Es innegable que la enseñanza mixta fue un avance e incluso una necesidad en un determinado momento histórico, en el que la mujer había sido relegada a un segundo plano y cuya educación parecía destinada a perpetuarla como un ser dependiente del varón.
Esa antigua idea sobre la mujer no era algo circunscrito a ámbitos especialmente retrógrados, como prueba el hecho, que ya hemos comentado, de que el propio Jean-Jacques Rousseau, pensador bastante radical y con una enorme influencia en la Revolución Francesa y en el mundo pedagógico hasta nuestros días, dejó escrito en 1762 en su libro “Emilio o De la educación”, que el proceso educativo del varón debe llevarle a ser un sujeto libre, con criterios propios y autónomos, pero ”la educación de las niñas debe ir encaminada a hacer de ellas sujetos débiles y dependientes del otro sexo”.
Dicho libro fue considerado como el primer gran tratado sobre filosofía de la educación en el mundo occidental y fue punto de referencia de todas las propuestas pedagógicas de los siglos XIX y XX. Rousseau, artífice de las ideas de ciudadanía derivadas del contrato social entre individuos libres e iguales, considerado como punta de lanza de las ideas ilustradas, innovador, inconformista, venerado padre de la educación moderna, reducía a la mujer a un estatus de servidumbre y dependencia. Hoy consideramos una gran paradoja que, precisamente cuando más se exaltaba la Razón, la Libertad y la Igualdad, muy pocos pensaran en considerar iguales a las mujeres en el acceso a muchas cosas, entre ellas a la educación.
La lucha por la igualdad entre los sexos en derechos y deberes ha sido larga y difícil. Ha estado jalonada incluso por la muerte de mujeres valientes, que en tiempos difíciles dieron su vida por ese ideal. Basta recordar a Olympe Marie de Gouges, guillotinada en 1791 por pretender que la “Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano” se aplicara también a las mujeres. Gracias a muchas de ellas, hoy existe una igualdad al menos formal y las mujeres pueden acceder prácticamente a cualquiera de los trabajos realizados por los hombres (María Calvo, “Esencia de mujer”, 2009).
En España, entre 1842 y 1845, Concepción Arenal asistía vestida de hombre a las clases de Derecho en las aulas de la Universidad Complutense de Madrid, sin poder cursar la carrera, ni hacer exámenes, ni obtener ningún título, pues en este momento las aulas universitarias estaban reservadas exclusivamente a los varones.
La escuela primaria era básicamente masculina. En 1822 había 595 escuelas femeninas y 7.365 masculinas. En 1836, la escuela primaria era ya obligatoria para los varones, y solo recomendada para las mujeres. En 1849, las chicas seguían siendo solo un 23% del total del alumnado.
Solo a partir de la segunda mitad del siglo XIX se promulgan en diversos países occidentales algunas leyes que hablan de la escolarización obligatoria de las niñas (la Ley Falloux de 1850 en Francia, o Ley Moyano de 1857 en España), aunque todas ellas señalaban currículos diferentes para niños y para niñas. Además, con ese acceso masivo de las niñas a la educación, los Estados solían “retratarse” al escribir los motivos y al reflejar cuál era su visión de la mujer en la “nueva sociedad”, basado en el modelo educativo de la “utilidad doméstica” y de las “labores propias del sexo”, que se convirtieron en el eje de la formación escolar de las mujeres durante muchas décadas en casi todo el mundo occidental.
La Ley Moyano de 1857 estuvo vigente en España, con muy pocos cambios, más de un siglo: prácticamente hasta la Ley General de Educación de 1970. En la Ley Moyano se establecía que, en las enseñanzas elemental y superior de las niñas, “se omitirán los estudios de Agricultura, Industria y Comercio”, así como los de “Principios de Geometría, de Dibujo lineal y de Agrimensura”, así como las “Nociones generales de Física y de Historia Natural”, reemplazándose con: “Primero: Labores propias del sexo. Segundo: Elementos de Dibujo aplicado a las mismas labores. Tercero: Ligeras nociones de Higiene doméstica” (Ley Moyano 1857, artículo 5º).
Mientras tanto, en el resto de Europa las cosas no iban mucho mejor. Algunas mujeres comienzan por entonces a acceder a estudios superiores e incluso a la Universidad. En 1848 la Universidad de Londres admitió el Queens College para mujeres, dedicado principalmente a la preparación de las maestras (aunque no se les permitió recibir títulos de Londres hasta 1878); en Noruega se admitió a las mujeres en las universidades en 1884; en Finlandia, se permitió su acceso en 1870 (previa solicitud de un permiso especial que estuvo vigente hasta 1901); y en Alemania las primeras universidades que admitieron a mujeres en sus aulas fueron Heidelberg y Friburgo, en el Estado de Baden, ya en 1901 (Nuria Jornet, “La educación de las niñas”, FETE-UGT, 2012).
El acceso de las mujeres a niveles superiores de educación fue una lucha difícil y en todos los países encontraron obstáculos parecidos: dificultad para entrar en las aulas, trabas para la concesión de títulos, posibilidades de acceso únicamente a campos profesionales de “servicio y cuidado” (maestra, enfermera y matrona).
En 1876 surge la Institución Libre de Enseñanza, que refleja en su Programa la apuesta por la educación de las mujeres y por la coeducación:
“La Institución estima que la coeducación es un principio esencial del régimen escolar, y que no hay fundamento para prohibir en la escuela la comunidad en que uno y otro sexo viven en la familia y en la sociedad. Sin desconocer los obstáculos que el hábito opone a este sistema, cree, y la experiencia lo viene confirmando, que no hay otro medio de vencerlos, sino acometer con prudencia la empresa, dondequiera que existan condiciones racionales de éxito. Juzga la coeducación como uno de los resortes fundamentales para la formación del carácter moral, así como de la pureza de costumbres, y el más poderoso para acabar con la actual inferioridad positiva de la mujer, que no empezará a desaparecer hasta que aquella se eduque, en cuanto se refiere a lo común humano, no solo como, sino con el hombre.”
El acceso de las mujeres a la enseñanza primaria (desde los 6 hasta los 9 años) estaba garantizado por la Ley Moyano de 1857, pero ni siquiera contemplaba la posibilidad de acceder a estudios superiores. En 1883, el Director General de Instrucción Pública autorizó la matrícula de mujeres en los estudios de segunda enseñanza, añadiendo la salvedad de que “sin derecho a cursar después los de Facultad”. En 1888 se permitió a las mujeres matricularse en la Universidad, pero siempre previo permiso de su padre o marido, y del claustro de la universidad.
En 1910 se establece que las mujeres no necesitan el permiso de sus padres o maridos para estudiar en la Universidad, lo que no significa todavía que se les permitiera ejercer su profesión públicamente, ya que, aunque la mayoría de las mujeres se matriculan en enfermería, química o farmacia, tan solo podían acceder a oposiciones del Ministerio de Instrucción Pública.
La universidad como institución estaba presente ya en el siglo XIII, pero, hasta esa fecha de 1910, solo se habían llegado a matricular en la universidad unas pocas decenas de mujeres. En el año 1910 había solo 33 mujeres en toda la universidad española. En 1916 la cifra llegó a 177 (un 0,56%). En 1931 había 2.026 (un 6%). Por entonces, en Francia el porcentaje era del 25,8%; en Alemania, el 16%; en Gran Bretaña, el 27%. Aunque las cifras más alarmantes en España eran las de analfabetismo: en 1930 había un 47,4% de mujeres que no sabían leer ni escribir, y aún esto era un gran avance respecto al 71,4% que había en el año 1900 o el 86% del año 1860 (Consuelo Flecha, “Por derecho propio, universitarias y profesionales en España en torno a 1910”, 2011; Mercedes Montero, “El acceso de la mujer española a la universidad”, 2009).
La Ley Moyano de 1857 recomendaba la creación de las Escuelas Normales de Maestras, con curriculum diferente y estableciendo un sueldo para las maestras que era un tercio inferior al de los maestros varones. En los años posteriores, las Escuelas Normales de Maestras se van reformando hasta equipararse a las de maestros, pero no ocurre lo mismo con la enseñanza pública de las niñas, que continúa centrada en el aprendizaje de las labores domésticas y aquellas otras habilidades consideradas necesarias para el correcto desempeño del papel asignado a las mujeres, como por ejemplo las normas de urbanidad.
En el II Congreso Pedagógico, celebrado en 1892, las maestras reclamaron igualdad salarial con los maestros y el derecho a acceder a otros puestos de trabajo. Más adelante, Emilia Pardo Bazán, como Consejera de Instrucción Pública, propuso la implantación de la enseñanza mixta a todos los niveles, con objeto de superar la división de funciones asignadas al hombre y a la mujer, apoyándose en la experiencia de Institución Libre de Enseñanza. Sin embargo, estas reivindicaciones eran todavía reflejo de una pequeña minoría y no prosperaron.
En 1901 se establecieron en España programas comunes para ambos sexos en educación primaria. En 1909 se amplió la educación obligatoria hasta los 12 años. Con la llegada de la II República, en 1931, la enseñanza mixta fue admitida y considerada necesaria, pero, tras la Guerra Civil, el franquismo la prohibió nuevamente en los niveles primarios y secundarios. Hubo que esperar hasta la Ley General de Educación de 1970 para anular dicha prohibición y crear las condiciones legales que favorecieron su extensión.
Con la generalización de la Enseñanza General Básica en 1970, se establece una enseñanza homogénea para niños y niñas hasta los catorce años. Se instaura como currículo oficial el que hasta entonces habían estudiado los niños, desapareciendo todo contenido incluido anteriormente en el currículo de las niñas. De esa forma, en cierta manera, se escondieron y deslegitimaron todos esos conocimientos hasta entonces considerados como femeninos, en vez de incorporarlos, de una u otra manera, a los currículos para varones y mujeres, como habría sido lo razonable si, como parece, eran conocimientos necesarios para el reparto en igualdad de las tareas del hogar.
El camino para lograr la igualdad de las mujeres en el acceso a la educación ha sido muy largo y muy costoso en todo el mundo. Quizá similar a lo que costó la implantación del sufragio femenino universal. Porque es bien ilustrativo que el acceso general de la mujer al voto en las elecciones democráticas civiles de nuestras modernas sociedades occidentales comenzó con Finlandia en 1906, y no llegó a Estados Unidos hasta 1920, a Gran Bretaña hasta 1928, y a España hasta 1931. Otros países de nuestro entorno no alcanzaron el pleno derecho de sufragio femenino hasta mucho después: Francia en 1944, Italia en 1945, Bélgica en 1948 y Suiza en 1971.
Otro ejemplo muy ilustrativo es el tema del permiso o licencia marital. En España, hasta la Ley de 2 de mayo de 1975, una mujer casada no podía abrir una cuenta bancaria sin permiso de su marido, ni vender sus propios bienes, ni sacarse el carnet de conducir o firmar un contrato de trabajo; y hasta la Ley de 13 de mayo de 1981 el marido siguió siendo cabeza del matrimonio. En Francia, hasta la llegada de la Ley de 4 de junio de 1970 no dejó de existir el concepto de jefatura marital. En Italia, hasta la Ley del 19 de mayo de 1975 no se llegó a la supresión de toda prevalencia marital (Manuel Ortiz, “Mujer y dictadura franquista”, 2006). Son cosas impensables hoy, pero que eran el paisaje común en la Europa de hace unas pocas décadas.
Describo este recorrido para ilustrar lo que amplios sectores de la sociedad sienten al hablar de la escuela mixta: un enorme logro en el difícil camino de la igualdad, en el que no cabe pensar, de ninguna manera, en dar un paso atrás.
Una idea con la que coincido en muy buena parte, pero en la que se produce una sutil confusión. Los avances en igualdad han sido extraordinarios, y quedan aún muchos por lograr, pero educar en igualdad no implica hoy la imposición de un modelo único de enseñanza mixta. En épocas pasadas, la enseñanza mixta ha sido el camino más corto para luchar contra la tremenda brecha de género que imponía el modelo social, pero el escenario actual es bastante diferente.
Hoy, por fortuna, nadie duda de la importancia de promover la igualdad entre hombres y mujeres en la escuela, planteando toda la actividad educativa desde el prisma de la igualdad entre hombres y mujeres, que debe estar presente en los temas transversales del currículo y en las acciones de todas las áreas, pero eso es necesario hacerlo tanto en la enseñanza mixta como en la diferenciada.
Puede decirse que la educación mixta ha sido en cierta medida un logro liberador en nuestra cultura. En muchos casos, ha sido el medio por el que se han alcanzado diversos derechos naturales y civiles de la mujer. Habiendo sido excluidas de la escolarización durante siglos y excluidas de las escuelas masculinas, se ha visto como un enorme avance en la lucha por la equidad. Ha servido para luchar contra una idea de fondo discriminadora y pesimista que tenía relegada a la mujer. Y también ha favorecido la convivencia natural entre chicas y chicos, y ha fomentado la igualdad efectiva. Por eso la escuela mixta se presenta hoy en muchos casos como un valor ligado a la no discriminación, la no segregación, la igualdad, la democracia y la integración. Y todo eso se ha convertido para muchos en un dogma indiscutible, envuelto de un halo afectivo, vinculante, la institución igualitaria por excelencia.
Sin embargo, como ha señalado José Antonio Marina,
“los educadores debemos estar bien informados sobre las posibles ventajas académicas de la educación diferenciada, para poder aplicarlas en nuestros centros. Durante muchos años, ha sido prioritario educar para la igualdad de hombres y mujeres, porque se partía de una situación injusta. Pero en la actualidad, cuando la igualdad jurídica, política y social está conseguida –al menos teóricamente– se impone educar también para la diferencia. Hombres y mujeres somos iguales en derechos, iguales en inteligencia, pero distintos en intereses. Y debemos permitir que esas diferencias se desarrollen, se perfeccionen, se elijan o se rechacen. En los últimos años, han aparecido estudios sobre las diferencias entre el cerebro masculino y el femenino, como los resumidos en los libros de Louann Brizendine “El cerebro femenino” y “El cerebro masculino” (RBA), o sobre los diferentes modos de aprender, como el de N. James “Teaching the Male Brain” y “How Boys Think, Feel, and Learn in School” (Corwin).”
“La educación debe ser siempre diferenciada, porque los alumnos no son iguales. Y debe serlo para que cada uno de ellos alcance su nivel más alto. Pero eso no significa la segregación, sino una más depurada didáctica. Hay un dato que me resulta preocupante. A pesar de que los expedientes académicos de las chicas suelen ser mejores que los de los chicos, su autoestima desciende durante los estudios secundarios. La coeducación debería servir para enseñar un modo de convivir igualitario y justo, pero se están detectando formas machistas de comportamiento en las relaciones de parejas adolescentes, y, por último, la American Psychological Association ha advertido del proceso de sexualización de las niñas a edades cada vez más precoces. Como ven, los docentes tenemos que estar muy alertas para detectar problemas y soluciones” (José Antonio Marina, “Los chicos con las chicas ¿o no?”, 2011).
“El mayor argumento a favor de la educación mixta es que favorece la igualdad entre hombres y mujeres. Sin embargo, no parece haberse conseguido. Encuestas recientes muestran que en nuestras aulas se reproducen los estereotipos de género. En toda Europa cunde la preocupación por la falta de interés de las chicas en carreras de ingeniería, matemáticas, informática o física, porque se consideran carreras masculinas. Dado que estas profesiones van ser las más demandadas en el futuro, este sesgo resulta perjudicial para las chicas. En un reciente informe de la OCDE –The ABC of Gender Equality in Education– se dice que la educación diferenciada puede servir para solucionar los estereotipos sexuales que existen aún en las escuelas. En concreto afirma que “las chicas en colegios separados por sexo obtienen mejores resultados en matemáticas y son más proclives a asumir riesgos en sus tareas escolares” (…) El psicólogo Michael Thompson, autor de diversos libros en la materia, confiesa su satisfacción por el renacer de las escuelas masculinas pues considera que “en los colegios para chicos estudiar es cosa de hombres, mientras que en los mixtos se corre el riesgo de que estudiar sólo sea cosa de chicas”.
“Hay otra razón más sutil en la influencia de la escuela mixta. Varios autores detectan que en la adolescencia la educación mixta fomenta una asunción de roles de género inadecuados. Resulta extraño que a pesar de tener mejores resultados académicos, la autoestima de las chicas disminuya durante la educación secundaria. Mary Pipher, en su best-seller “Cómo ayudar a su hija adolescente”, escribe: “La mayoría de las niñas entre 7 y 11 años se interesan por todo, pero pasada esa edad, algo les pasa en su primera adolescencia. Saben que algo malo les está pasando, pero no saben cómo manejarlo. Una adolescente decía de sí misma: ‘Todo lo bueno que había en mí murió al comenzar la secundaria’”. Simone de Beauvoir lo explicó en una sola frase: “Las muchachas que son sujetos de sus propias vidas se convierten en objetos de otras vidas”. Y concluyó: “Dejan de ser y comienzan a parecer”.
“Por otra parte, el machismo parece no haber descendido, sino al contrario. El 33% de los jóvenes españoles de entre 15 y 29 años, es decir, uno de cada tres, considera inevitable o aceptable en algunas circunstancias controlar los horarios de sus parejas, impedir que vean a sus familias o amistades, no permitirles que trabajen o estudien o decirles lo que pueden o no pueden hacer. Es la conclusión más llamativa de un estudio elaborado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) por encargo del Ministerio de Sanidad para conocer cómo perciben la violencia de género los adolescentes y jóvenes (“Percepción de la violencia de género en la adolescencia y la juventud”). Si se comparan los resultados de ambos trabajos, la conclusión es aún más preocupante, pues los jóvenes son menos críticos que los mayores con este tipo de actitudes machistas dentro de las parejas: el 32% de las chicas las toleran frente al 29% de la población femenina general, mientras que el 34% de los chicos las consideran aceptables, cuatro puntos más que el conjunto de hombres de todas las edades. Siete de cada diez adolescentes creen que los celos “son expresión de amor”, y el 60% de las chicas recibe insultos machistas de sus parejas por el móvil. Según la socióloga Verónica de Miguel, coordinadora del estudio, los jóvenes rechazan las agresiones físicas, “pero no la violencia de control, que también debe considerarse violencia de género” (José Antonio Marina, “Los chicos con las chicas ¿o no?”, 2015).
Nuestro modo de educar debe tener en cuenta las diferencias psicológicas entre chicos y chicas, dentro de un marco de igualdad básica, que ayude a coeducar, en el aula mixta o diferenciada, y que ayude siempre a cada uno a encontrar su modo de vivir la masculinidad o la feminidad, sin que ninguno de los dos géneros resulte perjudicado.
Debemos esforzarnos por personalizar la educación, por respetar a cada persona y respetar a cada escuela, cada una con sus modos personales de hacer y sus modos de elaborar su propio proyecto.