La defensa de los indios contó con exponentes claros tanto en el seno del catolicismo como del protestantismo. No sucedió lo mismo, sin embargo, en relación con la esclavitud, otra de las grandes lacras que experimentaron un extraordinario desarrollo con ocasión del descubrimiento y colonización de nuevos mundos. De hecho, el mismo padre Las Casas llegó a considerar que la utilización de esclavos de origen africano podría paliar el triste destino de los indígenas americanos.
La lucha contra la esclavitud fue una causa que derivó de una cosmovisión bíblica, que se extendió a lo largo de varios siglos y que, de hecho, solo mucho después recibió el respaldo de ideologías distintas del cristianismo. Basta examinar las páginas de la Enciclopedia, el máximo monumento de la Ilustración, para percatarse de que los ilustrados no solo no eran contrarios a la esclavitud, sino que incluso la consideraban natural, dada la inferioridad racial de los esclavizados. Por ejemplo, en la voz “Negros, considerados como esclavos en las colonias de América”, el texto dice: Estos hombres negros, nacidos vigorosos y acostumbrados a una alimentación burda, encuentran en América dulzuras que les hacen la vida animal mucho mejor que en su país.
Desde luego, resulta más que dudoso que la esclavitud en las colonias americanas pudiera ser calificada de “dulzuras” y que la vida de los negros pudiera ser por definición calificada de animal, hasta el punto de que el hecho de ser esclavos la mejorara. Sin embargo, eso y no otra cosa afirma el citado artículo de la Enciclopedia, y no resulta mejor la descripción que aparece en relación con esta población negra: Estos negros son idólatras, su lengua es difícil de pronunciar, saliendo la mayoría de los sonidos de la garganta con esfuerzo… Estos negros, se les llame como se les llame, hablan todos la misma lengua sobre poco más o menos.
Por si fuera poco, el ilustrado autor del artículo de la Enciclopedia indicaba que algunos negros logran superar sus defectos propios y se convierten en buenas personas cuya característica fundamental es, nada menos que, la sumisión a su dueño: Los defectos de los negros no se encuentran extendidos de manera tan universal que no se encuentren muy buenos sujetos. Varios habitantes poseen familias enteras compuestas de gente muy honrada y muy unida a su amo.
Partiendo de esa base, no resulta extraño que se afirmara que encontrar negros buenos era un fruto más de la casualidad que de la probabilidad: Si por azar se encuentra gente honrada entre los negros de Guinea, en su mayoría son durante todo el tiempo viciosos. En su mayor parte están inclinados al libertinaje, a la venganza, al robo y a la mentira.
Las consecuencias de semejante discurso no podían resultar más obvias. La esclavitud era censurable, pero los “salvajes” actuales habían caído tan por debajo del imaginario nivel en que se encontraba el “buen salvaje” primitivo que no cabía sino emprender su educación. Era obvio que unas razas eran superiores y otras claramente inferiores. Esa circunstancia obligaba a las primeras a dominar a las segundas por su bien. Que el resultado no podía sino ser positivo lo demostraba el que, hasta reducidos a la esclavitud, los negros se encontraran mejor bajo el dominio de un amo blanco en América que en libertad en África.
No resulta muy difícil imaginar lo que hubiera sido la suerte de estos desdichados si, frente a la visión de los conquistadores, al pensamiento ilustrado y, por supuesto, a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado una recuperación del concepto bíblico acerca de esta institución. En realidad, basta con examinar lo que fue la trayectoria de la trata antes del movimiento emancipador.
El inicio de la trata se debió a los portugueses, que la comenzaron en 1444, y que unos quince años después importaban cada año poco menos de un millar de esclavos procedentes de diferentes puntos de la costa africana. Durante más de un siglo, Portugal monopolizó el comercio gracias a la colaboración indispensable de los comerciantes árabes del norte de África, que enviaban esclavos de África central a los mercados de Arabia, Irán y la India.
El descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a tan vergonzosa y denigrante institución. Como ya hemos indicado, incluso los defensores de los indígenas de América no encontraron censurable —en ocasiones les pareció un remedio— el recurrir a la esclavitud de los africanos. En 1517, por ejemplo, Carlos I estableció un sistema de concesiones a particulares para introducir y vender esclavos africanos en América. A finales de ese mismo siglo, Inglaterra comenzó a competir por el derecho a abastecer de esclavos a las colonias españolas, detentado hasta entonces por Portugal, Francia, Holanda y Dinamarca. De hecho, la Paz de Utrecht, que se tradujo para España en la pérdida del territorio español de Gibraltar, significó también que la British South Sea Company consiguiera el derecho exclusivo de suministro de esclavos a estas colonias. Pero para entonces hacía ya casi un siglo que habían llegado a las colonias inglesas de América del Norte los primeros esclavos africanos, y este tráfico se incrementaría sobremanera con el desarrollo del sistema de planificaciones.
Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la situación de los esclavos. El liberalismo había podido tomar de la fe cristiana algunos de sus principios políticos esenciales, pero no estaba dispuesto a disminuir sus beneficios por razones éticas. Si la Ilustración había justificado —sobre el papel, claro está— la esclavitud, la Constitución norteamericana sentenció el triste destino de los esclavos sancionando la existencia de la institución que los mantenía sometidos a tan lamentable estado. No era extraño si se tiene en cuenta que algunos de los Padres fundadores, como Thomas Jefferson, eran pingües propietarios de esclavos.
El enfrentamiento con la esclavitud surgió en el seno del cristianismo y por razones enraizadas directamente en las Escrituras. Durante el siglo XVII, los cuáqueros (…) y en el siglo siguiente, los metodistas (..), hombres como William Knibb (…) y William Wilberforce, un hombre piadoso que (…) en su calidad de miembro del Parlamento, se dedicó a tareas de profundo contenido social. Así, Wilberforce —al que se llegó a denominar la conciencia del primer ministro— fomentó la educación de los necesitados y, sobre todo, desarrolló una extraordinaria labor para lograr la erradicación de la esclavitud. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con intereses económicos obvios, pero en 1807 consiguió la prohibición británica del comercio de esclavos y en 1833 se declaró la abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El único país que se había adelantado a Inglaterra en la abolición de la trata había sido Dinamarca, en 1792, y también apelando directamente a los principios contenidos en la Biblia.
A lo largo del siglo XIX la emancipación de los esclavos se convirtió en una bandera utilizada en la lucha contra el poder colonial —México abolió la esclavitud en 1813; Venezuela y Colombia, en 182 l—, pero no siempre con convicción. La explicación de este comportamiento no podía ser más obvia: el proceso de abolición chocaba con los intereses de la burguesía. De hecho, Uruguay mantuvo la esclavitud hasta 1869; España, en Cuba, hasta 1886; y Brasil, hasta 1888. Cualquiera de estos procesos emancipatorios es dudoso incluso que hubiera comenzado sin los precedentes del mundo anglosajón, puesto que fue Inglaterra la que durante el Congreso de Viena instó a las otras potencias europeas a adoptar medidas similares a las aprobadas por su Parlamento.
A finales del siglo XX, y a pesar de la incorporación de normas antiesclavistas en la legislación internacional, la esclavitud sigue siendo una realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien millones de personas. En algunos países islámicos y budistas incluso cuenta con una existencia legal. De no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez ese también sería el panorama en las sociedades occidentales. Sin embargo, el triunfo de la lucha contra la esclavitud durante el siglo XIX no significó que la causa de la libertad humana quedara salvada y asegurada para el siglo siguiente. En realidad, iba a enfrentarse durante este con los peores desafíos que había experimentado a lo largo de la Historia humana, y de nuevo el papel del cristianismo resultaría esencial.
Tomado de “El legado del cristianismo en la cultura occidental”, Espasa, 2000, pp. 208-214.