Alfonso Aguiló, “Echar a volar”, Hacer Familia nº 160, 1.VI.2007

Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó a uno de sus hombres para que los cuidara. Pasado un tiempo, el instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba ya perfectamente entrenado, pero al otro no sabía qué le pasaba, pues desde el primer día estaba posado en una rama y no había forma de que echara a volar, hasta el punto de que tenían que llevarle su alimento a ese lugar.

El rey mandó llamar a varios curanderos y sanadores, pero nadie lograba hacer volar a aquel pequeño animal. Pidió consejo a otros sabios de la corte, pero no hubo forma de moverlo de allí. Por la ventana de una de sus habitaciones, el monarca podía ver que el halcón permanecía inmóvil.

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Alfonso Aguiló, “Suficiencia o gratitud”, Hacer Familia nº 159, 1.V.2007

A finales del siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nüremberg, vivía una familia numerosa. Para poder poner pan en la mesa para tantos, el padre trabaja de la mañana a la noche en un pequeño taller de orfebrería. A pesar de las modestas condiciones en que viven, dos de los hijos demuestran desde muy pronto tener grandes dotes para el arte. Ambos quieren desarrollar ese talento, pero saben bien que su padre jamás podrá enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia. Después de muchas noches de conversaciones calladas entre los dos, llegan a un acuerdo. Lanzarán al aire una moneda. El que pierda trabajará en las minas para pagar los estudios del que gane. Al terminar los estudios, se cambiarán las tornas y el otro sufragará los gastos del que ha quedado en casa.

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Alfonso Aguiló, “El paquete de galletas”, Hacer Familia nº 158, 1.IV.2007

Aquella tarde llegó a la vieja estación y le informaron de que el tren en que ella viajaba se retrasaría casi media hora. La elegante señora, bastante contrariada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua, se dirigió hacia el andén central, justo donde debía llegar su tren, y se sentó en un banco dispuesta para la espera.

Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico. De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si nada estuviera pasando. Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.

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Alfonso Aguiló, “La carreta vacía”, Hacer Familia nº 157, 1.III.2007

«Caminaba despacio con mi padre, cuando él se detuvo en una curva y, después de un pequeño silencio, me preguntó: “Además del canto de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más?”. Agucé el oído y le respondí: “Oigo el ruido de una carreta”. “Eso es —dijo mi padre—, una carreta, pero una carreta vacía”. Pregunté a mi padre: “¿Cómo sabes que está vacía, si aún no la hemos visto?”.

»Entonces mi padre respondió: “Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por el ruido. Cuanto más vacía va la carreta, mayor es el ruido que hace”.

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Alfonso Aguiló, “El riesgo de la desesperanza”, Hacer Familia nº 156, 1.II.2007

Según cuenta la conocida leyenda de la mitología griega, los dioses, celosos de la belleza de Pandora, una princesa de la antigua Grecia, le regalaron una misteriosa caja, advirtiéndole que jamás la abriera. Pero un día, la curiosidad y la tentación pudieron más que ella, y abrió la tapa para ver su contenido, liberando así en el mundo todas las grandes aflicciones que hoy existen. Pudo cerrarla justo a tiempo de evitar que se escapara también la esperanza, que es el único valor que hace soportables las numerosas penalidades de la vida.

Y no parece que faltara razón a los hombres de la antigua Grecia cuando valoraban en tanto la esperanza. Porque la esperanza no es una simple ilusión ingenua de que, al final, y no se sabe bien por qué, todo irá bien. Se trata más bien de tener fe en que uno puede, con la ayuda que sea precisa, superar las dificultades.

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Alfonso Aguiló, “La verdadera generosidad”, Hacer Familia nº 155, 1.I.2007

C. S. Lewis, en sus “Cartas del diablo a su sobrino”, describe admirablemente ese fenómeno por el que muchas veces en el noviazgo se incuban esas semillas que engendrarán años después el rencor doméstico. «El encanto del enamoramiento de los novios —explica el diablo veterano a su inexperto sobrino— hace que los humanos confundan esa atracción juvenil con el verdadero cariño. Aprovéchate de la ambigüedad de la palabra “amor” y déjales pensar que han resuelto mediante el amor problemas que de hecho sólo han apartado o pospuesto bajo la influencia de ese enamoramiento. Mientras dura, tienes la oportunidad de fomentar en secreto los problemas y hacerlos crónicos.»

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Alfonso Aguiló, “Redimir a un hombre”, Hacer Familia nº 154, 1.XII.2006

Una tarde de octubre de 1815 un hombre hambriento y cansado llega caminando a la ciudad. Desesperado porque en los albergues no le admiten y no sabe dónde pasar la noche, Jean Valjean llama a la puerta de una casa. Cuando le abren, se presenta: “Señores, soy un ex presidiario. He pasado diecinueve años en la cárcel.” El dueño de la casa, el obispo de Digne, se mueve a compasión y le hace pasar. Pide que en su propia mesa pongan un cubierto más y que se adorne para la ocasión con dos candelabros de plata.

Valjean era un modesto trabajador, analfabeto y solitario, que fue condenado a diecinueve años de trabajos forzados por haber roto un cristal y robado una barra de pan para alimentar a los siete hijos de su hermana viuda. En sus largos años de presidio en Tolón se había llenado de odio hacia una sociedad que le trataba de forma inhumana e injusta. Y al salir de la cárcel, se da cuenta de que su orden de libertad, de color amarillo, que debe mostrar dondequiera que vaya, le condena a ser en la práctica un marginado.

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Alfonso Aguiló, “Juventud de espíritu”, Hacer Familia nº 153, 1.XI.2006

Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo. Se asombró el niño de que un animal tan corpulento no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca. Lo estuvo contemplando durante un buen rato. Le sorprendió sobre todo que el elefante no hiciera el más mínimo esfuerzo por soltarse.

Decidió preguntar al hombre que lo cuidaba. Este le respondió: “Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que durante mucho tiempo no podía escaparse, y por eso ya ni siquiera lo intenta”.
Algo parecido nos sucede quizá a todos, al menos en algún aspecto de nuestra vida. Hay barreras que nos tienen sujetos, porque durante mucho tiempo las hemos visto como infranqueables, y aunque quizá ahora tengamos fuerzas suficientes para superarlas, no lo hacemos porque seguimos viendo esos obstáculos como algo fuera de nuestras posibilidades.

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Alfonso Aguiló, “Ponerse en el lugar de demás”, Hacer Familia nº 152, 1.X.2006

«Había un joven que llevaba tres o cuatro minutos paseando una y otra vez por delante de la oficina y mirando al interior. Por fin —cuenta William Saroyan— entró y fue al mostrador. Spangler lo vio y salió a atenderlo. El joven sacó un revólver del bolsillo derecho del abrigo y lo sostuvo con mano temblorosa: “Déme todo el dinero. Todo el mundo está matando a todo mundo, así que no me importa matarlo a usted. Ni tampoco me importa que me maten. Estoy nervioso y no quiero problemas, así que déme todo el dinero deprisa”.

»Spangler abrió el cajón del dinero y sacó el dinero de diversos compartimentos. Colocó el dinero, billetes, paquetes de monedas y monedas sueltas, sobre el mostrador, delante del chico: “Te daría el dinero de todos modos, pero no porque me estés apuntando con un arma. Te lo daría porque lo necesitas. Ten. Es todo el dinero que hay. Cógelo y luego toma un tren a casa. Vuelve con los tuyos. Yo no informaré del robo. Pondré el dinero de mi bolsillo. Aquí hay unos setenta y cinco dólares.”

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Alfonso Aguiló, “Moral de juventud”, Hacer Familia nº 151, 1.IX.2006

La profesora Jung Chang, que fuera guardia roja en la Revolución Cultural China e hija de uno de los funcionarios asistentes a la célebre Conferencia de los 7000, ha publicado junto con su marido Jon Halliday una biografía de Mao Zedong. ¿Cómo era la personalidad del tirano, los rasgos de temperamento que le definieron como político y estadista? Para Chang, hay que remontarse a un texto escrito cuando apenas tenía 24 años, en el que Mao dice: «Rechazo toda moralidad, rechazo la conciencia, rechazo cualquier responsabilidad hacia los demás. Soy absolutamente egoísta y no me importan los sentimientos de nadie».

Mao fue un gobernante de enorme crueldad. Tenía una fuerza de voluntad extraordinaria. Al mismo tiempo mostraba, cuando era joven, un gran sentido del humor, igual que Stalin. También era muy buen psicólogo para advertir los defectos y las virtudes de las personas, pero sobre todo sus debilidades, y no dudaba en someter a cualquiera a la presión necesaria para lograr sus objetivos, incluso amenazando con cometer atrocidades con su familia.

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