Alfonso Aguiló, “Dominio propio y coherencia”, Hacer Familia nº 116, 1.X.2003

Séneca apreciaba en mucho el dominio de uno mismo, y lamentaba que las personas se dejaran esclavizar por sus propias pasiones. En sus escritos solía poner como ejemplo de esta degradación a Alejandro Magno: «Alejandro devastaba y ponía en fuga a los persas, a los hircanos, a los indios y a todos los pueblos que se extendían por el Oriente hasta el océano, pero él mismo, unas veces por haber matado a un amigo, otras por haberlo perdido, yacía en las tinieblas, lamentando ya su crimen, ya su soledad, y el vencedor de tantos reinos y pueblos sucumbía a la ira y la tristeza. Porque se había comportado de modo que tenía potestad sobre todas las cosas, pero no sobre sus pasiones. En qué gran error están los hombres que desean llevar su dominio más allá de los mares y se consideran muy felices si obtienen guerreando muchas provincias y añaden otras nuevas a las antiguas, sin saber cuál es el reino más grande e igual al de los dioses. Dominarse a sí mismo es el mayor de los imperios. ¿A quién puedes admirar en mayor medida que a quien se gobierna a sí mismo, a quien se mantiene bajo su propio señorío? Es más fácil regir naciones bárbaras y rebeldes que contener la propia alma y entregarla a uno mismo.» Tenía razón Séneca al decir que gobernarse a sí mismo es el gobierno más difícil y necesario. Un gobierno que resulta imprescindible para ser buena persona, pues es utópico querer ser generoso y preocupado por los demás si no se pone empeño en tomar las riendas de las propias apetencias. Quien se deja dominar por ellas, quizá desee de corazón el bien a los demás, pero al final, la mayoría de las veces acabará poniendo por delante sus deseos e intereses, y será persona poco de fiar.

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Alfonso Aguiló, “Reacciones inteligentes”, Hacer Familia nº 115, 1.IX.2003

Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que como el pozo estaba casi seco, y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.

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Alfonso Aguiló, “El juicio de los niños”, Hacer Familia nº 113-114, 1.VII.2003

Leí no hace mucho un comentario interesante sobre el cuento de Caperucita Roja. Venía a decir que los niños de ahora reaccionan de forma distinta cuando escuchan la narración de aquel viejo cuento, o cuando lo presencian en el guiñol.

Los niños de hoy piensan que la familia de Caperucita Roja no era nada ejemplar. Una madre que tiene a la suya, con tantos años, viviendo a muchas leguas de su casa es, para empezar, una mujer poco cariñosa. Una madre que permite que su hija, en este caso Caperucita, se adentre sola en el bosque para llevar a la abuelita abandonada una cesta con un surtido de productos caseros, es una madre egoísta y poco responsable. De haber tenido algo más de sentido común, habría acompañado a su hija en tan larga y arriesgada travesía. El lobo feroz hace lo que tiene que hacer. Recibe la información, se adelanta a Caperucita, se come a la abuela que vive sola porque su hija no la quiere tener en casa, se viste con el camisón de la abuela, se ajusta su redecilla en la cabeza y se mete en la cama en espera de esa tontita que le ha dado todas las pistas. Y llega Caperucita y no reconoce a su abuela, y se cree que el lobo es la abuelita, lo que demuestra lo tonta que era la niña y lo poco que visitaba a su abuelita. Y el lobo se la come, porque se lo tiene merecido. Por eso, cuando el lobo se zampa a Caperucita, los niños de hoy aplauden a rabiar, hasta el punto que en los guiñoles suelen eliminar del cuento la figura del cazador que salva a ambas, porque no resultaría nada popular.

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Alfonso Aguiló, “Las formas son importantes”, Hacer Familia nº 112, 1.VI.2003

Un Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. “¡Qué desgracia, mi Señor! –dijo el sabio–, cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad”. “¡Qué insolencia! –gritó el Sultán enfurecido– ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!”. Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos.

A continuación mandó que le trajesen a otro sabio y volvió a contarle lo que había soñado. Este, después de escuchar con atención al Sultán, le dijo: “Mi Señor, gran felicidad os ha sido reservada, pues el sueño significa que sobrevivirás a todos vuestros parientes”. Se iluminó el semblante del Sultán y ordenó que le dieran cien monedas de oro.

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Alfonso Aguiló, “Referencias, modelos e ideales”, Hacer Familia nº 111, 1.V.2003

Balzac describió de manera incomparable cómo el ejemplo de Napoleón había electrizado a toda una generación en Francia. El deslumbrante ascenso del pequeño teniente Bonaparte al trono imperial del mundo, para Balzac significó no tan sólo el triunfo de una persona, sino también la victoria de la idea de la juventud. El hecho de que no fuera necesario haber nacido príncipe o noble para alcanzar el poder a temprana edad, de que se pudiera proceder de una familia modesta, cuando no pobre, y, sin embargo, llegar a ser general a los veinticuatro años, soberano de Francia a los treinta y, poco después, del mundo entero, ese éxito sin igual arrancó a millares de personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincia: el teniente Bonaparte despertó a toda una generación de jóvenes, los impulsó a una ambición más elevada.

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Alfonso Aguiló, “Decisiones latentes”, Hacer Familia nº 110, 1.IV.2003

Julien Green describe con maestría ese proceso personal, íntimo, por el que todas las personas escuchamos en nuestro interior una llamada a la responsabilidad, a ser mejores, y que unas veces escuchamos y otras no.

Una página de su diario lo expresa muy bien: “Tal día de tu infancia, mientras jugabas solo en el cuarto de tu madre y el sol brillaba sobre tus manos, vino hacia ti cierto pensamiento, ataviado como un mensajero del rey, y tú lo acogiste con alegría, pero más tarde lo rechazaste. Y aquel pensamiento te hubiera guardado, sostenido. Cuando caminabas bajo los plátanos de tal avenida, y tu primo te dijo tales palabras, comprendiste en seguida que aquellas palabras te llegaban de parte de Dios, pero luego las olvidaste, porque contradecían en ti el gusto del placer. Y tal carta, que rompiste y tiraste a la papelera, te habría disipado aquellas dudas, pero tú no querías cambiar…”.

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Alfonso Aguiló, “Cuestión de hábitos”, Hacer Familia nº 109, 1.III.2003

Cuenta José Antonio Marina la historia de una chica que necesitaba hacer ejercicio y se propuso correr un rato un par de días a la semana. No le gustaba competir con otros, así que empezó a correr sola. Un día, un entrenador que ella conocía le dijo: “Deberías correr maratón”. Ella creyó que se trataba de una broma. Además, siempre había pensado que el maratón era extenuante y aburrido. Pero aquel hombre insistió hasta convencerla, y le hizo un plan de entrenamiento con unos objetivos precisos y bien calculados, que exigían un esfuerzo cada vez un poco mayor, pero siempre accesibles.

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Alfonso Aguiló, “La fuerza de la educación”, Hacer Familia nº 108, 1.II.2003

“El señor de las moscas” es una magnífica novela de William Golding. Cuenta la historia de una treintena de chicos ingleses que son los únicos supervivientes de un accidente aéreo. Deben organizar su vida ellos solos en una pequeña isla desierta, sin ayuda de ningún adulto. Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y Jack, pronto comprueban que convivir no es tarea sencilla. Aparecen los primeros conflictos, difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente estalla la violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con trágicas consecuencias.

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Alfonso Aguiló, “La espiral del rencor”, Hacer Familia nº 107, 1.I.2003

Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

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Alfonso Aguiló, “El hombre que plantaba árboles”, Hacer Familia nº 106, 1.XII.2002

Jean Giono escribió hace tiempo un magnífico relato sobre un curioso personaje que conoció en 1913 en un abandonado y desértico rincón de la Provenza. Se trataba de un pastor de 55 años llamado Elzéard Bouffier. Vivía en un lugar donde toda la tierra aparecía estéril y reseca. A su alrededor se extendía un paraje desolado donde vivían algunas familias bajo un riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo de escapar de allí.

Aquel hombre se había propuesto regenerar aquella tierra yerma. Y quería hacerlo por un sistema sencillo y a la vez sorprendente: plantar árboles, todos los que pudiera. Había sembrado ya 100.000, de los que habían germinado unos 20.000. De esos, esperaba perder la mitad a causa de los roedores y el mal clima, pero aún así quedarían 10.000 robles donde antes no había nada.

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