Alfonso Aguiló, “Constancia y convicción”, Hacer Familia nº 221-222, 1.VII.2012

Cuando Kenneth Waters es condenado a cadena perpetua sin libertad condicional por el asesinato de una mujer en 1980 en Massachusetts, su hermana, Betty Anne Waters, empleada en una cafetería, con 28 años y dos hijos pequeños, decide luchar con todas sus fuerzas para demostrar que su hermano es inocente.

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Alfonso Aguiló, “Asumir la responsabilidad”, Hacer Familia nº 220, 1.VI.2012

“The buck stops here!”, que puede traducirse como “asumo la responsabilidad”, es una frase hecha que popularizó el Presidente Harry Truman, con un gesto muy típico suyo y que en su tiempo fue muy comentado. Sobre su mesa, en la famosa Sala Oval de la Casa Blanca, presidiendo su trabajo diario, había un letrero que estaba ante sus ojos y que se lo recordaba constantemente.

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Alfonso Aguiló, “Afrontar el dolor”, Hacer Familia nº 218, 1.IV.2012

En las situaciones límite se conoce a fondo a las personas. Al doctor Nagai le llegó ese momento el 9 de agosto de 1945, cuando un B-29 norteamericano arrojó una bomba atómica sobre Nagasaki. Takashi Nagai era un joven y prestigioso radiólogo, muy enamorado de su mujer, con dos hijos pequeños y un apasionante trabajo centrado en sus alumnos y sus pacientes. Aquel día fatídico, casi todo aquello desapareció para él en un instante. Aún pudo vivir casi seis años más, luchando contra una grave leucemia, pero ya todo fue muy diferente. Durante ese tiempo atendió a muchos enfermos y escribió los primeros libros que intentaron describir científicamente las terribles consecuencias de la radiación nuclear.

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Alfonso Aguiló, “La gestión del miedo”, Hacer Familia nº 217, 1.III.2012

“Juan sin miedo” es un famoso cuento de los hermanos Grimm, que se ha transmitido después en distintas versiones hasta nuestros días. Trata sobre un matrimonio de leñadores que tenía dos hijos. Pedro, el mayor, era un chico muy miedoso. Cualquier ruido le sobresaltaba y pasaba unas noches terroríficas. Juan, el pequeño, era todo lo contrario. No tenía miedo de nada, y por eso la gente le llamaba “Juan sin miedo”. Un día, Juan decidió salir de su casa en busca de aventuras. De nada sirvió que sus padres intentaran disuadirle. Quería conocer el miedo, saber qué se sentía.

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Alfonso Aguiló, “La fiebre del oro”, Hacer Familia nº 219, 1.V.2012

El 24 de enero de 1848, el capataz James Marshall y sus hombres están construyendo un molino de harina en el rancho del general John Sutter. Aquel día encuentran fortuitamente unas pepitas de oro en las cercanías del Río Americano. Sutter intenta mantener en secreto el hallazgo, pero la noticia se extiende de inmediato, y salta primero a la prensa local de California y luego a todo el mundo.

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Alfonso Aguiló, “Los dos lobos”, Hacer Familia nº 216, 1.II.2012

En una noche estrellada, un abuelo cherokee estaba enseñando a sus nietos sobre cómo debían orientar su vida, sobre cómo cada uno de nosotros decide, poco a poco, qué tipo de persona quiere ser. Y lo hacía con esa sabia pedagogía de los cuentos y las fábulas antiguas. Les decía: “Todo hombre tiene siempre una dura pelea en su interior. Una lucha que hay también dentro de mí. Un combate terrible entre dos lobos.”
“¿Y quiénes son esos dos lobos?”, preguntaban intrigados los nietos. “Un lobo representa el miedo, y el otro el amor”, contestó el anciano.
Les explicaba que el primer lobo encarna la envidia, el rencor, la arrogancia, ese victimismo que nos hace sentir lástima de nosotros mismos y nos hace dejar de luchar. Un lobo que tiene miedo porque es inseguro, y que pretende encubrir ese miedo con agresividad, mintiendo, atacando a traición.
El otro lobo, el que representa el amor, también tiene que luchar. El amor no es pasivo y despreocupado, tiene que luchar constantemente para sobrevivir. Tiene que esforzarse en cada momento para crear espacios de paz, de libertad, de afecto, de comprensión. Tiene que sobreponerse a la mentira de los demás, a su ingratitud, a la tentación que sentimos de responder al mal siguiendo la misma senda.
“Y esos dos lobos también están peleando dentro de vosotros. ¿No lo notáis?”, concluyó el abuelo, mirándoles con atención. Los nietos se quedaron pensativos. Empezaron luego a hacer esas preguntas que los niños suelen plantear con sorprendente clarividencia. Eran pequeñas cuestiones que confirmaban esa lucha interior que se produce ya desde la más tierna infancia en cualquier persona, y que conviene ayudar a reconocer y valorar cuanto antes. Al final, surgió la pregunta clave, la que, lógicamente, más inquietaba a los pequeños: “Abuelo, es verdad que están los dos dentro de nosotros, pero, al final… ¿qué lobo ganará?”.
El anciano se detuvo un momento, para que su silencio diera más solemnidad a algo que era importante para la educación moral de aquellos chicos: “¿Queréis saber cuál de los dos lobos vencerá? Es muy fácil. Aquel que tú decidas alimentar”.
Dentro de nosotros tenemos también esos dos lobos: el mal y el bien, el miedo y la confianza, la tendencia a volcar nuestros intereses en nosotros mismos o en los demás. La pelea es diaria. Cada momento, en nuestro interior, tomamos pequeñas decisiones. Alimentamos a un lobo o al otro. Unas veces nos damos cuenta de que lo hacemos, y otras, por la costumbre, casi no lo advertimos, pero lo hacemos igualmente.
De nosotros depende que un lobo se haga más grande y más fuerte, y mantenga a raya al otro. Y puede haber épocas en que uno de ellos, que parecía estar ganando, sufra sorprendentes derrotas. Es quizá un aviso de la naturaleza, que nos previene contra el engaño de pensar que el bien puede mantener su predominio sin esfuerzo o, por el contrario, que el mal no puede vencerse. La pelea es diaria y nunca está totalmente decidida. Ahí está en buena parte el aliciente y la gracia de vivir.
Dirigiendo nuestros pensamientos, podemos alimentar el pesimismo o el optimismo. Modulando nuestros deseos, podemos alimentar el egoísmo o la generosidad. Podemos encerrarnos en el victimismo o bien transmitir un mensaje positivo. Churchill decía que “un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, mientras que un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”. Ante la adversidad, que se presenta a diario en nuestra vida, podemos abandonarnos a nuestros miedos o hacerles frente. Si damos demasiado espacio al miedo al rechazo o al fracaso, si pensamos demasiado en el “qué dirán”, o nos repetimos demasiado esos mensajes que nos desaniman en vez de animar, entonces, nos predisponemos al fracaso, porque, como decía Henry Ford, “si crees que puedes, tienes razón; y si crees que no puedes, también tienes razón”.

 

Alfonso Aguiló, “Hacer el bien es siempre algo grande”, Hacer Familia nº 215, 1.I.2012

Un hombre pasea tranquilamente por la playa a primera hora de la mañana y, a lo lejos, ve caminar a un niño.

Según se acerca a él, ve que de vez en cuando el niño se agacha, recoge algo entre la arena y lo lanza con fuerza al mar. Cuando ya está más cerca, ve que lo que recoge son estrellas de mar, atrapadas en la orilla al bajar la marea y condenadas a ahogarse al sol, y el chico las devuelve al agua para que puedan seguir con vida.

Cuando el hombre llega a la altura del niño, le pregunta: “¿Pero…, para qué haces eso? ¿No ves lo inmensamente grande que es el mar, con todas las playas que tiene, y los millones de estrellas que morirán a diario al bajar la marea? ¿No te das cuenta que lo que haces no cambia nada?”.

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Alfonso Aguiló, “Qué hijos dejamos al mundo”, Hacer Familia nº 214, 1.XII.2011

Cuenta Leopoldo Abadía que, en una ocasión, al acabar una conferencia, se le acercó una señora joven con dos hijos pequeños. Como aquel día, durante el coloquio posterior a la sesión, había salido la clásica pregunta sobre el mundo que les vamos a dejar a nuestros hijos, ella le dijo que lo realmente preocupante no era el mundo que íbamos a dejar a nuestros hijos sino, mucho más, qué hijos íbamos a dejar a este mundo.

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Alfonso Aguiló, “Cuerpos a medio hacer”, Hacer Familia nº 213, 1.XI.2011

He releído “La vida sale al encuentro”, una magnífica novela de José Luis Martín Vigil publicada en 1955, que marcó a varias generaciones hasta llegar a ser un clásico de la literatura española de posguerra.

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Alfonso Aguiló, “Desarrollar el talento”, Hacer Familia nº 212, 1.X.2011

Transcurre el año 1935 en una pequeña localidad de California. Frank Capra está muy enfermo. Había logrado alcanzar un cierto éxito como director de cine con una productora por entonces modesta, la Columbia Pictures. Pero con el éxito vino la enfermedad. Parecía tuberculosis, pero tampoco estaba claro. El caso es que estuvo bastante cerca de la muerte. Y en esa situación recibió la visita de un curioso personaje. Nunca supo su nombre, solamente que era conocido de un matrimonio amigo, los Winslow, pero de lo que estuvo siempre seguro es de que aquella visita cambió su vida.

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