La autoridad de la Iglesia

Hay una impresión vaga, pero persuasiva,
de que expresar dudas
es signo de modestia y de democracia,
mientras que demostrar certidumbre
se considera dogmático y dictatorial.

Christopher Derrick

Un problema de diccionario

—Hay católicos que se preguntan qué autoridad tiene la Iglesia para definir qué exige exactamente la moral católica. Dicen que ellos tienen una forma propia de entender lo que significa ser católico, y que no tiene por qué coincidir con lo que digan en Roma.

Si alguien dice que la Iglesia católica no puede definir en qué consiste la fe o la moral católicas, lo siento, pero no podríamos llamar católico a quien mantenga eso. Quizá una especie de nostalgia personal esté llevando a esa persona a querer mantener tal título de católico, pero —como decía Christopher Derrick— se lo hemos de quitar con la mayor gentileza y caridad, y no porque lo diga el Papa, sino porque lo dice el diccionario.

La religión católica es algo bastante concreto. Se distingue básicamente de los luteranos, ortodoxos o anglicanos, entre otras cosas, en que sigue las enseñanzas de la sede apostólica romana. Por eso, si se quiere hablar con precisión, parece que esas personas quieren llamarse católicas sin serlo realmente. Continuar leyendo “La autoridad de la Iglesia”

¿Son necesarios los dogmas?

La mayor sabiduría humana
es saber que sabemos muy poco.

Sócrates

¿No es la Iglesia demasiado dogmática?

—Pero proponer dogmas…, ¿no supone caer irremisiblemente en actitudes dogmáticas?

Hay una gran diferencia entre ser un dogmático y creer firmemente en algo. Las actitudes dogmáticas nacen de “imponer” dogmas, no de “proponerlos”. Y la Iglesia se dirige al hombre en el más pleno respeto de su libertad. La Iglesia propone, no impone nada.

Creer es una consecuencia de la natural búsqueda de la verdad en la que todo hombre debía estar empeñado. Por el contrario, ser dogmático —caricatura del respeto a los dogmas— es lo que ha llevado a algunos hombres a caer en diversos fanatismos a lo largo de la historia, en los que con gran frecuencia se ha utilizado la fe como pretexto, cuando en realidad los motivos de fondo eran muy distintos. Pero sería injusto cargar a los dogmas la responsabilidad de acciones o actitudes de las que los únicos culpables son unos hombres que los malentendieron o manipularon. Continuar leyendo “¿Son necesarios los dogmas?”

Si moderara sus exigencias…

Una conducta desarreglada
aguza el ingenio y falsea el juicio.

De Bonald

¿No lograría más adhesiones?

—¿Y no crees que si la Iglesia moderara sus exigencias, habría más creyentes?

Francamente, creo que no. Hay personas que aseguran que tendrían fe si vieran resucitar a un muerto, o si la Iglesia rebajara sus exigencias en materia sexual, o si las mujeres pudieran llegar al sacerdocio, o simplemente si su párroco fuera menos antipático. Pero es muy probable que, si se cumplieran esas condiciones, su increencia encontrara enseguida otras. Porque, como dice Robert Spaemann, la persona que no cree es incapaz de saber bajo qué condiciones estaría dispuesta a creer. Y los que no creen porque su relajo moral se lo estorba, pienso que tampoco creerían aunque un muerto resucitara ante sus propias narices. Enseguida encontrarían alguna ingeniosa explicación que les dejara seguir viviendo como hasta entonces. Continuar leyendo “Si moderara sus exigencias…”

¿Qué hay de verdad en tantas leyendas negras de la Iglesia?

El ideal o el proyecto más noble
puede ser objeto de burla
o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita
la menor inteligencia.

Alexander Kuprin

La historia de las misiones

—Hay bastantes movimientos críticos contra el modo en que se desarrollaron las misiones. Parece que la Iglesia lleva con esto un lastre importante.

Pienso que ha habido con esto muchos juicios sumarios y apresurados que no responden a la verdad de la historia. No pretendo disculpar los fallos, grandes o pequeños, que seguro que habrá habido a lo largo de todos estos siglos de trabajo en las misiones de tantísimas personas en tantísimos lugares del mundo. Pero hay cada vez más estudios históricos serios sobre este tema, y las nuevas investigaciones dejan al descubierto que la fe, y la propia Iglesia, realizaron una gran tarea de servicio y de protección de las personas y de la cultura frente al impulso de aplastamiento que muchas veces tuvieron los conquistadores o las potencias coloniales.

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Constancia y tenacidad

  • La vida fácil
  • Sobreponerse a la adversidad
  • Perfeccionismo: aprender a equivocarse
  • Constancia
  • Tenacidad
  • La losa de la desesperanza
  • Mantenerse firme: aprender a decir que no
  • El hombre que plantaba árboles

La vida fácil «Entiendo lo que dices —comentaba Guillermo, un recién matriculado en la universidad—, pero yo no puedo ser distinto a como soy.

»Yo siempre he sido un poco despreocupado, algo informal, no me gusta tomarme demasiado en serio las cosas. Quiero disfrutar un poco de la vida, aprovechar un poco estos años, que apenas tengo diecinueve y no estoy en edad de pensar tanto.

»Tengo muchos proyectos en la vida, pero para más adelante. No tengo prisa. Yo no aguanto muchos días haciendo la misma cosa. Me gusta la variedad. Ya repetí un curso en bachillerato y no me traumatiza. Incluso prefiero hacer la carrera más despacio pero conociendo muchas otras cosas mientras.

»Y esto me sucede con casi todo; por ejemplo, tengo muchos amigos y amigas, pero me gusta ir variando, conocer gente, pero sin que me líen; he salido con muchas chicas, pero ninguna me ha durado dos meses: no quiero comprometerme ni estar ligado a nadie ni a nada.

»Yo —concluía— siempre he querido ser práctico. Tengo que aprovechar la juventud, que ya tendré tiempo de hartarme de vida más sosegada. No quiero ser como esos que se pasan sus mejores años debajo de una lámpara, estudiando día y noche como si no hubiera otra cosa en la vida.» Aquel chico no acertaba a comprender que por aprovechar, como él decía, esos cinco o seis años de vida universitaria, probablemente acabaría lamentándolo los cincuenta o sesenta siguientes.

No quería entender que es preciso esforzarse mucho para abrirse camino profesionalmente. Que no se trata de pasarse la juventud debajo de una lámpara, pero es indudable que de cómo uno se prepare en esos años depende en mucho cómo será luego su vida. Que lo habitual es que una persona perezosa o inconstante a su edad, llegue a los treinta o los cuarenta sin haber cambiado mucho. Igual que si es egoísta, o frívolo, o superficial: pasan los años y el tiempo no les hace mejorar si no se esfuerzan por mejorar.

«Mira —recuerdo que me decía—, es que no es tan sencillo. Sería una maravilla ser persona con una voluntad firme, y todas esas cosas. Lo desearía para mí, por supuesto. Pero todo eso exige mucho esfuerzo y yo no estoy acostumbrado a esos agobios.

»¿Es que no hay ningún camino más fácil? ¿No se puede ser feliz sin tanto sacrificio? Yo no soy mala persona, tú lo sabes. Procuro no perjudicar a nadie y al tiempo no complicarme la vida…» Y suelen tener razón en aquello de que no son malas personas, y de que procuran no perjudicar a los demás, y todo eso. Pero pienso que resulta algo pobre y bastante peligroso ese benevolente planteamiento de “no hacer daño a nadie y disfrutar cuanto más se pueda”. Cuando una persona excluye por principio aquello que le supone complicarse la vida, esa actitud puede significar una seria hipoteca para su felicidad.

No es que complicarse la vida tenga que ser el punto central de la filosofía de la vida de una persona, es cierto. Pero tampoco puede serlo el no complicársela, sobre todo cuando ésa es la única razón que nos frena ante algo digno de mejores actitudes. Hacer el bien supone muchas veces un esfuerzo considerable, y evitar habitualmente lo que supone esfuerzo hace difícil mantenerse dentro de las fronteras de la ética y de la sensatez.

Cualquier elección, por sencilla que sea, supone renunciar al resto de las opciones, la mayoría de ellas lícitas. Mill decía que de quien nunca se priva de cosa lícita, no se puede esperar que rehuse luego todas las prohibidas.

También cabe recordar aquella conocida expresión de cortar por lo sano, que sin duda proviene de la sabiduría médica y es tan de sentido común. Si hubiera, por ejemplo, que amputar una pierna o un brazo gangrenados, no se puede cortar justo en el límite entre lo sano y lo enfermo, porque lo más probable entonces es que siempre quede algo de lo enfermo, por pequeño que sea, y el mal continuará extendiéndose. Es preciso cortar un poco más arriba, aun a costa de perder algo de la zona sana.

Hay personas que son como un manojo de sentimientos vaporosos, personas que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida. Quieren el fin, pero no quieren los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio.

No distinguen entre lo que es propiamente querer algo, con todas sus consecuencias, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación.

Han de comprender que para la vida real se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía. Y quizá no se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

Quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan unas cuantas clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo, y no poner ese esfuerzo supone rechazar el fin, no querer de verdad.

Esta falta de fortaleza de carácter aparece a veces como una auténtica fiebre por cambiar de objetivo, y puede observarse de modo muy gráfico en algunos niños o adolescentes. Pongamos un ejemplo.

Ve anunciado en la televisión un eficacísimo método de aprendizaje de inglés, que pasa de inmediato a resultar absolutamente imprescindible. Lo compra. La primera decepción es que el método es muy laborioso, hay que ir grabando unos ejercicios en cada lección… De todos modos, comienza…, le cansa, sigue, lo deja; lo retoma, se aburre…, y finalmente lo deja en el olvido…, en la lección 4ª.

A la semana siguiente comienza a leer una novela interesantísima…, pero enseguida se le hace pesada y queda abandonada en los primeros capítulos.

Quizá después se propone hacer footing todos los días…, y no pasa de tres o cuatro.

Al poco fantaseará con ser un insigne virtuoso de aquel instrumento musical, pero pronto le parecerá inútil o imposible.

Quizá más adelante empiece con otra afición, y será un nuevo hobby que se sumará a la interminable serie de ilusiones que nunca se alcanzan, a ese continuo devaneo presidido por la inconstancia.

A lo mejor otro día, después de ver una película o de leer un libro en los que se exalta la figura de un personaje, con quien se identifica, se llena de proyectos buenos y de ilusiones sanas…, pero que se desvanecen en cuanto respira el aire de la calle, en cuanto aterriza de su ingenua emotividad.

El que se mima a sí mismo se vuelve blanducho. El camino de la vida fácil, aunque ameno al principio, se hace cada vez más trabajoso; y al final aguarda un amargo despertar. No es más fácil la vida fácil.

Sobreponerse a la adversidad La adversidad y el dolor se presentan en la vida de todos. Es una realidad sencilla y patente ante la que caben reacciones muy diversas.

Unos se crispan, maldicen y patalean. Otros se refugian en la melancolía, pero la melancolía es como una mano engañosa que se tiende hacia nosotros y que nunca logramos alcanzar: es pasajera, volátil, fugitiva.

La adversidad y el dolor no deben verse como cosas tan terribles. La mayoría de los pensadores que han afrontado seriamente el problema dicen que con ellos viene una enseñanza siempre útil para nuestra vida; que cuando se saben recibir pueden transformarse en algo positivo. Los golpes de la adversidad son amargos, pero nunca estériles.

En la educación familiar, los padres deben dar ejemplo de serenidad frente a los reveses de la vida, de mantener la alegría, de esos valores que se manifiestan cuando, frente a un golpe de destino, nos sabemos conformar. En la adversidad suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta, afirmaba Horacio.

La alegría es una muestra de que va bien todo el entramado de virtudes de una persona. Es como un síntoma claro de que una vida está bien construida, que posee resortes —como decía Cervantes— para echar las penas fuera del alma y ser feliz.

El dolor y la adversidad constituyen todo un espectro de contrastes en las personas. Unos, con muy poco, se desesperan. Otros, con mucho más, se crecen. El problema no está en que esas adversidades o esos dolores sean muchos o pocos, sino en la riqueza espiritual de las personas que los sufren, en su categoría personal y en el modo en que los asumen. Por eso ha llegado a decirse que la valía de las personas suele ir en función inversa a las facilidades que han tenido en sus vidas.

Perfeccionismo: aprender a equivocarse Todos hemos conocido chicos y chicas pequeños que acaban siendo personas raras por culpa de una especie de terror a hacerlo mal.

Ese chico, o esa chica, a lo mejor no quiere jugar al fútbol o al baloncesto en el colegio, porque dice —y no es para tanto— que no juega bien. O jamás sale voluntariamente a la pizarra, porque le aterra la posibilidad de no saber contestar perfectamente. O no quiere participar de un juego que no conoce, porque no quiere arriesgarse a ser el perdedor hasta que haya conseguido dominar bien sus reglas.

Los perfeccionistas son personas que tienen cosas muy positivas: creen en el trabajo bien hecho, procuran terminar bien las cosas, ponen ilusión en cuidar los detalles.

Pero tienen también bastantes negativas: viven tensos, sufren mucho cuando ven que no siempre pueden llegar a la suma perfección que tanto anhelan, su minuciosidad les hace ser lentos, y con frecuencia son demasiado exigentes con quienes no son tan perfeccionistas como ellos.

Una de las cosas más difíciles de aprender es a equivocarse. No me refiero al hecho en sí de fallar, de cometer un error, que eso es muy fácil. Hablo de equivocarse y no venirse abajo, de saber reconocer un error sin sentirse terriblemente humillado. Que no nos suceda como a Guille, el hermanito de Mafalda, aquella vez que su hermana lo encontró llorando desconsoladamente: —¿Qué te pasa, Guille? —Me duelen los pies —responde entre pucheros.

Mafalda se fija en los pies del crío y le explica: —Claro, Guille, te has puesto los zapatos cambiados de pie, al revés.

Guille, tras un instante para comprobar el hecho indiscutible, comienza a berrear más fuerte. Mafalda le interrumpe: —¿Y ahora? —¡Ahora me duele mi odgullo! Los fracasos son algo connatural al hombre, le siguen como la sombra al cuerpo. Todos nos equivocamos, y normalmente más de lo que creemos. Por eso, cuando los perfeccionistas se derrumban al comprobar que no son perfectos, demuestran con ello ser personas que cuentan poco con la realidad.

Debemos aprender a darnos cuenta de que no es una tragedia equivocarse, puesto que la calidad humana no está en no fallar, sino en saber reponerse de esos errores.

A veces tienen en esto bastante culpa los padres. Son peligrosos los padres que crían a sus hijos en la neurosis perfeccionista. Quizá educan a su hijo para que jamás suspenda o jamás rompa un plato, cuando más bien deberían educarle para que se esmere en ser un buen estudiante y procure que no se le caiga el plato, y —sobre todo— para que sepa sacar fuerza de cada error y sea capaz de volver a estudiar con ilusión o de recoger los pedazos del plato roto.

Porque errores los cometemos todos. La diferencia es que unos sacan de ellos enseñanza para el futuro y humildad, mientras que otros sólo obtienen amargura y pesimismo. Conviene educar a los chicos de modo que tengan capacidad de superar los tropiezos con deportividad.

Da pena ver a personas inteligentes venirse abajo y abandonar una carrera o una oposición al primer suspenso; a chicos o chicas jóvenes que fracasan en su primer noviazgo y maldicen contra toda la humanidad; a otros que no pueden soportar un pequeño batacazo en su brillante carrera triunfadora en la amistad, o en lo afectivo, o en lo profesional, y se hunden miserablemente: el mayor de los fracasos suele ser dejar de hacer las cosas por miedo a fracasar.

Constancia Demóstenes perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete años. Sus tutores administraron deslealmente su herencia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo ya que litigar para reivindicar su patrimonio.

En uno de los juicios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la oratoria.

Soñaba con ser un gran orador, pero la tarea no era fácil. Tenía escasísimas aptitudes, pues padecía dislexia, se sentía incapaz de hacer nada de modo improvisado, era tartamudo y tenía poca voz. Su primer discurso fue un completo fracaso: la risa de los asistentes le obligó a interrumpirlo sin poder llegar al final.

Cuando, abatido, vagaba por las calles de la ciudad, un anciano le infundió ánimos y le alentó a seguir ejercitándose. “La paciencia te traerá el éxito”, le aseguró.

Se aplicó con más tenacidad aún a conseguir su propósito. Era blanco de mofas continuas por parte de sus contrarios, pero él no se arredró. Para remediar sus defectos en el habla, se ponía una piedrecilla debajo de la lengua y marchaba hasta la orilla del mar y gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se hacía oír clara y fuerte por encima del rumor de las olas. Recitaba casi a gritos discursos y poesías para fortalecer su voz, y cuando tenía que participar en una discusión, repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes, sopesando el valor de cada uno de ellos.

A los pocos años, aquel pobre niño huérfano y tartamudo había profundizado de tal manera en los secretos de la elocuencia que llegó a ser el más brillante de los oradores griegos, pionero de una oratoria formidable que rompía con los estrechos moldes de las reglas retóricas de sus tiempos, y que todavía hoy, 2.300 años después, constituye un modelo en su género.

Demóstenes es un ejemplo de entre la multitud de hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sabido mostrar cuánto es capaz de hacer una voluntad decidida.

El mundo avanza a remolque de la gente que es perseverante en su empeño. A veces las personas decimos que queremos, pero en realidad no queremos, porque no llegamos a proponérnoslo seriamente. Si acaso, lo intentamos, pero hay mucha diferencia entre un genérico quisiera y un decidido quiero.

Muchas personas piensan que les es imposible hacer nada con tantos condicionamientos que tienen.

Beethoven, por ejemplo, estaba casi completamente sordo cuando compuso su obra más excelsa. Dante escribió La Divina Comedia en el destierro, luchando contra la miseria, y empleó para ello treinta años. Mozart compuso su Requiem en el lecho de muerte, afligido de terribles dolores.

Tampoco Cristóbal Colón habría descubierto América si se hubiera desalentado después de sus primeras tentativas. Todo el mundo se reía de él cuando iba de un sitio a otro pidiendo ayuda económica para su viaje. Le tenían por aventurero, por visionario, pero él se afirmó resueltamente en su propósito.

Es cierto que no todo el mundo es como esos genios que han pasado a la Historia, y que no se trata de vivir obsesionados por alcanzar grandes metas. Efectivamente. Sin obsesiones, pero sin abandonarse, que bastante rebaja trae ya consigo la vida. Liszt, aquel gran compositor, decía: “Si no hago mis ejercicios un día, lo noto yo; pero si los omito durante tres días, entonces ya lo nota el público”.

Muchas veces las cosas no salen una y otra vez. No le iría bien al río, dice el refrán, si de todos los huevos saliesen peces grandes. Ni al jardín, si cada flor diese fruto. Tampoco al hombre, si todas sus empresas fueran coronadas por el éxito. La vida es así y hay que aceptarla como es.

Es preciso transmitir ese talante en la educación. Que no se engañen diciendo que “la suerte es patrimonio de los tontos”, porque es una excusa de fracasados. Que no piensen que son muy listos pero que la vida no les hace justicia, cuando quizá lo que debieran hacer buscar la verdadera razón de su desgracia. Que se acuerden de ese otro refrán: el que quiera lograr algo en la vida, no haga reproches a la suerte, agarre la ocasión por los pelos y no la suelte.

Lanzarse y perseverar. Audacia y constancia: dos aspectos inseparables que se complementan. Horacio afirmaba que quien ha emprendido el trabajo, tiene ya hecho la mitad. Y se podría completar con aquello otro de Sócrates: comenzar bien no es poco, pero tampoco es mucho.

Tenacidad Dicen que la muerte blanca —la muerte por congelación— es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista… y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en Terre des hommes, donde narra la aventura de un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza.

Aquel hombre tenía un montón de razones para dejar de luchar por salvarse: no conocía el camino, era casi seguro que todo aquel sobrehumano esfuerzo no serviría para nada. Estaba solo, perdido, roto de golpes, de fatiga, de cansancio. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía: «Los Andes en invierno, no devuelve a los hombres».

«He hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas, ¿por qué obstinarse en este martirio?» Le bastaba cerrar los ojos para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Y ya no habría golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni hielos abrasadores, ni ese peso de la vida que tenía que arrastrar tan pesadamente.

Pero Guillaumet piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les podía fallar. Ellos le querían, le esperaban. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? «Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí, y soy un canalla si no camino.» Cuando volvía a caerse, repetía esas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y el cansancio; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo: «si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo».

Cuando lo encontraron, su primera frase fue como resumen de su tenacidad extraordinaria: «Lo que hice, te lo juro, ningún animal lo hubiera hecho». Saint-Exupéry lo comenta así en su obra: Ésta es la frase más noble que conozco, una frase que sitúa al hombre, que le honra, que restablece las jerarquías verdaderas.

Cuando a Guillaumet está exhausto y le abruma saber que es casi imposible que llegue a encontrar a nadie en aquellas montañas, rechaza la voz del agotamiento, que le incita a tirarse al suelo y renunciar. El animal sólo soporta el agotamiento cuando está espoleado por impulsos básicos, como el miedo; sin embargo el hombre ha multiplicado los motivos para sobreponerse y aguantar: los valores que influyen en su conciencia pueden ser sentidos, como sucede a los animales, pero también pueden ser pensados. Cuando los sentimos, sólo experimentamos su atracción o su repulsión; cuando los pensamos, podemos ver lo valioso aunque casi no sintamos nada.

Lo innovador del hombre, como señala José Antonio Marina, es que puede regir su comportamiento por valores pensados, y no sólo por valores sentidos. Si sólo pudiéramos acomodar nuestra conducta a lo que sentimos, no podríamos hablar de libertad, porque no podríamos dirigir libremente nuestros sentimientos. A pesar de la angustiosa protesta de sus músculos, y de que sólo siente cansancio, Guillaumet puede pensar en otros valores, o recuperar de su memoria los valores vividos en otras ocasiones, y ajustar a ellos su comportamiento. Una vez más, lo espiritual se introduce en lo corporal, lo amplía y lo enriquece.

La losa de la desesperanza Victor Frankl cuenta cómo los que estuvieron en campos de concentración durante y después de la Segunda Guerra Mundial recuerdan perfectamente a aquellos hombres que iban de barracón en barracón dando consuelo a los demás, brindándoles su ayuda y, muchas veces, dándoles el último trozo de pan que les quedaba.

Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa que es como la última de sus posesiones: la elección de la actitud personal para decidir el propio camino.

El mensaje de Frankl es claro y esperanzador: por muchas que sean las desgracias que se abatan sobre una persona, por muy cerrado que se presente el horizonte en un momento dado, siempre queda al hombre la libertad inviolable de actuar conforme a sus principios, siempre queda la esperanza.

¿Cómo infundir esperanza en uno mismo, en la familia? Hay muchos detalles que pueden contribuir mucho a lograrlo. Por ejemplo:

  • Transmitir un aliento positivo en todo aquello que hacemos. No dejar hundido a nadie. Decir primero lo que va bien, y de lo que va mal hablar sólo lo imprescindible.
  • Quizá tus hijos, por lo que sea, te ven poco: que insufles oxígeno en el poco rato que te vean.
  • Cuida de no caer en un optimismo simplón, que sería un sustitutivo barato de la esperanza. Los optimistas vacíos se van dando golpes contra la realidad. En cambio, los realistas con esperanza saben afrontar con entereza la realidad, porque la esperanza no es un consuelo para niños ni un narcótico para ingenuos.
  • La gente necesita que le digan de vez en cuando que lo ha hecho bien. Es una pena que algunos parezcan como incapaces de hacer un elogio o un cumplido, cuando es algo más importante de lo que parece.
  • Sé previsor para esquivar los males evitables. La esperanza no es una resignación tonta sumada a un optimismo ingenuo: es para trabajar y transformar la realidad y así evitar en lo posible esos males.
  • Afronta con serenidad las contrariedades, los destrozos, los errores de tus hijos. Piensa que incluso quienes han recibido una esmerada formación pueden cometer a veces errores serios. Un descuido ocasional, por tanto, aunque sea grave, no es motivo para la desesperación. Si tu hijo vuelve una noche borracho a casa después de una fiesta, o si tu hija fuma un día marihuana con un grupo de amigotes, el mundo no se acaba ahí. Por supuesto que es grave y hay que actuar con rapidez y decisión, pero todavía hay remedio.

    A veces parece como si los errores acumulados de mucho tiempo tiñeran de negro el futuro, y piensas que todo va a acabar mal. A veces llega un momento en que no encuentras sentido a casi nada, y no te sientes con fuerzas para pasarte la vida luchando sin ver el final del camino…

    Sería estupendo tener luz para ver claro el camino en todos los momentos, todos los días, toda la vida. Sería mucho más bonito, más tranquilizador, sería maravilloso. Pero no siempre se tiene. A lo mejor tenemos luz en un momento determinado, y unas horas después no. Y unos días sí y otros no. Y puede llegar una temporada especialmente oscura. Pero hay que seguir adelante.

    Algunos abandonan su lucha simplemente porque no pueden lograr sus objetivos al ciento por ciento. Les falta esperanza para construir humildemente cada día aunque sea sólo un dos o un tres por ciento de sus planes.

    Haz ese poquito que puedes y procura que en tu casa haga cada uno ese poquito que puede, y cambiarán mucho las cosas en poco tiempo. Teme menos al futuro y pon más coraje en el presente. Es mala política vivir demasiado mediatizado por el pasado o el futuro, tanto si es por amargura como si lo es por añoranza.

    Si es por amargura, convendría recordar aquel adagio ruso que dice que lamentarse por el pasado es como correr en pos del viento. En vez de dar vueltas y más vueltas a ideas recurrentes, en vez de decir que el mundo es un asco, o que todos los hombres son unos egoístas, o que cada uno sólo se preocupa de lo suyo; en vez de eso, vamos a ver si cada uno mejora un poco su propia vida y la de los cuatro o cinco, o quince, o veinte, que tiene a su lado. Menos preguntas, menos quejas y más trabajo.

    Y si es por añoranza, habría que pensar si ese recuerdo del pasado sirve para iluminar el presente o es un torpe refugio sentimental para no hacer frente al día de hoy.

    Otros se desaniman porque ven muy negro su futuro profesional o afectivo. Las cosas no están nada fáciles hoy día… Ante la sombra del no hay futuro, es fácil caer en la tentación de rehuir el esfuerzo cotidiano, de buscar el refugio en unos ratos de disfrute engañosos que siempre se hacen breves, en el embaucamiento de aguantar el paso del tiempo soñando con esos momentos de fuga.

    Así, un estudiante puede pasarse clases enteras pensando en lo que hará el fin de semana, y semanas enteras pensando en la llegada del verano, y años enteros soñando con que la felicidad vendrá con la vida universitaria, o con el comienzo del ejercicio profesional, o con el matrimonio…, o con la jubilación. Y no comprende que el futuro está en el presente.

    Mantenerse firme: aprender a decir que no «Yo quiero mucho a mi hija pequeña —explicaba una mujer bastante sensata en una conversación con otros matrimonios amigos—; y procuro manifestarlo de modo concreto cada día. Pero hay veces en que realmente mi hija se porta mal.

    »Tengo amigas que me dicen que a esa edad nadie se porta mal, sino que hace inocentemente algo que todavía no ha aprendido a saber que está mal. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque sea pequeña, he visto a mi hija comportarse mal y saberlo.

    »Es verdad que son cosas pequeñas, que es malicia sencilla, a su nivel, pero es malicia al fin y al cabo. Son cosas que a nosotros nos parecen de poca entidad, pero que para ella sí tienen importancia. Y por su bien y por el mío tengo que actuar con firmeza, tengo que decirle no, un no bien claro, para que lo comprenda y obedezca enseguida.

    »No tiene por qué suceder con frecuencia, pero cuando sucede hay que hacerle ver que de ninguna manera debe hacer eso. Y que ahí estoy yo dispuesta a mantenerme bien firme. Y si no le gusta lo que hago lo sentiré mucho, y podrá llorar y llorar, y yo pasaré también un mal rato, pero no cederé, porque creo que eso está mal, y hay veces en que hay que trazar una raya en la arena y ella ha de comprender que no debe traspasar esa raya. Y así hasta que por sí misma oiga en su interior la palabra no, y no sólo la que yo le digo.» —¿Y cuando los hijos son ya más mayores?, —preguntó uno de los presentes.

    «Es un poco distinto, pero también hay que aprender a decir que no. ¿Qué hago? Me siento y hablo con él, o con ella. No le doy voces ni le grito. Pero le digo en qué creo y por qué, y no tengo pelos en la lengua. Intento ir al grano. Y yo también escucho con atención, porque a veces con sus razones me han hecho cambiar de opinión. No tengo ningún miedo a cambiar de opinión si me convencen, pero tampoco tengo miedo a emplear la palabra bien y la palabra mal.» —Pero hay temas difíciles, y edades difíciles. Por ejemplo, ¿qué haces para que te escuche en cuestión de sexo? —todos escuchaban con atención, y ella no necesitó mucho tiempo para recoger sus pensamientos y contestar: «Hablo a solas con él, o con ella, y siempre me escucha. No siempre está de acuerdo conmigo, sobre todo al principio, pero al final logramos entendernos casi totalmente. Hay algunas veces en que no lo entiende del todo, pero por lo menos sabe bien que yo deseo que esté de acuerdo conmigo, aunque no lo entienda del todo, es decir, que quiero que confíe en lo que le digo, porque soy su madre y quiero lo mejor para ellos. Y se lo digo así. Lo hago pocas veces, pero a veces lo hago. Le pido que me obedezca en ese asunto concreto, incluso aunque al principio no lo entienda del todo, y aunque sepa que probablemente yo no voy a poder controlarle. Sé que esto parecerá extraño a mucha gente, pero yo le digo a mi hijos adolescentes que hasta que se casen no deben tener relaciones sexuales en ninguna circunstancia, con nadie en absoluto.

    »Mi teoría consiste en hablar con cada hijo, escucharle, intentar persuadirle, pero también a veces —sencillamente— decirle que no. Y no tengo miedo de emplear valores morales, que en la familia hemos tenido siempre.» Escuchando esa conversación, me venían a la memoria, por contraste, unas palabras de la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro: «El remordimiento más grande es el de no haber tenido nunca la valentía de plantarle cara, el de no haberle dicho nunca: “Hija mía, estás equivocada”. Sentía que en sus palabras había unos eslóganes peligrosísimos, cosas que, por su bien, yo hubiera tenido que cortar de cuajo inmediatamente; y, sin embargo, me abstenía de intervenir. Los asuntos de que hablábamos eran esenciales. Lo que me hacía actuar —mejor dicho, no actuar— era la idea de que para ser amada tenía que eludir el choque, simular que era lo que no era.

    »Mi hija era dominante por naturaleza, tenía más carácter que yo, y yo temía el enfrentamiento abierto, tenía miedo de oponerme. Si la hubiese amado verdaderamente habría tenido que indignarme, incluso tratarla a veces con dureza; habría tenido que obligarla a hacer determinadas cosas o a no hacerlas en absoluto. Tal vez era justamente eso lo que ella quería, lo que necesitaba. ¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender! Si en aquella circunstancia yo hubiese comprendido que la primera cualidad del amor es la fuerza, probablemente los sucesos se habrían desarrollado de otra manera.» El hombre que plantaba árboles Jean Giono escribió hace tiempo un magnífico relato sobre un curioso personaje que conoció en 1913 en un abandonado y desértico rincón de la Provenza. Se trataba de un pastor de 55 años llamado Elzéard Bouffier. Vivía en un lugar donde toda la tierra aparecía estéril y reseca. A su alrededor se extendía un paraje desolado donde vivían algunas familias bajo un riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo de escapar de allí.

    Aquel hombre se había propuesto regenerar aquella tierra yerma. Y quería hacerlo por un sistema sencillo y a la vez sorprendente: plantar árboles, todos los que pudiera. Había sembrado ya 100.000, de los que habían germinado unos 20.000. De esos, esperaba perder la mitad a causa de los roedores y el mal clima, pero aún así quedarían 10.000 robles donde antes no había nada.

    Diez años después de aquel primer encuentro, aquellos robles eran más altos que un hombre y formaban un bosque de once kilómetros de largo por tres de ancho. Aquel perseverante y concienzudo pastor había proseguido su plan con otras especies vegetales, y así lo confirmaban las hayas, que se encontraban esparcidas tan lejos como la vista podía abarcar. También había plantado abedules en todos los valles donde encontró suficiente humedad. La transformación había sido tan gradual, que había llegado a ser parte del conjunto sin provocar mayor asombro. Algunos cazadores que subían hasta aquel lugar lo habían notado, pero lo atribuían a algún capricho de la naturaleza.

    En 1935, las lomas estaban cubiertas con árboles de más de siete metros de altura. Cuando aquel hombre falleció, en 1947, había vivido 89 años y realmente esos parajes habían cambiado mucho. Todo era distinto, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos, soplaba una suave brisa cargada de aromas del bosque. Se habían restaurado las casas. Había matrimonios jóvenes. Aquel lugar se había convertido en un sitio donde era agradable vivir. En las faldas de las montañas había campos de cebada y centeno. Al fondo del angosto valle, las praderas comenzaban a reverdecer. En lugar de las ruinas ahora se extendían campos esmeradamente cuidados. La gente de las tierras bajas, donde el suelo es caro, se había instalado allí, trayendo juventud, movimiento y espíritu de aventura.

    “Cuando pienso –concluía el escritor francés– que un hombre solo, armado únicamente con sus recursos físicos y espirituales, fue capaz de hacer brotar esta tierra de Canáan en el desierto, me convenzo de que, a pesar de todo, la humanidad es admirable; y cuando valoro la inagotable grandeza de espíritu y la benevolente tenacidad que implicó obtener este resultado, me lleno de inmenso respeto hacia ese campesino viejo e iletrado, que fue capaz de realizar un trabajo digno de Dios”.

    Un hombre planta árboles y toda una región cambia. Todos conocemos personas como este hombre, que pasan inadvertidas pero que allá donde están, las cosas tienden a mejorar. Su presencia infunde optimismo y ganas de trabajar. Se sobreponen a contratiempos y dificultades que a otros los desalientan. Poseen una rebeldía constructiva, y sus pequeños o grandes esfuerzos hacen rectificar el rumbo de las vidas de los hombres.

    Como ha escrito Alejandro Llano, hay cosas que no tienen arreglo, y nos cuesta aceptarlas. Y hay otras que sí que tienen arreglo, pero nos hemos convencido de que no lo tienen. Por eso, una de las razones por las que nos cuesta tanto cambiar las cosas que no van bien es porque creemos que no podemos cambiarlas.

    Es preciso tener fe en que el hombre puede transformarse y cambiar, tanto él mismo como el entorno que le rodea. Cada uno debe sembrar con constancia lo que él pueda aportar: su buen humor, su paciencia, su laboriosidad, su capacidad de escuchar y de querer. Podrá parecer poca cosa, pero son elementos que acaban por hacer fértiles los terrenos más áridos.

  • Sobreponerse a la dificultad

    • Los golpes de la vida
    • Aprender a fracasar
    • La prueba del dolor
    • Rehuir el esfuerzo
    • La esclavitud de la pereza
    • Éxitos y fracasos
    • El espejo de los deseos
    • Reacciones inteligentes

    Los golpes de la vida William Shakespeare dejó escrito que no hay otro camino para la madurez que aprender a soportar los golpes de la vida.

    Porque la vida de cualquier hombre, lo quiera o no, trae siempre golpes. Vemos que hay egoísmo, maldad, mentiras, desagradecimiento. Observamos con asombro el misterio del dolor y de la muerte. Constatamos defectos y limitaciones en los demás, y lo constatamos igualmente cada día en nosotros mismos.

    Toda esa dolorosa experiencia es algo que, si lo sabemos asumir, puede ir haciendo crecer nuestra madurez interior. La clave es saber aprovechar esos golpes, saber sacar todo el oculto valor que encierra aquello que nos contraría, lograr que nos mejore aquello que a otros les desalienta y les hunde.

    ¿Y por qué lo que a unos les hunde a otros les madura y les hace crecerse? Depende de cómo se reciban esos reveses. Si no se medita sobre ellos, o se medita pero sin acierto, sin saber abordarlo bien, se pierden excelentes ocasiones para madurar, o incluso se produce el efecto contrario. La falta de conocimiento propio, la irreflexión, el victimismo, la rebeldía inútil, hacen que esos golpes duelan más, que nos llenen de malas experiencias y de muy pocas enseñanzas.

    La experiencia de la vida sirve de bien poco si no se sabe aprovechar. El simple transcurso de los años no siempre aporta, por sí solo, madurez a una persona. Es cierto que la madurez se va formando de modo casi imperceptible en una persona, pero la madurez es algo que se alcanza siempre gracias a un proceso de educación —y de autoeducación—, que debe saber abordarse.

    La educación que se recibe en la familia, por ejemplo, es sin duda decisiva para madurar. Los padres no pueden estar siempre detrás de lo que hacen sus hijos, protegiéndoles o aconsejándoles a cada minuto. Han de estar cercanos, es cierto, pero el hijo ha de aprender a enfrentarse a solas con la realidad, ha de aprender a darse cuenta de que hay cosas como la frustración de un deseo intenso, la deslealtad de un amigo, la tristeza ante las limitaciones o defectos propios o ajenos…, son realidades que cada uno ha de aprender poco a poco a superar por sí mismo. Por mucho que alguien te ayude, al final siempre es uno mismo quien ha de asumir el dolor que siente, y poner el esfuerzo necesario para superar esa frustración.

    Una manifestación de inmadurez es el ansia descompensada de ser querido. La persona que ansía intensamente recibir demostraciones de afecto, y que hace de ese afán vehemente de sentirse querido una permanente y angustiosa inquietud en su vida, establece unas dependencias psicológicas que le alejan del verdadero sentido del afecto y de la amistad. Una persona así está tan subordinada a quienes le dan el afecto que necesita, que acaba por vaciar y hasta perder el sentido de su libertad.

    Saber encajar los golpes de la vida no significa ser insensible. Tiene que ver más con aprender a no pedir a la vida más de lo que puede dar, aunque sin caer en un conformismo mediocre y gris; con aprender a respetar y estimar lo que a otros les diferencia de nosotros, pero manteniendo unas convicciones y unos principios claros; con ser pacientes y saber ceder, pero sin hacer dejación de derechos ni abdicar de la propia personalidad.

    Hemos de aprender a tener paciencia. A vivir sabiendo que todo lo grande es fruto de un esfuerzo continuado, que siempre cuesta y necesita tiempo. A tener paciencia con nosotros mismos, que es decisivo para la propia maduración, y a tener paciencia con todos (sobre todo con los tenemos más cerca).

    Y podría hablarse, por último, de otro tipo de paciencia, no poco importante: la paciencia con la terquedad de la realidad que nos rodea. Porque si queremos mejorar nuestro entorno necesitamos armarnos de paciencia, prepararnos para soportar contratiempos sin caer en la amargura. Por la paciencia el hombre se hace dueño de sí mismo, aprende a robustecerse en medio de las adversidades. La paciencia otorga paz y serenidad interior. Hace al hombre capaz de ver la realidad con visión de futuro, sin quedarse enredado en lo inmediato. Le hace mirar por sobreelevación los acontecimientos, que toman así una nueva perspectiva. Son valores que quizá cobran fuerza en nuestro horizonte personal a medida que la vida avanza: cada vez valoramos más la paciencia, ese saber encajar los golpes de la vida, mantener la esperanza y la alegría en medio de las dificultades.

    Aprender a fracasar El éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse, decía el conocido estadista e historiador británico Winston Churchill.

    Nadie puede decir que no fracasa nunca, o que fracasa pocas veces. El fracaso es algo que va ligado a la limitación de la condición humana, y lo normal es que todos los hombres lo constaten con frecuencia cada día. Por eso, los que puede decirse que triunfan en la vida no es porque no fracasen nunca, o lo hagan muy pocas veces: si triunfan es porque han aprendido a superar esos pequeños y constantes fracasos que van surgiendo, se quiera o no, en la vida de todo hombre normal. Los que, por el contrario, fracasan en la vida son aquellos que con cada pequeño fracaso, en vez de sacar experiencia, se van hundiendo un poco más.

    Triunfar es aprender a fracasar. El éxito en la vida viene de saber afrontar las inevitables faltas de éxito del vivir de cada día. De esta curiosa paradoja depende en mucho el acierto en el vivir. Cada frustración, cada descalabro, cada contrariedad, cada desilusión, lleva consigo el germen de una infinidad de capacidades humanas desconocidas, sobre las que los espíritus pacientes y decididos han sabido ir edificando lo mejor de sus vidas.

    Las dificultades de la vida juegan, en cierta manera, a nuestro favor. El fracaso hace lucir ante uno mismo la propia limitación y, al tiempo, nos brinda la oportunidad de superarnos, de dar lo mejor de nosotros mismos. Es así, en medio de un entorno en el que no todo nos viene dado, como se como se va curtiendo el carácter, como va adquiriendo fuerza y autenticidad.

    Sería una completa ingenuidad dejar que la vida se diluyera en una desesperada búsqueda de algo tan utópico como es el deseo de permanecer en un estado de euforia permanente, o de continuos sentimientos agradables. Quien pensara así, estaría casi siempre triste, se sentiría desgraciado, y los que le rodeen probablemente acabarían estándolo también.

    Como decía G. von Le Fort, “hay una dicha clara y otra oscura, pero el hombre incapaz de saborear la oscura, tampoco es capaz de saborear la clara”. O como decía Quevedo, “el que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos”.

    Por eso, en la tarea de educar el propio carácter, o el de los hijos, es muy importante no caer en ninguna especie de neurosis perfeccionista.

    Porque errores los cometemos todos. La diferencia es que unos sacan de ellos enseñanza para el futuro y humildad, mientras que otros sólo obtienen amargura y pesimismo. El éxito, volvemos a repetir, está en la capacidad de superar los tropiezos con deportividad.

    Da pena ver a personas inteligentes venirse abajo y abandonar una carrera o una oposición al primer suspenso; a chicos o chicas jóvenes que fracasan en su primer noviazgo y maldicen contra toda la humanidad; a aquellos otros que no pueden soportar un pequeño batacazo en su brillante carrera triunfadora en la amistad, o en lo afectivo, o en lo profesional, y se hunden miserablemente: el mayor de los fracasos suele ser dejar de hacer las cosas por miedo a fracasar.

    La prueba del dolor «Yo siempre he sido considerado en mi ambiente profesional —me decía no hace mucho un viejo amigo— como una persona muy exigente. Me he exigido siempre mucho a mí mismo y he exigido también siempre mucho a los demás.

    »Me costaba mucho comprender que había gente a la que no le era posible seguir mi ritmo, y a veces, tengo que reconocerlo, los maltrataba. Y en casa me pasaba un poco igual. Echaba en cara las cosas a mi mujer y a mis hijos con muy poca consideración.

    »Y tuvo que venir la enfermedad, y luego aquellos problemas serios en el trabajo, para que empezara a entender que la vida no era tan simple como yo me la había planteado.

    »La verdad es que he funcionado siempre como un triunfador, rebosante de salud y de éxito profesional, y sin darme casi cuenta menospreciaba a los demás. Pensaba que si ellos no lograban lo que lograba yo, era simplemente porque a ellos no les daba la gana esforzarse como yo lo hacía.

    »Pensaba así hasta que empecé a sentir en mis carnes todo ese sufrimiento, a notar en mi vida el peso de esa carga: fue entonces cuando comencé a reparar en que los demás también sufrían, que en la vida hay mucho sufrimiento de muchas personas. Y comprendí que pasar sin consideración por delante de ese dolor es algo realmente indigno.

    »He empezado a dormir mal, y ahora tengo mucho tiempo para pensar. Al principio me enfadaba, pero pronto me di cuenta de que con pataleos no arreglas nada: ni te duermes, ni resuelves lo que te preocupa. Es curioso, pero antes yo era muy irascible, y ahora en cambio me he vuelto bastante sereno y comprensivo. Creo que esto que me ha pasado ha marcado como una nueva etapa en mi vida.

    »A mí, el dolor me ha curtido el alma, me ha hecho entender un poco mejor a los demás. Antes, yo apenas había tenido problemas serios, y juzgaba a los demás con dureza y frialdad. Ahora, todo lo veo de modo distinto. Ya no grito a mi secretaria ni me peleo con mi mujer o mis hijos.» Recordando el relato de aquel joven y brillante ejecutivo, pensaba en el distinto modo en que reciben las personas el dolor. En cómo a unos les mejora, y a otros, en cambio, les desespera. Y pensaba en la enseñanza que esta persona obtuvo: que hay que comprender mejor a la gente, pues quienes nos rodean son personas que también sufren, y eso siempre es duro; y que hay gente que lo pasa mal —y quizá en parte por culpa nuestra—, y que todo hombre debiera detenerse siempre junto al sufrimiento de otro hombre, y hacer lo posible por remediarlo.

    El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. Una escuela que nos brinda la oportunidad de curarnos un poco de nuestro egoísmo e inclinarnos un poco más hacia los demás. Nos hace ver la vida de una manera especial, nos muestra un perfil más profundo de las cosas.

    El dolor nos lleva a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. El hombre, al recibir la visita del dolor, vive una prueba dentro de sí: es como un pellizco que detiene el curso normal de su vida, como un parón que le invita a reflexionar. Por eso se ha dicho que toda filosofía y toda reflexión profunda adquiere una especial lucidez en la cercanía del dolor y de la muerte.

    El dolor, si se sabe asumir, advierte al hombre del error de las formas de vida superficiales, ayuda al hombre a no alejarse de los demás, a no arrellanarse en su egoísmo. El dolor nos vuelve más comprensivos, más tolerantes, nos va curando de nuestra intransigencia, nos perfecciona. Es, además, una realidad que llega a todo hombre y que por tanto, en cierto sentido —como ha señalado Enrique Rojas—, conduce a una suerte de fraternización universal, ya que iguala a todos por el mismo rasero.

    Lo que hace feliz la vida del hombre no es la ausencia del dolor, entre otras cosas porque se trata de algo imposible. La vida no puede diseñarse desde una filosofía infantil que quisiera permanecer ajena al misterio de la presencia del dolor o del mal en el mundo. Y enfadarse o escandalizarse ante esa realidad no conduce a ninguna parte. Aprender a convivir con el dolor, aprender a tolerar lo malo inevitable, es una sabiduría fundamental para vivir con acierto.

    Rehuir el esfuerzo No hace mucho se hizo pública la noticia de que el famoso internado británico Summerhill, escuela que en los año 60 se convirtió en el modelo de la educación anti-autoritaria, tendrá probablemente que cerrar debido al bajo rendimiento de sus —sólo— 66 alumnos.

    Esta escuela, fundada en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar ahora semidesierta.

    Su método pedagógico es realmente peculiar: no hay exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase es voluntaria y la vida del centro se rige en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos.

    El caso es que los alumnos de Summerhill no salen bien preparados. La realidad es que apenas van a clase y que su formación —según un reciente informe del Ministerio de Educación británico— presenta asombrosas deficiencias.

    El intento de esta escuela por erradicar el autoritarismo merece todos los elogios, pero sus resultados muestran que su planteamiento ha sido muy ingenuo. Cualquier persona ha de esforzarse seriamente para conseguir cualquier objetivo valioso en su vida, y para esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico —sobre todo en esas primeras etapas en las que se va conformando el carácter— procurar sujetarse a un plan exigente. Libremente, pero sujetarse.

    Hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable. Y una educación responsable ha de llevar a plantear y plantearse un alto nivel de exigencia personal.

    Hay personas que son como un manojo de sentimientos, que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida. Quieren el fin, pero no los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio. No se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

    No distinguen entre lo que es querer seriamente lograr algo, con todas sus consecuencias y poniendo los medios necesarios, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación. Para el trabajo se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía.

    Son personas que quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan cuatro clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo y, si éste se rechaza, supone rechazar el fin, no querer de verdad.

    La esclavitud de la pereza Todos habremos visto a un albañil subido a un andamio cantando alegremente mientras ponía ladrillos y, junto a él, a otro amargado y con mala cara, realizando ambos la misma tarea.

    O un conductor de autobús que hace su trabajo con satisfacción y procurando agradar a los viajeros, y, en su misma ocupación y condiciones, a otro que trabajando de mala gana y despotricando de todo.

    Y lo mismo al acercarse a una ventanilla, a la barra de un bar, al mostrador de una tienda, o al ir a la peluquería.

    Y lo mismo en las aulas. Y lo mismo en la familia. Hay padres y madres que se recrean en las tareas del hogar y en la educación de sus hijos, y padres y madres que parece que sólo saben quejarse del trabajo y los quebraderos de cabeza que les dan sus hijos, que dicen que no pueden más, que les agota, que se les hace pesado, que no hay quien lo aguante.

    Muchas veces, la raíz de su tristeza y su desgana está en la pereza. En que son personas que se pasan la vida en una lucha —agotadora lucha, por otra parte— para rehuir el esfuerzo, para encontrar el modo de hacer menos y que sea otro quien haga las cosas.

    El trabajo, las tareas del hogar, la educación de los hijos… cualquier persona emplea la mayor parte del día en esas tareas, ¿por qué entonces hacerlas de mala gana?: eso equivaldría a pasarse amargado la mayor parte de la vida.

    Es verdad que a veces hay problemas, y problemas serios, y se hace todo muy pesado, y no apetece hacer nada. Pero también es cierto que, con un nivel de motivos de tristeza bastante parecido, hay gente habitualmente contenta y gente habitualmente descontenta. Quizá la diferencia esté en la filosofía con que cada uno se toma la vida. Se trata de:

  • en vez de trabajar con desgana, procurar poner ganas, y ya acabarán apareciendo satisfacciones en ese trabajo;
  • en vez de ver y de hacer ver el trabajo como una carga pesada, descubrir en él —entre otras cosas— una forma de realizarse, un motivo de satisfacción y una oportunidad de servir a los demás (Einstein decía que sólo una vida vivida por los demás merece la pena ser vivida);
  • en vez de estar pensando en la hora de acabar, procurar esmerarse en lo que se está haciendo en cada momento;
  • en vez de quejarse continuamente y crear un clima negativo, procurar poner ilusión y crear alrededor un clima positivo; etcétera.

    Muchos padres dicen que sus hijos son muy perezosos. Perezosos, dicen, para levantarse, para estudiar, para llevar a cabo cualquier actividad que no implique diversión, y a veces incluso hasta para eso. Que todo les cansa, todo les aburre, que no saben pasarlo bien más que un rato. Que una simple contrariedad les conduce al abatimiento. Que les resulta difícil hacer frente al ocio, incluso mantener una afición o un hobby. Que no logran hacer lo que se proponen y eso les hace sentirse frustrados y estar tristes.

    La pereza y, en general, la falta de una adecuada educación de la voluntad, constituyen una de las más dolorosas formas de pobreza: porque impiden a quienes la padecen disfrutar de la vida y recrear su espíritu al nivel que a nuestra naturaleza humana corresponde.

    Éxitos y fracasos Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: “Me están haciendo un precioso anillo, con un diamante extraordinario, y quiero guardar dentro de él un mensaje muy breve, un pensamiento que pueda ayudarme en los momentos más difíciles, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre.” Aquellos sabios podrían haber escrito grandes tratados sobre muchos temas, pero escribir un mensaje de sólo dos o tres palabras era bastante más complicado. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no encontraban nada. El rey lo consultó entonces con un anciano sirviente por el que sentía un gran respeto. Aquel hombre le dijo: “Hace muchos años, estuve unos días al servicio de un gran amigo de tu padre. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me entregó este diminuto papel doblado. Me insistió en que no lo leyera antes de necesitarlo de verdad, cuando todo lo demás hubiera fracasado.” Aquel momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió su reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos le perseguían. Llegó a un lugar donde el camino se acababa. No había salida. Frente a él había un precipicio. Tampoco podía volver, porque el enemigo le cerraba el paso. Ya escuchaba el trotar de los caballos de sus perseguidores. Cuando iba a rendirse, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y leyó el misterioso mensaje. Tenía sólo tres palabras: “Esto también pasará”.

    Tuvo fuerzas entonces para resistir un poco más. Sus enemigos debieron perderse en el bosque, pues poco a poco dejó de escucharse el trote de los caballos. El rey recobró el ánimo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Hubo una gran celebración, con banquete, música y bailes. Se sentía muy orgulloso de su triunfo. El anciano estaba sentado a su lado, en un lugar preferente, y le dijo: “Ahora también es un buen momento para leer el mensaje”. “¿Qué quieres decir?”, preguntó el rey. “Ese mensaje no es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero”.

    El rey volvió a leerlo, y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero su orgullo, su altivez, su egolatría, habían desaparecido. Comprendió que todo pasa, que ningún éxito o fracaso son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza, y hay que aceptarlos como parte de la dualidad de la naturaleza, porque pertenecen a la misma esencia de las cosas.

    Este viejo relato nos invita a pensar en esos momentos de abatimiento o de exaltación por los que todos pasamos, a veces con muy poca diferencia de tiempo. Entonces, lo positivo o lo negativo parece ocupar por completo nuestra cabeza. La memoria resalta los fracasos o los éxitos, según el caso, y podemos sentirnos llamados alternativamente al desastre o a la gloria. Y probablemente nos falte objetividad en ambos casos. Por eso, aquel mensaje del “esto también pasará” es una llamada y una invitación a pensar con ecuanimidad, a levantar la mirada más allá del éxito o el fracaso de ahora, para pensar en el largo plazo de la vida, en qué esperamos de ella, en qué es lo que le da sentido.

    Entonces, enseguida vemos que el éxito se disipa en un desengaño si no se ha alcanzado como un ideal de servicio. Sólo encontramos sentido a una vida que esté volcada en los demás. Sólo se mantiene la ilusión si se apunta hacia ideales altos, porque, como dijo el poeta, “si quieres que el surco te salga derecho, ata a tu arado una estrella”.

    Los grandes logros han de saber asumirse y mantenerse. Muchas veces, cuesta más mantener que crear. Cuesta más mantenerse sobre una ola que subirse a ella, pero, en cualquier caso, la ola nunca será eterna.

    Demostramos inteligencia cuando sabemos aprender de los fracasos y no nos envanecemos tontamente con los triunfos. Por eso se ha dicho que un hombre inteligente se recupera enseguida de un fracaso, pero un hombre mediocre jamás se recupera de un triunfo.

    El espejo de los deseos ¿A quién no se le ha escapado la imaginación pensando ser el protagonista de una aventura espectacular, en la que resaltan con luz propia las cualidades que más deseamos tener? Es verdad que sin deseos no hay proyectos, y que sin proyectos no hay logros. Los deseos expanden nuestro mundo interior, lo trascienden, le dan vida. Son importantes, evidentemente. Pero debemos cuidar que no se hipertrofien y acaben siendo un mecanismo de evasión, porque soltar la imaginación de los deseos es para muchas personas una auténtica droga de diseño que les sumerge una triste dependencia.

    Lo refleja bien un diálogo entre Harry Potter y el sabio mago Dumbledore. Harry ha descubierto un espejo sorprendente, el espejo de Oesed (la palabra “OESED”, puesta ante un espejo, se lee “DESEO”). Cuando Harry se mira en ese espejo, se ve acompañado de sus padres, a los que nunca llegó a conocer.

    Harry llega por tercer día consecutivo a la habitación del espejo. Dumbledore le explica que ese espejo muestra el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón: “Para ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote (…). Sin embargo, Harry, este espejo no nos dará conocimiento o verdad. Hay hombres que se han consumido ante esto, fascinados por lo que han visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera posible.” Toda persona vive situaciones que desea prolongar o de las que anhela liberarse. Hay muchas cosas que nos invitan a refugiarnos en ese mundo ideal de nuestra imaginación. Es verdad que evadirse en ensueños proporciona un cierto alivio, pero sabemos que no es duradero, y al toparnos de nuevo con la terca realidad advertimos enseguida que no era una buena solución. Encerrarse en un mundo imaginario es tarea fácil, porque ninguna legalidad física pone trabas a nuestra imaginación, y nos sentimos completamente libres, pero es una libertad ficticia, un espejismo que retrocede según avanzamos, una maravillosa argucia que nos mantiene un tiempo en vuelo pero que no sabemos donde nos dejará caer.

    Todos disponemos de entradas gratis a esa vida de fantasía, llena de colorido pero irreal. Escaparse a ella, huir de la realidad, no nos da conocimiento ni verdad, sino una mayor frustración. Por eso Dumbledore da un último consejo a Harry: “Y si alguna vez te cruzas con el espejo, deberás estar preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdalo.” Cuando las personas se dejan arrastrar por los sueños, su imaginación se convierte en un torrente de deseos e ideas con las que intentan evadirse de una realidad que les disgusta. De vez en cuando abren los ojos y ven que el esfuerzo se interpone en el camino hacia cualquier logro, y eso les desazona y les hace volver al cálido refugio de su mundo interior. Se hacen personas pasivas, de voluntad dormida y mirada dispersa.

    Las paz y el dinamismo no son fruto espontáneo, sino fruto del esfuerzo por vencer el desorden interior que siempre nos amenaza, fruto de poner orden en nuestra cabeza y nuestro corazón, y eso no es algo que viene después de la lucha, sino que más bien proviene de estar en esa lucha, de esmerarse de modo habitual por no dejarse engullir por tantas ocasiones de autoengañarnos que se nos presentan a diario.

    No hay que olvidarse de vivir la vida real. El mundo es una sucesión de oportunidades que desfilan ante los ojos de hombres cansados. Una vida que se llena de ilusión y de sentido en la medida que descubrimos lo importante que podemos ser para los demás, lo que podemos ayudarles, la ilusión que podemos aportar a su vida, a su vida real.

    Reacciones inteligentes Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que como el pozo estaba casi seco, y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.

    Al cabo de un rato, dejaron de escucharse sus lastimeros quejidos. Los labriegos pensaron que el pobre burro debía estar ya asfixiado y cubierto de tierra. Entonces el dueño se asomó al pozo, con una mirada triste y temerosa, y vio algo que le dejó asombrado. Con cada palada, el burro hacía algo muy inteligente: se sacudía la tierra y pisaba sobre ella. Había subido ya más de dos metros y estaba bastante arriba. Lo hacía todo en completo silencio y absorto en su tarea. Los labriegos se llenaron de ánimo y siguieron echando tierra, hasta que el burro llegó a la superficie, dio un salto y salió trotando pacíficamente.

    Llevar una vida difícil, o tener contratiempos más o menos serios, es algo que a cualquiera puede suceder. La vida a veces parece que nos aprisiona como en el fondo de un pozo, y que incluso nos echa tierra encima. Ante eso, hay modos de reaccionar inteligentes, como el de aquel burro, que de lo que parecía su condena supo hacer su tabla de salvación; y otros estilos que son más bien lo contrario, propios de personas que no saben sacar partido a sus propios recursos, y que en cambio dominan lo que podría llamarse el arte de amargarse la vida.

    Hay quienes se han acostumbrado a dejar divagar su mente por el pasado hasta convertirlo en una inagotable fuente de amargura. Ven su juventud como una edad de oro perdida para siempre, lo que les proporciona una reserva inagotable frustración, y sobre todo les hace pensar poco en el presente. Sus suposiciones sobre el futuro son igualmente tristes y sombrías, y eso les facilita encontrar motivos para abandonar la mayoría de los esfuerzos razonables por mejorar las cosas. Son bastante dados al victimismo, a echar la culpa a los demás, o a la sociedad, que malogra todos sus esfuerzos, o a sus amigos o parientes, o a lo que sea, pero casi siempre la solución a sus problemas parece estar fuera de su alcance. Piensan mal de los demás, y se conducen como si leyeran con gran clarividencia los pensamientos ajenos, cuando en realidad aciertan pocas veces (aun así, seguirán considerando ingenuos a los que tengan una visión más positiva de las personas o las situaciones). También muestran una sorprendente capacidad para ver cumplidas sus negras profecías (hacen bastante para que así sea), y en el trato personal son susceptibles e impredecibles, de esos que te dicen algo y es difícil saber si van en broma o en serio, pero lo que es seguro es que después te reprocharán que te tomas en broma las cosas serias o que no tienes ningún sentido del humor.

    Todos tenemos contratiempos, todos los días. La clave es cómo reaccionamos ante ellos. De eso depende en buena parte nuestra calidad de vida, y la de quienes nos rodean.

  • El carácter y la mejora personal

    • La puerta del cambio
    • Un nuevo modo de ver las cosas
    • Saber usar los propios recursos
    • Dos modos de plantear las cosas
    • El atractivo de la virtud y del bien
    • El riesgo de la lentitud
    • La fuerza de la educación

    La puerta del cambio Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres estaban desesperados.

    Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros.

    El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería.

    Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.

    Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato.

    El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos.

    Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.» La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus ideas, se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio pero con soltura: «Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo. Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas mayores.» Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, cuando escuchaba esas cosas.

    «Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente por el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos consejos.

    »No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención. Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y todos esos sabios consejos me resbalaban por completo.

    »Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.

    »Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se iban a poner más feas que de costumbre.

    »Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío…, ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días.

    »Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.

    »No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.

    »Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. Eso es todo.

    Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente concluyó: »Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de inflación de los consejos que recibes.

    »Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.» Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero problema, que es algo mucho más de fondo: aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida.

    Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son fundamentalmente ellos quienes se están jugando —y no es poco— su acierto en el vivir.

    Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona.

    Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan provechosa.

    «¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida.

    »Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas, antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote.» Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos.

    Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable.

    Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo.

    Un nuevo modo de ver las cosas Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios, allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias.

    Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi inevitables y de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo aquello.

    Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían planteado en esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando de un cuerpo a otro.

    Poco después, el cirujano inglés Jospeh Lister descubre que aplicando enérgicas medidas antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al empleo de fenoles como producto antiséptico.

    Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos —a ese hallazgo se le puso el nombre de vacuna—, tienen un efecto inmunizador.

    En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la atención hospitalaria, y en general de toda la medicina. Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance extraordinario. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy distintas y generó poderosas transformaciones.

    De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto provoca un cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad: un descubrimiento nos hace sustituir viejas claves por otras más acertadas.

    Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas responsabilidades, o asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o madre, y entonces se produce un cambio de su modo de ver las cosas.

    Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos, pero si aspiramos a un cambio importante, es preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas.

    Un ejemplo. Piensa por un momento —recomienda Stephen Covey— en tus bodas de plata, o en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces? Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida. Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que quizá antes apenas habías tenido en cuenta.

    Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan fútiles cosas que hace un momento considerabas muy importantes.

    Está claro que la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida, por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que realmente importa.

    La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos bursátiles).

    Saber usar los propios recursos Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un qué le vamos a hacer, he nacido así, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por erradicar un determinado defecto.

    Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia) para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN.

    Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres. Son los que con un cortés y lacónico me han educado así, dejan también de lado cualquier pensamiento sobre su mejora personal.

    Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social, del modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o de lo que sea…, pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero responsable de que él sea así. Siempre piensan que el problema está fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran problema.

    Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados. En algunos casos, por ejemplo, admiten humildemente que quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran teóricamente dispuestos a afrontarlo positivamente, pero luego no llegan a tomar la iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del ámbito escolar:

  • «En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca, pero la de mi barrio está llena desde primera hora de la mañana y no tengo ni la menor idea de dónde habrá otra…» (Ni se plantea madrugar un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de donde hay otra biblioteca).
  • «No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien, pero no sé a quién preguntar para informarme de esto. Nadie quiere ayudarme.» (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le quiere ayudar; desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a orientarle sobre un problema que él ni ha manifestado).
  • «Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento aprenderme todo de memoria, y veo que eso no es solución, pero no sé hacerlo de otra manera.» (Está claro que con un afán investigador como el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico).

    Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no prosperar que se difundieron tanto hace unos años: 1. Espere sentado su oportunidad.

    2. Comente su mala suerte con los demás.

    3. No se esfuerce por mejorar su preparación.

    4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.

    5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.

    6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.

    Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver sus problemas. Su principal problema son ellas mismas, no tienen una actitud ante la vida que les lleve a usar sus recursos y su iniciativa. Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos.

    Dos modos de plantear las cosas Podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos influir.

    Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a corregirse) y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorarla). Se quejan continuamente de los males que la salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas.

    Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de pensamientos a que nos referíamos, es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones —podríamos llamarlo círculo de influencia— vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas.

    ¿Y reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, no supone un cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas —por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.— sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas.

    Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no poder resolverlos.

    Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder nuestras energías en lamentaciones utópicas. De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios talentos. Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:

  • coraje para cambiar lo que se puede cambiar,
  • serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar,
  • y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.

    Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras.

    La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo cuando cambien podrá salir de su triste situación.

    La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él, en su actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es sencilla: acometer resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar.

    Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares.» Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad.

    Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad quieres mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control, que eres tú mismo: actuar primero sobre tus propios defectos, centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.

    ¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia.

    El atractivo de la virtud y del bien A veces uno tiende equivocadamente en su interior a etiquetar como desagradables, por ejemplo, determinadas personas, o determinadas tareas, o determinados aspectos relacionados con la mejora del carácter, y no se da cuenta de hasta qué punto le perjudican esos vínculos mentales que se han ido estableciendo en su mente, de manera más o menos consciente.

    Ante posibles puntos concretos de mejora personal que advertimos en nuestra vida (vemos, por ejemplo, que deberíamos ser más pacientes, o menos egoístas, más ordenados, menos irascibles, o lo que sea), es frecuente que tendamos a ver esos objetivos como metas muy lejanas, o como algo poco asequible a nuestras fuerzas. Lo vemos quizá como avances apetecibles, sí, pero que alcanzarlos requeriría tal esfuerzo que sólo pensarlo nos produce ya un notable rechazo. Lo percibimos como algo fatigoso y agotador, o que nos llevaría a un estilo de vida de demasiada tensión.

    Sin embargo, la mejora personal no supone ni exige eso. Al menos, de modo ordinario no tiene por qué plantearse así. El avance en el camino de la mejora personal ha de entenderse y abordarse más bien como un proceso de liberación. Un progreso gradual en el que vamos soltando día a día el lastre de nuestros defectos. No una extenuante subida a un puerto de montaña, sino un progresivo alivio de la carga de nuestros errores, un desahogo paulatino de la causa de nuestros principales problemas. Por eso, aunque siempre habrá también retrocesos, pequeños o grandes, si logramos en conjunto mejorar, nos encontraremos cada vez con más autonomía, avanzaremos con más soltura y sentiremos más satisfacción. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.

    Si nos fijamos más, por ejemplo, en lo positivo de una determinada persona, o en el reto que supone tener ordenado el armario o el despacho, o incluso en lo apasionante que puede llegar a ser, tanto para un hombre como para una mujer, cocinar, mantener limpia la casa, o educar a los hijos…, si nos esforzamos por verlo así, el camino se hace mucho más andadero.

    Podría objetarse que eso no es difícil de hacer… durante unos minutos, o unos días. Pero, ¿cómo impedir que al poco tiempo se vuelva a lo de antes? Puedo esforzarme, por ejemplo, por variar mi humor durante un rato, que no es poco, pero… ¿cómo mantenerme así y llegar a ser una persona bienhumorada? Un camino es esforzarse en cambiar la imagen que se nos presenta en la mente al pensar en esas cosas. Por ejemplo, en vez de representar en la imaginación lo apetitoso que resulta lo que no deberías comer o beber o hacer, procura pensar en lo atractivo y liberador que resulta ser una persona sana y honesta, y logra que esas representaciones tomen en tu interior una mayor cuota de pantalla.

    O si te invaden pensamientos relacionados con el egoísmo, la pereza o el la mentira, procura suscitar la imagen de ser una persona generosa, diligente, sincera y leal, y recréate en la contemplación de esos valores y esas virtudes que has de desear ver en tu vida. Incluso, si quieres, recréate también en lo desagradable que resultaría convertirse poco a poco en una persona egoísta, perezosa o desleal, y compara una imagen con otra.

    ¿Es importante esto? Pienso que sí. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener esas ideas bien presentes, es mucho más fácil que llegue a poseer esas virtudes. Así logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza nunca debe menospreciarse), lo más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores haga que difícilmente logre despegarse de ellos.

    Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es algo mucho más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable.

    El riesgo de la lentitud Hay gente que un día le salen diez cosas bien y sólo una mal, y llega a su casa en estado de desánimo total. ¿Por qué? Porque permite que esa pequeña cosa que resultó mal deje flotando en su memoria una imagen negativa que llena casi por completo la “pantalla” de su mente. Ha pasado ese día por muchas cosas positivas, pero tiene la habilidad —la desgracia— de no considerarlo apenas. Es como si todo lo positivo quedara de inmediato arrinconado en su memoria. Sólo lo negativo queda bien grabado. Lo demás, pasa sin pena ni gloria, y en poco tiempo queda reducido a imágenes borrosas, grises, lejanas, como viejas fotos desvaídas.

    A veces, por ejemplo, se deteriora una amistad, o un matrimonio, o una relación profesional, simplemente porque uno tiende a recordar y almacenar experiencias desagradables sufridas en la relación con esa persona, mientras que las agradables enseguida pierden relieve en la memoria.

    ¿Cómo sucede esto? Quizá hay algo que produce un desagrado muy vivo, aunque sea una tontería. Por ejemplo, la forma que tiene de comer, o que deja desordenado lo que usa, o pierde las cosas, o habla en un tono que nos resulta desagradable. O que a lo mejor ha dejado de tener determinada deferencia con nosotros. O nos repite algo que dijimos en un momento de enfado y estamos hartos de que nos lo recuerden otra vez más. O quizá sucede al revés, y somos nosotros los que recordamos una y otra vez aquella ocasión en la que nos sentimos tan molestos y ofendidos.

    La lista de ejemplos podría ser interminable. Pero aunque todas esas cosas negativas sean ciertas y objetivas —que no suelen serlo demasiado—, ese modo de recordarlas y tenerlas presentes no ayuda en nada a resolver las cosas. Además, sabemos que también podría hacerse otra lista muy larga de ejemplos positivos, de tantas cosas agradables que suelen quedar en el olvido. Todo sería muy distinto si ambos se esforzaran en traerlas a la memoria, y procurar generar las circunstancias necesarias para que se repitan.

    Por eso es bueno preguntarse de vez en cuando: “Si continúo dando vueltas a estas ideas de esta manera…, ¿a dónde me lleva esto? ¿qué voy a conseguir? ¿hacia dónde me conduce? ¿hacia dónde quiero ir?” Una persona ha de ser capaz de tomar de vez en cuando un poco de distancia sobre sí misma, y analizar sus sentimientos como si estuviera contemplando a otra persona, para así actuar sobre ellos. De lo contrario, resultará enormemente vulnerable ante los vaivenes de sus estados emocionales.

    “De acuerdo —podría objetarse—, es preciso no encenagarse en los malos recuerdos, sí… ¿pero cómo?, porque no es tan sencillo, no es fácil cambiar el modo de ser, se necesita mucho tiempo y esfuerzo…” Es verdad, no voy a negarlo. Pero tampoco tiene por qué ser siempre así. Se puede cambiar en poco tiempo. Muchas veces se comprende mejor una cosa en un relámpago de claridad que en años de pedaleo.

    A veces los procesos de mejora personal fracasan porque van tan lentos y perezosos que el cambio apenas se ve llegar, y entonces uno se cansa enseguida. Es como si quisiéramos ver una película contemplando un fotograma ahora, otro dentro de un rato, y un tercero otro rato después.

    De esa manera, es difícil sacar nada en claro. Pero la culpa no sería de la película, porque con ese modo de verla no podemos saber si es buena o mala. Hay que tomarla con su ritmo, y entonces te haces una idea del argumento, y de los personajes, de las emociones que suscita, y entonces capta nuestra atención, y viéndola disfrutamos al tiempo que notamos que nos enriquece. De la misma manera, si en la mejora personal logras un ritmo más rápido, entonces te haces una idea de lo que ganas, y de lo que aún puedes ganar, y te gozas con ello, y eso mismo te anima a seguir adelante en ese empeño.

    La fuerza de la educación “El señor de las moscas” es una magnífica novela de William Golding. Cuenta la historia de una treintena de chicos ingleses que son los únicos supervivientes de un accidente aéreo. Deben organizar su vida ellos solos en una pequeña isla desierta, sin ayuda de ningún adulto. Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y Jack, pronto comprueban que convivir no es tarea sencilla. Aparecen los primeros conflictos, difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente estalla la violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con trágicas consecuencias.

    La historia de la difícil convivencia de estos jóvenes náufragos está salpicada de multitud detalles que muestran la importancia fundamental de ese aprendizaje y esos valores que el hombre ha acumulado durante siglos y que transmite de una generación a otra mediante la educación. Frente a otras visiones más ingenuas sobre la bondad de los niños, Golding muestra la maldad que anida en el corazón humano, y apunta que la única posibilidad de rescate del hombre ha de venirle desde fuera. Sin ayuda, sin formación, el hombre se encuentra muy indefenso ante el empuje de sus malas tendencias. Es cierto que busca por naturaleza el bien, pero también es cierto que esa naturaleza está herida y que necesita muchos cuidados para funcionar correctamente.

    Cualquier persona con un poco de experiencia de la vida sabe lo que es la maldad del hombre, ha visto ya muchas veces su feo rostro de inhumanidad. Golding desenmascara la simpleza roussoniana de la bondad natural del hombre y su progresiva degradación por la maldad radical de la sociedad y de la cultura. Y cuestiona también el racionalismo arrogante del siglo XIX, que hizo a muchos confiar en que el progreso científico y económico traerían consigo un progreso moral igual de veloz. Los que alimentaban ese ideal pensaban haber dado de una vez por todas con la fórmula definitiva de la eficacia y el bienestar, pero pronto vieron que aquel optimismo era precipitado, que ese avance no significa que los hombres se entiendan mejor entre ellos, ni que haya más respeto mutuo, ni que vivan en paz. Y es que, en definitiva, por mucho progreso económico o científico que se alcance, nunca será fácil educar moralmente al hombre.

    La historia muestra numerosos testimonios bien elocuentes de hasta dónde puede llegar la maldad del hombre. Ni siquiera en sus noches más negras podía soñar hasta qué punto iba a degradarse y envilecerse. Pero tampoco sabía quizá cuánta fuerza permanece escondida en su interior para vencer peligros y superar pruebas.

    Todo hombre, para ser bueno, o para mantenerse en el bien, necesita ayuda para hacer rendir esos talentos latentes que encierra. Es cierto que al final es siempre la propia libertad quien tiene la última palabra, pero sería bastante ingenuo minusvalorar la influencia enorme que tiene la formación. Por eso, educar bien a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela o la universidad, o cualquier otra tarea relacionada con la formación de la nuevas generaciones debería considerarse como uno de los empeños de más trascendencia y responsabilidad en cualquier sociedad que realmente piense en su futuro.

    Transmitir el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requieren su asimilación personal y su empleo práctico. Como ha escrito Leonardo Polo, sin hábitos no hay educación, sólo se ilustra. Es imprescindible el esfuerzo personal por adquirir esos hábitos. Y eso resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época. Es un progreso personal que nos lleva la vida entera y del que depende en gran parte el acierto en el vivir. Bien merece, por tanto, nuestra atención.

  • Inteligencia emocional

    • Educar los sentimientos
    • Conocimiento propio
    • Sentimientos de insatisfacción
    • Repertorio emocional
    • Control de la preocupación
    • Empatía
    • Capacidad de demorar la gratificación

    Educar los sentimientos He sabido que cada año, sólo en Francia, se fugan de sus casas cien mil adolescentes, y cincuenta mil intentan suicidarse. Los estragos de las drogas —blandas, duras, naturales o de diseño— son conocidos y lamentados por todos. Parece como si las conductas adictivas fueran casi el único refugio a la desolación de muchos jóvenes. La gente mueve la cabeza horrorizada y piensa que casi nada se puede hacer, que son los signos de los tiempos, un destino inexorable y ciego.

    Sin embargo, se pueden hacer muchas cosas. Y una de ellas, muy importante, es educar mejor los sentimientos. El sentimiento no tiene por qué ser un sentimentalismo vaporoso, blandengue y azucarado. El sentimiento es una poderosa realidad humana, que es preciso educar, pues no en vano los sentimientos son los que con más fuerza habitualmente nos impulsan a actuar.

    Los sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o destemplándonos. Aparecen siempre en el origen de nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones, esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante nuestros actos, produciendo placer, disgusto, diversión o aburrimiento. Y surgen también cuando los hemos concluido, haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia.

    Sin embargo, este asunto, de vital importancia en educación, en muchos casos abandonado a su suerte. La confusa impresión de que los sentimientos son una realidad innata, inexorable, oscura, misteriosa, irracional y ajena a nuestro control, ha provocado un considerable desinterés por su educación. Pero la realidad es que los sentimientos son influenciables, moldeables, y si la familia y la escuela no empeñan en ello, será el entorno social quien se encargue de hacerlo.

    Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado los sentimientos propios o los ajenos. Con ello cuenta quien trata de enamorar a una persona, o de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa. Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras emociones y a también un poco las de los demás. El marketing, la publicidad, la retórica, siempre han buscado cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto lo sabemos, y aún así seguimos pensando muchas veces que los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y decimos que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas o envidiosas, depresivas o exaltadas, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si fuera algo que responde casi sólo a una inexorable naturaleza.

    Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil de precisar. Pero sabemos también la importancia de la primera educación infantil, del fuerte influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Las disposiciones sentimentales pueden modelarse bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los sentimientos favorecen unas acciones y entorpecen otras, y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna, iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto personal que nos engrandece. La envidia, el egoísmo, la agresividad, la crueldad, la desidia, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de una adecuada educación de los correspondientes sentimientos, y son carencias que quebrantan notablemente las posibilidades de una vida feliz.

    Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés. ¿Quién se ocupa de hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por la carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad afectiva. La pregunta es ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar? ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, estimulante y complejo.

    Conocimiento propio Tales de Mileto, aquel pensador de la antigua Grecia que es considerado como el primer filósofo conocido de todos los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la más fácil hablar mal de los demás.

    Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti mismo—, que recuerda una idea parecida.

    Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.

    Conviene preguntarse con cierta frecuencia (y buscando la objetividad): ¿cómo es mi carácter? Porque es sorprendente lo beneficiados que resultamos en los juicios que hacen nuestros propios ojos. Casi siempre somos absueltos en el tribunal de nuestro propio corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista, dejando la exigencia para los demás. Incluso en los errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de atenuantes, de eximentes, de disculpas, de justificaciones.

    Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios defectos, ¿cómo se puede mejorar? Mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos escuchando de buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con cualquier ocasión. Pero a eso se aprende sólo cuando uno es capaz de decirse a sí mismo las cosas, cuando es capaz de cantarle las verdades a uno mismo. Procura conocer cuáles son tus defectos dominantes. Procura sujetar esa pasión desordenada que sobresale de entre las demás, pues así es más fácil después vencer las restantes.

    Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente de la comodidad, porque huye del trabajo con verdadero terror; para otro, quizá su mal genio o su amor propio exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor su principal problema es la superficialidad o la frivolidad de sus planteamientos. Piénsalo. Cada uno de tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si no los vences a tiempo, si no les pones coto, te puede salir mal la partida de la vida.

    Quizá lo que hace más delicada la formación del carácter es precisamente el hecho de que se trata de una tarea que requiere años, decenas de años. Ésa es su principal dificultad.

    Toth comparaba este trabajo a la formación de un cristal a partir de una disolución saturada que se va desecando. Las moléculas van ordenándose lentamente conforme a unas misteriosas leyes, en un proceso que puede durar horas, meses, o muchos años. Los cristales se van haciendo cada vez mayores y constituyendo formas geométricas perfectas, según su naturaleza…, siempre que, claro está, ningún agente externo estorbe la marcha de ese lento y delicado proceso de cristalización. Porque un estorbo puede hacer que acabe, en vez de en un magnífico cristal, en una simple agregación de pequeños cristales contrahechos.

    Puede ser ése el principal error de muchos jóvenes, o quizá de sus padres. Pensar que aquellos reiterados estorbos en el camino de la delicada cristalización de su espíritu eran algo sin importancia. Y cuando advirtieron que habían cuajado en un carácter torcido y contrahecho, poco remedio quedaba ya.

    ¿Hay entonces en el carácter cosas que no tienen remedio? Siempre estamos a tiempo de reconducir cualquier situación. Ninguna, por terrible que fuera, determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse que hay tropiezos que dejan huella, que suponen todo un trecho equivocado cuesta abajo que hay que desandar penosamente.

    Piensa en esas malas costumbres, en esa terquedad que cuando eras niño resultaba graciosa y ahora se ha vuelto más espinosa y más dura. Piensa en cómo dominas tu genio, en cómo soportas la contrariedad. Piensa si no eres un cardo. Porque cardos surgen en todas las almas y es cuestión de saber eliminarlos cuando aún están tiernos. Esa solicitud y esa lucha continua es la educación.

    Procura ver las cosas buenas de los demás, que siempre hay. Y cuando veas defectos, o algo que te parece a ti que son defectos, piensa si no los hay —esos mismos— también en tu vida. Porque a veces vemos:

  • a un quejica que se queja de que los demás se quejan;
  • a un charlatán agotador que protesta porque otro habla demasiado;
  • a uno que es muy individualista en el fútbol y luego se queja de que no le pasan el balón;
  • que recrimina agriamente los errores a sus compañeros y luego resulta que él falla más que nadie;
  • al típico personaje irascible que se rasga las vestiduras ante el mal genio de los demás.

    ¿Por qué? Quizá sea efectivamente porque —no se sabe en virtud de qué misteriosa tendencia— proyectamos en los demás nuestros propios defectos.

    El conocimiento propio también es muy útil para aprender a tratar a los demás. Hay, por ejemplo, padres impacientes a quienes con frecuencia se les escuchan frases como “le he dicho a esta criatura por lo menos cuarenta veces que…, y no hay manera”. Y cabría preguntarse: bien, pero ¿y tú? ¿No te sucede a ti que te has propuesto también cuarenta veces muchas cosas que luego nunca logras hacer? ¿No podemos entonces exigir nada a los hijos porque nosotros somos peor que ellos…? No, por supuesto. Pero cuando alguien es consciente de sus propios defectos, la tarea de educar se ve muchas veces como una tarea que tiene bastante de compañerismo. Y se celebra el triunfo del otro y se sabe disculpar y disimular la derrota, porque se confía en que le llegarán también tiempos de victoria. Por eso no viene mal tener en la cabeza nuestros fallos y nuestros errores a la hora de corregir, para saber conjugar bien la exigencia con la comprensión.

    Sentimientos de insatisfacción Se dice que los dinosaurios se extinguieron porque evolucionaron por un camino equivocado: mucho cuerpo y poco cerebro, grandes músculos y poco conocimiento.

    Algo parecido amenaza al hombre que desarrolla en exceso su atención hacia el éxito material, mientras su cabeza y su corazón quedan cada vez más vacíos y anquilosados. Quizá gozan de un alto nivel de vida, poseen notables cualidades, y todo parece apuntar a que deberían sentirse muy dichosos; sin embargo, cuando se ahonda en sus verdaderos sentimientos, con frecuencia se descubre que se sienten profundamente insatisfechos. Y la primera paradoja es que ellos mismos muchas veces no saben explicar bien por qué motivo.

    En algunos casos, esa insatisfacción proviene de una dinámica de consumo poco moderado. Llega un momento en que comprueban que el afán por poseer y disfrutar cada día de más cosas sólo se aplaca fugazmente con su logro, y ven cómo de inmediato se presentan nuevas insatisfacciones ante tantas otras cosas que aún no se poseen. Es una especie de tiranía (que ciertas modas y usos sociales facilitan que uno mismo se imponga), y hace falta una buena dosis de sabiduría de la vida para no caer en esa trampa (o para salir de ella), y evitarse así mucho sufrimiento inútil.

    En otras personas, la insatisfacción proviene de la mezquindad de su corazón. Aunque a veces les cueste reconocerlo, se sienten avergonzadas de la vida que llevan, y si profundizan un poco en su interior, descubren muchas cosas que les hacen sentirse a disgusto consigo mismas (y eso les lleva con frecuencia a maltratar a los demás, por aquello de que quien la tiene tomada consigo mismo, la acaba tomando con los demás).

    En cambio, quien ha sabido seguir un camino de honradez y de verdad, desoyendo las mil justificaciones que siempre parecen encubrir cualquier claudicación (“lo hace todo el mundo”, “se trata sólo de una pequeña concesión excepcional”, “no hago daño a nadie”, etc.), quien logra mantener la rectitud y rechazar esas justificaciones, se sentirá habitualmente satisfecho, porque no hay nada más ingrato que convivir con uno mismo cuando se es un ser mezquino.

    Otras veces, la insatisfacción se debe a algún sentimiento de inferioridad. Otras, tiene su origen en la incapacidad para lograr dominarse a uno mismo, como sucede a esas personas que son arrolladas por sus propios impulsos de cólera o agresividad, por la inmoderación en la comida o la bebida, etc., y después, una vez recobrado el control, se asombran, se arrepienten y sienten un profundo rechazo de sí mismas.

    También las manías son una fuente de sentimientos de insatisfacción. Si se deja que arraiguen, pueden llegar a convertirse en auténticas fijaciones que dificultan llevar una vida psicológicamente sana. Además, si no se es capaz de afrontarlas y superarlas, con el tiempo tienden a extenderse y multiplicarse.

    Algo parecido podría decirse de las personas que viven dominadas por sentimientos relacionados con la soledad, de los que suele costar bastante salir, unas veces por una actitud orgullosa (que les impide afrontar el aislamiento que padecen y se resisten a aceptar que estén realmente solas), otras porque no saben adónde acudir para ampliar su entorno de amistades, y otras porque les falta talento para relacionarse.

    Incluso personas con una intensa vida social también pueden sentirse a veces muy solas e insatisfechas: quizá porque su exuberante actividad puede ser superficial y encubrir una soledad mal resuelta; o porque sus contactos y relaciones pueden estar mantenidos casi exclusivamente por interés; o porque son personas de fama o de éxito, y perciben ese trato social como poco personal, o como adulación; etc. Y también puede suceder lo contrario, y una soledad puede ser sólo aparente: hay personas que creen importar poco a los demás, y un buen día sufren algo más extraordinario y se sorprenden de la cantidad de personas que les ofrecen su ayuda (la satisfacción que sienten entonces da una idea de la importancia de estar cerca de quien pasa por un momento de mayor dificultad).

    En cualquier caso, saber de dónde provienen los sentimientos de insatisfacción es decisivo para abordarlos con acierto y así gobernar con eficacia la propia vida afectiva.

    Repertorio emocional Para establecer una relación positiva con los demás, y poder así decirse las cosas de forma fluida y sin acritud, es preciso cultivar toda una serie de capacidades destinadas a combatir la negatividad y a establecer una relación no defensiva con los demás.

    El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes: Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.

    Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.

    Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.

    Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: “perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir”.

    Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.

    No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un “me ha molestado que llegues tarde y no me hayas avisado”, que soltar un “eres un desconsiderado y un egoísta”.

    Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.

    Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.

    Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.

    Control de la preocupación Por lo general, la espiral de la preocupación, y con ella, la de la ansiedad, entorpece de tal modo el funcionamiento intelectual que pueden llegar a disminuir seriamente su rendimiento personal.

    Bastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de ansiedad, y esto afecta negativamente a sus resultados académicos.

    Mientras, a otros, el estado de preocupación, por ejemplo ante un examen, estimula su intensidad en el estudio, y gracias a eso logran un rendimiento mucho mayor.

    Ésa es la cuestión que conviene analizar: por qué a unos les estimula y a otros les paraliza.

    Según unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; en otros casos, sin embargo, cuando se trata de personas ansiosas, sus pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de exámenes», «no sirvo para las matemáticas», etc.) sabotean sus esfuerzos, y la excitación interfiere con el discurso mental necesario para el estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del examen.

    Las preocupaciones que tiene una persona mientras hace un examen reducen los recursos mentales disponibles para hacerlo bien. En ese sentido, si estamos demasiado preocupados por suspender, dispondremos de mucha menos atención para discurrir sobre lo que nos han preguntado y expresar una respuesta adecuada. Es así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.

    En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria —ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una entrevista importante— para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo mejor.

    Se trata de encontrar un punto medio —volvemos aquí de nuevo a la necesidad de un equilibrio— entre la ansiedad y la apatía, pues el exceso de ansiedad lastra el esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad —en el sentido de indolencia, se entiende— genera apatía y desmotivación.

    Por eso, un cierto entusiasmo —incluso algo de euforia en algunas ocasiones— resulta muy positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo para las de tipo más creativo. Pero cuando la euforia crece demasiado o se descontrola, se convierte en un estado en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para que las ideas fluyan con acierto y realismo.

    Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.

    Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más apocadas, temerosas y suspicaces.

    Empatía Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención…, excepto Roger.

    Roger se detiene junto a él, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: “¡vaya, yo también me he hecho daño!” Esta escena es observada por un equipo investigador que dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela norteamericana.

    Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad para reconocer los sentimientos de sus compañeros de guardería y para establecer un contacto rápido y amable con ellos. Fue el único que se dio cuenta del estado y el sufrimiento de su compañero, y también fue el único que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor: un gesto que denota una habilidad especial para las relaciones humanas y que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un conjunto de talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida.

    Al término de su estudio sobre el comportamiento infantil en la escuela, estos investigadores propusieron una serie de habilidades que reflejan el talento social de una persona:

  • Capacidad de liderazgo, es decir, de movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Es una capacidad que se apunta ya en el patio del colegio, cuando en el recreo surge un niño o una niña —siempre los hay— que decide a qué jugarán, y cómo; y que pronto acaba siendo reconocido por todos como líder del grupo.
  • Capacidad de negociar soluciones, o sea, de mediar entre las personas para evitar la aparición de conflictos o para solucionar los ya existentes. Son los niños —también los hay siempre— que suelen resolver las pequeñas disputas que se producen en el patio de recreo.
  • Capacidad de establecer conexiones personales, esto es, de dominar el sutil arte de las relaciones humanas que requieren la amistad, el amor o el trabajo en equipo. Es la habilidad que acabamos de señalar en Roger: son esos niños que saben llevarse bien con todos, que saben reconocer el estado emocional de los demás, y que suelen ser por ello muy queridos por sus compañeros.
  • Capacidad de análisis social, es decir, de detectar e intuir los sentimientos, motivos e intereses de las personas. Son los niños que desde muy pronto se sitúan sobre cómo son los demás compañeros o profesores, y demuestran una intuición muy notable.

    El conjunto de esas habilidades —que, insistimos, son al tiempo innatas y adquiridas— constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social y del carisma personal. Habilidades que reportan una indudable ventaja en la vida familiar, en la amistad, en el mundo laboral o en muchos otros ámbitos de la existencia.

    Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas socialmente inteligentes saben controlar la expresión de sus emociones, conectan más fácilmente con los demás, captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y gracias a eso pueden reconducir o resolver los conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción humana. Muchos son también líderes naturales, que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en cualquier caso, el tipo de personas con quienes a los demás les gusta estar porque hacen siempre aportaciones constructivas y transmiten buen humor y sentido positivo.

    Capacidad de demorar la gratificación En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos.» Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los chicos de esa edad. Se planteaba en ellos un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la chocolatina y el deseo de contenerse para lograr más adelante un objetivo mejor.

    Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, pues no puede olvidarse que tal vez no hay habilidad psicológica más esencial que la capacidad de resistir el impulso. Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno.

    El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.

    En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina a los pocos segundos de quedarse solos en la habitación.

    Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de demorar la gratificación y, por tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de experimentadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.

    Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de los chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran notablemente más emprendedores, equilibrados y sociables.

    Aquel estudio comparativo revelaba que —en términos de conjunto— quienes en su momento superaron la prueba de la chocolatina fueron luego, diez o doce años después, personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.

    Como es natural, no es que el futuro esté ya predeterminado para cada persona desde su nacimiento, entre otras cosas porque no puede olvidarse que a los cuatro años se ha recibido ya mucha educación. Hay, sin duda, toda una herencia genética, un temperamento innato que influye bastante, pero no es ése el factor principal. Un niño de cuatro años puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado, como bien puede atestiguar, por ejemplo, cualquier padre o madre de familia, o cualquier persona que trabaje en un preescolar.

    Es indudable que el tipo de educación que había recibido cada uno de esos chicos influyó sin duda decisivamente en el resultado de aquella prueba de las chocolatinas. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que aquella investigación vino a resaltar es cómo las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

    Es cierto que, en aquella prueba de las chocolatinas, habría sido quizá más acertado proponer una prueba que destacara esa capacidad de demorar la gratificación de un modo más positivo, menos material. En todo caso, sirve para mostrar cómo los chicos de cuatro años poseen ya importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro.

    La capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas —ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos—, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en la tarea de educación —o de autoeducación— pueda hacerse por estimular esa capacidad será de una gran trascendencia.

  • Carácter y autoestima

    • Autoestima y educación
    • Autoestima y estado de ánimo
    • Autoestima y afán por mejorar
    • Sentimientos de inferioridad
    • Perdonarse a uno mismo
    • ¿Falta de dotes naturales?

    Autoestima y educación Como ha escrito Miguel Angel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos tipos de personas. Unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o menos engreídas o prepotentes. Y otras —que son quizá las menos—, que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su personalidad los aspectos negativos y las deficiencias. Y su relación con ellos mismos es intrapunitiva, se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque éstos se deban a factores externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, y a valorar siempre más la opinión de los otros que la suya propia. Son personas que, en casos extremos, pueden terminar necesitando ayuda médica para entablar con los demás unas relaciones de igualdad y sentir un mínimo de afecto por ellas mismas.

    La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes mentales negativas. Puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de alcanzar una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez logra lo que se propone. Se encamina hacia ella con talante gris y mortecino, tarde y sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si luego las cosas no salen —y no suelen salir cuando se acometen así—, la experiencia, una vez más, vuelve a reforzar el juicio negativo anterior: de nuevo se ha demostrado que no valgo, que he fallado y que seguiré igual en el futuro.

    Un correcto sentido de autoestima debe estar presente en todo proceso educativo, tanto familiar como escolar, y resulta fundamental para la propia maduración psicológica y para formar el carácter. Cuando la persona aprende a respetarse a sí misma, y a no compararse dañosa e inútilmente con los demás, tiene entonces mayor facilidad para tomar conciencia de su propia singularidad y dignidad. Es decisivo comprender que cada ser humano posee unas virtualidades propias que sólo él mismo —con la ayuda que sea necesaria— puede llegar a hacer rendir, proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de contenido su existencia.

    El fomento de la autoestima no debe llevar, bajo ningún concepto, a promover un modelo de personalidad narcisista. La autoestima es un sensato y equilibrado afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la vanidad. La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es portador de una alta dignidad como hombre, comprensión profunda de que cada ser humano es irrepetible, llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido a su vida y que nadie puede hacer por él.

    ¿Son compatibles autoestima y humildad? Para muchas personas parecen valores difíciles de conciliar, quizá porque en su interior piensan que la humildad es algo tan simple como tener una mala opinión acerca de los propios valores y talentos. Pero la verdadera humildad no es eso, ni es tampoco una absurda simulación de falta de cualidades, pues la humildad no puede violentar la verdad, no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al conocimiento propio, a la sinceridad, la sencillez y la naturalidad.

    Muchos afirman que las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la vanidad o la egolatría. Sin embargo, tengo la impresión de que las actitudes vanidosas o ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más bien un problema de virtud, de educación, de sentido común. Es más, podría incluso decirse que las actitudes engreídas revelan, en cierta manera, poca cabeza: porque todo ese tórrido presumir de talentos que uno ha recibido sin ningún mérito propio es bastante ridículo y carente de sentido, y quizá venga a demostrar más bien que todo ese supuesto talento es bastante escaso.

    Tal vez el hecho de que en el mundo abunden los ególatras sea la causa de que se insista tan poco desde los distintos ámbitos de la educación en la necesidad que tiene el hombre de ser educado en un sensato principio de autoestima.

    Autoestima y estado de ánimo Cuando alguien se encuentra desanimado, se ve peor a sí mismo, y eso suele llevarle a un menor aprecio hacia sí mismo. Autoestima y estado de ánimo suelen ascender o descender de modo paralelo.

    Una autoestima demasiado baja suele generar actitudes de frecuente desánimo, de no atreverse a casi nada, de desarrollar poco las propias capacidades y ver casi todo como inasequible. Con esa actitud, la derrota viene dada de antemano, antes de entrar en batalla, por esa injustificada infravaloración de uno mismo.

    Cuando esa baja autoestima ha arraigado de modo profundo en una persona, hacerle comprender su error no será tarea fácil. Les cuesta mucho admitir cualquier valoración positiva de uno mismo, y cuando otras personas intentan hacérselo ver, con frecuencia lo interpreta como halagos infundados, simples cumplidos de cortesía, o bien como un ingenuo desconocimiento de la realidad, o incluso un intento de tomarle el pelo.

    ¿Es bueno entonces tener una alta autoestima, cuanta más mejor? Sí, si se enfocan bien las cosas. Pero si tener una alta autoestima lleva a pensar sólo en uno mismo, a valorarse más de lo que se vale, o a un exceso de comprensión con uno mismo, a ser egoísta y engreído, etc., es evidente que eso sería malo. En ese sentido, podría decirse que tanto la baja autoestima como la excesivamente alta son destructivas para la personalidad y psicológicamente insanas.

    Los sentimientos de culpa, o de vergüenza, o de insatisfacción ante algo que hemos hecho o dejado de hacer, no son sentimientos buenos ni malos de por sí. A veces serán muy necesarios, puesto que habrá cosas que haremos mal y de las que es bueno que nos sintamos culpables y avergonzados; otras veces serán inadecuados, porque nos atormentan de modo patológico y tienen un efecto destructivo y contraproducente. Se trata de sentimientos que, como todos, deben tener medida y adecuación a su causa.

    A medida que una persona va madurando y adquiriendo solidez, su nivel de autoestima se irá haciendo más estable, gracias a un mejor conocimiento de sí misma y a poseer criterios más sólidos a la hora de encontrar motivos de propia estimación. Ya no es tan fácil que una opinión favorable o desfavorable, o un sencillo acierto o error, una buena o mala noticia, ocasionen fuertes oscilaciones en su estado de ánimo o su autoestima.

    También es importante aceptar con el modelo de vida a que uno aspira. Por ejemplo, el éxito social o profesional no bastan para garantizar la autoestima; si ciframos el ideal de persona valiosa y respetable en ser capaz de alcanzar grandes resultados económicos o de reconocimiento social, dejando al margen otros criterios más sólidos, es fácil que las cosas no nos vayan bien, tanto si conseguimos esos logros como si no. De hecho, hay una constante comprobación de que si los modelos de éxito se reducen a sólo una parte de la vida y no a su conjunto, al final no se quedan satisfechos de esos éxitos ni siquiera los pocos que llegan a conseguirlos.

    Está claro que tampoco se trata de rebajar los ideales para evitar las decepciones. Sería un camino fácil y equivocado. Es la estrategia del escepticismo vital, en la que se apagan los sentimientos de sana emulación y se enaltece, por el contrario, la falta de ideales y la mediocridad. Rebajar los ideales y decir que todo da igual, o que hoy día todo el mundo va a lo suyo y ya está, son actitudes que no conducen a nada bueno.

    Autoestima y afán por mejorar Es preciso proponerse aspiraciones e ideales altos, pero hay que hacerlo sobre una escala de valores y de expectativas acertada. Y una buena forma de progresar en autoestima es avanzar en la propia mejora personal. El hombre puede y debe aspirar a mejorar cada día a lo largo de su vida. Se trata de una tarea que siempre produce grandes satisfacciones, y que, en cierta manera, llenará de sentido nuestra existencia.

    Nunca se llegará a ser perfecto, es verdad, y por eso no debe confundirse el ideal de buscar la propia mejora con un enfermizo afán perfeccionista. Querer aproximarse lo más posible a un ideal de perfección es muy diferente del perfeccionismo, o de embarcarse en la utópica pretensión de llegar a no tener defecto alguno (o la más peligrosa aún, de querer que los demás tampoco los tengan).

    El hombre ha de enfrentarse a sus defectos de modo inteligente, aprendiendo de cada error, procurando evitar que sucedan de nuevo, conociendo sus limitaciones —sin miedo a mirarlas de frente— para evitar exponerse innecesariamente a ocasiones que superen nuestra resistencia. Así, además, comprenderá mejor los defectos de los demás y sabrá ayudarles de modo eficaz.

    La tarea de mejorarse a uno mismo no debe afrontarse como algo crispado, angustioso o estresante. Ha de ser un empeño continuo, que se aborda en el día a día con ánimo sereno, de modo cordial y con espíritu deportivo, sabiendo las dificultades con las que nos enfrentaremos y la importancia radical de la constancia en ese propósito.

    En las dos o tres últimas décadas, la enseñanza básica de muchos países occidentales se ha esforzado por fortalecer la autoestima de los alumnos prodigando alabanzas incluso cuando los resultados eran desoladores. Se trataba, ante todo, de no desanimar. La idea era que, educando así, esas personas tendrían en el futuro muchos menos problemas, porque su elevada autoestima les impediría tener un comportamiento antisocial.

    Los resultados —la terca realidad— está haciendo que sean cada vez son más los especialistas que dudan seriamente de que ése sea un buen método pedagógico, y piensan que esa falsa autoestima puede causar mucho daño. Si se pone tanto empeño en no culpabilizar a nadie y en defender cualquier opción, el resultado es que esas personas acaban parapetándose tras sus opiniones y sus actos y se hacen impermeables al consejo y a cualquier crítica constructiva, puesto que toda observación que no sea de alabanza se recibe negativamente.

    La conclusión parece clara: el exceso de autoindulgencia, el alabarlo todo, o relativizarlo todo, conduce a más patologías de las que evita. Decir a los hijos o a los alumnos que todo lo que hacen está bien, o que hagan lo que les parezca mientras lo hagan con convicción, o cosas por el estilo, acaba por dejarles en una posición muy vulnerable. Esas personas se sentirán tremendamente defraudadas cuando al final choquen con la dura realidad de la vida.

    Como ha señalado Laura Schlessinger, es mejor basar la autoestima en logros reales. En pensar y servir a los demás, en hacer cosas que les lleven a sentirse útiles. No se trata de hacer cavar zanjas, alabar ese trabajo, y luego volver a taparlas. Se trata de avanzar en el camino de la virtud, dejar de lamentarse tanto de los propios problemas y tomar ocasión de ellos para forjar el propio carácter. Si se enseña a los niños a esforzarse por conseguir virtudes, la autoestima vendrá sola. Y si no se logra, al menos estarán viviendo en el mundo real.

    Sentimientos de inferioridad Como ha señalado Javier de las Heras, el sentimiento de inferioridad se debe a la existencia de un defecto que se vive como algo vergonzoso, humillante, indigno de uno mismo e inaceptable. En no pocos casos, además, se trata sólo de un presunto defecto, ya que, cuando se conoce y se analiza con un mínimo de objetividad, se comprueba que no hay motivos de peso para considerarlo tal, o que, en cualquier caso, se le está dando una importancia subjetiva desmesurada.

    Lo habitual es que todo esto se lleve en el secreto de la propia intimidad, y que tenga una importante carga subjetiva. Son evidencias interiores que muchas veces no resultan nada previsibles ni evidentes desde el exterior, pero que suelen constituir un intenso y profundo motivo de desasosiego y condicionar bastante la personalidad y el comportamiento de quien las sufre.

    Lo sorprendente es que hay gente muy valiosa que también sufre sentimientos de inferioridad. La fuerte carga subjetiva de esos sentimientos hace que, en efecto, se produzcan situaciones bastante sorprendentes. No es extraño, por ejemplo, que una persona que posea unas cualidades muy superiores a la media de quienes le rodean esté fuertemente condicionada por un sentimiento de inferioridad proveniente de cualquier sencilla cuestión de poca importancia.

    Las épocas más proclives para esas impresiones son el final de la infancia y todo el periodo de la adolescencia. Por eso es importante en esas edades ayudarles a ser personas seguras y con confianza en sí mismas.

    Por otra parte, muchos autores aseguran que los sentimientos de superioridad suelen tener su origen en un intento de compensar otros sentimientos de inferioridad firmemente arraigados. Esos procesos suelen provocar actitudes presuntuosas, arrogantes e inflexibles, de personas envanecidas que tienden a tratar a los demás con poca consideración, y que si a veces se muestran más tolerantes o benevolentes, es siempre con un trasfondo paternalista, como si quisieran destacar aún más su poco elegante actitud de superioridad.

    Son personas a las que gusta darse importancia, y que exageran sus méritos y capacidades siempre que pueden; que siempre encuentran el modo de hablar, incluso a veces con aparente modestia, de manera que susciten —eso piensan ellos— admiración y deslumbramiento. Suelen ser bastante sensibles al halago, y por eso son presa fácil de los aduladores. Fingen despreciar las críticas, pero en realidad las analizan atentamente, y esperan rencorosamente la ocasión de vengarse. Están siempre pendientes de su imagen, muchas veces profundamente inauténtica, y con frecuencia recurren a defender ideas excéntricas, o a llevar un aspecto exterior peculiar y extravagante, con objeto de aparecer como persona original o con rasgos de genialidad. Buscan el modo de sorprender, para obtener así en otros algún eco que les confirme en su intento de convencerse de su identidad idealizada: por el camino de la inferioridad, acaban en el narcisismo más frustrante.

    Perdonarse a uno mismo Todos sabemos que, muchas veces, perdonar es difícil. Pero quizá para algunos sea especialmente difícil perdonarse a uno mismo. Y están tristes porque no se perdonan sus propios fracasos, porque alimentan sus errores dándoles vueltas en su memoria, porque parece que se empeñan en mantener abiertas sus propias heridas. Son como cadenas que se ponen a sí mismos, cárceles en las que se encierran voluntariamente.

    A lo mejor están tristes y sienten dentro del corazón como una especie de lanzada que les amarga la existencia, porque cargan con una responsabilidad que no les corresponde, por un fracaso que no es suyo, al menos en su totalidad.

    Sucede a veces, por ejemplo, con la educación de los hijos. Unas veces se falla porque se hace mal, otras porque hay circunstancias ajenas que lo estropean sin culpa de los padres, y otras simplemente porque los hijos son libres. En cualquier caso, la solución nunca es dejarse consumir por la tristeza, sino rectificar en lo posible el rumbo, procurar aprender, intentar recuperar el terreno que se haya perdido, mirar al futuro con esperanza.

    La falta de perdón para uno mismo suele generar tristeza, y una y otra tienen su origen en el orgullo. Y así como el orgullo del que es simplemente vanidoso, o de quien está pagado de sí mismo, es el más corriente y menos peligroso; en cambio, pasarse la vida dando vueltas a los propios errores suele ser señal de un orgullo más refinado y destructivo.

    Es preciso aprender a aceptarse serenamente a uno mismo. Aceptarse, que nada tiene que ver con una claudicación en la inevitable lucha que siempre acompaña a toda vida bien planteada, sino que es encontrar un sensato equilibrio entre exigirse y comprenderse a uno mismo.

    Conociéndose un poco es fácil saber cómo hacer frente a esos desánimos que acompañan a los propios errores y fracasos. Son instantes de hundimiento y de desazón, bajones de ánimo que pretenden ganarnos la partida de la vida.

    Conviene pararse a pensar en las razones que los producen. A veces nos avergonzará ver cómo pueden desanimarnos contratiempos tan tontos; cómo cosas de tan poca importancia pueden hacernos pasar de la euforia al abatimiento, o viceversa, de forma tan rápida. Para superarlos, conviene hacer un esfuerzo de reflexión, un serio intento para ser objetivo, para ver cómo alejar esas sombras de pesimismo que asaltan inadvertidamente a todos y que tantas veces no dejan ver la cara soleada de la vida.

    ¿Falta de dotes naturales? «Veo que lo que yo tardo una tarde entera en estudiar y luego apenas me acuerdo, mi compañera lo estudia en una hora… —decía con pesimismo Alicia, una atribulada estudiante de dieciséis años.

    »Yo me paso encerrada todo el fin de semana estudiando, y ella, en cambio, no da ni golpe y saca luego mejor nota.

    »Y estamos las dos igual de distraídas en clase, nos pregunta la profesora, y ella con dos ideas que recuerda le sale una respuesta convincente, y yo, en cambio, me quedo sin saber qué decir.

    »Cuando pienso en esto y me dedico a compararme, a veces me pongo muy triste al ver que todas me aventajan y que es algo que nunca podré evitar, porque no puedo hacer nada por remediarlo…» Las personas que, como Alicia, sufren con esta preocupación, deben convencerse de que no es verdad que estén en todo en inferioridad de condiciones, ni que lo suyo no tenga remedio. Que la naturaleza suele otorgar sus dones de forma más repartida de lo que parece. Y que otras personas con limitaciones superiores a las suyas han triunfado en la vida y han sido muy felices.

    Para empezar, es probable que se esté lamentando de unas limitaciones que no tienen la trascendencia que ella le da.

    Quizá también se olvida Alicia de otras muchas cualidades que posee, y que quizá no brillen tanto y por eso apenas las ha advertido, pero que probablemente sean más importantes que esas otras que le deslumbran en los demás.

    Ciertamente quizá otros tengan más simpatía, más gracia, más habilidad en lo que sea, mejor aspecto, más medios económicos o —en apariencia— más suerte y éxito en la vida. Pero eso no es lo fundamental. Son más importantes otras cosas que quizá llaman menos la atención. Y tantas veces, además, el que tiene menos talentos pero se esfuerza por hacerlos rendir, aunque le parezcan escasos, acaba finalmente por superar a otros mucho más capacitados.

    No es buena filosofía contemplar la vida en condicional, como lo que habría podido ser si fuéramos de otra manera o tuviéramos otras dotes o hubiéramos actuado de distinto modo. Se puede y se debe vivir la propia vida aceptándola como es.

    Y si nos faltan medios o talentos, habrá que sacar rendimiento a lo que se tiene y dejarse de vivir entre fantasías.

    Un chico o una chica inteligente debe sacar partido a su inteligencia y dejar de lamentarse de no lograr triunfar en los deportes, en las relaciones públicas y en el arte a la vez. Y un chico o una chica un poco feos o no muy listos, difícilmente llegarán a ser muy guapos o muy inteligentes, pero pueden ser simpáticos, agradables, buenos profesionales y hombres o mujeres excelentes. Lo mejor es ser el que somos y procurar ser cada día un poco mejor.

    Orgullo y culpa

    • Perdonar y pedir perdón
    • La fiebre del “no es esto”
    • Admitir la discrepancia
    • Intentos de supremacía
    • Personajes presuntuosos
    • ¿A quién echas las culpas?
    • Susceptibilidad
    • Escapar de uno mismo
    • La espiral del rencor

    Perdonar y pedir perdón Cualquier persona comete errores que producen ofensas en quienes le rodean, y esas ofensas suelen llevar aparejadas un sentido de culpa para su causante.

    Si esa persona pretendiera desentenderse de la realidad de esa ofensa que ha producido, o intentara proyectar sin razón su culpa sobre los demás, entonces se haría daño a sí mismo, porque no pone remedio a su mal —un verdadero y real sentido de culpa—, sino que lo ignora o lo oculta.

    Para vivir feliz, toda persona necesita del perdón. Todos ofendemos a alguien de vez en cuando —quizá con más frecuencia de lo que pensamos—, y para tener la paz necesitamos aceptar la correspondiente culpa, pedir perdón y reparar en lo posible la falta cometida.

    Sentirse culpable puede ser algo positivo si nos lleva a reflexionar y a buscar remedio. Sentirse habitualmente inocente de todo y repercutir la culpabilidad sobre los demás suele ser síntoma de la eficiente acción del orgullo, que suele ser corto de vista para los propios errores y agudísimo para los de los demás.

    Perdonar y pedir perdón son cosas que a veces van muy unidas. A veces, no llegamos a perdonar totalmente a otra persona, y quizá lo que sucede es que tendríamos que pedirle perdón. Porque es verdad que hay ofensas suyas, pero también ofensas nuestras. Porque los agravios suelen entrecruzarse en una maraña que siempre es difícil desliar.

    La vida es demasiado corta para tener atormentado el corazón o con un dolor que ofusque tu memoria. Sentirás la tentación de revivir una y mil veces tu ofensa, pero debes superarlo y perdonar. Además, muchas de las ofensas son imaginarias, y otras están magnificadas. Sea lo que sea, y sea con quien sea, enfréntate a ello. Busca la ocasión de curar esa herida. Coge el teléfono. O escríbele una carta, aprovechando que está fuera. O hazte el encontradizo. Memoriza unas palabras de acercamiento. Pide perdón.

    Para una correcta educación, será siempre necesario promover en la familia toda una dinámica que haga del perdón algo natural, que no necesite explicar a los hijos por qué deben disculpar.

    La facilidad para perdonar es algo que se respira en una casa. Y la resistencia a hacerlo, más todavía. Los hijos lo notan, porque observan a sus padres y hermanos continuamente. El chico aprenderá a perdonar viendo perdonar. Para una correcta educación, insisto, ha de aprender a perdonar. Entre otras razones, porque tendrá que perdonarnos muchas cosas.

    La fiebre del “no es esto” Cuenta la tradición que, en cierta ocasión, un bandido llamado Angulimal fue a matar a Buda. Y Buda le dijo: “Antes de matarme, ayúdame a cumplir un último deseo: corta, por favor, una rama de ese árbol.” Angulimal le miró con asombro, pero resolvió concederle aquel extraño último deseo, y de un tajo hizo lo que Buda le había pedido.

    Pero luego Buda añadió: “Ahora, por favor, vuelve a pegar la rama al árbol, para que siga floreciendo.” “Debes estar loco —contestó Angulimal— si piensas que eso es posible.” “Al contrario —repuso Buda—, el loco eres tú, que piensas que eres poderoso porque puedes herir, matar y destruir. Eso es cosa fácil, de niños. El verdaderamente poderoso es el que sabe crear y curar.” Para destruir, para arrasar, para gritar de forma estéril, para estar diciendo siempre que todo esta mal, que no es esto…; para todo eso no hace falta arte, ni ciencia, ni esfuerzo, ni cualidades.

    Es verdad que siempre es mejor la rebeldía que el conformismo burgués, porque pienso que no estar satisfecho del mundo en el que se vive y querer cambiarlo es algo digno de alabanza. Pero la rebeldía, que es necesaria, debe reunir ciertas condiciones, y quizá la primera sea saber contra qué nos rebelamos. Y es bueno, lógicamente, rebelarse contra el mal, contra la injusticia, contra la mediocridad…, sí, pero primero contra el mal, la injusticia y la mediocridad que haya en uno mismo. No podemos ser como esos rebeldes de pacotilla que ni estudian, ni dan ni golpe, ni pueden ponerse a nadie como ejemplo de nada. Lo suyo más que rebeldía son ganas de incordiar.

    La historia está llena de ejemplos de rebeldes que cuando llegaron al poder se volvieron burgueses. Y de rebeldes que, al fracasar, se convirtieron en resentidos que sólo sabían hacer crítica destructiva. Es muy fácil decir que algo está mal y que hay que cambiarlo. Lo difícil —y lo que hace falta— es aportar ideas positivas y conseguir cambiarlo realmente.

    Admitir la discrepancia Me contaron no hace mucho la historia de un pequeño cacique de una modesta población europea de los años sesenta.

    Se trataba de una persona que era alcalde de esa minúscula ciudad desde hacía muchos años, y nadie se atrevía a presentarse en las sucesivas elecciones municipales. Su dominio era completo. Nadie podía hacerle sombra ni rechistar sus órdenes. Toda decisión, hasta la más pequeña, pasaba por la mesa de su despacho.

    Pasaron los años y un buen día, ante el asombro de todos, apareció otro candidato. Las siguientes elecciones ya no serían la historia de siempre. Se prometían realmente interesantes.

    El eterno alcalde se sintió afrentado. Que alguien tuviera la desfachatez de hacerle la competencia era algo intolerable. No es que simplemente le molestara, es que no lo podía entender.

    El insólito rival lanzó su programa, distribuyó su propaganda, hizo sus promesas, y llegó por fin el momento de que las urnas resolvieran aquella confrontación. La expectación fue grande. Todo era muy distinto que las veces anteriores.

    Al final, por un estrecho margen, el nuevo candidato fue derrotado y el viejo cacique pudo respirar tranquilo. Enseguida hizo unas declaraciones a la prensa local. El recién reelegido alcalde estaba radiante de alegría. Tanto, que haciendo acopio de buenos sentimientos se refirió al vencido contrincante y dijo con voz solemne: “Le perdono”.

    Quizá alguna vez nos puede pasar, a nuestro nivel, algo parecido a lo que sucedió a este singular alcalde. Podemos llegar, curiosamente, a considerar una ofensa que nos lleven la contraria, o que nos hagan legítima competencia, o que piensen de forma distinta a nosotros y lo manifiesten públicamente.

    Detrás de cualquier problema en la educación o la formación hay siempre un principio de soberbia. Son actitudes en las que se manifiesta ese pequeño tirano que todos llevamos dentro. Actitudes que si las viéramos desde fuera de nosotros nos parecerían tan ridículas o más que la de este alcalde a quien tanto costó perdonar al que había osado hacerle legítima competencia en unas elecciones libres.

    Intentos de supremacía «A ella —escribe Miguel Delibes— siempre le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva, era ella la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer.

    »En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. A sus amigas solía aconsejarlas evitar los encuentros frontales, un sabio consejo.

    »El aspecto formal de la lucha por el poder durante los primeros meses del matrimonio se le antojaba grotesco, por no decir de mal gusto. Creía que el hombre cuida la fachada, y declina la dirección; pero entendía que algunas mujeres ponían, por encima de la autoridad, el placer de proclamarlo, esto es, aceptaban el poder, pero sin ocultar cierto resentimiento.

    »Por supuesto, ella era de otra pasta. Y si entre nosotros no hubo un explícito reparto de papeles, tampoco hubo fricciones; nos movimos de acuerdo con las circunstancias.» Es una magnífica glosa sobre la autoridad en el matrimonio, qué puede servir también para pensar en el carácter de los hijos, pues se trata de algo que abarca a todo el conjunto de la familia. En toda familia hay que encontrar esa particular y personalísima síntesis entre exigencia y cordialidad, autoridad e indulgencia, respeto y cercanía.

    “Esta hija mía no me obedece, es un desastre”, se oye decir a veces. Pero quizá seas tú el que ejerces la autoridad de una forma desastrosa, se podría responder también. Las personas que componen la familia son de una determinada manera y hay que aceptarlas como son, ayudándoles a mejorar y sin dejar a nadie por imposible.

    Hay muchos detalles que refuerzan ese natural fluir de la autoridad de los esposos. Detalles que crean un ambiente propicio para la formación del carácter de los hijos. Veamos algunos ejemplos:

  • procurar someterse ambos a una cierta colegialidad en las decisiones de alguna importancia;
  • acostumbrarse a dar cuenta de dónde estamos y de las cosas que hacemos, y no molestarse si nos lo preguntan;
  • tener en mucho el juicio ajeno (y quizá en algo menos el propio);
  • fomentar las iniciativas de los demás sin poner pegas sistemáticamente; las frases como “eso que dices no puede salir bien”, “déjame a mí”, “tú de esto no entiendes”, etc., repetidas con frecuencia, son muy mala señal;
  • saber ceder; y si luego falla lo que el otro decía, no pasarse el resto de la vida recordándoselo.

    Personajes presuntuosos A comienzos del siglo XX se construyeron para el tráfico transoceánico los mayores buques de pasajeros del mundo de entonces.

    En 1907, Inglaterra pone en servicio el Mauretania, de más de 30.000 toneladas, y su gemelo Lusitania.

    En 1911 les siguen los gigantescos Olimpic y Titanic, ya de 46.000 toneladas cada uno.

    En abril de 1912 inicia su primer viaje este último, un gran transatlántico de lujo, dotado de casco de doble fondo para máxima seguridad, y en cuya posibilidad de naufragio ya nadie piensa. En su frontal alguien ha escrito unas palabras de auténtica presunción: “Esto no lo hunde ni Dios”. Todo un símbolo de una mentalidad que creía ciegamente en su poder y desafiaba con orgullo a la furia de las aguas.

    Durante la noche del 14 de abril, en el Atlántico Norte, choca contra un iceberg y se hunde en menos de tres horas: 1517 personas hallan la muerte en aquellas heladas aguas del mar de Terranova, infestadas de tiburones.

    Ha habido a lo largo del siglo XX catástrofes mucho mayores, de las que sin embargo apenas se ha hablado y que al poco tiempo apenas nadie recordaba. Sin embargo, la del Titanic conmocionó al mundo y ha tomado un lugar señalado en la historia de su siglo. Quizá haya sido así debido al trágico ridículo de unos personajes presuntuosos.

    Resulta también triste y ridícula —aunque por fortuna menos trágica— la actitud del chico o la chica presuntuosos, a quienes la vanidad lleva a adoptar un absurdo aire de superioridad, y aparecen como personas engreídas, que repiten constantemente frases en primera persona: “Porque yo…, porque a mí…, porque como yo digo…, porque yo estuve en…, porque mi moto…, porque mi padre…, porque yo una vez…”.

    Se las arreglan, además, para mencionar varias veces cada detalle de disimulada —o no tan disimulada— autoalabanza. Gadda afirmaba que en estos casos es difícil decir si es más grande el orgullo o la estupidez.

    A veces uno llega a pensar: ¿y no tendrá esta pobre criatura un amigo o una amiga que le diga al oído que esos aires son de un ridículo espantoso? Es interesante analizar nuestras actitudes para ver si también nosotros caemos en ellas, porque:

  • A lo mejor una persona que está siempre presumiendo cree que queda muy bien, cuando en realidad resulta muy antipática.
  • va avasallando, pretendiendo humillar a los demás, y a lo mejor también cree que despierta admiración por su ironía, y en realidad sólo logra ganarse enemistades.
  • nunca cede, porque piensa que siempre tiene razón, y aparece a los ojos de los demás como un pobre mediocre que tiene la desdicha de creerse superior a todos.
  • viste como un figurín de revista de moda y no se da cuenta de que va haciendo el ridículo.
  • cuando habla parece que está dando una conferencia, dándoselas de elevado, y no es más que un pedante que no sabe hablar sin afectación.
  • jamás admite tener culpa de nada y, a base de no querer oír hablar de sus defectos, acaba llegando a creer que no los tiene. Addison decía que la más grave falta es no tener conciencia de ninguna.
  • es de esos, prepotentes y arrogantes, que no saben ganar, o ser más hábiles o más inteligentes que otros, sin maltratar a esos menos agraciados (o, mejor dicho, a esos que ellos consideran menos agraciados).

    Sócrates decía que la mayor sabiduría humana es saber que sabemos muy poco. Y Séneca que muchos habrían sido sabios si no hubieran creído demasiado pronto que ya lo eran.

    Se ha dicho también que el mayor negocio del mundo sería comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale. Hasta tal punto considera la sabiduría popular que tiende el hombre a sobrevalorarse.

    ¿A quién echas las culpas? Hace poco leí algo que me pareció realmente acertado y de gran sentido común. Se trata de una forma de medir a las personas.

    Consiste en observar cómo valoran ellos a quienes les rodean. La gente para la cual todos sus compañeros son estupendos, sus familiares formidables y sus jefes unos buenos tipos, es que ellos mismos son estupendos, formidables y buenos tipos. Y, por el contrario, las personas que no ven más que defectos en todo el que tienen alrededor, generalmente son ellos los que están llenos de defectos.

    También en la familia podemos acabar siempre por echar la culpa de todo a las dificultades del ambiente, a la falta de medios, a las incompatibilidades de carácter…, o a lo que sea, pero siempre a cosas externas a nosotros. Y eso es mala señal, pues es indudable que habrá también fallos y defectos nuestros —probablemente más de los que pensamos—, y hemos de tener la valentía necesaria para enfrentarnos a ellos y así mejorar.

    Sé sincero contigo mismo, y sé crítico con tus propias excusas. No te fabriques versiones apañadas a tu propio interés, no eches siempre las culpas fuera. No se trata tampoco de cargar con absurdos complejos de culpabilidad, ni de ir por la vida haciendo ostentación de autoculpismo. Se trata, por ejemplo, de preguntarse ante los errores de los hijos:

  • ¿Por qué ha hecho esto hoy este hijo mío?
  • ¿Qué error he cometido yo en su formación para que ahora haya actuado así?
  • ¿Cómo puedo remediarlo en lo sucesivo? No se trata de echarse a uno mismo la culpa de todo. Pero es importante hacer una llamada a la sinceridad total con uno mismo a la hora de analizar los problemas de la familia y ver honradamente cómo mejorar.

    Hace poco me decía un padre de familia hablando sobre su hijo: “Es que es igual que yo…; yo quisiera que fuera distinto, pero tiene un carácter idéntico al mío…”.

    Y ciertamente el carácter de los hijos es en gran parte una réplica del de los padres. Por eso te recomiendo que tengas el valor de pensar si a veces no eres tú mismo tu mayor enemigo a la hora de educar. Examínate con sinceridad. No te ampares en coartadas fáciles. Cambia aquello que no vaya bien en tu vida. Procura aprender cada día un poco sobre tu oficio de educador. No olvides que quien tiene el privilegio de enseñar no puede olvidar el deber de aprender.

    Susceptibilidad Las personas susceptibles acarrean una pesada desgracia: la de ser retorcidos. Complican lo sencillo y agotan al más paciente. Viven siempre con la guardia en alto, a pesar de lo cansado que resulta.

    Son capaces de encontrar secretas intenciones, conjuras o malévolos planteamientos en las cosas más sencillas. Imaginan en los ojos de los demás miradas llenas de censura. Una pregunta cualquiera es interpretada como una indirecta o una condena, como una alusión a un posible defecto personal. Con ellos hay que medir bien las palabras y andarse con pies de plomo para no herirles.

    La susceptibilidad tiene su raíz en el egocentrismo y la complicación interior. “Que si no me tratan como merezco…, que si ése qué se ha creído…, que no me tienen consideración…, que no se preocupan de mí…, que no se dan cuenta…”, y así ahogan la confianza y hacen realmente difícil la convivencia con ellos.

    Veamos algunos ejemplos de ideas para alejar ese peligro:

  • guardarse de la continua sospecha, que es un fuerte veneno contra la amistad y las buenas relaciones familiares;
  • no querer ver segundas intenciones en todo lo que hacen o dicen los demás;
  • no ser tan ácidos, tan críticos, tan cáusticos, tan demoledores: no se puede ir por la vida dando manotazos a diestro y siniestro;
  • salvar siempre la buena intención de los demás: no tolerar en la casa críticas sobre familiares, vecinos, compñeros o profesores de los hijos;
  • confiar en que todas las personas son buenas mientras no se demuestre lo contrario: cualquier ser humano, visto suficientemente de cerca y con buenos ojos, terminará por parecernos, en el fondo, una persona encantadora (Plotino decía que todo es bello para el que tiene el alma bella); es cuestión de verle con buenos ojos, de no etiquetarle por detalles de poca importancia ni juzgarle por la primera impresión externa;
  • no hurgar en heridas antiguas, resucitando viejos agravios o alimentando ansias de desquite;
  • ser leal y hacer llegar nuestra crítica antes al interesado: darle la oportunidad de rectificar antes de condenarle, y no justificarnos con un simple “si ya se lo dije y no hace ni caso…”, porque muchas veces no es verdad.
  • soportarse a uno mismo, porque muchos que parecen resentidos contra las personas que le rodean, lo que en verdad les sucede es que no consiguen luchar con deportividad contra sus propios defectos.

    Escapar de uno mismo “El Caballero de la Armadura Oxidada” es un sorprendente best-seller de Robert Fisher que se vende por millones en Estados Unidos y que en España lleva ya más de cuarenta ediciones. Es un relato de fantasía adulta, cuyo protagonista es un ejemplar caballero medieval que “cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo”. El éxito del libro está en que simboliza nuestra ascensión por la montaña de la vida y hace certeras observaciones sobre la conducta humana.

    Nuestro caballero se había enamorado hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar, y a menudo para dormir. Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Su mujer estaba cada vez más harta de no poder ver el rostro de su marido, y de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.

    La situación llega a ser tan insostenible para la desdichada familia que nuestro caballero decide finalmente quitarse la armadura. Es entonces cuando descubre que, después de tanto tiempo encerrado en ella, está totalmente atascada y no puede quitársela. Marcha entonces en busca del mago Merlín, que le muestra un sendero estrecho y empinado como la única solución liberarse de aquel curioso encierro. Se trata del sendero de la verdad, y decide tomarlo de inmediato, pues se da cuenta de que si no se lanza puede cambiar pronto de opinión.

    Tiene que superar diversas pruebas. En una de ellas comprueba que apenas se había ganado el afecto de su hijo, y eso le hace llorar amargamente. La sorpresa llega a la mañana siguiente, cuando ve que la armadura se ha oxidado como consecuencia de las lágrimas, y parte de ella se ha desencajado y caído. Su llanto había comenzado a liberarle.

    Más adelante, con ocasión de otras pruebas, advierte que durante años no había querido admitir las cosas que hacía mal. Había preferido culpar siempre a los demás. Se había comportado de manera ingrata con su mujer y su hijo. Había sido muy injusto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas cada vez con más profusión. Había necesitado a su mujer y a su hijo, pero apenas los había amado. En el fondo, se consideraba en poco a sí mismo, y eso le hacía comportarse de una forma poco natural, con idea de ganarse así la consideración de los demás, y por eso resultaba orgulloso y altivo. Había puesto una armadura invisible entre él y su verdadero modo de ser, y le estaba aprisionando. Una armadura que “ha estado ahí durante tanto tiempo —le decía Merlín—, que al final se ha hecho visible y permanente”.

    Recordó todas las cosas de su vida de las que había culpado a su madre, a su padre, a sus profesores, a su mujer, a su hijo, a sus amigos y a todos los demás. Por primera vez en muchos años, contempló su vida con claridad, sin juzgar y sin excusarse. En ese instante, aceptó toda su responsabilidad. A partir de ese momento, nunca más culparía a nada ni a nadie de sus propios errores. El reconocimiento de que él era la causa de sus problemas, y no la víctima, le dio una nueva sensación de poder. Ya no tenía miedo. Le sobrevino una desconocida sensación de calma. “Casi muero por las lágrimas que no derramé”, pensó.

    Todos solemos poner en nuestra vida barreras ante los demás, y un día nos damos cuenta de que estamos atrapados tras esas barreras y nos resulta difícil salir. Por eso, la sabiduría de vivir está, en buena medida, en conocerse lo suficiente a uno mismo como para saber cuándo y cómo ha quedado uno atrapado. De lo contrario, la voluntad se hará cada día más débil, y la habilidad para engañarse, cada día más fuerte. Buscaremos la culpa en los demás, alimentando un orgullo que poco podrá ayudarnos, y quizás luchemos contra todos para no luchar contra nosotros mismos.

    Nuestro caballero tenía que quitarse la armadura para enfrentarse a la verdad sobre su vida. Se lo habían dicho muchas veces, pero siempre había rechazado esa idea como una ofensa, tomando la verdad como un insulto. Y hasta que no reconoció sus errores y lloró por ellos, no consiguió liberarse del encerramiento al que a sí mismo se había sometido.

    Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil del mundo. Siempre hay culpas exteriores, y hace falta mucha valentía para aceptar que la responsabilidad es nuestra. Pero esa es la única manera de avanzar, aunque sea un recorrido siempre cuesta arriba. Como decía la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro, “cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.” La espiral del rencor Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

    Lissauer era un hombre de enorme erudición. Nadie dominaba la lírica alemana mejor que él. También era un profundo conocedor de la música y poseía un gran talento para el arte. Cuando estalló la guerra, quiso alistarse como voluntario pero no fue admitido por su edad y su falta de salud. En medio de aquel fervor patriótico contra los países que ahora eran enemigos, pronto se vio arrastrado por el ambiente de exaltación bélica propiciado desde la maquinaria de propaganda de la Wilhelmstrasse de Berlín. El sentimiento de que los ingleses eran los principales culpables de aquella guerra lo plasmó Lissauer en el famoso “Canto de odio a Inglaterra”, un poema en catorce versos duros, concisos y expresivos que elevaban el odio hacia ese país a la condición de un juramento de animadversión eterna. Aquellos versos cayeron como una bomba en un depósito de municiones. Pronto se hizo evidente lo fácil que resulta encrespar y azuzar con el odio a todo un país. El poema recorrió Alemania de boca en boca, el emperador concedió a Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos lo publicaron, se representó en los teatros, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía del odio. De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún poeta consiguiera en aquella época. Una fama que, por cierto, acabó por quemarle como la túnica de Neso, porque en cuanto terminó la guerra todos se esforzaron por desembarazarse de la culpa que les correspondía en esa enemistad y señalaron a Lissauer como el gran promotor de aquella insensata histeria de odio que en 1914 todos habían compartido. Fue desterrado, todos le volvieron la espalda y murió en el olvido, como trágica víctima de aquella marejada de sinrazón que lo había encumbrado primero para hundirlo luego todavía más.

    Esta historia es un buen ejemplo de lo que sucede cuando se hace redoblar el tambor del odio. El rencor genera más rencor, y si no se está en guardia contra él pronto se convierte en una ola imparable que hace retumbar los oídos más imparciales y estremece los corazones más equilibrados. En aquella ocasión hubo unos pocos que tuvieron fuerzas y lucidez suficientes para escapar de ese círculo vicioso de odio y agresión que parecía querer absorberlo todo. Fueron personas que no se dejaron llevar por la credulidad propia del rencor, y que lograron superar la torpe y simple idea de que la verdad y la justicia están siempre del propio lado. Y fueron pocos porque, por desgracia, soplar a favor de lo que desune suele ser más fácil y tentador que lo contrario.

    Nietzsche consideraba la misericordia y el perdón como la escapatoria de los débiles. Sin embargo, se necesita más empeño y más fortaleza para perdonar que para dejarse llevar por el rencor y los deseos de venganza. Hace falta más talla moral y más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en los demás que para obsesionarse con lo que no nos gusta. Es mejor y más meritorio tirar de lo bueno que hay en cada uno en vez exasperarles con nuestra arrogancia. La historia de la humanidad manifiesta de forma trágica los frutos amargos de todas aquellas ocasiones en que se fomentaron y exaltaron los sentimientos de violencia, intolerancia, soberbia e insolidaridad entre los hombres.

    El resentimiento lleva a las personas a sentirse dolidas y a no olvidar. Muchas veces ese resentimiento llega a ser enfermizo y se convierte en una hipersensibilidad para sentirse maltratado, y esa convicción es reactivada una y otra vez por la imaginación, como las vueltas que da una lavadora, impidiendo olvidar, deformando la realidad y conduciendo a la obsesión. Otras veces son explosiones momentáneas que enseguida dejan el amargo sabor del hastío de las propias palabras, en cuanto se evapora el aguardiente del primer entusiasmo.

    Hay personas que, allá donde están, los conflictos -sean grandes o pequeños- tienden a relajarse, y se acaban superando o resolviendo. Pero hay muchos otros que los exacerban y cronifican. Frente al resentimiento está el perdón y el esfuerzo por superar los agravios. Acostumbrarse a ser persona conciliadora requiere unos resortes psicológicos de más empaque, pero están al alcance de cualquiera, y merece la pena esforzarse por adquirirlos.