, tiene el niño derecho a la verdad, al menos de una manera progresiva adaptada a su edad, a su inteligencia, a su temperamento.

La táctica del silencio, erigida en sistema o tomada como principio, es una táctica peligrosa y claramente nociva al interés del niño y al de la sociedad.

Las iniciaciones claras, hechas con el tacto preciso, deben ser consideradas como una obligación grave que se puede imponer en nombre de la caridad y aun de la justicia.

El silencio de los padres, el misterio que se crea alrededor de esos problemas, son causa importante de muchas deformaciones de conciencia.

El niño a quien nadie quiere ilustrar con precisión tiene el peligro de ver el mal donde no lo hay y de no verlo donde está.

Todo niño normal se plantea un día y otro, y con frecuencia más pronto de lo que los padres creen, la cuestión sencillamente: «¿Cómo he venido yo a la tierra?» Lejos de ser una curiosidad malsana, es eso una prueba de inteligencia.

Lo más, frecuente, por otra parte, es que el niño plantee esa cuestión a su mamá. Si ésta, en vez de tratar el asunto corno la cosa más natural del mundo, parece escandalizarse o turbarse por semejante pregunta y lo manda bruscamente a sus juegos, el niño se planteará todavía con más agudeza el problema o intentará saberlo por todos los medios, guardándose en adelante de hablar de ello a sus padres.

Si la madre da una explicación embustera -cigüeñas, París, bazar, etc.-, el niño creerá sus palabras -lo que dice mamá es siempre verdad-; pero el día, y ese día llegará infaliblemente, en que aprenda de manera más o menos deformada la verdad, habrá perdido para siempre la confianza en sus padres.

Cuando los niños no obtienen de sus padres o de persona autorizada la solución a las preguntas que plantean, la buscarán o la recibirán, aun sin buscarla, sea en conjunto o en parte, de manera incompleta, deshonesta, a veces brutal y degradante.

Es un deber de los padres velar por la educación de la castidad de sus hijos. Esta educación supone no sólo la respuesta leal y progresiva a los problemas del origen de la vida, el advertir a tiempo las transformaciones de alrededor de los trece años, sino también, en un ambiente de confianza y amor, la educación de la valentía, del valor, para asegurar sin peligro el sostenimiento del equilibrio y el dominio de sí mismo en este período de crisis que caracteriza la adolescencia.

Los padres no tienen derecho, en una materia que puede tener repercusiones tan serias, a dejar que esta educación se haga «a la buena de Dios», y con frecuencia, «a la gran desgracia» de los niños, que tanta necesidad tienen de ser instruidos afectuosamente, guiados, ayudados por aquellos que tienen el derecho de decirlo todo, y de quien ellos tienen la obligación de oírlo todo.

No porque sea un deber delicado y difícil hay derecho a eludirlo.

La revelación por los padres mismos del hermoso plan de amor de Dios, lejos de disminuir el respeto, la confianza y el afecto hacia el papá o la mamá, despertará en el espíritu de sus hijos el sentimiento de la grandeza y dignidad del matrimonio y avivará en su corazón -porque son más razonados- ternura y reconocimiento hacia aquellos a quienes deben, después de Dios, el ser y la vida.

No hay por qué crearse una montaña para decir la verdad de manera delicada.

Gran número de libros se han editado a propósito de esto, con fórmulas concretas de conversaciones para chicos y chicas, como respuesta a las distintas preguntas que suelen hacer y para las diferentes edades de la infancia y de la adolescencia. Os será fácil inspiraros en ellos leyendo el texto y añadiendo los comentarios que vuestro corazón os dicte. Lo que es menester es decir las cosas con la mayor naturalidad, insistiendo sobre la grandeza del amor que ha inspirado el plan divino hasta en los detalles y pidiendo a os niños que no hablen de ellos a los otros a fin de dejar a sus propios padres tomar la iniciativa, instruirlos y guiarlos.

Si por casualidad se juzga que el niño puede aprovechar la lectura de tal o cual página, que sea, al menos, como una conversación comenzada o continuada, y, por consecuencia, que acaba en conversación. La voz, con el tono, los matices, los acentos, crea alrededor de la letra muerta una armorúa viva de pensamientos y de sentimientos que la coloca en su justo punto y la hace buena y bella.

¡Cuántos atenuantes, sugestiones, repeticiones, correctivos, dulzuras y vivacidades son necesarios para comunicar a pensamientos tan delicados la pureza de forma, la veracidad exacta del sentido, el ritmo bienhechor de la paz! Al libro el niño no responde, no se abre, permanece mudo, y la más segura protección del niño está en hablar a sus padres. El libro es apresurado, no espera, trastorna el orden interior, las imágenes asaltan la sensibilidad. La conversación, al contrario, es paciente; va y vuelve; avanza y retrocede; vuelve a comenzar si hay necesidad; se pliega de manera muy sutil a la sinuosidad y elasticidad del alma infantil. Una madre llena de experiencia y muy inteligente -sólo esta frase lo demostraría- decía con finura: «Es necesario adaptar los consejos al estilo de la familia».

Si el niño no pregunta, no hay que dudar en plantearle una cuestión como ésta: «¿Te has preguntado cómo vienen al mundo los niños?» Hay a veces niños tímidos, o bien niños que no se atreven a interesarse por esos problemas porque han oído alrededor de este asunto ciertas reticencias y se imaginan que son cosas en las cuales no hay que pensar. Pero eso no sería sin gran inconveniente para el porvenir. Dadles confianza, pues, y no adoptéis nunca un aspecto solemne ni cohibido para hablar de estos asuntos.

Después de una conversación de este género no dudéis en decir a vuestros hijos que recurran a vosotros de nuevo si en adelante alguna otra cuestión se plantea a su espíritu. Mantendréis así entre vuestros hijos y vosotros una puerta abierta a la confianza total, tan necesaria en este terreno.

En materia de pureza no son las costumbres o las convenciones las que determinan lo que está bien y lo que está mal- Hay un orden en la creación, y es este orden, o en otros términos: ese plan de amor que Dios ha establecido, lo que es necesario respetar.

No se trata de ver el mal en todas partes. Ni tampoco de ser ingenuos e imaginar que nuestros riños están fuera de todo peligro. En este mundo moderno, que Bergson calificaba de afrodisíaco, se encuentran desequilibrados, obsesionados, gentes más o menos morbosas, y nuestros niños pueden ser uno u otro día, cuando menos lo sospechemos, víctimas de un camarada perverso o de un adulto impúdico.

Es necesario que la mamá haya podido decir un día muy naturalmente a su hijo: «Estate con cuidado: encontrarás a veces compañeros o gentes mal educadas que se portan mal. Si alguno, por ejemplo, quisiera jugar contigo a juegos indecentes, intenta hacerte cosquillas entre las piernas, no te dejes y ven a hablar conmigo». La experiencia prueba que un 60% de los niños, por lo menos, niñas o niños, han sido uno u otro día objeto de tentaciones de ese género sin que los padres lo sospecharan siquiera. Un niño prevenido vendrá más fácilmente a sincerarse con vosotros en caso de peligro.

Ante los inconvenientes del silencio en estas materias, varios países han preconizado la educación colectiva en la escuela. Es ésta una medida en extremo peligrosa, y varios países que la habían adoptado han renunciado finalmente a ella. En materia tan delicada, dirigiéndose a espíritus y, a temperamentos tan diversos como los que puede ofrecer una clase con una enseñ-,inza uniforme en la que falta totalmente la gradación necesaria según las circunstancias tan variadas del auditorio, existe el peligro de convertirse en seguida en objeto de conversaciones malsanas y de crear en algunos la obsesión de la sexualidad.

Nada es mejor que la iniciación individual adaptada al desarrollo físico y moral e intelectual del niño.

Se mutila la verdad mostrando sólo el aspecto fisiológico de estos problemas. Es muy importante exponerlos en una síntesis donde no se olvide el aspecto sentimental, el aspecto social y el aspecto religioso.

Nuestras respuestas deben estar impregnadas de espíritu de fe y descubrir al iniciado el plan providencial de Dios en relación con el dominio de lo sexual. Sin duda alguna, ciertos detalles son muy delicados para explicarlos; pero, por otra parte, y si bien el hombre puede corromper el plan divino en esta materia, es necesario no perder de vista que la estructura del corazón del hombre o de la mujer, su madurez fisiológica, los actos fundamentales de la unión conyugal, de la paternidad, de la maternidad y del nacimiento de los hijos, son obra directa de Dios.

Es preciso no perder tampoco de vista que el Señor ha hecho del matrimonio un sacramento y que los actos conyugales, rcalizados en estado de gracia y según la rectitud de su naturaleza, llegan a ser para los cónyuges fuente de gracia y de méritos para el cielo.

Es necesario, pues, enfocar el problema de la sexualidad con mirada límpida, bajo su aspecto providencial noble y puro. Con esta rectitud, con esta nobleza, debemos hablar de él a nuestros niños.

Importa que la niña sea prevenida por su mamá antes que se produzca el acontecimiento que la consagrará como mujer.

Le explicará ésta primero el papel de la madre. Con la pubertad de la mujer, especialmente con ocasión de los nuevos cuidados de higiene que deberá tener, y al corriente de los cuales es necesario ponerla, podrá la madre volver sobre el asunto para precisar lo que haya dicho unos años antes relativo al «papel de la madre» en la vida del niño pequeño. Como las circunstancias se prestan, podrá darle de manera técnica los detalles físicos y fisiológicos necesarios. El tema será el siguiente: la adolescente deja de ser una niña para convertirse en mujer; su cuerpo está dispuesto a prepararse poco a poco para su hermoso papel de madre. Y precisamente porque es obra importante y delicada, un trabajo de colaboración con Dios, la preparación se hace lentamente. Y puesto que su cuerpo será algún día la primera cuna de un niño pequeñin, debe ella, a la vez, cuidarlo y respetarlo.

Es importante, asimismo, que el chico sea prevenido por su papá -y, en defecto de él, por su mamá- de las transformaciones que van a operarse en él, de las reglas higiénicas que debe observar. Convendrá prevenirlo, para que no se inquiete por las perturbaciones fisiológicas que pueden sobrevenirle durante el sueño independientemente de su voluntad.

Una recomendación que tal vez sorprenda a algunos padres, a la cual, sin embargo, conceden una gran importancia quienes profesionalmente reciben numerosas confidencias: el niño no debe, en manera alguna, compartir el dormitorio de sus padres. Con frecuencia, las condiciones económicas impiden a los padres conformarse a esta exigencia esencial, pero cuantas veces sea posible, es necesario hacerlo.

Ignoramos todavía el grado de impresionabilidad del cerebro infantil. Es, no obstante, verosímil que el cerebro del niño, muy sensible, reciba ciertas impresiones, como la placa de cera de un aparato registrador, aunque no las asimile hasta mucho más tarde.

A los padres -a la mamá, principalmente- incumbe formar al niño en lo relativo a pudor, de modo que, de una parte, evite las fobias, los temores exagerados, que le harían ver el mal en todo; pero, por otra, tenga el sentido de cierta reserva, tanto más indispensable cuanto que el ambiente actual se empeña en destruirla.

¿Qué hacer si os dais cuenta de que vuestros hijos han adquirido malos hábitos solitarios? 1. Nada de dramatizar, no amedrentar al chico ni hipnotizarlo con este motivo; tendréis el peligro de formar en él una obsesión y de impedirle salir de ella.

2. Enseñar al niño a lavarse como es preciso y completamente. Con frecuencia, estos hábitos provienen de falta de higiene y de limpieza.

3. Plantear el problema en el aspecto de la buena educación y del respeto a sí mismo: un niño bien educado no juega con su cuerpo, como no se rasca la nariz ni se frota los ojos.

4. Animar al niño a reforzar su voluntad haciéndola trabajar en otros dominios.

5. Asegurarle que no hay por qué extrañarse de las tentaciones en ese sentido: son propias de la edad; pero es también propio de su edad ejercitarse en el dominio de sí mismo con la gracia de Dios, que nunca se le niega al hombre de buena voluntad. Proporcionarle una vida equilibrada; enseñarle a elegir lecturas, a evitar cualquier causa de excitación y orientarlo en la técnica de la diversión en algo que le interese.

6. En esta materia es necesario insistir más sobre el aspecto positivo de la alegría de elevarse, de vencer, que sobre el aspecto negativo de la falta moral. Este punto, preciso es dejarlo al juicio del confesor, que para eso tiene gracia de estado.

Instruir a la juventud en las realidades de la vida no es, como pretenden algunos higienistas, prevenir contra los peligros de las enfermedades venéreas, sino preservar de desviaciones morales que resultan de la mala conducta. El hombre no es un simple animal a quien hay que proteger de los contagios microbianos; es un ser que debe por sí mismo dominar sus apetitos.

La juventud debe saber que si es depositaria del poder creador, eso no es para que se envilezca y lo convierta en instrumento de placer. La impureza es a la vez una falta contra el respeto que el hombre se debe a sí mismo; una falta contra la que algún día será su esposa, una falta contra los hijos, herederos de sus potencias físicas y morales.

Un joven se prepara, pues, a la fidelidad en la medida que se respeta a sí mismo y en la que respeta a la mujer en general.

Tomado de Gaston Courtois, “El arte de educar a los niños de hoy”, Atenas, 1982, en www.edufam.net