Alfonso Aguiló, “Las razones de los demás”, Hacer Familia nº 128, 1.X.2004

Platón, para pensar y para explicarse mejor, imaginaba personajes cuyas ideas eran opuestas a las suyas, tanto para plantear réplicas a sus afirmaciones como para exigir que las expusiera de otra manera y así las mejorara. Aristóteles mantiene en gran parte ese sistema, aunque de forma un poco menos teatral, y señala primero los obstáculos a sus afirmaciones –suele decir: “hay aquí una dificultad…”–, y luego sortea o rebate pacientemente esas objeciones. Tomás de Aquino, en cada artículo de la Summa, emplea la famosa fórmula del “sed contra est”: busca primero lo que le resulta contrario, lo que se opone a la tesis que sostiene, y luego, después de haber expuesto la solución según el orden de las razones, vuelve a las objeciones que se había hecho, y las contesta. También Descartes intercambia argumentos para responder a las objeciones que le lanzan.

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Alfonso Aguiló, “Los grandes hombres”, Hacer Familia nº 127, 1.IX.2004

Stefan Zweig relata en su autobiografía una interesante anécdota sucedida durante su estancia en París, en 1904. Por entonces, él no era más que un joven principiante de 23 años, pero tenía la suerte de coincidir de vez en cuando con algunos de los más famosos escritores y artistas de su tiempo. El trato con algunos de esos grandes hombres le estaba resultando de gran provecho, pero –según cuenta el propio Zweig– todavía estaba por recibir la lección decisiva, la que le valdría para toda la vida.

Fue un regalo del azar. Surgió a raíz de una apasionada conversación en casa de su amigo Verhaeren. Hablaban sobre el valor de la pintura y la escultura del momento, y su amigo le invitó a acompañarle al día siguiente a casa de Rodin, uno de los artistas entonces más prestigiosos. En aquella visita, Zweig estuvo tan cohibido que no se atrevió a tomar la palabra ni una sola vez. Curiosamente, ese desconcierto suyo pareció complacer al anciano Rodin, que al despedirse preguntó al joven escritor si quería conocer su estudio, en Meudon, y le invitó a comer allí con él. Había recibido la primera lección: los grandes hombres son siempre los más amables.

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Alfonso Aguiló, “Respeto a lo sagrado”, Hacer Familia nº 125-126, 1.VII.2004

En la sociedad actual –escribo glosando ideas de Joseph Ratzinger–, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a quien vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo, cuando se trata de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión aparece como un bien supremo cuya limitación resultaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad.

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Alfonso Aguiló, “El sentido de culpa”, Hacer Familia nº 124, 1.VI.2004

El escritor danés Henrik Stangerup presenta en su novela “El hombre que quería ser culpable” una interesante reflexión sobre el sentido de culpa. Su protagonista, Torben, ha cometido un crimen, y pretende en vano que los responsables de la justicia de la sociedad en que vive lo reconozcan como tal. Sin embargo, le dicen que su acto no ha sido un asesinato, sino un lamentable accidente provocado por las circunstancias. Le aseguran que ha venido forzado por la sociedad, que es la única verdaderamente culpable. Le tratan como a un desequilibrado, víctima de un absurdo complejo de culpabilidad. Enseguida le dejan en libertad e intentan hacerle olvidar todo recuerdo de su mujer.

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Alfonso Aguiló, “Victimismo”, Hacer Familia nº 123, 1.V.2004

Hay básicamente dos maneras de abordar un fracaso profesional, familiar, afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese contratiempo. La segunda es afanarse en culpar a otros y buscar denodadamente responsables externos de nuestra desgracia. De la primera forma se suele adquirir experiencia para superar el fracaso; con la segunda es fácil volver a caer en él, y culpar de nuevo a otros, en vez de hacer un sano examen de nuestras responsabilidades.

Los estilos victimistas suelen estar ligados a sentimientos negativos como la envidia, los celos y el rencor. Tienden a legitimarse en nombre de desgracias pasadas, amparándose en todo lo que se está sufriendo o se ha sufrido, y con eso se arrogan una especie de patente de inmunidad con la que justifican su actitud. Ese recuerdo de las desgracias pasadas constituye para ellos una reserva inagotable de resentimientos. Y si alguien se lo reprocha, a lo mejor admiten que lo suyo no es muy ejemplar, pero aseguran que sus padecimientos pasados justifican esa “leve incorrección”.

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Alfonso Aguiló, “El ego”, Hacer Familia nº 122, 1.IV.2004

“La cultura occidental –afirma José Antonio Marina– puede contarse como la historia de un Yo que ha ido engordando. Es fácil señalar las etapas principales. La reforma protestante apeló a la propia conciencia frente a la autoridad. Descartes instauró el yo-pienso como instancia definitiva. La Ilustración hizo lo mismo con la razón. El romanticismo exacerbó el protagonismo del Yo. El idealismo alemán lo convirtió en el origen de todo. Y, como último paso, encontramos la creciente insistencia en el individualismo. Todo ha desembocado en una afirmación desmesurada del Yo que no deja de plantearnos problemas. Lo que a veces ha sido una oportuna defensa de la autonomía personal se ha acabado convirtiendo en un obsesivo cuidado de uno mismo y en un narcisismo galopante”.

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Alfonso Aguiló, “Arriesgarse a perder”, Hacer Familia nº 121, 1.III.2004

No hace mucho mostraba Ignacio Sánchez Cámara su inquietud ante la progresión de una nueva leva –o quizá no tan nueva– de falsos héroes, muy aficionados a abrazar causas que ya no es necesario defender, o cuando ya no se corre el menor riesgo al hacerlo. Se sacrifican por los tópicos de moda, dan su vida y su hacienda por lo que no cuesta nada, ni vida ni hacienda. Es un heroísmo de verbena y de guiñol, porque apuestan siempre a caballo ganador.

Se trata de un héroe que es un batallador de causas ganadas, que rema afanosamente a favor de la corriente, finge lágrimas y sudores, exhibe agravios y derrotas, pero nunca paga el menor tributo personal por defender lo que defiende. Del perdedor adopta la estética, digna y abatida. Del ganador toma las cartas y las bazas. Combina la estética de la derrota y la cuenta de resultados de la victoria. Y como en muchos ambientes la exhibición del agravio y de la queja suele ser el mejor camino hacia la victoria, utiliza agravios reales o fingidos para obtener ventaja, para medrar.

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Alfonso Aguiló, “Hacerse adulto”, Hacer Familia nº 120, 1.II.2004

Y entonces a Emily le sucedió un acontecimiento de importancia considerable. De repente se dio cuenta de quién era. No había motivos claros para comprender por qué no le sucedió eso cinco años antes o cinco después; y tampoco era fácil saber por qué le ocurrió precisamente aquella tarde.

Cada vez que movía un brazo o una pierna, este sencillo movimiento le producía una impresión de divertida sorpresa al observar lo pronto que le obedecían sus miembros. La memoria le decía que siempre le habían obedecido, pero no se había dado cuenta nunca de lo sorprendente que resultaba.

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Alfonso Aguiló, “Dejarse convencer”, Hacer Familia nº 119, 1.I.2004

Platón, en uno de sus “Diálogos”, plantea una interesante discusión entre Sócrates y Calicles sobre la fuerza de la razón. Calicles rechaza la moralidad convencional y defiende otra basada en la ley del más fuerte. Asegura que esa ley es la que impera en la naturaleza, y la que realmente procede de ella. Hacer el mal –sostiene Calicles– puede ser vergonzoso desde el punto de vista de los convencionalismos sociales, pero esos convencionalismos proceden de una moral gregaria, establecida por los débiles para defenderse de los fuertes. Los débiles, que son la mayoría, se juntan para modelar y esclavizar a los mejores y más fuertes de los hombres y proclaman como justas las acciones más convenientes para ellos.

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Alfonso Aguiló, “El arte del auriga”, ARVO, XII.2003

El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. El arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro (placer) y acompasarlo con el blanco (deber) para correr sin perder el equilibrio.

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