Alfonso Aguiló, “La falsa compasión”, Hacer Familia nº 105, 1.XI.2002

“La piedad peligrosa” es una interesante novela de Stefan Zweig. Un joven teniente austríaco es invitado a una fiesta. Durante la celebración invita a bailar a la hija del dueño de la mansión, sin saber que la joven está impedida. Al día siguiente le envía unas flores para pedir disculpas por el incidente y, a raíz de ese detalle, la chica piensa que el teniente se ha enamorado de ella.

El protagonista parte de una noble y buena sensibilidad ante el dolor ajeno. Es un hombre que se propone ayudar hasta donde puede a todos. Cualquier indefensión reclama su interés. Sin embargo, esa buena disposición se encuentra de pronto con un difícil escollo. Su deseo de no hacer sufrir, de no incomodar, de evitar el dolor ajeno, le lleva a un prolongar el pequeño malentendido que se ha producido en la fiesta. Por no entristecer a aquella ilusionada y caprichosa chica inválida, retrasa una y otra vez la necesaria aclaración sobre su supuesto amor por ella, y se ve envuelto poco a poco en un inmenso absurdo que tiene consecuencias cada vez más trágicas para él y para aquellos a quienes quería evitar cualquier daño.

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Alfonso Aguiló, “¿Y a mí qué?”, Hacer Familia nº 104, 1.X.2002

Hace un tiempo leí que la decisión más importante en la vida de una persona, la que más condiciona el resultado global de su existencia, es una decisión que todos acabamos tomando, muchas veces sin darnos demasiada cuenta, y es esta: si centramos nuestra vida en nosotros mismos o en los demás.

Todo nuestro entorno lanza llamadas continuas a despertar nuestra sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Hay personas que se acostumbran a hacer oídos sordos a esas llamadas. Otros, en cambio, saben captarlas y reflexionar sobre ellas, y son personas que tienen ojos para descubrir los sufrimientos y las necesidades de los demás. Piensan poco en su propia satisfacción y, curiosamente, son los que luego alcanzan mayores cotas de satisfacción y de felicidad. Saben estar atentos y procuran colmar con la riqueza de su corazón las carencias de quienes les rodean. Y quizá parece que en ellos esa actitud es innata, pero la realidad es que se debe más bien a la educación recibida, y sobre todo al esfuerzo y la entrega personal a lo largo de su vida.

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Alfonso Aguiló, “El espejo de los deseos”, Hacer Familia nº 103, 1.IX.2002

¿A quién no se le ha escapado la imaginación pensando ser el protagonista de una aventura espectacular, en la que resaltan con luz propia las cualidades que más deseamos tener? Es verdad que sin deseos no hay proyectos, y que sin proyectos no hay logros. Los deseos expanden nuestro mundo interior, lo trascienden, le dan vida. Son importantes, evidentemente. Pero debemos cuidar que no se hipertrofien y acaben siendo un mecanismo de evasión, porque soltar la imaginación de los deseos es para muchas personas una auténtica droga de diseño que les sumerge una triste dependencia.

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Alfonso Aguiló, “Éxitos y fracasos”, Hacer Familia nº 101-102, 1.VII.2002

Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: “Me están haciendo un precioso anillo, con un diamante extraordinario, y quiero guardar dentro de él un mensaje muy breve, un pensamiento que pueda ayudarme en los momentos más difíciles, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre.”

Aquellos sabios podrían haber escrito grandes tratados sobre muchos temas, pero escribir un mensaje de sólo dos o tres palabras era bastante más complicado. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no encontraban nada. El rey lo consultó entonces con un anciano sirviente por el que sentía un gran respeto. Aquel hombre le dijo: “Hace muchos años, estuve unos días al servicio de un gran amigo de tu padre. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me entregó este diminuto papel doblado. Me insistió en que no lo leyera antes de necesitarlo de verdad, cuando todo lo demás hubiera fracasado.”

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Alfonso Aguiló, “Memoria inteligente”, Hacer Familia nº 100, 1.VI.2002

Tuvo un accidente de tráfico. Estuvo muy grave. Tenía múltiples fracturas y una fuerte conmoción cerebral. A los pocos días, la gravedad y la conmoción se habían pasado, pero las fracturas necesitaron bastante más tiempo, como es lógico. Además, había otro problema. Le fallaba la memoria. No es que no recordara, pues se acordaba bien de todo lo ocurrido hasta el día del accidente. El problema es que no retenía lo que le pasaba ahora. Hablaba con normalidad, pero no recordaba lo que había dicho o escuchado unos minutos antes. Es decir, no “grababa”.

Cuando por la mañana le preguntaban “¿qué tal la noche?”, su respuesta invariablemente era “muy bien”. Sin embargo, pasaba unas noches muy malas, ya que con tantas lesiones no encontraba ninguna postura que le dejara descansar. Sin embargo, siempre decía que había pasado buena noche. No lo hacía por quitarle importancia a esas molestias, sino que hablaba con sinceridad: no recordaba nada, y sentía lo que todos sentimos cuando nos despertamos por la mañana y no nos acordamos de nada de lo que ha sucedido a lo largo de toda la noche, y tenemos entonces seguridad de haber dormido bien. Al no recordar sus dolores, para él es como si nunca hubieran existido. Es como si la naturaleza hubiera activado un misterioso mecanismo con el que se adelantaba a defenderle de esos padecimientos.

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Alfonso Aguiló, “El cristalito en el ojo”, Hacer Familia nº 99, 1.V.2002

Uno de los cuentos de Andersen comienza con la historia de un espejo mágico construido por unos duendes perversos. El espejo tenía una curiosa particularidad. Al mirar en él, sólo se veían las cosas malas y desagradables, nunca las buenas. Si se ponía ante el espejo una buena persona, se veía siempre con aspecto antipático. Y si un pensamiento bueno pasaba por la mente de alguien, el espejo reflejaba una risa sarcástica. Pero lo peor es que la gente creía que gracias a aquel maldito espejo podía ver las cosas como en realidad eran.

Un día el espejo se rompió en infinidad de pedazos, pequeños como partículas de polvo invisible, que se extendieron por el mundo entero. Si uno de aquellos minúsculos cristalillos se metía en el ojo de una persona, empezaba a ver todo bajo su aspecto malo. Y eso es lo que sucedió a un chico llamado Kay. Estaba una noche mirando por la ventana y de repente se frotó un párpado. Notó que se le había metido algo. Su amiga Gerda, que estaba con él, intentó limpiarle el ojo, pero no vio nada.

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Alfonso Aguiló, “El conocimiento tácito”, Hacer Familia nº 98, 1.IV.2002

Ikujiro Nonaka cuenta la historia de los encargados del desarrollo de un nuevo producto en la “Matsushita Electric Company”, en Osaka. Trataban de crear una panificadora de precio y tamaño reducidos, que sirviera para uso doméstico. Llevaban tiempo trabajando en ese proyecto pero no lograban que amasase el pan correctamente. A pesar de todos los intentos, la corteza del pan se quemaba demasiado mientras el interior quedaba casi sin hacer. Analizaron todo exhaustivamente, e incluso compararon placas de rayos X de panes amasados por la máquina y de otros elaborados por panaderos profesionales, pero no lograban resolver el problema.

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Alfonso Aguiló, “Austeridad y templanza”, Hacer Familia nº 97, 1.III.2002

Midas era un rey que tenía más oro que nadie en el mundo, pero nunca le parecía suficiente. Siempre ansiaba tener más. Pasaba las horas contemplando sus tesoros, y los recontaba una y otra vez. Un día se le apareció un personaje desconocido, de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó, pero enseguida comenzaron a hablar, y el rey le confió que nunca estaba satisfecho con lo que tenía, y que pensaba constantemente en cómo obtener más aún. “Ojalá todo lo que tocara se transformase en oro”, concluyó. “¿De veras quieres eso, rey Midas?”. “Por supuesto.” “Entonces, se cumplirá tu deseo”, dijo el geniecillo antes de desaparecer.

El don le fue concedido, pero las cosas no salieron como el viejo monarca había soñado. Todo lo que tocaba se convertía en oro, incluso la comida y bebida que intentaba llevarse a la boca. Asustado, tomó en brazos a su hija pequeña, y al momento se transformó en una estatua dorada. Sus criados huían de él para no correr la misma suerte.

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Alfonso Aguiló, “Ver en otros nuestros defectos”, Hacer Familia nº 96, 1.II.2002

Lo contaba un profesor, de esos que observan y reflexionan. El protagonista de la anécdota es un chico de ocho años que se agitaba en llanto y rebeldía mientras su madre forcejeaba para introducirle en el autobús escolar. Con la ayuda de un discreto y políticamente incorrecto azote, finalmente lo consiguió. Una vez dentro el chico, y algo más calmado, el profesor le preguntó por el motivo de su enfado. Después de algunas evasivas, Guillermo -así se llamaba- explicó que su madre no le había comprado el calendario de chocolate que él quería, sino otro, en su opinión mucho peor. Ante su airada exigencia para que su madre fuera a cambiarlo, ella tuvo la sensatez de negarse, y ésa era la razón del enojo.

El profesor intentó hacerle ver que aquello era propio de un niño caprichoso, pero Guillermo se negaba a aceptarlo. De pronto, tuvo una inspiración: «¿Entonces…, tú quieres ser como Dudley, y que tu mamá te trate como tía Petunia?». El niño abrió mucho los ojos, se quedó callado un instante, como imaginando algo, y después su respuesta sonó alta y contundente: «¡NO! ¡Nunca!».

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Alfonso Aguiló, “Resistencia a renovarse”, Hacer Familia nº 95, 1.I.2002

Siempre llama la atención que a principios del siglo XXI una fábula siga siendo ejemplificante, pero el éxito editorial de ¿Quién se ha llevado mi queso? parece demostrar que así es. La historia de esta fábula está protagonizada por dos ratoncillos y dos hombrecillos que vivían en un laberinto y dependían del queso para alimentarse. Habían descubierto una estancia repleta de queso, y vivían allí muy contentos desde hacía años. Pero un buen día se encontraron con que el queso se había acabado.

La reacción de cada uno de los personajes fue distinta. Unos siguieron buscando en la misma estancia, aunque era patente que ya no quedaba nada, pero se obstinaron en que “aquí siempre ha habido queso”, y en que “siempre lo hemos hecho así”, de manera que ni se plantearon cambiar sus inveteradas costumbres. Otros, que habían advertido tiempo atrás que el queso se acababa, se habían preocupado de buscar en otros lugares del laberinto y ya disfrutaban de quesos mejores y más variados. Y de los que no fueron previsores, hubo quien al final admitió su error y quien nunca quiso hacerlo.

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